La consciencia es una característica o detalle que, teniendo sede en un determinado ser o dentro de ese ser, sin embargo no está relacionado con la existencia o constitución propia interna de ese ser, sino con la existencia de otro ser distinto, externo, ajeno, separado. Es decir, la consciencia es el reflejo o constancia que un ser deja de su existencia en otro ser distinto.
Este es el concepto básico. Ahora bien, desde este concepto básico hasta la consciencia humana debemos establecer una graduación conceptual y terminológica.
Imagina una roca que está de noche en un desierto. Esta roca tiene cierta constitución química, que le es propia. Ahora imagina que amanece, y cuando el sol asoma en el cielo, la superficie de la roca empieza a quedar iluminada por la luz solar. Este "estado iluminado" que queda o reside en la superficie de la roca, que seguramente tendrá cierto efecto térmico en la superficie de la roca, no es parte de la constitución química propia de la roca, porque de noche, cuando no hay luz solar, la roca sigue existiendo a oscuras gracias a su constitución química interna. Es decir, el "estado iluminado" que se está manifestando o está residiendo en la superficie de la roca es una característica o detalle que, aunque está presente en la roca, su presencia en la roca no tiene relación con la constitución química propia de la roca, no tiene relación con la existencia propia de la roca, tiene relación con la existencia separada y externa de otro objeto distinto, el sol. Por tanto, ese "estado iluminado" manifiesto en la superficie de la roca, que es "testimonializador" de la existencia de otro objeto separado externo (el sol), es una "consciencia" de la roca.
Sin embargo, no la llamaremos "consciencia" porque ocurre en un ser muy simple, la roca, que no utiliza para nada esa claridad para intentar sobrevivir. Dado que esta "consciencia" de la roca es solo el hecho físico mínimo, básico, y física y conceptualmente fundamentador del concepto de "consciencia" (característica o rasgo en un objeto relacionado con la existencia no de ese objeto sino con la existencia de otro objeto distinto), la llamaremos "abioconsciencia".
En un ser vivo primitivo o no altamente complejo, como una bacteria, una planta o un hongo, hay "consciencia" en el sentido de que ese ser vivo recibe inputs informacionales procedentes del entorno que son indicativos de la existencia de los factores medioambientales. Este ser vivo primitivo, además, utiliza o procesa esa información procedente del entorno, reaccionando a ella en su propio beneficio, para automantenerse y sobrevivir. Pero estas reacciones a los estímulos externos son reflejas, automáticas, predefinidas evolutivamente, como una planta realiza la fotosíntesis cuando recibe la luz del sol. Llamaremos a esta consciencia "bioconsciencia".
Y así llegamos a los seres vivos altamente complejos, los animales. Los seres vivos simples como plantas u hongos son sésiles, están permanentemente instalados en un lugar concreto, sin moverse de él, esperando que les llegue la lluvia y los demás inputs medioambientales, y responden a estos inputs medioambientales con una tabla predefinida de reacciones reflejas evolutivas de supervivencia. Sin embargo los animales, por definición, son seres vivos que se mueven. Los animales no son seres sésiles, que están siempre parados en un mismo sitio esperando que les llegue la lluvia; por el contrario, los animales se mueven para ir ellos a buscar y conseguir el agua, sus nutrientes, su refugio, etc. Es por esta capacidad de moverse que los animales están dotados de sistema neuromotor, formado por sistema neurológico y por sistema músculo-esquelético. Los animales reciben inputs informacionales descriptivos del entorno circundante, los reciben a través de los órganos neurológicos sensoriales, y procesan esta información en el sistema neurológico para decidir reacciones con las que responder de manera motora, moviéndose. Los animales utilizan neurológicamente la información que reciben del entorno para moverse y actuar en ese entorno de la manera mas adecuada para ellos mismos y su propia supervivencia.
