Hace siglos (e incluso décadas) era común que una turba analfabeta, pisoteada y llena de odio se apelotonara allí donde un preso iba a ser ajusticiado públicamente, o donde un represaliado político acababa de ser detenido por sus ideas. Lo de menos era la causa por la que se le detenía o ahorcaba. Lo verdaderamente importante era el placer de poder escupirle e increparle. El vulgo, eternamente cubierto en las heces defecadas por los gobernantes, vomitaba todo su odio y sus frustraciones y, por un momento, dejaba de sentirse en lo más …