Relatos cortos
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La mujer que llevó al mendigo a la miseria

Quiero describir un acontecimiento triste, pero veo ante mí, como una nota inicial, el rostro sonriente del señor Vojtíšek. Un rostro saludablemente luminoso y con brillo rojizo, como de un asado de domingo, recubierto de mantequilla fresca. Como el señor Vojtíšek se afeitaba solo los domingos, hacia el sábado, cuando ya la blanca barba había vuelto a crecer lo suficiente por su redondo mentón y lo adornaba como una espesa nata, me parecía aún más apuesto. También su pelo me gustaba. No tenía mucho; empezaba bajo una calva redonda, por las sienes, estaba ya canoso —no plateado, sino ligeramente amarillento—, pero era como de seda y ondeaba con suavidad en torno a su cabeza. El señor Vojtíšek llevaba siempre la gorra en la mano y se cubría solo cuando tenía que cruzar un espacio demasiado soleado. Decididamente, el señor Vojtíšek me gustaba mucho, sus ojos azules brillaban con gran sinceridad y toda su cara era como un ojo, redondo y sincero.

El señor Vojtíšek era mendigo. Qué había sido antes, no lo sé, pero debía de ser mendigo desde hacía tiempo, a juzgar por lo conocido que era en Malá Strana, y, dada su salud, podría serlo todavía mucho tiempo: estaba hecho un toro. Cuántos años tenía entonces, creo que lo sé. Una vez lo vi subir con sus característicos pasos cortos colina de San Juan arriba hasta la calle de La Espuela y acercarse al policía Šimr, que apoyado en la barandilla tomaba el sol tranquilamente. Šimr era aquel policía gordo, tanto que el uniforme gris siempre parecía a punto de estallarle y cuya cabeza, por detrás, se asemejaba, con perdón, a varias morcillas grasientas. Su casco reluciente se balanceaba sobre la gran cabeza a cada movimiento y, cuando se ponía a correr tras un aprendiz que, con descaro, y contra todas las disposiciones, cruzaba la calle con la pipa encendida en la boca, Šimr tenía que quitarse el casco a toda prisa y llevarlo en la mano. Entonces los niños nos reíamos y saltábamos a la pata coja, pero en cuanto nos miraba, fingíamos que no pasaba nada. Šimr era un alemán de Šluknov. Si vive todavía —así lo espero— apuesto a que aún continúa hablando el checo tan mal como entonces. Y «fíjense ustedes» solía decir, «lo aprendí en un año».

En aquella ocasión el señor Vojtíšek se puso la gorra azul debajo del brazo izquierdo y hundió la mano derecha en el bolsillo de su largo abrigo gris, mientras saludaba a Šimr, que en aquel momento bostezaba, con estas palabras:

—¡Que Dios le acompañe!

Šimr saludó con la mano. Acto seguido el señor Vojtíšek sacó su modesta tabaquera de corteza de abedul, tirando de la presilla levantó el fondo superior de cuero y la acercó a Šimr. Šimr esnifó y dijo:

—Usted también tendrá sus añitos, ¿eh? ¿Cuántos?

—Bueno —sonreía el señor Vojtíšek—, hará ya unos ochenta años que mi padre, por dar contento al cuerpo, hizo que yo viera la luz.

A un lector atento sin duda sorprenderá que el mendigo Vojtíšek pudiera hablar con el policía con tanta familiaridad y que este ni siquiera se dirigiera a él con el tono que solía emplear con un forastero o una persona subordinada. Y además hay que tener en cuenta lo que en aquellos tiempos significaba ser policía. No eran uno cualquiera entre los seiscientos agentes, sino que se los conocía por el nombre: Novák, Šimr, Kedlický y Weisse, que durante el día se turnaban en la guardia de nuestra calle. Eran el bajito Novák de Slabce, que gustaba de pararse delante de las tiendas de ultramarinos por su afición al aguardiente de ciruelas; el gordo Šimr de Šluknov; luego Kedlický de Vyšehrad, malhumorado pero de buen corazón, y, finalmente, Weisse de Rožmitál, grandote, con unos dientes amarillos y largos, fuera de lo corriente. De cada uno, se sabía cuál era su patria chica, cuánto tiempo había pasado en el ejército y cuántos hijos tenía; y con cada uno jugábamos los niños del vecindario; y ellos conocían a todos los vecinos, hombres y mujeres, y siempre podían decir a las madres dónde paraban sus hijos. Y cuando en el año 1844 Weisse, como consecuencia del incendio del Renthaus, falleció, toda la calle de La Espuela fue a su entierro.

