Hace un par de días me acordaba del él. Me crucé con el el In the skies de Peter Green y me volvía aquella enigmática estrofa de Romperás: cambiaré de color, voy a pintar de verde la luna y el sol.

Supongo que el subconsciente, o a veces no tanto, funciona un poco así. Me preguntaba si estuvo entre sus escuchas de aquellos años. Luego lo de el de Los ilegales, 70. Cáncer de páncreas, unos tres meses. La intro de Yo soy quien espía el juego de los niños tal vez sea lo mejor que se ha escuchado en este país.
Y lo pensé, claro. El Robe como no se cuide… Había escuchado que había estado jodido el año pasado, pero 63 en estos tiempos es más demasiado pronto de lo que siempre suele ser. Los años se le notaban pero en el tema con Leiva estuvo genial, al parecer fue antes del problema de salud que finalizó la gira anterior a falta de dos fechas.
Nos queda un buen pedazo, desde luego. Su espíritu imperecedero en su canciones y eso, pero no quiero ponerme moñas. Se podrían decir muchas cosas, se dirán muchas cosas. Aunque todo está en realidad ya dicho.
Se apaga la voz de una generación. Su viaje fue desde el ostracismo más absoluto a ser declarado hijo pródigo en su tierra natal, a la que regresó en busca de colaboradores en su última etapa, tras no pocos periplos. Os voy a hablar con la sabiduría que me da el fracaso, decía. No hay mucho más que decir.
El destino ha querido que le tocara “Morirse en Bilbao”, tal como cantaba él mismo en una colaboración con Doctor Deseo y Fito, ya hace bastantes años y que tal vez sea la mejor despedida:
«Cuando las personas o las sociedades entran en shock, pierden sus identidades y sus puntos de anclaje. Por tanto, la calma es una forma de resistencia.»
John Berger
MADRID. Hubo una época en la que las calles no sonaban pero tampoco estaban en silencio, algún paso aislado y, de vez en cuando, una ambulancia que atravesaba la noche como un recordatorio. Hubo una época de hidrogel en el bolsillo, de mascarillas guardadas en el bolsillo y de aprender a leer media cara en los ojos de los demás. En los balcones, además, apareció una figura nueva: el vigilante de distancias y horarios, árbitro improvisado de lo correcto. Años después, cuando el mundo recuperó su volumen habitual —prisas, reuniones eternas, agendas que no perdonan— empieza a escucharse un murmullo inesperado, casi clandestino: gente que echa de menos la cuarentena.
No lo sueltan en una conversación cualquiera, ni lo dejan caer con la ligereza de una anécdota. Lo guardan para si mismos, porque les incomoda incluso cuando lo piensan. A lo sumo, se les escapa en un susurro —entre dos frases, con una risa nerviosa y un “no me malinterpretes”— como si temieran que alguien lo oyera y los juzgara. Es una nostalgia que no se presume: se confiesa. Y, sin embargo, cuando uno pregunta con cuidado, aparecen. Uno tras otro. Con relatos pequeños, domésticos… y más comunes de lo que nadie admitiría en público.
Manuel (42 años, administrativo, una risa que se le escapa por la nariz) nos recibe con una taza de café. En la pared del salón hay una foto familiar en la que todos sonríen demasiado.
—No me entiendas mal —dice antes de que se lo preguntemos—. Sé que fue terrible para mucha gente. Yo no banalizo nada. Pero… para mí… fue la primera vez en años que pude respirar.
Manuel habla y, al hacerlo, se le aflojan los hombros como si el recuerdo le quitara peso.
—Mi cuñado —menciona la palabra como quien nombra una tormenta— tiene una capacidad… ¿cómo decirlo?… natural para opinar de todo. De cómo cortas el jamón, de cómo educas a tus hijos, de la política, de tu trabajo, del aire que respiras. Y lo peor es que siempre venía. Fines de semana, cumpleaños, “solo paso a dejar esto”. Siempre.
En cuarentena, por primera vez, el timbre dejó de perseguirle incluso en sueños.
—Hubo un domingo que me desperté y pensé: “No va a venir”. Y me dio una felicidad absurda. Me hice huevos revueltos, puse música bajita… y me senté sin prisa. Sin el runrún de “a ver a qué hora aparecen”. Fue como si el mundo me hubiera concedido una tregua administrativa.
Le preguntamos si lo ha hablado con su pareja.
—Sí. Me dijo que ella también lo notó. En casa había… silencio del bueno. Ese silencio que no es distancia, sino descanso.
Manuel se queda mirando la taza, como si en la espuma pudiera leer aquel calendario vacío.
