
En noviembre de 1934, Fedora Sandelli recibió un encargo muy particular: Benito Mussolini deseaba organizar un círculo reservado donde los más altos personajes del régimen pudieran desahogar sus tensiones con prostitute di alto bordo. Fedora Sandelli no era, ciertamente, una novicia que pudiera escandalizarse con la propuesta. Su nombre ya sonaba en los ambientes de la Roma de entreguerras como madame de lujo, por lo que resultaba la persona idónea para llevar adelante el proyecto. Ella aceptó el ofrecimiento sin oponer reparos y buscó un villino en la Vía Appia Antica en el que dar forma a ese espacio de placer furtivo. Por allí pasó, sobra decirlo, lo más granado del régimen, incluido il Duce en persona.
Las memorias del referido episodio fueron recogidas muchos años después por el periodista Osvaldo Pagani en el libro L’Orgasmo del Regime (publicado en España como El orgasmo del fascismo). Pagani dio forma al aluvión de recuerdos y apuntes que la propia Fedora Sandelli le fue confiando a lo largo de numerosas sesiones de trabajo conjunto. El texto, que combina abundantes detalles subidos de tono con apuntes de indudable valor documental, vio la luz en 1976 en una Italia convulsa que sufría sus años de plomo. Treinta años después, otro escritor, Marco Vichi, aprovechó el filón que le brindaba ese retrato singular y sórdido del régimen como telón de fondo de uno de sus relatos cortos, Puttana, en el que desarrolla una trama de género negro salpimentada con referencias históricas.
La explosiva virilidad de los jerarcas fascistas retratados en el libro no difiere gran cosa del comportamiento de algunos de los miembros que han formado parte del grupo de íntimos de Pedro Sánchez en la España hodierna. Lo cual demuestra que el machismo es un fenómeno transversal que puede anidar con la misma facilidad bajo los fasces de los camisas negras que bajo la rosa rosae de los descamisados. José Luis Ábalos es el mejor ejemplo de este axioma. Resultan de dominio público tanto sus correrías como el nombre de sus “sobrinas”, parentesco bajo el cual pretendía disimular, como los curas de antaño, a sus barraganas. Fue su compañera de partido Leire Díez, ahora imputada por asuntos de corrupción, quien dijo de él que tenía un problema con su miembro viril. El diagnóstico, aunque expresado en términos tabernarios, tiene la virtud de la precisión forense.
Más tarde, hemos conocido que el exministro no fue el único en ceder a las bajas pasiones. Peor aún es el caso de Paco Salazar, persona de la máxima confianza de nuestro presidente y, por añadidura, sátiro redomado. Los medios informativos han desvelado que dos de sus subordinadas lo denunciaron ante la dirección del partido por acoso sexual. A tenor de lo declarado por las denunciantes, el susodicho les entraba a saco con todo tipo de comentarios obscenos y no cejaba a la hora de pretender favores de carácter íntimo. Al parecer, en el PSOE de Pedro Sánchez, algunos notables consideran que los galones confieren derecho a roce. Mal asunto. Por culpa de esos lodos, el Me Too interno está que trina y amenaza con tocar a degüello. Sálvese quien pueda.
Muchos -dentro y fuera del socialismo- nos maliciamos que Pedro Sánchez, aunque alegue vivir en la inopia para eludir responsabilidades, conocía la ralea de sus principales y no tomó cartas en el asunto de forma deliberada. Él sabrá por qué les ahorró las debidas inquisitorias. Pero, visto lo visto, y puestos a llevar el laissez faire a sus últimas consecuencias, cabía al menos haber buscado alternativas para evitar que el personal incurriera en imprudencias de difícil justificación o, peor aún, en abusos deshonestos en el ámbito laboral, atropello este último que genera un enorme malestar entre las compañeras feministas. A buen seguro, Sabiniano Gómez, de haber seguido con vida (Dios lo tenga donde merezca), hubiera asesorado con mucho gusto a su yerno en una materia -los alternes- en la que se manejaba con soltura.
16
María lleva todo lo que va de la mañana escuchando cuchicheos por los pasillos, carreras y alborotos, pero no se ha molestado en preguntarle a nadie qué pasa. Hace ocho años que entró a trabajar en el hotel como camarera y sabe de sobra que pasan cosas raras, pero prefiere no preguntar ni enterarse de nada. De hecho, sus compañeros ya no se acercan a ella a comentarle chismes, porque siempre los despacha con un “¿y a mí que me importa?”
