
Hace unos días revisité un escrito de @Feindesland, ante lo cual me animó a versionar su excelente "M.A.N (Hoy no)". Lo que sigue es el resultado.
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Anselmo lleva treinta y cuatro años de camionero, viendo a la familia dos días a la semana y tratando de matar las horas el resto del tiempo. Está convencido de que si un día se durmiera al volante, el aguerrido Pegaso lo sabría llevar él sólo de Hamburgo a Huelva.
El camión realmente es un M.A.N., pero le sigue llamando Pegaso por costumbre. Y porque se siente mejor pensando que cabalga un caballo alado que sobre unas siglas tan insulsas e impronunciables como Maschinenfabrik Augsburg-Nürnberg. Algo así como “Fábrica de coches Zaragoza-Bilbao” mientras intentas tragar un polvorón.
— Bien, pues ya estoy casado con un hombre —bromeó Anselmo cuando firmó la señal.
— Ah, no, no. No es inglés —aclaró el vendedor—. Es alemán: Maschinenfabrik Augsburg-Nürnberg. Le pasa a todo el mundo.
Fue decepcionante. Que su mastodonte de acero fuera “El hombre” le había conquistado, le resultaba viril. Lo otro… lo otro sonaba a lavadora.
Eso sí, el camión es una maravilla. Lo peor es trabajar en verano. Con aire acondicionado o sin él, acabas por tostarte al sol, casi asfixiado. Si no lo pones, te cueces; y si lo pones, te resfrías... Al final, lo mejor es bajar la ventanilla y dejar que entre el aire, aunque parezca salido de la panadería.
Hoy es sábado y la perspectiva del hogar se hace cada vez más presente. Anselmo va hablando por la radio con Benito, otro camionero de Isla Cristina que hace ruta hasta Colonia. Suelen encontrarse en La Junquera y desde allí vuelven juntos a casa. En esta ocasión. Benito va más rápido, le saca ya treinta kilómetros. Cuando uno va adelantado, tienen la costumbre de avisar si hay atasco o accidente o alguna patrulla de la Guardia Civil por la autovía.
No es que hagan el loco, viven del volante y saben muy bien lo que se juegan, pero cuando es sábado y hay que llegar a casa, se pisa el acelerador un poco más. Sin pasarse, eso sí, que el gasóleo cuesta un ojo. Un poco de gas y se aligera el tráfico, ¿verdad? Mejor para todos. La Guardia Civil no suele meterse mientras no hagas cosas que asusten al personal, como adelantar en una curva o poner los trailers en paralelo. En cualquier caso, hay que estar al tanto, no te vaya a pillar un agente de los amargados y te eche a perder la semana en el último momento.
Benito, que se las sabe todas, tiene identificados varios tramos del camino que comparten. Y justo en este que recorren ahora suele patrullar el cabo Villarroya, un tipo tieso al que le debieron meter un palo por el culo y que disfruta jodiendo ante el más mínimo fallo. Hace un par de años, por ejemplo, le regaló a Anselmo tres horas de papeleo solo por rechistar que ordenara pesar el camión. ¡Si no llevaba carga!
— Relaja, Benito, que entramos en los terrenos de la joya Villarroya —le indica con voz plana y metálica por la radio.
— El cabrón tricornio, sí. Gracias por avisar, Anselmo de mi vida, ya estaba pensando en casa —bromea mientras levanta un poco el pie.
Sin embargo, el camino se ve despejado. Ni guardias, ni atascos, ni manifestaciones, que últimamente también son una jodienda. La emisora les entretiene los kilómetros. Generalmente se explayan ambos, respetándose los turnos y escuchando con relativa atención. Pueden ir de la cháchara superficial a las confesiones íntimas con la naturalidad con la que caga un niño entre dos coches. Pero hoy parece que solo habla Benito. Está muy indignado porque los equipos ingleses están comprando a todos los buenos jugadores de la Liga y eso es injusto, pero, claro, también lo es cómo se reparten el dinero, aquí, los grandes.
— En España el fútbol es una broma… Juegan veinte pero ganan dos, macho, siempre los mismos.
— …
— Anselmo, ¿estás bien?
— Solo estoy cansado.
— Oye, que podemos hablar de lo que quieras. O me callo. Yo solo quiero llegar pronto. Cata me ha enviado una foto de unos trapillos que se ha comprado por internet y…
— Pues tira si quieres. Hoy no tengo el cuerpo. —le interrumpe Anselmo, desanimado.
— ¿Sigues dándole vueltas?
— Todo el rato. No se me va.
— Chico, no te tortures, que no tienes la culpa.
— Ya… no puedo evitarlo.
— En serio, amigo, tú no has hecho nada malo.
— A veces me viene el olor a caucho.
— Vacaciones, compañero, eso lo cura todo —intenta quitarle hierro, Benito.
— Anda, cuéntame la temporada del 87, que casi sube el Recre.
— ¡Hombre! La casi gloriosa.
— Tenías 16, ¿no? Yo 10, casi ni me acuerdo. —dice Anselmo, más animado.
— Si, 16. Fue una pasada. Me llevaba mi padre… ¡Hostia puta! —grita, dando un volantazo.
— ¿Qué ha pasado? ¿Estás bien?
— ¡Me cago en todo, Anselmo! Otro hijoputa de esos, un kamikaze. ¡Y casi me da!
— ¡No me jodas! ¿Cómo es?
— Un Audi rojo… Iría a 200… Ojo, que te alcanza en 10 minutos.
Anselmo le pega un puñetazo al volante.
— ¡Me cago en su puta vida!
— Anselmo, que está loco. Párate en un área de servicio. Tú tranqui.
— Ni tranqui ni hostias. Voy a atravesar la caja del camión en la autovía. Por mis cojones que ese cabrón hoy no mata a nadie.
— Anselmo, no me jodas, que te quitan el carné… —le ruega su compañero.
— ¡A la mierda!
— ¡Anselmo, hostia! ¡Piensa en tu familia!
Pero Anselmo ya no le escucha, solo piensa en una familia, y no es la suya. Ha cambiado la frecuencia a la de la Guardia Civil. Lo envuelve otra vez el olor a goma quemada, que le aturde al mezclarse con el recuerdo de los gritos y la radial.
Sorpresa. Al aparato contesta Villarroya. Nada más reconocer su voz, Anselmo vuelve a la realidad, y resopla, doblemente contrariado. Pero no le queda otra: le cuenta el problema… Y su solución.
— Caballero, deténgase en el arcén y espere, vamos para allá.
— ¿No me escucha? ¡Que va a 200!
— ¡Deténgase! —grita Villarroya—. Bloquear la autovía es un delito. Y si hay un accidente, le juro que le meto cuatro años por homicidio impru…
Anselmo apaga la radio, no se puede confiar en esos parguelas de uniforme. Y mucho menos en el cobarde de Villarroya, duro con los blandos y blando con los duros.
Pero aún deben quedar unos cinco minutos para el encuentro.
Le vuelve el recuerdo, aún más vívido de la familia que sacaron los bomberos en el accidente. Fue hace cuatro días, en Sinzheim. Y lo provocó un suicida kamikaze que se hubiera estampado con él si no hubiera dado un volantazo certero. Y cobarde. Anselmo ve de nuevo la zapatilla que quedó empotrada en el parabrisas. Ve el rostro morado de la madre antes de que lo taparan. Y ve a los dos críos con los ojos tan abiertos. Tiene que parar en el arcén.
“Si no me hubiera apartado…” se repite una y otra vez. “Sabía que estaban ahí, me seguían… no se atrevieron a adelantarme”.
La imagen le abrasa en la cabeza y, como una quemadura, cubre de dolor cualquier otra sensación. Así que la ira se abre paso, sin oposición, sin darse cuenta.
Salta de la cabina y quita el seguro del enganche del tráiler. Fantasea con un volantazo delante del Audi para que la caja, cargada hasta los topes de tornillos, se desenganche y vuelque, aplastando al puto asesino. Le reconforta. Vuelve corriendo a la cabina, su ira hoy es determinación.
Anselmo arranca y pisa. Segunda, tercera, cuarta… 500 caballos desbocados de acero y rabia.
A lo lejos ve el coche rojo, que viene de frente. El tramo de autovía está vacío, luminoso. Es perfecto. Va a cazarlo.
— ¡Es lo que quieres, eh, cabrón! Van a sacarte con una espátula.
Anselmo va a 110 y subiendo. Le queda apenas un minuto. El rugido del motor estremece la cabina. Ya no huele a goma, sino a aceite mineral caliente. Se le ocurre de pronto que podría matarse. Y se le pasa por la cabeza echarse a un lado.
No.
Ya se apartó una vez y no ha podido dormir desde entonces. Esta vez lo detendrá. Hoy será un hombre.
Así que, en lugar de pisar el freno, pisa el acelerador, hasta el fondo.
“Cada cual que limpie su mierda como pueda”.
Falta medio minuto para que el Audi y el camión se encuentren.
Brama la bocina, como el grito de una carga a muerte en la batalla. Anselmo también grita y se aferra al volante. El motor ruge como escupiendo el corazón.
Hoy M.A.N. no significa Maschinenfabrik Augsburg-Nürnberg. Hoy no son siglas, que le den al tipo del concesionario.
Hoy no.
