Estamos ante un ejercicio de exhibicionismo proyectivo donde el director se toma la libertad de convertir la prisión en espejo. Y ese espejo no devuelve la imagen del manco de Lepanto, sino la suya propia, embellecida, expandida y glorificada. Desde el primer plano, El cautivo nos sitúa en un Argel que no existe en ningún mapa histórico, pero que sí habita en el inconsciente cinematográfico de Amenábar: un harem iluminado con luces de neón, eunucos con abdominales de gimnasio, y calífas que parecen haber sido vestidos por Jean Paul Gaultier...
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