Pero el señor Vojtíšek no era en modo alguno un mendigo corriente. Ni siquiera era riguroso en el descuido de su aspecto de mendigo, parecía bastante limpio, al menos al principio de la semana. Iba con el pañuelo al cuello siempre bien atado, aunque en el abrigo, aquí o allá, llevaba un remiendo, pero no un parche llamativo ni un trozo de tela demasiado diferente. En una semana recorría mendigando todo el barrio de Malá Strana. Era bien visto en todas partes, y en cuanto un ama de casa oía su suave voz, al punto le sacaba amablemente su moneda de tres céntimos. Tres céntimos o un cuarto era por entonces bastante. Por la mañana mendigaba hasta el último momento y luego se encaminaba a la iglesia de San Nicolás, a la misa de las once y media. A la puerta de la iglesia no pedía nunca, ni siquiera prestaba atención a las mendigas que estaban allí en cuclillas. Y luego se iba a comer algo, sabía dónde le tenían guardado un tazón con las sobras del almuerzo. Había algo de libre y sereno en todo su ser y proceder, algo que hizo que Storm llegara a pronunciar aquel cómico dicho conmovedor:

—Ach könnt’ich betteln geh’n über die braune Hainn!

El fondista de nuestra casa, el señor Herzl, era el único que nunca le daba una moneda de tres céntimos. El señor Herzl era un hombre alto, algo avaro, pero por lo demás soportable. En vez de dinero, le echaba de su caja un poco de tabaco. Y después —esto sucedía todos los sábados—, siempre sostenían la misma conversación.

—Vaya, señor Vojtíšek, corren malos tiempos.

—Así es, y no serán mejores hasta que el león del castillo se siente en el columpio de Vyšehrad.

Se refería al león de la torre de San Vito. Tengo que reconocer que esa afirmación del señor Vojtíšek me daba mucho que pensar. Como jovencito educado y cabal —tenía por entonces ocho años— no podía dudar ni un instante de que el referido león podía, igual que yo, durante la verbena, cruzar el puente de piedra hasta Vyšehrad y allí sentarse en el conocido tiovivo. Pero cómo podría aquello ser causa de mejores tiempos, eso no lo entendía.

Era un hermoso día de junio. El señor Vojtíšek salió de la iglesia de San Nicolás, se puso la gorra en la cabeza para protegerse de sol radiante y avanzó despacio por la actual plaza de San Esteban. Se paró junto a la estatua de la Santísima Trinidad y se sentó sobre un escalón. La fuente de detrás dejaba oír su canto y el sol calentaba, era muy agradable. Probablemente ese día iba a comer en un lugar donde se servía después de las doce.

Apenas se hubo sentado, una de las mendigas de la puerta de la iglesia de San Nicolás se levantó y se fue en aquella dirección. La llamaban «la vieja de los millones». Las demás mendigas juraban que Dios pagaría la limosna recibida cien mil veces pero ella enseguida lo subía a millones y millones. Por eso la mujer del oficial Hermann, que acudía a todas las subastas de Praga, solo le daba limosna a ella. La Millones andaba sin cojear cuando le daba la gana y cojeaba cuando quería. Ahora se dirigía sin cojear y directamente hacia el señor Vojtíšek, que se hallaba junto a la estatua. Las faldas ondeaban sobre sus miembros resecos casi sin crujido alguno. El pañuelo azul, muy echado sobre la frente, se movía arriba y abajo. Su cara me resultaba siempre enormemente antipática. Puras arruguitas como fideos finos que confluían en la nariz picuda y la boca. Sus ojos eran de color verdedorado, como los de un gato.