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Kudos a @Feindesland
Cuando yo era niño venían a casa todo tipo de personas y llamaban a la puerta. Mi padre pegaba el ojo a la mirilla, pero no abría. Llamaban insistentemente con los nudillos, aporreaban la puerta, y a mí eso me producía cierto miedo. Pero mi padre siempre iba adonde yo estaba y se recostaba en la alfombra a mi lado, apoyaba la espalda en uno de los lados del piano y me abrazaba muy muy fuerte.
—No tengas miedo —me susurraba—, no hay nada que temer, al fin y al cabo no se trata más que de las personas huecas.
Y entonces mi padre me susurraba al oído:
—Schiffmann, abre la puerta. Sabemos que estás ahí.
Y aquellas personas repetían al instante las palabras de mi padre, sólo que en voz alta.
Después daban unas cuantas vueltas alrededor de la casa mientras intentaban subir las persianas desde fuera, y mi padre me decía muy bajito al oído cosas que ellas repetían fuera, como un eco.
—¿Lo ves? —continuaba susurrándome mi padre—, no hay nada que temer. Son personas huecas, sin cuerpo, sin nada, simples voces.
Y después mi padre susurraba:
—Volveremos a venir, Schiffmann, con buenos has ido a meterte. —Y las personas huecas repetían sus palabras.
Además, siempre volvían, y nosotros siempre nos escondíamos.
Por otra parte, mi madre murió sin voz pero con cuerpo, y fuimos a enterrarla. Llevamos a un plañidor para que llorara por ella y mi padre le señaló en el libro unos llantos concretos, porque también él era uno de ellos. Así es que durante toda una semana todo estuvo tranquilo, pero después volvieron a venir. Nosotros seguimos acurrucándonos en nuestro rincón y a veces era mi padre el que decía lo que ellos iban a repetir y otras veces era yo. En mi interior me sorprendía el hecho de que hubiera habido un tiempo en que los había temido tanto, mientras que ahora mis palabras regresaban de ellos como una pelota de tenis que hubiera lanzado contra la pared. Así, sin más, sin propósito alguno. Después, también mi padre murió ahí en el rincón, junto al piano, mientras yo lo abrazaba con el mismo abrazo que él me había dado cuando yo tenía miedo. Permaneció en silencio cuando lo bajamos a la tumba, y tampoco dijo nada cuando el plañidor prorrumpió en los llantos que yo sabía que lloraría de aquel libro, y siguió callando también cuando lo cubrimos de tierra. Y yo callé con él, porque al fin y al cabo yo también, por lo visto, era uno de ellos.
Etgar keret. Del libro ·"la chica sobre la nevera y otros relatos"
Esta parte del "relato corto" (muchas comillas) viene de aquí y en este orden, primero aquí:
www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-7
Después aquí:
www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-11
Luego:
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***
El lunes la sucursal del banco estaba alborotada, se habían formado dos bandos definidos e irreconciliables sobre la desgracia del hombre en la pasarela. Unos tachaban al Ayuntamiento de no haber construido un puente mucho más fiable y menos estético. Otros destacaban la imprudencia de esa persona en un momento así para hacer una maldita foto.
Juan estaba ensimismado pensando en las labores de limpieza en el cauce. No podía quitarse de la cabeza el poder ver el momento exacto del descubrimiento de su paquete. Le encantaría estar ahí y ver sus caras, pero no podía ser, ya había ido demasiadas veces a la zona, aunque era un área de paso y mucha gente transitaba por ese puente, tanto andando como en coche.
-Juan, ¿tú qué opinas? –le preguntó el otro cajero de ventanilla.
-¿Sobre qué? –respondió Juan intentando ser sociable.
-Coño, que el tío fue un imbécil, como tantos otros que palman haciéndose “selfies” y gilipolleces varias sólo por unos “likes”.
-¿Quién, el de la pasarela?
-Claro, quién va a ser, joder, siempre estás en las nubes... –dijo la subdirectora de la oficina, pasando con unos papeles delante de las ventanillas de atención al público-. Si hubieran hecho una pasarela como Dios manda, esto no habría pasado.
-A veces, las cosas pasan porque sí, sin razón aparente ni motivo –respondió lacónico Juan.
El timbre de petición de apertura de puerta exterior sonó, Juan le dio al botón correspondiente y una clienta entró. Todos guardaron silencio, dejando sus discusiones para otro momento.
Mientras atendía a la señora volvió a mirar las cajas de los clips, ahora ordenados, metálicos por un lado y de colores por otro. Respiró aliviado como si el mundo volviera a tener sentido, con una sonrisa le indicó a la mujer que esa operación la hiciera mejor desde el cajero. Órdenes de Dirección. La señora, que podría tener más de setenta años, lo miró con cara de no entender nada. Juan añadió que debería usar la aplicación del banco en el móvil, que todo era más fácil así. Sin mediar palabra, la señora enseñó su teléfono, un “tontomóvil” de marca irreconocible.
La mañana pasó entre clientes cabreados por algún error bancario, usuarios con peticiones imposibles, y repeticiones de una de las frases mágicas: “Normativa del Banco Central”, esa consigna que era una mezcla de comodín de todo y de nada y motivo de muchos enfados.
Cuando terminó su horario laboral, varios compañeros dijeron de ir a tomar algo en la “otra oficina”, un bar dos portales más allá de la sucursal bancaria. Juan nunca iba con ellos. Demasiado esfuerzo le costaba fingir ser relativamente sociable.
En coche, de vuelta, resistió el acuciante deseo de pasar por el puente y ver cómo iban los trabajos. Si habían comenzado a las ocho de la mañana ya tendrían bastante avanzados los trabajos de limpieza. ¿Incluiría la tala de arbolitos, cañas y maleza?
Cuando llegó a casa, miró la lista culinaria y se dio cuenta de que el fin de semana no había preparado nada. Se estremeció al pensar que hoy tenía planificado albóndigas en salsa, brócoli en ensalada y flan. Nada de eso estaba preparado. Nervioso, se comió un trozo de pan con embutido y un helado que languidecía en el congelador desde meses atrás.
Tras recoger la mesa, fue al canasto de la ropa sucia y rescató la ropa de aquella noche. No recordaba si llevaba camisa azul o la de cuadros verdes y negros. Se esforzaba en hacer memoria pero temía inventarse el recuerdo. Cogió el pantalón tejano que sí llevaba y lo metió en una bolsa de basura, luego las dos camisas. Se quedó mirando la ropa restante del canasto, sopesando si toda estaría “contaminada” con algún posible resto. Sin pensarlo más sacó toda la ropa sucia y la metió en la bolsa. De nuevo sus ojos se quedaron petrificados mirando el propio canasto ahora vacío. Fue a su taller, cogió la maza y machacó la cesta de la ropa hasta dejarla destrozada y casi plana para que cupiera en otra bolsa de basura. Más relajado, sacó las bolsas al jardín para tirarlas en otro momento.
Conectó el portátil y navegó por las noticias en el mismo orden de siempre. Para disimular si ese alguien invisible estuviera controlando sus movimientos en la red, hizo clic en la publicidad de un nuevo restaurante mexicano, en una nueva serie de animación de un canal de pago y en un nuevo modelo de coche híbrido asiático.
En un periódico local, en portada: “Margarita Martínez de 73 años, desaparecida de la Residencia Luz de Luna”. Juan notaba cómo el azar estaba jugando con la realidad de un modo que no sabía interpretar. ¿Esto era bueno para él? ¿Podría complicarle las cosas? ¿Más medios regionales para estas búsquedas? ¿O difuminaría los esfuerzos policiales? Miró con detalle la foto de la mujer con el rótulo de: “DESAPARECIDA” y sus datos para identificarla. Parecía feliz, sonriente y sin mucho maquillaje. “La mujer, que necesita medicación, salió voluntariamente de la residencia. En el momento de su desaparición llevaba chaqueta azul y pantalón negro. Mide 1’68, es de complexión gruesa y tiene el pelo canoso. Se pide la colaboración ciudadana”.
Colaboración ciudadana. Sólo en su localidad de unos 70.000 habitantes había varias residencias de ancianos y en las localidades cercanas otros tantos, no parecía que fuera nada extraño el caso de esta mujer, sólo que ahora prestaba mucha más atención a estas cosas. Se decía fríamente.
Buscó más noticias sobre la limpieza del cauce y no encontró nada, tan sólo una minúscula nota de prensa del comienzo de los trabajos acompañada de una foto donde se veía una pequeña excavadora y varios trabajadores con casco y chalecos reflectantes. Típica foto tomada por un desganado reportero gráfico. Posiblemente mal pagado y mal considerado. Seguro que le habrían insistido en que se vieran claramente los chalecos con el rótulo del Ayuntamiento.
Esa tarde tiró las bolsas con los restos de ropa y canasto en contenedores diferentes y alejados, ya le parecía una costumbre ritualizada desde años atrás, la asumía como algo normal. Fue al vivero a comprar tierra y semillas de césped. No había de la clase que ya tenía en el resto del jardín. Así que compró otra variedad ante la insistencia del vendedor de que su tipo de hierba ya no tenía distribuidor.
Dejó los sacos en el jardín y se dispuso a cocinar todo lo que el fin de semana no había hecho. Puso la radio de la cocina en un canal de noticias. Mientras, preparaba unas albóndigas y hacía un sofrito de tomate y cebolla, caramelizaba más cebolla en otra sartén para otro plato.