Dado que los animales no están siempre parados en un mismo sitio, sino que se mueven, entonces ellos no se enfrentan a un entorno estático, rígico, pobremente variable, frente al que puedan permitirse respuestas reflejas automáticas y evolutivamente tabuladas, sino que los animales, debido a su movilidad, se enfrentan a un entorno altamente cambiante, un entorno que siempre puede presentarles situaciones nuevas que nunca habían vivido antes y para las que los animales no tienen ninguna experiencia anterior. Es decir, debido a su movilidad o motricidad, los animales están recibiendo constantemente inputs informacionales del entorno completamente nuevos, que nunca habían recibido antes. Por tanto los animales no pueden permitirse una "tabla de respuestas o estrategias adaptativas evolutivamente predefinidas", sino que deben poseer la capacidad de elaborar y decidir respuestas y reacciones adecuadas "en tiempo real", "sobre la marcha", a situaciones completamente nuevas. El órgano especializado en procesar la información del entorno para calcular "sobre la marcha" las reacciones motoras adecuadas es el sistema neurológico. Este sistema neurológico decide las respuestas mas adecuadas a los inputs nuevos, y tanto si acierta como si yerra almacena este aprendizaje en una memoria neurológica "rápida" o "flash", pues sería inasumible tener que esperar a que ese aprendizaje quedase codificado genéticamente por vía evolutiva.
Dado que el animal se mueve, su movimiento hace que su entorno se vuelva altamente cambiante, presentándole constantemente una infinidad de situaciones nuevas. Dado que es el propio animal el que desde sus movimientos desencadena esa alta variabilidad del entorno y de situaciones, el animal necesita establecer un "origen de coordenadas" fijo en sí mismo, de manera que el animal es lo único "no cambiante" en un entorno completamente variable y volátil. Esto hace que el animal no solamente sea "consciente" de la existencia de otros objetos separados externos, sino que el animal necesita diferenciarse a sí mismo de esos objetos externos, y definirse a sí mismo como un "yo" o un "no-otro", que es diferente de los "no-yo"'s u "otros" externos. Es este "yo" o "no-otro" neurológico del animal lo que le permite establecerse a sí mismo como "origen de coordenadas" fijo. Así, el animal "conoce" la existencia de los objetos externos, pero a través de la existencia de los objetos externos el animal también conoce su propia existencia, por diferenciación de los objetos externos. Es decir; una planta sabe que existe el sol, pero no sabe que existe ella misma; mientras que un animal sabe que existe el sol, y gracias a este conocimiento del sol el animal además también sabe que existe él mismo, como diferenciado del sol y que observa y conoce la existencia del sol.
Así, la "consciencia" animal, que es lo que llamamos propiamente "consciencia", no consiste meramente en un saberse que existen los objetos externos, los "otros" o "no-yo"'s externos, sino en saberse que también existe uno mismo, el animal consciente mismo, el yo mismo. Así, la consciencia animal es tanto un conocimiento de que hay objetos externos como un conocimiento de que también hay un yo propio e interno. Por tanto, la consciencia animal no solo es un sentido de la existencia ajena, es también un sentido de la existencia propia. Y es este sentido de la existencia propia, un sentido autodeterminante, lo que quizá mas caracteriza a la consciencia animal.
Este "sentido o conocimiento autodeterminante de existencia propia" de la consciencia animal posee un curioso efecto lógico que parece investir de un aura especial la consciencia, aunque es algo meramente lógico: en términos estrictamente lógicos, uno mismo es necesariamente lo mas importante del universo, uno mismo es necesariamente el creador del universo, porque uno mismo tiene que existir para que el universo exista, dado que si uno mismo muere y deja de existir, todo el universo (entendido "todo el universo" como todo lo que existe aparte de uno mismo) deja de existir con uno mismo. A uno mismo no le importa en absoluto si el universo sigue existiendo para otras personas, porque uno mismo ya no existirá para comprobarlo: a efectos de uno mismo, cuando uno muere y desaparece, todo el universo desaparece con él. Por tanto la existencia entera del universo depende de la existencia propia de uno mismo, por lo cual uno mismo es lo primero y mas importante del universo, es como un dios creador del universo. Pero esto es solo un efecto neurológico del instinto de supervivencia biológico, una ilusión, porque en realidad uno mismo no es tan importante ni es ningún dios creador del universo.
Y cuando al fin venza el plazo señalado, volverán los dioses de su exilio.
