
Cuando alguien llama un domingo al portero automático y coges el telefonillo, lo primero que piensas es que algún desaprensivo ha aprovechado el festivo para repartir publicidad y hacerse unos cuartos extra a costa de la tranquilidad ajena, pero cuando abajo contestan que es la policía echas de menos al repartidor.
Y no es que tenga yo cuentas pendientes con la justicia, ni razones para temer que vengan a detenerme, pero la policía, un domingo y a las nueve y media de la mañana, no suele venir a devolverte un décimo de lotería premiado que has perdido por la calle.
Abrí dócilmente la puerta y esperé a que subieran a mi piso. Eran dos agentes, uno de pelo blanco y el otro casi un chaval al que el uniforme le sentaba como un disfraz. El más viejo me saludó, me preguntó si era Gonzalo Pozuelo, y cuando respondí afirmativamente me alargó sin más preámbulos la fotografía de una mujer muerta con el rostro tumefacto y bastante desfigurado.
—¿La conoce? —me preguntó después de unos segundos.
—No. Creo que no —respondí devolviéndole la foto.
—Llevaba su nombre y su dirección en la cartera —explicó el más joven.
Yo me encogí de hombros.
—Comprendan que así, en una fotografía como esa... —traté de justificarme.
El del pelo blanco parecía esperar esa respuesta, porque se agarró a ella de inmediato.
—Tenemos que pedirle que nos acompañe al depósito de cadáveres, por si pudiera identificar a la difunta.
Normalmente no hago planes para los domingos y dejo a la casualidad, al impulso o a la llamada de un amigo la decisión definitiva sobre a dónde ir o qué hacer; ese sistema de permitir a lo inesperado operar por su cuenta me había dado buen resultado durante muchos años, pero aquel día lo inesperado se estaba pasando de la raya.
—No nos llevará mucho tiempo —trató de animarme el del pelo cano.
—Antes de las once estará usted de vuelta —reforzó el otro.
No era cuestión de hacerse de rogar; había que ir, y punto, así que comprobé con tres palmetazos por mi anatomía que llevaba las llaves, la cartera y las gafas, y baje en el ascensor con los dos agentes.
Me subí al oche patrulla con una sensación extraña, como si me llevasen detenido por algún delito que ni siquiera podía imaginar, igual que Joseph K, el del proceso de Kafka. Los dos policías no hablaban entre sí y el silencio acentuaba mi aprehensión, así que acabé preguntando qué le había pasado a la mujer.
—Apareció muerta en una boca de metro. En Cruz del Rayo —explicó el más joven—. Le dieron una paliza y luego la apuñalaron con un cuchillo o alguna otra arma blanca.
Entonces, de pronto, caí en la cuenta de que si la mujer llevaba encima mi nombre y mi dirección, muy bien podían considerarme sospechoso
—Oigan, ¿no pensarán que he sido yo? —pregunté alarmado.
El del pelo blanco se echó a reír.
—Puede estar tranquilo. De vez en cuando aparece alguna rajada y tirada por ahí. Son ajustes de cuentas. Rencores. Clientes borrachos. El mundo de la prostitución barata. Ya me entiende...
Yo no entendía en absoluto, pero asentí de todos modos.
—¿Y no saben nada de ella? —pregunté por seguir la conversación.
—Le llamaban Carmilla, pero era un nombre de guerra. Nadie sabe cómo se llamaba en realidad ni de dónde era, ni si tenía parientes. Nada. Cuando tenía algo de dinero dormía en una pensión por la zona de Tirso de Molina, y cuando no en la calle, en el metro o en algún cajero automático.
—Vaya panorama —lamenté yo con un suspiro.
—Mendicidad, prostitución, drogas.... sólo faltaba meterse en política —remachó el policía sonriéndome con los ojos a través del espejo retrovisor.
Después de abandonar la parte más complicada de la ciudad conseguimos por fin acelerar. Los domingos por la mañana hay menos tráfico en Madrid que de costumbre, pero de todos modos tardamos al final más de media hora hasta el Instituto Anatómico Forense. El trayecto, aún así, no se dio mal: viajar en un coche patrulla no agiliza el tráfico ni te libra de los semáforos, pero por lo menos no te pita ni Dios.
Bajé del coche y seguí a los dos policías, que fueron abriéndose camino en el edificio con la destreza del que ha recorrido demasiadas veces unos pasillos que ni a fuerza de claridad y de amplitud conseguían dejar de ser siniestros.
De la sala donde tenían a la mujer sólo recuerdo las luces chillones, los brillos metálicos y el olor a alcohol y desinfectantes. Quizás olía también a tristeza, a silencio revenido, y mucho también a perplejidad, pero como todo el mundo sabe esos olores son casi imposibles de distinguir de los del formol y la lejía. La muerta estaba tapada con una sábana blanca y cuando estuve lo bastante cerca, un operario con bata verde descubrió su rostro.
—¿La conocía? —preguntó el policía del pelo blanco, con el mismo tono que había empleado cuando me enseñó la fotografía.
Yo traté de hacer coincidir sus rasgos con un catálogo difuso de amigos, conocidos, clientes y familiares lejanos, sin lograr encajarlos con ningún patrón. Después del interés inicial, el conjunto perdió consistencia y se fueron imponiendo poco a poco las heridas, los moratones, y el labio levantando mostrando los dientes desiguales y las encías enrojecidas. Dí un paso atrás.
—Me suena su cara. No la ubico, pero me suena —repuse en voz baja reprimiendo una náusea.
El policía más joven debía ser de mi misma opinión, porque se mantuvo prudentemente al margen, mirando al cadáver sólo con vistazos breves. Para simular que hacía algo sacó una libreta del bolsillo y apuntó algo; estaba al otro lado de la camilla, pero adiviné que escribía una tontería del tipo “dice que le suena, pero no la conoce”.
El operario de la bata verde descubrió entonces completamente el cadáver desnudo de la muerta.
—No es muy agradable, pero es necesario —trató de justificarse.
Yo respiré hondo y constaté que al menos la primera parte de la afirmación era cierta. El cuerpo de la mujer estaba lleno de golpes, y presentaba una herida larga y brillante en el abdomen por la que asomaba el tracto intestinal. También tenía una cicatriz en forma de media luna en el tobillo.
Y entonces recordé.
Aquella cicatriz se la había hecho mi perro allá por el año setenta, una tarde que vino a buscarme a la finca de mi padre. Era ella. Hacía treinta años que no la veía y por lo menos veinticinco que no preguntaba por ella a alguno de los escasos conocidos comunes a los que aún me encontraba de vez en cuando. Le había perdido la pista allá por el año ochenta y tantos, cuando habló de marcharse un tiempo al extranjero a aprender idiomas.
Pero era ella.
Durante un tiempo nos vimos sólo durante los veranos, en Toledo, y luego, cuando yo me fui a Madrid empezamos a quedar varias veces a la semana, para jugar al tenis, para ir al cine, o para charlar simplemente delante de un café que yo siempre dejaba enfriar antes de darle el primer sorbo. Y no lo hacía sólo con el café, maldita sea.
Hubo algo. Hubo mucho entre nosotros. Café y tenis. Besos y silencio. Y lo que ninguno de los dos supo hacer perdurable.
—¿La conocía? —preguntó una vez más el policía canoso.
¿La conocía? Me pregunté yo. Se llamaba Pilar. Pilar Monzón. En ella, Monzón no era tanto un apellido como un perfecto adjetivo que la describía completamente. Creía con la misma vehemencia en las cuatro verdades sobre las que trazaba su rumbo y en las docenas de mentiras que sostenía a sabiendas de que lo eran. Arremetía por igual contra los obstáculos que se interponían en su camino y contra las manos que se le tendían ofreciendo una ayuda. Era libre, feroz y tierna.
¿La conocía? No podía responder a eso. Con ella tenía la impresión de ser como aquel granjero que vivía al borde del Mississippi y que todas las tardes veía pasar por delante de su casa a la Ópera Flotante, un gran barco de vapor en el que se embarcaba la flor y nata de Nueva Orleans para cenar ostras y escuchar una ópera durante la travesía. En el barco se representaba siempre la misma ópera, y el granjero escuchaba cada día un fragmento cuando el barco ascendía río arriba y otro cuando el barco bajaba de regreso. ¿Podía decir el granjero que conocía aquella ópera?
No lo sé. A lo mejor conocer a alguien es eso: contemplar fragmentos. Tratar de unirlos. Inventar lo que falta. A lo mejor por eso me hice arqueólogo: para intentar con los papeles y las cerámicas lo que nunca conseguí con las personas.
—¿La conocía usted? —repitió el policía.
—Se llamaba Pilar Monzón y le pedí matrimonio hace treinta y dos años. Me dijo que no —respondí tratando de ser objetivo.
El hombre de la bata verde volvió a colocar la sábana sobre el cuerpo de Pilar con la diligencia satisfecha del marchante que acaba de adjudicar una importante pieza en una subasta. Sacó un bolígrafo del bolsillo de su chaqueta, buscó la etiqueta en blanco atada al tobillo izquierdo y escribió “Pilar Monzón”, con letra inclinada.
—¿Sabe qué edad tenía? —me preguntó.
—Cumpliría sesenta y uno en abril.
Sesenta años, escribió.
Luego el policía del pelo blanco me dio las gracias y me preguntó si quería que me llevaran de nuevo a casa. Le dije que prefería tomar un rato el fresco y volví al ruido de la calle preguntándome por qué ella guardaba aún mi dirección.
Y por vueltas que le dí, no conseguí encontrar una respuesta. Porque no la conocía: tan sólo sabía su nombre.
Feindesland. 2004 (?)
Hace unos días leí el relato de Feindesland "¿Pero la conocía o no?". Me gustó mucho, tanto, que me inspiró para versionarlo. Mi revisión en puntos es casi idéntica y en otros se aleja bien lejos. Él me ha dado permiso. Espero que os guste.
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Cuando alguien llama un domingo al portero automático y coges el telefonillo, lo primero que piensas es que algún desaprensivo ha aprovechado el festivo para repartir publicidad y hacerse unos cuartos extra a costa de la tranquilidad ajena. Pero, cuando abajo contestan que es la policía, echas de menos al repartidor.
Y no es que tenga yo cuentas pendientes con la justicia, ni razones para temer que vengan a buscarme, pero la policía, un domingo a las nueve de la mañana, no viene a devolverte un décimo premiado que has perdido por la calle.
Pulsé dócilmente el botón y esperé a que subieran a mi piso. Eran dos agentes, uno de pelo blanco y el otro tan joven que el uniforme le sentaba como un disfraz. El más viejo me saludó, me preguntó si era Gonzalo Vega Esquivel, y cuando asentí me alargó sin más una fotografía. Era una mujer muerta, con el rostro tumefacto y desfigurado.
— ¿La conoce? —me preguntó tras unos segundos, observando fijamente mi reacción.
— No. Creo que no —respondí devolviéndole la foto.
— Llevaba su nombre —explicó el más joven.
Yo me encogí de hombros.
— Comprendan que así, en una fotografía como esa... —traté de justificarme, mientras repasaba mis actos mentalmente. ¿Qué podría haber hecho?
El del pelo blanco parecía esperar la negativa, pues apenas me dejó tiempo para buscar alguna coincidencia.
— Tenemos que pedirle que nos acompañe al depósito, por si pudiera identificar a la difunta.
Normalmente no hago planes para los domingos y dejo a la casualidad, al impulso o a la llamada de un amigo la decisión última sobre a dónde ir o qué hacer. Ese sistema de permitir a lo inesperado operar por su cuenta me había funcionado durante muchos años, pero aquel día hubiera preferido la rutina de un domingo lluvioso de invierno.
— No nos llevará mucho tiempo —trató de animarme.
— Antes de las once estará usted de vuelta —reforzó el joven.
No era cuestión de hacerse de rogar: había que ir y punto. Así que comprobé con tres palmetazos por mi cuerpo que llevaba las llaves, la cartera y las gafas, y bajé en el ascensor con los dos agentes.
Me subí al coche patrulla con una sensación extraña, como si me llevasen detenido por algún delito que no podía imaginar, igual que Joseph K, el del proceso de Kafka. Los dos policías no hablaban entre sí y el silencio acentuaba mi aprensión. Acabé preguntando qué le había pasado a la mujer.
— Apareció muerta en una boca de metro, en Cruz del Rayo —explicó el más joven—. Le dieron una paliza y luego la apuñalaron con un cuchillo o alguna otra arma blanca.
Entonces, de pronto, caí en la cuenta de que si la mujer llevaba encima mi nombre y mi dirección, bien podrían considerarme sospechoso
— Oigan, ¿no pensarán que he sido yo? —pregunté alarmado.
El del pelo blanco sonrió para rebajar la tensión.
— Puede estar tranquilo. De vez en cuando aparece alguna así. Son ajustes de cuentas. Rencores. Clientes borrachos. El mundo de la prostitución barata. Ya me entiende...
No entendía en absoluto, pero asentí de todos modos.
— ¿Y no saben nada de ella? —pregunté, intentando encontrar algún nexo.
— La llamaban Camila, pero era un nombre de guerra. Nadie sabe cómo se llamaba en realidad, ni de dónde era, ni nada. Cuando tenía dinero dormía en una pensión por Tirso de Molina, y cuando no, en la calle.
— Vaya panorama —lamenté yo con un suspiro.
— Para nosotros es lo habitual —remachó el policía terminando la conversación.
Después de abandonar la parte más complicada de la ciudad conseguimos por fin acelerar. Los domingos por la mañana hay menos tráfico en Madrid que de costumbre, pero tardamos más de media hora hasta el Instituto Anatómico Forense. El trayecto, aún así, no se dio mal: viajar en un coche patrulla no agiliza el tráfico ni te libra de los semáforos, pero al menos no te pita ni Dios.
Bajé del coche y seguí a los dos policías, que fueron abriéndose camino en el edificio, con la destreza de la costumbre, por unos pasillos siniestros a pesar de la claridad de sus ventanales.
De la sala donde tenían a la mujer sólo recuerdo las luces de fluorescente, los brillos metálicos y el olor a alcohol y desinfectantes. La muerta estaba tapada con una sábana blanca y cuando estuve lo bastante cerca, un operario con bata verde descubrió su rostro.
—¿La conocía? —preguntó el policía del pelo blanco, calcando el tono que empleó al enseñarme la fotografía.
Traté otra vez de hacer coincidir sus rasgos, intuyéndolos bajo la hinchazón, con un catálogo difuso de amigos, conocidos, clientes y familiares lejanos. No era capaz de encajarlos en ningún patrón. ¿Quién podía ser? ¿Le di dinero? ¿Por qué guardaba mi nombre? Después del interés anatómico inicial, el conjunto perdió consistencia y se fueron imponiendo las heridas, los moratones y el labio levantado, que mostraba los dientes desiguales y las encías enrojecidas. Me vino una náusea.
El policía más joven debía compartir mi sensación, porque se mantuvo prudentemente al margen, mirando al cadáver sólo con vistazos fugaces.
Dí un paso atrás.
— Me suena su cara.
El joven aprovechó para concentrarse en su pequeña libreta, deseando que le dijera algo que poder apuntar y así ignorar el cuerpo.
Mi cara se ensombreció a la vez que una sospecha apareció en mi mente.
— ¿Puedo verle el tobillo?
— ¿Cuál de los dos?
— No me acuerdo, los dos.
El operario de la bata verde descubrió la sábana hasta las rodillas. No hizo falta que me acercase. Tenía una cicatriz en forma de media luna en el tobillo derecho.
Entonces recordé ese día de golpe.
Ella había venido a buscarme, era por la tarde, a la finca. Mi padre tenía varios perros, uno de ellos un San Bernardo, enorme, blanco, juguetón. Se lanzó a saludarla. Apenas la conocía, pero le caía bien. Y ella, como loca, se puso a jugar con él. El momento me pareció adorable hasta que caímos en que tenía media pernera empapada en sangre. ¡Ni se había dado cuenta! Debió clavarse un rastrillo o qué sé yo. No se enfadó, ni se puso nerviosa, solo pidió whisky entre risas antes de visitar al vecino, que era veterinario. No sé a quién enamoró más, si a mí o a mi padre.
Era ella.
Hacía treinta años que no la veía y por lo menos veinticinco desde que dejé de preguntar por sus andanzas cuando me topaba con algún conocido común. Me dijo que no y habló de marcharse al extranjero, a ver el mundo. Se ve que lo cumplió y ahí le perdí la pista.
Pero era ella. Seguro.
En Toledo nos vimos un par de veranos. Casi a diario por un tiempo, cuando logré mudarme a Madrid. Un café nos duraba tres horas y luego salíamos de fiesta toda la noche, sin un duro.
Hubo algo. No, hubo mucho entre nosotros. Café y aventuras. Besos y gritos. Y algo que a mis veinte años creí que duraría siempre.
— ¿La conocía? —preguntó una vez más el policía canoso.
¿La conocía? Tardé un instante en recordar su nombre. Se llamaba Tere. Teresa Melero Monzón. Sí, eso es: Monzón. Bromeábamos por la casualidad del apellido. Le encajaba como un segundo nombre, ese que te dan cuando ya te conocen bien. A la India. Quería ir a la India para sentir en la piel el monzón, caliente y explosivo. Un aguacero infinito que dura unos instantes. Pero lo llena todo de vida.
Sentí otra náusea, esta vez mayor. Tuve que llevarme la mano a la boca para contenerla. Pero no era de asco. Era de mis entrañas, que se removían por el golpe, profundo e inesperado. No era solo su muerte. Era todo lo que habría vivido hasta llegar a ella.
— ¿La conocía usted? —repitió el policía.
Tomé una profunda bocanada de aire, con los ojos cerrados, y lo expulsé lentamente.
