Relatos cortos
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Como un tarot de Marsella

Hay cartas que parecen naipes, reyes borrachos, caballos desbocados, coperos que en vez de pajes son putas en el dicho popular. Hay cartas que se quieren naipes de algún tarot de Marsella poblado de jinetes descarnados, nigromantes, esqueletos y donceles boca abajo que se contonean ante nuestra angustia con la desvergüenza de quien augura un futuro ya concluso, terminado, pluscuamperfecto por de más. Hay cartas que se obligan naipes, por más que lleven matasellos de Pamplona y las reciba uno en Estambul.

Hay cartas de las que no puedes darte mus y pedir que se repartan de nuevo, que equivoquen el buzón, que se pierdan, se extravíen, se devuelvan a su origen por falta de franqueo o de código postal. Las recibes y te aguantas. Las desdoblas, las relees, las arrugas, las alisas, las conservas en un libro de cualquier desasosiego sin Pessoa que le ladre, de derrotas, de retratos que se ríen de Oscar Wilde.

Hay cartas que te hacen perder pie. Tomas aire y comienzas de nuevo. Con otra sangre. Con otro ritmo.

Era un sobre blanco, ribeteado en azul y rojo, y llevaba ya tres días esperando en el buzón, como casi todo lo que me llega. No tengo costumbre de recoger diariamente el correo: desde que vivo en el extranjero he comprobado que los que tienen algo verdaderamente importante que contarme me llaman por teléfono. Si el asunto no vale los cinco euros que cuesta la llamada es que puede esperar. Y si es alguien del país, entonces puede esperar en todo caso, cualquiera que sea el motivo por el que me escriba. En Turquía, hasta la declaración de impuestos puede esperar una semana o dos sin problemas.

Pero aquella no era una carta de publicidad, ni una invitación a votar por correo en unas elecciones autonómicas que maldito lo que me importaban; era una carta personal y mi nombre figuraba tan claramente escrito en el anverso que no pude suponer que me hallaba ante un error, y menos aún en Estambul, donde no abundan los García, por raro que parezca. El remite, sin embargo, era todo interrogantes y desafíos a la memoria entre sospechas carcomidas de dolor burbujeante.

Me escribía una tal Susana López Melgar, y yo no conocía a nadie que respondiera a ese nombre. Sin embargo, me sonaba. La idea que se me pasó de pronto por la cabeza me impulsó a abrir de inmediato el sobre y leer su contenido bajo la lluvia, al amparo de los aleros, camino de la oficina de Iberia donde suplantaba al consulado, un día sí y otro también, resolviendo los pequeños problemas que les surgían en la ciudad a los turistas españoles.

Esto decía la carta:

“Querido Antonio:

Me ha costado mucho encontrar tu dirección porque mi madre no me la quiso dar. Me parezco mucho a ella, así que hago siempre lo que quiero y al final te he encontrado.

Voy a estar una semana en Estambul y como me han hablado tanto de ti, sobre todo los que no debían hacerlo, quiero aprovechar la ocasión para conocerte y poder opinar por mí misma. De paso, si no estás muy ocupado y no te molesta esta especie de atraco, podrías enseñarme la ciudad de veras y así no tendré que ir a todas partes con el resto del rebaño.

Si te parece buena idea, vete a recogerme el jueves al aeropuerto. Llego a las once y media. Si también tú crees que estoy loca, archiva esta carta en la P de papelera y perdona que te haya incordiado.

Un beso.

Susana

P.D: procuraré vestir de rojo para que me reconozcas.”

Cuando acabé de leer tuve que apoyarme contra el escaparate de una ferretería. Era la hija: por eso no había reconocido el nombre. Era la hija, su hija, ¡maldita sea!

Eché un vistazo al reloj y comprobé que aún faltaban dos horas para que llegase. Llamé al trabajo y les dije que me encontraba mal esa mañana. Quise inventar un pretexto, una mentira cualquiera, pero no lo conseguí: me encontraba fatal; nunca había dicho nada tan cierto. Luego cogí el coche y me lancé al cotidiano intento de suicidio del tráfico turco.

Después de tantos años, más de veinte, volvía a saber de Pilar. Pero no era Pilar: era su hija. Sólo con pensar en encontrarme ante un vestigio de su rostro, ante un mínimo indicio de su mirada, me temblaban las manos sobre el volante. Pilar se llamaba ahora Susana y venía a verme, desde el pasado, a lomos de una carta descarada, de una broma adolescente.

Con todo el esfuerzo que me había costado no pensar en ella, me sentía como el preso que se despierta en su celda después de soñar que ha huido: el olvido, tanto tiempo atesorado, rodaba roto a mis pies. No soy muy aficionado a ideas poéticas, pero en aquellos momentos me imaginé cómo se sentiría el entomólogo que se encontrase un día con que todas las mariposas de su colección escapaban de los alfileres para arrojarse volando sobre su rostro; así me sentía yo: en medio de un gran prodigio, de un gran aquelarre, de un burla caducada que se volvía contra mí.

Tenía que aprender en dos horas a enfrentarme a mi peor fracaso, a la razón por la que había preferido irme lejos, aceptar un traslado a la otra esquina del mundo y empezar una vida, cualquier vida, sin pretensiones de llamarle nueva. Las vidas nuevas no existen, seamos serios: como mucho puedes lijar el óxido de la de siempre y darle una capa de pintura para que no te acabe de machacar la siguiente intemperie, pero eso es todo.

Y la costra protectora que había conseguido formar en aquellos años no iba a bastar. Me daba cuenta y me temblaban las piernas sólo de pensarlo.

Tenía dos horas para acostumbrarme a la idea de que Pilar seguía existiendo en alguna parte, y que durante aquellas dos décadas había hecho algo distinto de mecerse en un limbo apático, como había flotado yo. Había tenido una hija. Le había cambiado los pañales y la había llevado a vacunar, le había ayudado a hacer los deberes del colegio, y había hablado con ella cuando se hizo una mujer, y puede que incluso hubiese llorado alguna vez con ella. Pilar había estado ocupada en algo más que recordar, y allí, en aquel avión, venía la prueba irrefutable de ello: la prueba de que ella había encontrado continuidad mientras yo me eternizaba en un socavón moral. Eso es lo peor que tienen los agujeros, incluso los del alma: que cuantas más cosas quitas, más grandes son.

Llegué al aeropuerto media hora antes de tiempo y fumé un cigarrillo tras otro hasta que empezaron a salir los pasajeros, con su cara de despiste y sus maletas repletas.

Los miré a todos con avidez, hasta que una muchacha completamente vestida de verde hizo un gesto con la mano y se encaminó hacia mí. Me dijo que la reconocería porque vestiría de rojo y venía de verde: tenía que ser ella; tenía que ser la hija de Pilar. Al verla avanzar con decisión hacia donde me encontraba se me ocurrió que si podía reconocerme después de haber visto alguna foto mía de veinte años atrás, a lo mejor no había envejecido tanto como yo pensaba. Quizás tenga razón el tango y veinte años no es nada. Pero no, mejor dejarlo: como tengan razón los tangos, estamos jodidos.

—Hola, soy Susana —me dijo con una amplia sonrisa.

La miré fijamente y vi a Pilar, sí, como esperaba. Pero más honda que la sensación del encuentro fue mi desazón al descubrir, claramente, todo lo que en ella no era rastro de Pilar, todo lo que debió ser mío y era de otro hombre, todas las huellas de otra sangre ajena, intrusa, las marcas de otro rostro y otra historia suplantando a las mías. 

La miré fijamente, sin lograr sonreír como deseaba, y supe que el dolor no era la resurrección del pasado, sino aquel duro, implacable estrellarse con las consecuencias, con aquel presente que no era mío, con la prueba irrefutable de mi completa derrota.

No sabía si tenderle la mano o darle un beso. Finalmente tomé su cabeza entre mis manos y la besé en la boca. 

No tenía otra venganza.

Y ni esta bastó, porque ella se echó a reír y me dijo que esperaba justamente eso.

Y entonces supe que la peor carta del tarot no es la muerte, sino la torre alcanzada por el rayo.

Malditas cartas.

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León, 1994

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Sujétame el cubata (3)

Viene de aquí: www.meneame.net/story/sujetame-el-cubata

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Creo que no se va a entender una mierda como siga contando las cosas así. Tampoco sé cómo coño contar cosas para que se entiendan, no tengo estudios de esas cosas, bueno, ni de casi nada. Ni falta que me hace. Estoy grabando esto por si las cosas se ponen feas cuando el cáncer me coma desde dentro. ¿Por qué se pueden torcer las cosas? Porque la semana pasada me di cuenta de que me estaban siguiendo y como ni me había enterado debían ser buenos en lo suyo, y que me sigan y no me entere, me mosquea. Y con el cabreo me acordé de aquel tango que tenía mi madre en aquel disco rayado de Fundador: “...Como juega el gato maula con el mísero ratón…¨ Profesionales, eso seguro.

Bueno, sigo... Aquel año, el año de las piscinas, fue jodido. Ana había aparecido de la nada y con Enrique, ni más ni menos. No podía habérmela encontrado por la calle pidiendo limosna, o en una güisquería mugrienta detrás de la barra con dos metros de pestañas postizas, no... tenía que ser así. Me jodió y me entró un ataque de celos de mil pares. Me calmé pensando que menuda pieza había cazado, lo malo es que él las coleccionaba. Supongo que lo sabía, no se puede ser tonta con ese cuerpazo. No he conocido a ninguna que fuera tonta y tuviera un cuerpo de infarto. Ninguna. De lo que estoy casi seguro es de que ella no se podía imaginar que a Enrique le gustaba usarlas, no tenerlas, usarlas.

En el club, el perfume de Ana aun seguía en el aire, los ricachones parloteaban entre palos de golf y bebidas estúpidas. Y pensando en Ana, llamé a Inés. Desde el mismo club, con dos cojones. Un clavo saca a otro clavo, creía en su momento, mucho después aprendí que hay clavos que piden a gritos una lluvia de martillos .

Nunca sabré por qué, pero Inés y yo quedamos en una cafetería cerca de su despacho al día siguiente. Y digo que nunca lo sabré porque ni yo lo pregunté ni ella me lo contó. Pensé que me mandaría al infierno o más lejos, pero no. Qué raras son, coño. Recuerdo la charla de ese día, otra de esas cosas raras que ni en diez vidas podría entender. La había mandado a la mierda, ella me había buscado para volver conmigo, no lo había conseguido y durante los seis meses de ruptura pasé de ella. La llamo y quedamos a tomar café. Acojonante.

Inés también había cambiado un poco su aspecto. Un poco. No llevaba traje gris con falda por debajo de las rodillas. No me acuerdo lo que llevaba, hace tanto tiempo, pero sé que no era su uniforme de empresaria recta y honrada. Me dijo que sabía lo mío con Ana y que lo entendía. Toma ya. Me contó que me había seguido varios días hasta la pensión de mala muerte. Joder. Y me soltó, así, a bocajarro algo como: “Si quieres que sea como ella, te va a tocar enseñarme”. Me quedé mudo. Me gustó. Creo que le dije que no creía que pudiera aprender ciertas cosas una mujer como ella. Me respondió que tenía fama de aprender rápido. Toma ya. A lo mejor los dos habíamos tenido suerte de que no la matara.

Como soy un cabronazo profesional, le dije que comenzaríamos las clases lo antes posible y que el debút social sería en la fiesta de Navidad que organizaba Enrique todos los años. Le conté que ahora Ana estaba liada con mi socio Enrique. Me apunté el tanto de ser su socio, aunque yo sabía que no era así. Ella ni se inmutó. Le dije, esperando que me diera una hostia de las suyas, que la había llamado por puro despecho al ver aparecer a mi secretaria sin título con otro. Se terminó el café, me escupió en la cara y se fue. No parecía la misma, debí notar las señales, pero no las vi.

No voy a entrar en detalles de cómo fueron las clases con “Inés delalmamía”, pero creo que a partir de entonces el Cielo podría esperar porque no iría allí seguro. Aunque claro, esta gente se confiesa, se rezan cuatro avemarías y aquí no ha pasado nada. Ya me gustaría ser creyente y más ahora que el puto cáncer se está peleando con los cartones de tabaco que le meto a los pulmones. De algo hay que morir.

Lo curioso es que aparentaba seguir siendo esa mujer decente que había sido mi novia. No sabía cómo encajaba eso de querer salvarme de las injusticias que había vivido. Puede que fuera eso de que nuestro amor era lo más importante de su vida.

Llegó la Navidad de aquel año y la fiesta de Enrique en su caserón. A Inés ya le había explicado al detalle qué tipo de ropa tenía que llevar al evento. Y le había dado tiempo para que comprara lo que no tuviera en su armario. Todo, claro. No se quejó, como venía haciendo desde que comenzamos las clases. Ni una queja. Mientras, había usado algunos de sus contactos legales para hacer un par de chanchullos de los míos y que me habían dado algo de pasta. No mucha, estos legalistas son un coñazo y además correosos. Menuda secta. Tantas leyes de los cojones, así no se pueden hacer negocios.

Con el mejor traje de chaqueta que me acababa de comprar y una corbata plateada, por joder, pasé a recogerla. Fuimos en su coche, claro. Impresionar siempre funciona. No íbamos a ir con mi cacharro de mierda. No penséis que tengo tanta memoria, es que tengo fotos del evento. Bueno, algunos de los gerifaltes invitados ponían mala cara cuando alguien se acercaba con una cámara, como cuando un perro de presa chorreando babas por la boca te va a comer vivo. Así que de esos no hay nada. Lógico.

Inés llevaba un traje de cóctel ajustadísimo de color verde, escote delantero potente y lo de atrás no era un escote porque le llegaba hasta el culo. Taconazos de aguja de color verde, bolso a juego y maquillaje de muñeca de porcelana. Un bombón elegante.  

Llegamos a casa de Ernesto y entramos en los jardines, desde uno de ellos se veía el gran salón a través de unas ventanas de cristal tan grandes como los del club de golf. Aparcamos cerca un gran abeto decorado con luces navideñas. Mucha pasta invertida en decoración. Un tipo con uniforme nos recogió el coche y se lo llevó. Dentro, en el salón inmenso que se veía desde el jardín, un grupo tocaba música de no molestar, con menos sangre que un jamón seco. Las mujeres de la fiesta, despampanantes. Ellos, traje negro. Champán, francés, claro. No me atreví a pedir un copazo, lo mismo me traían un coñac tan caro que ni sabría a lo que tiene que saber.

Enrique tenía claro que invertir en cargos públicos era la mejor manera de comprar corrupción y protección. Un día me explicó que era mucho mejor comprar políticos que comprar a la policía. Aunque también compraba los uniformados que podía, y más en aquellos años, hoy es algo más complicado. Vamos, más caro. Pero contaba que con los políticos era muy fácil. Sobre todo con los de moral monetaria. A otros simplemente los chantajeaba con publicar fotos comprometidas, muy comprometidas. Hacía más chantajes que pagos en efectivo.   

Aquella fiesta de Navidad fue mi presentación en sociedad con el grupo de barandas mandamases. Había potentados de la droga que nadie conocía, siempre escondidos, en las sombras, pasando desapercibidos pero con muchísimo más poder que Enrique. Del tipo de gente que quien intenta, sólo intenta, enfrentarse a ellos suele tener un futuro muy breve incluyendo un doloroso final. Habían sobrevivido a todo. Uno de estos que me presentó se encargaba de los casinos del país extraoficialmente. Ni idea de cómo se podría hacer algo así. Había también una mujer de unos ochenta años, arrugada como una pasa que era experta en viajes a Suiza. Sus porcentajes de beneficio eran iguales a su garantía de seguridad. Daba miedo aquella señora. Miedo del de verdad. Luego había por allí pululando otros que se veía a la legua que eran de seguridad personal, matones como armarios y cara de haber roto muchos platos en su vida.

Una de las cosas que recuerdo que me sorprendió, es que, estos tiparracos tan poco refinados, tan básicos, ni tenían estudios, ni hablaban idiomas... Bueno, había uno que se había educado en Londres, en una de esas universidades caras y se notaba, claro. Pero la gran mayoría eran unos zotes como yo o más. En esa fiesta también descubrí que mi admirado Enrique sólo era una pieza más de un gigantesco engranaje que él no controlaba. Lo respetaban, sí, pero sabían que lo podían eliminar y reemplazarlo sin pestañear cuando quisieran o cuando alguien se despertara con el pie cambiado. Enrique también lo sabía, claro.

Y allí estaba con Ana, bueno, estaba con Inés, pero yo sé lo que me digo. Ana, una mujer que ya no parecía despampanantemente pobretona, simplemente era un prodigio de la naturaleza animal. Y además, por si cabía alguna duda, iba de rojo. Un vestido con corte lateral de seda o de cualquiera de esas telas carísimas que le sentaban como un guante. Un collar de perlas que molestaba para mirarle el pecho y su nuevo pelo rubio platino. Zapatos rojos y brillantes de marca italiana. También tengo fotos de ella, claro.

Nos acercamos a saludar a la pareja del año. Los cuatro fingiendo. Al menos Enrique sabía que Inés había sido mi novia antes y que volvíamos a estar juntos. El resto de combinaciones de mentiras y silencios era complicado. A punto estuve de reirme en más de una ocasión viendo tanta actuación y tan bien interpretada. Después de mucho fingir ante Enrique que Ana y yo no nos conocíamos, siempre con la experta ayuda e inteligencia de Inés, claro, que intervenía habilmente cuando entraba en alguna curva peligrosa o me iba a deslizar por alguna pendiente peligrosa en la charla. En algún momento mi novia fue a por bebidas, acompañada por Enrique.

La mujer de rojo se acercó unos centímetros, discretamente, con un movimiento totalmente inocente y en voz baja, inexpresiva, me dijo que la ayudara, que quería liberarse de Enrique para siempre. Definitivamente.

(Continuará...)

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Sujétame el cubata (5)

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Acabo de darme cuenta de que al cabrón de Ernesto le llamo también Enrique, cosas de la pajarera. Lo mismo que me pasa cuando confundo el tomillo con el romero. Tengo el olor correcto en la cabeza pero nunca acierto el nombre y siempre digo romero cuando es tomillo y al revés. Tampoco es que cocine mucho. Huevos fritos. Pues lo mismo me pasa con mi socio Ernesto Salazar Espinosa, que le cambio el nombre. Sólo he conocido a un Enrique en mi vida y era del barrio. Atracaba gasolineras pisando tabla, a todo gas. Levantaba coches, sacaba la pasta que podía a punta de pistola y se largaba quemando rueda. Empezó con 15 años y a los 17 se estampó contra un surtidor de gasolina, menudo cabrón, qué bueno era huyendo de los maderos a toda hostia. Menos ese día. El incendio fue tan bestia que no quedó ni la colilla de un cigarro, hijodeputa, tuvieron que hacer un entierro simbólico, dicen que llevaron una caja de puros al cementerio. Bueno, pues Enrique “14.30” no se parecía en nada a Ernesto. Así que no sé por qué le cambio el nombre. Me voy a apuntar aquí en un papel Ernesto. Ernesto. Ernesto. Listo. A ver si no la lío más.

Hablando de líos, dónde estaba. Ah, sí. Los líos me buscaban y yo no les decía que no, mientras más quebraderos de cabeza, mejor, lo que pasaba es que todo tenía un límite. Mientras me metía de todo por la nariz y lo del Levante se iba enturbiando, me iban saliendo las complicaciones por las orejas mientras apretaba los dientes. Eso me ponía. Las complicaciones de curro, porque a medida que pasaban los meses la tenía más blanda que un pitraco y no rendía en las camas, que eran dos y bien hambrientas.

