"Vosotros, los que entráis, dejad aquí toda esperanza". Así rezaba el dintel de la puerta del infierno de Dante; en la de la sala, nada, ni siquiera "Vosotros, los que entráis, dejad aquí todo tímpano". Ni siquiera tenía Virgilio que me guiara; lo más parecido, la rubia que me repartió hasta tres veces el mismo flyer y que, como por imposición divina, se quedaba en el impasse entre la oscuridad de la sala y la fresca brisa del exterior. Así, sin un triste partenaire y con la cobardía del solitario, decidí establecer mi refugio lo más cerca de