— Se llamaba Teresa Melero Monzón — dije sin dirigirme a nadie en concreto—. Le pedí matrimonio hace treinta y dos años.
El hombre de la bata verde volvió a colocar la sábana sobre el cuerpo de Tere. Sacó un bolígrafo del bolsillo de su chaqueta, buscó la etiqueta en blanco atada al tobillo izquierdo y escribió el nombre con letra inclinada.
— ¿Sabe qué edad tenía? —me preguntó.
— Cumpliría cincuenta y tres en abril.
Cincuenta y dos, escribió.
Luego siguió preguntando algunos datos para facilitar el papeleo posterior. Respondí a lo que sabía, pero ya todo se había convertido en una vorágine de sentimientos y confusión de la que apenas recuerdo nada. El policía del pelo blanco me dio las gracias y me preguntó si quería que me llevaran de nuevo a casa. Preferí tomar el fresco y volví al ruido de la calle. Cuando iban a despedirse, el mismo policía me mostró un papel doblado, empapado en sangre seca, oscura. Era una carta.
— Se la escribió a usted, pero no la llegó a enviar. Su nombre es legible, por suerte —añadió con sonrisa de circunstancia—. Imagino que querrá quedársela.
Asentí. Me la entregó y se marcharon.
He intentado descifrar la carta, pero es inútil. Su sangre lo tapa todo, salvo mi nombre y tres únicas palabras: ojalá te hubiera.
— Sí, Tere, —me digo antes de guardar para siempre la carta en el fondo de un cajón-, ojalá me hubieras…
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Kudos a Feindesland.
Hace unos días revisité un escrito de @Feindesland, ante lo cual me animó a versionar su excelente "M.A.N (Hoy no)". Lo que sigue es el resultado.
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Anselmo lleva treinta y cuatro años de camionero, viendo a la familia dos días a la semana y tratando de matar las horas el resto del tiempo. Está convencido de que si un día se durmiera al volante, el aguerrido Pegaso lo sabría llevar él sólo de Hamburgo a Huelva.
El camión realmente es un M.A.N., pero le sigue llamando Pegaso por costumbre. Y porque se siente mejor pensando que cabalga un caballo alado que sobre unas siglas tan insulsas e impronunciables como Maschinenfabrik Augsburg-Nürnberg. Algo así como “Fábrica de coches Zaragoza-Bilbao” mientras intentas tragar un polvorón.
— Bien, pues ya estoy casado con un hombre —bromeó Anselmo cuando firmó la señal.
— Ah, no, no. No es inglés —aclaró el vendedor—. Es alemán: Maschinenfabrik Augsburg-Nürnberg. Le pasa a todo el mundo.
Fue decepcionante. Que su mastodonte de acero fuera “El hombre” le había conquistado, le resultaba viril. Lo otro… lo otro sonaba a lavadora.
Eso sí, el camión es una maravilla. Lo peor es trabajar en verano. Con aire acondicionado o sin él, acabas por tostarte al sol, casi asfixiado. Si no lo pones, te cueces; y si lo pones, te resfrías... Al final, lo mejor es bajar la ventanilla y dejar que entre el aire, aunque parezca salido de la panadería.
Hoy es sábado y la perspectiva del hogar se hace cada vez más presente. Anselmo va hablando por la radio con Benito, otro camionero de Isla Cristina que hace ruta hasta Colonia. Suelen encontrarse en La Junquera y desde allí vuelven juntos a casa. En esta ocasión. Benito va más rápido, le saca ya treinta kilómetros. Cuando uno va adelantado, tienen la costumbre de avisar si hay atasco o accidente o alguna patrulla de la Guardia Civil por la autovía.
No es que hagan el loco, viven del volante y saben muy bien lo que se juegan, pero cuando es sábado y hay que llegar a casa, se pisa el acelerador un poco más. Sin pasarse, eso sí, que el gasóleo cuesta un ojo. Un poco de gas y se aligera el tráfico, ¿verdad? Mejor para todos. La Guardia Civil no suele meterse mientras no hagas cosas que asusten al personal, como adelantar en una curva o poner los trailers en paralelo. En cualquier caso, hay que estar al tanto, no te vaya a pillar un agente de los amargados y te eche a perder la semana en el último momento.
Benito, que se las sabe todas, tiene identificados varios tramos del camino que comparten. Y justo en este que recorren ahora suele patrullar el cabo Villarroya, un tipo tieso al que le debieron meter un palo por el culo y que disfruta jodiendo ante el más mínimo fallo. Hace un par de años, por ejemplo, le regaló a Anselmo tres horas de papeleo solo por rechistar que ordenara pesar el camión. ¡Si no llevaba carga!
— Relaja, Benito, que entramos en los terrenos de la joya Villarroya —le indica con voz plana y metálica por la radio.
— El cabrón tricornio, sí. Gracias por avisar, Anselmo de mi vida, ya estaba pensando en casa —bromea mientras levanta un poco el pie.
Sin embargo, el camino se ve despejado. Ni guardias, ni atascos, ni manifestaciones, que últimamente también son una jodienda. La emisora les entretiene los kilómetros. Generalmente se explayan ambos, respetándose los turnos y escuchando con relativa atención. Pueden ir de la cháchara superficial a las confesiones íntimas con la naturalidad con la que caga un niño entre dos coches. Pero hoy parece que solo habla Benito. Está muy indignado porque los equipos ingleses están comprando a todos los buenos jugadores de la Liga y eso es injusto, pero, claro, también lo es cómo se reparten el dinero, aquí, los grandes.
— En España el fútbol es una broma… Juegan veinte pero ganan dos, macho, siempre los mismos.
— …
— Anselmo, ¿estás bien?
— Solo estoy cansado.
— Oye, que podemos hablar de lo que quieras. O me callo. Yo solo quiero llegar pronto. Cata me ha enviado una foto de unos trapillos que se ha comprado por internet y…
— Pues tira si quieres. Hoy no tengo el cuerpo. —le interrumpe Anselmo, desanimado.
— ¿Sigues dándole vueltas?
— Todo el rato. No se me va.
— Chico, no te tortures, que no tienes la culpa.
— Ya… no puedo evitarlo.
— En serio, amigo, tú no has hecho nada malo.
— A veces me viene el olor a caucho.
— Vacaciones, compañero, eso lo cura todo —intenta quitarle hierro, Benito.
— Anda, cuéntame la temporada del 87, que casi sube el Recre.
— ¡Hombre! La casi gloriosa.
— Tenías 16, ¿no? Yo 10, casi ni me acuerdo. —dice Anselmo, más animado.
— Si, 16. Fue una pasada. Me llevaba mi padre… ¡Hostia puta! —grita, dando un volantazo.
— ¿Qué ha pasado? ¿Estás bien?
— ¡Me cago en todo, Anselmo! Otro hijoputa de esos, un kamikaze. ¡Y casi me da!
— ¡No me jodas! ¿Cómo es?
— Un Audi rojo… Iría a 200… Ojo, que te alcanza en 10 minutos.
Anselmo le pega un puñetazo al volante.
— ¡Me cago en su puta vida!
— Anselmo, que está loco. Párate en un área de servicio. Tú tranqui.
— Ni tranqui ni hostias. Voy a atravesar la caja del camión en la autovía. Por mis cojones que ese cabrón hoy no mata a nadie.
— Anselmo, no me jodas, que te quitan el carné… —le ruega su compañero.
— ¡A la mierda!
— ¡Anselmo, hostia! ¡Piensa en tu familia!
Pero Anselmo ya no le escucha, solo piensa en una familia, y no es la suya. Ha cambiado la frecuencia a la de la Guardia Civil. Lo envuelve otra vez el olor a goma quemada, que le aturde al mezclarse con el recuerdo de los gritos y la radial.
Sorpresa. Al aparato contesta Villarroya. Nada más reconocer su voz, Anselmo vuelve a la realidad, y resopla, doblemente contrariado. Pero no le queda otra: le cuenta el problema… Y su solución.
— Caballero, deténgase en el arcén y espere, vamos para allá.
— ¿No me escucha? ¡Que va a 200!
— ¡Deténgase! —grita Villarroya—. Bloquear la autovía es un delito. Y si hay un accidente, le juro que le meto cuatro años por homicidio impru…
Anselmo apaga la radio, no se puede confiar en esos parguelas de uniforme. Y mucho menos en el cobarde de Villarroya, duro con los blandos y blando con los duros.
Pero aún deben quedar unos cinco minutos para el encuentro.
Le vuelve el recuerdo, aún más vívido de la familia que sacaron los bomberos en el accidente. Fue hace cuatro días, en Sinzheim. Y lo provocó un suicida kamikaze que se hubiera estampado con él si no hubiera dado un volantazo certero. Y cobarde. Anselmo ve de nuevo la zapatilla que quedó empotrada en el parabrisas. Ve el rostro morado de la madre antes de que lo taparan. Y ve a los dos críos con los ojos tan abiertos. Tiene que parar en el arcén.
“Si no me hubiera apartado…” se repite una y otra vez. “Sabía que estaban ahí, me seguían… no se atrevieron a adelantarme”.
La imagen le abrasa en la cabeza y, como una quemadura, cubre de dolor cualquier otra sensación. Así que la ira se abre paso, sin oposición, sin darse cuenta.
Salta de la cabina y quita el seguro del enganche del tráiler. Fantasea con un volantazo delante del Audi para que la caja, cargada hasta los topes de tornillos, se desenganche y vuelque, aplastando al puto asesino. Le reconforta. Vuelve corriendo a la cabina, su ira hoy es determinación.
Anselmo arranca y pisa. Segunda, tercera, cuarta… 500 caballos desbocados de acero y rabia.
A lo lejos ve el coche rojo, que viene de frente. El tramo de autovía está vacío, luminoso. Es perfecto. Va a cazarlo.
— ¡Es lo que quieres, eh, cabrón! Van a sacarte con una espátula.
Anselmo va a 110 y subiendo. Le queda apenas un minuto. El rugido del motor estremece la cabina. Ya no huele a goma, sino a aceite mineral caliente. Se le ocurre de pronto que podría matarse. Y se le pasa por la cabeza echarse a un lado.
No.
Ya se apartó una vez y no ha podido dormir desde entonces. Esta vez lo detendrá. Hoy será un hombre.
Así que, en lugar de pisar el freno, pisa el acelerador, hasta el fondo.
“Cada cual que limpie su mierda como pueda”.
Falta medio minuto para que el Audi y el camión se encuentren.
Brama la bocina, como el grito de una carga a muerte en la batalla. Anselmo también grita y se aferra al volante. El motor ruge como escupiendo el corazón.
Hoy M.A.N. no significa Maschinenfabrik Augsburg-Nürnberg. Hoy no son siglas, que le den al tipo del concesionario.
Hoy no.
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Kudos a @Feindesland
Había cometido el crimen perfecto. O eso creía Juan Gómez. No había ninguna relación entre la víctima y él, había tirado el cadáver envuelto en plásticos resistentes y fuertemente cerrado con cinta americana en el cauce de un río seco lleno de maleza y árboles por donde absolutamente nadie pasaba ya que estaba impracticable. Lo había hecho a las cuatro de la mañana. Ni un alma a esas horas por allí. Sacó el cadáver envuelto y lo arrojó desde una altura de unos veinte metros cayendo entre la maleza y quedando totalmente oculto. Después se fue a la discoteca que había a las afueras en el polígono Malpisa, donde se tomó un par de refrescos y bailó descamisado en el centro de una de las pistas, llamando la atención como era su propósito. En la barra quiso invitar a una mujer a su casa para terminar la fiesta, ya que habían bailado juntos, como la mujer contestó que otro día, se despidieron y a las siete de la mañana salió hacia su casa, justo le pilló el control donde calculaba que estaría. Le pidieron la documentación y sopló dando un esperado cero en alcohol. Volvió a casa y se acostó.
A eso de la una del mediodía le despertó un impresionante trueno, acompañado de tremendos rayos, se asomó a la ventana medio dormido y vio cómo una tromba de agua comenzaba a caer. Se acercó a la cocina y preparó un café bien cargado. No le gustaba tener que despertarse a esas horas, pero la urgencia de anoche le había obligado a actuar así. Tras el primer sorbo se asomó a la ventana y vio el río de agua que corría calle abajo. Se quedó paralizado, su mente estaba sopesando, calculando posibilidades. El cauce. El cuerpo. El torrente de agua. El móvil de la chica en el paquete. Apagado. El final del cauce. Las ramas obstaculizando o no. Cuánto llovería y cuándo pararía de llover. Qué pistas podría haber en el cuerpo. Ninguna. Si el agua llevaría el cadáver hasta el mar. Agujeros en el plástico para que entrarán alimañas. Todo controlado. Aun así seguía estático mirando la ventana con la taza de café en la mano viendo cómo una inmensa tromba de agua caía sobre las calles. Miró la taza con el serigrafiado del as de pica en un lateral. Seguía lloviendo, conectó la tableta y escuchó noticias de la zona sobre la alarma de lluvias, una alerta naranja. Naranja eran la lencería que llevaba esa chica. Pero todas tienen sangre roja.
Esperó a que la lluvia dejara de caer con esa furiosa intensidad que a veces la naturaleza declara con firma y rúbrica. Mientras veía caer la cortina de agua en la ventana de la cocina, vio que el plan de comida de hoy era arroz hervido, huevos fritos y pisto, todo mezclado a modo de plato combinado. En alguna parte de su cerebro seguía pensando que el crimen perfecto de anoche, podría tener algún detalle incriminatorio. Se había llevado la tarjeta sim del móvil y la había tirado en un contenedor al azar, pero esos aparatos modernos a los que no se les podía quitar la batería igual le complicaban el asunto, incluso estando apagados. Y luego estaba esa lluvia intensa e inesperada. Tomó nota de mirar esos detalles, porque se enteró después de que llevaban tres días anunciando alerta naranja por tormentas y lluvias. Juan pasó en su momento de encajar esa pieza en el puzle. ¿Error? Con una media sonrisa en la cara, pensó que quizás fuera un acierto.
Juan tenía muy claro que esto no era un juego de poder, de víctimas y entes poderosos, como vendían muchos libros sobre asesinos en serie. Oh, el poder sobre sus víctimas. Menuda estupidez, esto iba de cazadores y cazados, de policías y ladrones, de leones y gacelas. Si no existieran los que le pretendían pillarle, nada de esto tendría sentido. Sería el despiece de un animal en una carnicería y además no te lo podrías comer. Absurdo. Y además sabía que muchos, muchísimos casos de desapariciones, o crímenes quedaban en el limbo de la justicia, en el limbo de todo lo que las películas quieren vender, donde siempre se pilla al culpable. Claro.
No venían de Marte, di de Alfa Centauri, ni de ninguna estrella conocida, pero se les llamó marcianos de todos modos, seguramente porque ellos no se llamaban a sí mismos de ninguna manera inteligible.
Fue frustrante. Se intentaron decenas de métodos diferentes para comunicarse con aquella raza venida del espacio, pero no se encontró modo de que sus respuestas correspondiesen a un patrón que a los nuestros les pareciera coherente. Si se les enviaban sonidos, contestaban con destellos. Si se les enviaban destellos, respondían con vibraciones. Si se les enviaba una cabra, devolvían la cabra recién lavada. Esa fue la única idea que nos permitió obtener alguna información: utilizaban el agua.
Sus naves eran de color verde metálico y no hicieron nada, salvo permanecer en el cielo, hasta que un día se llevaron a las diez personas más ricas de la Tierra. Desaparecieron de pronto. Y desaparecieron las personas, pero no sus bienes. Simplemente se esfumaron, aunque en el caso de un famoso empresario informático se vio como era absorbido por una especie de rayo evaporado, dejando constancia del método empleado.
Entonces, y en perfecto finlandés, brotó una voz de una de aquellas naves, y explicó que venían a ayudarnos. Aquellas diez personas que acababan de apresar, sumaban juntas tanta riqueza como los dos mil quinientos millones de seres humanos más pobres, y estaban seguros de que alejarlos de nuestro planeta nos ayudaría a tener un mundo mejor. No hubo modo de responderles. Después de su breve discurso, de apenas un minuto, se marcharon a toda velocidad.
Se habló del tema durante semanas. Durante meses.
Algunos dijeron que la desaparición de los diez mayores millonarios sería un desastre de proporciones gigantescas para la Humanidad, debido a la pérdida de talento y a la eliminación de algunas de las personas más emprendedoras. Otros, en cambio, creían que a la larga se notaría una gran mejora, porque sus bienes, en muchos casos, fueron a parar a fundaciones benéficas, o se diluyeron entre sus hijos, sus familias, etc., tras pagar a los Estados los correspondientes impuestos.
Al final, no sucedió nada. Los emprendedores fueron sustituidos por otros emprendedores, y el dinero para obras benéficas o servicios públicos se gastó en poco tiempo. Se creó otra lista de los diez mayores millonarios, no muy diferente de la anterior, aunque con cifras un poco más modestas, y el mundo siguió su curso, camino del despeñadero.
Entonces, cinco años después de la primera aparición de los marcianos, apareció un segundo grupo de naves, mucho más numeroso que el anterior, y de color azul claro. Los multimillonarios ya se habían temido algo así y habían construido fortalezas subterráneas, forradas en plomo, y a prueba de armas atómicas. No hizo falta que los marcianos los hiciesen desaparecer: se encargaron ellos mismos de volatilizarse, para diversión y regocijo de buena parte de la raza humana.
Pero tras un par de semanas, y sin mediar palabra ni señal alguna, las naves extraterrestres comenzaron a hacer desaparecer a los dos mil quinientos millones de seres humanos más pobres del planeta. De manera sistemática. Masiva. Brutal. Jamás se conoció una catástrofe igual. Países enteros estuvieron a punto de quedar despoblados y ninguno se libró de perder un buen puñado de personas.
