Como todas las tardes saco a mis perros a dar el paseo de rigor. Mientras caminamos por la calle voy observando la decoración navideña que el ayuntamiento instaló hace casi un mes. Al llegar a la calle paralela a la mía veo a una señora mayor en la puerta de su casa; tendrá unos ochenta años, va con un bastón y mal abrigada. Me mira mientras me acerco, así que le digo cortésmente:
—Buenas tardes.
—Buenos días —responde ella.
—Casi es de noche, buenas tardes más bien.
—¿Qué hora es? —me pregunta.
—Son las seis y media.
—¿De la mañana, no?
—De la tarde, casi es hora de acostarse —replico.
La observo con preocupación mientras entra en su casa. Uno de los perros tirita de frío. Prosigo el paseo, dubitativo. Me viene a la mente un recuerdo de hace unos meses. Misma calle, distinta vecina, también octogenaria, lloraba a gritos preguntando por su mamá. Los vecinos, todos jubilados, intentaban ayudar al marido de la señora a meterla en casa. El anciano, de ojos azules y acuosos, la abrazaba e intentaba consolarla. Una escena que me provoca un nudo en la garganta cada vez que la recuerdo.
Los perros ya han hecho sus necesidades, así que me encamino de vuelta a casa. No paro de pensar en la señora. ¿Sabrá alguien de su estado? ¿Tendrá familia? ¿Alguien que le eche una mano?
El consumismo atroz, los centros comerciales a rebosar. Y mientras tanto, una anciana achaparrada, desorientada y mal vestida, me pregunta la hora en el gélido ocaso invernal. ¿Es este el ideal que nos prometieron? ¿Es tan potente el influjo del mercado que nos hace ciegos al sufrimiento ajeno? Comprar como un soma, como una anestesia para no mirar. ¿Cuántos otros cientos de miles de ancianos se sumergen en el pozo de la demencia sin que nadie haga nada, sin que a nadie le importe?
Entro en casa. Los niños me preguntan por enésima vez hoy cuándo vienen los Reyes Magos. Me esfuerzo por sonreír; tengo que mantener la ilusión, yo también soy cómplice. Mañana intentaré hablar con los vecinos, pero hoy las luces del árbol de Navidad ya no brillan de la misma manera.
Me ocurrió una vez, en un cruce, en medio de la multitud, de su ir y venir.
Me detuve, parpadeé: no entendía nada. Nada de nada: no entendía las razones de las cosas, de los hombres, todo era insensato, absurdo.
Y me eché a reír.
Lo extraño para mí era que nunca antes lo hubiese advertido. Y que hasta ese momento lo hubiese aceptado todo: semáforos, vehículos, carteles, uniformes, monumentos, aquellas cosas tan separadas del sentido del mundo, como si hubiera una necesidad, una consecuencia que las uniese una a otra.
Entonces la risa se me murió en la garganta, enrojecí de vergüenza.
Gesticulé para llamar la atención de los transeúntes y «¡Deténganse un momento!», grité. «¡Hay algo que no funciona! ¡Todo está equivocado! ¡Hacemos cosas absurdas! ¡Este no puede ser el camino justo! ¿Dónde iremos a parar?».
La gente se detuvo a mi alrededor, me observaba, curiosa. Yo estaba allí en medio, gesticulaba, me volvía loco por explicarme, por hacerlos partícipes del relámpago que me había iluminado de golpe: y me quedaba callado. Callado porque en el momento en que alcé los brazos y abrí la boca, fue como si me tragara la gran revelación y las palabras me hubiesen salido así, en un arranque.
—¿Y qué? —preguntó la gente—. ¿Qué quiere decir? Todo está en su sitio. Todo marcha como debe marchar. Cada cosa es consecuencia de otra. ¡Cada cosa está ordenada con las demás! ¡Nosotros no vemos nada de absurdo ni de injustificado!
Yo me quedé allí, perdido, porque ante mi vista todo había vuelto a su lugar y todo me parecía natural, semáforos, monumentos, uniformes, rascacielos, rieles, mendigos, cortejos; sin embargo, aquello no me daba tranquilidad sino tormento.
—Disculpen —respondí—. Tal vez me haya equivocado. Me pareció. Pero todo está en orden. Disculpen —y me abrí paso entre miradas ásperas.
Sin embargo, todavía hoy, cada vez que no entiendo algo (a menudo), instintivamente me asalta la esperanza de que esta vez sea la buena, y que yo vuelva a no entender nada, a adueñarme de aquella sabiduría diferente, en un instante encontrada y perdida.
menéame