
La primera vez que alguien me habló de los 10.000 pasos fue para contarme que caminaba 10.000 pasos al día «dando doce vueltas al Ikea que había cerca de su casa». Así, sin comprar, sin desayunar Köttbullar y sin preguntar en qué universo físico se sostenía semejante afirmación. Yo asentí con la seriedad de quien no quiere quedar como un ignorante y, esa misma noche, miré el contador del móvil: 3.112 pasos. No habría llegado ni a la sección de muebles de cocina.
Desde entonces, los 10.000 pasos se instalaron en mi vida como una especie de conciencia portátil. Un juez silencioso, pero vibrante. En el segundo párrafo de cualquier conversación sobre bienestar moderno aparecen igual que aparecen las apuestas deportivas en una retransmisión de fútbol: sin que nadie las haya pedido, pero con la seguridad de que ya forman parte del paisaje. Si llego a los 10.000, bien, soy una persona funcional. Si no llego, algo he hecho mal, aunque haya trabajado todo el día, subido escaleras o sobrevivido a reuniones que deberían cotizar como deporte de riesgo.
Lo más gracioso es que ese número tan solemne, tan científico en apariencia, no viene de un comité de sabios ni de un estudio longitudinal con miles de voluntarios. Viene de un podómetro japonés de los años sesenta, el famoso manpo-kei, que significaba literalmente «contador de 10.000 pasos». No 7.438 ni 8.912, sino 10.000 porque es redondo, fácil de recordar y queda fenomenal en una caja. La ciencia llegó después, como suele, intentando justificar lo que ya se había convertido en dogma de muñeca.
Y cuando la ciencia llega, lo hace con esa manía suya de complicarlo todo. Estudios publicados en JAMA Internal Medicine o en The Lancet Public Health llevan años diciendo cosas bastante razonables: que moverse más es bueno, que pasar de 2.000 a 5.000 pasos tiene un impacto enorme en la salud, que a partir de unos 7.000 u 8.000 pasos los beneficios empiezan a estabilizarse. Que el cuerpo no entra en pánico si te quedas en 6.400. Pero intenta tú explicarle eso a una pulsera inteligente a las once y media de la noche, cuando te faltan 1.386 pasos y ya estás en pijama.
Ahí empieza el espectáculo doméstico. Gente dando vueltas al salón, subiendo y bajando escaleras sin ningún propósito arquitectónico, sacando la basura tres veces o paseando al perro con la intensidad de quien quiere batir un récord olímpico. Todo por cerrar el círculo. Porque el círculo hay que cerrarlo. No por salud, sino por paz mental.
Luego están los expertos que dicen que importa más la intensidad que la cantidad. Que caminar rápido media hora es mejor que arrastrarte todo el día como un personaje secundario de The Walking Dead. El Colegio Americano de Medicina del Deporte sigue recomendando 150 minutos semanales de actividad moderada, una recomendación sensata, equilibrada y absolutamente incapaz de competir con un numerito que sube en tiempo real y te felicita con fuegos artificiales digitales.
Yo tengo la sospecha de que el éxito de los 10.000 pasos no está en los músculos, sino en la cabeza. Nos gustan los objetivos claros, simples y diarios. «Muévete más» es una frase hueca. «Llega a 10.000» es concreta, medible y ligeramente adictiva. Aunque sepamos que el número es arbitrario. Aunque sepamos que un día con 5.000 pasos no nos convierte en un mueble clínico. El número ordena la culpa y la transforma en gráfica.
También hay voces críticas, claro. Médicos y psicólogos que advierten de que convertir el movimiento en una obligación cuantificada puede generar más ansiedad que bienestar, sobre todo en personas mayores o con problemas de movilidad. Eric Topol, cardiólogo muy citado, ha dicho que no necesitamos más datos, sino disfrutar más del movimiento. Y tiene razón, pero disfrutar no vibra ni manda notificaciones motivacionales.