—Mire, yo no quiero que vuelva nada malo —añade—. Pero si alguna vez decretaran “prohibido recibir visitas no esenciales”… yo lo aplaudiría desde el balcón. Con las dos manos.
Inés (64 años, jubilada) conserva en la mesilla de la entrada un bote de gel hidroalcohólico casi vacío, como quien guarda una entrada de cine.
—No lo uso, pero aún no he podido quitarlo —explica.
A Inés le emociona lo que llama “la coreografía”.
—A las ocho salíamos. Y aunque no nos tocábamos, yo sentía a la gente cerca. Era rarísimo. Nos mirábamos y… no sé… como si estuviéramos cuidándonos sin decirlo.
Le preguntamos por qué extraña aquello.
—Porque después se nos volvió a olvidar el vecino. Volvimos a estar cada uno en lo suyo. Y yo no digo que lo otro fuera mejor, pero… había un “nosotros”. Aunque fuera a dos metros.
—Y fíjese qué cosa: con algunos vecinos hablaba más desde el balcón, a distancia, que ahora en el ascensor, pegados y sin mirarnos.
Se le humedecen los ojos al recordarlo y enseguida se ríe de sí misma.
—Mire qué tonta, si yo nunca he sido de llorar. Pero eso de escuchar aplausos en una calle vacía… era como decir: “Estamos aquí”.
Ángel (72 años) abre la puerta despacio, con una calma que parece aprendida. Tiene manos grandes, de esas que han trabajado mucho. En el pasillo hay juguetes: un cochecito, un peluche que ha perdido un ojo, una mochila pequeña.
—Son de los nietos —dice, como quien pide disculpas.
A Ángel le cuesta al principio. Se nota que ha tenido que justificar su ternura muchas veces.
—Yo quiero a mis nietos con locura —aclara rápido—. Con locura. Pero también… también quiero sentarme. Quiero estar en silencio. Quiero escuchar la radio sin que alguien me diga “abuelo, ven”.
Durante años, su rutina fue un reloj ajeno: recoger al mayor, llevar al pequeño, merendar, parque, deberes, “un momento que llega tu madre”.
—Y yo lo hacía encantado, ¿eh? Porque uno hace lo que toca. Pero cuando llegó la cuarentena… todo se paró.
Ángel se queda un segundo mirando el suelo, como si todavía viera aquellas baldosas sin pisadas infantiles.
—Por primera vez, me levantaba y… no tenía que salir corriendo. Podía leer el periódico entero. Podía… pensar —dice la palabra con sorpresa, como si fuera un lujo.
Le preguntamos si sintió culpa.
—Sí. Mucha. Me decía: “¿Cómo puedes sentir alivio con lo que está pasando?”. Pero luego me miraba el pecho… y respiraba mejor. A mi edad, respirar mejor es una noticia.
Hace una pausa. Sus ojos se van hacia la ventana, donde la ciudad suena de nuevo.
—¿Sabe qué fue lo más bonito? —pregunta—. Que mis hijos me llamaban más. Antes era todo “Papá, ¿puedes recoger…?”. En cuarentena era “Papá, ¿cómo estás?”. Eso… eso me llenó.
Se le traba un poco la voz y se aclara la garganta. No quiere dramatizar, pero el cuerpo le delata: las manos se le buscan una a otra, como si necesitaran apoyo.
—Ahora ya hemos vuelto a lo de siempre —añade—. Y no me quejo. Pero… a veces pienso: “Todo eso ya no volverá. Y por dentro lo echo de menos’”.
Psicólogos y sociólogos podrían explicar esta nostalgia como una necesidad de pausa, una respuesta al ritmo acelerado que vino después, o una idealización selectiva del pasado. Pero aquí, en los salones y las cocinas, la explicación es más sencilla: hubo gente que, en medio del ruido del mundo, encontró un paréntesis de calma que no sabían que necesitaban.
No es que quieran repetir el miedo. Ni la enfermedad. Ni las pérdidas. Lo que echan de menos es otra cosa: la legitimidad del descanso. La excusa universal para no llegar, no correr, no complacer. El permiso oficial de decir “hoy no”.
Y quizá por eso, al despedirnos de Ángel, cuando ya guardamos la libreta y el abrigo, ocurre algo que deja el reportaje suspendido en el aire.
Ángel acompaña hasta la puerta. Mira el pasillo, los juguetes, .... Luego alza la vista hacia el periodista. Tiene los ojos vidriosos, pero en la cara no hay tristeza del todo: hay una chispa. Un halo de esperanza absurdo y profundamente humano.
Y pregunta, casi en un susurro, como quien, al borde del final, formula su última petición con más esperanza que fe:
—¿Usted cree que eso de los jabalíes va a tirar para adelante?
menéame