La locutora de ese informativo anunciaba que el Ayuntamiento había habilitado una página web para que la población pudiera registrar posibles incidencias relacionadas con la limpieza viaria del municipio. De esta manera se establecía una nueva vía de comunicación directa entre el Consistorio y los vecinos y vecinas. Juan se giró hacia la radio y se le escapó un sonoro: “¡Venga ya!” O el azar estaba haciendo muchas horas extras o el mundo se había confabulado contra él. A cuento de qué venían ahora con esa web, las calles estaban limpias, aparte de algunos muebles viejos abandonados cerca de los contenedores, la ciudad no necesitaba de esos “policías de la basura”. Casi se dió un corte en el dedo mientras picaba cebolla. La cortinilla musical dio paso a un anuncio de “Detergente Mariángeles, limpieza total de las manchas más difíciles.” Ahora Juan sí que se dió un corte en el dedo. La paranoia estaba llegando a límites absurdos. Fue al baño y se lavó con jabón el corte y se puso una tirita. Se fijó en la marca del jabón de manos: “Viuda de la Maza”. Incrédulo, volvió a mirar de nuevo el rótulo horadado en la pastilla: “Viuda de Itaza”.
Al volver a la cocina se le habían pasado las albóndigas de fritura y humeaban al fuego. En la radio entrevistaban al amigo de la desaparecida Ana Ferrer. Apagó el fuego y se sentó en el taburete a escuchar con atención.
-Estamos con Juan José González, amigo de la mujer desaparecida Ana Ferrer. Hola, Juan José.
-Hola.
-¿Cómo estás viviendo estos días lo sucedido con Ana?
-Pues muy preocupado, la verdad, ya he hablado con la Policía y les he contado todo lo que sé.
-¿Qué puedes contarnos, ya que suponemos que hay informaciones que no puedes divulgar?
-Habíamos quedado en casa para organizar unas vacaciones en Suecia... planificar hoteles, vuelos, comidas, esas cosas... Íbamos a ir a Malmö también porque ella es muy fan de la serie “Bron/Broen” y quería... –se le quiebra la voz.
-Tranquilo, Juan José.
-Pues eso, que nunca llegó a casa, vivo al final de la calle Águila Martínez...
Juan se quedó helado al oír el nombre de la calle. Su calle. Imposible. De todo punto imposible. Por eso la mujer iba caminando calle abajo cuando pasó delante de su puerta.
-...Nunca llegó, me llamó sobre las diez de la noche más o menos diciendo que venía ya para acá. Y luego, nada.
-¿Qué le ha dicho la Policía?
-Poca cosa, son muy reservados. Les dije que estaba solo en ese momento, que si buscaban que yo tuviera una coartada o algo así, que no tenía, estaba solo en casa esperándola. Pero que jamás, nunca, jamás le haría daño a Ana. Jamás.
Juan seguía en estado de conmoción. Un sudor frío le recorría la nuca. Hasta que la mente fría se impuso. Debía dar un paseo.
(Cuando os canséis me lo decís y lo dejo. Y ya os resumo que el asesino era el mayordomo, ah, no, Juan. Esta parte del "relato corto", ejem, viene de aquí y en este orden: www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-7 y después aquí: www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-11 )
A la vuelta de la compra decidió desviarse un poco y pasar por el puente, sentía mucha curiosidad por ver cómo evolucionaba la cosa. A esa hora no había mucha gente, el tráfico habitual de coches de los sábados, esos días que para a ir a comprar el pan dos calles más allá se usaba el coche y la ciudad se atascaba como si fuera un lunes a las siete de la mañana. Como el día estaba agradable había personas paseando, se detuvo un momento dejando el carro de la compra cerca del muro bajo del puente y miró disimuladamente al campanario, a derecha, a izquierda y luego se asomó a la zona de cañas, árboles y a la pequeña presa de barro y objetos acumulados que seguía sin limpiar. Su paquete seguiría totalmente invisible. Aunque le parecía que las plantas estaban movidas, dobladas y algún matorral ya no estaba.No podía estar seguro, claro. Posiblemente la riada debió zarandear esa zona. Vio un par de perros sin collar recorrer el cauce sin aparente rumbo.
Se dirigió a casa satisfecho. Tras ordenar la compra, volvió a saltarse su regla sagrada y miró la prensa buscando noticias sobre el caso, navegando remolonamente por otras noticias como si alguien pudiera estar grabando sus movimientos y fuera su manera de disimular. No entendía cómo su orden tan bien establecido estaba dando paso a una impulsividad desconocida para él.
En varios periódicos publicaban la foto de la mujer con una cartela en rojo que rezaba: “DESAPARECIDA” y sus datos para identificarla. ¿Se preguntaba qué podría haber pasado con el amigo con el que debía encontrarse? ¿En su casa? ¿En la calle? ¿Tendría buena coartada? ¿Eran más que amigos?
Juan sabía que debía trazar un plan de actuación o de inacción para los próximos diez años al menos, estos casos no se resolvían de la noche a la mañana. Si quería que su crimen perfecto funcionara debería pensar, al menos, a diez años vista. Habría sido más fácil que la mujer tuviera amante, o divorciada con amenazas del ex marido, o estuviera en negocios turbios, enemigos en la comunidad de vecinos, pero no... al menos en la prensa no se hablaba de nada de eso.
Ya sabía que no podría obtener información de ningún tipo como no fuera a través de los medios de comunicación y las redes sociales. Quizás podría jugar la baza de preguntar muy discretamente al policía que tenía cuenta con su banco, pero o lo hacía con mucha habilidad o... Quizás no mereciera la pena ese riesgo.
En ese momento llamaron al timbre de la puerta. Sorprendido, bajó hasta el jardín y sin abrir el portón preguntó.
-¿Quién es?
-Hola, buenos días, Policía.
Juan instintivamente conectó el sistema de alarma mental. Abrió la puerta y vió a dos policías, un hombre y una mujer, jóvenes y con mirada tranquila.
-Buenos días, estamos preguntado a los vecinos por el caso de la mujer desaparecida...
-Vaya, pensaba que lo de ir puerta a puerta sólo se hacía en las películas –dijo Juan con una sonrisa en la cara.
-En esta zona hay muchas personas mayores que no tienen ni redes sociales ni leen la prensa por internet... –respondió la joven policía, ahora seria, austera.
“Claro, que el padre de la mujer fuera inspector de policía seguro que no tenía nada que ver, claro.” Pensó esbozando una sonrisa interna.
-Sí, sí, he visto la foto de la mujer desaparecida, poco más.
-¿La noche del doce al trece vio usted algo u oyó algo inusual?
-¿La noche del doce? No recuerdo ni lo que comí ayer... –dijo buscando complicidad con los agentes.
-Unos vecinos dicen que se oyeron ruidos y que podrían ser okupas en las casas en venta.
“Cuánta imaginación tiene la gente, ven okupas por todos lados.” Pensó Juan suspirando y no sabiendo cómo continuar su respuesta.
-Pues no he oído nada. Ah, por cierto, aparte de que los perritos de la zona, sobre todo uno y su dueña, tienen mucha afición a mearse y cagarse en mi puerta.
-Hable con la Policía Municipal –dijo el policía-. Bueno, gracias, que tenga usted un buen día.
-De nada. Buen servicio.
Tras cerrar el portón. Los engranajes mentales se pusieron en marcha a mayor velocidad. Debía revisar a fondo el jardín, el patio entero al detalle. El trocito de plástico en el rosal no había sido buena señal y así debió entenderlo, pero lo dejó pasar. Y ahora esto, dos policías en su puerta. La mano del inspector de Policía debía estar detrás de tanta investigación, cuando lo normal es que atiendan llamadas de gente que cree haber visto algo o recibir informaciones variadas; ponen en redes y en prensa la foto y sus datos y a esperar. Ser tan activos no encajaba con nada.
Pasaron unos minutos y abrió el portón discretamente, asomó la cabeza para ver por dónde iban los policías, estaban tres puertas más allá hablando con el vecino con muletas, a la altura de su plaza de aparcamiento de minusválido, no, personas con movilidad reducida, pronto cambiarían el término y le llamarían personas con movilidad divergente.
Comenzó a revisar concienzudamente todo el patio, planta por planta. Debajo de unas hojas había una perla pequeña de color rojo, de plástico. La miró al detalle. Y una imagen le golpeó en la cara. La mujer llevaba un collar de bisutería, con cuentas de colores, pero el collar no se rompió. Una cuenta perdida saltaría con el golpe de la maza. Azar. La guardó en una bolsa y siguió mirando con detalle. Luego se dirigió a donde había caído el cuerpo tras el golpe, en el césped. ¿Habría restos de pelo entre la hierba? ¿Saliva? No sangró, o no vio sangre en el momento. Y en el plástico al envolverla tampoco vio sangre. Saliva sí. Fue a por la azada al arcón de las herramientas de jardín y comenzó a levantar el césped de toda esa zona, con la pala cogía trozos de tierra y hierba y los echaba en un saco. No iba a correr ningún riesgo con eso.
Cuando terminó tenía un pequeño socavón de dos metros por dos de tierra y yerba eliminada. Estaba sudando, mientras contemplaba su obra.
Era la hora de comer, se lavó, se cambió de ropa y vio que el plan de comida de hoy era arroz hervido, huevos fritos y pisto. “¿Otra vez?” Pensó mirando el plan semanal completo, con ciertas dudas.
