—¿Otra copita?— preguntó María a sus aburridos invitados.
El coñac era tentador, pero no tuvo éxito en aquella ocasión; algunos incluso comenzaron a dar señales de que no pensaban quedarse mucho tiempo.
Las casas situadas en las afueras gozan de una paz desconocida en las ciudades, pero a menudo pecan de exceso de carácter, sobre todo las antiguas, imponiendo su obstinado silencio a quienes las habitan para mejor escuchar los propios crujidos. Tal vez la magnífica alfombra del salón, de la que tan orgullosa estaba su dueña, los muebles del siglo pasado y el aroma de la madera añeja tuvieron algo que ver con que el ambiente se hubiera relajado hasta el punto de invitar mas al sueño que a la conversación.
La cena había sido espléndida y el vino aún mejor, culpables en buena medida ambos de que aquella reunión de viejos amigos hubiera tocado fondo poco después de la medianoche. O quizás sea mejor no buscar otras razones y baste con decir que, por llevarlo ya ellos dentro o por haberlo contraído de algún rebuscado modo, el aburrimiento se había apoderado de todos ellos hasta que el murmullo de las conversaciones fue dejando paso al silencio, ya sólo desafiado abiertamente por Alberto, que cantaba suavemente la conocida canción de Gloria Lasso:
“Nunca sabré por qué siento tu pulso en mis venas,
Nunca sabré en que viento llegó ese querer...”
—¡Ah!, ¡por Dios!, deja esa maldita canción —le recriminó María—. Cecilia se pasaba todo el día cantándola.
Y aquel nombre surgió como un clavo ardiendo al que se aferró la conversación en un último intento, acaso póstumo, por no caer al vacío.
—¿Qué ha sido de ella?— Preguntó Marta, sorprendida por no haberse acordado antes de la amiga de antaño.
—Ni idea. Es como si se la hubiera tragado la tierra— respondió María. —No he vuelto a saber nada de ella desde hace tres años, cuando nos aguó la fiesta con aquella maldita historia. Y sinceramente, desde aquel día, tampoco me he preocupado mucho de buscarla: si quisiera, ella sabría donde encontrarme.
—¿Qué historia?— terció Alejandro, que trataba desesperadamente de huir de un nuevo acceso de locuacidad de Juan Antonio, el cura eternamente enfundado en su sotana, inmune a cualquier desaliento.
—La verdad es que preferiría no hablar de eso— se disculpó María.
Unos cuantos ruegos inopinadamente calurosos, y su enraizado sentido de la hospitalidad, la impulsaron a ceder a pesar de que no le apetecía para nada recordar lo sucedido.
La botella de coñac comenzó a pasar de mano en mano ante la expectativa de una historia, y los que, distraídamente, habían recogido sus guantes o su encendedor, volvieron a dejarlos en su sitio y se arrellanaron en sus asientos.
A la vista de que la noche aún podía saldarse con algo más que los obligados cumplidos y los saludos de rigor, la anfitriona decidió no hacer un simple esquema de los hechos y se lanzó a contar una verdadera historia, como todos esperaban.
—Hace tres años—empezó con voz voluntariamente engolada— nos reunimos el día de los Santos Inocentes y nos fuimos a cenar a casa de Miguel, en la ciudad. Sólo estábamos Miguel, Sonia, Cecilia, José Luis y yo. Los demás, no tengo ni idea de dónde os habíais metido ese día. Después de cenar nos pusimos a hablar hasta que la conversación se fue apagando poco a poco. El silencio empezaba a hacer estragos cuando Miguel propuso, medio en serio medio en broma, que hiciéramos espiritismo, como en los viejos tiempos.
—Con esas cosas no se juega—. Interrumpió Juan Antonio, siempre atento a la oportunidad de introducir su cuña moralista.
—Tal y como nosotros pensábamos hacerlo no pasaba de ser un mero entretenimiento, como el parchís, pero Cecilia se negó en redondo. Se negó con tal vehemencia que llegó a parecernos un poco histérica, y ya sabéis lo raro que es eso en ella.
"Tuve una experiencia horrible una vez y no quiero volver a saber nada ni de espiritismo ni de cosa que se le parezca", nos dijo. Pero como era el día de los Santos Inocentes, creímos que nos estaba tirando el anzuelo para gastarnos una broma y le preguntamos qué había pasado.
"¿Os acordáis de Javier?" , preguntó.
“ Si, claro, ¡cómo no nos vamos a acordar! ", respondió José Luis.