Acabada la tarea, los visitantes extraterrestres volvieron a emitir un comunicado en finlandés.
“Sólo queremos ayudar. Vuestra especie está al borde del desastre. Nuestros compañeros vinieron hace un tiempo a llevarse a los más ricos. Nosotros creemos que os ayudaremos mejor llevándonos a los más pobres. Es una desavenencia entre nosotros. Eso que vosotros llamáis una apuesta. Volveremos en cinco años a ver cual de los dos métodos ha funcionado mejor.”
Y se fueron, también a toda velocidad.
Han pasado tres años desde entonces. Ya nos enteraremos de quién ganó.
Había cometido el crimen perfecto. O eso creía Juan Gómez. No había ninguna relación entre la víctima y él, había tirado el cadáver envuelto en plásticos resistentes y fuertemente cerrado con cinta americana en el cauce de un río seco lleno de maleza y árboles por donde absolutamente nadie pasaba ya que estaba impracticable. Lo había hecho a las cuatro de la mañana. Ni un alma a esas horas por allí. Sacó el cadáver envuelto y lo arrojó desde una altura de unos veinte metros cayendo entre la maleza y quedando totalmente oculto. Después se fue a la discoteca que había a las afueras en el polígono Malpisa, donde se tomó un par de refrescos y bailó descamisado en el centro de una de las pistas, llamando la atención como era su propósito. En la barra quiso invitar a una mujer a su casa para terminar la fiesta, ya que habían bailado juntos, como la mujer contestó que otro día, se despidieron y a las siete de la mañana salió hacia su casa, justo le pilló el control donde calculaba que estaría. Le pidieron la documentación y sopló dando un esperado cero en alcohol. Volvió a casa y se acostó.
A eso de la una del mediodía le despertó un impresionante trueno, acompañado de tremendos rayos, se asomó a la ventana medio dormido y vio cómo una tromba de agua comenzaba a caer. Se acercó a la cocina y preparó un café bien cargado. No le gustaba tener que despertarse a esas horas, pero la urgencia de anoche le había obligado a actuar así. Tras el primer sorbo se asomó a la venta y vio el río de agua que corría calle abajo. Se quedó paralizado, su mente estaba sopesando, calculando posibilidades. El cauce. El cuerpo. El torrente de agua. El móvil de la chica en el paquete. Apagado. El final del cauce. Las ramas obstaculizando o no. Cuánto llovería y cuándo pararía de llover. Qué pistas podría haber en el cuerpo. Ninguna. Si el agua llevaría el cadáver hasta el mar. Agujeros en el plástico para que entrarán alimañas. Todo controlado. Aun así seguía estático mirando la ventana con la taza de café en la mano viendo cómo una inmensa tromba de agua caía sobre las calles. Miró la taza con el serigrafiado del as de pica en un lateral. Seguía lloviendo, conectó la tableta y escuchó noticias de la zona sobre la alarma de lluvias, una alerta naranja. Naranja era la lencería que llevaba esa chica. Pero todas tienen sangre roja.
Esperó a que la lluvia dejara de caer con esa furiosa intensidad que a veces la naturaleza declara con firma y rúbrica. Mientras veía caer la cortina de agua en la ventana de la cocina, vio que el plan de comida de hoy era arroz hervido, huevos fritos y pisto, todo mezclado a modo de plato combinado. En alguna parte de su cerebro seguía pensando que el crimen perfecto de anoche, podría tener algún detalle incriminatorio. Se había llevado la tarjeta sim del móvil y la había tirado en un contenedor al azar, pero esos aparatos modernos a los que no se les podía quitar la batería igual le complicaban el asunto, incluso estando apagados. Y luego estaba esa lluvia intensa e inesperada. Tomó nota de mirar esos detalles, porque se enteró después de que llevaban tres días anunciando alerta naranja por tormentas y lluvias. Juan pasó en su momento de encajar esa pieza en el puzle. ¿Error? Con una media sonrisa en la cara, pensó que quizás fue un acierto.
Juan tenía muy claro que esto no era un juego de poder, de víctimas y entes poderosos, como vendían muchos libros sobre asesinos en serie, oh, el poder sobre sus víctimas, menuda estupidez, esto iba de cazadores y cazados, de policías y ladrones, de leones y gacelas. Si no existieran los que le pretendían pillar, nada de esto tendría sentido. Sería el despiece de un animal en una carnicería y además no te lo podías comer. Absurdo. Y además sabía que muchos, muchísimos casos de desapariciones, o crímenes quedaban en el limbo de la justicia, en el limbo de todo los que las películas quieren vender. Siempre se pilla al culpable. Claro.
La tormenta parecía que llegaba a su fin, no sabía cuántos litros habrían caído, pero pensaba que muchos más de lo que serían razonables para una alerta naranja. Sobre todo viendo cómo los contenedores de basura de su calle flotaban sin control, golpeando aquí y allí a coches, farolas y bordillos anegados. Volvió a pensar en el cauce del río donde ahora debía correr bastante agua. Posiblemente las cañas hubieran hecho de parapeto dejando su paquete bien escondido. Luego daría una vuelta por allí.
Recogió los platos de la comida y los colocó ordenadamente en el lavavajillas y, por alguna razón, recordó el libro del asesino en serie británico: Dennis Nilsen. Un idiota que guardaba los cadáveres en su patio y bajo las tablas de su casa y algunos los tiraba por el retrete, un auténtico imbécil. Pero que además tardaron quince asesinatos en descubrir sus crímenes y porque la tuberías de la zona olían mal. Un auténtico genio. Recordaba casi palabra por palabra las declaraciones del jefe de Policía de la zona: “Si no lo hubiéramos arrestado ahora, no habría dejado de asesinar a jóvenes.”
Se asomó a la ventana y el agua de la calle había remitido bastante, sólo quedaba una lámina de agua de unos cinco o siete centímetros, los desagües de la calle seguían engullendo litros y litros de agua, el cielo estaba limpio y el sol quería salir por la torre del campanario. Se puso el impermeable y las botas de agua y miró su móvil sobre la mesa, comprobó que no tenía ningún mensaje ni llamadas y volvió a dejarlo en la mesa. Jamás salía con su móvil a la calle. Jamás.
Cuando llegó a uno de los puentes que atravesaba parte de la riera que unía esa parte con el cauce del río, vio que las cañas y muchos arbustos habían aguantado el embate del agua, lo malo es que se había formado un pequeño dique con barro y objetos arrastrados por la corriente, sillas destrozadas, dos bicicletas viejas, medio frigorífico oxidado, palos y barro, mucho barro. Otros curiosos rondaban por allí, haciendo fotos o contemplando la fuerza de la naturaleza en forma de lluvia torrencial de las pasadas horas. Incluso había dos “abuelos de obras” apoyados en la barandilla, señalando aquí y allí haciendo supuestamente sesudos comentarios de ingeniería, arquitectura, meteorología... mezclados con pullas sobre política local, nacional y planetaria.
Aunque su paquete seguiría seguro entre las cañas, la maleza y el barro, en algún momento vendrían a limpiar ese murete de barro y acumulados. Aunque, conociendo a su ayuntamiento, tardarían semanas o meses en acudir a limpiar esa zona y lo harían con pocas ganas. Con toda probabilidad, su paquete seguiría seguro. Ahora tocaba esperar a conocer la lista de personas desaparecidas por la riada. Si es que las había, al menos una seguro que estaba desaparecida, y sobre todo, muerta.
En una población de 70.000 habitantes suponía que quizás pudiera haber un par de desaparecidos más, seguro que alguno habría; siempre que llueve a mares en la zona alguien habría intentado pasar por debajo del puente de la vía sin recordar que ahí suelen quedar atrapados los coches por el inmenso socavón que hay y que queda oculto con el agua. Todos los años tenían que sacar de allí a algún listo con su flamante supercoche que se quedaba con el agua hasta la ventanilla. Tres años atrás, ahí mismo, una persona fue arrastrada hasta chocar contra uno de los pilares quedando el coche boca abajo. El cinturón lo dejó atrapado y murió ahogado.
Volvió a casa tras pasar por la verdulería y pasando por el bazar que había al lado, compró un rollo de cinta americana, otro de carrocero y unos recios guantes de jardinería. Los otros, los que usó anoche, los tiró en un contenedor en la otra punta de la localidad. Los basureros ya se encargarían de hacer desaparecer las posibles pruebas que hubiera dejado en esos guantes. Sonrió para sus adentros pensando en los policías que tuvieran que investigar este caso de la muerta envuelta en plásticos. Camino a casa siguió pensando en qué pruebas podría haber en esos guantes. Como si hubiera un registro nacional de muestras de ADN o incluso de huellas dactilares, se guardaban registros de huellas sólo de las personas fichadas previamente y Juan no estaba fichado. ¿Restos de la víctima? Vale, buena suerte con eso. "Y sobre todo, vete mirando contenedor por contenedor, papelera por papelera, de una ciudad de este tamaño".
Hoy en su plan de comidas había arroz con pollo para el mediodía y una tortilla de setas para la noche.
Por la tarde, como todas las tardes después de comer, conectó su portátil con el cable de red al router, por supuesto tenía desinstalada la conexión wi-fi, claro. Navegó por las noticias en el mismo orden de siempre, primero locales, luego regionales, nacionales e internacionales. Hizo clic en un anuncio de sartenes que no necesitaba y en una web de viajes al Caribe. En la información local ya anunciaban de la desaparición de una persona en la pasarela de madera que había al final del cauce. Por lo visto un vecino había visto desde su ventana a un hombre intentar cruzarla para hacer una foto de la tromba de agua desde el medio de la misma cuando la riada se llevó los pilares de la pasarela, los travesaños y parte de los cables de acero. El hombre cayó al agua y fue arrastrado hasta que el testigo lo perdió de vista. Aparte de un artículo sobre daños materiales, salidas de bomberos, rescates en aparcamientos subterráneos, poco más. Borró las “galletas” y su historial de navegación y desconectó el portátil del router quitando el cable.
Se fue a su taller de bricolaje, pensando en la maldición que eran los móviles en estos casos y que tendría que mejorar su tirachinas “profesional”, que había fabricado él; no tenía tanta fuerza como esperaba, pero aun así pudo romper la bombilla de la única farola que podía iluminar su zona de la calle, de hecho, la rompió una semana atrás y los de mantenimiento del ayuntamiento aun no la habían cambiado. Normal. Su parte de calle quedaba bastante oscura, en la acera de enfrente sólo había un solar vallado para futuras casas que nunca se construirían, eso sí con carteles rimbombantes y fotos de casas hechas con ordenador. A los lados de su casa, colindantes, las viviendas a izquierda y derecha estaban vacías y a la venta. El comercial de la casa de la izquierda era joven y trajeado, el comercial de la vivienda a su derecha era mayor y parecía cansado de su trabajo. Llevaban un año a la venta, o pedían mucho o pedían mucho.
Anoche la vio venir hacia el portón de su jardín desde el final de la calle, entreabrió una de las hojas de la puerta, muy ligeramente. Se puso los guantes de jardinería. Oyó los pasos acercarse, seis, cinco, cuatro, muy cerca, más cerca. Abrió de golpe la puerta, la cogió del brazo y tiró de ella con fuerza hacia dentro, con la maza que llevaba en la mano derecha la golpeó en la base del cráneo, en la nuca. Cayó fulminada al suelo, inerte. Cerró la puerta. Luego le introdujo un gran trapo en la boca, demasiado grande, tanto que sus mofletes se hincharon y apretó con los dedos la nariz de la mujer. Cinco, diez minutos. No se movía. Quizás el brutal golpe con la maza había sido suficiente, pero por si acaso. Rebuscó en el bolso de la mujer y sacó su móvil. Con los guantes de jardinería era imposible de manipular, pero tenía allí, al lado de sus gardenias, un destornillado plano fino y un ganchito minúsculo y se fue a pasear con el móvil de la mujer. Antes se quitó los guantes y con cuidado guardó todas esas cosas cosas en su bolsillo, sin tocar nada. Estuvo caminando media hora, nadie a esas horas por allí, según su reloj eran las doce y cinco de la madrugada. Luego, se puso los guantes y sacó la tarjeta sim con mucho trabajo, dejó el móvil al lado de un contenedor, con la esperanza de que alguien se lo llevara. De nuevo, se quitó los guantes y tiró el sim en una alcantarilla varias calles más allá, esta vez usando un pañuelo de papel para cogerla. Volvió a su casa, se puso los guantes de jardinería y envolvió al cadáver en plástico recio, los plásticos finos de pintar no servían para estas cosas; hizo un paquete con cinta americana envolviendo el cuerpo. Esos guantes se pegaban un poco pero no tanto como otros que había probado, de cocina, de látex, de nitrilo, ninguno servía para usar con comodidad cinta americana, los de jardinería, recios, sí. Hizo varios agujeros en el plástico para que las alimañas se encargaran del resto a su debido tiempo. En ese momento recordó lo de las “granjas de cuerpos” de las que se hablaban en algunas series y novelas del género, con la imagen gráfica de cuerpos explotando dentro de bolsas cerradas de plástico.
Juan era obsesivo pero no compulsivo, metódico pero sabía improvisar, calculador pero se adaptaba al azar que siempre está ahí agazapado con sus sorpresas. Mañana suponía que habría más noticias sobre la riada y quizás sobre desaparecidos.
A la caída de la tarde, se acercó al jardín a arreglar un poco las gardenias, las azaleas y el jazmín, que este año estaba mustio, quitó hojarasca que se había acumulado en una esquina debido a las lluvias. Se alegró de haber puesto pequeñas marquesinas alrededor de los arriates de las plantas, en prevención de la época de lluvias.
Miró el reloj, las nueve de la noche, hora de cenar. Preparó la tortilla de setas con esmero, y una ensalada ligera de cogollos de lechuga con aceite y muy poco vinagre, no soportaba el exceso de vinagre, ni en ensaladas ni en nada. Tras recoger los platos y puntual como un reloj se sentó delante del televisor. Antes de conectar el aparato pensó en el azar.
Había calculado que alguien que fuera a tirar la basura en esos contenedores vería el móvil y se lo llevaría, lo robaría, pero no fue así.
Esa noche, anoche, acercó su coche lo más cerca que pudo a la entrada de su casa con la intención de meter el cuerpo en el maletero pero la señora que vestía con colores chichones y mal combinados estaba sacando a pasear a su mini perro, nadie a esas horas hacía eso en la zona, esta señora, sí. Sabía que la señora mil colores vivía al principio de la calle y que no llevaba bolsita para las heces de su chucho maleducado, así que entró en casa y esperó. Media hora más tarde volvía calle arriba, de vuelta a su casa. Juan esperó un poco y salió con la botella de vinagre rebajado con agua y, como era de esperar, el mejor amigo de esa señora se había meado al lado de su puerta. Roció con el líquido los orines del chucho pensando si no tendría que envolver para siempre en plástico a esa señora. No, demasiado cerca de él. No, pensó.
Sin nadie a la vista arrastró el cuerpo envuelto hasta el maletero del coche; era menuda y delgada así que no pesaba demasiado, aun así, no era como en las películas y le costó un rato meterla adecuadamente.
Arrancó y se dirigió con el coche a comprobar si alguien se había llevado el móvil. No era así, allí estaba donde lo había dejado. Paró el coche y cogió el móvil usando los guantes que se había llevado y usado para mover el paquete, sabía que ahora debía “pasear” el aparato, así que dio una vuelta hasta una calleja en la parte norte de la ciudad y comprobando que no había nadie y, por supuesto, ninguna cámara de seguridad, abrió el maletero y metió el móvil entre una de las aperturas que había hecho para lo de las alimañas. Siguió ruta hasta el puente sobre el cauce del río seco lleno de maleza. Miró el reloj, eran las cuatro de la mañana. Nadie. Luego se fue al polígono Malpisa pero antes tiró sus guantes en un contenedor de basuras entre la zona del río y la discoteca.
Recuerda que antes de entrar al local pensó que la víctima llevaba un trapo en la boca, luego se rió de sí mismo. Una mujer muerta envuelta en plásticos sin ese trapo en la boca lo cambiaba todo. Mientras se reía, oía el sonido sordo de la música atronadora de la disco Xangri-A. Una horterada sin matices, tanto en contenido como en continente.
Aun con el mando del televisor en la mano, decidió que esta noche debía descansar, revisó la alarma, apagó las luces y subió arriba a su habitación, realmente estaba cansado.
Mañana sería otro día.
Había cometido el crimen perfecto. O eso creía Juan Gómez. No había ninguna relación entre la víctima y él, había tirado el cadáver envuelto en plásticos resistentes y fuertemente cerrado con cinta americana en el cauce de un río seco lleno de maleza y árboles por donde absolutamente nadie pasaba ya que estaba impracticable. Lo había hecho a las cuatro de la mañana. Ni un alma a esas horas por allí. Sacó el cadáver envuelto y lo arrojó desde una altura de unos veinte metros cayendo entre la maleza y quedando totalmente oculto. Después se fue a la discoteca que había a las afueras en el polígono Malpisa, donde se tomó un par de refrescos y bailó descamisado en el centro de una de las pistas, llamando la atención como era su propósito. En la barra quiso invitar a una mujer a su casa para terminar la fiesta, ya que habían bailado juntos, como la mujer contestó que otro día, se despidieron y a las siete de la mañana salió hacia su casa, justo le pilló el control donde calculaba que estaría. Le pidieron la documentación y sopló dando un esperado cero en alcohol. Volvió a casa y se acostó.
