El optimismo fabricado se ha convertido en un método para hacer sentir culpables a los pobres de su pobreza, a los enfermos de su enfermedad y a las víctimas de despidos corporativos por su incapacidad para conseguir trabajos que valgan la pena. Las megaiglesias sermonean el “gospel de la prosperidad”, exhortando a los pobres a que visualicen el éxito económico. Las empresas han abandonado la toma racional de decisiones, optando por el liderazgo carismático.
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