En aquel aulario donde muchos bebés no acababan de dejar el pañal, Javier blandía con llamativa madurez el lapicero. Tanto era así que una mañana, con párvula caligrafía, escribió en una hoja todos y cada uno de los nombres de los niños de su clase. Cuando la maestra presenció aquel acontecimiento insólito, decidió -entre el asombro y la emoción- llamar con urgencia a los padres del crío.
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