Esta parte del "relato corto" (muchas comillas) viene de aquí y en este orden, primero aquí:
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El lunes la sucursal del banco estaba alborotada, se habían formado dos bandos definidos e irreconciliables sobre la desgracia del hombre en la pasarela. Unos tachaban al Ayuntamiento de no haber construido un puente mucho más fiable y menos estético. Otros destacaban la imprudencia de esa persona en un momento así para hacer una maldita foto.
Juan estaba ensimismado pensando en las labores de limpieza en el cauce. No podía quitarse de la cabeza el poder ver el momento exacto del descubrimiento de su paquete. Le encantaría estar ahí y ver sus caras, pero no podía ser, ya había ido demasiadas veces a la zona, aunque era un área de paso y mucha gente transitaba por ese puente, tanto andando como en coche.
-Juan, ¿tú qué opinas? –le preguntó el otro cajero de ventanilla.
-¿Sobre qué? –respondió Juan intentando ser sociable.
-Coño, que el tío fue un imbécil, como tantos otros que palman haciéndose “selfies” y gilipolleces varias sólo por unos “likes”.
-¿Quién, el de la pasarela?
-Claro, quién va a ser, joder, siempre estás en las nubes... –dijo la subdirectora de la oficina, pasando con unos papeles delante de las ventanillas de atención al público-. Si hubieran hecho una pasarela como Dios manda, esto no habría pasado.
-A veces, las cosas pasan porque sí, sin razón aparente ni motivo –respondió lacónico Juan.
El timbre de petición de apertura de puerta exterior sonó, Juan le dio al botón correspondiente y una clienta entró. Todos guardaron silencio, dejando sus discusiones para otro momento.
Mientras atendía a la señora volvió a mirar las cajas de los clips, ahora ordenados, metálicos por un lado y de colores por otro. Respiró aliviado como si el mundo volviera a tener sentido, con una sonrisa le indicó a la mujer que esa operación la hiciera mejor desde el cajero. Órdenes de Dirección. La señora, que podría tener más de setenta años, lo miró con cara de no entender nada. Juan añadió que debería usar la aplicación del banco en el móvil, que todo era más fácil así. Sin mediar palabra, la señora enseñó su teléfono, un “tontomóvil” de marca irreconocible.
La mañana pasó entre clientes cabreados por algún error bancario, usuarios con peticiones imposibles, y repeticiones de una de las frases mágicas: “Normativa del Banco Central”, esa consigna que era una mezcla de comodín de todo y de nada y motivo de muchos enfados.
Cuando terminó su horario laboral, varios compañeros dijeron de ir a tomar algo en la “otra oficina”, un bar dos portales más allá de la sucursal bancaria. Juan nunca iba con ellos. Demasiado esfuerzo le costaba fingir ser relativamente sociable.
En coche, de vuelta, resistió el acuciante deseo de pasar por el puente y ver cómo iban los trabajos. Si habían comenzado a las ocho de la mañana ya tendrían bastante avanzados los trabajos de limpieza. ¿Incluiría la tala de arbolitos, cañas y maleza?
Cuando llegó a casa, miró la lista culinaria y se dio cuenta de que el fin de semana no había preparado nada. Se estremeció al pensar que hoy tenía planificado albóndigas en salsa, brócoli en ensalada y flan. Nada de eso estaba preparado. Nervioso, se comió un trozo de pan con embutido y un helado que languidecía en el congelador desde meses atrás.
Tras recoger la mesa, fue al canasto de la ropa sucia y rescató la ropa de aquella noche. No recordaba si llevaba camisa azul o la de cuadros verdes y negros. Se esforzaba en hacer memoria pero temía inventarse el recuerdo. Cogió el pantalón tejano que sí llevaba y lo metió en una bolsa de basura, luego las dos camisas. Se quedó mirando la ropa restante del canasto, sopesando si toda estaría “contaminada” con algún posible resto. Sin pensarlo más sacó toda la ropa sucia y la metió en la bolsa. De nuevo sus ojos se quedaron petrificados mirando el propio canasto ahora vacío. Fue a su taller, cogió la maza y machacó la cesta de la ropa hasta dejarla destrozada y casi plana para que cupiera en otra bolsa de basura. Más relajado, sacó las bolsas al jardín para tirarlas en otro momento.
Conectó el portátil y navegó por las noticias en el mismo orden de siempre. Para disimular si ese alguien invisible estuviera controlando sus movimientos en la red, hizo clic en la publicidad de un nuevo restaurante mexicano, en una nueva serie de animación de un canal de pago y en un nuevo modelo de coche híbrido asiático.
En un periódico local, en portada: “Margarita Martínez de 73 años, desaparecida de la Residencia Luz de Luna”. Juan notaba cómo el azar estaba jugando con la realidad de un modo que no sabía interpretar. ¿Esto era bueno para él? ¿Podría complicarle las cosas? ¿Más medios regionales para estas búsquedas? ¿O difuminaría los esfuerzos policiales? Miró con detalle la foto de la mujer con el rótulo de: “DESAPARECIDA” y sus datos para identificarla. Parecía feliz, sonriente y sin mucho maquillaje. “La mujer, que necesita medicación, salió voluntariamente de la residencia. En el momento de su desaparición llevaba chaqueta azul y pantalón negro. Mide 1’68, es de complexión gruesa y tiene el pelo canoso. Se pide la colaboración ciudadana”.
Colaboración ciudadana. Sólo en su localidad de unos 70.000 habitantes había varias residencias de ancianos y en las localidades cercanas otros tantos, no parecía que fuera nada extraño el caso de esta mujer, sólo que ahora prestaba mucha más atención a estas cosas. Se decía fríamente.
Buscó más noticias sobre la limpieza del cauce y no encontró nada, tan sólo una minúscula nota de prensa del comienzo de los trabajos acompañada de una foto donde se veía una pequeña excavadora y varios trabajadores con casco y chalecos reflectantes. Típica foto tomada por un desganado reportero gráfico. Posiblemente mal pagado y mal considerado. Seguro que le habrían insistido en que se vieran claramente los chalecos con el rótulo del Ayuntamiento.
Esa tarde tiró las bolsas con los restos de ropa y canasto en contenedores diferentes y alejados, ya le parecía una costumbre ritualizada desde años atrás, la asumía como algo normal. Fue al vivero a comprar tierra y semillas de césped. No había de la clase que ya tenía en el resto del jardín. Así que compró otra variedad ante la insistencia del vendedor de que su tipo de hierba ya no tenía distribuidor.
Dejó los sacos en el jardín y se dispuso a cocinar todo lo que el fin de semana no había hecho. Puso la radio de la cocina en un canal de noticias. Mientras, preparaba unas albóndigas y hacía un sofrito de tomate y cebolla, caramelizaba más cebolla en otra sartén para otro plato.
La locutora de ese informativo anunciaba que el Ayuntamiento había habilitado una página web para que la población pudiera registrar posibles incidencias relacionadas con la limpieza viaria del municipio. De esta manera se establecía una nueva vía de comunicación directa entre el Consistorio y los vecinos y vecinas. Juan se giró hacia la radio y se le escapó un sonoro: “¡Venga ya!” O el azar estaba haciendo muchas horas extras o el mundo se había confabulado contra él. A cuento de qué venían ahora con esa web, las calles estaban limpias, aparte de algunos muebles viejos abandonados cerca de los contenedores, la ciudad no necesitaba de esos “policías de la basura”. Casi se dió un corte en el dedo mientras picaba cebolla. La cortinilla musical dio paso a un anuncio de “Detergente Mariángeles, limpieza total de las manchas más difíciles.” Ahora Juan sí que se dió un corte en el dedo. La paranoia estaba llegando a límites absurdos. Fue al baño y se lavó con jabón el corte y se puso una tirita. Se fijó en la marca del jabón de manos: “Viuda de la Maza”. Incrédulo, volvió a mirar de nuevo el rótulo horadado en la pastilla: “Viuda de Itaza”.
Al volver a la cocina se le habían pasado las albóndigas de fritura y humeaban al fuego. En la radio entrevistaban al amigo de la desaparecida Ana Ferrer. Apagó el fuego y se sentó en el taburete a escuchar con atención.
-Estamos con Juan José González, amigo de la mujer desaparecida Ana Ferrer. Hola, Juan José.
-Hola.
-¿Cómo estás viviendo estos días lo sucedido con Ana?
-Pues muy preocupado, la verdad, ya he hablado con la Policía y les he contado todo lo que sé.
-¿Qué puedes contarnos, ya que suponemos que hay informaciones que no puedes divulgar?
-Habíamos quedado en casa para organizar unas vacaciones en Suecia... planificar hoteles, vuelos, comidas, esas cosas... Íbamos a ir a Malmö también porque ella es muy fan de la serie “Bron/Broen” y quería... –se le quiebra la voz.
-Tranquilo, Juan José.
-Pues eso, que nunca llegó a casa, vivo al final de la calle Águila Martínez...
Juan se quedó helado al oír el nombre de la calle. Su calle. Imposible. De todo punto imposible. Por eso la mujer iba caminando calle abajo cuando pasó delante de su puerta.
-...Nunca llegó, me llamó sobre las diez de la noche más o menos diciendo que venía ya para acá. Y luego, nada.
-¿Qué le ha dicho la Policía?
-Poca cosa, son muy reservados. Les dije que estaba solo en ese momento, que si buscaban que yo tuviera una coartada o algo así, que no tenía, estaba solo en casa esperándola. Pero que jamás, nunca, jamás le haría daño a Ana. Jamás.
