Desde niño yo los escuchaba, era como si martillaran el subsuelo con algunas máquinas que provocaban seguidillas de leves movimientos telúricos, pero, cuando intentaba advertírselo a mis allegados, quizás por el bullicio cotidiano, ellos decían no escuchar ni percibir los tenues retumbos.
Una noche llegaron de manera subrepticia dos de los venidos del cielo. Los reconocimos por el fulgor azulado de su mirada. Nos fueron despertando a cuantos más podían; nos dijeron que debíamos salir inmediatamente del lugar, pues allí ocurrirían hechos catastróficos; nos indicaron llevar agua y algunos alimentos, y entre la oscuridad nos fueron guiando hacia los riscos al pie de las montañas. Éramos casi un centenar de individuos, y a todos nos fueron disponiendo en una enorme caverna de pequeña entrada. Sus recomendaciones finales fueron que no nos acercásemos a la entrada y menos que mirásemos lo que ocurriría en el pueblo con los miles de personas que allí quedaron. Luego de esto, los ángeles se fueron
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