Eso no quita que caminar funcione. Funciona de verdad. Mejora el estado de ánimo, reduce el estrés, ayuda a dormir mejor y despeja la cabeza. En la Universidad de Stanford incluso han estudiado cómo caminar mejora la creatividad. Nadie iba contando pasos mientras tenía una buena idea, pero ahí está el dato. Imagino a alguien parando una epifanía a mitad porque el contador se ha quedado corto.
Al final, los 10.000 pasos son una ficción útil. No una mentira descarada, pero tampoco una ley natural. Una excusa moderna para hacer algo tan básico como moverse un poco más en un mundo diseñado para que no te muevas nada. El problema no es el número, es tomárselo como un examen moral. Creer que si no llegas has fallado como ser humano. Que el bienestar psicológico cabe en una barra de progreso.
Yo sigo cayendo, no voy a fingir superioridad. A veces llego y me siento absurdamente satisfecho. A veces no llego y me prometo que mañana. A veces doy vueltas sin sentido solo para ver cómo sube la cifra. Y mientras camino pienso que igual el verdadero bienestar no está a 10.000 pasos exactos, sino en no necesitar comparativas surrealistas para hacer algo tan elemental como poner un pie delante del otro. Aunque, eso sí, si la pulsera vibra y me felicita, tampoco voy a ser yo el que le quite la ilusión.

Nueva recopilación de meteduras de pata de los medios en que tiene que ver con cuestiones numéricas. La primera es de El Economista, donde aseguran que la cuota de BYD en Reino Unido es del 0,41% con 43.740 unidades vendidas. Eso es una barbaridad y equivaldría a que en Reino Unido se estuvieran vendiendo más de 10 millones de coches al año. La realidad es que la cuota del 0,41% era la de 2024 y la actual es del 2,33%.

Como hay algún otro medio como El País que ha cometido el mismo error, me da que es algo que viene de agencia o de una nota de prensa de la propia empresa que nadie se ha molestado en comprobar.

La siguiente es también de El Economista (son incansables), donde aseguran que el turismo aporta 700.000 millones al superávit exterior de España, cuando luego el texto indican que es 70.000 millones.

Y por último tenemos a La Voz de Galicia, que también les ha dado por hacer comparaciones sobre lo que suponía El Gordo de Navidad en distintas épocas, pero con un resultado desastroso, que en tres se han equivocado en el importe del premio:

12
Hans Hoffmann es Vitali Kirilenko haciéndose pasar por Gerdhard Schepke.
Al final, todo se reduce a un tipo calvo y con bigote que guarda los tres pasaportes en la misma mesilla de noche de la habitación 401. Ahora acaba de sacarlos los tres y, sentado en la cama, se cambia de calcetines mientras piensa qué hacer.
Acaba de escuchar la noticia que ha sacudido los cimientos de la v ida en el hotel y echa sus propias cuentas.
Nada. No va a hacer absolutamente nada.
Si acaso, ir a ver a la mujer de la 409, al otro lado del pasillo, y despedirse de ella. Le gusta esa mujer, le gusta su mirada. Le gusta el modo en que lo abraza aunque ninguno de los dos esté ya para grandes alardes de erotismo. Él tiene setenta y un años, y ella pocos menos, o quizás alguno más. ¿Qué importa? Ella no sabe de dónde salió y el tiene que pensar muy atentamente algunas cosas para disti8nmguir lo que realmente vivió de lo que ha ido inventado con los años, mientras superponía capa sobre capa en su identidad.
Se llama Hoffmann, eso lo recuerda, y nació en Dresde el mismo día que Hitler llegó al poder. Su padre era agente de la GESTAPO, y cuando acabó la guerra temió que los represaliaran a todos, máxime viviendo bajo la ocupación soviética. Al principio su familia lo pasó mal, pero luego llegó la gran pregunta: ¿qué iban a hacer con toda aquella gente que había trabajado en los servicios secretos nazis? Todos pensaron que los fusilarían sin contemplaciones, o los deportarían a Siberia o a algún campo de trabajo, pero hacer tal cosa era un desperdicio de conocimientos y de talento y los rusos eran ante todo gente pragmática: a su padre lo integraron en el Ministerio para la Seguridad del Estado, la Stasi, después de hacerlo pasar por diversas academias.