A eso de la una del mediodía le despertó un impresionante trueno, acompañado de tremendos rayos, se asomó a la ventana medio dormido y vio cómo una tromba de agua comenzaba a caer. Se acercó a la cocina y preparó un café bien cargado. No le gustaba tener que despertarse a esas horas, pero la urgencia mental de anoche le había obligado a actuar así. Tras el primer sorbo se asomó a la ventana y vio el río de agua que corría calle abajo. Se quedó paralizado, su mente estaba calculando posibilidades. El cauce. El cuerpo. El torrente de agua. El móvil de la chica en el paquete. Apagado. El final del cauce. Las ramas obstaculizando o no. Cuánto llovería y cuándo pararía de llover. Qué pistas podría haber en el cuerpo. Ninguna. Si el agua llevaría el cadáver hasta el mar. Agujeros en el plástico para que entrarán alimañas. Todo controlado. Aun así seguía estático mirando la ventana con la taza de café en la mano viendo cómo una inmensa tromba de agua caía sobre las calles. Miró la taza con el serigrafiado del as de pica en un lateral. Seguía lloviendo, conectó la tableta y escuchó noticias de la zona sobre la alarma de lluvias, una alerta naranja. Naranja era la lencería que llevaba esa chica, pero todas tienen sangre roja.
Los dos amigos conversaban en una terraza, bajo el sol suave de la mañana de un sábado de abril, Christian había llamado a Alberto para compartir buenas noticias sobre su trabajo. Alberto era un vividor, de buena familia, había pasado su vida de fiesta en fiesta con poca preocupación por el futuro, que sabía asegurado. Se conocieron durante el breve tiempo que pasó en la universidad. Christian era todo lo contrario, su familia era pobre y solo con mucho esfuerzo logró encadenar beca tras beca hasta ser una pequeña eminencia en el ámbito académico a pesar de su juventud, ambos rondaban los 27 años.
- ¿Una máquina del tiempo? Venga ya...
- No, no, una máquina DE tiempo, es prácticamente lo contrario.
- Explícate.
- En una máquina DEL tiempo, tú te metes dentro y el tiempo en el exterior de la máquina transcurre más rápido (si viajas al futuro) o hacia atrás (si viajas al pasado). En mi máquina DE tiempo, es el interior lo que transcurre más rápido.
- Entonces, si yo me metiera dentro, ¿podría viajar al futuro?
- No, no lo has entendido. Si tú te metieras dentro y abriéramos la puerta una hora después, llevarías 6 meses muerto por inanición. El tiempo pasa dentro de la máquina 6 meses por cada hora del exterior. Para salir vivo tendrías que llevarte agua y comida para esos 6 meses y, ejem, algún sitio donde meter los “residuos” , ya me entiendes… Digamos que al salir habrías conseguido viajar una hora en el tiempo a cambio de medio año de tu vida. Además, ni siquiera cabría todo ese material, la cámara apenas tiene el tamaño de una cabina, unos dos metros cúbicos.
- ¿Y quién pagaria por eso?
- Pues cualquier industria que se pueda permitir nuestras tarifas, que no van a ser pequeñas, solo el gasto en electricidad es brutal. Hacemos pruebas sobre todo de fatiga de materiales. Tenemos muchos clientes potenciales de la industria aeronáutica, espacial… introducimos una pieza sometida a una carga y en una jornada de trabajo. podemos tener la deformación y tensiones provocadas en 20 años. No es una simulación, como se hacía hasta ahora, emulando el paso del tiempo con calor, presión, luz ultravioleta... Traenos una pieza y mañana te la entregamos después de haber estado trabajando 20 años reales en circunstancias medidas, no estimaciones, sino datos reales. Ahorra muchísimo tiempo, acelera los desarrollos, proporciona muchísima más confianza sobre los límites de los materiales... También tenemos en mente muchos experimentos biológicos. No necesitan esperar meses para ver la evolución de un cultivo, en cuestión de minutos tienen los resultados y pueden seguir adelante. Ahorrarán bastantes veces más de lo que gastan, tenlo por seguro.
Tenemos baterías para almacenar la electricidad que necesita la máquina, sería inviable consumirla por vías convencionales, ten en cuenta que es el equivalente a 6 meses de consumo concentrados en una hora, así que tenemos un suministro normal, lo almacenamos durante días en baterías y lo consumimos de golpe en la cantidad e intensidad que necesitamos. En el prototipo, claro, cuando hagamos el desarrollo industrial funcionará de otra manera. En todo momento intentamos mantener la discreción de un chalet familiar. Muy poca gente sabe siquiera que este proyecto está en marcha.
- No digo que me lo crea todavía, pero ¿cómo se supone que lo conseguís?
- Existen unas unidades llamadas cronones, los átomos del tiempo. Es la unidad de tiempo más pequeña que puede existir, el tiempo que tarda la luz en atravesar un electrón. Nosotros hemos aprendido a acelerarlos. En realidad las matemáticas ya existían hace 80 años, pero solo ahora tenemos los materiales y el conocimiento tecnológico para llevarlas a la práctica. Las matemáticas predicen también que se puede detener o incluso invertir su velocidad, estamos empezando a investigar en ello. De momento hemos conseguido acelerar los cronones unas 1400 veces, 6 meses por hora. El flujo de aire, por ejemplo: tenemos una máquina capaz de mover 1500m3 la hora, pero eso se traduce en una renovación dentro de la máquina de una vez, 2m3 cada dos horas. La corriente que proporcionamos al sistema de circuito cerrado de TV también tenemos que proporcionarla 1400 veces superior a la que necesita el equipo, todo se escala temporalmente al entrar en la caja.
- Pero, no me habías hablado nunca de eso, ¡estoy alucinando!.
- Era un desarrollo secreto, pero ya hemos empezado las actividades comerciales y tenemos parcialmente permiso para hablar abiertamente de ello. Sé que te encantan estos temas.
- Es tan de ciencia ficción... cuesta creer...
- Te lo puedo demostrar... Podemos ir al laboratorio. A ti te gusta el vino, llevate una botella y la pruebas después de meterla en la máquina.
- ¡Hostia! ¿Se podría?
- Tengo materiales que envejecer, hay espacio de sobra y ya está pagado, no afectaría meter una botella de vino. Y como tengo que calibrarla antes puedes ver cómo en un minuto un reloj se adelanta tres días.
- Pues te tomo la palabra, deja que compre una botella de amontillado al camarero y hacemos la prueba. Tengo mucha curiosidad. ¿Has dicho antes que estaba en un chalet? ¿Está lejos?
- Qué va, justo aquí detrás, había quedado contigo en este bar por eso, sabía que querrías ver la máquina y estamos al lado. Es un sitio discreto que nadie asociaría a una investigación de vanguardia. No recibiremos a los clientes aquí, naturalmente, aquí solo procesamos las muestras de momento hasta que tengamos las instalaciones definitivas. No hay nada realmente de valor dentro. Solo el conocimiento para construir lo que estamos haciendo, y eso no se puede robar físicamente, no tenemos más seguridad que la de una casa familiar, alarma y poco más. Y solo tengo un ayudante, en realidad la máquina es muy sencilla de operar una vez construida.
- Vamos entonces.
En el chalet no había nadie y, efectivamente, nada en su aspecto exterior ni interior lo hacía diferente de cualquier otra vivienda familiar, hasta que llegaron al sótano, tras bajar por una escalera que daba transversalmente a un estrecho pasillo de poco más de un metro de ancho, en un extremo un escritorio con un ordenador de sobremesa, y una puerta en el opuesto. En medio, unas cuantas bolsas azules apiladas de forma desordenada. Christian cogió una de las bolsas y lo llevó hasta la puerta mientras se la entregaba junto a un papel doblado.
- El ambiente del laboratorio es controlado, tenemos que pasar por una esclusa de uno en uno que nos aspirará el polvo, pelos, etc., Pasa tu primero, por favor, Déjame la botella y lleva la documentación y esta bolsa, y les echas un vistazo luego.
- Ok, ¿pero no debería ponerme un gorro, traje blanco y esos rollos? ¿Christian?
La puerta se había cerrado tras él y solo entonces se dio cuenta de que la supuesta esclusa únicamente tenía una entrada: no era una esclusa, sino una minúscula habitación de un metro cuadrado, una luz en el techo y una rejilla de ventilación. Volvió a llamar a su amigo sin respuesta.
-¡Christian! Esto no tiene sentido, esto no es una esclusa…
Como respondiéndose a si mismo, se dio cuenta de que la cabina mediría un par de metros cúbicos y empezó a sentirse muy mal. Intentó abrir la puerta pero ni siquiera había manivela por el interior.
- ¿Christian?...¿¡CHRISTIAN!?
Abrió el papel con la supuesta documentación y solo había una frase escrita.
“No sé qué mierda habrá visto Ana en ti pero no volverá a verlo jamás.”
Empezaron a caer chorros de sudor por la frente de Alberto. La puerta era de metal, como el resto de paredes del habitáculo y pronto se dio cuenta de que era inútil intentar salir de allí.
Empezó a sonar una música que llegaba amortiguada desde el exterior. El muy sádico había puesto Vivaldi.
Se atenuó la luz y le llamó la atención que la música se estaba haciendo progresiva y rápidamente más grave y apagada, como si se ralentizara, y sintió un escalofrío al entender lo que significaba. La máquina estaba en marcha y el tiempo estaba empezando a pasar mucho más rápido en su interior. La bolsa que le había dado contenía unos litros de agua y un poco de comida:
Christian siempre había sido obsesivo con la eficiencia. En solo unos minutos suyos, proporcionaría a Alberto semanas de sufrimiento inhumano, lo que pudiera estirar con las escasas raciones de comida de la bolsa, y empezó a llorar al tomar conciencia de su situación pensando que Christian se regodearía una y otra vez. contemplando su sufrimiento grabado.
Pasados tan solo unos minutos en el exterior, abriría la puerta y encontraría un cadáver, con todo el fin de semana por delante para deshacerse de él tranquilamente en soledad y limpiar la suciedad humana acumulada en la máquina durante meses de agonía y muerte. Abandonaría su cuerpo y nadie podría culparle de nada. ¿Cómo una persona podía morir de hambre en un solo día? ¿A quién se podría acusar por ello?
Quizá la policía atara cabos, supiera que un amigo suyo tenía acceso a una máquina para acelerar el tiempo, pero ¿realmente existían esos clientes? ¿Sabía realmente alguien lo que había en el sótano de ese chalet?
A pesar de todo, aun sabiendo que no había posibilidad de escapar, intentaría sobrevivir lo más posible esperando un milagro y examinó la bolsa.
Unos frutos secos, unas galletas, un poco de atún... Todo venía envuelto en plástico, el atún había sido sacado de sus latas y metido en bolsas. Era evidente que Christian no quería que las usara para cortarse las venas, ¿pretendía prolongar su agonía lo máximo posible? Ademas encontró instrucciones para racionar los víveres durante 30 días, 10 minutos del exterior según las cuentas que recordaba de la conversación del bar. Una luz de esperanza, había un plazo. Quizá Christian no quería matarlo, solo castigarle. Saldría de allí.
Resignadamente, empezó a racionar la comida y el agua según las pautas del folleto.
...
Dentro de la cabina nada hacía notar el paso del tiempo. La luz no se apagaba nunca pero gracias a su reloj supo que habían pasado los 30 días, la meta que le mantuvo vivo, más que la escasa comida y agua. Había conseguido sobrevivir, aunque en un estado lamentable, rodeado de heces y orina.
Le había sobrado tiempo para pensar y darle vueltas a la relación que había mantenido con el que creía su amigo, buscando un motivo para aquella atrocidad. Recordó todas las veces que, mientras Christian pasaba su tiempo trabajando, estudiando, sufriendo por la falta de dinero y todas las tensiones que ello provocaba, le contaba sus noches de borrachera, sus ligues, sus viajes, sus fiestas... Ahora veía todas aquellas vaciladas inocentes, como los clavos que había ido poniendo en el ataúd donde ahora se encontraba. El carbón que él mismo se encargaba de echar a la hoguera de envidia y resentimiento de Christian. Y el último y definitivo clavo había sido liarse con Ana, su novia. Ni siquiera sabía por qué lo hizo, Ana tampoco le atraía especialmente, y sabía que era lo poco que alegraba la vida de su amigo. Tal vez la locura de aquella noche de drogas en que se la encontró en la discoteca y ligó con ella como una rutina más de sus noches, la inercia de la costumbre, un instinto que siguió sin pensar. Confiaba en que no se enterara nunca, pero era evidente que se equivocó y lo estaba pagando muy severamente.
El hambre, la fatiga, el dolor por la falta de movimiento, la soledad y lo dramático de la situación habían hecho estragos en su cuerpo y su espíritu y apenas pudo levantar la cabeza cuando el rumor sordo de fondo se volvía agudo progresivamente, la tenue luz recobró su brillo dañándole los ojos y volvió a reconocer a Vivaldi.
La máquina se estaba deteniendo.
¿Habría recapacitado Christian? Seguro. Por una tontería de faldas no podías matar a nadie, y menos a un amigo al que conoces desde hace 20 años. Se había cumplido el plazo, sin duda le permitiría salir y le pediría perdón, Alberto se lo concedería, le prometería olvidarlo todo y volverían a ser amigos.
Y una mierda.
Se iría directo a la comisaría a denunciarle y ese cerdo se pudriría en una celda por lo que había hecho.
La debilidad del ayuno y los músculos agarrotados por la postura forzada durante 30 días le impedían incorporarse , apenas moverse, y mientras la puerta se abría, en un arrebato de dignidad extraño, se avergonzó de presentarse cubierto de heces a la vista de Cristian pese a saber que toda la tortura era grabada. Apenas podía articular palabra.
-Cri… Christian…
Cuando se abrió la puerta, vio a Christian sonriendo sin alegría con una copa de vino en la mano. Lo miró durante unos instantes, arrojó una nueva bolsa azul dentro de la cabina y la cerró de nuevo.
Vivaldi volvió a convertirse lentamente en un rumor a la luz tenue del interior
Había cometido el crimen perfecto. O eso creía Juan Gómez. No había ninguna relación entre la víctima y él, había tirado el cadáver envuelto en plásticos resistentes y fuertemente cerrado con cinta americana y había tirado el cadáver en el cauce de un río seco lleno de maleza y árboles por donde absolutamente nadie pasaba ya que estaba impracticable. Lo había hecho a las cuatro de la mañana. Ni un alma a esas horas por allí. Sacó el cadáver envuelto y lo arrojó desde una altura de unos veinte metros cayendo entre la maleza y quedando totalmente oculto. Después se fue a la discoteca que había a las afueras en el polígono Malpisa, donde se tomó un par de refrescos y bailó descamisado en el centro de una de las pistas, llamando la atención como era su propósito. En la barra quiso invitar a una mujer a su casa para terminar la fiesta, ya que habían bailado juntos, como la mujer contestó que otro día, se despidieron educadamente y a las siete de la mañana salió hacia su casa, justo le pilló el control donde calculaba que estaría. Le pidieron la documentación y sopló dando un esperado cero en alcohol. Volvió a casa y se acostó.
Se habían conocido en la cola del paro, un día de san Valentín. Una anomalía en el sistema informático les dio tiempo para entablar conversación y un chubasco brindó el pretexto perfecto para tomar un café a la salida.
Ella buscaba trabajo por salir de casa y él para no tener que rehuir al casero.
Aquella primera tarde se contaron sus aficiones y sus duelos hasta que Susana recordó que tenía que hacer la cena. Dudó unos instantes y le dijo a Jaime que si le apetecía llamarla, estaría encantada de devolverle la invitación al café.
Por supuesto, Jaime la llamó. Las primeras veces tuvo leves remordimientos por irrumpir en la vida de ella, por causarle complicaciones. Ella, por su parte, encontró en Jaime la ternura que buscaba, y sobre todo, a alguien dispuesto a escucharla hablara de lo que hablase. Una tarde, después de que su marido le anunciara un nuevo y extraño viaje a un lugar donde no era verosímil más negocio que el carnal, Susana se lió la manta a la cabeza e invitó a Jaime a que subiera a su casa.
Seremos breves: la dulzura tantas veces contenida tomó la iniciativa. El alcohol hizo el resto.
Jaime pensaba quedarse a dormir, pero ella le convenció de que debía irse: le habían visto entrar un par de vecinos y estaba aún atada a la servidumbre de las apariencias.
Ahogando un suspiro se fue a su casa, a ignorar solemnemente al presentador del debate televisivo, mientras Susana dudaba si cenar o aprovechar la somnolencia para dormir de un tirón hasta la mañana siguiente.
Estaba en la cocina cenando dos huevos fritos con chorizo cuando sonó el timbre.
Pensó que podía ser Jaime, que se hubiera olvidado las llaves de su casa, o alguna de sus vecinas que hubiera logrado encontrar un pretexto plausible para tratar de sorprenderla en actitud poco digna de mujer casada.
Pronunció el acostumbrado "ya va" y se dirigió a la puerta, dispuesta a invitar a entrar a cualquier arpía malintencionada. Quien quiera que fuese había llegado demasiado tarde.
Pero no: era el vecino del quinto.
—¿Qué quería?— le preguntó, tratando de ser cortés.
—Tengo que hablar con usted. Es importante.
Susana iba a abrirle, pero no le dio tiempo. En cuanto quitó la cadena de seguridad el hombre se abalanzó sobre la puerta, entró en el piso y volvió a cerrar la puerta ante el aterrorizado rostro de Susana.
—Lo sé todo, maldita ramera— siseó—.Te vi subir con ese hombre y oí luego vuestros grititos y vuestras risas. Seguro que no te gustaría que lo supiera tu marido.
Ella iba a responder algo pero el hombre la cogió por un brazo y la llevó al dormitorio, donde la cama estaba todavía revuelta.
—Ahora conmigo— dijo casi en un jadeo.
