Llevamos bastante tiempo hablando de la crisis del periodismo, de cómo los medios tradicionales pierden audiencia y lectores en favor de las redes sociales, los algoritmos y otras opciones más modernas, pero hay un elefante en esa habitación que nadie quiere señalar. Voy a intentarlo.
Empecé a escribir en prensa en 1984, en un preiódico local de la Bañeza (León) llamado Bedunia. En 1987 ya escribía en un periódico provincial y publiqué por primera vez en un periódico nacional en 1991. No os cuento esto para deciros que fui un buen periodista, pero sí para aseguraros que he visto muchos tipos de redacciones y de medios, y las he visto desde más puntos de vista de los que soy ahora capaz de recordar.
La cuestión, tirando de mi archivo y del trastero de casa de mis padres, es que en 1994, el Diario de León de un día cualquiera de Marzo tenía 56 páginas, y contenía 89 artículos, entre los largos y los cortos. En 1998, un día entre semana de septiembre, La Opinión de Zamora tenía 48 páginas y conté 73 artículos.
Cuando escribías una pieza para uno de esos medios, contabas con que la leyese la gente de su ámbito de influencia un día, y que luego el peródico se fuese a envolver bocatas, sin esperanza alguna de que alguien siguiera consultándolo durante meses o años. Y podía haber noticias o no todos los días, pero el periódico salía a diario y había que buscarse la vida para llenarlo con temas que impulsasen a tus lectores a pasar por el kiosco a llevarse el periódico bajo el brazo, con la barra de pan.
Y ahora, cualquiera lo podéis comprobar, pretenden hacer un periódico con 10, 12, o 20 noticias diarias como mucho. Que si digitales, que si el coño de la Bernarda, pero la cifra es esa. Y con los suplementos culturales semanales pasa otro tanto. ¿Cuántas piezas publicaba semanalmente Babelia o XLSemanal, o Interviú (tetas aparte)? Lo he comprobado y andan entre 60 y 80, y contaban con más de 100 páginas por número. Semanal.
Una de las mejores revistas culturales de hoy en día es Jotdown, y citaré luego a Ángel para preguntarle, pero no creo que publique más de 25-30 artículos por semana. Los mismo se puede ver en Revistas como el Cultural o Babelia. Sacan 25-30 artículos por semana como mucho.
Y eso es lo que pasa. Al menos parte de lo que pasa. Los periódicos se han reducido terriblemente, repitiénndose unos a otros, sin tomarse la molestia de añadir temas, de salir de su nicho, de ampliar hasta el absurdo buscando el interés de más y más diversos lectores. ¿Pero qué os pensábais? ¿que en el Diario de León o en la Opinión de Zamora trabajaban cincuenta personas para escribir todo aquello a diario? Había diez, doce, catorce trabajadores, que se hacían el puto periódico entero todos los días del año, y escribían como galeotes. ¿De dónde creéis que salió mi facilidad para, de un modo u otro, escribir un artículo en media hora? ¿Y de dónde pensáis que salió mi maldita indiferencia con las erratas? De que había un tío que lo corregía todo, una especie de Pemán con mala uva, porque lo tuyo era escribir lo que fuese a toda hostia, y llenar el hueco de ese anuncio que se cayó a media hora del cierre.
Y ahora escriben la cuarta parte, ofrecen la cuarta parte, y esperan que el lector los valore igual. Un lector que, además, tuvo aquella experiencia, porque muchos de los lectores de prensa pasan ampliamente de los cincuenta.
Pues no, oye. Pues no, oye, cuando me ofrezcas sesenta páginas con ochenta artículos, en un periódico local, lo hablamos. Cuando me ofrezcas 120 páginas con 100 artículos en un cultural semanal, lo veré de otro modo, incluso cuando no traiga tías en bolas. Mientras vayamos a la reduflación, sólo dejaremos hueco para la competencia amateur, para que cuatro amigos puedan fundar una cabecera digital que se lleve su porcioncita del pastel, para que el producto final se acerque cada día un poco más a lo que la gente no acaba de apreciar del todo.
Y mira que no me beneficia nada decir esto, pero creo que por una vez hay que señalar a este elefante. Es necesario.
Liu Bei no tenía mejores planes que proponer, y los dos se dirigieron directamente a Xuchang por caminos secundarios. Cuando lo poco que llevaban se agotó, entraron en una aldea a pedir. En todas partes, cuando la gente oía que Liu Bei de Yuzhou era el hombre que necesitaba ayuda, competían los unos con los otros por ofrecerles lo que necesitaban.