Y en Occidente fue igual: ¿qué se podía hacer con toda aquella gente? ¿qué se podía hacer en plena Guerra Fría, cuando se necesitaban miles de hombres preparados tanto para labores de información como para trabajos de campo? ¿Desechar aquel capital humano? Imposible. Se aprovecharon los científicos, y uno de ellos llevó al hombre a la luna, se aprovecharon los políticos, se aprovecharon los juristas, y también los policías, por supuesto. O simplemente los hombres sin escrúpulos dispuestos a la acción, como hicieron los americanos en aquella Operación Gladio que al final no tuvieron más remedio que reconocer: miles de fascistas italianos y nazis alemanes armados en secreto e instruidos para asesinar a los líderes de la izquierda si un día brotaba un conato de revolución marxista. ¿Qué necesidad había de reclutar a otros hombres, de adoctrinarlos y de instruirlos? El trabajo estaba hecho y se aprovechó, como no podía ser de otra manera.
La piedra rodaba ya cuesta abajo cuando Hans cumplió dieciocho años y le pidió a su padre que le ayudase a ingresar en la Stasi. Su padre le advirtió que no sería un trabajo fácil y él lo aceptó con toda naturalidad: no había llegado a participar en la guerra pero sí se había endurecido en las escuelas nacionalsocialistas lo bastante para creer en conceptos como determinación, sacrificio y voluntad. Sin escrúpulos, Sin complejos.
Haría lo que hubiese que hacer, dijo. Y lo cumplió.
Luego llegaron los años, muchos, de pequeños servicios dentro de su ciudad, los traslados constantes, los informes interminables, los cursos de idiomas, el viaje a Rusia y todas aquellas experiencias que podrían servirle para escribir su autobiografía en siete tomos. Una autobiografía que no escribiría nunca porque su mayor orgullo estaba en lo que callaba, en lo que ocultaba y en lo que seguiría sin saberse incluso después de su muerte.
Todo iba bien, más o menos, hasta que llegó el año ochenta y nueve: el año de la catástrofe. El bloque comunista, que había servido de contrapeso al imperialismo americano, se desmoronó de pronto, como si la roca que lo formaba hubiese entrado repentinamente ne resonancia para convertirse en arena. Todo se hundió en poco tiempo: la caída del muro, la desintegración de la URSS, la unificación de Alemania...
¿Y qué podía hacer? ¿En qué pararía todo?
De pronto, él y otros muchos miles de agentes de seguridad del bloque comunista se encontraron sin trabajo, perseguidos y señalados en su propio país. ¿Y por qué? Por cumplir con su deber.
¿Qué podían hacer? ¿qué iba a hacer él?
Y ahí están los ingenuos, los incautos, los que creen que los pintores se inventaban el éxtasis de las monjas... Ahí están todos ellos, sonrientes, pensando que ha llegado la libertad y que los agentes del KGB se van a convertir en fruteros, cerveceros y pastores de ovejas. Y los agentes de la Stasi formarán compañías teatrales y de guiñoles, parar entretener a los campesinos y pasar al final la gorra, pidiendo la voluntad. ¡Idiotas!
Cuando el sistema se derrumba, quedan sus armas y quedan sus hombres preparados para el engaño y la violencia. Puede gustar más o menos, pero es un hecho. Y la única salida de esos hombres, la única digna, es aprovechare lo que saben hacer y pueden ofrecer para seguir ganándose la vida.