Llegarán en un barco construido con las uñas de todos los muertos y, expiada su culpa, purificados los dioses del mal que toleraron, juzgarán a los hombres.
Ese día será Ragnarok. El regreso de los dioses. El último día.
Edda Mayor. Mitología nórdica
1
Le dijeron que era una urgencia y no preguntó más. Ya se enteraría más tarde de lo que tuviera que enterarse.
Viajaba siempre sin equipaje. Sólo llevaba documentación y dinero en efectivo. En ningún lugar del mundo había necesitado otra cosa. Se presentó en el lugar convenido con diez minutos de adelanto, listo para cumplir con lo que le ordenasen, y allí escuchó atentamente lo que le contaron: dos docenas de frases, como mucho, y sobraban la mitad. Ya habría tiempo más adelante para hablar largo y tendido con el patrón, con un buen puro, el mejor ron, y toda la velada por delante para desgranar anécdotas y razones.
Sin más preámbulos, se puso en camino. Al aeropuerto prefería ir en taxi: nada de dejar coche en el aparcamiento o de dar ocasión a las cámaras a que registrasen quién llegaban en compañía de quién.
El resto marchó sin problemas. Control de documentos, seguridad, y directamente a embarcar. Le quedaba lo peor: doce horas de vuelo. Y doce horas de vuelo hacia el Este, además, de las que te comen medio día contando la diferencia horaria: salió de su casa a las ocho de la mañana y llegó a Madrid a las tres de la madrugada.
No había conseguido dormir gran cosa en el avión, pero en Madrid tampoco tenía tiempo para eso. El compadre que lo esperaba en el aeropuerto le entregó un coche de aspecto rematadamente vulgar. En el maletero estaba todo lo demás: la dirección donde tenía que realizar el trabajo, el fusil, la pistola, y cinco mil euros, que venían a ser como siete mil dólares, más o menos.
—Esto es sólo para los gastos. Lo suyo va aparte —le aclaró.
Carlos González, o Malindo, como le llamaban sus amigos, hizo un gesto de agradecimiento con la cabeza antes de mirar la dirección. Había oído hablar de aquella ciudad, pero ni siquiera sabía hacia dónde podía quedar y mucho menos a qué distancia.
—¿Está muy lejos? —preguntó.
—Tres horas a buen paso —le respondió su contacto, del que ni sabía el nombre ni lo llegaría a saber nunca.
—¡Carajo!
—Si sale algún imprevisto, me llama.
Malindo anotó en un papel aparte el las seis últimas cifras del número de teléfono. Las tres primeras podía memorizarlas sin problema y a nadie le serviría un número al que le faltasen tres dígitos. A menudo los sistemas más sencillos eran los más efectivos.
—Con el depósito me alcanza hasta allí sin problemas, ¿no? Preferiría no tener que pararme.
—Sí, y le tiene que sobrar bastante. Y tiene ya la dirección puesta en el GPS. No hay pérdida.
Malindo suspiró. Sabía de sobra que muchas cosas podían salir mal, pero él era un tipo con suerte y ya se las arreglaría si sufría una avería o le surgía cualquier otro contratiempo.
—Pues me voy, sin más. Gracias por todo.
—Suerte —se despidió su contacto.
2
El hotel se alzaba orgulloso en una plaza céntrica, imponiéndose al resto de edificios que lo flanqueaban.
Se imponía en otro tiempo. Ya no.
Han pasado los años y la fachada muestra las cicatrices del clima y el abandono. La intemperie ha ido desdibujando los rostros de las estatuas que coronan el tejado, y las cariátides de la planta baja parecen a punto de rendirse, vencidas por las grietas y el sudor negro que corre en chorretones indelebles por sus rostros. En lugar de figuras orgullosas de su fuerza, parecen ahora reos de alguna condena eterna que ni siquiera recuerdan. Y sin embargo no pueden desfallecer, no van a hacerlo hasta que la modernidad acabe de desmenuzar con sus ataques químicos la última lasca de su piedra.