—¡No!— gritó ella tratando de desasirse.
—Entonces por las malas— amenazó él sacando un cuchillo del cinto.
Susana forcejeó con toda la fuerza de la desesperación, y en medio de la lucha ambos miraron boquiabiertos el cuchillo, clavado en el vientre de ella.
El hombre huyó despavorido, sin atreverse a tocar el arma, y Susana oyó el portazo mientras se arrastraba tratando de llegar al teléfono para pedir ayuda.
Logró alcanzar el aparato al cabo ya de sus fuerzas. Marcó el número de la policía y oyó desesperada el tono de comunicando. Tal vez un viejo gruñón se quejaba en esos momentos de lo alta que estaba la música de sus vecinos.
No tuvo tiempo de marcarlo de nuevo. Sintió que sus ojos se nublaban y en un último arrebato de amor decidió romper su mentiroso matrimonio y dedicarle a Jaime su último recuerdo: ya estaba bien de mentiras. Le hubiera gustado gritar que después de catorce años de matrimonio aquella noche había dejado verdaderamente de ser virgen, le hubiera gustado quemar todas las malditas corbatas de ejecutivo de su esposo, le hubiera gustado hacer el amor con Jaime en el portal. Le hubiera gustado hacer muchas cosas, pero supo que sólo le quedaban unos instantes e intentó escribir en las baldosas, con su propia sangre, el nombre del único hombre al que había amado.
Eran sólo cinco letras, pero ni siquiera pudo acabar la tercera. De todos modos, allí quedaba la prueba de su última y gran pasión.
Lástima que ni el comisario García ni el juez pensaran como ella.
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Entrada correspondiente a la E, de Estupidez.
Diccionario antológico de desgracias y estupores. Feindesland 2014
Cuando yo era niño venían a casa todo tipo de personas y llamaban a la puerta. Mi padre pegaba el ojo a la mirilla, pero no abría. Llamaban insistentemente con los nudillos, aporreaban la puerta, y a mí eso me producía cierto miedo. Pero mi padre siempre iba adonde yo estaba y se recostaba en la alfombra a mi lado, apoyaba la espalda en uno de los lados del piano y me abrazaba muy muy fuerte.
—No tengas miedo —me susurraba—, no hay nada que temer, al fin y al cabo no se trata más que de las personas huecas.
Y entonces mi padre me susurraba al oído:
—Schiffmann, abre la puerta. Sabemos que estás ahí.
Y aquellas personas repetían al instante las palabras de mi padre, sólo que en voz alta.
Después daban unas cuantas vueltas alrededor de la casa mientras intentaban subir las persianas desde fuera, y mi padre me decía muy bajito al oído cosas que ellas repetían fuera, como un eco.
—¿Lo ves? —continuaba susurrándome mi padre—, no hay nada que temer. Son personas huecas, sin cuerpo, sin nada, simples voces.
Y después mi padre susurraba:
—Volveremos a venir, Schiffmann, con buenos has ido a meterte. —Y las personas huecas repetían sus palabras.
Además, siempre volvían, y nosotros siempre nos escondíamos.
Por otra parte, mi madre murió sin voz pero con cuerpo, y fuimos a enterrarla. Llevamos a un plañidor para que llorara por ella y mi padre le señaló en el libro unos llantos concretos, porque también él era uno de ellos. Así es que durante toda una semana todo estuvo tranquilo, pero después volvieron a venir. Nosotros seguimos acurrucándonos en nuestro rincón y a veces era mi padre el que decía lo que ellos iban a repetir y otras veces era yo. En mi interior me sorprendía el hecho de que hubiera habido un tiempo en que los había temido tanto, mientras que ahora mis palabras regresaban de ellos como una pelota de tenis que hubiera lanzado contra la pared. Así, sin más, sin propósito alguno. Después, también mi padre murió ahí en el rincón, junto al piano, mientras yo lo abrazaba con el mismo abrazo que él me había dado cuando yo tenía miedo. Permaneció en silencio cuando lo bajamos a la tumba, y tampoco dijo nada cuando el plañidor prorrumpió en los llantos que yo sabía que lloraría de aquel libro, y siguió callando también cuando lo cubrimos de tierra. Y yo callé con él, porque al fin y al cabo yo también, por lo visto, era uno de ellos.
Etgar keret. Del libro ·"la chica sobre la nevera y otros relatos"
(Como a lo mejor ya no encaja en el concepto "Relato corto" y me paso aporreando teclas para esta historia... esta parte viene de aquí: www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-7 )
***
Juan se levantó como siempre a las ocho en punto, preparó el desayuno según la lista semanal, tostada integral con aceite y queso fresco y un té de jazmín. Un rayo de sol matutino se colaba en la cocina, parecía que hoy haría un día despejado aunque algunas nubes corrían tras la torre del campanario.
Las ganas de leer las noticias crecían en su interior, pero sólo leía noticias después de la comida del mediodía y tras recoger la mesa.
Salió al jardín y se fijó en que un pequeño trozo de plástico estaba ensartado en una espina del rosal. No era posible, el rosal está a unos dos metros de distancia de donde preparó el paquete. Imposible, pero ahí estaba. El azar, como siempre, jugando con la realidad. Cogió el trocito de plástico y se lo llevó a su taller, quería comprobar si era del mismo tipo de plástico que el que usó el otro día. Efectivamente, lo era. Repasó mentalmente sus movimientos y no encontraba explicación, a no ser que mientras acercaba el plástico al cadáver, al ser tan grande... No, no encontraba explicación. Fue a la cocina, y usando el soplete de cocina, lo quemó en el seno del fregadero.
Ese detalle le obligaba a revisar a fondo el maletero del coche. Se vistió de calle y se dirigió a donde tenía el coche aparcado.
Aun era temprano para que las tiendas estuvieran abiertas pero no para los corredores que, con el despuntar del alba, ya estaban sudando la camiseta con los auriculares calados en las orejas. Un señor, que apenas podía dar dos pasos, medio andaba embutido en camiseta y pantalón corto, sano, muy sano. Una jovencita enmorcillada en ropa de colores tan reflectantes que había que mirarla con gafas de sol, el volumen de la música era tan alto que se podía adivinar la música rítmica que estaba escuchando. También estaban los madrugadores paseadores de perros, al menos el perro que se cagó al lado de su coche tenía un cuidador que recogió el excremento con esas bolsitas anudadas a las correas de los chuchos.
Juan abrió el coche y fue directo al maletero. Y allí estaban. ¿Cómo se había olvidado de las bolsas de esa cadena de supermercados que llevaba para las compras? Él, metódico, concienzudo, tenaz, no se había acordado de que las llevaba cuando metió el paquete en el maletero. Podría cogerlas y tirarlas a la papelera que había cerca, pero no quería tocarlas, obsesivo como estaba todo le parecía imposible. Sacó un pañuelo de papel de su bolsillo derecho del pantalón y cogió las bolsas reutilizables. Cayó en la cuenta de que las había tocado y manipulado docenas de veces. Se sintió ridículo. El paquete de plástico no podría de ninguna manera haber contaminado sus bolsas. Ni el fondo del maletero. Pero ese trozo de plástico ensartado en el rosal no le había gustado nada. Azar, maldito azar.
Arrancó el coche y lo llevó a un lavado de coche, por el camino observó que algunas calles seguían embarradas de la fuerte tromba de agua, otras estaban más secas, algunas alcantarillas estaban cegadas de barro y objetos, algunos operarios del ayuntamiento ya estaban limpiando muchas zonas. En el lavado de coches se fue directo a la zona de aspiradores y pasó estos concienzudamente, obsesivo. Miró y remiró cada esquina buscando algún error, algún “plástico en el rosal”.
Satisfecho, se dirigió en coche a la zona donde había tirado el paquete, pasó lentamente por allí y ya nadie estaba mirando el cauce del río.
En la zona de su casa, hoy no había aparcamiento cerca, así que lo dejó al principio de la calle. Al bajarse del coche vió cómo la señora “tutticolori” sacaba a su perro a pasear, la siguió mientras se dirigía calle abajo, hacia su casa, la observó y se dio cuenta de que miraba a veces por las vallas de las casas con la excusa de que su perro se paraba en ese lugar a hacer sus cosas. Vieja del visillo tres punto cero, cotilla sin vida de toda la vida.
Cuando llegó a su casa se quedó en la puerta con la botella de vinagre rebajado con agua, desafiante, la señora colorida levantó la cabeza, sin darse por aludida, y tironeó del chucho hasta sobrepasar su portón.
Juan miró la lista de comidas de hoy. Filetes adobados con arroz hervido y ensalada de pimientos asados. Pero no podía esperar más, tenía que leer las noticias del día saltándose sus propias reglas.
Sabía, sentía que esto era un error por su parte, un error de protocolo, pero si el azar a veces jugaba riéndose del mundo, pensó que él también podría reírse del azar. Conectó su portátil con el cable de red al router. Navegó por las noticias en el mismo orden de siempre, primero locales, luego regionales, nacionales e internacionales. Hizo clic en un anuncio de guantes de jardinería, y en una web de creación de páginas web a buen precio. En la información local había una noticia que le dejó sorprendido,
Ana Ferrer de 38 años se había declarado como desaparecida, pero además era la hija de un inspector de Policía de la localidad vecina, los periodistas cotillas habían conseguido su historia personal, divorciada el año pasado, trabajadora en Servicios Sociales en su localidad, buena persona. Su padre movería “Roma con Santiago” para encontrarla, el ex marido parecía que estaba en paradero desconocido. Azar. Buscó más información de la historia. En la prensa más amarilla de la zona se decía que iba a encontrarse con un amigo y que nunca llegó a su casa, había una foto del joven en cuestión. Y unas fotos de su padre hablando a los medios. No encontró los vídeos de sus declaraciones, pero claro, su hija tenía que aparecer, y lo de las 24 horas era una chorrada de las películas. Qué curioso es el azar, pensó Juan. ¿Pondrían más esfuerzo en localizarla? ¿Menos si era un comisario no querido? Azar.
Ahora ya se podía ir a comer tranquilamente.
La semana que viene terminaban las vacaciones de Juan, volvería a la sucursal bancaria donde trabajaba vendiendo pólizas que nadie necesitaba, limitando hipotecas al que más la necesitaba y, en resumen, mirando por la cuenta de resultados del banco, un empleado modelo. Pelota con los jefes de la central, ladino cuando quería, seco con los clientes que tenían mil euros en la cuenta, modelo perfecto de ese dicho de “así es el mundo en el que vivimos”.
Esa tarde se dedicó a serrar maderas para hacer marcos nuevos para sus cuadros, todos con los mismos colores, rojo y negro, cada uno con formas abstractas, algunos parecían insectos aplastados, otros manchas del test de Rorschach, la mayoría tenían un aire espeluznante, inquietante, alucinógeno. Para él era la única forma de mostrar su mente a los demás. Aunque nadie viera sus cuadros; no recibía visitas, no tenía amigos ni conocidos, no le interesaban las relaciones humanas, ni con hombres ni con mujeres. El sexo para él era algo aburrido y monótono. Y sólo cuando pasaba el tiempo y la llamada del sexo acudía remolonamente se dirigía a la ciudad a donar semen en una clínica, por darle utilidad a la cosa. Por nada más.
Mientras quitaba el inglete para hacer los cortes de las esquinas de los marcos, pensaba en los siguientes pasos que daría la Policía. El amigo que iba a visitar y su ex marido serían los primeros sospechosos y la última persona que la había visto con vida, según dicen en las novelas, aunque pensaba que la realidad era bastante diferente, o no, según se mire. La palabra azar seguía rebotando en su mente sin orden ni concierto. No había previsto las lluvias torrenciales. Ni que esa mujer menuda sería la hija de un policía. Tampoco que se acumularan escombros en esa zona del cauce. Que no se llevaran el móvil. Y sobre todo estaba obsesionado con el trozo de plástico enganchado en el rosal. Por lo demás, ardía en deseos de ver qué pasaba después.
Contempló uno de los cuadros que iba a enmarcar, con su firma “Juan 2024”. Le gustaba añadir el año para tener ordenadas sus obras. En las paredes laterales de la escalera que conducía al primer piso los tenía colgados por fechas, el primero era de 2010 y le recordaba una mancha de sangre en la negrura de la noche, o un sol rojo explotando en el firmamento, o... Miró la hora. Fue al salón y esperó hasta que fueran exactamente las ocho en punto de la tarde. Justo en eses instante marcó un número desde el teléfono fijo.
-Hola, ¿cómo estáis?
-Puntual como siempre –dijo una voz anciana al otro lado del teléfono-. Bien, estamos bien, a tu madre le van a hacer unos análisis la semana que viene para controlarle el azúcar y yo, pues como siempre con la artrosis de las rodillas que me duelen y no hay manera de que... ¿Y tú? Se te acaban las vacaciones, ¿no?
-Sí, el próximo lunes vuelvo al banco.
-No has ido a ningún lado este año... eso no es bueno para la salud y... espera que se pone tu madre.
-Hijo, no puedes estar así, tan solo y tan encerrado...
-Madre, estoy muy bien así, sin depender de nadie ni que nadie dependa de mí.
-¿Vendrás este año por las fiestas del pueblo?
-No sé si podré pedir días libres, lo intentaré. Cuidaos mucho.
-Un beso, hijo mío, cuídate mucho.
A Juan le incomodaba hablar con sus padres, no sabía por qué, habían sido unos buenos padres, pero los llamaba por una especie de obligación que no entendía. Se dispuso a dar un paseo antes de preparar la cena, tuvo que ir a la lista para ver qué le tocaba esta noche. Judías verdes salteadas con ajo y una manzana de postre. ¿Cómo era posible que no tuviera manzanas en el cesto de la fruta? Algo estaba fallando en su cerebro ordenado y meticuloso, pero no entendía qué podía ser. Miró el reloj, tenía tiempo de acercarse a la verdulería y comprar manzanas.
A lo largo de ese fin de semana, el último de vacaciones, enmarcó dos cuadros y los colgó en los huecos libres que quedaban en “la pared de los cuadros”, organizó el taller de bricolaje, planchó camisas con pulcra exactitud, cepilló la chaqueta del trabajo y el pantalón. Gris. Por supuesto. Todo listo para el lunes volver al banco. Revisó la lista de comidas y cenas. Tachó de la cena del domingo las alcachofas con jamón, había tenido que tirarlas, hablaría con el verdulero sobre la calidad de algunos productos. Hablaría muy seriamente, el mes pasado le vendió un tomate que no estaba maduro, inaceptable.
Las noticias sobre la desaparecida eran casi inexistentes, cosa que no le gustaba ni mucho ni poco. Había conseguido ver en un periódico local las declaraciones de uno de los tíos de la mujer, haciendo de portavoz de la familia para los medios. La investigación sobre el paradero estaba en marcha. Al parecer, no era una mujer de desaparecer así como así. Tampoco se descartaba que le hubiera pasado algo relacionado con la tromba de agua.
Por un lado a Juan le encantaba la idea de que no hubiera ninguna noticia relevante sobre el caso y por otro le decepcionaba que hubiera sido tan fácil. De algún modo quería vivir cómo era una investigación así; era imposible que lo relacionaran con eso. ¿Cuándo encontrarían el paquete? ¿Cuándo limpiarían esa zona del cauce? Había leído en otro periódico regional que había un problema de competencias sobre la responsabilidad de ese cauce seco: Local, autonómico o de la Confederación de turno.
Pensó que mientras más tardaran en encontrar el cadáver menos información forense obtendrían, aunque creía que poca información podrían obtener en cualquier caso. Se repetía una y otra vez que todo estaba en manos del azar. La idea le gustaba.
El lunes a las ocho menos un minuto ya estaba en la puerta de la sucursal bancaria, listo para entrar en su trabajo. Había tenido que aparcar un poco más lejos de lo habitual ya que las calles cercanas estaban llenas de coches aparcados, suponía que para evitar calles embarradas o zonas con alcantarillado embozado.
Ese primer día se le hizo monótono, incluso para una persona como él, esclava de la rutina y el orden.
Al llegar a casa, mientras aparcaba el coche, observó que en las casas colindantes a la suya y puestas a la venta había visita. La cancela que daba al jardín de la de la izquierda estaba abierta y un par de señores, acompañados del joven de la inmobiliaria, estaban saliendo de la vivienda al porche de entrada. Mirando y remirando. Tenían algo extraño pero no le dio tiempo a fijarse tanto. Sobre todo porque en la casa de la derecha, se abría el portón y salían un hombre y una mujer, estos estrechaban la mano pero no al señor mayor con aspecto cansado sino a un hombre calvo, trajeado y con aspecto de ejecutivo, o de jefe. Posiblemente el dueño de la inmobiliaria, demasiado especulativa la idea.
Cuando llegó a su casa, tras aparcar el coche, ya no había rastro de las visitas y todo seguía como siempre. Los carteles de cada inmobiliaria en cada casa, las puertas cerradas, todo igual.
La vuelta al trabajo le obligaba a cambiar sus horarios de comidas, pero los fines de semana dejaba comida preparada para varios días. Recalentó las albóndigas con tomate y abrió una bolsa de patatas chip.
Tras comer miró el móvil por si tenía algún mensaje o correo, dos emergentes de actualizaciones que ya haría más tarde, o mañana o... Se dispuso a leer las noticias en el portátil. No sabía para qué tenía un móvil si no lo usaba como teléfono móvil, alguna llamada, algún pedido para servicio puerta a puerta, poco más. El paquete de la compañía incluía en la promoción un móvil.
Ese día las noticias no arrojaban muchas novedades realmente ninguna. En las locales, un anciano de 90 años atropellado en un paso de cebra del centro de la localidad, cerrado un restaurante por problemas sanitarios, el comienzo de las labores de limpieza del cauce y la reconstrucción de la pasarela que se llevó el agua, y poco más. Se entretuvo un poco con un par de recetas, una de “salsa gribiche” y otra de cebolla confitada con mostaza, cerró el portátil.