¿Y qué sucede en realidad? Que el mundo está lleno de pequeñas y grandes bandas con actividades oscuras, y que e esos grupos se enfrentan a diario con la policía, y que están realmente encantados de poder contar en sus filas con gente mucho mejor preparada que la policía normal de sus países, gente mejor adiestrada, gente fogueada en la realidad y que no se ha pasado la vida poniendo multas de tráfico a panaderos que aparcan mal la furgoneta.
¿Qué puede hacer un policía antidroga contra un par de buenos agentes del KGB o de la Stasi? Poca cosa. No hay comparación. No hay color. Y los agentes de la Stasi son mucho más baratos y menos arriesgados de comprar.
Y así fue.
Cada uno se buscó la vida como pudo y Hans se vino a España.
Ya no era joven cuando llegó, pero eso no tenía mucha importancia. Mucha gente quiso contar con sus servicios, y poco a poco sus tres identidades se fueron mezclando. Poco a poco le llegaron también encargos de varios gobiernos, incluido el español, y poco a poco se afianzó su identidad en aquel hotel, como un viejo ingeniero jubilado de una industria automovilística.
Una veces ayudaba a que se verificase una transacción sobre armas y otras avisaba al gobierno sobre ella. Unas veces apoyaba a los delincuentes del Este y otras cumplía otro programa. Ni los unos ni los otros sabían a quién servía en realidad, y todos se habían acostumbrado a no hacer demasiadas preguntas.
Cualquier día podía aparecer muerto en una esquina, lo sabía, pero eso no era un cambio demasiado radical respecto a la vida que llevaba antes.
A veces, por diversión echaba un vistazo a los pequeños trapicheos del hotel y se reía un rato. Sabía perfectamente lo que estaba sucediendo allí. Conocía al dedillo cada trama y por eso precisamente se burlaba de ellas: las chicas, las drogas, la gerencia... Todo. Y por eso, también, pensaba quedarse en su habitación mientras los demás se marchaban a toda prisa.
Lo único que seguí siendo un misterio para él era la mujer de la 409, aquella vieja medio loca que se hacía pasar por una actriz del cine mudo y que a veces se metía en su cama si previo aviso y miraba luego debajo de la lampara de noche a ver si él le había dejado algún billete.
La primera vez no le dejó nada, por respeto sobre todo, pero luego entendió que la mente de ella funcionaba mediante una lógica distinta y comenzó a pagarle como si de veras fuese una prostituta, como si la hubiese llamado él y como si realmente disfrutara de su marchita compañía.
Y con el tiempo, lo reconocía, comenzó a disfrutar realmente de estar con ella. A todos los niveles. Le gustaba su conversación y le gustaba desnudarla y desnudarse para ella. ¿Por qué no, qué demonios?
Sabía que le habían dicho que tenía que marcharse y la única duda de Hans, o de Vitali, o de Gerdhard, era si bajar a buscarla y decirle que se quedara con él, que él pagaría la habitación, que él se comprometía a no hacer preguntas y se comprometía también a no responderlas. Simplemente pasearían juntos, sin saber ninguno de los dos porqué había gente que pagaba a veces, qué silencio intentaban comprar io qué agradecimiento esperaban. Se harían un poco más viejos en su mundo desquiciado por los terremotos de la vida y de la historia y un buen día, cuando tocase, uno de los dos se ocuparía del entierro del otro mandando inscribir cualquier enorme mentira sobre una lápida.
¿No es eso el amor? ¿No es convertir en propios los fines de otro? ¿No es escribir mentiras en los cuadernos, en las cartas y las mañanas? ¿No es construir paseos, réplicas y sepulcros?
Ella se llamaba Carmen y se creía Norma Desmond. Bien, ¿por qué no? Al fin y al cabo aún estaba un escalón por debajo de él, que tenía tres nombres, cada cual con su correspondiente fotografía y pasaporte. ¿Y quién está más loco? ¿el que s elo cree o el que no?