Juan seguía en estado de conmoción. Un sudor frío le recorría la nuca. Hasta que la mente fría se impuso. Debía dar un paseo.
Dos horas de paseo hasta la cena, ni siquiera había mirado qué tenía planeado en la lista. Tenía claro que no pasaría por el cauce, reunió todas sus energía mentales para evitar pasar por allí. Fue calle abajo, buscando de algún modo difuso dónde podría vivir el amigo de la mujer. Había casas con jardines más elegantes, con rosales y buganvillas, otros más modestos con macetas de crasas, otros con el suelo enlosado para usarlos de garaje de coche pequeño. No podía deducir de ninguna manera quién podría vivir en cada casa. Estaba llegando al último número de la calle cuando se fijó que uno de los cordones de las zapatillas se había desanudado. Se agachó para atarlos cuando una idea le golpeó de repente, algo que iba rebotando en su cabeza de un lado para otro, resonando entre recuerdos difusos. Las zapatillas. Eran las mismas que había usado aquella noche. No podía correr el riesgo de que pudieran tener algún resto microscópico. Se dio la vuelta y volvió a casa.
Abrió el zapatero y buscó otras zapatillas de deporte, unas viejas que apenas usaba. Se quitó las que llevaba puestas y las metió en una bolsa. ¿Debía lavarlas antes? Las sacó y las puso en el bidé, después echó un buen chorreón de lejía y las cubrió con agua caliente. La semana que viene tendría que comprar zapatillas nuevas. Odiaba la zapatería que había a un paseo de su casa, estaba regentada por el típico vendedor que a cualquier pregunta te respondía con otra pregunta o con alguna corrección técnica que no venía a cuento.
Reflexionó sobre el hecho de que si a estas alturas aun seguía viendo huecos en su plan, algo no estaba haciendo bien, las docenas de pequeños detalles que estaba pasando por alto le ponían nervioso y aumentaban la paranoia, una obsesión que siempre había sido un arma para él y que ahora parecía estar fuera de control. Debía volver a recomponer su sistema, sus mecanismos, su perfecta relojería mental.
Miró la hora y se dispuso a cenar. Azar. No tenía nada preparado de la lista de comidas. Con lenta parsimonia cogió el cuadrante semanal, pegado con imanes a la nevera, y lo rompió en pedazos muy pequeños, tirándolos a la basura. Azar. Miró la nevera. Huevo cocido y un poco de atún en lata, con mayonesa de curry. Fruta. La que había en el frutero, manzanas.
Tras cenar, se acercó al jardín, encendió la luz del patio y comenzó a arrojar tierra en el hueco que había dejado, haciendo una cama que permitiera echar las semillas del césped nuevo. Eran las once de la noche cuando terminó de dejar listo el jardín. Oyó ladrar al mini perro de la señora colorida. Abrió el portón y allí estaba, en la otra acera, dejándole hacer sus cosas en la valla del solar de enfrente. Pantalón ajustado a sus anchas caderas de color naranja y amarillo, camisa suelta de color verde y dorado y pulseras varias de color arcoíris. Ella se giró, lo miró y siguió su camino tironeando del chucho.
Eran las doce cuando entró en la ducha. Durante años estuvo tentado de quitar los espejos del cuarto de baño, de toda la casa. Evitando mirar las cicatrices de los pechos, en el pecho izquierdo en la parte inferior del pezón y en el derecho en la zona superior. Tuvieron que operarle de adolescente para volver a colocar esa parte del cuerpo, tenía una deformidad al nacer que hacía que uno estuviera arrugado y fuera de simetría y el otro pezón mucho más alto de lo normal. No era estética, podría afectar a la columna vertebral, decían, y de ahí la operación. Con los años, aceptó verse en el espejo.
Se puso el pijama y sonó el teléfono fijo. Desde el dormitorio, descolgó el auricular. Sabiendo que sería su padre.
-Hola –dijo en tono neutro, casi gélido.
-Tu madre ha entrado en coma...
-Vale.
-Los médicos no saben qué puede pasar, ni si saldrá del coma o no y los daños... y... –con la voz temblorosa.
-Vale.
-Juan, es tu madre.
-Lo sé.
-Bueno, voy a ver si ceno algo, me quedo aquí de guardia...
-Vale.
Juan colgó y se dispuso a dormir. Esa noche durmió de un tirón y sin recordar pesadillas, las tuviera o no. Lo que no se recuerda, no existe.
La mañana clara y soleada se colaba por la ventana de su dormitorio. El lento cambio de estaciones le generaba desconcierto, aunque últimamente el orden que se había impuesto se estaba resquebrajando hacia un mundo desconocido para él. Sabía improvisar pero dentro de un orden, el suyo. Aceptaba el azar como una coordenada más, aunque improvisar sin organización previa le parecía demasiado primitivo.
Para el desayuno miró lo que tenía en los armarios de cocina y en el frigorífico. Pan tostado con mantequilla y un café. Era temprano, así que fue directamente a leer las noticias. Ansia y curiosidad mezcladas daban una combinación extraña en Juan, una sensación nueva para él.
Nada en portada que a él le sirviera para algo. “Marta Bejarano, concejal, encara el miércoles nueva cita con la jueza Rosa Peinadora tras su decisión de que el caso acabe en un tribunal con jurado.” Para Juan esto era como ver el fútbol, ni le interesaba, ni entendía cómo le podía interesar a nadie. Para su socialización debía conocer las rivalidades futbolísticas locales, nacionales e internacionales, y así poder contestar a las preguntas sobre el último partido o a las decisiones de los entrenadores. Aburrido. Siguió mirando la prensa, leyendo en diagonal. Nuevas noticias sobre el calentamiento global, un robo en una gasolinera a punta de pistola, un artículo sobre los microplásticos y el horóscopo, que últimamente parecía volver a estar de moda. “¿Desde cuándo?” Se preguntaba sin saber la respuesta. Hizo clic en su signo: “Hoy tendrás el corazón a flor de piel. Dedicarás esfuerzos a resolver problemas en diferentes áreas. El peligro es que te quedes atrapado en el aspecto mental de las cosas. El aspecto en juego de hoy te recuerda la importancia de tus emociones.” Basura aleatoria que tampoco entendía cómo podía motivar a nadie, lo mismo que el deporte televisado o visto en el campo. Absurdo. Emociones ajenas.
El día de trabajo pasó a toda velocidad, y cuando se quiso dar cuenta ya estaba en el coche de vuelta a casa, uno de esos días donde el tiempo no significa nada y sólo había un instante de conciencia a la entrada del banco y otro a la salida. Ese día no puso la radio y se pasó el camino tarareando una canción infantil: “¿Quién le tiene miedo al lobo, miedo al lobo, miedo al lobo. ¿Quién le tiene miedo al lobo? Que lobo será... Que looobooo seeeraaaá... Nana-na-na, na, na, na, naaa, na...” Tarareaba pensando en lobos temerosos y humanos mata lobos. Al llegar a casa, vio que no tenía aparcamiento cerca, así que dió una vuelta y terminó aparcando al final de su calle. Una reportera con un micrófono entrevistaba a un hombre en la treintena en la puerta de una casa, suponía que su casa. ¿Podría ser el amigo de la mujer? Podría. ¿Podrían estar los periodistas buscando carne fresca en otros vecinos? Carne fresca, qué gracioso, pensó. Suspiró y se bajó del coche, sin mirar la escena.
Ya en casa, fue directamente al portátil. Se había dejado el cable conectado al router. Imposible. ¿Habría muerto ya su madre? ¿Seguiría en coma? Sólo le quedaban dos manzanas en el frutero y ya no tenía lista semanal de comidas. Debía comprar zapatillas nuevas. Por puro enfado consigo mismo, desconectó el cable y no miró las noticias.
En la cocina preparó huevos fritos, arroz hervido y una ensalada con remolacha y cebolla. De postre, manzana. Debía ir a la verdulería, pero al mercado sólo se iba los sábados. Quizás podría ir al supermercado que había a diez minutos andando desde casa. Un lugar pestilente de una cadena provincial a precios imbatibles y calidades insoportables. El “nuevo” Juan podría intentar ir a comprar allí.
Esta parte del "relato corto" viene de aquí y en este orden: www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-7 y después aquí: www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-11 ) No sé si hay una comunidad de textos largos, pero cuando se termine se podría colocar (tras una revisión profunda) allí. O no.
A la vuelta de la compra decidió desviarse un poco y pasar por el puente, sentía mucha curiosidad por ver cómo evolucionaba la cosa. A esa hora no había mucha gente, el tráfico habitual de coches de los sábados, esos días que para a ir a comprar el pan dos calles más allá se usaba el coche y la ciudad se atascaba como si fuera un lunes a las siete de la mañana. Como el día estaba agradable había personas paseando, se detuvo un momento dejando el carro de la compra cerca del muro bajo del puente y miró disimuladamente al campanario, a derecha, a izquierda y luego se asomó a la zona de cañas, árboles y a la pequeña presa de barro y objetos acumulados que seguía sin limpiar. Su paquete seguiría totalmente invisible. Aunque le parecía que las plantas estaban movidas, dobladas y algún matorral ya no estaba.No podía estar seguro, claro. Posiblemente la riada debió zarandear esa zona. Vio un par de perros sin collar recorrer el cauce sin aparente rumbo.