Un día buscaron refugio en una casa. De ella salió un joven que se inclinó en una reverencia. Le preguntaron el nombre y dijo que era Liu An, de una bien conocida familia de cazadores. Al escuchar quién era el visitante, el cazador quería ofrecerle un plato hecho con sus presas, pero aunque buscó por un largo tiempo, no podía encontrar nada que servir a la mesa. Así que Liu An entró en la casa, mató a su mujer y preparó un pedazo para sus invitados.
—¿Qué tipo de carne es? —preguntó Liu Bei mientras comían.
—Lobo —contestó Liu An.
Liu Bei le creyó y siguió comiendo. Al día siguiente, a la luz del día, justo cuando Liu Bei se iba a ir, fue a los establos en la parte de atrás para coger su caballo y, al pasar por la cocina, vio el cadáver de la mujer tendido sobre la mesa. La carne de uno de los brazos estaba cortada. Horrorizado, preguntó qué significaba todo aquello, y entonces supo lo que había cenado la noche anterior. Lamentaba tanto esa prueba de consideración por parte de su anfitrión que no podía contener las lágrimas mientras montaba su caballo en la puerta.
—Me gustaría poder ir con vosotros —dijo Liu An—. Pero como mi madre aún está viva, no puedo alejarme mucho de casa.
Liu Bei le dio las gracias y se fue. El grupo tomó el camino que pasaba por Liangcheng. No eran capaces de ver nada salvo una densa nube de polvo. Cuando estuvieron más cerca, se dieron cuenta de que era el ejército de Cao Cao y, con ellos, continuaron el viaje hasta su campamento principal. Allí se encontraron con el mismo Cao Cao. Este lloró con la triste historia de la angustia de Liu Bei, la pérdida de la ciudad, sus hermanos, esposas e hijos. Cuando Liu Bei le contó la historia del cazador que había sacrificado a su esposa para alimentarlos, Cao Cao envió al cazador una recompensa de cien taels de plata.
Luo Guanzhong (siglo XIV). El Romance de los Tres Reinos, libro 4º: Cao Cao y Lu Bu.
Antes sí que se respetaban las buenas costumbres de la hospitalidad. Ahora te sacan una cerveza y, con suerte, unas aceitunas o unas patatas fritas de bolsa...
18
La gerencia del hotel está en el último piso, cerca de las máquinas de los ascensores. Los despachos en el último piso tienen la triple ventaja de las buenas vistas, el valor simbólico de la jerarquía y la facilidad de frenar a las visitas molestas antes de que lleguen.
Julio Portillo, el gerente, ha sacado docenas de carpetas de un archivador metálico. Comprueba su contenido y rompe sistemáticamente cientos de hojas. En el suelo ya hay un buen montón de papeles rotos, en pequeños pedazos los primeros y luego, poco a poco, más grandes cada vez, a medida que se ha ido imponiendo el desaliento y la sensación de derrota. No le va a dar tiempo a destruir todos aquellos papeles, y aunque lo consiga no servirá de nada porque hay rastro documental y copia de todo en demasiados sitios: en la gestoría, en contabilidad, en Hacienda... ¡en todas partes! El problema no es lo que esos papeles dicen, sino precisamente lo que no dicen, y eso ya no tiene remedio. Quizás los tres o cuatro primeros años hubiese podido sostener su versión de que llevaba la gestión del hotel lo mejor que podía, pero ya no.
Portillo ha sido quien ha llamado a recepción y a Molina después de enterarse de primera mano de que esa misma semana, ese mismo día quizás, liberarían a Blas Torquela, el dueño del hotel. Le habían llamado enmedio de la noche para decírselo y luego, enseguida, se habían enterado también algunos periodistas.
Blas llevaba once años desaparecido. Once años.
Blas pensaba abrir otro hotel en Colombia y durante un viaje de negocios lo secuestró un grupo revolucionario. Luego pidieron un abultado rescate por él. Nadie supo a ciencia cierta si el rescate llegó a pagarse y los secuestradores no cumplieron su parte, o si alguno de los negociadores se quedó con el dinero, convencido de que todo el mundo creería su versión y no la de los guerrilleros.
Nadie, salvo Julio Portillo. Él si lo sabe. Sabe perfectamente lo que ocurrió.