¿Por qué demonios iba a perderla? Ni le importaba quién la había llevado a aquel hotel ni tampoco por qué se la llevaban de nuevo. Sabía que el gerente y el yugoslavo de las chicas tenían algo que ver, pero le importaban un bledo. Bajaría a recepción y le diría que subiese de nuevo las maletas a la cuarta planta. La ayudaría incluso. Pero no a la 409 sino a la 401.
Y nadie se opondría. Nadie, ni el gerente ni aquel idiota yugoslavo tendrían nada que decir.
Hans se miró al espejo, sacó una viejísima Walther de su mesilla, se la metió en el bolsillo y bajó hacia recepción.
Ojalá no tuviese que pegarle un tiro a nadie. Siempre era una cosa desagradable.
13
Malindo vio detenerse un coche delante del hotel y se colocó en posición. Sólo unos cuantos centímetros del cañón del rifle asomaban por delante de la persiana, pero la visibilidad a través de la mira telescópica era perfecta.
En el centro de la cruz que señalaba el objetivo apareció una mujer de mediana edad, rubia, vestida con un impecable abrigo azul. No era el objetivo. Del otro lado del coche salió un hombre calvo, aparentemente mucho más viejo que la mujer. Malindo no tardó ni siquiera un segundo en tenerlo perfectamente enfocado, peor tampoco se trataba de su objetivo.
El coche reinició la marcha poco después. Nada.
Era la segunda vez en diez minutos que se echaba el arma al hombro, pero de momento no había tenido suerte. Las doce y veinte. Era pronto. No había por qué preocuparse.
Susana sin embargo, se tapaba los oídos lo mejor que podía, acercando la cabeza a la mano esposada.
—No se preocupe. Hace ruido pero no es para tanto —le aseguró el sicario, ya por segunda vez.
—Es igual. Me da miedo.
—¿Le tiene miedo a los petardos?
—Me desagrada cualquier ruido. Cuando hay tormenta me pongo muy nerviosa. Odio los ruidos.
—Nunca es malo escuchar una bala, ¿sabe?
—¿Por qué?
—La bala que oyes es que no te ha matado. Las balas van más aprisa que el sonido. No todas, pero sí la mayoría, y como el cerebro necesita un tiempo para procesar el impulso nervioso, si la oyes es que no te mató.
—Sabe usted muchas cosas.
—Más de las que quisiera, señorita. No hago este trabajo porque no sepa hacer otra cosa.
No quería decir —comenzó a disculparse Susana.
—No se preocupe. La entiendo... ¿Y usted, tiene estudios?
—Estudié graduado social.
—¿Y en qué consiste eso?
—Es una carrera para especializarse en problemática social, como pobres, marginados, alcohólicos... Se trata de poder prestarles luego la ayuda adecuada.
Malindo arrugó el gesto.
—Mierda de mundo cuando hay que estudiar una carrera para ayudar a los pobres.
14
La habitación 202 no tiene cama.
Hace tiempo que la 202 es un despacho, y allí trabaja Luis Molina, encargado de relaciones públicas del hotel y responsable de los eventos y congresos que se celebran en la planta baja.
Su mesa está impecable, y en los cajones sólo hay un par de agendas abarrotadas de números de teléfono. A Molina le basta con conocer y poder llamar a las personas necesarias en cada momento. Ni siquiera tiene un archivador en el despacho: todo lo que importa lo almacena en el ordenador o en la cabeza, y sostiene que lo que no puedas guardar en esos dos sitios no vale la pena conservarlo.
Hoy ha llegado tarde. En recepción no había nadie y en el hotel ha observado un extraño ajetreo, pero no se ha molestado en averiguar qué está sucediendo. Esa es otra de sus máximas: si tienes que enterarte de las cosas, es que no valen la pena. De las realmente importantes te enteras aunque no quieras.
Acaba de sentarse en su mesa y ha sacado una agenda cuando suena su teléfono.
Molina lo coge en el acto y escucha una sola frase.
—No me jodas— responde sin añadir siquiera el énfasis de una exclamación. Quiere añadir algo más, pero del otro lado ya han colgado.
