Cierto día, un hombre alto, flaco y de lúgubre apariencia que rehusó a identificarse, se presentó en la casa de Mozart y le entregó una carta, en la cual una persona de alto rango le pedía que compusiera, en el plazo de un mes y por el precio que el mismo músico debía fijar, una misa de Réquiem a la memoria de un amigo fallecido. La única condición que exigía en la carta era que nunca, bajo ninguna circunstancia, intentaría el compositor averiguar la identidad de quien pagaba por su trabajo.