Caminaba errabundo; viraba su ruta, daba giros, avanzaba y retrocedía su andar. Por momentos, con su mano derecha hacía trazos circulares sobre su cabeza mientras juntaba y separaba repetidamente las yemas de sus dedos índice y pulgar. Dentro de su afiebrado cerebro, estos movimientos de su mano le permitían flotar entre irrealidades que cada vez se le hacían más y más familiares.
Cuando llegó el lustroso pez amarillo, rodando sobre las tres rueditas que sobresalían de su abdomen, él no titubeó. Se encaramó sobre su lomo y lo montó cual si se tratara de una cabalgadura.
Para sorpresa suya,…
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