María lo tiene claro: presentarse a las ocho, ayudar a los desayunos y luego limpiar habitaciones, cambiar las sábanas y las toallas, dejar impecables los cuartos de baño, sobre todo los cuartos de baño, y reponer los jabones y otros productos de tocador. A veces siente curiosidad, por supuesto, pero la mantiene a raya como a los hombres, casi siempre extranjeros con mucho dinero, que a veces la pretenden sin ocultar que su única intención es pasar un buen rato y contar luego a los amigos, en su país, que en España se acostaron con la chica que iba a cambiarles las sábanas del hotel. En ocho años sólo ha aceptado una vez, porque le apetecía, porque le gustaba el tipo aquel, y porque sí.
Y precisamente porque lo probó, prefiere no hacerlo de nuevo, al menos hasta que aparezca la persona por la que valga la pena hacer una excepción. Esa es la idea que ha movido su vida: normas claras y excepciones sin dudarlo. Y no le ha ido mal.
Nunca le ha ido mal, y menos desde que trabaja en el hotel. El sueldo no es muy alto, sino más bien al contrario, pero le llega de sobra, junto a la pensión de su madre, para vivir tranquilamente las tres: ella, su madre y la niña de nueve años que pasó de ser un error de juventud al mayor acierto de su vida. Del padre de la niña nunca supo más, ni lo buscó, ni probablemente él haya oído nunca que tiene una hija. Fue una relación corta, una discusión violenta y una despedida fulminante. Todo en mes y medio, con una docena de copas, cuatro cenas y dos noches de cama en total.
Él se llamaba Manuel y trabajaba en las obras de la autopista. Cuando terminaron las obras se fue con su empresa a otro lado y ella nunca lo llamó para decirle que estaba embarazada. Ni para eso ni para pedirle un duro. Y si alguna vez, pro casualidad, se lo encontraba en alguna parte, pensaba decirle que se había casado con un policía municipal y punto.
Cuando se lo contó a su madre, la vieja hizo un drama, pero también fue la que más insistió en que no abortase. Al final, María decidió tener a la niña y ponerse a trabajar inmediatamente, dejando de lado la FP de administrativa que estaba estudiando.
Una amiga suya había estado saliendo con Luis Molina y aprovechó este contacto para pedir trabajo en el hotel: la respuesta afirmativa fue casi instantánea, y desde entonces tenía un trabajo que le permitía ir a buscar a la niña y pasar toda la tarde con ella. ¿Qué más le daba a ella lo que hiciera Molina? ¿qué le importaba a ella lo que hicieran en el hotel?
Molina había cumplido. No tenía por qué, pero le había dado el trabajo, aunque a ella no la conociese de nada y ni siquiera estuviese saliendo aún con su amiga. Lo dijo bien claro: si eres amiga de Cristina, no hay nada más que saber. Ven mañana y cumple lo mejor que puedas.
Así lo hizo María y así lo entendió para todo lo demás: si le había dado el trabajo, no había nada más que saber.
Pero apesar de todo, sabía. Aunque callase, aunque mirara para otro lado, estaba segura de que un día u otro aquello acabaría por reventar de algún modo.
En el hotel habían ocurrido demasiadas cosas. Había visto los gritos y las peleas en la tercera planta, donde estaban las chicas, y las había visto llorar sin apenas mirarla cuando entraba a arreglar su habitación, cumpliendo la orden de cerrar con llave. A veces tenía miedo cuando entraba a una de esas habitaciones, pero la única vez que se revolvió contra ella una de las muchachas le abrió la puerta y las invitó a salir, como si hubiera alguien fuera esperándola, y con eso fue suficiente.
Le daban pena aquellas chicas, pero también sentía por ellas un poco de desprecio. Por no intentarlo todo. Por no luchar. Por no tirarse por la ventana. Eran extranjeras, no tenían pasaporte ni dinero, pero podían armar un escándalo de mil demonios gritando por la ventana. ¿Por qué no lo había hecho ninguna? ¿qué clase de sumisión llevaban en el alma?
