Desobediencia civil y salud democrática de la sociedad: una vacuna frente a la alienación

¿Conocéis la diferencia entre desobediencia civil y desobediencia revolucionaria? La desobediencia civil implica desobedecer una ley, públicamente (ante los ojos de todos y buscando además la máxima visibilidad de la acción) y de forma pacífica, lo cual no excluye la resistencia pasiva, esto es, resistirte a que te desalojen de una sentada agarrándote a tus compañeros o dejando caer el peso de tu cuerpo, o incluso practicar la autodefensa si te están apaleando, empleando la fuerza mínima para que tu atacante se vea obligado a parar, pero siempre sin realizar acciones agresivas cuyo objetivo principal sea causar lesiones a la policía. El fin de la desobediencia civil es denunciar la injusticia de la ley que incumples o de una situación ajena a dicha ley, cuyo incumplimiento es instrumental para lograr el objetivo de que la gente repare en lo intolerable de la situación. La desobediencia civil busca visibilizar esa injusticia, hacer que la ciudadanía se percate de su gravedad y provocar una ola de rechazo social que la corrija.

La desobediencia revolucionaria se distingue de la desobediencia civil en que puede ser pacífica o violenta (por ejemplo, atacar con cócteles molotov a los policías que están practicando un desahucio) y, sobre todo, en que busca un objetivo más ambicioso que la corrección de una injusticia puntual. La desobediencia revolucionaria cuestiona el orden establecido de un modo radical, y pretende el derrocamiento del régimen político vigente y su sustitución por otro alternativo.

Aunque suene paradójico, la desobediencia civil es muy positiva para la salud democrática de cualquier Estado. Porque, incluso en las democracias formales como la española, hay leyes muy injustas. Muy injustas no desde una perspectiva ideal (es decir, desde la idea de justicia que defienden una filosofía o una religión), sino desde el prisma de la idea de justicia que la propia Constitución reconoce. Y, como todos sabemos, las instituciones que deberían corregirlas, singularmente el Tribunal Constitucional, no lo hacen. Las razones son múltiples: hay derechos como el de la vivienda que están en la Constitución pero no son directamente justiciables. Es decir, si me desahucian, soy minusválido, no tengo recursos para alquilar otro piso y no puedo conseguirlos, me es imposible acudir al Tribunal Constitucional para que ampare mi derecho a la vivienda y obligue a las autoridades a proporcionarme una digna.

Primero porque, en nuestra maravillosa Constitución, el grueso de los derechos sociales no son reivindicables ante la jurisdicción constitucional ni ante los tribunales ordinarios (sólo puedo reclamar los derechos sociales que el legislador haya plasmado en la ley concretando su enunciación general en la Constitución, y si decide no plasmarlos o hacerlo de forma absolutamente insuficiente, no puedo pedir al Tribunal Constitucional que le obligue a respetar la Constitución). Es decir, que los derechos sociales del Capítulo Tercero de la Constitución son papel mojado, porque un derecho no es nada sin las garantías para reivindicarlo y hacerlo efectivo.

Y segundo porque el Tribunal Constitucional es un tribunal político, con magistrados apadrinados (y elegidos, seamos francos) por PP y PSOE que seguirán la disciplina de ambos partidos (y de los poderes económicos que los financian) a pies juntillas, entre otras cosas para beneficiarse de las puertas giratorias judiciales que, cuando acaben su mandato, les permitan irse al Tribunal Supremo, o a la Fiscalía General del Estado, o de vocales al CGPJ...siempre de la mano del partido que les ha apadrinado y que tiene la llave para asignar esos otros altos cargos.

En dicha tesitura, y con unos medios de comunicación que (al menos en el caso de los grandes) son poco proclives a visibilizar las injusticias que dañen la imagen de los poderes económicos que los controlan, es imprescindible que la gente pueda visibilizar en la calle, parando desahucios o cortando la Vuelta Ciclista, situaciones tan evidentemente injustas como el genocidio en Gaza (o más bien la tímida respuesta del gobierno hacia él), el precio de la vivienda o los salarios absolutamente insuficientes para mantener el poder adquisitivo de los trabajadores con la inflación que vivimos.

Es bueno porque nos recuerda nuestra condición de ciudadanos y no de súbditos. Es bueno porque aviva nuestro espíritu crítico. Es bueno porque mantiene vigente la idea de que los poderes públicos pueden legislar y juzgar casi como les plazca, pero siempre con el límite del respeto a los derechos que son inherentes a la dignidad de todo ser humano, y por tanto patrimonio inalienable e inatacable de esa persona. Y es bueno porque, si la desobediencia alcanza un seguimiento masivo, puede obligar a las autoridades a hacer cosas. Si no, que se lo digan a Martin Luther King.

De ahí mi orgullo ante lo que pasó en la Vuelta. Porque admito que la ley goza de una legitimidad prima facie, fruto de su elaboración por representantes electos por la ciudadanía y que, por tanto, no debe ser desobedecida a la ligera. Pero hay casos donde la evidencia de la injusticia, y con ello la ilegitimidad de la ley o de las decisiones políticas denunciadas, resulta flagrante y sangrante. En esos casos, la desobediencia civil es un deber político y moral. Porque la obediencia ciega a la misma convierte a los pueblos en rebaños, y los rebaños siempre acaban en el matadero.

No me enrollo más, pero si os interesa el tema me permito dejaros dos escritos sobre la justificación racional de los principios de justicia que todo sistema político legítimo debe respetar djhr.revistas.deusto.es/article/view/3281/4179 y sobre la justificación de la desobediencia civil en los (al menos nominalmente) Estados sociales y democráticos de Derecho como España www.rtfd.es/numero15/02-15.pdf