Un año entero seleccionando complementos y montando piscinas siguiendo el modelo ruso que tan buen resultado parecía haber dado. Ese año se me pasó volando o en una nube, ya no sé. Pero es que también comenzaron las obras del “complejo de ocio”, como lo llamaba el italiano; a mí me parecía un mausoleo del mal gusto. Mil metros cuadrados de ladrillo, columnas rarísimas, suelo de mármol, dibujos en el techo. Frescos los llamaba Carlo, unos pintarrajos de mujeres y hombres desnudos haciendo el tonto en el campo. Decoración estilo Pompeya, le llamaba, menudo pirao. El arquitecto que había traído de Italia estaba todo el día borracho, hubo que buscar uno de aquí que aprobara los planos y que dio la casualidad que también era de la cuerda del roncola sin hielo para desayunar. Había hasta paredes que terminaban al final de una escalera que no daba a ninguna parte. Bueno, y lo del ayuntamiento aprobando los planos de la parejita roncola fue también de traca levantina. De eso se encargó Ernesto, que tenía fotos del funcionario en cuestión con cuatro negros mandinga cuando todo el mundo sabe que sólo tenemos tres agujeros. Hombre casado y de bien. Menudo cabrón. Aprobó los planos el mismo día. Pidió una excedencia y nunca más se le vio el pelo. Enrique, coño, Ernesto me dijo que no volvería más al ayuntamiento. En ese tono entre divertido y oscuro que solía usar a veces. Bueno, pues todo el año entero liado con el puticlub de los cojones y además buscando mobiliario con tetas que fuera a juego con esa monstruosidad con neones rosas, verdes y azules, cerca de una carretera de mala muerte. Carlo pretendía poner eso en mitad de una ciudad grande de la costa, tuve que explicarle que si se da tanto el cante hay que pagar a muchos políticos que de pronto se convertían al puritanismo y a la legalidad si no veían sobres y sobres llenos de billetes. Los mismos que irían gratis a disfrutar del sitio cuando todo estuviera en marcha. Además, Carlo venía con la idea de una tarifa plana para toda la noche dedicada a clientes que lo quisieran pagar. Una puta locura que decía que había funcionado en varios locales suyos en Italia. Si lo de los rusos y lo de los italianos se salía de madre, yo ya sabía lo que duraría en el negocio de los vivos. Nada.   

Como ese año y parte del siguiente me lo estaba fumando, bebiendo y esnifando con ganas, no me di cuenta de que Ernesto me tenía vigilado. Idiota fui. No sabía que todo esto se había puesto en marcha desde el momento en que los barandas del blanqueo me dieron la oportunidad de las peluquerías y los taxis. ¿Por qué me confié tanto? Porque pensaba que mientras les diera beneficios y ningún problema me dejarían ir a mi aire. Idiota fui.

A finales de año, con las obras muy avanzadas pero sin terminar, porque eran una obras del copón, y con Dimitri cambiando los planos de todo; que si esta casa con porche, que si aquí no hay jardín, que si aquí la piscina entra dentro de la casa con una arcada acristalada. Carlo también se sonaba los mocos conmigo porque se había caído uno de los muros de carga y se montó ladediosescristo. El italiano llamó a unos paisanos suyos. Diez albañiles, un contratista y un aparejador terminaron en los cimientos de los muros que se habían caído. Dentro del cemento, claro. Me hizo ir a verlo el día en que echaron el hormigón fresco con los cuerpos dentro. Luego me dio una palmada en el hombro y me dijo: “Qué ingenua es la gente honrada”. Los planos estaban mal, claro, trasegando roncola como si los arquitectos no tuvieran hígado qué se podría esperar. El mundo es así. Siempre hay alguien que termina ahogado en cemento. Los honrados no aguantan el tirón.    

A finales de año, antes de Navidad, nos reunimos con Ernesto. Dimitri, Carlo y yo. Dimitri había puenteado a mi socio y había hablado con uno de los jefazos de Ernesto. Estaba cabreado, lo justo para matar con la mirada. Lo justo. Dimitri saco dos pistolas y las puso encima de la mesa. Carlo se reía divertido con la cosa. Ernesto, tranquilo, como si estuviera hablando del tiempo dijo que las sillas estaban electrificadas, se puso a explicar cosas de voltios y amperios y mierdas así. De pronto, el culo me pesaba dos toneladas. Añadió que si alguien se levantaba lo más mínimo del asiento se cerraría el circuito y habría huevos cocidos para cenar. Dimitri cogió una de las pistolas y la montó en un segundo, amenazante. Ninguno nos movimos de las sillas, por si acaso no era un farol. Ernesto no hacía nada, lo miraba tranquilo y le dijo al ruso que no le gustaba que se saltaran la cadena de órdenes. El banquero con el que habló Dimitri lo había llamado descontento con la gestión que se le había encomendado a mi socio. El ruso dijo que tenía mucha gente detrás que podría solucionar todo esto a bombazos, no dijo a tiros, no, a bombazos. Supongo que estaba pensando si le compensaba pergarle un tiro allí mismo o negociar a punta de pistola. Ernesto, lentamente llenó su vaso con agua de la botella de la marca que le gustaba, una francesa, Parry o Perry o algo así. Se llevó el vaso a la boca y miró por un instante hacia un espejo grande que había en la pared frente a él. El ruso comenzo a temblar y a salirle humo del pelo, que salió ardiendo, los ojos se le hincharon y la piel se le puso oscura. Olía a cerdo a la brasa. Allí mismo cayó muerto. Un pestazo. Carlo miraba la escena como si no fuera con él. Yo no sabía qué hacer. Me iba a tapar la nariz con un pañuelo sin levantar el culo del asiento, cuando Ernesto me dijo que no con un movimiento de cabeza. Guardé el pañuelo al momento. Carlo dijo que se quedaba con la parte rusa. Ernesto asintió con la cabeza y lo despidió de buenas maneras, haciendo antes una seña al espejo de la sala e invitándolo a una partida de golf antes de las fiestas. A mí me dijo que me quedara.

Hizo otra seña con la mano al espejo, supongo que detrás había alguien controlando lo del asador de pollos, o de pollas, uno de esos espejos que son cristales por el otro lado. Me dijo que ya me podía levantar de la silla. Con miedo, me levanté despacio. Muy despacio. Nos fuimos a la biblioteca, dijo que tenían que limpiar su despacho de barbacoa de ruso. ¿No hubiera sido más fácil pegarle un tiro al ruso? ¿O mandar a alguien que lo hiciera? Me acojonó el saber que podría tener más trucos de esos por toda la casa, o en su coche o en... ¿A quién coño se le ocurre meterle voltios a las sillas? ¿Y lo del espejo doble? Supongo que los años de relaciones con los barandas debió volverle la cabeza del revés. En el camino le pregunté con mucho cuidado por lo de las sillas y lo del espejo raro. Con una media sonrisa que no sabía si era buena o mala señal, me dijo que lo había visto en una película y que le había parecido una idea cojonuda y barata. ¿Pero qué cojones de películas veía este tío? 

En la biblioteca, me hizo preguntas sobre Ana y sobre mí. Me entraron escalofríos y sudores. Le dije que la idea de usarla como imagen de campaña para los nuevos proyectos era una idea genial, además, así la promocionaba. Me preguntó si pensaba que daría la talla. Y le respondí lo primero que se me vino a la cabeza. Sólo quería largarme de allí y no volver. Mentira. Estaba tan acojonado que no sabía si me iba a quitar de en medio allí mismo. Pensaba en el plan desquiciado que había pergeñado Ana para cargárselo y que ahora me parecía una idea suicida.

Con una sonrisa de la suyas, cambió de tema y me dijo que habían llegado a un acuerdo con una de las empresas de Inés, de las legales, para las nóminas y el papeleo del día a día. Dije que me parecía buena idea. Ahora sí que quería largarme. Como me vio las intenciones me dijo que ese año a lo mejor la fiesta de Navidad se haría en la costa, donde el chiringuito de Carlo. Me dio la mano. Cosa rara. Me marché. Cagado como cuando era un crío y mi madre me daba una paliza por cagarme en los pantalones.

Sabiendo que los rusos de Rusia, amigos de Dimitri, no dejarían pasar lo sucedido, que las preguntas sobre Ana llevaban alguna intención y que estaba metiendo en su círculo a Inés con la excusa de las nóminas, tenía que ser más hábil que él pero no tenía ni puñetera idea de cómo hacerlo. Tampoco era tan listo. Tampoco lo soy ahora. Las cosas iban rodando cuesta abajo, o cuesta arriba, según se mire.  

Con el año nuevo recién entrado se me disparó la cosa del corazón y terminé en el hospital, para entonces ya era un puto drogata que me creía el rey del mambo. Pero que necesitaba más dinero para pagar el vicio. Mucho más. El mierda corazón no había aguantado la tralla que le había dado. Quince días de tratamiento y estaba como nuevo. Nuevo de segunda mano, ya se entiende. Nadie vino a verme.

Cuando salí -T-k-clac-. Coño, la cinta.

 

(Continuará...)

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Cuando el río se detiene...

Todo deja sus heridas y sus secuelas. Los acontecimientos pasan por la vida como los ríos por los valles. Algunos dejan un profundo tajo, otros una cuenca de aluvión, otros una fértil cuenca.

Depende del río y del valle. Hay almas blandas en que todo deja huella, y otras de piedra que van intactas a la sepultura. A veces udo si las estatuas que aparecen en las excavaciones no serán en realidad hombres que lo soportaron todo.

Hay valles amplios, estrechos, llanos y empinados. Hay ríos caudalosos, regueros cantarines, torrenteras y Amazonas de la vida.

Pero Esther quería ser pantano. Quería que las cosas se pararan para contemplarlas en quietud.

Pensaba que las horas se llenaban a sí mismas, y atesorando libertad se fue estancando. Su principal ocupación era matar el tiempo, y lo hacía tan bien, que al cabo de poco tiempo huyó de ella el tiempo vivo.

No le faltaba dinero. No le faltaba salud. No le faltaba ni siquiera cariño. Así pudo al fin dedicarse a sus anchas a contemplar la inmovilidad de las ideas, a indagar en el pasado.

Así se hizo arqueóloga de sí misma.

Y los arqueólogos son gente que dice que busca tesoros pero en realidad busca tumbas. Y basureros. Gente que lleva a los museos ánforas rotas sólo porque son viejas, armas que no sirven y pergaminos en que se detalla el litigio entre dos muertos por una casa que ya no existe.

Encontró tanto en su interior que Esther empezó a preocuparse. Quiso saber qué civilización la había habitado y que desastre acabó con ella. Quiso saber si el desastre volvería. Y siguió investigando, con las aguas del tiempo detenidas en una parálisis que ni siquiera era hielo.

Y poco a poco perdió la salud, el dinero y hasta el cariño.

Esther quiso ser pantano. 

Lo consiguió y en torno a ella triunfó el paludismo.

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La estación de Chirpoy

  I

En su pueblo le llamaban Mitka, como al protagonista de El Don Apacible, pero él no tenía nada que ver con el cosaco audaz y aventurero de Sholojov, aunque también había nacido cerca del Don. Si alguien le hubiese preguntado por qué le llamaban Mitka en vez de Misha o Mijail, hubiese respondido que por lo mismo que se llama manzanos a los manzanos, o se llamaba Rusia a la llanura sin fin donde vivía.

Mitka Zaglebin no se preguntaba nunca por qué sucedían las cosas. Había nacido campesino, en un recodo del río, y su tierra no admitía preguntas, como un predicador mesiánico que se limitase a imponer su dogma de trabajo y privaciones. Si la crecida del Don arrastraba consigo animales y cosechas, respiraba hondo, recogía en el cobertizo la pala para retirar el barro y volvía a comenzar. Si los hielos carbonizaban los brotes tiernos de los frutales, acariciaba las cicatrices negras de las ramas a la espera de que más tarde volviesen a revivir. 

Cuando oyó decir al comisario que los alemanes habían invadido su patria se encogió de hombros, y esa misma actitud mantuvo al recibir la llamada a filas para participar en la mayor hecatombe de todos los tiempos: la guerra total en las estepas, sin tregua, sin un montículo tras el que guarecerse, sin esperanza de que el enemigo dejase de luchar un instante antes de haber vertido la última gota de sangre. De cualquiera que encontrase, incluida la propia.

Participó en la batalla de Kursk, a bordo de un T34 bautizado como Luzhin, uno más, apesar del nombre, de los miles de carros de combate que se enfrentaron sin descanso y sin esperanza a las divisiones panzer germanas, ya convencidas de que no podrían ganar, pero de todos modos entregadas a consumar su inmolación: sólo les importaba luchar, hasta el olvido del día o la memoria de los siglos. Sonaron las trompetas de Jericó de los Stukas, tronaron los enjambres de cañones antitanque emboscados tras cada arbusto, y el mundo se pasmó, no tanto ante la destrucción, ya conocida, como ante el voraz encono con que se emplearon los contendientes. 

Napoleón había penetrado hasta el corazón de Rusia y después había visto desmoronarse su ejército, en estrepitosa desbandada. Los que esperaban que sucediese lo mismo en esta ocasión comprobaron consternados que los alemanes también se retiraban y también caían, pero en orden, palmo a palmo y muerto a muerto.  

Zaglebin comprobó, sin sorpresa, que aplastar al enemigo no significaba alejar el desastre: con cada batalla ganada se multiplicaban las tumbas; a cada victoria le sucedían interminables millares de entierros. Los rusos no se detendrían jamás, como los ríos, que sólo en el mar se aquietan; los alemanes no se rendirían nunca, como la roca en la playa, indiferente a las olas, que se convierte en arena en cada arremetida pero no vuelve la espalda.

Muchos se preguntaban dónde o cuándo terminaría aquello, pero Zaglebin no: él no hacía preguntas. Había nacido campesino, junto al Don, hijo de siervos, emancipado de la tierra por la misma revolución que lo encadenaba a las armas.

En una orgía de fuego y devastación los rusos liberaron su patria, cruzaron el Vístula frente a un general loco que pedía a sus hombres que se convirtieran en gigantes; cruzaron el Oder sobre el hielo convertido en metralla por las cargas explosivas sepultadas en el río, rodearon la salvaje y temeraria defensa de Breslau y se plantaron finalmente en Berlín. Allí tenía que acabar todo; aquel era el mar que por fin los acogía. 

Entre las casas derrumbadas, y los hombres derrengados, y los restos de los libros, y las estatuas, y las sinfonías, y los patíbulos, les salieron al paso las mujeres y los viejos de Alemania. Y allí aprendió Zaglebin que las armas también matan cuando las dispara un niño, y que no importa que hayas recorrido cien o cinco mil kilómetros desde tu casa, o que la victoria sea segura, porque también los perdidos pueden perder a otros.

El cuatro de mayo de 1945 hacía ya tres días que se había suicidado Hitler. Aquella misma tarde se firmaría al fin la paz. Por la mañana, un hombre sin piernas, sentado en una silla de ruedas, asomó tras una esquina y disparó su panzerfaust, el bazoka alemán, contra el tanque de Zaglebin. Con aquel, eran ya treinta y dos los tanques que destruía el lisiado de la Gran Guerra, la del catorce. El artillero del tanque ruso murió en el acto. Zaglebin, envuelto en llamas, consiguió salir del tanque y trató de apagar el fuego que consumía su cuerpo revolcándose en el barro y en sus propios gritos. Cuando al fin lo consiguió, su carne abrasada quedó tendida exhausta sobre los cascotes. Sobre la victoria.

II

Despertó diez días después en un hospital de campaña construido a toda prisa con jirones de rapiña y retales de miseria. Había quedado tan desfigurado que nadie podría reconocerle. Él ni siquiera tuvo la oportunidad de intentarlo porque se había quedado ciego.

Tampoco entonces Zaglebin se preguntó por qué le había sucedido aquello.

Durante meses arrastraron sus despojos de un hospital a otro, en camiones, en carromatos, en trenes que iban siempre hacia el Este. Paraban de vez en cuando en hospitales y pasaba días, o semanas, postrado en una cama sin echar de menos el aire libre ni agradecer el reposo. Algunas enfermeras se acercaban a veces a hablar con él, pero Zaglebin descubría en su tono el espanto y la compasión, y las dispensaba del deber de su simpatía guardando silencio.

A mediados de 1946 percibió en el aire el aroma de la genista y el eneldo y supo que había llegado al Don. Allí, en alguna parte, vivirían seguramente su madre y sus hermanas, y por primera vez sintió miedo del daño que aún podía hacer. Pero entonces lo subieron a otro tren, camino del Este, y siguieron avanzando hacia el nacimiento del sol en un rodar infinito, en una machacona letanía de bielas y chirridos que a veces rezaba y a veces maldecía, y a menudo, casi siempre parecía hipnotizada por el polvo y el olvido.

Entonces Zaglebin perdió la cuenta de los días y las noches y extravió el último calendario de su memoria. Ya no supo si estaban en invierno o en verano; ya no pudo imaginar en qué región, o en qué remota provincia de tártaros cetrinos o jinetes mogoles le habían dejado a reposar hasta el siguiente viaje. Conoció habitaciones gélidas, y cuartuchos diminutos donde enseguida se viciaba el aire. Conoció habitaciones como hangares, con eco lejano; inventarió olores a cuadra, olores a mujeres de otras razas, olores a aceite de camión, de oliva y de linaza; aprendió los sabores de todas las tierras posibles, de las tierras blancas de cal, de la sílice, de la arcilla, y de los campos intactos que jamás habían conocido el arado.

Y entonces, un día, años o siglos después de Berlín, escuchó, olió y saboreó algo imposible: era el mar. Habían llegado al Pacífico.

Poco después lo subieron a un barco y, tras una corta travesía, le dijeron que estaba en Chirpoy, una isla remota apartada del grupo central de las Kuriles y habitada sólo por unos cuantos pescadores, descendientes de otros que, en tiempos remotos, seguramente dieron por muertos después de alguna tormenta. 

Allí le devolvieron a Zaglebin su uniforme y le comunicaron que había sido ascendido a sargento. No lo consideraban inútil y tenían para él una misión de gran responsabilidad que esperaban que supiera cumplir con el espíritu de sacrificio y la dedicación de que hablaba su impecable hoja de servicios.

El oficial que se lo comunicó seguramente esperaba que Zaglebin preguntase qué era lo que podía hacer él, ciego y cojo, con sólo tres dedos útiles de una mano y dos de otra, pero tuvo que contentarse con prolongar su silencio antes de proseguir la explicación.

Lo habían trasladado a la marina. Aprendería Morse y se ocuparía de una de las recién instaladas estaciones de escucha. En aquel lugar remoto poco podía importar su aspecto exterior. Su condición de ciego, con lo que eso suponía de desarrollo del oído, sería una ventaja para la misión que debía desempeñar. Su trabajo consistiría en informar puntualmente de todo lo que escuchase en sus auriculares. Los imperialistas occidentales patrullaban aquella zona con sus barcos y submarinos y era imperativo detectarlos a tiempo. Para ello, se habían colocado centenares de micrófonos en el mar, y un buen operador de radio debía distinguir el sonido de los motores de un submarino de los de un simple carguero, un barco de pesca, o incluso un navío propio.

Zaglebin era el hombre adecuado. De vez en cuando debía emitir también grabaciones de motores para despistar a los micrófonos adversario, y estar muy atento para que los señuelos sonoros de los norteamericanos no lo indujeran a transmitir informes falsos.

Zaglebin se cuadró como mejor pudo y se llevó a la frente su mano mutilada.