Se dirigió a casa satisfecho. Tras ordenar la compra, volvió a saltarse su regla sagrada y miró la prensa buscando noticias sobre el caso, navegando remolonamente por otras noticias como si alguien pudiera estar grabando sus movimientos y fuera su manera de disimular. No entendía cómo su orden tan bien establecido estaba dando paso a una impulsividad desconocida para él.
En varios periódicos publicaban la foto de la mujer con una cartela en rojo que rezaba: “DESAPARECIDA” y sus datos para identificarla. ¿Se preguntaba qué podría haber pasado con el amigo con el que debía encontrarse? ¿En su casa? ¿En la calle? ¿Tendría buena coartada? ¿Eran más que amigos?
Juan sabía que debía trazar un plan de actuación o de inacción para los próximos diez años al menos, estos casos no se resolvían de la noche a la mañana. Si quería que su crimen perfecto funcionara debería pensar, al menos, a diez años vista. Habría sido más fácil que la mujer tuviera amante, o divorciada con amenazas del ex marido, o estuviera en negocios turbios, enemigos en la comunidad de vecinos, pero no... al menos en la prensa no se hablaba de nada de eso.
Ya sabía que no podría obtener información de ningún tipo como no fuera a través de los medios de comunicación y las redes sociales. Quizás podría jugar la baza de preguntar muy discretamente al policía que tenía cuenta con su banco, pero o lo hacía con mucha habilidad o... Quizás no mereciera la pena ese riesgo.
En ese momento llamaron al timbre de la puerta. Sorprendido, bajó hasta el jardín y sin abrir el portón preguntó.
-¿Quién es?
-Hola, buenos días, Policía.
Juan instintivamente conectó el sistema de alarma mental. Abrió la puerta y vió a dos policías, un hombre y una mujer, jóvenes y con mirada tranquila.
-Buenos días, estamos preguntado a los vecinos por el caso de la mujer desaparecida...
-Vaya, pensaba que lo de ir puerta a puerta sólo se hacía en las películas –dijo Juan con una sonrisa en la cara.
-En esta zona hay muchas personas mayores que no tienen ni redes sociales ni leen la prensa por internet... –respondió la joven policía, ahora seria, austera.
“Claro, que el padre de la mujer fuera inspector de policía seguro que no tenía nada que ver, claro.” Pensó esbozando una sonrisa interna.
-Sí, sí, he visto la foto de la mujer desaparecida, poco más.
-¿La noche del doce al trece vio usted algo u oyó algo inusual?
-¿La noche del doce? No recuerdo ni lo que comí ayer... –dijo buscando complicidad con los agentes.
-Unos vecinos dicen que se oyeron ruidos y que podrían ser okupas en las casas en venta.
“Cuánta imaginación tiene la gente, ven okupas por todos lados.” Pensó Juan suspirando y no sabiendo cómo continuar su respuesta.
-Pues no he oído nada. Ah, por cierto, aparte de que los perritos de la zona, sobre todo uno y su dueña, tienen mucha afición a mearse y cagarse en mi puerta.
-Hable con la Policía Municipal –dijo el policía-. Bueno, gracias, que tenga usted un buen día.
-De nada. Buen servicio.
Tras cerrar el portón. Los engranajes mentales se pusieron en marcha a mayor velocidad. Debía revisar a fondo el jardín, el patio entero al detalle. El trocito de plástico en el rosal no había sido buena señal y así debió entenderlo, pero lo dejó pasar. Y ahora esto, dos policías en su puerta. La mano del inspector de Policía debía estar detrás de tanta investigación, cuando lo normal es que atiendan llamadas de gente que cree haber visto algo o recibir informaciones variadas; ponen en redes y en prensa la foto y sus datos y a esperar. Ser tan activos no encajaba con nada.
Pasaron unos minutos y abrió el portón discretamente, asomó la cabeza para ver por dónde iban los policías, estaban tres puertas más allá hablando con el vecino con muletas, a la altura de su plaza de aparcamiento de minusválido, no, personas con movilidad reducida, pronto cambiarían el término y le llamarían personas con movilidad divergente.
Comenzó a revisar concienzudamente todo el patio, planta por planta. Debajo de unas hojas había una perla pequeña de color rojo, de plástico. La miró al detalle. Y una imagen le golpeó en la cara. La mujer llevaba un collar de bisutería, con cuentas de colores, pero el collar no se rompió. Una cuenta perdida saltaría con el golpe de la maza. Azar. La guardó en una bolsa y siguió mirando con detalle. Luego se dirigió a donde había caído el cuerpo tras el golpe, en el césped. ¿Habría restos de pelo entre la hierba? ¿Saliva? No sangró, o no vio sangre en el momento. Y en el plástico al envolverla tampoco vio sangre. Saliva sí. Fue a por la azada al arcón de las herramientas de jardín y comenzó a levantar el césped de toda esa zona, con la pala cogía trozos de tierra y hierba y los echaba en un saco. No iba a correr ningún riesgo con eso.
Cuando terminó tenía un pequeño socavón de dos metros por dos de tierra y yerba eliminada. Estaba sudando, mientras contemplaba su obra.
Era la hora de comer, se lavó, se cambió de ropa y vio que el plan de comida de hoy era arroz hervido, huevos fritos y pisto. “¿Otra vez?” Pensó mirando el plan semanal completo, con ciertas dudas.
Después de comer y de recoger fue a su pequeño taller de bricolaje. Se quedó mirando sin mirar el mazo remojado en lejía. Una idea asaltó su mente, algo que se le había pasado por alto, ¿por qué estaban en su calle preguntando a los vecinos? Juan pensaba que lo lógico hubiera sido preguntarles por qué se interesan por esta zona en concreto. Quizás tenía que ver con la información de que habían visto a la mujer caminando por la calle Villegas Delgado. Quizás. Debería haber actuado de otro modo, preguntando con más interés por los motivos de las preguntas en la zona, con más curiosidad. Del modo que él había reaccionado, Juan daba la impresión de saber por qué estaban allí. Pensó que el azar a veces era estimulante.
Sacó la maza de la lejía y la puso sobre el banco de trabajo. Mirándola fijamente dudaba si algún pelo machacado o algún resto podría haber quedado embutido en el metal y que la lejía no fuera suficiente para eliminarlo. Sonrío para sí pensando de nuevo en el azar. Guardaría la maza, más tarde tiraría en varias salidas las bolsas de tierra, aunque quizás debería ir en coche a tirarlas. Cuatro bolsas grandes. No sabía qué decía la normativa del ayuntamiento.
"Maldita sea", se dijo y fue al portátil a ver la normativa, maldijo una vez más por haber leído al respecto. “Es conveniente llevarlos al ecoparque más cercano, con el fin de asegurarse un tratamiento correcto. El municipio dispone de un servicio de recogida específico.”
¿Por qué cada pequeño detalle suponía una complicación enorme en sus circunstancias actuales? Podría llamar al servicio de recogida, pero y si había alguien vigilando cada detalle que hiciera. No. La paranoia era la mejor arma contra los investigadores. Juan admiraba los mecanismos mentales de los investigadores, ese ritual de procedimiento, metódico y contundente, un sistema casi perfecto. Casi. Poco a poco, esos datos, estos hechos, esas sospechas, estos indicios, todos analizados por una mente o varias mentes policiales. Genial.
De pronto, sonó el teléfono fijo de casa. Se dirigió al salón y levantó el auricular.
-Diga.
-Juan, tu madre está en el hospital. Creen que le ha dado un ictus.
Mantuvo un silencio incómodo durante segundos.
-No es día de llamadas –dijo Juan, seco.
-Bueno, ya lo sabes, me quedo sin batería en el móvil. Está en el Hospital Sol de aquí, en el comarcal... Juan, es tu madre.
-Hoy es sábado, mañana domingo, pasado lunes...
-Ya sé que... eres un poco especial... Pero es tu madre.
-Madre.
-Bueno, cuelgo, ya está. Ya lo sabes.
-Vale.
Juan oyó el sonido de fin de la comunicación al otro lado del teléfono. El problema de las bolsas de tierra seguía presente en su mente. Podría tirarlas poco a poco, un saco cada vez y a diferentes contenedores. ¿Qué había para hoy en el plan de cenas?
Acercó el coche hasta la puerta y cargó una de las bolsas de tierra, pesaba, no tanto como la mujer pero pesaba. Mientras conducía hacia un contenedor de basura en uno de esos barrios donde reciclar era una palabra que no existía, decidía qué hacía para tapar el hueco del jardín con tierra y plantar de nuevo césped. Mañana domingo iría al vivero y compraría tierra, o al menos una parte de la tierra. Calculaba que con dos o tres viajes tendría tierra para ese trozo del jardín. Al llegar al contenedor elegido tiró el saco con bastante esfuerzo. “Uno menos”. Pensó.
A la vuelta pasó por el puente, esta vez voluntariamente y con mucha curiosidad. Desde el coche no podía ver el fondo del cauce y no sabía si habrían retirado el lodo y la basura, pero las cañas y los arbolitos seguían allí. No se notaba ninguna actividad especial.
Esa noche, Juan tuvo una pesadilla, raro en él porque nunca recordaba sus sueños, ni los buenos ni los malos. Se encontraba tumbado en una lápida de piedra en un cementerio, inmóvil, desnudo, sin dientes y un hombre muy alto y delgado le echaba arena en los ojos cerrados. A lo lejos nubes de plástico transparente se arremolinaban y doblaban con el sonido del linóleo fino al viento, de entre esos nubarrones descendía su madre con un rosario entre las manos. En ese momento se despertó.