Da un golpe sobre la mesa, grita media docena de blasfemias y tras recoger sus agendas y libretas de direcciones, echa un vistazo a la habitación y se marcha a toda prisa.
No piensa volver.
Luego, ya junto al ascensor, regresa sobre sus pasos y entra de nuevo en la habitación.
Sin pensarlo un instante, busca un destornillador en los cajones de su mesa, pero no encuentra ninguno, así que al final se decide a usar unas tijeras para desatornillar la carcasa del ordenador. Es un trabajo un poco más lento, pero igual de eficaz. El último tornillo se le resiste y Molina no tiene paciencia para seguir intentándolo, y menos aún para bajar a recepción por una herramienta más adecuada: sólo es un tornillo, así que tira de la carcasa, doblándola por ese punto de enganche, y acto seguido la arranca y empieza a trabajar con los tornillos del disco duro. Son cuatro tornillos más, uno de ellos en un punto de acceso complicado.
Entonces se vuelve a acordar del Congreso que está a punto de celebrarse y trata de apartar la idea de su mente con un rápido parpadeo.
Los congresos son menos cada vez, pero el beneficio crece gracias a todo lo que gira en torno a cualquier reunión de gente sola, con dinero, y que está lejos de su casa. Por una parte están las chicas y luego viene la bebida y el supermercado de sustancias prohibidas de la primera planta. Por eso es importante elegir los Congresos que se organizan, porque no consume lo mismo una reunión de deportistas que una reunión de médicos. Lo importante es que tengan dinero y que vengan de lejos. Lo importante es que sea gente abierta de mente, y sin demasiado acceso habitual a según qué cosas, porque venderle anfetaminas a un médico es lo más difícil del mundo.
Hoy va a venir un grupo entero de extranjeros: tiene que dejar claras un par de cosas a las chicas y tiene que asegurarse de que se cumplirá el mínimo de lo que se espera en elegancia y servicios para un pequeño congreso. Hay que sacar las sillas del almacén, planchar las banderas y montar un escenario digno. Los pretextos que se saben pretextos son los más exigentes con las formas.
¿Cómo se puede arreglar eso? Con naturalidad, por supuesto. Será un simple congreso, con toda la inocencia, sin chicas, sin cocaína, sin hachís ni marihuana. Será un congreso como cualquiera que pudiera organizar un Parador Nacional en plena vista del ministro. No hay problema. Si alguien pregunta por alguno de los otros servicios de los que ha oído hablar, es cuestión de poner cara de sorpresa y hasta de simularse ofendido: usted se equivoca, caballero. Aquí nunca se montaron orgías, ¡qué barbaridad! Aquí nunca se permitió la circulación de estupefacientes y eso de lo que me está hablando es ilegal. Aquí nunca, jamás en cincuenta años, se han organizado partidas de poker. Hay que hacer lo que sea, menos suspender el congreso.
Luis Molina es especialista en mantener el tipo, pero también sabe cuándo debe marcharse.
A los veintidós años, después de acabar empresariales, comenzó a trabajar en un banco, pero en aquella época, anterior a la fiebre de las hipotecas y las participaciones preferentes, la banca era un negocio aburrido basado en la regla del tres, seis, tres: pagas un tres por ciento por el dinero, cobras un seis por ciento por los préstamos, y te marchas a casa a las tres, hasta el día siguiente.
Quizás si hubiese aguantado más tiempo en el sector hubiese conocido la época dorada de las grandes comisiones, los pluses dorados de productividad y los grandes pelotazos, pero no tuvo paciencia y se fue. O eso es lo que él dice, porque muchos de los que lo conocen dice que tuvo que marcharse por otras razones más urgentes. El caso es que a partir de ese momento comenzó a trabajar por cuenta propia, casi siempre de comercial en cualquier ramo que pudiera necesitar sus servicios.