Los inmuebles colindantes se levantan cuatro, cinco, seis pisos por encima del hotel, sustituyendo a los que antaño ocuparon aquellos solares como acompañamiento de la orgullosa mole. El hotel es un vestigio, una reliquia de otras ordenanzas municipales, más restrictivas con la construcción en altura, y ni siquiera se atreve a medirse con los bloques de oficinas o la clínica privada que han medrado a su lado. Sin embargo, aún parece más sólido que el resto, como un viejo púgil fotografiado junto a media docena de modelos de ropa juvenil.
El letrero de latón aún luce imponente, acaso porque su dignidad parece aumentar con la pátina de verdín que el tiempo le ha ido añadiendo, pero las banderas de la fachada parecen todas de luto por alguna extraña catástrofe que hubiese afectado a medio mundo. Hace tiempo que no se cambian en honor a la nacionalidad de los huéspedes, sino que permanecen a la intemperie todo el año, como si quisieran llamar en su auxilio a suizos, italianos, japoneses, británicos y alemanes.
Pero nadie acude en auxilio del viejo prisionero: ni cascos azules ni brigadas internacionales. Sólo algunos turistas espaciados, cámara al hombro, decididos a convertir su decadencia en un valor más, en una razón añadida que resalte su atractivo. Son los estetas del abandono, o simplemente los despistados, los que amplían una multinacional o invaden un país por culpa de un error en un mapa.
El hotel, resignado, se empeña en resistir.
Las alfombras parecen nuevas, pero no son siquiera una sombra de aquellas otras, gruesas y macizas, que cubrían los pasillos diez o doce años atrás. Ahora el lujo es sólo apariencia, decorado para una filmación que no acaba de llegar, atrezzo que resiste semana tras semana hasta que se presenta el relevo en forma de cualquier otra baratija de relumbrón mal imitado.
Las lámparas dejan entrever algunos hilos de telaraña, y las bombillas fundidas tardan meses en sustituirse, a la espera del día en que al fin alguien se sube a una escalera para desempañar los brillos del cristal y el bronce.
Todo ha ido decayendo, como alcanzado por aquel extraño fantasma que desportillaba los vasos, marchitaba las flores y torcía los cuadros de Alraune. Todo es un poco más triste y más viejo: las colchas de las habitaciones, las mesillas de noche, los cabeceros de las camas, la botonadura de los ascensores y hasta los rodapiés de algunos pasillos, pegados de cualquier manera después de que algún incidente, o la simple fatiga, los desprendiese. Pero todo resiste en un último esfuerzo.
El agua se las ha arreglado para componer un segundero en alguna parte, pero nadie se preocupa. Quizás sea en un almacén vacío, o en alguna de las habitaciones que ya no se abren a los visitantes y que ejercen labores de trastero, perfectamente al tanto de la filosofía de todos los trasteros: que nada se pierda y que nada se arregle.
El empeño en la descripción del abandono no es casual: hay lugares cuya seña de identidad es el lujo, otros que se definen por la parquedad de sus líneas y la economía de sus pretensiones, pero la decadencia nunca es muda y contiene invariablemente la historia de un esplendor, la crónica de un fracaso y la promesa de unas ruinas señalables o una gloriosa resurrección.
El hotel, como está hoy, ni vive ni muere, sólo resiste, agobiado por el peso de su antigua grandeza, como una tortuga flaca que debe arrastrar aún la concha que crió en sus buenos tiempos. Media Europa vive así: llena de ciudades que fueron capitales de imperios, centros de administración, cuarteles generales de mando, puertos comerciales, cortes reales, lugares donde un día se decidió el reparto del mundo con una línea sobre el mapa y que tras el paso de los siglos son sólo pueblones, ruinas de castillos y andurriales sin ovejas ni concejos de la Mesta que las saquen del olvido.
De uno de estos lugares toma el hotel su nombre. No importa cual. Hotel Lisboa, Tordesillas, Viena , Versalles, Budapest... Un nombre con sabor a Tratado, con reflejos de salón irisado de espejos, con violines interpretando valses para flamantes parejas que aún se sentían inmortales.
El tiempo alcanzó a esas ciudades, a cada cual a su modo, y alcanzó también al hotel con el peor de los castigos: la indiferencia.
Bombardeado con telarañas y bostezos, el hotel afronta como puede los martillazos del amanecer.
menéame