Mañana sería otro día.
La semana laboral había pasado con varias noticias inquietantes para Juan, y había cierta dinámica en el barrio que le parecía diferente, algo en el aire le daba la impresión de que estaba cambiado o cambiando, algo impreciso, sutil, diferente. No sabía exactamente lo que era, pero era algo, como una niebla invisible que se estuviera extendiendo lenta e inexorablemente.
El martes ya se había publicado la foto de la desaparecida. “Ana Ferrer. 38 años. Vista por última vez entre la Plaza de la Paz y la Avenida de las Colonias, llevaba vestido de color azul, pelo corto castaño. Policía Nacional”.
El miércoles fue otro día extraño de la semana, la prensa local y regional publicó la noticia de que se había localizado a su ex marido en Montauban, Francia, y que estaba allí visitando a sus padres desde el mes pasado. Ese mismo día, la prensa local dio conocimiento de que había una persona, un testigo, que dice que la vió caminando sobre las 11:30 de la noche por la calle Villegas Delgado. Este dato le sorprendió tanto que le puso en alerta, esa calle estaba en su barrio, era una travesía perpendicular a su calle, al principio de la misma. Ese día estuvo un poco despistado en el banco y cometió pequeños errores que no eran propios de él. Los clips de colores estaban en el mismo cajón que los metálicos, imposible.
Para añadir incomodidad a esa semana, el viernes no podía dormir. Las once de la noche y daba vueltas en la cama, así que se levantó y se fue a su taller intentando pintar un nuevo cuadro buscando relajo y orden mental. Nervioso, se dio cuenta de que tenía poco “rojo escarlata 334” y mucho negro; le temblaron las manos, no podía ser, llevaba un registro perfecto de necesidades de pintura y se dirigió a la libreta donde anotaba cuántos botes tenía y si estaban llenos, medios o vacíos. Allí estaba el error, no había ninguna anotación al respecto. No se reconocía. No podía ser.
Intentando calmarse decidió dar un paseo, se vistió y miró su reloj, las 11:40. Comenzó a subir la calle cuando vio a la señora con ropa de colores chichones y mal combinados paseando a su chucho pero en la acera de enfrente. No se miraron pero algo extraño estaba pasando. ¿Habría sido ella la que había informado de haber visto a la mujer? ¿Por qué de repente no pasea al perro por la acera de siempre? ¿Podría ser que no tuviera nada que ver con el caso y que fuera por lo de la botella de vinagre del otro día? ¿Y la doble visita a la vez a las casas colindantes? ¿Por qué tenía los clips de colores mezclados con los metálicos? ¿Cómo es que no le quedaba apenas rojo escarlata?
Sin darse cuenta, andando sin rumbo, había llegado al puente desde donde tiró el paquete. El subconsciente le estaba traicionando, pero él siempre había creído que no tenía subconsciente, seguro que no era eso. Otro hombre venía de frente hacia él así que resistió la tentación de mirar hacia la zona del puente de cañas y árboles del cauce. Se cruzaron sin mediar palabra, pero el hombre no llevaba ropa deportiva ni paseaba a ningún perro. ¿Qué hacía allí? Se tranquilizó pensando que quizás tampoco podía dormir y estaba paseando. Al final del puente se paró casi en seco. Esa cara le recordaba a uno de los clientes que estaba el otro día visitando la casa en venta de la izquierda de la suya. Tenía buena memoria visual, pero esto ya era demasiado, el fantasma de la paranoia se estaba apoderando de su mente milimétrica.
Mañana sábado iría al mercado a comprar como todos los sábados y todo volvería a la normalidad. Volvió a casa y se acostó.
Media hora más tarde se levantó de golpe: “la maza”. Corriendo, fue al taller a buscar la herramienta. Buscó lejía y un bote e introdujo la parte metálica del mazo en el líquido. ¿Cómo podía haber olvidado eso? ¿Qué más estaba olvidando o no estaba teniendo en cuenta?
Se repitió machaconamente que mañana iría al mercado como todos los sábados y el mundo volvería a la normalidad.
La mañana era luminosa y el desayuno impecable, té con tostadas de mantequilla y mermelada, algunas veces dejaba de lado el maravilloso aceite de oliva por estas excentricidades, como si fueran un placer oculto. Repasó la lista de comidas y amplió la de la semana que viene, a mano, con la cuadrícula hecha con regla, creando celdas para siete días con desayuno, comida y cena.
En otro papel anotó con bolígrafo negro la lista de la compra del mercado y en la parte inferior de la hoja “óleo rojo”. Tendría que pasar por la papelería para encargarlo como hacía siempre. Dudó si le convendría más hacer el pedido por internet usando el móvil para que pareciera que se usaba en algún momento. Aun en pijama, se acercó a echarle un vistazo al móvil. Actualizó de mala gana lo que le pedía ese ser insaciable de megas, sabía que tenía que limpiar de fotos ese cacharro, pero lo haría más tarde, pasaría las fotos de sus cuadros al portátil y liberaría algo de espacio, el indicador le decía que estaba al 73% de capacidad. Aburrido de esta tecnología, dejó el móvil en su sitio.
Cogió el carrito de la compra. Eran las ocho y media de la mañana. Estaría en el mercado a las nueve. Antes de salir, se dio cuenta de que no se había puesto ropa de calle. Un despiste que le hizo reír.
Más tarde abrió el portón de casa, ya vestido con ropa informal, ropa de compra sabatina en el mercado. Mientras colocaba el carrito a un lado y cerraba con doble llave la puerta, se fijo en una mujer que estaba haciendo estiramientos en la acera de enfrente, apoyada en la valla de esas casas que no se construirían nunca.
Era sábado, era sábado, repetía diciéndose que todo estaba bien, ordenado, como siempre. Se fijó en el cartel de la inmobiliaria de la derecha mientras avanzaba por la acera: “Merea y Asociados”. Al fondo se acercaba un camión del Ayuntamiento, uno de esos camiones con canastilla, con brazo articulado para alcanzar zonas altas. Estaban reponiendo las bombillas fundidas de la calle y cambiando cristales rotos de las farolas. Parecía que las cosas comenzaban a funcionar en el consistorio. Organización. Orden. Método. Meticulosidad. Siempre dejando un poco de margen al azar y sabiendo enfrentarse a él, con afilada espada y sólido escudo. Esa era la clave de su mente y así era como el mundo debería funcionar, todo lo demás le parecía incomprensible.
¿Por qué todo el mundo llevaría un cacharro de esos, un móvil, en el bolsillo constantemente? Eso le hizo pensar en que ya deberían haber cursado la orden a la compañía para triangular torres de comunicaciones o localizaciones con el GPS o cualquier magia negra que usaran los tecnócratas de esos años. ¿Podrían encender el móvil a distancia, desde la central de la compañía? Si eso se pudiera hacer localizarían el cadáver. ¿Podrían rastrear la tarjeta sim aunque no estuviera en el móvil? A estas alturas, tendrían que revisar el depósito de basuras entero. ¿Podrían recomponer la ruta que hizo esa noche el móvil? Juan le dió un paseo al móvil por otras calles y además pensaba que si pudieran saber si por la velocidad iba andando, o corriendo o en coche, eso despistaría bastante a los investigadores.
Hoy era sábado de mercado y todo va a volver a la normalidad, pensaba mientras intentaba dibujar una media sonrisa en la cara.
Esta parte del "relato corto" (muchas comillas) viene de aquí y en este orden, primero aquí:
www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-7
Después aquí:
www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-11
Luego:
www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-14
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El lunes la sucursal del banco estaba alborotada, se habían formado dos bandos definidos e irreconciliables sobre la desgracia del hombre en la pasarela. Unos tachaban al Ayuntamiento de no haber construido un puente mucho más fiable y menos estético. Otros destacaban la imprudencia de esa persona en un momento así para hacer una maldita foto.
Juan estaba ensimismado pensando en las labores de limpieza en el cauce. No podía quitarse de la cabeza el poder ver el momento exacto del descubrimiento de su paquete. Le encantaría estar ahí y ver sus caras, pero no podía ser, ya había ido demasiadas veces a la zona, aunque era un área de paso y mucha gente transitaba por ese puente, tanto andando como en coche.
-Juan, ¿tú qué opinas? –le preguntó el otro cajero de ventanilla.
-¿Sobre qué? –respondió Juan intentando ser sociable.
-Coño, que el tío fue un imbécil, como tantos otros que palman haciéndose “selfies” y gilipolleces varias sólo por unos “likes”.
-¿Quién, el de la pasarela?
-Claro, quién va a ser, joder, siempre estás en las nubes... –dijo la subdirectora de la oficina, pasando con unos papeles delante de las ventanillas de atención al público-. Si hubieran hecho una pasarela como Dios manda, esto no habría pasado.
-A veces, las cosas pasan porque sí, sin razón aparente ni motivo –respondió lacónico Juan.
El timbre de petición de apertura de puerta exterior sonó, Juan le dio al botón correspondiente y una clienta entró. Todos guardaron silencio, dejando sus discusiones para otro momento.
Mientras atendía a la señora volvió a mirar las cajas de los clips, ahora ordenados, metálicos por un lado y de colores por otro. Respiró aliviado como si el mundo volviera a tener sentido, con una sonrisa le indicó a la mujer que esa operación la hiciera mejor desde el cajero. Órdenes de Dirección. La señora, que podría tener más de setenta años, lo miró con cara de no entender nada. Juan añadió que debería usar la aplicación del banco en el móvil, que todo era más fácil así. Sin mediar palabra, la señora enseñó su teléfono, un “tontomóvil” de marca irreconocible.
La mañana pasó entre clientes cabreados por algún error bancario, usuarios con peticiones imposibles, y repeticiones de una de las frases mágicas: “Normativa del Banco Central”, esa consigna que era una mezcla de comodín de todo y de nada y motivo de muchos enfados.
Cuando terminó su horario laboral, varios compañeros dijeron de ir a tomar algo en la “otra oficina”, un bar dos portales más allá de la sucursal bancaria. Juan nunca iba con ellos. Demasiado esfuerzo le costaba fingir ser relativamente sociable.
En coche, de vuelta, resistió el acuciante deseo de pasar por el puente y ver cómo iban los trabajos. Si habían comenzado a las ocho de la mañana ya tendrían bastante avanzados los trabajos de limpieza. ¿Incluiría la tala de arbolitos, cañas y maleza?
Cuando llegó a casa, miró la lista culinaria y se dio cuenta de que el fin de semana no había preparado nada. Se estremeció al pensar que hoy tenía planificado albóndigas en salsa, brócoli en ensalada y flan. Nada de eso estaba preparado. Nervioso, se comió un trozo de pan con embutido y un helado que languidecía en el congelador desde meses atrás.
Tras recoger la mesa, fue al canasto de la ropa sucia y rescató la ropa de aquella noche. No recordaba si llevaba camisa azul o la de cuadros verdes y negros. Se esforzaba en hacer memoria pero temía inventarse el recuerdo. Cogió el pantalón tejano que sí llevaba y lo metió en una bolsa de basura, luego las dos camisas. Se quedó mirando la ropa restante del canasto, sopesando si toda estaría “contaminada” con algún posible resto. Sin pensarlo más sacó toda la ropa sucia y la metió en la bolsa. De nuevo sus ojos se quedaron petrificados mirando el propio canasto ahora vacío. Fue a su taller, cogió la maza y machacó la cesta de la ropa hasta dejarla destrozada y casi plana para que cupiera en otra bolsa de basura. Más relajado, sacó las bolsas al jardín para tirarlas en otro momento.
Conectó el portátil y navegó por las noticias en el mismo orden de siempre. Para disimular si ese alguien invisible estuviera controlando sus movimientos en la red, hizo clic en la publicidad de un nuevo restaurante mexicano, en una nueva serie de animación de un canal de pago y en un nuevo modelo de coche híbrido asiático.
En un periódico local, en portada: “Margarita Martínez de 73 años, desaparecida de la Residencia Luz de Luna”. Juan notaba cómo el azar estaba jugando con la realidad de un modo que no sabía interpretar. ¿Esto era bueno para él? ¿Podría complicarle las cosas? ¿Más medios regionales para estas búsquedas? ¿O difuminaría los esfuerzos policiales? Miró con detalle la foto de la mujer con el rótulo de: “DESAPARECIDA” y sus datos para identificarla. Parecía feliz, sonriente y sin mucho maquillaje. “La mujer, que necesita medicación, salió voluntariamente de la residencia. En el momento de su desaparición llevaba chaqueta azul y pantalón negro. Mide 1’68, es de complexión gruesa y tiene el pelo canoso. Se pide la colaboración ciudadana”.
Colaboración ciudadana. Sólo en su localidad de unos 70.000 habitantes había varias residencias de ancianos y en las localidades cercanas otros tantos, no parecía que fuera nada extraño el caso de esta mujer, sólo que ahora prestaba mucha más atención a estas cosas. Se decía fríamente.
Buscó más noticias sobre la limpieza del cauce y no encontró nada, tan sólo una minúscula nota de prensa del comienzo de los trabajos acompañada de una foto donde se veía una pequeña excavadora y varios trabajadores con casco y chalecos reflectantes. Típica foto tomada por un desganado reportero gráfico. Posiblemente mal pagado y mal considerado. Seguro que le habrían insistido en que se vieran claramente los chalecos con el rótulo del Ayuntamiento.
Esa tarde tiró las bolsas con los restos de ropa y canasto en contenedores diferentes y alejados, ya le parecía una costumbre ritualizada desde años atrás, la asumía como algo normal. Fue al vivero a comprar tierra y semillas de césped. No había de la clase que ya tenía en el resto del jardín. Así que compró otra variedad ante la insistencia del vendedor de que su tipo de hierba ya no tenía distribuidor.
Dejó los sacos en el jardín y se dispuso a cocinar todo lo que el fin de semana no había hecho. Puso la radio de la cocina en un canal de noticias. Mientras, preparaba unas albóndigas y hacía un sofrito de tomate y cebolla, caramelizaba más cebolla en otra sartén para otro plato.
La locutora de ese informativo anunciaba que el Ayuntamiento había habilitado una página web para que la población pudiera registrar posibles incidencias relacionadas con la limpieza viaria del municipio. De esta manera se establecía una nueva vía de comunicación directa entre el Consistorio y los vecinos y vecinas. Juan se giró hacia la radio y se le escapó un sonoro: “¡Venga ya!” O el azar estaba haciendo muchas horas extras o el mundo se había confabulado contra él. A cuento de qué venían ahora con esa web, las calles estaban limpias, aparte de algunos muebles viejos abandonados cerca de los contenedores, la ciudad no necesitaba de esos “policías de la basura”. Casi se dió un corte en el dedo mientras picaba cebolla. La cortinilla musical dio paso a un anuncio de “Detergente Mariángeles, limpieza total de las manchas más difíciles.” Ahora Juan sí que se dió un corte en el dedo. La paranoia estaba llegando a límites absurdos. Fue al baño y se lavó con jabón el corte y se puso una tirita. Se fijó en la marca del jabón de manos: “Viuda de la Maza”. Incrédulo, volvió a mirar de nuevo el rótulo horadado en la pastilla: “Viuda de Itaza”.
Al volver a la cocina se le habían pasado las albóndigas de fritura y humeaban al fuego. En la radio entrevistaban al amigo de la desaparecida Ana Ferrer. Apagó el fuego y se sentó en el taburete a escuchar con atención.
-Estamos con Juan José González, amigo de la mujer desaparecida Ana Ferrer. Hola, Juan José.
-Hola.
-¿Cómo estás viviendo estos días lo sucedido con Ana?
-Pues muy preocupado, la verdad, ya he hablado con la Policía y les he contado todo lo que sé.
-¿Qué puedes contarnos, ya que suponemos que hay informaciones que no puedes divulgar?
-Habíamos quedado en casa para organizar unas vacaciones en Suecia... planificar hoteles, vuelos, comidas, esas cosas... Íbamos a ir a Malmö también porque ella es muy fan de la serie “Bron/Broen” y quería... –se le quiebra la voz.
-Tranquilo, Juan José.
-Pues eso, que nunca llegó a casa, vivo al final de la calle Águila Martínez...
Juan se quedó helado al oír el nombre de la calle. Su calle. Imposible. De todo punto imposible. Por eso la mujer iba caminando calle abajo cuando pasó delante de su puerta.
-...Nunca llegó, me llamó sobre las diez de la noche más o menos diciendo que venía ya para acá. Y luego, nada.
-¿Qué le ha dicho la Policía?
-Poca cosa, son muy reservados. Les dije que estaba solo en ese momento, que si buscaban que yo tuviera una coartada o algo así, que no tenía, estaba solo en casa esperándola. Pero que jamás, nunca, jamás le haría daño a Ana. Jamás.
Juan seguía en estado de conmoción. Un sudor frío le recorría la nuca. Hasta que la mente fría se impuso. Debía dar un paseo.
Había cometido el crimen perfecto. O eso creía Juan Gómez. No había ninguna relación entre la víctima y él, había tirado el cadáver envuelto en plásticos resistentes y fuertemente cerrado con cinta americana en el cauce de un río seco lleno de maleza y árboles por donde absolutamente nadie pasaba ya que estaba impracticable. Lo había hecho a las cuatro de la mañana. Ni un alma a esas horas por allí. Sacó el cadáver envuelto y lo arrojó desde una altura de unos veinte metros cayendo entre la maleza y quedando totalmente oculto. Después se fue a la discoteca que había a las afueras en el polígono Malpisa, donde se tomó un par de refrescos y bailó descamisado en el centro de una de las pistas, llamando la atención como era su propósito. En la barra quiso invitar a una mujer a su casa para terminar la fiesta, ya que habían bailado juntos, como la mujer contestó que otro día, se despidieron y a las siete de la mañana salió hacia su casa, justo le pilló el control donde calculaba que estaría. Le pidieron la documentación y sopló dando un esperado cero en alcohol. Volvió a casa y se acostó.