Se acercó hasta el señor Vojtíšek.

—¡Alabado sea Dios! —E hizo una mueca con la boca.

El señor Vojtíšek asintió con la cabeza.

La Millones se sentó al otro extremo de escalón y estornudó.

—¡Uf! —observó—, a mí no me gusta el sol, cuando me da, estornudo.

El señor Vojtíšek ni se inmutó.

La Millones tiró del pañuelo hacia atrás y dejó al descubierto todo su rostro. Sus ojos se contraían como los de un gato al sol, tan pronto estaban cerrados como se iluminaban bajo la frente igual que dos puntos verdes. Su boca se torcía en un tic continuo; cuando la abría mostraba, en la parte superior, un único diente enteramente negro.

—Señor Vojtíšek —empezó de nuevo—, señor Vojtíšek, siempre digo que si usted quisiera…

El señor Vojtíšek guardaba silencio. Solo volvió la cara hacia ella y le miró la boca.

—Siempre digo, sí, que si el señor Vojtíšek quisiera, podría decirnos dónde está la buena gente.

El señor Vojtíšek ni se inmutó.

—¿Por qué me mira usted tan fijamente? —preguntó la Millones tras un instante—. ¿Pasa algo?

—¡El diente! Me sorprende que pueda tener ese único diente.

—¡Ah, ese diente! —suspiró y añadió—: Ya sabe usted que la pérdida de un diente significa siempre la pérdida de un buen amigo. Ya están todos en la tumba, los que me querían bien y tenían buenas intenciones, todos. Solo queda uno, pero no sé quién es, no sé dónde está ese buen amigo mío que Dios misericordioso me pondrá aún en el camino de la vida. ¡Ah, Dios mío, estoy tan sola y abandonada!

El señor Vojtíšek miraba al suelo y guardaba silencio.

Algo como una sonrisa, como un relámpago de alegría, cruzó la cara de la mendiga, pero era horroroso. Frunció aún más la boca, y todo el rostro en cierto modo se le estiró hacia los labios, como hacia un rabillo.

—¡Señor Vojtíšek! Señor Vojtíšek, nosotros dos aún podríamos ser felices. El otro día soñé con usted, creo que Dios lo quiere. Está usted tan solo, señor Vojtíšek, nadie se ocupa de usted. Usted goza de favor por todas partes, conoce a mucha gente buena. Ya ve, podría trasladarme a su casa. Tengo algo de ropa de cama.

Mientras, el señor Vojtíšek se había ido levantando lentamente. Se enderezó del todo y con la mano derecha se ajustó la visera de cuero de su gorra.

—Prefiero arsénico —dijo en un exabrupto, y se dio media vuelta sin despedirse.

Avanzó despacio hacia la calle de La Espuela. Dos bolas verdes fulguraron tras él hasta que desapareció al doblar la esquina.

Luego la Millones se bajó el pañuelo hasta la barbilla y se quedó quieta durante un buen rato. Tal vez dormía.

Extrañas noticias empezaron a circular por Malá Strana. Y los que las oían no daban crédito. «Señor Vojtíšek» se decía con frecuencia en las conversaciones y, al poco, se oía de nuevo: «Señor Vojtíšek».

Pronto me enteré de todo. El señor Vojtíšek, al parecer, ni siquiera era pobre. El señor Vojtíšek, se decía, tenía al otro lado del río dos casas en František. Por lo visto, ni siquiera era verdad que viviera cerca del castillo en algún lugar de Bruska.

¡Le había tomado el pelo al buen vecindario de Malá Strana! ¡Y durante mucho tiempo!

Cundió la indignación. Los hombres estaban enfadados, se sentían ultrajados, avergonzados de haber sido tan crédulos.

—¡Canalla! —dijo uno.

—Es verdad —abundó otro—, ¿lo vio alguien mendigar los domingos? Lo más probable es que estuviera en su casa, en sus palacios, comiendo un asado.