Recibió las felicitaciones de su instructor de Morse por la rapidez y el empeño con que logró dominar este código. Aprendió en pocos meses a distinguir los motores chinos de los japoneses, los rusos, los norteamericanos y los británicos, y pronto supo descartar, por el siseo de fondo, los falsos motores procedentes de grabaciones emitidas por boyas militares occidentales.

Cuando ocupó su puesto, los tres hombres que compartían con él la estación de escucha lo saludaron amablemente, pero Mijail supo enseguida que sólo uno de ellos era también ciego, pues era el único al que no le temblaba la voz al dirigirse a él.

Y allí, sobre una roca infestada de antenas que sólo las gaviotas visitaban, dejó correr los años. Cuanto más aprendía de motores, más tiempo pasaba pegado a sus auriculares, negándose a ser relevado hasta que el sueño lo vencía.

Los otros, uno a uno, fueron pidiendo el traslado a otros lugares menos inhóspitos, pero Zaglebin permaneció en su puesto, ganando pericia, distinguiendo ya no sólo el tipo de navío y su nacionalidad, sino también la unidad concreta, su tonelaje, y su nombre. Cuando aparecía en el espectro un barco que no conocía llamaba a la central de mando, pedía que identificasen al buque y ya no olvidaba nunca su nombre ni del año en que había sido botado.

En 1957 su único compañero, el otro ciego, enfermó gravemente de los bronquios y fue evacuado al interior. Se recuperó, pero ya no volvió a Chirpoy, y Zaglebin se quedó solo.

Los hombres de la base de la marina que se ocupaban de cubrir sus escasas necesidades observaron que a veces hablaba solo y canturreaba a todas horas. Preocupados porque estuviese empezando a perder el juicio, elevaron un informe a sus superiores y la marina soviética envió un equipo médico para comprobar el estado de salud mental del ya conocido radioescucha que siempre, a cualquier hora, permanecía en su puesto. Lo examinaron durante dos días enteros, convencidos de que sus heridas y la clase de vida que había llevado durante tantos años tenía que haber minado necesariamente su cordura, pero no pudieron encontrar nada más allá de las rarezas y las manías de un hombre que no hace preguntas, acepta lo que le toca vivir y cumple con su deber sin reservas.  

La historia de Zaglebin empezó a correr de boca en boca hasta llegar a oídos del almirante Kustinov, que quiso darle un descanso. En Crimea. En un balneario del sur. Donde hiciese falta y sin ahorrar esfuerzos. Zaglebin, sin abandonar la posición de firmes, rogó al almirante que no lo devolviese a su casa ni lo alejase de su puesto, pues sólo allí sabía orientarse y sólo allí sabía cómo ocupar el tiempo.

El almirante accedió, y transmitió la historia y el deseo del radioescucha a su sucesor, y este al siguiente. En 1970, Zaglebin tenía cuarenta y ocho años y llevaba veintitrés en Chirpoy, doce de ellos completamente solo.

Canturreaba a todas horas, pero había aprendido puntualmente a distinguir los nuevos motores, uno a uno, de todos los barcos que atravesaban el Pacífico Norte. Su habilidad para confundir a los micrófonos adversarios con grabaciones hábilmente mezcladas y moduladas era ya tan proverbial que los soviéticos llegaron a temer que Norteamérica acabase por enviar un comando para asesinarle. 

En 1987, con la URSS en pleno proceso de reformas y a punto de abandonar el comunismo, llegó el momento de la jubilación de Zaglebin. Aquel día estuvieron en la isla dos almirantes, un ministro, y una banda de música. Le impusieron a Zaglebin la medalla al mérito militar y le ofrecieron el retiro que deseara. Por decoro, se impidió a los reporteros gráficos participar en el acto, pero ni uno solo de los medios escritos oficiales, ni de los pequeños periódicos libres que comenzaban a surgir, dejó de enviar su representante. Con el paso de los años se habían agravado las manías del radioescucha, sus soliloquios y sus extrañas canciones, y aunque todos los presentes trataban de pasar por alto el delicado asunto de su salud mental, se percibía en el ambiente el temor a algún incidente que empañara el acto.

Los temores se materializaron cuando Zaglebin, después de recibir la medalla, solicitó la palabra. El almirante al mando de la zona marítima, como superior directo, le dio permiso para hablar. Entonces, delante de todo el mundo, y como el que se decide con gran esfuerzo a jugar su última carta, Zaglebin rogó, casi suplicó, que le permitieran seguir con su trabajo. Sabía que no tenía derecho, pero solicitaba el privilegio de poder seguir en la base y esperaba que, en atención a su hoja de servicios, se le concediera este favor al margen del reglamento.

El ministro era el único que podía otorgarlo, y aunque no quería negarse, dijo que la salud de hombres como Zaglebin, ejemplo para la nación, eran una prioridad para el Gobierno. Y que quizás, por el bien de esa salud, fuese mejor retirarse a descansar después de tantos años de heroica entrega a la patria.

—¿Debo irme, entonces, señor ministro? —preguntó el radioescucha con la barbilla temblorosa.

—Puede hacer lo que quiera, por supuesto —respondió el ministro, conmovido—. Pero díganos, por favor, qué es lo que tanto le fascina de este lugar, si ya conoce todos los buques que viajan por este océano.

Zaglebin, agradecido, no dudó en explicar entonces que no tenía familia, ni amigos, y que la única conversación que de veras le interesaba era la que, desde hacía treinta años, mantenía con las ballenas. No estaba loco. No tenían nada que temer: eso eran solamente sus inocentes canturreos.

A la prensa se le pidió que no reflejase este último comentario.

Zaglebin murió en 1999

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Teorema del solitario

La asistenta social, de las dos que había en su zona, estaba cansada, y ya lo único que pedía es que al menos le dejaran hacer su trabajo. No se podían poner más pequeñas zancadillas a algo que, en teoría, se consideraba uno de los grandes avances de la sociedad moderna. El cuidado de nuestros dependientes. Cogió aire en el último escalón y llamó al timbre del primero b.

Alba no sabía muy bien cómo encarar el problema porque dependía del estado de ánimo que tuviera ese día Julián. El anciano le había dejado entrar un poco regañadientes y le había ofrecido un café, antes había insistido en que dejara el paraguas en el paraguero de la entrada, mirando por la ventana cómo caía el agua en la calle. Alba lo había dejado en el sitio indicado con una media sonrisa en la cara.

Julián tenía ochenta y ocho años, su mujer había fallecido el año pasado de un ataque al corazón. Ahora vivía solo. Sus hijos estaban en el extranjero, la hija en Glasgow y su hijo en Buenos Aires, las llamadas no eran suficientes. Nada era suficiente para calmar la sensación de pérdida que algunas veces le venía a la cabeza como olas en un mar de olvido.

El anciano tenía demencia senil y la memoria era un batiburrillo de recuerdos del pasado, fantasías inventadas y afirmaciones contundentes de cosas que ni habían sucedido ni podrían suceder. Así y todo, Alba había conseguido de su médica de familia que cooperase solicitando para él que se le pasara el Mini-Mental. Pensaba en la tozudez de la doctora indicando que esos problemas mentales son normales con la edad y que no se podía hacer nada médicamente hablando. “Asistencia Social”, repetía Alba lentamente para que la doctora entendiera que su trabajo tiene otros mecanismos con los que construir una vida un poco mejor para todas esas personas dependientes.

Julián insistía en que se encontraba muy bien y que como sabía que vendría hoy, su mujer le había planchado la camisa de los domingos. Había días en los que hacerle ver que su mujer había fallecido era complicado. Otros días tenía un humor de perros sin motivo aparente. Cambiante como el viento en otoño.

Alba le preguntó qué había pasado esta vez con la chica que venía los martes y los jueves. Julián no acababa de entender a quién o a qué se refería y se la quedó mirando como si le hubiera preguntado por la fórmula detallada de la órbita de Marte. Julián había sido profesor de Matemáticas toda su vida en varios institutos de la comarca. En uno de ellos conoció a una simpática profesora de Historia llamada Juana, se casaron, tuvieron dos hijos y cuando estos se marcharon del país en busca de un futuro mejor, vendieron su casa y se compraron este pisito más cómodo, sin escaleras interiores y con ascensor en el edificio. Más fácil de cuidar, le decía ella a él. Nos sobra la mitad, le decía él a ella.

-Ayer vino mi vecina la pintora, la de aquí al lado... me trajo comida –dijo Julián intentando parecer cortés.

Alba no sabía cómo alegrarse de que algunos vecinos fueran tan generosos con Julián, sobre todo con sus repentinos cambios de humor que le daban un punto de inestabilidad social tan grande o con sus lagunas de memoria. Un día la llamaron porque había salido en calzoncillos al rellano y se había pasado media mañana abriendo y cerrando su buzón. Como si al cerrarlo tuviera que aparecer mágicamente algún envío, sólo le hubiera faltado hacer un pase mágico y susurrar alguna palabra de prestidigitador. Ese día, pillo un resfriado que le tuvo en cama dos semanas.

-Julián, las cuidadoras que vienen a tu casa están para ayudarte... Loli, Isabel, Sarabi, Alika... 

-No me hace falta –gruñó mirando a los lados como un león enjaulado.

-Bueno, pues Manolo, el que viene a los masajes... ¿ese tampoco?

-Manolo... ¿Manolo qué?

-Manuel Sanabria, Manolo, ese hombretón alto y fuerte que te da los masajes en las piernas... El que lleva barba...

-Manolo, sí, pero es del Recreativo Lopiero...

Una sonrisa involuntaria se le escapó a la asistenta. Julián se giró a mirar por la ventana, el agua y el viento movían los escualidos arbolitos del parquecito. Alba le dijo que el próximo día vendría con la cuidadora nueva para presentársela. Julián insistió en que ellos dos se cuidaban solos. Alba sabía que no podría obligarlo a nada, sus hijos se habían negado a solicitar el ingreso en alguna residencia estatal porque sospechaban que su deterioro aumentaría a pasos agigantados. Quizás no les faltara razón. Quizás.

Llamaron al timbre y Julián con buen paso se acercó a la puerta, miró por la mirilla y abrió la puerta de par en par. María, la vecina del tercero, con un paquete bajo el brazo. Julián la hizo pasar y Alba y María se presentaron, no habían tenido ocasión de coincidir hasta ahora. Alba sabía de María de oídas, lo mismo que María de Alba.

-Julián, ya me ha llegado el reloj que encargué para usted.

-Ah, bien, bien... -dijo el anciano bajando luego el tono de voz-, igual no debería verlo la sargento...

Las dos mujeres se miraron con una media sonrisa en la cara.

En el paquete había un reloj de pared, donde en lugar de cada número horario había un símbolo matemático. Sumatorio, Pi, Número E, infinito, símbolo de la raiz cuadrada, integral... así hasta doce símbolos situados alrededor de las manecillas. Julián se lo quedó mirando. Lo cogió y quitó un cuadrito de una marina insulsa que colgaba de una pared y en la misma escarpia puso el reloj. Las agujas no se movían ya que no tenía pilas puestas. Alba iba a decir precisamente eso cuando María con un gesto le dijo que no.

Julián se quedó mirando el reloj.

-Hace muchos años, Juana y yo repetíamos un poemita de Leopoldo Castilla, yo decía una línea y ella la siguiente...

“Tomemos una cifra imaginaria

cero

y un hombre imaginario

uno

el cero no existe

pero él cree que sí

el dos se queda siempre

en

uno

el uno existe

pero nadie le cree.”

María interrumpió el momento dejándole en la cocina dos táper con comida. Alba le recordó que vendría el próximo día con la nueva cuidadora. Salieron cerrando lentamente la puerta de salida del apartamento, dejando a Julián mirando el reloj de las manecillas inmóviles.

-Teorema del solitario –dijo en un susurro Julián.

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Con el psicólogo de prisión

¿Pero está seguro que es de esta clase de culpa de la que le interesa hablar? Estoy convencido de que no tiene nada que ver con lo que pasó luego.

Bueno, puede que sí. Lo acepto. Puede que me ayudase a devaluar la relación, el amor, o el significado de cosas como la fidelidad o el compromiso entre dos personas, pero yo creo que no. Nada podía devaluarlos más después de lo de mis padres.

Se lo cuento. Esto va a parecer el decamerón, en versión bestia, pero se lo cuento. Y pensándolo bien, sí que me impactó. Entonces creí que no tenía importancia, pero puede que tenga razón.

No se apresure. Estoy ganando tiempo para ordenar las ideas y para atreverme. Venga, sí. Otro café. Gracias.

Pues allá voy: será un tópico, o lo que a usted le dé la gana, pero ya he dicho antes, en algún momento, que es verdad que cuando no tienes novia no te mira ni una, pero cuando tienes pareja empiezas a ser apetecible. Sí, se lo conté con el ejemplo de las setas de aquel colega mío un poco bruto.

Bueno, pues por duro que pueda parecer, las primeras que te miran son las que tienes más cerca, y por supuesto eso se refiere a las amigas de tu novia y a las novias de tus amigos. Las novias de los amigos se portaron de una manera completamente cabal, aunque con alguna broma más pasada de la raya que otra, pero bueno: me parece lo normal entre gente que se trata con cierta confianza. En cuanto a las amigas de mi novia, ya le conté que una quiso llevarme a la cama directamente y que me odia desde que la aparté con lo que ella llama malos modos. Las otras, de un modo o de otro, coquetearon conmigo. Y cuando digo de un modo o de otro no me refiero a insinuaciones, ni a nada por el estilo, sino a un comportamiento que seguramente se permitían por la seguridad de que no pasaría a mayores y por el simple placer del flirteo. Ya le dije que las que mandaban en el grupo eran las chicas y que los hombres teníamos algo de propiedad comunal. No sé explicarle el qué, pero ahora, con perspectiva, es la impresión que tengo de aquella pandilla.

Bueno, pues el caso es que llevaba yo como dos años largos saliendo con Laura, o puede que más, porque ya estaba en segundo de carrera, cuando Patricia, una de sus amigas, me invitó una tarde a tomar café en su piso. Patricia era una de las que más buenas estaban del grupo, una morena de ojos claros que sin ser escultural atraía la vista y la libido. Patricia tenía también novio, pero él sólo salía a veces con nosotros, porque estaba estudiando fuera y no venía todos los fines de semana. En realidad eran una pareja curiosa: ella pasaba en la ciudad el curso, porque era de un pueblo de la montaña, y justamente durante el curso estaba fuera él. No me extraña que lo dejaran antes de llegar a cuarto. 

Supongo que con esta introducción pensará que Patricia me invitó a su casa, se puso tierna, y acabamos en su cama, ¿eh? ¡Pues no! ¡Ha perdido un comodín! La cosa fue mucho más retorcida, más en plan humanitario y más chunga, si quiere, porque la verdad es que lo pienso y aquella historia tuvo algo de maligno.

Patricia me invitó a su casa, que compartía con otras tres chicas, me invitó a café, y me dijo que Marián, una de sus compañeras de piso, estaba pasando una especie de depresión o un momento malo. Yo las conocía las cuatro y me extrañé un poco de que Marián estuviese así, porque siempre era alegre y chistosa.

Bueno, pues aunque no se le notase mucho, su amiga Marián estaba pasando por un bache bastante duro. Le iba mal con los tíos, se veía fea, estaba perdiendo la autoestima y se estaba empezando a desesperar, porque no se comía un rosco, pero no sólo con los que le gustaban, sino con ninguno: los tíos en general pasaban de ella como de la mierda y la pobre se encontraba fatal. Y a Patricia le daba mucha pena, y la veía cada vez peor, y pensaba que se estaba empezando a convertir en una maniática y una amargada, que ya no salía con ellas y se quedaba en casa rumiando los disgustos. O sea, todo muy negro y un poco desolador.

La verdad es que Marián, con ser maja y tener gracia, era fea de cojones. Podemos edulcorarlo como le parezca, diciendo que era amable, simpática, alegre, campechana, o lo que le da la gana. Pero era fea como un dolor, mal tipo, piel estropeada... ¡Un desastre! Y eso, por supuesto, es volver a lo de antes y a lo de siempre: a lo mejor en otra época hubiese habido siempre un roto para un descosido, pero en los tiempos que corren, de imagen, revista, cine y televisión rebosantes de buenos cuerpos y caras bonitas, ella esperaba un tío de buen ver, o regular al menos, y lo mismo por el lado contrario: cualquier tío, por adefesio que fuese, no estaría dispuesto a reconocer que lo que le convenía y lo más que podía pillar era una chavala como ella. O sea, que Marián se deprimía y el tío que le tenía que corresponder en justo trato se la debía de estar cascando a solas en alguna parte. Y en esas seguiría para los restos antes de presentar semejante novia a sus colegas. 

Yo, como se puede imaginar, ante el rollo de Patricia me hice el sueco, y de hecho, no es que me lo hiciera, sino que en esos momentos era nacido y vecino de Estocolmo, y no de un barrio periférico, sino de la mismísima Gamla Stan. Mientras escuchaba me daba la impresión de que me estaban encajando uno de estos rollos que consisten en que el que habla simula que se compadece de alguien cuando en realidad lo está poniendo a parir ,y aprovecha esa falsa compasión para airear las miserias del otro sin que le llamen hijoputa. ¿A que le suena el mecanismo?

Bueno, pues allí estaba yo pensando que Patricia y Marián habían discutido entre ellas y que Patricia me usaba a mí para vengarse cuando, de pronto, después de mil rodeos, me suelta que si por favor me prestaría yo a acostarme con ella. Me acuerdo como si fuera ahora mismo: estaba dándole vueltas al azúcar del tercer café y volqué la taza. Luego, mientras me levantaba a por la bayeta y limpiaba el desaguisado, Patricia me dijo que no tenía a nadie más a quien acudir, y me repitió de mil maneras que era un favor muy gordo que tenía que hacerle, por una amiga muy maja, ¡y que tampoco era para tomárselo así! Yo le contesté que si tan amiga era de Marián, que se lo pidiera a su novio, y Patricia me miró como si hubiese dicho la mayor gilipollez de mi vida, porque esos favores hay que pedírselos a un amigo de confianza para que la cosa no se sepa, y no al novio de una, que te lo va a recordar toda la vida, con el mal rollo que da eso. Y además seguro que su novio la mandaba a la mierda, ¿y qué iba a pensar de ella? Proponerle eso era como darle permiso para que hiciera lo que le diese la gana por ahí, que ya lo estaría haciendo, pero sólo le faltaba ser ella la que lo metiera en la cama de otra tía.

Yo le opuse luego que también yo tenía novia, y que no podía hacerle eso a Laura, pero Patricia juró que Laura nunca se enteraría, y que además, conociendo a Laura, si se enteraba lo más seguro era que se partiese de la risa en vez de tomárselo a mal. Lo jodido del caso es que esto último era cierto. Veo que toma nota del detalle. Vale. Sus razones tendrá.

Yo le repetí que no, que ni de coña, que además Marián no me gustaba y que yo no era un objeto ni un puñetero consolador que se pudiese utilizar en plan terapéutico para un rato. Le dije, de hecho, que lo mejor que podían hacer era buscar un profesional, que también hay putos por ahí, y muy buenos.

Patricia me contestó que era un egoísta de mierda, que no tenían ni idea de dónde iban a encontrar un tío de esos, y que además les costaría una pasta y estaban todas sin un duro. Me dijo también, ya despectiva, que si en vez de hacer un favor a una amiga a la que yo también apreciaba se tratase de un rollo en un pub, o en una fiesta de la facultad, seguro que no hacía tantos remilgos, pero como era por alguien que lo necesitaba me hacía el estrecho.

Entonces fue cuando la cagué, porque se me ocurrió preguntar si Marián estaba al corriente del asunto, pensando que era imposible que una tía como Marián se prestase a una guarrada así, y va Patricia y me dice que sí, que hasta sabía que iba a proponérmelo a mí y le había gustado la idea.