A eso de la una del mediodía le despertó un impresionante trueno, acompañado de tremendos rayos, se asomó a la ventana medio dormido y vio cómo una tromba de agua comenzaba a caer. Se acercó a la cocina y preparó un café bien cargado. No le gustaba tener que despertarse a esas horas, pero la urgencia de anoche le había obligado a actuar así. Tras el primer sorbo se asomó a la venta y vio el río de agua que corría calle abajo. Se quedó paralizado, su mente estaba sopesando, calculando posibilidades. El cauce. El cuerpo. El torrente de agua. El móvil de la chica en el paquete. Apagado. El final del cauce. Las ramas obstaculizando o no. Cuánto llovería y cuándo pararía de llover. Qué pistas podría haber en el cuerpo. Ninguna. Si el agua llevaría el cadáver hasta el mar. Agujeros en el plástico para que entrarán alimañas. Todo controlado. Aun así seguía estático mirando la ventana con la taza de café en la mano viendo cómo una inmensa tromba de agua caía sobre las calles. Miró la taza con el serigrafiado del as de pica en un lateral. Seguía lloviendo, conectó la tableta y escuchó noticias de la zona sobre la alarma de lluvias, una alerta naranja. Naranja eran la lencería que llevaba esa chica. Pero todas tienen sangre roja.
Esperó a que la lluvia dejara de caer con esa furiosa intensidad que a veces la naturaleza declara con firma y rúbrica. Mientras veía caer la cortina de agua en la ventana de la cocina, vio que el plan de comida de hoy era arroz hervido, huevos fritos y pisto, todo mezclado a modo de plato combinado. En alguna parte de su cerebro seguía pensando que el crimen perfecto de anoche, podría tener algún detalle incriminatorio. Se había llevado la tarjeta sim del móvil y la había tirado en un contenedor al azar, pero esos aparatos modernos a los que no se les podía quitar la batería igual le complicaban el asunto, incluso estando apagados. Y luego estaba esa lluvia intensa e inesperada. Tomó nota de mirar esos detalles, porque se enteró después de que llevaban tres días anunciando alerta naranja por tormentas y lluvias. Juan pasó en su momento de encajar esa pieza en el puzle. ¿Error? Con una media sonrisa en la cara, pensó que quizás fue un acierto.
Juan tenía muy claro que esto no era un juego de poder, de víctimas y entes poderosos, como vendían muchos libros sobre asesinos en serie, oh, el poder sobre sus víctimas, menuda estupidez, esto iba de cazadores y cazados, de policías y ladrones, de leones y gacelas. Si no existieran los que pretendían pillarle, nada de esto tendría sentido. Sería el despiece de un animal en una carnicería y además no te lo podías comer. Absurdo. Y además sabía que muchos, muchísimos casos de desapariciones, o crímenes quedaban en el limbo de la justicia, en el limbo de todo lo que las películas quieren vender. Siempre se pilla al culpable. Claro.
La tormenta parecía que llegaba a su fin, no sabía cuántos litros habrían caído, pero pensaba que muchos más de lo que serían razonables para una alerta naranja. Sobre todo viendo cómo los contenedores de basura de su calle flotaban sin control, golpeando aquí y allí a coches, farolas y bordillos anegados. Volvió a pensar en el cauce del río donde ahora debía correr bastante agua. Posiblemente las cañas hubieran hecho de parapeto dejando su paquete bien escondido. Luego daría una vuelta por allí.
Recogió los platos de la comida y los colocó ordenadamente en el lavavajillas y, por alguna razón, recordó el libro del asesino en serie británico Dennis Nilsen. Un idiota que guardaba los cadáveres en su patio y bajo las tablas de su casa y algunos los tiraba por el retrete troceados, un auténtico imbécil. Pero que además tardaron quince asesinatos en descubrir sus crímenes y porque la tuberías de la zona olían mal. Un auténtico genio. Recordaba casi palabra por palabra las declaraciones del jefe de Policía de la zona: “Si no lo hubiéramos arrestado ahora, no habría dejado de asesinar a jóvenes.”
Se asomó a la ventana y el agua de la calle había remitido bastante, sólo quedaba una lámina de agua de unos cinco o siete centímetros, los desagües de la calle seguían engullendo litros y litros de agua, el cielo estaba limpio y el sol quería salir por la torre del campanario. Se puso el impermeable y las botas de agua y miró su móvil sobre la mesa, comprobó que no tenía ningún mensaje ni llamadas y volvió a dejarlo en la mesa. Jamás salía con su móvil a la calle. Jamás.
(Como a lo mejor ya no encaja en el concepto "Relato corto" y me paso aporreando teclas para esta historia... esta parte viene de aquí: www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-7 )
***
Juan se levantó como siempre a las ocho en punto, preparó el desayuno según la lista semanal, tostada integral con aceite y queso fresco y un té de jazmín. Un rayo de sol matutino se colaba en la cocina, parecía que hoy haría un día despejado aunque algunas nubes corrían tras la torre del campanario.
Las ganas de leer las noticias crecían en su interior, pero sólo leía noticias después de la comida del mediodía y tras recoger la mesa.
Salió al jardín y se fijó en que un pequeño trozo de plástico estaba ensartado en una espina del rosal. No era posible, el rosal está a unos dos metros de distancia de donde preparó el paquete. Imposible, pero ahí estaba. El azar, como siempre, jugando con la realidad. Cogió el trocito de plástico y se lo llevó a su taller, quería comprobar si era del mismo tipo de plástico que el que usó el otro día. Efectivamente, lo era. Repasó mentalmente sus movimientos y no encontraba explicación, a no ser que mientras acercaba el plástico al cadáver, al ser tan grande... No, no encontraba explicación. Fue a la cocina, y usando el soplete de cocina, lo quemó en el seno del fregadero.
Ese detalle le obligaba a revisar a fondo el maletero del coche. Se vistió de calle y se dirigió a donde tenía el coche aparcado.
Aun era temprano para que las tiendas estuvieran abiertas pero no para los corredores que, con el despuntar del alba, ya estaban sudando la camiseta con los auriculares calados en las orejas. Un señor, que apenas podía dar dos pasos, medio andaba embutido en camiseta y pantalón corto, sano, muy sano. Una jovencita enmorcillada en ropa de colores tan reflectantes que había que mirarla con gafas de sol, el volumen de la música era tan alto que se podía adivinar la música rítmica que estaba escuchando. También estaban los madrugadores paseadores de perros, al menos el perro que se cagó al lado de su coche tenía un cuidador que recogió el excremento con esas bolsitas anudadas a las correas de los chuchos.
Juan abrió el coche y fue directo al maletero. Y allí estaban. ¿Cómo se había olvidado de las bolsas de esa cadena de supermercados que llevaba para las compras? Él, metódico, concienzudo, tenaz, no se había acordado de que las llevaba cuando metió el paquete en el maletero. Podría cogerlas y tirarlas a la papelera que había cerca, pero no quería tocarlas, obsesivo como estaba todo le parecía imposible. Sacó un pañuelo de papel de su bolsillo derecho del pantalón y cogió las bolsas reutilizables. Cayó en la cuenta de que las había tocado y manipulado docenas de veces. Se sintió ridículo. El paquete de plástico no podría de ninguna manera haber contaminado sus bolsas. Ni el fondo del maletero. Pero ese trozo de plástico ensartado en el rosal no le había gustado nada. Azar, maldito azar.
Arrancó el coche y lo llevó a un lavado de coche, por el camino observó que algunas calles seguían embarradas de la fuerte tromba de agua, otras estaban más secas, algunas alcantarillas estaban cegadas de barro y objetos, algunos operarios del ayuntamiento ya estaban limpiando muchas zonas. En el lavado de coches se fue directo a la zona de aspiradores y pasó estos concienzudamente, obsesivo. Miró y remiró cada esquina buscando algún error, algún “plástico en el rosal”.
Satisfecho, se dirigió en coche a la zona donde había tirado el paquete, pasó lentamente por allí y ya nadie estaba mirando el cauce del río.
En la zona de su casa, hoy no había aparcamiento cerca, así que lo dejó al principio de la calle. Al bajarse del coche vió cómo la señora “tutticolori” sacaba a su perro a pasear, la siguió mientras se dirigía calle abajo, hacia su casa, la observó y se dio cuenta de que miraba a veces por las vallas de las casas con la excusa de que su perro se paraba en ese lugar a hacer sus cosas. Vieja del visillo tres punto cero, cotilla sin vida de toda la vida.
Cuando llegó a su casa se quedó en la puerta con la botella de vinagre rebajado con agua, desafiante, la señora colorida levantó la cabeza, sin darse por aludida, y tironeó del chucho hasta sobrepasar su portón.
Juan miró la lista de comidas de hoy. Filetes adobados con arroz hervido y ensalada de pimientos asados. Pero no podía esperar más, tenía que leer las noticias del día saltándose sus propias reglas.
Sabía, sentía que esto era un error por su parte, un error de protocolo, pero si el azar a veces jugaba riéndose del mundo, pensó que él también podría reírse del azar. Conectó su portátil con el cable de red al router. Navegó por las noticias en el mismo orden de siempre, primero locales, luego regionales, nacionales e internacionales. Hizo clic en un anuncio de guantes de jardinería, y en una web de creación de páginas web a buen precio. En la información local había una noticia que le dejó sorprendido,
Ana Ferrer de 38 años se había declarado como desaparecida, pero además era la hija de un inspector de Policía de la localidad vecina, los periodistas cotillas habían conseguido su historia personal, divorciada el año pasado, trabajadora en Servicios Sociales en su localidad, buena persona. Su padre movería “Roma con Santiago” para encontrarla, el ex marido parecía que estaba en paradero desconocido. Azar. Buscó más información de la historia. En la prensa más amarilla de la zona se decía que iba a encontrarse con un amigo y que nunca llegó a su casa, había una foto del joven en cuestión. Y unas fotos de su padre hablando a los medios. No encontró los vídeos de sus declaraciones, pero claro, su hija tenía que aparecer, y lo de las 24 horas era una chorrada de las películas. Qué curioso es el azar, pensó Juan. ¿Pondrían más esfuerzo en localizarla? ¿Menos si era un comisario no querido? Azar.
Ahora ya se podía ir a comer tranquilamente.
La semana que viene terminaban las vacaciones de Juan, volvería a la sucursal bancaria donde trabajaba vendiendo pólizas que nadie necesitaba, limitando hipotecas al que más la necesitaba y, en resumen, mirando por la cuenta de resultados del banco, un empleado modelo. Pelota con los jefes de la central, ladino cuando quería, seco con los clientes que tenían mil euros en la cuenta, modelo perfecto de ese dicho de “así es el mundo en el que vivimos”.
Esa tarde se dedicó a serrar maderas para hacer marcos nuevos para sus cuadros, todos con los mismos colores, rojo y negro, cada uno con formas abstractas, algunos parecían insectos aplastados, otros manchas del test de Rorschach, la mayoría tenían un aire espeluznante, inquietante, alucinógeno. Para él era la única forma de mostrar su mente a los demás. Aunque nadie viera sus cuadros; no recibía visitas, no tenía amigos ni conocidos, no le interesaban las relaciones humanas, ni con hombres ni con mujeres. El sexo para él era algo aburrido y monótono. Y sólo cuando pasaba el tiempo y la llamada del sexo acudía remolonamente se dirigía a la ciudad a donar semen en una clínica, por darle utilidad a la cosa. Por nada más.
Mientras quitaba el inglete para hacer los cortes de las esquinas de los marcos, pensaba en los siguientes pasos que daría la Policía. El amigo que iba a visitar y su ex marido serían los primeros sospechosos y la última persona que la había visto con vida, según dicen en las novelas, aunque pensaba que la realidad era bastante diferente, o no, según se mire. La palabra azar seguía rebotando en su mente sin orden ni concierto. No había previsto las lluvias torrenciales. Ni que esa mujer menuda sería la hija de un policía. Tampoco que se acumularan escombros en esa zona del cauce. Que no se llevaran el móvil. Y sobre todo estaba obsesionado con el trozo de plástico enganchado en el rosal. Por lo demás, ardía en deseos de ver qué pasaba después.
Contempló uno de los cuadros que iba a enmarcar, con su firma “Juan 2024”. Le gustaba añadir el año para tener ordenadas sus obras. En las paredes laterales de la escalera que conducía al primer piso los tenía colgados por fechas, el primero era de 2010 y le recordaba una mancha de sangre en la negrura de la noche, o un sol rojo explotando en el firmamento, o... Miró la hora. Fue al salón y esperó hasta que fueran exactamente las ocho en punto de la tarde. Justo en eses instante marcó un número desde el teléfono fijo.
-Hola, ¿cómo estáis?
-Puntual como siempre –dijo una voz anciana al otro lado del teléfono-. Bien, estamos bien, a tu madre le van a hacer unos análisis la semana que viene para controlarle el azúcar y yo, pues como siempre con la artrosis de las rodillas que me duelen y no hay manera de que... ¿Y tú? Se te acaban las vacaciones, ¿no?
-Sí, el próximo lunes vuelvo al banco.
-No has ido a ningún lado este año... eso no es bueno para la salud y... espera que se pone tu madre.
-Hijo, no puedes estar así, tan solo y tan encerrado...
-Madre, estoy muy bien así, sin depender de nadie ni que nadie dependa de mí.
-¿Vendrás este año por las fiestas del pueblo?
-No sé si podré pedir días libres, lo intentaré. Cuidaos mucho.
-Un beso, hijo mío, cuídate mucho.
A Juan le incomodaba hablar con sus padres, no sabía por qué, habían sido unos buenos padres, pero los llamaba por una especie de obligación que no entendía. Se dispuso a dar un paseo antes de preparar la cena, tuvo que ir a la lista para ver qué le tocaba esta noche. Judías verdes salteadas con ajo y una manzana de postre. ¿Cómo era posible que no tuviera manzanas en el cesto de la fruta? Algo estaba fallando en su cerebro ordenado y meticuloso, pero no entendía qué podía ser. Miró el reloj, tenía tiempo de acercarse a la verdulería y comprar manzanas.
A lo largo de ese fin de semana, el último de vacaciones, enmarcó dos cuadros y los colgó en los huecos libres que quedaban en “la pared de los cuadros”, organizó el taller de bricolaje, planchó camisas con pulcra exactitud, cepilló la chaqueta del trabajo y el pantalón. Gris. Por supuesto. Todo listo para el lunes volver al banco. Revisó la lista de comidas y cenas. Tachó de la cena del domingo las alcachofas con jamón, había tenido que tirarlas, hablaría con el verdulero sobre la calidad de algunos productos. Hablaría muy seriamente, el mes pasado le vendió un tomate que no estaba maduro, inaceptable.
Las noticias sobre la desaparecida eran casi inexistentes, cosa que no le gustaba ni mucho ni poco. Había conseguido ver en un periódico local las declaraciones de uno de los tíos de la mujer, haciendo de portavoz de la familia para los medios. La investigación sobre el paradero estaba en marcha. Al parecer, no era una mujer de desaparecer así como así. Tampoco se descartaba que le hubiera pasado algo relacionado con la tromba de agua.
Por un lado a Juan le encantaba la idea de que no hubiera ninguna noticia relevante sobre el caso y por otro le decepcionaba que hubiera sido tan fácil. De algún modo quería vivir cómo era una investigación así; era imposible que lo relacionaran con eso. ¿Cuándo encontrarían el paquete? ¿Cuándo limpiarían esa zona del cauce? Había leído en otro periódico regional que había un problema de competencias sobre la responsabilidad de ese cauce seco: Local, autonómico o de la Confederación de turno.
Pensó que mientras más tardaran en encontrar el cadáver menos información forense obtendrían, aunque creía que poca información podrían obtener en cualquier caso. Se repetía una y otra vez que todo estaba en manos del azar. La idea le gustaba.
El lunes a las ocho menos un minuto ya estaba en la puerta de la sucursal bancaria, listo para entrar en su trabajo. Había tenido que aparcar un poco más lejos de lo habitual ya que las calles cercanas estaban llenas de coches aparcados, suponía que para evitar calles embarradas o zonas con alcantarillado embozado.
Ese primer día se le hizo monótono, incluso para una persona como él, esclava de la rutina y el orden.
Al llegar a casa, mientras aparcaba el coche, observó que en las casas colindantes a la suya y puestas a la venta había visita. La cancela que daba al jardín de la de la izquierda estaba abierta y un par de señores, acompañados del joven de la inmobiliaria, estaban saliendo de la vivienda al porche de entrada. Mirando y remirando. Tenían algo extraño pero no le dio tiempo a fijarse tanto. Sobre todo porque en la casa de la derecha, se abría el portón y salían un hombre y una mujer, estos estrechaban la mano pero no al señor mayor con aspecto cansado sino a un hombre calvo, trajeado y con aspecto de ejecutivo, o de jefe. Posiblemente el dueño de la inmobiliaria, demasiado especulativa la idea.
Cuando llegó a su casa, tras aparcar el coche, ya no había rastro de las visitas y todo seguía como siempre. Los carteles de cada inmobiliaria en cada casa, las puertas cerradas, todo igual.
La vuelta al trabajo le obligaba a cambiar sus horarios de comidas, pero los fines de semana dejaba comida preparada para varios días. Recalentó las albóndigas con tomate y abrió una bolsa de patatas chip.