A María no le gustaba pensar así, pero se veía en el lugar de ellas y no se imaginaba aguantando lo que ellas aguantaban. Al final eres lo que aguantas, pensaba, y a fuerza de aguantar y de callar te conviertes en nada.
¿Qué haría ella en una situación así? Cualquier cosa. Lo que fuera menos quedarse allí. El pasaporte no era un problema real: bastaba presentarse en la comisaría para denunciar lo sucedido y pedir que llamasen a la embajada o al consulado de su país. ¿No lo habían pensado?
Alguna vez se sintió tentada de decírselo a alguna de ellas, pero prefirió callar. No era asunto suyo. No era el modo de pagar el favor que le habían hecho, porque si aquello sucedía en el hotel seguro que Molina estaba al tanto, y posiblemente se llevara una parte.
Y luego estaba lo otro, lo de las mesas de juego, y lo de aquella extraña mujer, la vieja de la 409. Todavía se acordaba del día que llegó. Ella estaba en la calle, hablando con Justino, el cocinero, y entonces se paró un taxi del que se bajó la vieja, como si fuera una gran estrella de la pantalla. La acompañaba Milan, el yugoslavo que se ocupaba de las chicas, y nunca lo había visto así: pálido y tembloroso como si le acabasen de pegar una puñalada. ¿quién podía ser aquella mujer para que un tipo como Milan, al que jamás había visto siquiera dudar, se descompusiera de aquel modo?
Aquella mujer era su única curiosidad, pero nunca pudo averiguar nada de ella, porque la propia vieja no recordaba nada en absoluto. Lo único que podía decirle sobre su procedencia era justo lo que María ya sabía: que un día había llegado con Milan en un coche y que aquel joven era muy amable y a veces la iba a visitar y le llevaba flores.
¿Qué diablos le ocurriría a Milan con aquella mujer para que tuviese que respirar hondo antes de entrar a verla? Lo había visto varias veces dudando delante de su puerta y no lograba comprenderlo.
Podía haberle preguntado a Milan, pero a tanto no se atrevía. Milan era un hombre con el que lo más prudente era no cruzarse siquiera.
Y con los demás procuraba no cruzarse mucho tampoco. Ella estaba allí para ganar dinero y tener tiempo de cuidar a su hija. Lo demás le importaba un bledo.
Y lo que pudiese estar sucediendo esa mañana en el hotel, otro tanto.
Cuchicheos, rumores, que si venía no sé quién, que sí había que marcharse a toda prisa. Ella no tenía razones para marcharse y no lo haría hasta que no la echaran. Cuando hubiese un congreso, haría lo que le mandasen en el salón de actos. Si se tenía que ocupar de alguna chi8ca que estaba enferma, la cuidaría lo mejor que pudiera, con simpatía incluso. Si tenía que servir bebidas en alguna mesa de póker, las serviría. Lo único que no pensaba hacer era ayudar a vender lo que algunos vendían ni darse por aludida con nada de lo que viera.
Si los basureros no se comen la basura, ella tampoco dejaría que entrase en su interior nada de lo que la rodeaba.
Como si se cae el mundo se reforzó a sí misma en voz alta.
17
Ya es la una en punto y el objetivo sigue sin aparecer. Malindo se esfuerza en mantener la calma, pero cada minuto que pasa lo asaltan más preocupaciones sobre lo que ha podido ocurrir y qué tendrá que hacer en ese caso.
Hay algo que no marcha bien, pero no puede imaginar qué es. Una mujer mayor, vestida de modo extraño, lleva cinco minutos delante del hotel junto a una maleta vieja, mirando hacia los lados, como si esperase a alguien. Luego la mujer se cansó de esperar y se sentó sobre la maleta hasta que un viejo flaco y canoso se acercó a ella y la besó.
Malindo creía haberlo visto todo, pero dos viejos besándose en la calle junto a una maleta de cartón tiene algo de lírico y de trágico a la vez. Y si se ve a través de la mira telescópica de un rifle de precisión, entonces la escena se vuelve capaz de agarrar a cualquiera con una tenaza al rojo.
Cuando a la pareja de ancianos se une una muchacha en minifalda, alzada sobre unos tacones estratosféricos, Malindo no puede reprimir una exclamación.
—¡Diablos!