Yo me quedé acojonado, por supuesto, y volví a negarme. Le dije a Patricia que ni en broma. Que no me iba a la cama con Marián ni por caridad, ni por sacarla del mal rollo, ni por nada. Que si ya sabía que la cosa estaba pactada no iba a servir de nada, y que después se sentiría aún peor.

Patricia me insistió en que de eso nada, que Marián lo que necesitaba, dicho crudamente, era perder la virginidad de una vez, y que en cierto modo era eso lo que la tenía medio obsesionada, porque cuanto más tiempo pasaba y más tíos la miraban con asco, más hundida se sentía. A mí el rollo ese no me convencía ni un poco siquiera y le dije que no, que por mí ya podía Marián cortarse las venas, pero que yo pasaba de todo.

Patricia entonces me dijo que me lo pensara y que le dijese que sí, por lo que más quisiera, porque no sabía cómo decirle a Marián que yo también me había negado. Que esa era la peor parte de todo el plan, porque había que decírselo para saber si aceptaba, pero una vez que había aceptado esa especie de terapia de choque que habían pensado las otras, si el tío decía que no, la cosa se ponía peor. Se ponía fatal. Ni se imagina lo que me insistió Patricia en la putada que iba a hacerle a Marián y en qué iba a pensar la pobre chavala de sí misma.

Pues tome nota, porque acepté. Sí. Debilidad ante la súplica humanitaria. Falta de principios. Falta de carácter. Fácil de manipular sentimentalmente. Apunte todo eso, porque acepté. Pero no levante aun el bolígrafo de la libreta, porque va a tener más cosas que apuntar, y a lo mejor de esto sí que extrae alguna consecuencia interesante sobre mí.

Porque dije que sí, pero le dije a Patricia que si tanto quería a su amiga, que se acostase ella primero conmigo. Tal cual. 

No sé si fue por ganas de llevarme a la cama a Patricia o por buscar una escapatoria que echase sobre otro las culpas de lo que pudiera pasar. Patricia se quedó de piedra. Ella no tiró el café, pero se me quedó mirando como si le hubiese escupido en un ojo. No merece la pena repetir aquí los insultos que me dedicó, pero los resumo diciendo que fueron un recorrido por mi árbol genealógico y una serie de atribuciones profesionales no demasiado honorables a mi madre. Me sigue, ¿no?

Yo, que vi resuelto el problema, mantuve mis condiciones, diciendo que yo me sacrificaba, pero que si Marián era su amiga, lo normal era que ella no tuviese problema en sacrificarse también.

Para que no diga que me regodeo en detalles, le resumiré el resto diciendo que eran las seis y media cuando hablamos esto y a las siete me estaba corriendo salvajemente dentro de Patricia. Fue una cosa bestial. ¡No se imagina lo buena que estaba aquella chica y lo que gocé sobre ella! Puede que fuese más por la sensación de triunfo, o por haberla conseguido en cierto modo contra su voluntad, pero aquello fue la releche. No apunte ahí instintos de violador, que no hay nada de eso. Sólo que ella pretendía manipularme, o condicionarme, y me la acabé tirando. Tampoco hay que ser un maniaco para que te guste eso, ¿no?

De todas maneras, que conste que a ella también le gustó, y mucho, y cuando me separé de ella después de terminar no hizo ningún gesto de llorar, ni de vestirse rápidamente, ni ninguna otra señal de sentirse ofendida. De hecho, se quedó un buen rato desnuda a mi lado y llegó a reírse, exigiéndome que me portase como un campeón con Marián.

Sí, claro, por supuesto que cumplí mi parte: puedo ser un cabrón si quiere, pero no un timador. Patricia llamó a sus otras dos compañeras para decirles que no viniesen a casa hasta tarde, y cuando a eso de las ocho llegó Marián, Patricia tuvo un aparte con ella y me la encontré en su cama.

La verdad, la pura verdad es que la cosa no estuvo mal. La pobre chavala era fea y no tenía ni medio buen cuerpo, pero después de la satisfacción que me había dado a su costa, o por causa suya, me porté como un señor con ella. Charlamos un rato, le dije que era un verdadero placer y hasta un honor que hubiesen pensado en mí, la mandé ponerse encima para estar seguro de que la primera vez era ella la que controlaba la penetración y no hacerle ningún daño, y al final le hice dos faenas muy satisfactorias, sobre todo para ella. Tampoco me las doy de campeón del mundo, oiga. Si con veinte años no eres capaz de echar tres polvos en tres horas, mejor córtatela, ¿no? Y a mí también me gustó, no lo niego. No fue como lo de Patricia, por supuesto, pero como a ella le gustaba tanto, pues a mí me animaba. Todo muy bien, vaya: de hecho, quedé como Dios, porque volví a acostarme tres o cuatro veces más con ella en los meses siguientes, para que no se dijese que lo había hecho sólo porque me lo habían pedido. A lo mejor hubiese seguido haciéndolo durante más tiempo, pero la cosa debió de funcionar a la perfección, porque poco después se echó un novio, y hasta hoy: ya tiene dos críos.  

Con la que no volvió a colar fue con Patricia, pero quedamos muy amigos. Une más un secreto que una pasión. Y más que un secreto, un delito, o una falta.

Y después de haberle contado esto, que le juro que sucedió tal cual se lo he dicho, ¿cree que puedo matar a alguien porque sí, sin un motivo bien concreto y sin ganar absolutamente nada a cambio? Que no: yo podría meterme a sicario si me muriese de hambre, pero no cometo un crimen gratis ni hasta arriba de porros.

Gratis, ni de broma.

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10095 - Esquelas

Cuando asistí al grupo de alcohólicos anónimos no había tenido mi primera borrachera. Acudí después de aprenderme todos los síntomas de un alcohólico reincidente en Internet. No se les llama así claramente. El nombre que se usa es “Trastorno por consumo de alcohol”. La palabra trastorno hace que quieras dejar de preguntar más. Acudí después de asegurarme que estarían tan rotos como para no hacer preguntas. Las personas creamos mejor los lazos con gente tan herida como nosotros.

La primera vez que conté mi historia hablé de los temblores. De como ocurrían en las noches solitarias al borde de nuestra cama. Cuando ocurriese un terremoto yo ya estaría preparada. Había recorrido el pasillo con mis piernas fallando demasiadas veces. Cuando quería acabar de hablar empezaba a usar la palabra agonizar. La palabra agonizar hace que parezca personal y se acaban las preguntas. Lo que no conté es que la primera vez que ocurrió fue al darme cuenta de que no tenía sentido tener dos bandejas en casa.

María murió un miércoles. Yo tenía que escribir su esquela para el jueves. Un amigo me dijo que yo me dedicaba a mentir. Que escribir mensajes de consolación para gente que no me importaba. Que usaba palabras que realmente no sentía. Esa semana había escrito unas 20 esquelas. En todas ellas había escrito “partida”. Esa semana temblé mirando como se habían vaciado tus baldas.

Cuando llega un cadáver a la funeraria, la primera pregunta que se hace es cuánto tiempo hay que exponerlo. Se usa esa la palabra. Exponer. Porque el cuerpo lucirá tras un cristal antirreflectante. El paso al olvido empieza a ser una cuestión de dinero. Si los familiares viven lejos y necesitan un día para viajar, se utilizan químicos más caros para mantener el cuerpo en condiciones. Se puede congelar. La primera pregunta que se hace es cuánto tiempo hay que alargar la mentira de que sigue aquí. Nos dicen que el físico no es importante. Pero aquí es lo único que importa. Es lo que queda. Si el difunto va a ser expuesto poco tiempo, se coloca una capa especial de maquillaje en la que el cadáver sirve más bien como molde. Se pegan los párpados con un pegamento especial y se viste para el féretro. La palabra que usamos es exponer, deja claro que vas a ser visto desde la distancia. Si hay un cristal entre el cadáver y los asistentes es para evitar el olor. Para no recordar lo que es en realidad. Para que la ilusión de que aún no te has ido no se desvanezca.

La siguiente vez que hablé en el grupo dije que me costaba recordar el día a día. Recibí el murmullo de apoyo del grupo porque a ellos también les costaba recordar cuando no habían bebido. Cuando empecé a despertarme solo en una cama tan grande, no recordaba nada hasta bien entrada la mañana. Mis primeros recuerdos del día eran ya en la funeraria escribiendo. Los recuerdos se habían vuelto volubles y las mañanas un trámite corporal. Fui interrumpida por un compañero que dijo que si no se levantaba con resaca el día dejaba de importarle. Lo desechaba. Uso esa palabra, desechar, como si fuese un error vivir esas horas. Yo asentí y le di la razón. No creí que las horas fuesen desechables, solo olvidables.

Un día llegaron los familiares del difunto con un Médium. Quisieron encerrarse con el cuerpo antes del velatorio. Como habían pagado por una exposición de tres días, se les dejó a solas. Nosotros miramos por las cámaras que tienen micrófono y espiamos la sesión. Al acabar, los pocos asistentes estaban llorando todos, menos el Médium. Vi como el padre del chaval le costaba sacar la cantidad correcta de billetes a través de las lágrimas. El Médium se fue el primero. Al salir un compañero dijo que él no tendría cuerpo para hacer ese trabajo. Que dedicarse a llenar la cabeza de la gente con invenciones no era moral. Dijo moral porque creemos que las mentiras no pueden ser beneficiosas. Yo dije que todas las mentiras esconden algo de verdad.

Cuando llegas al edificio donde se realizan las terapias en la recepción conoces a Lidia. Ella guarda la entrada a los grupos de tratamiento. Me contó una vez que juega a intentar averiguar quién da su nombre verdadero en el formulario de ingreso. Me dijo que si un día todos los grupos coincidiésemos en una sala y nos llamara por el nombre no habría que usar más de quince. Que al decir Jose la mitad de la sala se levantaría. Los Alejandros serian multitud. Con Laura sería casi incómodo. Esa es la razón por la que para inscribirse no te piden el DNI. La primera mentira puedes contarla al entrar por la puerta. Pero ellos te dejan esconderte tras ella. Creo que ella sabía desde el principio que no venía por ser alcohólica.

Yo sí di mi nombre verdadero. Quería dejar un ancla a la realidad de todo lo que estaba a punto de mentir. Quería que sí iba a intentar convivir con tu ausencia seria con mentiras. Ya no he vuelto al grupo de terapia. Leí que uno de los síntomas es la tolerancia. Que cada vez tenías que tomar más alcohol para llegar a donde antes. Quizas escribo esto porque los minutos se han vuelto tolerables. Sí uso esa palabra; quizás. Es porque no me obliga a mentir.

Originalmente publicado para el concurso de relatos de abretelibro. Ahora lo comparto con vosotros

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La última caída. Relatos con música (II)

Nube Larga se colocó el penacho de plumas, contempló ante el espejo sus pinturas de guerra y se dirigió a su caballo. Sabía que el director y todo el equipo esperaba sólo por él para dar comienzo al rodaje de la batalla, de la pantomima de batalla contra el hombre blanco, pero no tenía prisa.

Que esperasen. Por una vez, que esperasen.

Con la que estaba apunto de rodar, Nube Larga había participado ya en casi una treintena de derrotas contra la caballería Michigan.

Echó un vistazo a sus hombres y se encontró con un montón de sudamericanos, mulatos, varios indonesios y hasta algún hombre blanco. Él al menos era un verdadero piel roja, un residuo del extinto pueblo cherokee.

Pasó ante el director y las cámaras sin mirarlos, como si fueran arbustos, y se colocó en su puesto sin hacer caso a los gruñidos que afeaban su retraso.

Allí estaba, con el penacho de sus antepasados y las pinturas de sus mayores, listo para una farsa. Miró la llanura, suya por derecho propio, por ley de sangre, y en todas partes encontró cicatrices de su derrota.

Se había engañado a sí mismo diciendo que ese era el único amino para que los suyos no se hundiesen en el olvido, pero sabía en el fondo de su alma que estaba vendiendo también su memoria. Primero las tierras, luego el orgullo, por último la memoria. Si hubiera alguno, tal vez un hijo suyo vendería el cementerio.

Pero no había cementerios.

Sólo vergüenza y rabia, rencor e impotencia en los ojos de un hombre perteneciente a un pueblo que no supo defender lo suyo. Que no pudo.

Era una película de indios y Nube larga, un jefe indio, hacía de jefe indio. 

Buen papel.

¿Pero hay mayor desgracia que convertir una persona en personaje?, ¿hay peor vergüenza que transformar en folclore las raíces?, ¿hay miseria más baja que convertir en espectáculo la historia de la propia destrucción?

Sí. La hay: hacerlo ante el mundo entero y cobrando.

Sólo el hombre blanco podía haber inventado el cine, capaz de empujar tan hondo a su pueblo en el pozo de la desgracia.

Pocos indios sonríen en las películas. Ya sabéis la causa.

Nota: si alguien entiende qué mierda dice la letra, se le agradecería la ayuda. No pido ya una traducción, sino simplemente que me diga de qué carajo hablan.

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Un firmamento triste (Relato con Música VII)

Sobre una colina verde aún se mantiene la iglesia, diminuta y recogida, con la niebla en los cimientos, recordando que hasta no hace mucho nadie iba por la aldea y sólo se acercaban a su puerta los pescadores de siempre. El puñado de casas negras y retorcidas que antes se desperdigaban por la ladera, como si se le hubiesen caído del bolsillo a un coloso negligente, han sido sustituidas casi todas por chalés adosados, pareados, amorcillados incluso en largas ristras clónicas bautizadas con nombre pomposos, como los segundones de reyes en el exilio. 

Son otros tiempos. Son años de caras nuevas, de vehículos ruidosos y lenguas incomprensibles que susurran o gritan en las playas cercanas, donde nadie marisquea ya otra cosa que no sea sol y diversión. 

Es otro tiempo, casi otro mundo de tanto como ha cambiado todo, pero en cualquier época quedan siempre vestigios de los años anteriores, arrastrados por la marea de la historia en busca de la roca que los haga encallar al fin, a la espera de la gaviota o el cubo de la basura.

Valentina no entiende de calendarios. Le da igual. Contar y medir el tiempo sólo tiene sentido para los que esperan algo. 

En otoño no hay casi nadie en el pueblo, y menos aún colina arriba, donde la iglesia se esconde entre los árboles, y las cruces del cementerio, y el vaho de la niebla, que convierte el mundo todo en un naufragio donde aletean las personas como peces curioseando entre los restos de los veranos hundidos.

Valentina saca del bolsillo la enorme llave y forcejea con los chirridos de la cerradura hasta que finalmente la vence y puede empujar la puerta con un suspiro de triunfo. Aunque parezca imposible, hace más frío dentro que fuera, y una leve corriente de aire la recibe desde el templo.

Sólo un par de velas estiran las sombras hasta romperlas sobre los arcos. Algunas tardes Valentina enciende la luz, pero hoy no. Hoy prefiere caminar a oscuras entre las siluetas, las miradas de los santos y el tiritar de los muertos enterrados bajo el altar.

Valentina se arrodilla lentamente sobre el suelo de la iglesia. Cuando su piel reseca y astillada toca las fatigadas tablas se oye un crujido, pero es imposible determinar si ha procede de sus articulaciones o de la madera, cansadas por igual. Seguramente fue la madera, porque una queja es algo impensable en Valentina. Hace tiempo que no reza, pero desde esa posición es desde donde mejor se ven las imágenes. Para verlas de rodillas las hicieron los escultores, y el que no se humilla cree haberlas visto pero se engaña. No hace falta ser piadoso, sino tan sólo sentir un poco de curiosidad por lo que quiso expresar el artista. ¿Quién iba a esculpir un cristo pensando que alguien lo miraría cara a cara?

Valentina se arrodilla y busca con la mirada la corona de espinas, un círculo trenzado que es el que mejor le ayuda a repasar sus recuerdos. Va a la iglesia a recordar a Antonio, porque sólo allí puede desprenderse de la corrosiva violencia que ha ido limando la imagen de su rostro en la memoria.

Allí se casaron. Fue en aquella misma iglesia, ante un sacerdote que murió hace tiempo y con dos monaguillos revestidos que luego se convirtieron en obreros de la construcción en Alemania, o en Suiza, o vete a saber.

Antes de la boda Antonio la llevaba en barco, en un barco de faena, después de suplicarle el permiso al patrón, que no quería mujeres a bordo de un pesquero. Ella se ganaba el permiso callando y limpiando peces, hasta que al llegar la noche podía estar media hora sentada en la cubierta, viendo la luna reflejarse sobre el mar, como un pan que descendiera desde el cielo a mojar aquel aceite.

Allí abrazada a Antonio, compartiendo su cansancio de todo el día, se sentía más su esposa de lo que nunca lo fue luego. El cristo, el cura, los monaguillos y todo el pueblo de testigo no pudieron casarlos tanto como el trabajo y las olas. Bien sabe Dios donde hacer valer sus sacramentos.

Valentina comienza a fregar el suelo. No va a fregar ni por devoción ni por necesidad. Va a fregar por no estar sola en casa. Va a fregar por poder entrar en la iglesia vacía y cerrar por dentro. Va a fregar porque le da la gana.

La pesca daba poco. Otros muchos se fueron en busca de mejor fortuna y algunos volvieron ricos. La pesca daba poco y protestar equivalía a pasar hambre.

Antonio se fue una tarde en un barco engalanado, con otros muchos, cientos quizás, de hombres como él, apiñados en la cubierta para despedirse de los suyos. Campesinos, vaqueros, porquerizos, pescadores. Todos los que se atrevieron. ¿Qué destino espera a una tierra donde sólo se quedan los que no se atreven a marcharse? El que tenía una ilusión, o una esperanza, o una idea en la cabeza, compuso su maleta de cartón con una camisa y dos mudas y se marchó. La emigración es a veces como la guerra: se van los sanos y quedan los inútiles, los lisiados físicos, o morales, para transmitir, como supervivientes eternos, su tara o su cobardía a la descendencia. Y así se agosta la tierra, y se pudren las redes, y se marchitan los vientres como se marchitó el suyo.

Antonio se fue en aquel barco y no volvió.

Nadie habló de naufragios. No se ahogó, como otros muchos, en aquella costa que llamaban de la muerte, convirtiéndola en una más de las mujeres que lloraban bajo los negros pañuelos. No hubo misas ni funerales. Lágrimas sí hubo, pero a solas. Lágrimas de silencio por las cartas que no llegaban; por las miradas huidizas de quienes ocultaban un secreto o una noticia imposible de contar.

Se fue desde Vigo a la Argentina, y jamás se supo de él. Valentina estaba sola: era la viuda de un vivo. Su padre tenía algo de hacienda y sus hermanos nunca permitieron que le faltase de nada; fue tía de diez sobrinos y a los diez los crió como una madre. Fue madrina de tres bodas, y amortajo seis entierros. Lo único que no fue, es lo que quiso de veras: mujer de Antonio y madre de sus hijos.

Antonio, con la luna, con el mar, y con sus brazos cansados y morenos, se fue a la Argentina a hacer fortuna, y nadie supo si lo mataron los gauchos de la pampa, murió de unas fiebres por el camino o se enredó en otras faldas. Otros que fueron con él, volvieron pero no hablaron. Alfonso, el de Muxía, apretó un día los dientes y a la salida de misa le puso una mano sobre el hombro y le dijo “tú mujer, haz tu vida y no mires lo que digan.”

Quiso intentarlo, pero no se atrevió, traspasada por una especie de temor supersticioso: si los hombres que regresan de la muerte causan el terror entre las gentes, ¿que no causarán los vivos?, ¿quién se enfrentará a un fantasma con hambre atrasada de besos?