Las mujeres tenían sus dudas. El rostro del bueno de señor Vojtíšek les parecía demasiado sincero.

Pero corrió una noticia más. Se decía que también tenía dos hijas y estas, al parecer, presumían de señoritas. Una tenía un novio teniente y la otra quería dedicarse al teatro. Siempre iban enguantadas y paseaban por la alameda de Stromovka. Eso fue decisivo, incluso para las mujeres.

Bastaron cuarenta y ocho horas para que el destino del señor Vojtíšek cambiase. En todas partes, le echaban de la puerta, eran «malos tiempos». Donde solían darle de comer, le decían «hoy no ha quedado nada» o «somos pobres, solo tenemos garbanzos y eso no es para usted». Los gamberros callejeros saltaban y gritaban a su paso: «¡Propietario, propietario!».

Me hallaba el sábado delante de mi casa, cuando vi que el señor Vojtíšek se acercaba. El señor Herzl, como de costumbre, estaba de pie con su delantal blanco ante la puerta de la casa, apoyado en la jamba de piedra. De forma involuntaria y a causa de una especie de miedo inexplicable, entré corriendo en casa y me oculté tras el portón. A través de la rendija que dejaban los goznes, podía ver bien al señor Vojtíšek, que se aproximaba.

La gorra le temblaba entre las manos. No se acercaba sonriente como otras veces. Tenía la cabeza gacha y el pelo amarillento despeinado.

—Alabado sea Dios —saludó con voz normal. Al mismo tiempo su cabeza se enderezó. Tenía pálidas las mejillas y la mirada como velada por el sueño.

—Qué bien que haya venido —dijo el señor Herzl—. Señor Vojtíšek, présteme veinte mil. No tema perderlos. Los colocaré en una buena hipoteca. Tengo ocasión de comprar una casa aquí al lado, llamada El Cisne…

No acabó la frase.

Al señor Vojtíšek de pronto se le llenaron los ojos de lágrimas.

—Pero yo, pero yo… —sollozó—. ¡Yo he sido durante toda mi vida muy honrado!

Con paso vacilante cruzó la calle y se dejó caer junto al muro que conducía al castillo. Apoyó la cabeza en las rodillas y lloró sonoramente.

Entré corriendo en la habitación de mis padres, temblando de pies a cabeza. Mi madre estaba junto a la ventana y miraba hacia la calle. Preguntó:

—¿Qué le ha dicho el señor Herzl?

Miré fijamente por la ventana al señor Vojtíšek, que seguía llorando. Mi madre estaba preparando la merienda, pero cada dos por tres se acercaba a la ventana, se asomaba y negaba con la cabeza.

De pronto vio que el señor Vojtíšek se levantaba despacio. A toda prisa cortó una rebanada de pan, la colocó sobre la taza de café y salió corriendo. Lo llamó gesticulando desde el umbral, pero el señor Vojtíšek ni veía ni oía. Llegó hasta él y le tendió la taza. El señor Vojtíšek la miró en silencio.

—Dios se lo pague —susurró por fin y luego añadió—: Sin embargo, ahora no puedo tragar nada.

El señor Vojtíšek no volvió a mendigar por Malá Strana. Naturalmente, a la otra orilla del río tampoco podía ir de casa en casa, pues ni la gente ni los policías lo conocían. Se sentaba en la plazoleta de Křižovnická, junto a los arcos de la Klementinus, justo enfrente de la garita de la guardia que se hallaba al lado del puente. Solía encontrármelo allí siempre los jueves por la tarde, cuando estaba libre e iba a la Ciudad Vieja a mirar los escaparates de los libreros. Tenía la gorra frente a sí, boca arriba, en el suelo, y la cabeza siempre inclinada hacia el pecho; las manos sostenían un rosario y él no se fijaba en nadie. La calva, las mejillas, las manos no brillaban ni estaban sonrosadas como antes, y la piel amarillenta se había encogido en arrugas escamosas. ¿Debo o no debo decirlo? Pero, por qué no iba a confesar que no me atrevía a pasar por delante de él y que me deslizaba siempre por detrás de la columna para poder echarle en la gorra mi paga del jueves, un ochavo, y luego salir corriendo.