Mañana domingo iría al hospital, sobre todo para no despertar sospechas si es que alguien lo estaba vigilando. Se levantó y se asomó a la ventana de la habitación, desde allí veía el jardín y la calle. Un coche pasó a gran velocidad con los graves de los altavoces retumbando en los cristales del vehículo, esa música diabólica, machacona y burda. Eso le recordó que debía volver a fingir, debía volver a Xangri-A otro día para que no pareciera que no iba nunca y que sólo fue la noche de autos. Media sonrisa en la cara, la noche de los coches.
A primera hora de la mañana desayunó té, un yogur con miel y media tostada con aceite. Mientras comía repasó la lista de comidas de la semana entrante y cambió un par de cenas y una comida de mediodía.
Cogió otra bolsa llena de tierra y la llevó al coche para tirarla en algún contenedor al paso del hospital comarcal. Tardaría, con suerte, un par de horas en llegar al centro hospitalario. Conectó la radio del coche. Una cadena comarcal donde los anuncios se iban sucediendo intercalados entre noticias de diferente nivel. La inauguración de un nuevo polideportivo por parte del delegado de Cultura y Deporte. Productos en oferta en Supermercados Ala-limón. Campaña anual sobre el uso del preservativo en los institutos. Un nuevo centro dental en la calle Malapartida. La renovación del teatro municipal por 18.942,33 euros. Seguros Libertad a precios imbatibles. El comienzo de la limpieza del cauce tras la riada...
Juan se quedó mirando la radio como si fuera ese objeto el que le había hablado a él y sólo a él. La noticia detallaba que el próximo lunes, mañana, comenzarían los trabajos de limpieza; la urgencia venía provocada por las previsiones de posibles nuevas lluvias de cierta intensidad a finales de la semana entrante, así que el consistorio estaba actuando con precaución y celeridad. “¿Desde cuándo el Ayuntamiento es tan diligente?” Se preguntaba mientras conducía y miraba el cielo despejado sin entender cómo podrían saber que llovería dentro de una semana.
Desde su punto de vista en cuanto encontraran el cadáver comenzaría la caza de verdad, los leones buscando a una gacela en concreto. Juan pensaba que el símil era tosco, ya que ni él era una gacela ni los policías leones. Una sonrisa burlona se manifestó involuntariamente en la cara.
Al llegar al Hospital Sol preguntó por la habitación de su madre, le dieron un pase de acceso, una pegatina que debía colocarse en la camisa. Cuando llegó a la habitación, su padre estaba medio dormido en la butaca del acompañante. No dijo nada al entrar, se acercó a la cama y la miró, vio que tenía la cara un poco deformada y el labio inferior un poco ladeado y un pequeño hematoma en la frente. Su padre se despertó sobresaltado y se levantó al ver a Juan.
-Creía que no ibas a venir, Juan.
Juan siguió en silencio mirando a su madre, inexpresivo, curioso por ver su semblante dormido.
-Los médicos dicen que aún no saben el daño cerebral que puede haber tenido... –dijo su padre sin acercarse a él.
-Bueno, me tengo que ir –respondió Juan dándose la vuelta para marcharse.
-Juan...
-¿Qué? –preguntó sin volverse hacia él.
-Cuando los médicos sepan más te llamaré.
-Como quieras –dijo abriendo la puerta de la habitación, saliendo.
Pagó el aparcamiento y entró en el coche. Puso la radio donde se estaba debatiendo acaloradamente sobre un conflicto en Cachemira. Su mente estaba repasando posibles cabos sueltos ahora que con toda probabilidad localizarían el paquete. ADN suyo; no sabía qué podrían hacer con eso. Huellas; si hubiera alguna, que lo dudaba, él no estaba fichado, así que, poco podrían hacer. Restos de pelo o piel; lo dudaba. Arma del crimen; objeto contundente, poco más. Plásticos; poca cosa podrían sacar de ahí. Cinta americana; restos de un guante de jardinería. Trapo dentro de la boca; siempre lo cogió con guantes. ¿Siempre? En cualquier caso, insistía en que no estaba fichado y con el ADN poco podrían hacer. Había una posibilidad, que estaba valorando en ese momento, de que pidieran voluntariamente muestras, pero eso no creía que fuera legal a no ser que algún juez tuviera indicios suficientes de que en la zona de su casa y alrededores pudiera estar el asesino. Cosa que dudaba que tuvieran tan claro.
Móvil apagado, tarjeta sim quitada y tirada en otra parte. Maza limpiada con lejía. Jardín revisado. Eso le recordó que debía acelerar tirando las bolsas de tierra, pero tampoco podía ponerse a horas muy extrañas a hacerlo. Ropa. La ropa no la había lavado aun. ¿Por qué no había pensado en eso? Demasiadas cosas en las que pensar, aún tenía tiempo de lavarlas o quizás tirarlas y evitar problemas. Debía volver a la sala de fiestas esa al menos un par de veces más, para no levantar sospechas. “¿Qué sospechas?” Se preguntó mientras se reía. Sopesaba si sería más sospechoso ir sólo una vez que de pronto acudir cada dos semanas a ese antro de música ensordecedora que ponía al límite los tímpanos de cualquiera.
Juan llegó a casa a la hora de comer. Ensalada, filetes adobados acompañados de puré de patatas y manzana con canela. Después, conectó su portátil con el cable de red al router. Navegó por las noticias en el mismo orden de siempre, locales, regionales, nacionales e internacionales. Hizo clic en un libro titulado “Mentiras en los datos” de un tal Jonás Víbore, en una web de un centro comercial al que no iría nunca y en una tienda de bajo coste asiática donde vendían ropa desde dos euros. En la información local se daba por terminada la búsqueda de la persona que cayó desde la pasarela de madera y fue arrastrada por la corriente, no había rastro del hombre ni en el cauce ni en la desembocadura de la rambla al mar. Las labores de búsqueda marítima implicarían más medios y no se descartaba que se llevaran a cabo más adelante, había pocas esperanzas de encontrarlo con vida. Se daban más detalles de los trabajos de limpieza del cauce ahora que ya se podía usar maquinaria para liberar el área de barro seco, muebles viejos, ramas y un coche. “Algún listo de los que creen que las ramblas son aparcamientos, siempre hay alguno.” Se informaba que se estaba en contacto con la Agencia Meteorológica para las previsiones a una semana vista, aunque aún sin datos precisos había un porcentaje relevante de lluvias torrenciales desde el sábado siguiente, siempre dependiendo de cómo se movieran las masas de aire en la zona.
Esa tarde tiró las bolsas con tierra restantes, cada una en un contenedor alejado y distantes entre ellos. Como tenía tiempo hasta la cena fue a su taller con la intención de pintar otro cuadro con el mismo motivo de siempre, diferentes formas y texturas de un vórtice que, con mayor o menor expresividad, tendía a un infinito central. Todos sus cuadros eran variaciones del mismo tema y en diferentes tamaños de lienzos, elegidos según el hueco que tenía disponible en el pasillo de las escaleras hacia las habitaciones de arriba. Tenía poco rojo. Azar. La mano era la que pensaba en estos casos, no la mente, el brazo era el mecanismo pensante de sus cuadros. Miró el reloj. Una hora. Siempre tardaba una hora en cada cuadro. A este le llamaría “El túnel al final de la oscuridad”. Firmó el cuadro, como todos, poniendo la fecha del día.
Esta parte del "relato corto" viene de aquí y en este orden: www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-7 y después aquí: www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-11 ) No sé si hay una comunidad de textos largos, pero cuando se termine se podría colocar (tras una revisión profunda) allí. O no.
A la vuelta de la compra decidió desviarse un poco y pasar por el puente, sentía mucha curiosidad por ver cómo evolucionaba la cosa. A esa hora no había mucha gente, el tráfico habitual de coches de los sábados, esos días que para a ir a comprar el pan dos calles más allá se usaba el coche y la ciudad se atascaba como si fuera un lunes a las siete de la mañana. Como el día estaba agradable había personas paseando, se detuvo un momento dejando el carro de la compra cerca del muro bajo del puente y miró disimuladamente al campanario, a derecha, a izquierda y luego se asomó a la zona de cañas, árboles y a la pequeña presa de barro y objetos acumulados que seguía sin limpiar. Su paquete seguiría totalmente invisible. Aunque le parecía que las plantas estaban movidas, dobladas y algún matorral ya no estaba.No podía estar seguro, claro. Posiblemente la riada debió zarandear esa zona. Vio un par de perros sin collar recorrer el cauce sin aparente rumbo.
Se dirigió a casa satisfecho. Tras ordenar la compra, volvió a saltarse su regla sagrada y miró la prensa buscando noticias sobre el caso, navegando remolonamente por otras noticias como si alguien pudiera estar grabando sus movimientos y fuera su manera de disimular. No entendía cómo su orden tan bien establecido estaba dando paso a una impulsividad desconocida para él.
En varios periódicos publicaban la foto de la mujer con una cartela en rojo que rezaba: “DESAPARECIDA” y sus datos para identificarla. ¿Se preguntaba qué podría haber pasado con el amigo con el que debía encontrarse? ¿En su casa? ¿En la calle? ¿Tendría buena coartada? ¿Eran más que amigos?