Probó con los seguros, los libros, las viviendas... y al final comprendió que lo mejor era dedicarse un poco a todos, de manera que se pudiera vender un coche al que quería un coche, un seguro al que necesitaba un seguro y una reforma integral al que tenía que hacer obras en su casa o en su oficina.
En aquella época conoció a Luis Portillo, gerente del hotel, y enseguida se dio cuenta de que esa era justamente la clase de relación que le convenía. Porque en un hotel se necesita de todo: lavandería, servicio de limpieza, mantenimiento, proveedores de comida, gasóleo, etc. Un hotel grande consume mucho, consume muchas clases de suministros, y además de manera constante, sin que las cantidades unitarias llamen la atención por sí mismas.
Lo de los congresos y reuniones de empresa llegó más tarde, cuando ambos, durante una cena, decidieron que había que buscar la manera de sacarle más rendimiento inmediato a las posibilidades que el hotel les ofrecía. El negocio propiamente dicho del hotel estaba cayendo, y había que buscar la manera de obtener algún partido de las instalaciones, y sobre todo del nombre, mientras no se convirtiese en una ruina.
Y así fue como surgió la idea: famoso hotel de cinco estrellas, céntrico y con prestigio, ofrecía sus salones para congresos a un precio más bajo que establecimientos de mucha menor categoría. Además, para los participantes en ese tipo de actos, se ofrecía también un descuento de hasta el 40 % en el precio de las habitaciones. Lo que ya subía algo más eran los servicios complementarios, como la bebida y todo el resto de posibles diversiones, como solían describir las actividades ilícitas o dudosas. El hotel perdería dinero, pero ellos, que se ocupaban de esos otros extras sin pasarlos por la contabilidad, se harían ricos.
¿Pero a quién demonios el importaba el hotel? Mientras el restaurante fuese capaz de asumir todos los costes operativos, lo que se sacase del resto era beneficio puro. Y no se trataba sólo de dinero, porque un hotel como aquel podía producir muchas clases de beneficio, como pudo ir comprobando.
A partir de ese momento, todo comenzó a funcionar de acuerdo con la filosofía de Luis Molina, una filosofía muy clara y muy bien delimitada.
En el mundo hay dos clases de gente: los que hacen el trabajo y los que se llevan el dinero, y además nunca son los mismos. Lo importante es llegar a estar entre los que se llevan el dinero, y eso se consigue conociendo a las personas adecuadas, que suelen estar en cierta clase de sitios, y desde luego no aparecen por fondas de mala muerte, salones con techo a dos metros justos del suelo y nombre recién pintado en la fachada, o compuesto con fideos de neón. La gente que importa, la que de veras puede hacer un encargo que suponga embolsarse una buena cantidad con un par de llamadas a los que realmente harán el trabajo, forma una especie de dinastía a la que se le puede seguir la pista hasta los reyes godos. Parece que cambian de vez en cuando, con una revolución o con unas elecciones, pero no es cierto: enseguida asoman de nuevo, primero con timidez, y luego, poco a poco, a plena luz del día, dispuestos a ocupar los lugares de siempre. Por eso, sea cual sea el régimen político o el signo del Gobierno, si se siguen los organigramas con cierta atención, siempre parecen los mismos apellidos, unas veces en puestos más discretos y otras en cargos de relumbrón, pero los mismos, siempre los mismos, con alguna pequeña infiltración de despistados que tratan de incorporarse a la pequeña tribu de elegidos y a los que se les permite entrar para que sustituyan a alguna rama extinta del viejo árbol.
¿Y dónde está esa gente? En los mismos viejos hoteles, en los viejos balnearios, en las cofradías más antiguas, aparentemente dedicadas a seguir la tradición de pasear una imagen religiosa en Semana Santa pero centradas en realidad en asegurarse de que los suyos están siempre un poco antes en cualquier lista, un poco por delante en cualquier elección, un poco más arriba en el montón de currículos aspirantes a un buen puesto.