Para quitar ese miedo iba también a la iglesia, a mirar los santos. A mirarlos casi a oscuras.

Para fregar bien los suelos. 

Para escurrir la esponja, arrojarla sobre el agua negra del balde y ver de nuevo el mar y la luna. 

Los suyos. 

Los que le quedaron.

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El discurso ético (Relato con música VIII)

El dinero corrompe. Sobre todo al que no lo tiene.

Hay gente que piensa en su pasado y cree que se sentía mejor cuando era más pobre, gente que va a los supermercados en busca de productos tristes, con envoltorios feos, de mala calidad o poco conocidos, tratando de hacer justicia mercantil a los débiles de la estantería.

A mí, eso, la verdad, me parecen restos de una póliza de seguros.

Antes de que me tocara la primitiva yo también creía en la honradez de la miseria, pero ya me explicó mi sicólogo que eso es sólo una afirmación del propio estado, y como ese estado ha ido a mejor, no voy a ser tan tonto como para mantener la afirmación de algo que no existe.

Los hay que lo hacen, por si vuelven a ser pobres. Son los que dan limosna a la puerta de las iglesias porque se imaginan en el lugar del mendigo, porque creen que en el fondo también hay en ellos una pizca de ganas de mandarlo todo a hacer puñetas (mangas de toga) y vivir de dar pena a los demás.

Yo creo que a mí me tocó la primitiva por eso, porque nunca me vi pobre. ¿Superstición?, puede ser. ¿Fruslería satisfecha? Pues a lo mejor, pero a mí me tocó la primitiva porque me comportaba como un rico, vivía como un rico, pensaba como un rico. Y al final, la naturaleza, que es poco aficionada a cosas que no encajen, me hizo rico para que dejara de ser una incongruencia.

La naturaleza es así, amigos. Tiende a convertir las caretas en rostros y las aspiraciones en realidades. Si eres pobre y además lo llevas a gala, serás pobre toda tu vida. Si en cambio defiendes los intereses de los ricos, y te sientes uno de ellos aunque no tengas ni perro que te muerda, entonces a la larga acabarás podrido de millones.

Este no es el efecto mariposa, ni el efecto cucaracha, ni el efecto Tuntankhamon siquiera. Es sólo cuestión de encaje. De que todo encaje.

—Sí, vale, pero tenías que haber sellado el boleto —respondió su compañero de celda.

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Diálogos con un extraterrestre (.)

-¿Cómo  puedes comunicarte conmigo estando tan lejos?

-Ya me lo has preguntado antes pero te lo explico de nuevo. Hay cosas que aun no sabéis sobre la información, el pensamiento y un efecto gravitacional que supongo que pronto descubriréis.  

-Pues dinos lo que es y así adelantamos.

-No puedo.

-¿Por lo de modificar nuestro avance natural? ¿No lo estás haciendo ya hablando conmigo, contándome que vives en un planeta en...? ¿Dónde era?

-Lo que llamáis Constelación de Virgo... Y no modificamos nada porque guardáis mal la información en los sueños.

-¿Vosotros no soñáis?

-No.

-¿Y cuándo vais a visitarnos en persona, con naves y todo eso?

-¿Para qué? Estamos bien en nuestro mundo. Tenemos una gualem, algo parecido a “palabras sabias” que dice: “Suybuh nujsi mehur”, que traducido dice algo como “ni siquiera soy lo que sobrevive de mí”.

-Pero alguien debe saber que estáis hablando en sueños con nosotros, otros humanos...

-Hemos seleccionado a humanos que tienen mejor lijuh, un concepto que no tenéis y que es más o menos “sueño profundo de información conectada”.

-¿No hay ningún humano que haya contado esto a las autoridades, a los médicos a...? Es raro. Ah, ya, nadie le daría importancia a unos sueños. Entiendo.

-Y nosotros no entendemos cómo podéis organizaros, cómo lo hacéis. Sentimos curiosidad.

-A lo mejor si no pretendéis visitarnos en persona... conseguimos ir allí nosotros en el futuro.

-¿Para qué?

-Comercio, intercambios científicos, culturales... sería un hito para la humanidad. Explícame cómo comerciáis, cómo lo hacéis.

-No comerciamos, cogemos del mundo sólo lo que necesitamos.

-Pero habrá zonas de tu mundo más ricas y más pobres.

-No. Hay zonas donde los campos de mijki, “diamantes negros”, son más extensas. Y otras menos, pero puede ser que haya más gredsa, “vegetal corredor”, un alga que comemos.

-¿Y no tenéis guerras por los territorios?

-No, qué aberración, no, cada integrante de la yaatrid disfruta del azar de dónde ha sido engendrado, el azar nos gusta mucho. Si eres engendrado en “Suelomar” tienes la suerte de contar con el océano de salitre, si has sido engendrado en “Al este del vacío”, tienes la suerte de contar con enormes jujiers de fruta dura y correosa.

-Entonces, ¿no os podéis cambiar del lugar de nacimiento?

-Claro que sí. Pero cada yaatrid calcula, cada trece pasos de sol, cuántos puede admitir en ese ciclo, si no colapsaría el sistema y se estaría faltando al orden natural.  

-¿Y nadie, un grupo organizado, se quiere quedar a la fuerza con otras tierras?

-¿Para qué? ¿Por qué?

-Para ser más poderosos, para tener todos los recursos.

-Esas son las cosas que pretendemos conocer de vosotros... sois tan peculiares.

-¿Y si os invadiéramos en un futuro?

-Siempre podemos montar una yaatrid para vosotros en alguna parte sin necesidad de que...

-Sí, quizás sea mejor que no nos conozcáis.

 

(Febrero, 2008. 2ª parte de 6.)

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Comasueño (Relato corto.)

Este modesto texto lo escribí hace mucho tiempo, no es nada del otro mundo, porque aún andaba aprendiendo a aporrearteclas y con cómo contar historias. Es de 1998. Mis disculpas.

***

María se había levantado como cada día sabiendo que le tocaba el mes de actividad. Y aunque no le gustaba volver a comadormir durante un año, aceptaba las reglas.

Con resignación mezclada con ilusión por seguir despierta y trabajando en lo que era su especialización: “Terapeuta del Ocio”. Cada día se encargaba de indicar a las personas que acudían a sus oficinas a aconsejar, solucionar problemas, sugerir posibles actividades de ocio, corregir actitudes peligrosas y un largo etcétera. Se subió al transporte mirando las caras de los asignados ese mes, no reconociendo a nadie. Más de una vez se había preguntado cómo era posible que todos los que tenían actividad ese mes nunca coincidieran en el transporte diario a sus trabajos. Tampoco sabía quién había estado trabajando en su puesto el mes anterior o posterior. Todo eso quedaba en manos del Planificador Maestro, elegido cada cinco años por los partidos políticos y a su vez estos elegidos por los votantes que estuvieran despiertos ese mes electoral. Las últimas tres elecciones las había ganado el "Partido Luz Pura", con sede en la Luna, en la pequeña base lunar que se había instalado allí; en realidad era un hotel de cinco estrellas con más comodidades que en muchas ciudades de la Tierra y con más servicios que en "Doblelondres". La ciudad había crecido hacia abajo y sólo los más ricos podían vivir arriba, el resto se apiñaban en túneles y galerías con esas malditas luces frías y anodinas. No era incómodo, pero no se podía comparar con la vida en el exterior. A María le molestaban las inyecciones de vitaminas por la falta de luz solar. Nadie se quejaba, era lo normal.

-Hola, María, buen despertar –le dijo un señor bajito y bigotudo que no había visto en su vida justo al entrar en las oficinas de “Somos Tu Ocio”.

-Hola, ehm... no lo recuerdo, perdone –respondió ella sin saber muy bien qué decir-. Buen despertar.

-Oh, claro, con esto de los turnos tan variados, perdemos recuerdos y no siempre hemos coincidido –dijo asintiendo con la cabeza.

-Me toca este mes, señor... –dejó la frase sin terminar esperando que le indicara su nombre.

-Hans, Hans Grey, soy su nuevo supervisor.

-Pero no puede ser, estamos en la semana dos del despertar...

-Habrá habido cambios, ya sabe... los de arriba a veces...

-¿Qué ha pasado con Peter, el señor Hand...?

-Ni idea... lo habrán enviado a comasueño... no lo sé.

-Bien, pues voy a mi despacho, hoy tengo varias entrevistas con dos ociopatas y con dos parejas de aventuras peligrosas...

 María entró y su despachito y marcó el número del primer cliente: Julius Distro. Julius era alto y desgarbado, llevaba una doble camisa y anillo al cuello típico de los trabajadores mecánicos, según su ficha, cargaba cajas en el muelle subterráneo veinte para la empresa “Boxxes Nosotros”.

 -Buen despertar, señor Distro –dijo ella cuando entró Julius.

-Buen despertar –respondió él sentándose en la primer silla que encontró.

-Necesito encontrar el momento de ocio perfecto. Necesito...

-Bueno, señor Distro... antes tenemos que evaluar muchas cosas. Veo que en su ficha se indica que tiene pensamientos eróticos en esas explosiones de aventura...

-La luna... las selenitas...

-Pero allí, ya sabe que no se puede viajar para ocio...

-Las selenitas se tiñen el cuerpo de azul... –respondió Julius sin entender lo que le había dicho María.

-¿Le serviría una experiencia vacacional en las minas de Ontario, en la ciudad subterránea de Ontario?

-No. No.

-Entiendo.

-Bueno, tenemos las islas azules del Pacífico... Ya sabe que la Luna no es posible...

-Tiene que serlo... esas mujeres teñidas de azul... –respondió él mirando a ninguna parte.

-¿Cuántos días le quedan de despertar?

-Siete.

-Voy a tener que hacer un informe incapacitándolo para el ocio en esta temporada de despertar.

-No. No. Por favor, ofrézcame lo que sea... lo acepto. Además... no siempre se cumple el año de comasueño...

-¿Qué quiere decir?

-Algunos dicen que a veces pasa mucho tiempo hasta que sucede el despertar, más de un año...

-Ya sabe que... -comenzó a decir ella.

-Pero no podemos notarlo porque en ese estado no envejecemos... y por eso... no entendemos el paso del tiempo. Y por eso las opciones de ocio son tan pocas.

-No son pocas, tenemos una lista de...

Julius sacó del bolsillo un papel, escrito a mano, donde se leía: “La clave está en la Luna”. Lo plantó delante de María y ésta pasó la mano por el sensor de seguridad. Haces dirigidos de un líquido congelante se dirigieron hacia Julius, que quedó paralizado al momento. Desde el departamento de seguridad, entraron un hombre y una mujer vestidos de negro y con el casco de protección y se llevaron a Julius.

 María se quedó mirando el papel y lo guardó en un bolsillo. Sus dudas confirmaban que no sabía casi nada de cómo funcionaba la sociedad en aquellos años. Pero tampoco le importaba. Marcó el número del segundo cliente: Anna Parvelius. Anna era alta y desgarbada, llevaba una doble camisa y anillo al cuello típico de las trabajadoras mecánicas. ¿Cómo era esto posible? ¿Mismo grupo? ¿Mismo aspecto? María no quería entender, todo es posible y las casualidades existen.

Antes de hacerla entrar llamó por visivisión al supervisor Hans Grey. No estaba disponible. Se levantó de la silla y salió fuera de su pequeña oficina. Todos estaban comadurmiendo. En las cabinas que en teoría se apilaban en la planta cien bajo tierra, pero no, estaban allí mismo comadurmiendo. Imposible.

 -María, yo voy a caer en breve... –dijo una mujer alta y desgarbada.

-¿Qué? ¿Quién es usted?

-Anna... olvídalo todo, nunca hemos despertado... Nos tienen para cuando hagamos falta, cuando realmente hagamos falta. Estamos en comasueño siempre...

-Pero... ¿quién organiza la sociedad?

-No hay sociedad, no hace falta. La gente de la Luna utiliza nuestros recursos...

-¿Cómo sé que esto es verdad?

-Porque nunca despiertas cuando toca –dijo Anna mientras se tocaba la frente-. Ves, ya me han localizado y me colocarán en comasueño en breve y a ti también.

 María se había levantado como cada día sabiendo que le tocaba el mes de actividad. Y aunque no le gustaba volver a comadormir durante un año, aceptaba las reglas. Con resignación mezclada con ilusión por seguir despierta y trabajando en lo que era su especialización: “Terapeuta del Ocio”.

FIN

***

 

 

 

 

 

 

 

 

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La leyenda equivocada (III)

El invierno de aquel año fue tan fiero que hasta la Navidad huyó a la vista de sus fauces. Cubierta la ciudad por una capa de nieve más allá de cualquier buena voluntad, tanto los fieles de la muy católica iglesia de San Bartolomé como los de la ortodoxa de San Nicolás, hubieron de quedarse en sus casas, en torno a la lumbre que cada cual podía mantener. 

Aquellos días fueran una dura prueba para la convivencia de las familias, obligados sus miembros a permanecer juntos más tiempo del acostumbrado. Unos pasaron las horas abordando al fin las pequeñas tareas siempre postergadas, otros, profundizando en la desidia de no hacer hoy lo que también puedes dejar de hacer mañana, y otros más, según su talante, prolongando charlas insustanciales, imposibles en tiempo de trabajo y rutina productiva. Pero en los más de los casos se recrudecieron viejos rencores, salieron a la luz justas e injustas recriminaciones, y se airearon al fin faltas y pendencias cuidadosamente ocultas hasta el momento.

Pero como no hay mal que no traiga en otra alforja su propia medicina, la forzosa obligación de continuar la convivencia resolvió también, y a veces para siempre, esos males enquistados. Abiertas las heridas y ventiladas las supuraciones, se afianzaron amistades, se aclararon no pocos malentendidos y resultaron de la prueba muchas risas, anécdotas y complicidades con que alimentar otros fuegos y otros encierros forzados. 

Hilaron en aquellas semanas las mujeres lo que no habían hilado en diez años, se mellaron las esquinas de dados y barajas, y salieron de los gruesos troncos destinados a la hoguera recios santos, piezas de ajedrez, platos, mazos, palmatorias, almireces con su mano, y hasta algún busto de mediana factura, reflejo casi siempre de quien mejor sabía estarse quieto o de quién menos criticaba los defectos.

De cuando en cuando, los más viejos de cada casa observaban las montañas en busca de la señal que decretaría el fin de las nieves, pero sólo podían ver, los que algo veían, nuevos augurios de temporal y cellisca. Lo más razonable, por tanto, era armarse de paciencia, de grandes provisiones de resignación para aguantar lo que hiciera falta y diese por bueno el cielo, que ni eran nuevos tales embates de la naturaleza en aquellas tierras ni había a quien echarle la culpa.

Paciencia, sí, ¿pero cómo? La sabiduría se encuentra en los libros y la virtud en la imitación de los justos, ¿pero dónde encontrar la paciencia? Saber aguardar no es precisamente la mejor virtud de los más jóvenes, y por más que se les diga, y aun lo crean, que son ellos quienes más tiempo tienen por delante, nadie los aventaja tampoco en el dislate de tomar por eterna cualquier espera. 

Eso le pasaba a Irina, que soportaba mal el encierro impuesto por la nieve y la obligatoria permanencia junto a su madre, gran devota y aún mayor parlanchina. Su padre había iniciado un largo viaje en septiembre y seguiría aún varios meses fuera de casa: la pérdida de las rutas comerciales a manos de los turcos iba a crear grandes complicaciones a los mercaderes de allí en adelante. Hacia el Oeste aún permanecían algunas rutas abiertas, y una vez que se atravesaban las montañas y el peligroso reino de Hungría, se podía ya confiar en la protección de las fuerzas del Sacro Imperio, que mantenían los caminos más o menos limpios de bandidos y salteadores. Hacia el sur, en cambio, era imposible dirigirse, y mucho menos hacia el Este, donde en tiempos no demasiado lejanos aguardaban las mercancías que rendían mejores beneficios.

Todo esto lo sabía Irina de memoria a fuerza de preguntarle a su padre y de dibujar de memoria los mapas que había visto algunas veces. A pesar de ser mujer, no perdía la esperanza de que su padre la dejara acompañarlo en alguno de sus viajes, quizás cuando hubiese terminado definitivamente la guerra y las rutas fuesen más seguras. Eso le había prometido cuando era niña, y ella aún seguía aferrada a la promesa muchos años después de que su padre pensara que el tiempo le aportaría la sensatez necesaria para saber que aquello no sería nunca posible.

Irina era una joven de diecisiete hermosos años, ojos zarcos y larga melena rubia que se recogía primero en una trenza y luego en un abultado moño sobre la nuca. Era la primera mujer de la familia que sabía leer, y su madre aprovechaba tan extraordinaria habilidad para pedirle que le declamara las vidas de santos que le suministraba Istvan, el párroco de la pequeña iglesia de san Wenceslao. 

Sus favoritos eran aquellos que habían llegado a santos a pesar, o tal vez gracias a su poder temporal. Irina le había leído hasta una docena de veces la vida y hazañas de san Esteban, de santa Isabel de Hungría, de santa Margarita de Escocia, esposa del rey Malcolm, o de san Ladislao. Pero María, la madre de Irina, acaso por creerse descendiente de su misma sangre, prefería sobre todo a san Bruno de Querfurt, un santo prusiano martirizado cuatrocientos años atrás y procedente de una importante familia de caballeros teutones, los fundadores de la ciudad. De nada sirven un santo o un rey muerto si no son de la familia: eso pensaba María en su fuero interno.

Irina, para sus adentros, pensaba otro tanto de los vivos. Pero aunque le aburrían terriblemente aquellas sucesiones de hechos virtuosos, solemnes y siempre ejemplarizantes, como un sermón perpetuo, también ella tenía sus preferencias. De toda aquella multitud de santos que desfilaba por sus manos, le atraía sobre todo la figura de santa Walpurgis, una abadesa de muchos siglos atrás que tuvo el coraje suficiente para fundar y mantener un convento mixto, de frailes y monjas, contra la opinión de todos sus superiores. Decía la santa en algunas de sus caretas que si la virtud lo es realmente ha de saberse defender de las tentaciones, porque la virtud conseguida a fuerza de aislamiento no es perfección espiritual, sino carencia. Honrado, para santa Walpurgis, no es el hombre que nunca tiene ocasión para robar, sino el que teniendo ante sí los mayores tesoros, doblega su codicia y los respeta. 

Irina pensaba a menudo en aquella santa tratando de ponerse en su mente, y la encontraba muy por encima de los otros hombres y mujeres elevados a los altares de los que tantas veces había leído los méritos: en ella sí que había algo modélico, pero no en el sentido que pretendían señalar los libros piadosos. 

Algo grande, diferente a los demás, debió de tener aquella mujer cuando a pesar de su poca docilidad fue muy pronto reconocida como santa. Algo especial debía de haber en su interior para que su nombre empezara a confundirse con el de la antigua diosa de la fertilidad, para que se dijese incluso que las brujas la habían tomado como patrona, reuniéndose en su honor todos los primeros de mayo. Cuando una mujer es alabada a la vez por los obispos y las brujas, tiene que ser necesariamente una mujer distinta al resto.

Esa clase de mujer le hubiese gustado ser a Irina, en vez de una joven dócil y sumisa que lee libros religiosos a su madre y se pasa las horas, horas muertas de aburrimiento y soledad, mirando nevar por la ventana. Pero semejante clase de vida era cosa de otros tiempos, y si quería imitarla tenía que ser a través de pequeñas osadías, o no tan pequeñas, pero sin remedio destinadas al silencio y no a la fama. 