Después me lo encontré una vez en el puente; un policía lo llevaba a Malá Strana. Nunca más volví a verlo.

Era una mañana helada de febrero. Fuera todavía estaba oscuro, la ventana se hallaba recubierta de hielo grueso en forma de flores, en el cual se reflejaba el destello de la estufa de enfrente. Delante de la casa traqueteó un carrito y ladraron los perros.

—Vete a buscar dos cuartillos de leche —me ordenó mi madre—, pero tápate el cuello.

Fuera estaba la lechera en la carretilla y, detrás, el policía Kedlický. El cabo de una vela de sebo iluminaba silenciosamente desde el farol de cristal cuadrangular.

—¿Cómo dice, el señor Vojtíšek? —preguntaba la lechera, dejando de remover con el cucharón. Aunque las autoridades habían prohibido a las lecheras utilizar el cucharón para batir la leche y que así pareciera que tenía mucha nata, el policía era un hombre de buen corazón, como ya he dicho.

—Sí —respondió—, lo hemos encontrado pasada la medianoche en Üjezd, junto al cuartel de artillería. Estaba completamente congelado y lo hemos depositado en la cámara mortuoria de los carmelitanos. Iba vestido solo con un abrigo todo roto y pantalones, ni siquiera llevaba camisa.

Cuentos de la Mala Strana. Jan Neruda.

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¿Fue un sueño?

¡La había amado locamente!

¿Por qué se ama? ¿Por qué se ama? Cuán extraño es ver un solo ser en el mundo, tener un solo

pensamiento en el cerebro, un solo deseo en el corazón y un solo nombre en los labios... un

nombre que asciende continuamente, como el agua de un manantial, desde las profundidades del

alma hasta los labios, un nombre que se repite una y otra vez, que se susurra incesantemente, en

todas partes, como una plegaria.

Voy a contaros nuestra historia, ya que el amor sólo tiene una, que es siempre la misma. La

conocí y viví de su ternura, de sus caricias, de sus palabras, en sus brazos tan absolutamente

envuelto, atado y absorvido por todo lo que procedía de ella, que no me importaba ya si era de

día o de noche, ni si estaba muerto o vivo, en este nuestro antiguo mundo.

Y luego ella murió. ¿Cómo? No lo sé; hace tiempo que no sé nada. Pero una noche llegó a casa

muy mojada, porque estaba lloviendo intensamente, y al día siguiente tosía, y tosió durante una

semana, y tuvo que guardar cama. No recuerdo ahora lo que ocurrió, pero los médicos llegaron,

escribieron y se marcharon. Se compraron medicinas, y algunas mujeres se las hicieron beber. Sus

manos estaban muy calientes, sus sienes ardían y sus ojos estaban brillantes y tristes. Cuando yo

le hablaba me contestaba, pero no recuerdo lo que decíamos. ¡Lo he olvidado todo, todo, todo!

Ella murió, y recuerdo perfectamente su leve, débil suspiro. La enfermera dijo: "¡Ah!" ¡y yo

comprendí! ¡Y yo comprendí!

Me consultaron acerca del entierro pero no recuerdo nada de lo que dijeron, aunque sí recuerdo

el ataúd y el sonido del martillo cuando clavaban la tapa, encerrándola a ella dentro. ¡Oh! ¡Dios

mío!¡Dios mío!

¡Ella estaba enterrada! ¡Enterrada! ¡Ella! ¡En aquel agujero! Vinieron algunas personas... mujeres

amigas. Me marché de allí corriendo. Corrí y luego anduve a través de las calles, regresé a casa

y al día siguiente emprendí un viaje.