Juan sabía que debía trazar un plan de actuación o de inacción para los próximos diez años al menos, estos casos no se resolvían de la noche a la mañana. Si quería que su crimen perfecto funcionara debería pensar, al menos, a diez años vista. Habría sido más fácil que la mujer tuviera amante, o divorciada con amenazas del ex marido, o estuviera en negocios turbios, enemigos en la comunidad de vecinos, pero no... al menos en la prensa no se hablaba de nada de eso.
Ya sabía que no podría obtener información de ningún tipo como no fuera a través de los medios de comunicación y las redes sociales. Quizás podría jugar la baza de preguntar muy discretamente al policía que tenía cuenta con su banco, pero o lo hacía con mucha habilidad o... Quizás no mereciera la pena ese riesgo.
En ese momento llamaron al timbre de la puerta. Sorprendido, bajó hasta el jardín y sin abrir el portón preguntó.
-¿Quién es?
-Hola, buenos días, Policía.
Juan instintivamente conectó el sistema de alarma mental. Abrió la puerta y vió a dos policías, un hombre y una mujer, jóvenes y con mirada tranquila.
-Buenos días, estamos preguntado a los vecinos por el caso de la mujer desaparecida...
-Vaya, pensaba que lo de ir puerta a puerta sólo se hacía en las películas –dijo Juan con una sonrisa en la cara.
-En esta zona hay muchas personas mayores que no tienen ni redes sociales ni leen la prensa por internet... –respondió la joven policía, ahora seria, austera.
“Claro, que el padre de la mujer fuera inspector de policía seguro que no tenía nada que ver, claro.” Pensó esbozando una sonrisa interna.
-Sí, sí, he visto la foto de la mujer desaparecida, poco más.
-¿La noche del doce al trece vio usted algo u oyó algo inusual?
-¿La noche del doce? No recuerdo ni lo que comí ayer... –dijo buscando complicidad con los agentes.
-Unos vecinos dicen que se oyeron ruidos y que podrían ser okupas en las casas en venta.
“Cuánta imaginación tiene la gente, ven okupas por todos lados.” Pensó Juan suspirando y no sabiendo cómo continuar su respuesta.
-Pues no he oído nada. Ah, por cierto, aparte de que los perritos de la zona, sobre todo uno y su dueña, tienen mucha afición a mearse y cagarse en mi puerta.
-Hable con la Policía Municipal –dijo el policía-. Bueno, gracias, que tenga usted un buen día.
-De nada. Buen servicio.
Tras cerrar el portón. Los engranajes mentales se pusieron en marcha a mayor velocidad. Debía revisar a fondo el jardín, el patio entero al detalle. El trocito de plástico en el rosal no había sido buena señal y así debió entenderlo, pero lo dejó pasar. Y ahora esto, dos policías en su puerta. La mano del inspector de Policía debía estar detrás de tanta investigación, cuando lo normal es que atiendan llamadas de gente que cree haber visto algo o recibir informaciones variadas; ponen en redes y en prensa la foto y sus datos y a esperar. Ser tan activos no encajaba con nada.
Pasaron unos minutos y abrió el portón discretamente, asomó la cabeza para ver por dónde iban los policías, estaban tres puertas más allá hablando con el vecino con muletas, a la altura de su plaza de aparcamiento de minusválido, no, personas con movilidad reducida, pronto cambiarían el término y le llamarían personas con movilidad divergente.
Comenzó a revisar concienzudamente todo el patio, planta por planta. Debajo de unas hojas había una perla pequeña de color rojo, de plástico. La miró al detalle. Y una imagen le golpeó en la cara. La mujer llevaba un collar de bisutería, con cuentas de colores, pero el collar no se rompió. Una cuenta perdida saltaría con el golpe de la maza. Azar. La guardó en una bolsa y siguió mirando con detalle. Luego se dirigió a donde había caído el cuerpo tras el golpe, en el césped. ¿Habría restos de pelo entre la hierba? ¿Saliva? No sangró, o no vio sangre en el momento. Y en el plástico al envolverla tampoco vio sangre. Saliva sí. Fue a por la azada al arcón de las herramientas de jardín y comenzó a levantar el césped de toda esa zona, con la pala cogía trozos de tierra y hierba y los echaba en un saco. No iba a correr ningún riesgo con eso.
Cuando terminó tenía un pequeño socavón de dos metros por dos de tierra y yerba eliminada. Estaba sudando, mientras contemplaba su obra.
Era la hora de comer, se lavó, se cambió de ropa y vio que el plan de comida de hoy era arroz hervido, huevos fritos y pisto. “¿Otra vez?” Pensó mirando el plan semanal completo, con ciertas dudas.
Después de comer y de recoger fue a su pequeño taller de bricolaje. Se quedó mirando sin mirar el mazo remojado en lejía. Una idea asaltó su mente, algo que se le había pasado por alto, ¿por qué estaban en su calle preguntando a los vecinos? Juan pensaba que lo lógico hubiera sido preguntarles por qué se interesan por esta zona en concreto. Quizás tenía que ver con la información de que habían visto a la mujer caminando por la calle Villegas Delgado. Quizás. Debería haber actuado de otro modo, preguntando con más interés por los motivos de las preguntas en la zona, con más curiosidad. Del modo que él había reaccionado, Juan daba la impresión de saber por qué estaban allí. Pensó que el azar a veces era estimulante.
Sacó la maza de la lejía y la puso sobre el banco de trabajo. Mirándola fijamente dudaba si algún pelo machacado o algún resto podría haber quedado embutido en el metal y que la lejía no fuera suficiente para eliminarlo. Sonrío para sí pensando de nuevo en el azar. Guardaría la maza, más tarde tiraría en varias salidas las bolsas de tierra, aunque quizás debería ir en coche a tirarlas. Cuatro bolsas grandes. No sabía qué decía la normativa del ayuntamiento.
"Maldita sea", se dijo y fue al portátil a ver la normativa, maldijo una vez más por haber leído al respecto. “Es conveniente llevarlos al ecoparque más cercano, con el fin de asegurarse un tratamiento correcto. El municipio dispone de un servicio de recogida específico.”
¿Por qué cada pequeño detalle suponía una complicación enorme en sus circunstancias actuales? Podría llamar al servicio de recogida, pero y si había alguien vigilando cada detalle que hiciera. No. La paranoia era la mejor arma contra los investigadores. Juan admiraba los mecanismos mentales de los investigadores, ese ritual de procedimiento, metódico y contundente, un sistema casi perfecto. Casi. Poco a poco, esos datos, estos hechos, esas sospechas, estos indicios, todos analizados por una mente o varias mentes policiales. Genial.
De pronto, sonó el teléfono fijo de casa. Se dirigió al salón y levantó el auricular.
-Diga.
-Juan, tu madre está en el hospital. Creen que le ha dado un ictus.
Mantuvo un silencio incómodo durante segundos.
-No es día de llamadas –dijo Juan, seco.
-Bueno, ya lo sabes, me quedo sin batería en el móvil. Está en el Hospital Sol de aquí, en el comarcal... Juan, es tu madre.
-Hoy es sábado, mañana domingo, pasado lunes...
-Ya sé que... eres un poco especial... Pero es tu madre.
-Madre.
-Bueno, cuelgo, ya está. Ya lo sabes.
-Vale.
Juan oyó el sonido de fin de la comunicación al otro lado del teléfono. El problema de las bolsas de tierra seguía presente en su mente. Podría tirarlas poco a poco, un saco cada vez y a diferentes contenedores. ¿Qué había para hoy en el plan de cenas?
Acercó el coche hasta la puerta y cargó una de las bolsas de tierra, pesaba, no tanto como la mujer pero pesaba. Mientras conducía hacia un contenedor de basura en uno de esos barrios donde reciclar era una palabra que no existía, decidía qué hacía para tapar el hueco del jardín con tierra y plantar de nuevo césped. Mañana domingo iría al vivero y compraría tierra, o al menos una parte de la tierra. Calculaba que con dos o tres viajes tendría tierra para ese trozo del jardín. Al llegar al contenedor elegido tiró el saco con bastante esfuerzo. “Uno menos”. Pensó.
A la vuelta pasó por el puente, esta vez voluntariamente y con mucha curiosidad. Desde el coche no podía ver el fondo del cauce y no sabía si habrían retirado el lodo y la basura, pero las cañas y los arbolitos seguían allí. No se notaba ninguna actividad especial.
Esa noche, Juan tuvo una pesadilla, raro en él porque nunca recordaba sus sueños, ni los buenos ni los malos. Se encontraba tumbado en una lápida de piedra en un cementerio, inmóvil, desnudo, sin dientes y un hombre muy alto y delgado le echaba arena en los ojos cerrados. A lo lejos nubes de plástico transparente se arremolinaban y doblaban con el sonido del linóleo fino al viento, de entre esos nubarrones descendía su madre con un rosario entre las manos. En ese momento se despertó.
Mañana domingo iría al hospital, sobre todo para no despertar sospechas si es que alguien lo estaba vigilando. Se levantó y se asomó a la ventana de la habitación, desde allí veía el jardín y la calle. Un coche pasó a gran velocidad con los graves de los altavoces retumbando en los cristales del vehículo, esa música diabólica, machacona y burda. Eso le recordó que debía volver a fingir, debía volver a Xangri-A otro día para que no pareciera que no iba nunca y que sólo fue la noche de autos. Media sonrisa en la cara, la noche de los coches.
menéame