Incluso después de cincuenta años entrando en la porqueriza a dar de comer a los cerdos todos los días, Saturnina no terminaba de acostumbrarse al olor. Como cada mañana, salió de allí escopetada, sacó un pañuelo de su voluminoso escote, lo desenrolló dejando caer las ramitas de romero de su interior, y con el lomo doblado, se tapó la nariz y la boca con él hasta que se le pasaron las arcadas. …