Ayer regresé a París, y cuando vi de nuevo mi habitación - nuestra habitación, nuestra cama,

nuestros muebles, todo lo que queda de la vida de un ser humano después de su muerte -, me

invadió tal oleada de nostalgia y de pesar, que sentí deseos de abrir la ventana y de arrojarme a

la calle. No podía permanecer ya entre aquellas cosas, entre aquellas paredes que la habían

encerrado y la habían cogijado, que conservaban un millar de átomos de ella, de su piel y de su

aliento, en sus imperceptibles grietas. Cogí mi sombrero para marcharme, y antes de llegar a la

puerta pasé junto al gran espejo del vestíbulo, el espejo que ella había colocado allí para poder

contemplarse todos los días de la cabeza a los pies, en el momento de salir, para ver si lo que

llevaba le caía bien, y era lindo, desde sus pequeños zapatos hasta su sombrero.

Me detuve delante de aquel espejo en el cual se había contemplado ella tantas veces... tantas

veces, tantas veces, que el espejo tendría que haber conservado su imagen. Estaba allí de pie,

temblando, con los ojos clavados en el cristal - en aquel liso, enorme, vacío cristal - que la había

contenido por entero y la había poseído tanto como yo, tanto como mis apasionadas miradas.

Sentí como si amara a aquel cristal. Lo toqué; estaba frío. ¡Oh, el recuerdo! ¡Triste espejo,

ardiente espejo, horrible espejo, que haces sufrir tales tormentos a los hombres! ¡Dichoso el

hombre cuyo corazón olvida todo lo que ha contenido, todo lo que ha pasado delante de él, todo

lo que se ha mirado a sí mismo en él o ha sido reflejado en su afecto, en su amor! ¡Cuánto sufro!

Me marché sin saberlo, sin desearlo, hacia el cementerio. Encontré su sencilla tumba, una cruz de

mármol blanco, con esta breve inscripción:

«Amó, fue amada, y murió.»

¡Ella está ahí debajo, descompuesta! ¡Qué horrible! Sollocé con la frente apoyada en el suelo, y

permanecí allí mucho tiempo, mucho tiempo. Luego vi que estaba oscureciendo, y un extraño y

loco deseo, el deseo de un amante desesperado, me invadió. Deseé pasar la noche, la última

noche, llorando sobre su tumba. Pero podían verme y echarme del cementerio. ¿Qué hacer?

Buscando una solución, me puse en pie y empecé a vagabundear por aquella ciudad de la muerte.

Anduve y anduve. Qué pequeña es esta ciudad comparada con la otra, la ciudad en la cual

vivimos. Y, sin embargo, no son muchos más numerosos los muertos que los vivos. Nosotros

necesitamos grandes casas, anchas calles y mucho espacio para las cuatro generaciones que ven

la luz del día al mismo tiempo, beber agua del manantial y vino de las vides, y comer pan de las

llanuras.

¡Y para todas estas generaciones de los muertos, para todos los muertos que nos han precedido,

aquí no hay apenas nada, apenas nada! La tierra se los lleva, y el olvido los borra. ¡Adiós!

Al final del cementerio, me di cuenta repentinamente de que estaba en la parte más antigua, donde

los que murieron hace tiempo están mezclados con la tierra, donde las propias cruces están

podridas, donde posiblemente enterrarán a los que lleguen mañana. Está llena de rosales que nadie

ciuda, de altos y oscuros cipreses; un triste y hermoso jardín alimentado con carne humana.

Yo estaba solo, completamente solo. De modo que me acurruqué debajo de un árbol y me escondí

entre las frondosas y sombrías ramas. Esperé, agarrándome al tronco como un náufrago se agarra

a una tabla.

Cuando la luz diurna desapareció del todo, abandoné el refugio y eché a andar suavemente,

lentamente, silenciosamente, hacia aquel terreno lleno de muertos. Anduve de un lado para otro,

pero no conseguí encontrar de nuevo la tumba de mi amada. Avancé con los brazos extendidos,

chocando contra las tumbas con mis manos, mis pies, mis rodillas, mi pecho, incluso con mi

cabeza, sin conseguir encontrarla. Anduve a tientas como un ciego buscando su camino. Toqué

las lápidas, las cruces, las verjas de hierro, las coronas de metal y las coronas de flores marchitas.