Después de los primeros meses, el tema se fue olvidando. A veces, algún reportero que entrevistaba a un líder de la guerrilla intentaba conocer el paradero de Blas Torquela, pero las noticias se fueron espaciando y hacía ya tres o cuatro años que nadie hablaba del empresario secuestrado.
Blas Torquela no había tenido nunca buena salud, y se daba por hecho que las condiciones de vida de la selva habían acabado con él. Además, su nombre era incómodo para mucha gente, pues no estaba muy clara la clase de negocios que lo habían llevado a Suramérica. Lo del nuevo hotel no sonaba demasiado convincente ni a las autoridades españolas ni a las colombianas.
Hablar mal de él era igual de arriesgado que alabarlo, así que pronto se impuso el silencio como mejor solución. Como solución definitiva.
Blas Torquela no tenía familia directa. Además, no estaba muerto, con lo que el hotel siguió funcionando, en manos de Portillo, el gerente, que hacía a un tiempo las veces de administrador y propietario de hecho.
Pero Blas iba a volver.
Volvía de la selva.
Y preguntaría qué había ocurrido con el rescate. Preguntaría los detalles, con los nombres y las cantidades. Y Blas concomía el otro lado de la historia porque era él quien había pasado once largos años entre aquella gente. A Blas no podía decirle que se había reunido con dos tipos morenos y barbudos. Él sabría los nombres, y conocería una a un las cicatrices de sus rostros. Y cuando le dijese que había hablado con un hombre con un la nariz torcida, como si tuviese roto el tabique nasal, no se encogería de hombros, sino que sabría que era Arnulfo Jandilla, y sabría que Jandilla esperó tres días en Cali, en una aldea cercana a Cali, a que apareciese el dinero, antes de conseguir escapar de milagro de la emboscada que el tendió la policía.
Sabría lo de Arnulfo, y lo de todos los demás. Sabría que la bolsa con el dinero, aquella bolsa azul, no contenía dinero, sino simples papeles.
Julio Portillo se pasó la mano por la frente, tratando de buscar una salida, pero esta vez no la había.
Cuando se negocia con terroristas se cuenta con la ventaja de que todo el mundo se cree tu versión. ¿Qué van a decir ellos? Cogiste el dinero, pagaste, regresaste y con eso habías cumplido. Y además, se trataba de un país como Colombia: al regresar a España siempre podías decir que no te quedaba claro de qué lado estaba la policía, ni de qué lado los jueces. Todo el mundo te creía también. Era la ocasión ideal para un negocio difuso: los terroristas mentían, los jueces mentían, los policías mentían. Todo el mundo mentía menos tú, que habías ido allí a arriesgar la vida para pagar el rescate de un amigo y regresar, además, con las manos vacías.
Tenía que funcionar y funcionó. Por supuesto que funcionó.
Y el hotel siguió funcionando, sin que nadie pidiera cuentas ni nadie discutiera las que él presentaba a hacienda. ¿quién iba a discutirlas? No tenía plenos poderes, pero en atención a la situación extraordinaria se los concedieron temporalmente, y se los renovaron cada año, sin poner ninguna traba. Lo importante era que el hotel siguiera en marcha, que no se perdiera un establecimiento tan emblemático ni los puestos de trabajo. Lo importante era mantener la esperanza de que el propietario regresar algún día.
Eso era lo que Portillo repetía siempre en su discurso durante la cena navideña, antes los rostros cada vez menos serios del personal.
Con los años se fueron marchando los empleados más antiguos para ser sustituidos por personas de confianza del propio Portillo.
Y así fue como todo se fue enredando. El primer dinero, el del rescate, lo aficionó a pequeñas cosas que antes no podía permitirse y luego las ocasiones fueron apareciendo solas. ¿Por qué no iba a aprovecharlas? ¿A él que le importaba lo que la gente hiciera en las habitaciones, si las pagaban puntualmente? ¿Acaso habían sido alguna vez fisgones que fiscalizaran las actividades de sus huéspedes?
Todo era cuestión de saber lo que se podía cobrar. Todo era cuestión de tasar convenientemente la discreción. Las habitaciones de las chicas pagaban tanto como los mejores clientes en los mejores tiempos del hotel. Los de la primera planta y sus mesas de juego no escatimaban tampoco el gasto, y menos aún los que utilizaban los salones para sus reuniones privadas.
Nadie escatimaba el gasto excepto él, que sabía de sobra que a nadie le importaba demasiado que el hotel necesitase una mano de pintura, o alfombras nuevas, o un mantenimiento más esmerado de las ventanas, las persianas y las cortinas.