La valentía anónima, el acto heroico destinado a no ser nunca conocido por los demás, es sin duda el más grande de los que se pueden llevar a cabo, pero a Irina, que sentía a menudo flaquear sus fuerzas, le hubiese gustado recibir algún apoyo, algún consuelo, como sin duda los recibió la santa de sus amigos y allegados. Ser valiente a solas era demasiado peso para ella.

Le hubiese gustado irse lejos, salir a los caminos y empezar una nueva vida de aventuras y novedades, de penalidades incluso. Le hubiese gustado ser otra en otro lugar, o en otro tiempo. Le hubiese gustado probar de veras sus fuerzas en vez de estar siempre a la espera; a la espera de no sabía qué: eso era lo peor.

Cuando su padre regresaba de los cada vez más largos viajes, contaba a Irina las maravillas que había visto en Italia, o en Francia, o en los ducados del Sacro Imperio, y cuanto más oía ella, más encerrada se encontraba en aquella ciudad oscura, su Kronstadt natal, rodeada de montañas y leyendas, demasiadas montañas y demasiadas leyendas para que el sol llegara a imponerse sobre la pesada oscuridad de las nubes y el olvido.

En su tierra, todos los prodigios y las maravillas tenían siempre que ver con cosas horribles que te obligaban a esconderte entre las mantas, o a cerrar los postigos de las ventanas: desde niña, su madre y sus hermanas le contaban las más horribles historias de muertos y aparecidos, historias con moraleja en que los pecadores, los asesinos, los ladrones y los herejes acababan eternamente condenados a vagar por los cruces de caminos en que habían sido ajusticiados, o peor aún, reposando en sus tumbas a la espera de que la noche les concediera permiso para salir de ellas ávidos de la sangre ajena. Por causa de aquellas historias, Irina había pasado muchas noches con un crucifijo sobre el pecho, remedio probado para alejar a los vampiros, y aún tenía un frasco de agua bendita sobre su mesilla.

Las historias de muertos vivientes y aparecidos aún la aterrorizaban, y más en las últimas semanas, cuando todo el mundo hablaba de ello, pero con el tiempo y los años había encontrado algo mejor para alejar los miedos que aquellos extravagantes remedios de otro tiempo.

Un alivio mucho más eficaz, aunque tuviese su pequeña parte de peligro. O no tan pequeña.

Y todo había empezado por leer vidas de santos. Por la vida de santa Walpurgis.

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El vestido de novia

Sacó del armario su viejo vestido de novia, envuelto en varias capaz de papel de periódico, para evitar que lo devorasen el polvo, la polilla y los bostezos. Se desnudó ante el espejo y se lo intentó poner de nuevo. Y entonces descubrió que para lo único que podía servirle ya su vestido de novia era para ahorcarse.

-Algo es algo-pensó.

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Zekesfehervar (ahora dicen que Székesfehérvár)

Es una historia lo que voy a contar, aunque no lo parezca. Es una historia, porque si digo que es una idea revestida de hechos, entonces nadie me creería. Y menos tú.

No estamos para lirismos, ¿verdad?. De nada sirve ahora decir que a veces, al mediodía, atravesaba tus ojos el misterio de la noche.

No estamos para gramáticas. Me da igual si es posible o no escribir la nostalgia en tiempo futuro. Leerás estas lineas como quien lee el prospecto de un jarabe y ya no estaré yo a tu lado para discutir tiempos verbales.

Ahora ya da lo mismo. Sólo quiero que sepas que es mentira, una absurda mentira, decir que las líneas paralelas se unen en el infinito. Sé que no es cierto desde que trabajo en los ferrocarriles, aunque sea en atención al público. He ido en tren desde Vigo hasta Rusia, y no es verdad. Las líneas paralelas son siempre paralelas, y separadas, porque el infinito es una esperanza absurda. No existe para nosotros.

Quizás hubo una época de filosofías, un periodo en el que el abandono de la consciencia nos alejaba de la realidad, pero han pasado los años, demasiados, y ahora cuanto más nos apartamos de los condicionantes que nos empujan, que nos avasallan incluso, más envueltos nos vemos en ellos, como el insecto que se enreda sin remedio en la tela de araña a fuerza de intentar zafarse de ella.

Pero no sigo por ahí. Ya dije que no estamos para lirismos. Ni para gramáticas. Ni para filosofías. No estamos para metáforas siquiera.

¿A quién le importa que tus ojos me persigan en sombras depredadoras, o que las noches supuren el veneno incandescente de lo que nunca te dije? A todo el mundo le da igual que duela el tiempo, y el olvido se acumule en la bayeta de fregar tantas ausencias.

Porque, ¿qué demonios es la ausencia?

Desde luego no es el simple hecho de que alguien no esté contigo. Es algo más palpable: es el hueco que deja.

Y si alguien se atreve a objetar que un hueco no es algo material, que machaque una rueda de su coche en un bache, y luego hablamos de nuevo.

¿Una salida de tono? De eso nada. Ya lo dije: no estamos para lirismos y un bache es uno de los fenómenos más prosaicos en los que se puede pensar. Los baches de las carreteras los causan las inclemencias y el exceso de presión por parte del tráfico pesado. Justo igual que los del alma. ¡Qué casualidad!

Pero nada de lirismos. Insisto. 

Los tiempos no están para poesías, aunque a veces la realidad parezca amanecer con ganas de bromas. Se puede ser policía y que te entren a robar en casa. Tiene gracia para todos, menos para ti. Y también es posible que te abandone la mujer a la que amas y ocuparte de los objetos perdidos en una gran estación de trenes. La vida tiene estas burlas.

Y alguna más. Porque es una historia lo que voy a contar, aunque sigas sin creerlo. Es una historia con su conflicto o su extrañeza.

Hace un par de días llegó a mi mostrador un individuo, ojeroso y de pelo cano, con cara de estar muy preocupado. Le pregunté qué deseaba y me dijo que había perdido una puerta. Se le había quedado en el Alvia de Valladolid.

En atención al público tenemos que tratar chiflados todos los días. Es tan frecuente, que incluso existen un par de normas de actuación diseñadas para gestionar sus manías, con protocolo por escrito, y sonrisa estereotipada para que no se pongan nerviosos mientras acuden los de seguridad, o la asistencia médica incluso. Tenemos protocolos para todo, en realidad, aunque en lo momentos decisivos lo que cuenta de veras es el aplomo que consiga mantener el empleado que está de servicio. 

En este caso, simulé que la solicitud me parecía perfectamente lógica, me di una vuelta por el almacén fingiendo buscar una puerta, y un minuto y medio después salí de nuevo para decirle al individuo que lamentaba comunicarle que no se habían recibido puertas. Nada de bromas ni de extrañezas sobre la cantidad de puertas que la gente pierde diariamente. Seriedad y mucha educación.

El hombre esbozó una mueca de disgusto, se frotó las manos con creciente nerviosismo e insistió con vehemencia en que tenía que haberla dejado alguien a nuestro cargo, así que no tuve más remedio que pedirle una descripción.

Era una puerta azul, con pomo blanco y herrajes de latón. Estaba en un cilindro de cartón verde, de casi un metro de longitud.

Entonces alcé las cejas, comprendiendo de pronto: era una fotografía de una puerta. Un póster. Algo así. 

Estaba ante otra clase de chiflado. O de bromista. O de imposibilitado para ayudarse a sí mismo describiendo el objeto como es debido. También hay muchos de esos, a los que un antiguo jefe mío llamaba minusválidos verbales.

El hombre se me quedó mirando unos instantes, expectante. Sabía que había sido agraciado con una segunda oportunidad. Era un cilindro verde de un metro de largo y unos quince centímetros de diámetro. Un cilindro verde con tapas blancas y dos pegatinas de Malev, la compañía aérea húngara. Porque le habían enviado la puerta desde Budapest, o desde no sé qué ciudad de nombre impronunciable. Zekefehenosequé 

Fruncí el ceño y volví al almacén. Eso mismo le pasaba siempre a ella: era incapaz de hacerme ver claramente lo que quería. O me pasaba a mí. No lo recuerdo. No quiero discutir conmigo.

Un cilindro verde no es tan difícil de encontrar entre mochilas, bolsos, abrigos y maletas cuadrangulares de todos los tamaños y durezas. Nada es difícil de encontrar en realidad si está entre los objetos que revisas. Y estaba.

En tres minutos volví al mostrador con el objeto recobrado. El hombre de pelo cano y traje ajado hizo un gesto de alegría. Le ofrecí un recibo a la firma y me pidió permiso para comprobar el contenido.

Era razonable y no me negué.

Del tubo de cartón salió un rollo de papel y el hombre lo desplegó ágilmente sobre la pared. Efectivamente era una puerta azul, con pomo blanco y herrajes de latón.

—Es preciosa, ¿verdad? —comentó el hombre, que estaba eufórico pro haberla recuperado.

Era una puerta. De todos modos, le di la razón todo lo amablemente que pude.

El hombre me dio las gracias, y me tendió la mano. Se la estreché. Luego, sin pedirme permiso, fijó el cartel contra la pared con cuatro trozos de cinta adhesiva, dio las buenas tardes, abrió la puerta, y se fue.

Cuando salí de detrás del mostrador a intentar averiguar qué había pasado, la puerta ya estaba difuminándose. No duró ni los tres minutos que tardaron en llegar los de seguridad.

No sé si fue una alucinación, una alegoría o un aviso.

Si no fuese una locura pensaría que fue un mensaje en forma de enigma.

Porque yo soy el hombre que espera que se me abra al fin una puerta. Y llevo dos meses aguardando ante un muro sin puerta.

La esperanza es eso.

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Ciudad abierta

No lo podréis entender. No es el miedo al desastre lo que ofusca nuestra mente, sino el temor a los propios sentimientos, a los despojos mal enterrados de una derrota sin lucha. 

Conócete a ti mismo, dijo el griego. Témete a ti mismo, se le olvidó añadir.

¿Qué haremos cuando el verdugo acaricie a nuestra novia y un ascua de memoria nos susurre que hace bien, porque él se lo ganó?, ¿qué le diremos a ella cuando nos mire condescendiente?, ¿a qué dios le rogaremos, mano sobre mano en casa, después de aceptar nuestro destino? El que lucha y pierda, ha cumplido. El que sólo pierde, sin luchar, ¿qué se dirá a sí mismo?

Cualquiera puede perder, pero se rinde sólo el que quiere. ¿Qué nos librará de esta mancha de ceniza sin haber probado el fuego?

Sólo son rumores, sólo palabras transmitidas de boca en boca, de beso en beso, entre transgresión y abandono. Rumor entregado por los labios carnosos de la niñera al mentón bien rasurado del sacerdote; palabra apenas esbozadas que pronunciaban los labios de la esposa fidelísima sobre el pecho del mozo de almacén; secreto confesado por la dependienta al gran doctor. Palabras de olvido, de indigencia moral, de pasión mal reprimida encarnada en liviandad para escapar de su asfixia y extrañar otros temblores.

Esta noche nada puede ser real, ni los abrazos que se prestan ni los ojos que se huyen en la oscuridad mal conseguida de una ciudad en guerra que reluce en exceso. 

Demasiadas luces. Demasiado brillo. Ya no hay miedo a la aviación, ni se asustan las matronas con los estruendos lejanos de los obuses teutones: vuelve la claridad cuando menos se necesita, cuando todos quisiéramos ser sólo manos para abrazar y cuerpos estremecidos en ese hiriente placer, en la caricia resentida y voluptuosa de los que se odian a sí mismos. 

Es la noche en que nadie puede avergonzarse de sus actos, la noche en que nada importa, porque alguien entro en Sevres y se llevó en un gran saco las medidas y los pesos, las barras de platino e iridio con que antes se cuantificaba el mundo, los termómetros, las escalas y las conciencias. Han saqueado el museo de pesos y medidas. Han arrasado las fuentes, y las almas, y el registro donde guardaban las hipotecas de la decencia No queda nada.

La conmoción es demasiado grande para que alguien se preocupe aún por el decoro: cuando se pierde el orgullo se abandona también toda contención, todo recato. Cuando se pierde el orgullo, sólo queda por defender el animal, y el animal humano se debate en el fango, entre espasmos de rabia, semen, saliva y bilis. 

Esta noche se perdió la autoridad. Nadie se atreve a mandar, ni sirven las cerraduras, ni existen lugares santos. Esta noche todo vale porque todo perdió valor: los cálices son copas y las banderas son trapos, las leyes se han convertido en cantares de ciego y cada vecino anciano es sólo una oportunidad de obtener un buen botín sin riesgo y sin esfuerzo. Hoy los lobos son más lobos para el otro. Hoy los otros son infierno, purgatorio y paraíso, sin lindes que los separen. Sartre, Proust y Lautremont, reunificados.

Esta noche corre el fuego, entre los ladrillos de las esquinas, desgastados por el roce de los carros, entre los adoquines demasiado pulidos y los látigos de los cocheros. Esta noche corre el fuego, entre las prostitutas que no lo son, porque el naufragio todo lo iguala, y los clientes que no pagan, y los chulos que se miran los nudillos entre copa y copa, entre cerveza y cerveza, entre la espuma derrotada de su arrogancia de ayer.

Esta noche la ciudad aguarda, como un muchacho en posición de firmes al que se la ha prometido una bofetada. Y sabe que el golpe llegará, pero el profesor camina en torno suyo, apostrofando su falta; a veces se detiene y mira cara a cara al alumno, pero espera. Prefiere esperar. Sigue con su clase y entre explicación y explicación vuelve a pasar al lado del muchacho, y lo hará hasta que la bofetada sea recibida con alivio. 

Esta noche el enemigo espera fuera, celebrando su victoria y preparando el desfile del día siguiente. Hace días que aguarda en los arrabales, en los castillos y en los palacios, en las fértiles landas donde cazaban los reyes y se reunían los jacobinos. Espera porque sabe que ha vencido sin luchar y que no hay ninguna prisa para tomar posesión de lo que se entrega con mansedumbre. Espera porque se siente amo y no sólo vencedor. No habrá fusiles en las ventanas, ni trampas en los recodos. No habrá más granadas que las que vendan los fruteros ni más luchas cuerpo a cuerpo que las libradas entre las sábanas de los vencedores. Habrá fotografías y desfiles, y paseos junto al Sena, y un gobierno de agua mineral, agua con gas, para reírles las gracias y ejecutarles los muertos. Y treinta o cuarenta judas por cada triste partisano que quiera sacudirse el yugo.

¿Para qué darse prisa?

Paris es ciudad abierta. Una ciudad que los suyos entregamos sin defender. París no es siquiera una ciudad mártir, ni una ciudad derrotada, ni una víctima de la guerra. Es ciudad abierta, madre entregada, novia vendida, botín graciosamente ofrecido. Regalo y no conquista.

París es ciudad abierta porque prefirió ser ramera antes que matrona despeinada.

Sobre las tablas ennegrecidas del salón bailan abrazados el joyero y la modista, el locutor de ojos enrojecidos y la pálida maestra de latín. Bailan como bailaron siglos antes las víctimas de la peste y los feriantes hambrientos: danza macabra

Un aragonés republicano, empapado hasta las ceas de vino, baraja sus documentos sobre la mesa sin hule arrumbada en una esquina. Tuvo que marchar de España, y no sabe adónde irá. Al infierno si es que existe, y si no a fundarlo de una vez, que buena falta va haciendo. Con los párpados cargados por el sueño y el alcohol mira a su alrededor mientras recuerda su tierra, y piensa que en España no hay ciudades abiertas, como no sea en canal. Recuerda entonces en la voz de un maestro viejo y mal afeitado una frase de Galdós: Zaragoza no se rinde. La recuerda palabra por palabra, y peleando dignamente con la borrachera consigue ponerse en pie:

—Y entre los muertos habrá siempre una lengua viva para decir que París sí que se rinde, y sin disparar un tiro —grita antes de caer de bruces sobre la mesa.

Ya lo han dicho. Ya no es pensamiento oculto espesándose entre las vigas hasta apagar los candiles.

Ya lo han dicho, pero nadie escucha. Todos bailan. 

El tabernero con la esposa del banquero. El abogado con la niñera. 

Todos bailan a la espera de la bofetada. 

Nadie dormirá esta noche. Despiertos, soñaremos todos con que no amanezca.

Feindesland, 1998

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Otra caída

Nube Larga se colocó el penacho de plumas, contempló ante el espejo sus pinturas de guerra y se dirigió a su caballo. Sabía que el director y todo el equipo esperaba sólo por él para dar comienzo al rodaje de la batalla, de la pantomima de batalla contra el hombre blanco, pero no tenía prisa.

Que esperasen. Por una vez, que esperasen.

Con la que estaba apunto de rodar, Nube Larga había participado ya en casi una treintena de derrotas contra la caballería Michigan.

Echó un vistazo a sus hombres y se encontró con un montón de sudamericanos, mulatos, varios indonesios y hasta algún hombre blanco. Él al menos era un verdadero piel roja, un residuo del extinto pueblo cherokee.

Pasó ante el director y las cámaras sin mirarlos, como si fueran arbustos, y se colocó en su puesto sin hacer caso a los gruñidos que afeaban su retraso.

Allí estaba, con el penacho de sus antepasados y las pinturas de sus mayores, listo para una farsa. Miró la llanura, suya por derecho propio, por ley de sangre, y en todas partes encontró cicatrices de su derrota.

Se había engañado a sí mismo diciendo que ese era el único amino para que los suyos no se hundiesen en el olvido, pero sabía en el fondo de su alma que estaba vendiendo también su memoria. Primero las tierras, luego el orgullo, por último la memoria. Si hubiera alguno, tal vez un hijo suyo vendería el cementerio.

Pero no había cementerios.

Sólo vergüenza y rabia, rencor e impotencia en los ojos de un hombre perteneciente a un pueblo que no supo defender lo suyo. Que no pudo.

Era una película de indios y Nube larga, un jefe indio, hacía de jefe indio. 

Buen papel.

¿Pero hay mayor desgracia que convertir una persona en personaje?, ¿hay peor vergüenza que transformar en folclore las raíces?, ¿hay miseria más baja que convertir en espectáculo la historia de la propia destrucción?

Sí. La hay: hacerlo ante el mundo entero y cobrando.

Sólo el hombre blanco podía haber inventado el cine, capaz de empujar tan hondo a su pueblo en el pozo de la desgracia.

Pocos indios sonríen en las películas. Ya sabéis la causa.

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50 por ciento (parte 5 - última parte)

 Parte 1Parte 2Parte 3. Parte 4.

El Director de Tecnología de la compañía de aerotaxis, al que por abreviar llamaremos por las siglas de su cargo en inglés, CTO, rendía cuentas ante el capo di tutti capi, el CEO (Chief Executive Officer). Que a su vez, debería aguantar el chaparrón en la junta de accionistas.

- Explícame otra vez eso del 50 por ciento. Y no me saques ninguna formulita, o te juro por mi madre que te echo a la puta calle.

El CTO tragó saliva ruidosamente y dijo:

- En terminos de programación el asunto para SACTA se trataba de calcular una variable booleana y....

CTO noto un respingo en CEO al oír la palabra "booleana". CEO hizo una mueca y preguntó:

- ¿Qué has dicho, que has dicho, no te he oído bien, qué quieres el finiquito?

CTO intentaba tragar saliva, pero pareciera que tuviese una alpargata atravesada en la garganta porque no era capaz. Tenía el aspecto de un pollo ahogandose al tratar de comer un gusano demasiado grande y efectuaba ya sin disimulo grandes movimientos de cabeza arriba y abajo, a la vez que sus ojos se ponian más y más saltones, y su rostro enrrojecía.