" Pues no murió de un infarto, como todo el mundo cree. Yo estoy segura de que no".
Los cuatro la miramos sin atrevernos a abrir la boca, esperando que ella dijera lo que tuviera que decir: si era una broma la había llevado demasiado lejos. Pero su expresión no parecía la de alguien que preparara una inocentada.
" Mucho tiempo después de que los demás dejarais de interesaros por esas cosas, nos seguíamos reuniendo él y yo, como cuando éramos estudiantes. Cogíamos un libro y unas tijeras e invocábamos a un espíritu, siempre al mismo."
" El mismo del que habláis en la novela”, dijo Sonia, que sabía algo del tema.
" Sí, ese. Y le preguntábamos muchas cosas, del pasado y del futuro; algunas eran muy importantes y otras no pasaban de simples tonterías: ya sabéis como suele funcionar el tema. Lo más curioso es que, a la larga, he podido comprobar que sus respuestas eran siempre ciertas, por inverosímiles que pudieran parecer en principio.
Era algo estupendo: era como tener un amigo que vive muy lejos y te cuenta cosas de un país extraño. Por lo que pudimos adivinar, en vida había sido un tipo magnífico y no había nada que temer de él mientras conserváramos nuestra buena disposición y nuestras buenas intenciones.
Luego, con el tiempo, el espíritu comenzó a mostrarse un poco más arisco con Javier, negándose a contestar sus preguntas o dándole respuestas ambiguas, pero a mí me seguía tratando igual que siempre.
En aquella época llegué incluso a soñar con él un par de veces. Yo misma sería la primera en decir que estaba obsesionada si no fuera por que se trataba de unos sueños rarísimos: él simplemente me sonreía, con su gorra ladeada sobre la cabeza, y desde su enorme estatura me miraba con ojos llenos de algo indescriptible, algo a medio camino entre la ternura y la pena. Entonces, daba un paso hacia mí y me ofrecía la mano, pero cuando yo la cogía él empezaba a desvanecerse y la tristeza se acentuaba en sus ojos. En ese momento, siempre en el mismo, me despertaba sobresaltada, aunque no con el terror de después de haber tenido una pesadilla.
Se lo conté a Javier y me dijo que se me estaba empezando a ablandar la sesera, y que si no durmiera sola no tendría esa clase de sueños precisamente. Ya sabéis como era Javier cuando bromeaba."
"¿Pero qué pasó luego?", preguntó Cristina, impaciente.
" Un día, un día tan húmedo y asqueroso como hoy, nos reunimos donde siempre y convocamos al espíritu, que parecía estar esperándonos, a juzgar por lo rápido que se empezó a mover el libro. Al principio todo fue igual que siempre, pero cuando llevábamos unos minutos haciéndole preguntas nos dimos cuenta de que una extraña luz blanquecina se extendía por todo el zócalo de las paredes. Javier se asustó un poco y le preguntó al espíritu si esa era su luz. La respuesta fue totalmente afirmativa y yo también me asusté, y más aún cuando la luz abandonó el zócalo de la pared y empezó a reptar por el suelo, como una mancha blanca, hasta rodearnos. Entonces, dejando el libro de lado, nos agarramos con todas nuestras fuerzas para enfrentarnos a lo que pudiera suceder.
El cerco de luz se estrechó aún más, hasta que se convirtió en un círculo bajo nosotros. En ese momento pareció tomar forma en el aire y se introdujo por nuestras bocas hasta que desapareció como si de verdad nos lo hubiéramos tragado.
Desde luego, cuando ocurrió esto, encendimos las luces y nos fuimos a la calle a toda velocidad. Javier dijo no encontrarse muy bien y se fue a casa.
Tres días después había muerto. Fue la última vez que lo vi."
”¿Y tú? ", le preguntó Miguel.
"Yo también me sentí rara, pero no puedo decir que fuera una sensación desagradable. Desde que ocurrió aquello me pongo enferma sólo de pensar en una sesión de espiritismo. Aunque sea en broma".
—Así que, después de escuchar esto, los cinco, amedrentados y cabizbajos, salimos a la calle a tomar unas copas, a pesar de la lluvia.
—La historia no deja de ser curiosa, pero tampoco es para tanto— dijo Alberto.
—Es que aún no he terminado. A mí, lo que realmente me dio escalofríos fue ver cómo, a pesar de la buena temperatura, el agua de la lluvia formaba carámbanos en los bajos del abrigo de Cecilia.
Feindesland. 1993