—¿Sucede algo? —se atreve a preguntar Susana, que ha visto el gesto de extrañeza del sicario.
—No lo sé. Es como si se hubiera juntado en la calle un desfile de gente rara.
—Se hace tarde. ¿Vuelvo a llamar?
Malindo suspiró. Recogió el teléfono de la agente de encima de la mesa donde lo había dejado y apretó el botón de encendido.
—Dígame el número personal.
—Ocho, dos, ocho, uno. Pero no debió apagarlo. No lo apagamos nunca.
—Llame.
—¿Para qué, si me va a pegar un tiro de todas maneras?
Malindo sacó la pistola del bolsillo y encañonó a la mujer.
—Tiene razón y tiene agallas, lo reconozco. Pero decida ahora mismo, y eso quiere decir ya mismo, si media hora de vida vale o no una llamada.
Susana lo pensó un instante.
—Puedo llamar y pedir socorro.
—Mi trabajo fracasará y usted morirá. Es una opción que le dejo. Decídase de una vez —respondió Malindo regresando junto a la ventana. Acababa de llegar otro tipo, alto y fornido, y parecía discutir con la chica de la minifalda y con el viejo, mientras la mujer mayor había regresado junto a su maleta.
—¿Mario? —dijo Susana al teléfono—. Esta gente parece que tarda. ¿Espero un rato más o vuelvo a la oficina?
—De perder ya toda la mañana, espera —respondió una voz malhumorada al otro lado.
—De acuerdo. Si puedo, voy antes de cerrar —anunció Susana. Y colgó sin esperar la respuesta.
Malindo se acercó a recoger el teléfono.
—¿Lo ve? Un minuto de vida vale cualquier cosa.
De entre las riadas de insultos que Benjami Villoslada, dueño de Menéame, dedica a los usuarios de nuestra web, destaca el de "maltratador". Lo lanza continuamente contra cualquier user que discrepe públicamente de sus posiciones, y a veces incluso contra usuarios que ni siquiera estaban refiriéndose a él pero que, en su imaginación, le desafiaban. Benjamí usa muchos otros muchos insultos, como hijos de rata www.meneame.net/story/dueno-meneame-llamando-hijos-rata-usuarios-nos-h pero el de "maltratador" es singularmente idóneo para reflejar la diabólica dinámica que está generando en Menéame, y que se resume en una frase: yo, dueño, puedo insultar a cualquiera sin consecuencias, pero si alguien me responde en los mismos términos será inmediatamente strikeado o baneado (de hecho, muchos usuarios le reportaron durante la crisis de los "hijos de rata" y no sufrió sanción alguna).
Vamos al tema. Como he dicho, Benjami tiene predilección por el insulto "maltratador" para atacar a los users (véase www.meneame.net/search?u=benjami&w=comments&q=maltratador ). Jamás sufre strike alguno por mucho que le denuncien (véase la última queja al respecto www.meneame.net/notame/3705394 después del choteo benjaminita porque el usuario había sido strikeado y él, pese a haberle insultado con más saña, no www.meneame.net/notame/3705341). Pues bien, un usuario encontró en su cuenta de twitter algunas declaraciones benjaminianas que daban a entender que había sido condenado por violencia contra su mujer en un juicio rápido. Y escribió un comentario preguntándole si podía confirmar tales datos que, reitero, el propio Benjami hizo públicos en su cuenta pública de twitter. El baneo fue inmediato www.meneame.net/story/no-tolerare-mas-insultos-contra-usuarios-dueno-m
Es decir, que el dueño de la web puede llamar maltratador a cualquier user impunemente, pero si éste le pregunta con base en datos públicos si el propio Benjami es un maltratador de los de verdad, el baneo es automático. Para mí esto es lo más grave. Lo ideal es que no se permitan insultos a nadie y en la web reine un clima de respeto elemental. Pero dar al dueño el privilegio de insultar a quien deseé y reprimir a cualquiera que ose defenderse, devuelve a Menéame a tiempos ciertamente oscuros que parecían superados. Porque una vejación aun peor que la de ser insultado es la de no poder defenderte del insulto bajo pena de silenciamiento perpetuo. Como todos los privilegios y sus correlativas discriminaciones, da asco y no puede tolerarse.
menéame