- O sea, vamos a ver, quiero decir que se trató de que SACTA se vio forzado por las circunstancias a elegir entre dos opciones. O salvo a uno o salvo a otro. En términos informáticos eso es un 0 o un 1. Y se trata de calcularlo. Esa terrible decisión, cuando la hace un médico se llama triaje. Tenía que salvar a uno y dejar morir a otro. En general se suele priorizar al que mayor probalidad tenga de sobrevivir, como por ejemplo sucede en las listas de candidatos a recibir un trasplante de un organo.

CEO no mostraba signos de ira. Eso tranquilizó un poco a CTO, que prosiguió con la explicación.

- Así que antes de empezar a calcular ese 0 o ese 1, se puede decir que los dos ocupantes de los dos vehículos tenían un 50 por ciento de posibilidades de recibir la ayuda del dron de rescate. Y cuando terminó el cálculo, uno de los dos ocupantes, tenía el 100% de posibilidades y otro el 0%. Pero SACTA no contaba con que ese tipo nos lanzase un órdago...y tuvo que recalcular cuando quedaban pocos segundos para el impacto. SACTA no tenía claro si lo de la vacuna era cierto o no. El resto de cosas que dijo el sujeto sabía que eran ciertas. El caso es que consideró toda la nueva información y decidió salvar al tío de la barba.

El CEO procesó todo aquello y chasqueó la lengua mientras se despedía mentalmente de su carrera. Aquel mamonazo hijo de puta había conseguido salvar el pellejo mintiendo. Les había pasado una patata tan caliente como que se encontraban con la prensa de todo el mundo encima, y dos juicios pendientes. Uno con la familia de la mujer embarazada fallecida y otro con el barbas de los cojones. La rata inmunda, encima les había demandado por daños morales y psicológicos, y para más INRI y quedabienismo, había jurado ante notario entregar integra su indemnización a la familia de la fallecida.

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Una duda ética

¿Qué pasa cuando un sicario se entera de que su patrón ha muerto? ¿Tiene que seguir adelante con el crimen por el que ya ha cobrado o no? ¿Qué es lo realmente profesional?

¿Realmente el patrón, querría que de todos modos se cometiera el crimen tras su falleciemiento?

Quieres matar a tu exmujer porque no te deja ver a los niños. Vale. Pagas por ello. Ok. Pero coño, si te mueres... ¿De verdad querrías dejar huérfanos del todo a tus hijos?

¿Qué debería hacer un sicario honrado?

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Cuestión de actitud

El avión temblaba. Las luces parpadeaban con un zumbido intermitente, y los gritos se entremezclaban con el estruendo de los motores forzados al límite. Julia miró por la ventanilla; la tierra se precipitaba hacia ellos como una verdad ineludible.

A su lado, un hombre de unos cincuenta años se ajustaba con calma el cinturón de seguridad. Tenía las manos firmes y los ojos serenos, como si hubiera esperado este momento toda su vida.

—Cuando se viaja en un avión que se va a estrellar, el cinturón no sirve de nada —murmuró Julia, con una sonrisa amarga.

El hombre giró la cabeza y la miró con una media sonrisa.

—Pero consuela —respondió, tirando un poco más de la correa hasta sentirla bien ajustada.

Julia dudó un instante, pero luego hizo lo mismo. Sintió la presión del cinturón contra su pecho y, de algún modo, la desesperación se disipó un poco. Afuera, el suelo se acercaba cada vez más.

Cerró los ojos y exhaló despacio. No podía cambiar el destino, pero sí cómo lo enfrentaba.

Y en ese instante, el silencio lo envolvió todo.

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Psicosis de guerra

El humo se adensa en negras volutas que vuelan hasta sumarse al tizón del cielo, un cielo plano, estremecido de hogueras, de brillos dolientes, rugidos de motores y explosiones que no cesan. Los bomberos acuden a las llamas a toda prisa, no tanto por temor a que se extiendan los incendios como por aprovechar el lapso de paz que abandonan, como una limosna, las distintas oleadas enemigas. Los que aún pueden se suman a los bomberos; lo que no, lloran y miran, o miran ya sin llorar, espantados por la destrucción, por el diario derrumbarse de un imperio marítimo unido a sus colonias por cargueros y mercantes que sin remedio y a toda prisa van siendo devorados por los feroces submarinos germanos.  

Cualquiera que sea el final de la guerra nadie podrá ya reflotar esos naufragios y el imperio se perderá sin remedio; morirá ennegrecido como las viejas mansiones, como los altos tejados, como la fronda de chimeneas que se estrella contra el suelo cada nuevo bombardeo.

Londres trabaja, se afana, aprieta los dientes y se defiende, porque ni entienden sus habitantes de resignaciones ni el enemigo se conformaría con menos. Los alemanes no quieren que Inglaterra abandone su resistencia: la quieren dura, feroz, sajones contra sajones, piedra de su misma piedra. Quieren que resista, que resista hasta el extremo y después, al fin, se entregue. Así sucede al amor cuando no media desprecio. 

Pero esta vez el reposo es corto y vuelven ya las sirenas a estremecer el cielo con sus bramidos. Las de Ulises prometían deleites, estas sólo fuego y muerte, pero de igual modo se arrogan el privilegio de conducir voluntades y no vale ya atarse a un mástil para no escucharlas. Sólo queda dejar cualquier ocupación y correr, correr hacia el refugio o hacia el puesto de combate.

Las primeras escuadrillas de cazas cruzan enseguida el cielo en busca de sus oponentes británicos. Intentarán eliminar toda resistencia aérea antes de que lleguen los bombarderos, aparatos lentos y pesados, impedidos por el peso de sus vientres. Los ágiles Spitfire salen al encuentro de los Meschersmidt y traban batalla, apoyados por su artillería antiaérea, cañones miopes que tratan, unas veces con más éxito y otras con menos, de disparar solamente al enemigo.

En los subterráneos, los oídos permanecen atentos al fragoroso lenguaje de la lucha. Si los cazas alemanes son rechazados, difícilmente podrán los bombarderos consumar su labor destructiva.

El refugio de Picadilly es una antigua bodega donde se guardaban los vinos traídos de España, Jerez y Rioja sobre todo, el Burdeos francés y el oloroso Madeira. Al inicio de la guerra desalojaron las cavas, pero aún así el primer bombardeo se convirtió en una francachela de proporciones vergonzosas y el gobierno dio orden de desmontar y sacar también las últimas cubas.

Allí, bajo las marcas que señalaban las añadas y las procedencias de los vinos, se cobija ahora un centenar de esas personas que gustan de llamarse a sí mismas lo mejor de la sociedad, de las que cifran su mucha importancia en invitarse mutua y solidariamente a reuniones pretendidamente exclusivistas. En el grupo hay dos compositores, un escritor de folletones, un pintor afrancesado, cinco industriales, dos banqueros y hasta un lord echando pestes contra la incapacidad del Gobierno para llegar a un acuerdo con el condenado austriaco que gobierna Alemania. Entre los presentes se encuentra también Thomas Fletcher, conocido joyero especializado en grandes diamantes, que ha realizado no pocos trabajos para la corona. Su padre, Henry Fletcher, llegó incluso a obtener el título de Sir como agradecimiento a un servicio especialmente complicado, lo que prestó a la familia un cierto toque de distinción, muy conveniente para la buena marcha del negocio.

A medida que pasan los minutos va quedando patente que los cazas alemanes han ganado esta vez la batalla: el fuego antiaéreo, lejos de menguar, se hace más frecuente y apretado, señal de que los artilleros no deben ya contenerse por temor a que se les mencione como “fuego amigo” en algún parte de bajas.

Y sin hacerse esperar ni un instante empiezan a caer las bombas, con su estruendo de muerte y su temblor de agonía. Los edificios próximos al refugio se desploman como gigantes alcanzados por un tirador invisible. Caen con ellos los esfuerzos de toda una vida, los hogares de los atemorizados ciudadanos que se apiñan en el refugio, las obras de arte que les ha legado el espléndido pasado de su patria, sus refinados pintores, sus esclarecidos arquitectos, sus muy afamados y encarecidos piratas y bucaneros, sus audaces arqueólogos saqueadores de remotas tierras coloniales y sus gallardos bandoleros de peluca empolvada.

Una bomba estalla en las inmediaciones del refugio y un par de gruesos cascotes caen del techo, acrecentando los gritos de las mujeres y el llanto de los niños, a los que no hay ya modo de hacer callar a falta de alguien con ánimo suficiente para transmitirles tranquilidad. Centenares de ojos desconfiados se alzan hacia el techo calculando si resistirá un impacto directo o están en un lugar al que se le da el nombre de refugio por evitar palabras de peor gusto como sepulcro o panteón.

El sudor empapa los rostros, como un chubasco de miedo. La angustia se apodera al trote hasta de los más valientes, de los que han pasado anteriormente por experiencias bélicas en la Gran Guerra, o en las colonias. Un brigadier, en voz alta, califica de infamia la idea de llevarse las últimas cubas y varias voces de ambos sexos le dan la razón. Con una copita, el susto sería menos.

El ambiente se tensa. Los dos músicos se miran, perdonándose todas las descalificaciones mutuas, las rencillas, las envidias, los pequeños manejos con que cada cual ha buscado colocarse un escaño por encima de su colega; el escritor toma notas, nadie sabe si para un próximo relato o para su propio e improvisado testamento. Los industriales hacen corros, cada cual con su familia, todos juntos en un lado, formando manada aparte. El pintor, sentado en el suelo, parece haberse quedado extasiado en la contemplación del agujero que dejaron los cascotes caídos; no sabemos si lo pintará tal cual o lo convertirá en una alegoría de formas y colores, pero algo hará con él, a buen seguro, si sale de esta.

También Fletcher está angustiado, terriblemente preso en la ansiedad de su situación. Pero sus causas son muy distintas, mucho más prosaicas, infinitamente más vanales en apariencia. Sólo en apariencia. No teme a las bombas menos que el resto, pero otra idea fija su mente impidiéndole pensar en nada más: se está cagando. Apacible, mansamente.

Eso puede ser el final de su carrera, su ruina profesional, su descrédito definitivo. Eso puede ser la vergüenza de su linaje, la perpetua anécdota de su escarnio, la causa de su expulsión de todos los clubes, la razón de que hasta los limpiabotas le retiren la palabra. Eso puede ser un desastre sin precedentes, la implosión de la galaxia, el desplome de la bóveda celeste con cien gaiteros tocando Amazing Grace y Land of my Father .

El pobre Fletcher se tantea todos los bolsillos buscando desesperadamente una pistola con que pegarse un tiro, pero tiene que conformarse con sacar el pañuelo y secarse las copiosas gotas de sudor que le salpican la frente.

Como medida complementaria, maldice a los alemanes en tres idiomas serios y dos dialectos regionales, pero los pilotos germanos no parecen darse por aludidos y continúan arrojando su destructiva carga sobre la ciudad con metódica, cuadrangular, estabulada precisión.

Otra bomba vuelve a caer cerca, aún más que la anterior, y el techo saluda de nuevo a los refugiados con algunos trozos de cemento y una fina lluvia de polvo. 

Nuevos llantos, nuevos gritos. 

Otro apretón. 

Un anciano trata, en vano, de consolar a su nuera, presa de un acceso de histeria, que patalea como una loca gritando en un idioma desconocido para todos. Un famoso médico, allí presente, tras comprobar que la mujer no reacciona al estímulo del bofetón, diagnostica sobre la marcha un ataque de epilepsia y se apresura a quitarse el cinturón para colocarlo entre los dientes de la mujer y evitar que se muerda la lengua.

Se desabrocha el cinturón, sí. Nada menos.

Fletcher cree desfallecer ante la contemplación de aquel gesto, tan ansiado y tan lejano, y tiene que mirar a otra parte para evitar la emulación. La mujer sigue debatiéndose en obscenas contorsiones, observada ahora por todos los presentes, hasta que una bomba singularmente atinada los deja a todos a oscuras.

El griterío se hace enloquecedor. A Fletcher le ha sentado tan mal el susto que a punto está de entregarse a su destino, pero le ha salvado el desgarrador chillido de una muchacha a la que acababa de caerle un cascote sobre la cabeza. El sólido pedazo de techo ha ido al final a parar sobre el pie del propio Fletcher, pero está tan preocupado con su otro problema, con el verdadero problema, que ni siquiera ha sentido el impacto.

Si la oscuridad se prolonga unos minutos se habrá salvado. Trata de escapar discretamente del abrazo de la muchedumbre y se lanza a buscar una buena esquina, convenientemente anónima. No sin esfuerzo logra alcanzar una de las paredes y la sigue a tientas. Ha conseguido establecer una distancia del amenos tres o cuatro metros entre su remanso de paz y la primera persona, pero cuando se dispone a aliviar su angustia, algún heroico, valiente, desinteresado voluntario del exterior, consigue restablecer el suministro.

Fletcher ahoga una barroca maldición y regresa al grupo afectando extravío: es mejor no levantar sospechas. 

El bombardeo sigue con toda su terrible virulencia, triturando la ciudad en su explosivo almirez. El ambiente en el refugio se hace más espeso por momentos. Caen nuevos cascotes del techo y uno de ellos impacta de lleno en una mujer de mediana edad. El niño que la acompañaba, al ver a su madre en el suelo, rompe a llorar y se abraza a una pierna de Fletcher que, movido por la ternura, se agacha para cogerlo en brazos.

Y entonces sucede el desastre, y sigue su curso de forma incontenible, como una avalancha después de haber conseguido arrollar los muros que la contenían. 

El pobre joyero enrojece y palidece alternativamente, sin apenas intervalos, como un semáforo de carne.

El olor no tarda en delatar lo sucedido y un par de sabuesos malnacidos empiezan a olfatear el aire en busca de una pista. Un niño, un maldito niño, es el que al final pronuncia las palabras fatídicas:

—Este señor se ha cagado, mama.

Fletcher desea con toda su alma resucitar a Herodes, o ejercer él mismo de rey infanticida, pero pronto se da cuenta, a la fuerza, de que acaba de formarse una coalición en contra suya.

—La madre que lo parió —gruñe una voz.

—¡Será cerdo! —ruge un veterano de Bengala.

—¡Qué asco!—exclama muy ofendida la duquesa de Southford.

Los alemanes tienen mala leche hasta cuando se retiran: han aprovechado este crítico momento para marcharse, dejando a Fletcher escuchar toda la retahíla de insultos, sin lanzar ni una bomba más que amortiguara el escarnio.

—Dejen que les explique —intenta defenderse. 

Pero es peor.

—No hay nada que explicar, ¡marrano! —dice alguien, y otras muchas voces corean a la primera con apelativos similares.

Aparte de los gritos y los insultos, el silencio es ensordecedor.

—Vámonos de aquí—. Dice el veterano de la India. —No quiero estar ni un minuto más con semejante desperdicio humano.

Y todo el grupo, unas noventa personas en total, abandona el refugio a nariz alzada, sintiéndose más unidos por el incidente de lo que lo habían estado por el bombardeo. Sólo Fletcher no se mueve de la antigua bodega, buscando, sin encontrarla, una viga para ahorcarse.

II

En esos mismos momentos, Gunther Hoffmann, a bordo de su Dornier, maldice cielo y tierra por haber tenido que despegar el último de Caen a causa de un fallo mecánico. Si lo pillan los Spitfire, yendo como va a bordo de una ballena voladora, puede darse por ventilado. Piensa si no será mejor lanzar sus bombas sobre las afueras y largarse a toda velocidad, pero su sentido del deber puede más que todas las precauciones y llega, mirando constantemente a su alrededor, hasta el objetivo señalado.

—¡Tirad la carga echando leches y vámonos de aquí! —grita a la tripulación de su aparato, no mucho más contenta que él.

Fletcher se salvó. No así treinta y cuatro de los otros, que salieron antes de que sonaran las sirenas avisando el final de la alarma aérea.

Los supervivientes, por supuesto, le echaron la culpa a Fletcher.

Fletcher culpó a la impaciencia del grupo por salir del refugio.

La RAF culpó al jefe de la escuadrilla que regresó demasiado pronto sin vigilar si llegaba algún bombardero rezagado.

La prensa culpó a Churchill.

A Churchill se le ocurrió decir que era culpa de los alemanes y por poco lo linchan.

A consecuencia de este incidente se ordenó poner retretes en los refugios.

Feinddesland. 2015. Veinte cuentos que no mienten.

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El maestro

El maestro

Anochecía cuando Amir llegó a casa. Con apenas 13 años ya ayudaba en casa por las tardes. acarreando agua, haciendo recados para vecinos, ayudando a Hassan con la recua de mulas. Cierto es que, en las estrechas calles de Córdoba, la fila de mulas era fácil de conducir, pero, aún y así, 13 años son pocos… Sin padre, su madre se afanaba lavando ropa, remendando, pero el dinero siempre era escaso y cualquier ayuda era buena.

Pero lo que deseaba con toda su alma es que llegara el día siguiente: se levantaba antes que nadie para prepararse para ir a su kuttab, a su escuela, un pequeño edificio rectangular anexo a la Mezquita de los Jueces, no muy lejos de la Gran Mezquita, y su madre estaba encantada con que al niño le gustara tanto aprender, pero lo que no sabía es que el responsable del madrugón no era tanto la escuela, que sí, que le gustaba, como el maestro Zahid.

Pero no, el maestro Zahid, no era un profesor en su escuela: Amir pasaba todos los días por una de las calles del zoco de camino a su escuela y, aunque siempre había algo que le llamaba la atención, nunca se detenía mucho, apenas curioseaba un momento y seguía su camino: el director del kuttab, el Sr. Ziryab, era muy estricto con la puntualidad (y con todo, en general), y no se quería exponer a un castigo.

Pero un día vio al maestro Zahid encorvado sobre una mesa a la puerta de su taller, una mesa de madera oscura y gruesa, muy concentrado, y fue esa intensidad lo que le atrajo. Se acercó a mirar, sin molestar al artesano: ¿cómo alguien era capaz de hacer algo tan intrincado y tan hermoso?

Era casi hipnótico ver cómo cambiaba de una herramienta a otra casi sin mirar, con la facilidad que sólo puede dar la experiencia, y con cada una, con cada movimiento, el maestro aumentaba la belleza de la pieza de cuero que trabajaba.

Estuvo un buen rato observando, hasta que el maestro, que, por supuesto, se había percatado de su presencia, le interpeló:

-¿No llegas tarde al kuttab?

-¡Oh!-, y Amir salió corriendo como alma que lleva un shaytán.

El maestro Zahid se sonrió: sabía que volvería a verlo…

Efectivamente, al día siguiente Amir llegó mucho antes de la hora del kuttab.

-Buenos días, maestro- su madre le había educado bien. -¿Le importa que mire mientras trabaja?

-No, no, al contrario. Primero: ¿cómo te llamas? Yo soy Zahid.

-Mi nombre es Amir -, le contestó.

-¿Te gusta, Amir? - le dijo, señalando a la pieza de cuero que estaba trabajando.

-Sí, pero no entiendo cómo se puede hacer algo así. No sé ni cómo se llama.

-¿Esto? Es un ataurique.

-Entonces, ¿es usted un maestro auta… auto… atruricador?

-¡Jajaja! No, Amir, ataurique es el motivo que uso para decorar y que le da nombre a la pieza, yo soy guadamacilero.

-¿Un guada-qué?

-Sí, es la técnica que uso para hacer este ataurique, la técnica de guadamecí, pero hay otras. Ahora, si no te importa…

El maestro volvió a su tarea, con Amir absorto en sus movimientos, intentando descifrar los secretos del guadamecí:

-Maestro, ¿cómo se llama la herramienta que está usando ahora?