¿Qué importaba la pintura y todo lo demás? Importaba el nombre, que se mantenía, y la posibilidad de poder usar el hotel como plaza franca, libre de preguntas e inconvenientes.
Portillo tiró al suelo los últimos papeles enteros y se dispuso a marcharse. No valía la pena seguir intentando destruir aquellos. Había reunido dinero suficiente para vivir más que holgadamente el resto de su vida, pero lo difícil sería marcharse a un sitio donde Blas Portela no le encontrase.
Porque Blas no había dio a Colombia a construir un hotel, ni mucho menos.
Sus negocios eran otros. Estaba seguro.
Y Blas Portela regresaba.
Era inútil intentar escapar. Era inútil intentar romper aquellos documentos. Era inútil buscar pretextos o disculpas.
Todo era inútil.
Ragnarok.
19
Malindo, desde su posición en la ventana, procuraba no perderse ni un detalle.
Al grupo de la calle se habían unido dos hombres más. Estaban ya la mujer mayor con la maleta, el viejo canoso, el hombre fornido, la chica de la minifalda y dos tipos trajeados más. Enseguida aparecieron otras dos muchachas ligeras de ropa y se unieron a lo que parecía una discusión.
En ese momento, en la plaza entró un Mercedes azul oscuro. Era el objetivo.
—¡Por fin! —exclamó Malindo aliviado.
Sólo tenía que esperar a que completase la rotonda y se parase delante del hotel.
Entre tanto, el hombre fornido se acercó a la mujer de la maleta y la agarró por un brazo. Uno de los hombres trajeados se acercó también. El Mercedes negro se detuvo en un semáforo, a escasos diez metros del hotel.
Entonces sonaron tres disparos. El hombre fornido cayó al suelo y las chicas ligeras de ropa, incluida la de la minifalda, se pusieron a gritar. Poco después, echándose las manos al vientre, cayó de rodillas uno de los tipos trajeados.
En el suelo se podía ver ya una mancha de sangre. Había dos hombres en tirados, uno de bruces, y otro encogido sobre sí mismo. El otro hombre trajeado, el viejo, y la mujer de la maleta habían desparecido. Seguramente habían entrado en el hotel.
En cuanto el semáforo se puso en verde, el Mercedes aceleró y abandonó la plaza a toda velocidad.
Malindo bajó el arma.
—¡La puta! ¿Pero qué carajo ha pasado aquí? —preguntó a gritos.
Blas Portela se había salvado de milagro. Por tercera o cuarta vez en su vida. Podía intentar matarlo en otro momento, pero ya no sería lo mismo. Llamaría para pedir órdenes. Pero estaba seguro de que en cuanto supieran lo ocurrido lo mandarían regresar cuanto antes.
Sin pensárselo un instante, cerró la ventana, y desmontó el fusil. No le llevó más de un minuto. Luego lo guardó junto con la pistola en la bolsa de deportes y se acercó a Susana.
—Usted lo ha visto. No he hecho nada. He estado mirando por una ventana y me he marchado. Si quiere describirme, sepa que volveré.
—Un ruso que...
—No. Nada de nada. Unos tipos suramericanos que querían alquilar la oficina. Sólo eso —propuso Malindo.
—Sí, pero cuando vengan a buscarme....
—No vendrá nadie. Yo la suelto. Y le doy tres mil euros de adelanto a cuenta del alquiler.
—No hace falta tanto. Son dos mensualidades. Mil doscientos en total...
—Quédese el resto, por el mal rato. ¿Qué le parece?
Susana afirmó con la cabeza.
Malindo se arrodilló para abrir las esposas.
—Bien, pues espere diez minutos y váyase. De la persiana diga que la encontró así.
—Sí, sí —aceptó Susana poniéndose en pie con dificultad.
Malindo la miró fijamente.
—¿Sabe usted a quién iba a matar?
—No quiero saberlo.
—A mi padre. O al que decían que era mi padre, aunque nunca me diese su apellido.
—No me cuente nada más... —rogó ella.
—¿Qué más da ya? Usted será buena chica y yo me iré muy lejos. No volveremos a vernos. ¿O quiere venir conmigo?
—No, gracias, no... —respondió Susana asustada.
Malindo hizo un gesto de despedida.
—Pues en treinta y cuatro años que tengo, es la primera vez que se lo propongo a una mujer completamente en serio —dijo antes de salir.
menéame