El hotel había sido crucial. Sin aquel condenado edificio nunca habría conseguido dejar las calles, vendiendo hoy seguros y mañana enciclopedias, hasta envejecer con las espaldas curvadas de tanto cargar con el maletín y el desánimo, el muestrario y la acumulación de respuestas negativas. Allí había empezado en su nueva vida.
Pero todo se termina.
Luis Molina acabó de sacar el último tornillo, desconectó los cables y se metió el disco duro en el bolsillo.
—Si hubiese tenido un par de años más... —se quejó mientras cerraba la habitación de un portazo.
Pero no tenía ni un par de años, ni un par de días siquiera. Tenía que largarse y rápido.
Quizás con buena suerte y buena mano pudiera volver...
15
Ya es la una menos cuarto y Malindo no se aparta ni un instante de la ventana. Al principio estaba completamente seguro de que su objetivo entraría por la puerta principal, pero ya empieza a preguntarse qué hará si al final prefiere dirigirse al aparcamiento y subir al hotel por el ascensor.
—Se está haciendo tarde. ¿Quiere que llame de nuevo? — propuso Susana.
—No es necesario. ¿Tiene miedo de que la busquen?
—Pues sí, la verdad. Si viene alguien a buscarme creo que será peor para todos. ¿qué pasaría si alguien llamase ahora a la puerta o viniese el propietario del piso?
—Sería malo para todos —respondió escuetamente el sicario—. Pero a mí no me suceden esas cosas. Yo soy un hombre con suerte. Siempre he tenido suerte. ¿Y usted?
—Hasta hoy, sí.
—De momento no puede quejarse. Sólo está pasando un rato incómodo sentada en el suelo.
—Pero después...
—Lo que ocurra después depende de que me convenza o no de si me conviene dejarla con vida.
Susana sollozó.
—A nadie le convienen los testigos. Es lo que llevo pensando desde el principio.
—Se equivoca, señorita. Yo haré lo que tengo que hacer y luego me marcharé. Si creo que dará mi descripción a la policía la mataré, pero si creo que les dirá cualquier cosa, como que soy un tipo alto, rubio y con acento ruso, me interesará que siga viviendo, porque me dará tiempo a largarme para siempre mientras buscan a un ruso o a un yugoslavo.
—¡Les diré lo que usted quiera!
Malindo negó con la cabeza.
—Atada a un armario y mientras yo la apunto con un arma es muy fácil prometer eso. No voy a creer nada de lo que me diga. Tiene que convencerme, peor no hablando.
Susana bajó la vista.
—¿Y cómo puedo convencerle entonces?
El sicario sonrió.
—No piense mal. No voy a abusar de usted ni nada parecido. Me sobran mujeres que me abrazan de buena gana como para rebajarme a una cosa así.
—Yo no...
—Sí lo había pensado. No me mienta.
—Bueno, sí... Pero es que no se me ocurre cómo convencerle.
—Piense algo porque le va la vida en ello.
—No gano denunciándolo. Y puede volver, o puede volver uno de sus amigos. Un hombre que dispara a la calle con un rifle nunca trabaja solo.
Malindo se echó a reír.
—¡Muy bien! ¡Lo está haciendo muy bien! Pero no basta.
Susana apretó los labios.
—Acérquese un momento, por favor.
—No puedo apartarme de la ventana.
—Será sólo un momento.
Malindo se acercó hasta el archivador y se agachó junto a la chica.
Ella lo miró fijamente, sin un aso9mo de miedo ni de lágrimas.
—Llamó un hombre con acento ruso, le enseñé la oficina y me ató a un archivador. Era un hombre rubio, de casi metro ochenta, con el pelo rubio o castaño claro y ojos azules. Me esposó al archivador. Eso diré. Seguro que un hombre como usted sabe cuando una mujer le miente y cuándo no.
—Eso está mucho mejor —respondió Malindo regresando junto a la ventana—. Pero me temo que tampoco es suficiente.
menéame