-¿Ésta? -dijo, alzándola. -Es un matulejo, sirve para marcar el cuero y saber por dónde cortar, o trabajarlo, o coserlo. Por cierto, Amir, el kuttab…… - sonrió…

-¡Oh! - dijo Amir mientras echaba a correr -¡Hasta mañana, maestro!

Como no podía ser de otra manera, Amir estuvo allí, puntual, por la mañana, mientras el maestro Zahid abría su taller, colgaba sus trabajos a la vista de todos y sacaba a la puerta su mesa de trabajo.

Al día siguiente, Amir le ayudó a sacar su artesanía a la puerta, y la mesa de trabajo, y el maestro le puso una silla a un lado para que no estuviera de pie mientras le observaba. Incluso, le puso un resto de cuero y algunas herramientas viejas para que le imitara mientras le observaba. Día tras día, Amir aprendió lo que era un buril, una gubia o una lezna, de qué estaban hechos los tintes…

Lo que no sabía Amir es que el maestro conocía a su madre. Un día, al cerrar el taller, y mientras Amir estaba con las mulas, se acercó a su casa:

-Buenas tardes, señora Faiza.

-¡Maestro Zahid! ¿Qué se le ofrece? ¡Pase, pase! ¿Un té?

-Si, gracias. Le quería hablar de Amir…

-¿Amir? ¿Qué ha hecho ahora? - No sería la primera vez que Amir se metía en algún lío.

-¡Jajaja! Nada, nada, no se preocupe, es muy buen chico. El caso es que lleva varias semanas viniendo a ver cómo trabajo cuando abro el taller, mucho antes de ir al kuttab, y se le ve muy interesado, y se le nota que tiene habilidad y es muy despierto, coge lo que le enseño al vuelo.

-Anda, por eso madruga tanto… Pues no me ha dicho nada.

-Ocurre que mi hijo no quiere seguir mis pasos como artesano, y necesito un ayudante, un aprendiz. Me gustaría que Amir fuera mi aprendiz.

-¡Oh! - Que un maestro artesano se hubiera fijado en su hijo era una bendición, le enseñaría un oficio de prestigio y bien remunerado, pero los primeros meses los aprendices no cobraban, y necesitaban el dinero de los pequeños trabajos de Amir… -Maestro, no crea que no agradezco que haya pensado en Amir como aprendiz, pero trabaja por las tardes y no podemos prescindir de ese dinero… -dijo, apesadumbrada.

-Hmmm… Haremos una cosa: que venga por las tardes, después del kuttab, y, si veo que vale para el trabajo, yo le pagaré lo que cobra ahora a partir del tercer mes. ¿Podrá aguantar?

-Si, creo que sí…

En ese momento, entra Amir por la puerta, saludando a su madre, y quedándose sorprendido por ver allí al maestro:

-¡Maestro! ¿Pero qué…?

-Hola, Amir -, contesta, mientras mira con complicidad a su madre. Muy serio, le suelta: -Amir, no puedes venir más a verme al taller antes de la escuela.

A Amir le cambió el semblante, entre confundido y horrorizado.

-¡Pero, maestro, ¿por qué?! ¿He hecho algo malo? - dijo, mientras unas lágrimas brotaban de sus ojos, sin entender nada.

El maestro Zahid, viendo el sufrimiento del niño, no quiso seguir con la chanza:

-¡Jajaja! No te preocupes, Amir, no has hecho nada: desde mañana serás mi aprendiz, ahora vendrás por la tarde, después de la escuela, a aprender mi oficio y a ayudarme.

Nunca el sol iluminó esa estancia con tanta intensidad como la cara de Amir en ese momento.

Ataurique (ornamentación floral/vegetal) realizado con la técnica del guadamecí (cuero repujado y pintado).

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Continuará... 19

Esta parte del "relato largo" (lo lamento) viene de aquí y en este orden, primero aquí:

www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-7

Después aquí:

www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-11

Luego:

www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-14

Después...

www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-17

*****

Al llegar a casa, ni siquiera pensó en comer, su mente estaba enfocada, concentrada en leer toda la prensa posible sobre el caso. Antes de hacer nada en el ordenador, inspiró lentamente y expiró con actitud relajante. Con gran esfuerzo hizo clic en un anuncio de un libro de recetas asiáticas, en un curso de Economía y en una web de viajes al Polo Norte. La noticia, su noticia, estaba en la mayoría de la prensa local y regional. Sospechaba que pronto engrosaría la lista de sucesos nacionales. ¿Reportajes en televisión? Quizás.

Uno de los textos decía: “La ausencia de robo parece un dato clave, ya que la víctima conservaba su reloj y su móvil, alejando la opción delictiva común. El móvil de la mujer ya se encuentra en manos de la Policía Judicial para su análisis. Las actuaciones se mantienen bajo secreto de sumario por orden del juzgado, lo que implica que los detalles específicos de las pruebas y la investigación no se harán públicos por el momento. Todo apunta a que se trata del cadáver de la mujer desaparecida, Ana Ferrer.”

Un robo. No es robo porque llevaba el reloj y el móvil consigo, lo de estar envuelta en plástico le parecía a Juan de poca importancia informativa. Aunque bien mirado en esta noticia no dicen nada de cómo apareció el cadáver. Aun así, el texto le parecía escrito con desgana, prisas y sin mucho interés. 

En otro periódico regional había un artículo cubriendo la noticia con más detalles: “La Policía está centrando sus esfuerzos en reconstruir las últimas horas de la víctima, que casi con toda seguridad se trata de Ana Ferrer, desaparecida hace varias semanas, la funcionaria del Ayuntamiento de 38 años ha sido hallada muerta entre cañas y maleza en el cauce de la rambla, en el curso de las labores de limpieza. Cada elemento de la zona está siendo analizado en busca de pruebas que permitan identificar al responsable o responsables. A los medios locales se unirá la Policía Forense de la capital, y expertos en estas tareas. Mientras tanto la zona sigue acordonada y asegurada."

"Según nos indican fuentes policiales, los investigadores rastrearán grabaciones de seguridad de la zona y las comunicaciones de la mujer para reconstruir sus movimientos previos al crimen, recabarán testimonios de posibles testigos, con la clara intención de disponer de una cronología de los hechos. La autopsia se espera como un elemento clave para precisar la causa y el momento de la muerte."

"Todas las hipótesis permanecen abiertas. La Policía mantiene la máxima reserva para no comprometer el avance de la investigación."

 "La denuncia inicial de su familia y del amigo con el que había quedado (Juan José González), tras no recibir noticias de Ana desde la fatídica noche del jueves al viernes, permitió activar el dispositivo de búsqueda que ha concluido sin éxito hasta el terrible hallazgo del cuerpo."

"Más allá de la investigación, la muerte de Ana Ferrer Rey ha generado un profundo impacto en toda la comarca. Funcionaria del área de Cultura del Ayuntamiento, licenciada en Geografía e Historia y en Historia del Arte, Ana dedicó mucho esfuerzo a la preservación del patrimonio local. El Ayuntamiento ha decretado dos días de luto oficial mientras la investigación policial busca esclarecer este terrible crimen.” 

Juan pasó rápidamente a otro periódico donde se podía leer:

“Un perro fue el que encontró el cuerpo sin vida de la mujer, según testigos tironeaba de un saco de plástico entre la maleza, hasta que consiguió sacarlo y fue entonces cuando los trabajadores de la limpieza del cauce vieron el cadáver. La familia, que no ha hecho declaraciones, está sobrecogida por los hechos. Algunos vecinos de la fallecida, apuntan a que en fechas recientes tuvo un acalorado encontronazo con los actuales dueños del Palacete de Rivababia, patrimonio local, a cuenta de unas reformas en la fachada a las que se oponía Ana Ferrer y el equipo de arquitectos del Consistorio, llevando ante la Justicia al fondo de inversión, WorldMundo Hainsbach, que lo había comprado.”

Le parecía gracioso que los medios más carroñeros dejaran caer un posible ajuste de cuentas que no tenía sentido, sólo para ganar notoriedad y que la maquinaria del rumor se pusiera en marcha. Se detuvo un instante en la parte del plástico, releyendo las frases. No se indicaba que el cadáver estuviera envuelto en plástico, parecía que estuviera encima, o a un lado de la mujer. Curioso. Pensaba que llamarlo “saco de plástico” o era un error de información de los periodistas o significaba algo más. Algo que bien pudiera estar relacionado con la investigación. Tendría que seguir la pista de todos esos datos para hacerse una idea clara de por dónde podrían ir los pasos policiales.

En TV-1999 cubrían también la noticia. “El cuerpo sin vida de Ana Ferrer aparece en el cauce de la rambla, bajo el Puente de los Descubrimientos. Esta cadena se ha puesto en contacto con fuentes policiales y en breve se ampliará la noticia con un artículo detallado con toda la información disponible.”

Escueto y poco motivado. Pensó Juan mientras analizaba cómo otros medios daban más detalles y en la cadena local donde trabajaba esa periodista fueran tan parcos. Abajo había un enlace a un vídeo. En él se podía ver a varios reporteros con diferentes y coloridos micrófonos, dirigiéndose a una policía en la entrada de la Comisaría de la localidad. Juan suponía que la mujer haría las tareas de Prensa e Información.

-...Ya les he dicho lo que puedo contarles, señores.

-¿Se baraja un posible ajuste de cuentas en relación con el fondo de inversión? –preguntaba apresuradamente una reportera con una alcachofa de color verde intenso.

-No se descarta nada ahora mismo. Todas las hipótesis están abiertas.

-¿Qué se sabe de los trabajadores que encontraron el cuerpo? -preguntaba un reportero con melena apuntando el micrófono de color rojo hacia la policía.

-Mantenemos la máxima reserva para no comprometer el avance de la investigación. Señores, por favor, en cuanto tengamos más información daremos una rueda de Prensa.

-¿Quién se encarga de la investigación? ¿Cuándo estarán los resultados de la autopsia? ¿Cuándo se dará más información? –preguntaban sin orden sabiendo que la policía daba por concluida la atención a la Prensa.

-Muchas gracias –dijo ella dándose la vuelta y entrando en la Comisaría.

Juan ya estaba en la siguiente fase mental de su plan. Ya habían encontrado su paquete y el juego se ponía interesante para él, en su mundo, en su juego de crimen perfecto. Volvía a sentir que tenía el control de la situación. Lo primero, volver a hacer una lista de comidas semanales. Como ya no había comido al mediodía, tras el trabajo, cenaría improvisando. Mañana compraría comida para seguir su plan alimenticio. Compraría un lienzo pequeño y pintaría otro vórtice, para completar el hueco que quedaba en la pared. ¿Debía incluir en la ecuación a la tal Lucía? Esta noche reflexionaría al respecto.

Fue a la cocina y se sentó en la pequeña mesa de allí para preparar su lista de comidas. A mano, con la cuadrícula que hacía con regla, creando celdas para los días que le quedaban hasta el fin de semana. Incluyendo compra en el Mercado el sábado. Desayuno, comida y cena.

Cuando terminó, miró su obra culinaria, imperfecta porque no cubría una semana. El domingo completaría la semana entrante. Miró la hora y se decidió por una cena antes de hora, con lo que encontrara en la nevera y en los estantes. No había nada que le inspirara a preparar nada. Se le ocurrió que podría ir a un bar a comer un bocadillo, última vez que se saltaba una de sus reglas. Nunca comer fuera. Nunca. Miró el móvil y tenía dos llamadas de números desconocidos, lo dejó en la mesa del salón, como siempre. Comprobó que llevaba veinte euros y algunas monedas sueltas de euro en su cartera. Salió al jardín y ahora la zona sin césped le parecía hasta bonita. Sonrió.

Salió y comenzó a caminar hacia la calle peatonal que estaba a unos veinte minutos andando y donde sabía que había bares de todo tipo, clase, precios y ruido.

El bar que eligió tenía una pantalla de televisión donde se ponían vídeos de no sabía dónde, suponía que de youtube y “shorts” del mismo, donde se iban intercalando sincopadamente bailes de adolescentes y de niñas y niños con coreografía ensayada, pactada y empaquetada. La letra de la canción le llamó la atención. Pidió un bocadillo de carne con queso y panceta; beicon, le corrigieron. Asintió pensando que podría estrangular a tantos idiotas en el mundo real que no habría cárcel para él, pero no dijo nada.

MENTE MÁ – NAKAMA, ponía el subtítulo del vídeo con el tema machacón que se repetía en variantes con bailes y demás movimientos de caderas en pre púberes con kilos de maquillaje, para mayor honra y gloria de sus padres. Así que estaba de moda una canción que hablaba de armas, fusiles y ráfagas de disparos. De moda. Moda, el número que más se repite en una serie, pensaba. “Mira la boca del fusil.” ¿Qué querían decir? Se preguntaba.

El bocadillo resultó ser tan insulso como el camarero que le atendió. Pan seco, tostado pero seco, lomo correoso, el queso grasiento y la panceta, crujiente; un refresco de naranja y cena lista.

Debía pensar en sus siguientes pasos. Aunque ya estaba todo hecho, era imposible que encontraran ninguna pista. Su intención demostrando al mundo que se podía cometer un crimen que quedara impune cobraba fuerzas. Estaba seguro. Vendían un mundo seguro a precio de saldo. Tanto miedo. No podrían encontrar ninguna pista que lo involucrara a él. Un asesino. Tenía planeado, dentro de diez años, volver a cometer otro crimen, otro aviso a la sociedad. Debía ser cauteloso, en realidad, debía fingir ser un tipo normal.

De vuelta a casa, iba repasando, una vez más, todos los detalles que recordaba. Así como otras ideas de su vuelta a un mundo ordenado, sin improvisaciones. Mañana compraría comida en ese supermercado de medio pelo. Compraría un lienzo pequeño y pintaría otro vórtice, y recogería la pintura roja que había encargado. El punto de inflexión de la aparición de esa periodista, que además la conoció en la discoteca aquella noche. ¿Divorciada? ¿Separada? ¿Soltera? ¿Viuda? ¿Familia? ¿Las casualidades realmente existen? Suponía que sí, por qué no. Cuando andaba por la calle de su casa, notó que alguien venía andando tras él, desde el principio de la calle. Cuanto metió a la mujer en su jardín de un tirón, ¿podría haber habido alguien al principio o al final de la calle que fuera testigo de lo sucedido? No. Habría avisado a la Policía de algo así. No. ¿Era mejor llamar a esa periodista o no hacerlo? Si no la llamaba podría pensar que lo de invitarla a su casa en Xangri-A era algo extraño y que no tenía interés en ella realmente. Si la llamaba podría creer que estaba interesado en conocerla. Decisiones. Dudas. ¿La llamaba, desde el teléfono fijo o desde el móvil?

Entró en su casa pensando que quizás mejor desde el móvil, quedar a tomar un café en un lugar concurrido, mostrar cierto interés por ella pero no demasiado, sonsacarle algo de su trabajo, de su información del caso. Debía ser muy sutil. Recuerda cómo bailaba y cómo estaba disfrutando la mujer. Él sólo estaba haciéndose notar, llegó a descamisarse con un tema musical, ni recuerda cuál era. Estuvo allí y aunque hubiera, que las había, cámaras a la entrada del local, quería segurarse de que se supiera que él, esa noche, esa madrugada estaba en esa discoteca. Aunque la invitó a su casa, sabía que buscaría una excusa en caso de que ella hubiera aceptado. Nadie visita su casa. Cuando tuvo que dejar pasar al técnico de la red de fibra, cubrió con telas los muebles de todo del salón. Dijo que iban a venir los pintores. Nadie visita su casa.

Miró la hora y decidió llamarla.

-Hola, buenas noches, soy Juan, el descamisado –intentando parecer cordial, cercano, tontorrón.

-Ah, hola, Juan, ¿qué tal?

-Nada, para invitarte a un café donde tú me digas y así charlamos un rato...

-Tendría que ser por la tarde o tarde noche, ando liada con el trabajo...

-Yo trabajo hasta las tres todos los días, así que tú me dices.

-Vale, te llamo a este número cuando sepa cómo tengo el trabajo, ¿te parece?

-Me parece. Adiós.

-Adiós.

Le había parecido un poco raro el tono, muy diferente al del otro día cuando se encontraron por casualidad y le dió su tarjeta. Pensó que todos los días no teníamos el mismo ánimo, que a veces estamos preocupados por diferentes cosas o... simplemente que estaba de mal humor por cualquier cosa.

Esa noche volvió a tener un sueño vívido. Se encontraba tumbado en una cama de hospital, de nuevo inmóvil, desnudo. Una mujer vestida con pijama de cirujana, de ese color verde concreto, y manchada de sangre; esa médica lo envolvía en plásticos en la misma cama de hospital. Desde la ventana, nubarrones de lluvia dejaban caer tierra y arena en vez de agua. De pronto empezó a oírse música desde los aparatos de control médico. Una música de un viejo gramófono y repitiendo la misma frase: “Yes, it's a good day for singing a song, and it's a good day for moving alone; Yes, it's a good day, how could anything go wrong. A good day from morning' till night.”

No se despertó del todo. Se dió la vuelta en la cama y siguió durmiendo.      

El día en la sucursal bancaria fue como siempre, menos mal, orden, repetición, rituales, todo previsible y mundano, como debía ser. Ese día no se quedó a tomar un refresco con sus compañeros, fue directamente al supermercado, ese que olía mal, olía a alcantarilla, a desagüe. Compró sólo productos enlatados o envasados al vacío. Pronto sería sábado y podría ir al mercado a comprar productos de verdad. Se pasó a recoger tres tubos de óleo “rojo escarlata 334”, los que había encargado.

En casa, miró la lista provisional y preparó ese día albóndigas que venían en un paquete del supermercado, con tomate, orégano y cúrcuma. Ensalada de una de esas bolsas variadas y malditas que aliñó con aceite de oliva, pimienta molida y muy poco vinagre. De postre un flan de marca local que sabía a colorantes y saborizantes. 

Cuando terminó, fue a mirar el móvil y tenía dos mensajes de Lucía. Preguntando si podrían quedar esa misma noche a las 21:00 en un café llamado Hibris, en una calle peatonal y tranquila. No contestó y se dirigió a ver las noticias del día. Todas eran reciclajes de informaciones previas, nada nuevo.

Fue a su dormitorio buscando algo que ponerse en unas circunstancias nuevas para él, informal, pero no demasiado; formal, pero no demasiado. Debía jugar su papel, pero no tenía disfraces para ese nuevo rol. Usaría la camisa de la discoteca. No. La había tirado junto con el canasto entero de ropa. Así que optó por una vieja camisa azul y unos pantalones tejanos. Pronto llegaría esa nueva tormenta anunciada para el fin de semana. ¿Qué le diría para obtener información sin que ella sospechara nada? ¿Por qué iba a sospechar? Era periodista, curiosos por naturaleza. Y él debía ser más listo, más hábil. ¿Cómo? No se le daban bien las relaciones humanas. Volvía a recordar la letra de esa canción del bar: “Mira la boca del fusil. Vas a llevarte puro rafagón. Dale, toma, toma, toma...” Y una sonrisa iluminó su cara. 

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Adéle (Homenaje a Charlie Hebdo)

Adéle (Homenaje a Charlie Hebdo)

Adéle salió temprano de casa. Esa mañana había cogido unas horas libres en el trabajo ya que tenía que ir al centro de Paris al notario para firmar la hipoteca de su nuevo piso. Era un pequeño apartamento en un barrio de la periferia, pero iba a ser suyo.
Tras su divorcio había vuelto a casa de sus padres, y con más de cuarenta años, consideraba que aquello no era una buena idea, ya que ahí no disponía de la suficiente libertad para hacer lo que quisiera.

menéame