Leí los nombres con mis dedos pasándolos por encima de las letras. ¡Qué noche! ¡Qué noche! ¡Y

no pude encontrarla!

No había luna. ¡Qué noche! Estaba asustado, terriblemente asustado, en aquellos angostos

senderos entre dos hileras de tumbas. ¡Tumbas! ¡Tumbas! ¡Tumbas! ¡Sólo Tumbas! A mi derecha,

a la izquierda, delante de mí, a mi alrededor, en todas partes había tumbas. Me senté en una de

ellas, ya que no podía seguir andando. Mis rodillas empezaron a doblarse. ¡Pude oír los latidos

de mi corazón! Y oí algo más. ¿Qué? Un ruido confuso, indefinible. ¿Estaba el ruido en mi cabeza,

en la impenetrable noche, o debajo de la misteriosa tierra, la tierra sembrada de cadáveres

humanos? Miré a mi alrededor, pero no puedo decir cuánto tiempo permanecí allí. Estaba

paralizado de terror, helado de espanto, dispuesto a morir.

Súbitamente, tuve la impresión de que la losa de mármol sobre la cual estaba sentado se estaba

moviendo. Se estaba moviendo, desde luego, como si alguien tratara de levantarla. Di un salto que

me llevó hasta una tumba vecina, y vi, sí, vi claramente como se levantaba la losa sobre la cual

estaba sentado. Luego apareció el muerto, un esqueleto desnudo, empujando la losa desde abajo

con su encorvada espalda. Lo vi claramente, a pesar de que la noche estaba oscura. En la cruz

pude leer:

«Aquí yace Jacques Olivant, que murió a la edad de cincuenta y un años. Amó a su familia, fue

bueno y honrado y murió en la gracia de Dios.»

El muerto leyó también lo que había escrito en la lápida. Luego cogió una piedra del sendero, una

piedra pequeña y puntiaguda, y empezó a rascar las letras con sumo cuidado. Las borró

lentamente, y con las cuencas de sus ojos contempló el lugar donde habían estado grabadas. A

continuación con la punta del hueso de lo que había sido su dedo índice, escribió en letras

luminosas, como las líneas que los chiquillos trazan en las paredes con una piedra de fósforo:

«Aquí yace Jacques Olivant, que murió a la edad de cincuenta y un años. Mató a su padre a

disgustos, porque deseaba heredar su fortuna; torturó a su esposa, atormentó a sus hijos, engañó

a sus vecinos, robó todo lo que pudo, y murió en pecado mortal.»

Cuando hubo terminado de escribir, el muerto se quedó inmóvil, contemplando su obra. Al mirar

a mi alrededor vi que todas las tumbas estaban abiertas, que todos los muertos habían salido de

ellas y que todos habían borrado las líneas que sus parientes habían grabado en las lápidas,

sustituyéndolas por la verdad. Y vi que todos habían sido atormentadores de sus vecinos,

maliciosos, deshonestos, hipócritas, embusteros, ruines, calumniadores, envidiosos; que habían

robado, engañado, y habían cometido los peores delitos; aquellos buenos padres, aquellas fieles

esposas, aquellos hijos devotos, aquellas hijas castas, aquellos honrados comerciantes, aquellos

hombres y mujeres que fueron llamados irreprochables. Todos ellos estaban escribiendo al mismo

tiempo la verdad, la terrible y sagrada verdad, la cual todo el mundo ignoraba, o fingía ignorar,

mientras estaban vivos.

Pensé que también ella había escrito algo en su tumba. Y ahora, corriendo sin miedo entre los

ataúdes medio abiertos, entre los cadáveres y esqueletos, fui hacia ella, convencido que la

encontraría inmediatamente. La reconocí al instante sin ver su rostro, el cual estaba cubierto por

un velo negro; y en la cruz de mármol donde poco antes había leído:

Amó, fue amada, y murió.

ahora leí:

«Habiendo salido un día de lluvia para engañar a su amante, pilló una pulmonía y murió.»

Parece que me encontraron al romper el día, tendido sobre la tumba, sin conocimiento.

Guy de Maupassant.

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