Tras comer miró el móvil por si tenía algún mensaje o correo, dos emergentes de actualizaciones que ya haría más tarde, o mañana o... Se dispuso a leer las noticias en el portátil. No sabía para qué tenía un móvil si no lo usaba como teléfono móvil, alguna llamada, algún pedido para servicio puerta a puerta, poco más. El paquete de la compañía incluía en la promoción un móvil.
Ese día las noticias no arrojaban muchas novedades realmente ninguna. En las locales, un anciano de 90 años atropellado en un paso de cebra del centro de la localidad, cerrado un restaurante por problemas sanitarios, el comienzo de las labores de limpieza del cauce y la reconstrucción de la pasarela que se llevó el agua, y poco más. Se entretuvo un poco con un par de recetas, una de “salsa gribiche” y otra de cebolla confitada con mostaza, cerró el portátil.
Mañana sería otro día.
(Cuando os canséis me lo decís y lo dejo. Y ya os resumo que el asesino era el mayordomo, ah, no, Juan. Esta parte del "relato corto", ejem, viene de aquí y en este orden: www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-7 y después aquí: www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-11 )
A la vuelta de la compra decidió desviarse un poco y pasar por el puente, sentía mucha curiosidad por ver cómo evolucionaba la cosa. A esa hora no había mucha gente, el tráfico habitual de coches de los sábados, esos días que para a ir a comprar el pan dos calles más allá se usaba el coche y la ciudad se atascaba como si fuera un lunes a las siete de la mañana. Como el día estaba agradable había personas paseando, se detuvo un momento dejando el carro de la compra cerca del muro bajo del puente y miró disimuladamente al campanario, a derecha, a izquierda y luego se asomó a la zona de cañas, árboles y a la pequeña presa de barro y objetos acumulados que seguía sin limpiar. Su paquete seguiría totalmente invisible. Aunque le parecía que las plantas estaban movidas, dobladas y algún matorral ya no estaba.No podía estar seguro, claro. Posiblemente la riada debió zarandear esa zona. Vio un par de perros sin collar recorrer el cauce sin aparente rumbo.
Se dirigió a casa satisfecho. Tras ordenar la compra, volvió a saltarse su regla sagrada y miró la prensa buscando noticias sobre el caso, navegando remolonamente por otras noticias como si alguien pudiera estar grabando sus movimientos y fuera su manera de disimular. No entendía cómo su orden tan bien establecido estaba dando paso a una impulsividad desconocida para él.
En varios periódicos publicaban la foto de la mujer con una cartela en rojo que rezaba: “DESAPARECIDA” y sus datos para identificarla. ¿Se preguntaba qué podría haber pasado con el amigo con el que debía encontrarse? ¿En su casa? ¿En la calle? ¿Tendría buena coartada? ¿Eran más que amigos?
Juan sabía que debía trazar un plan de actuación o de inacción para los próximos diez años al menos, estos casos no se resolvían de la noche a la mañana. Si quería que su crimen perfecto funcionara debería pensar, al menos, a diez años vista. Habría sido más fácil que la mujer tuviera amante, o divorciada con amenazas del ex marido, o estuviera en negocios turbios, enemigos en la comunidad de vecinos, pero no... al menos en la prensa no se hablaba de nada de eso.
Ya sabía que no podría obtener información de ningún tipo como no fuera a través de los medios de comunicación y las redes sociales. Quizás podría jugar la baza de preguntar muy discretamente al policía que tenía cuenta con su banco, pero o lo hacía con mucha habilidad o... Quizás no mereciera la pena ese riesgo.
En ese momento llamaron al timbre de la puerta. Sorprendido, bajó hasta el jardín y sin abrir el portón preguntó.
-¿Quién es?
-Hola, buenos días, Policía.
Juan instintivamente conectó el sistema de alarma mental. Abrió la puerta y vió a dos policías, un hombre y una mujer, jóvenes y con mirada tranquila.
-Buenos días, estamos preguntado a los vecinos por el caso de la mujer desaparecida...
-Vaya, pensaba que lo de ir puerta a puerta sólo se hacía en las películas –dijo Juan con una sonrisa en la cara.
-En esta zona hay muchas personas mayores que no tienen ni redes sociales ni leen la prensa por internet... –respondió la joven policía, ahora seria, austera.
“Claro, que el padre de la mujer fuera inspector de policía seguro que no tenía nada que ver, claro.” Pensó esbozando una sonrisa interna.
-Sí, sí, he visto la foto de la mujer desaparecida, poco más.
-¿La noche del doce al trece vio usted algo u oyó algo inusual?
-¿La noche del doce? No recuerdo ni lo que comí ayer... –dijo buscando complicidad con los agentes.
-Unos vecinos dicen que se oyeron ruidos y que podrían ser okupas en las casas en venta.
“Cuánta imaginación tiene la gente, ven okupas por todos lados.” Pensó Juan suspirando y no sabiendo cómo continuar su respuesta.
-Pues no he oído nada. Ah, por cierto, aparte de que los perritos de la zona, sobre todo uno y su dueña, tienen mucha afición a mearse y cagarse en mi puerta.
-Hable con la Policía Municipal –dijo el policía-. Bueno, gracias, que tenga usted un buen día.
-De nada. Buen servicio.
Tras cerrar el portón. Los engranajes mentales se pusieron en marcha a mayor velocidad. Debía revisar a fondo el jardín, el patio entero al detalle. El trocito de plástico en el rosal no había sido buena señal y así debió entenderlo, pero lo dejó pasar. Y ahora esto, dos policías en su puerta. La mano del inspector de Policía debía estar detrás de tanta investigación, cuando lo normal es que atiendan llamadas de gente que cree haber visto algo o recibir informaciones variadas; ponen en redes y en prensa la foto y sus datos y a esperar. Ser tan activos no encajaba con nada.
Pasaron unos minutos y abrió el portón discretamente, asomó la cabeza para ver por dónde iban los policías, estaban tres puertas más allá hablando con el vecino con muletas, a la altura de su plaza de aparcamiento de minusválido, no, personas con movilidad reducida, pronto cambiarían el término y le llamarían personas con movilidad divergente.
Comenzó a revisar concienzudamente todo el patio, planta por planta. Debajo de unas hojas había una perla pequeña de color rojo, de plástico. La miró al detalle. Y una imagen le golpeó en la cara. La mujer llevaba un collar de bisutería, con cuentas de colores, pero el collar no se rompió. Una cuenta perdida saltaría con el golpe de la maza. Azar. La guardó en una bolsa y siguió mirando con detalle. Luego se dirigió a donde había caído el cuerpo tras el golpe, en el césped. ¿Habría restos de pelo entre la hierba? ¿Saliva? No sangró, o no vio sangre en el momento. Y en el plástico al envolverla tampoco vio sangre. Saliva sí. Fue a por la azada al arcón de las herramientas de jardín y comenzó a levantar el césped de toda esa zona, con la pala cogía trozos de tierra y hierba y los echaba en un saco. No iba a correr ningún riesgo con eso.
Cuando terminó tenía un pequeño socavón de dos metros por dos de tierra y yerba eliminada. Estaba sudando, mientras contemplaba su obra.
Era la hora de comer, se lavó, se cambió de ropa y vio que el plan de comida de hoy era arroz hervido, huevos fritos y pisto. “¿Otra vez?” Pensó mirando el plan semanal completo, con ciertas dudas.
-¡Qué más da qué gen sobreviva! –dijo Hans Bolber dando un puñetazo sobre su atril.
-Porque de eso se trata, porque esa es la única explicación biológica de la especie humana, de todo organismo vivo, plantas, insectos, o marsupiales... –Manuel Codoheria no iba a dejar pasar el comentario de su colega.
Estas reuniones se habían vuelto eternas en esos años, donde la población humana había disminuido en un cincuenta por ciento... Entre el cambio del clima terrestre, la baja natalidad, la economía secuestrada en un absurdo cajón de sastre; el mundo humano, la construcción humana de sociedades, culturas, deseos, sueños, ideas se había modificado tanto que sólo quedaban posturas extremas, blanco o negro, arriba o abajo. Muerte o vida.
-Debemos dejar de pensar que nuestra supervivencia como especie depende de sobrevivir como individuos –respondió Hans, mirando con ojos de acero al grupo de biólogos del departamento de exobiología.
-¡No! –respondió rotundo Marcel Muró, tan enfadado que su puño cerrado se volvió casi blanco- Una ameba, un virus, un mecanismo vivo o no vivo sólo quiere sobrevivir, copiarse y multiplicarse... ¿Por qué razón? Dígame, por qué razón.
-¡No! –dijo Hans, golpeando de nuevo su atril- No es así, los organismos dependen de otros, dependen de los demás, de comer y ser comidos, en un grado concreto y correcto, sin esos mecanismos de interacción, no existe tal constructo humano de mejor gen para nada, para todo.
-Señor, Bolber, tenemos una secuencia de ADN de un organismo extraterrenal... –respondió Mauro Belbera, de la ESA.
-¿Y qué? Sin una estructura encadenada de ecología, repito de ecología sistemática, nada importa nada, es como si no me explica quién depredaba a los aliens insectívoros de la película del mismo nombre, eso no existe, no puede existir.
-Final de la cadena –Añadió el doctor Codoheria.
-No hay tal cosa. Los humanos no somos final de ninguna cadena. ¿Sabe lo que pasa cuando el planeta pasa a modo frío? ¿O cuando pierde la capa protectora del campo magnético? Que esos que usted llama final de cadena, acaban jodidos. Todos.
-Evolución –dijo el doctor Muró agachando la cabeza.
-Ecología, sistema ecológico, todo está enlazado con todo, el clima es un sistema ecológico, si lo rompe, rompe todo –Hans dejó el atril y se fue a su asiento.
Nadie estaba dispuesto a apostar porque el ADN extraterrestre encontrado en Venus pudiera ayudar a entender la realidad humana, porque simplemente era una cadena genética muy simple, de una bacteria muy simple.
(Escrito en 2020 para un fanzine... ContinuumST.)
—¿Otra copita?— preguntó María a sus aburridos invitados.
El coñac era tentador, pero no tuvo éxito en aquella ocasión; algunos incluso comenzaron a dar señales de que no pensaban quedarse mucho tiempo.
Las casas situadas en las afueras gozan de una paz desconocida en las ciudades, pero a menudo pecan de exceso de carácter, sobre todo las antiguas, imponiendo su obstinado silencio a quienes las habitan para mejor escuchar los propios crujidos. Tal vez la magnífica alfombra del salón, de la que tan orgullosa estaba su dueña, los muebles del siglo pasado y el aroma de la madera añeja tuvieron algo que ver con que el ambiente se hubiera relajado hasta el punto de invitar mas al sueño que a la conversación.
La cena había sido espléndida y el vino aún mejor, culpables en buena medida ambos de que aquella reunión de viejos amigos hubiera tocado fondo poco después de la medianoche. O quizás sea mejor no buscar otras razones y baste con decir que, por llevarlo ya ellos dentro o por haberlo contraído de algún rebuscado modo, el aburrimiento se había apoderado de todos ellos hasta que el murmullo de las conversaciones fue dejando paso al silencio, ya sólo desafiado abiertamente por Alberto, que cantaba suavemente la conocida canción de Gloria Lasso:
“Nunca sabré por qué siento tu pulso en mis venas,
Nunca sabré en que viento llegó ese querer...”
—¡Ah!, ¡por Dios!, deja esa maldita canción —le recriminó María—. Cecilia se pasaba todo el día cantándola.
Y aquel nombre surgió como un clavo ardiendo al que se aferró la conversación en un último intento, acaso póstumo, por no caer al vacío.
—¿Qué ha sido de ella?— Preguntó Marta, sorprendida por no haberse acordado antes de la amiga de antaño.
—Ni idea. Es como si se la hubiera tragado la tierra— respondió María. —No he vuelto a saber nada de ella desde hace tres años, cuando nos aguó la fiesta con aquella maldita historia. Y sinceramente, desde aquel día, tampoco me he preocupado mucho de buscarla: si quisiera, ella sabría donde encontrarme.
—¿Qué historia?— terció Alejandro, que trataba desesperadamente de huir de un nuevo acceso de locuacidad de Juan Antonio, el cura eternamente enfundado en su sotana, inmune a cualquier desaliento.
—La verdad es que preferiría no hablar de eso— se disculpó María.
Unos cuantos ruegos inopinadamente calurosos, y su enraizado sentido de la hospitalidad, la impulsaron a ceder a pesar de que no le apetecía para nada recordar lo sucedido.
La botella de coñac comenzó a pasar de mano en mano ante la expectativa de una historia, y los que, distraídamente, habían recogido sus guantes o su encendedor, volvieron a dejarlos en su sitio y se arrellanaron en sus asientos.
A la vista de que la noche aún podía saldarse con algo más que los obligados cumplidos y los saludos de rigor, la anfitriona decidió no hacer un simple esquema de los hechos y se lanzó a contar una verdadera historia, como todos esperaban.
—Hace tres años—empezó con voz voluntariamente engolada— nos reunimos el día de los Santos Inocentes y nos fuimos a cenar a casa de Miguel, en la ciudad. Sólo estábamos Miguel, Sonia, Cecilia, José Luis y yo. Los demás, no tengo ni idea de dónde os habíais metido ese día. Después de cenar nos pusimos a hablar hasta que la conversación se fue apagando poco a poco. El silencio empezaba a hacer estragos cuando Miguel propuso, medio en serio medio en broma, que hiciéramos espiritismo, como en los viejos tiempos.
—Con esas cosas no se juega—. Interrumpió Juan Antonio, siempre atento a la oportunidad de introducir su cuña moralista.
—Tal y como nosotros pensábamos hacerlo no pasaba de ser un mero entretenimiento, como el parchís, pero Cecilia se negó en redondo. Se negó con tal vehemencia que llegó a parecernos un poco histérica, y ya sabéis lo raro que es eso en ella.
"Tuve una experiencia horrible una vez y no quiero volver a saber nada ni de espiritismo ni de cosa que se le parezca", nos dijo. Pero como era el día de los Santos Inocentes, creímos que nos estaba tirando el anzuelo para gastarnos una broma y le preguntamos qué había pasado.
"¿Os acordáis de Javier?" , preguntó.
“ Si, claro, ¡cómo no nos vamos a acordar! ", respondió José Luis.
" Pues no murió de un infarto, como todo el mundo cree. Yo estoy segura de que no".
Los cuatro la miramos sin atrevernos a abrir la boca, esperando que ella dijera lo que tuviera que decir: si era una broma la había llevado demasiado lejos. Pero su expresión no parecía la de alguien que preparara una inocentada.
" Mucho tiempo después de que los demás dejarais de interesaros por esas cosas, nos seguíamos reuniendo él y yo, como cuando éramos estudiantes. Cogíamos un libro y unas tijeras e invocábamos a un espíritu, siempre al mismo."
" El mismo del que habláis en la novela”, dijo Sonia, que sabía algo del tema.
" Sí, ese. Y le preguntábamos muchas cosas, del pasado y del futuro; algunas eran muy importantes y otras no pasaban de simples tonterías: ya sabéis como suele funcionar el tema. Lo más curioso es que, a la larga, he podido comprobar que sus respuestas eran siempre ciertas, por inverosímiles que pudieran parecer en principio.
Era algo estupendo: era como tener un amigo que vive muy lejos y te cuenta cosas de un país extraño. Por lo que pudimos adivinar, en vida había sido un tipo magnífico y no había nada que temer de él mientras conserváramos nuestra buena disposición y nuestras buenas intenciones.
Luego, con el tiempo, el espíritu comenzó a mostrarse un poco más arisco con Javier, negándose a contestar sus preguntas o dándole respuestas ambiguas, pero a mí me seguía tratando igual que siempre.
En aquella época llegué incluso a soñar con él un par de veces. Yo misma sería la primera en decir que estaba obsesionada si no fuera por que se trataba de unos sueños rarísimos: él simplemente me sonreía, con su gorra ladeada sobre la cabeza, y desde su enorme estatura me miraba con ojos llenos de algo indescriptible, algo a medio camino entre la ternura y la pena. Entonces, daba un paso hacia mí y me ofrecía la mano, pero cuando yo la cogía él empezaba a desvanecerse y la tristeza se acentuaba en sus ojos. En ese momento, siempre en el mismo, me despertaba sobresaltada, aunque no con el terror de después de haber tenido una pesadilla.
Se lo conté a Javier y me dijo que se me estaba empezando a ablandar la sesera, y que si no durmiera sola no tendría esa clase de sueños precisamente. Ya sabéis como era Javier cuando bromeaba."
"¿Pero qué pasó luego?", preguntó Cristina, impaciente.
" Un día, un día tan húmedo y asqueroso como hoy, nos reunimos donde siempre y convocamos al espíritu, que parecía estar esperándonos, a juzgar por lo rápido que se empezó a mover el libro. Al principio todo fue igual que siempre, pero cuando llevábamos unos minutos haciéndole preguntas nos dimos cuenta de que una extraña luz blanquecina se extendía por todo el zócalo de las paredes. Javier se asustó un poco y le preguntó al espíritu si esa era su luz. La respuesta fue totalmente afirmativa y yo también me asusté, y más aún cuando la luz abandonó el zócalo de la pared y empezó a reptar por el suelo, como una mancha blanca, hasta rodearnos. Entonces, dejando el libro de lado, nos agarramos con todas nuestras fuerzas para enfrentarnos a lo que pudiera suceder.
El cerco de luz se estrechó aún más, hasta que se convirtió en un círculo bajo nosotros. En ese momento pareció tomar forma en el aire y se introdujo por nuestras bocas hasta que desapareció como si de verdad nos lo hubiéramos tragado.
Desde luego, cuando ocurrió esto, encendimos las luces y nos fuimos a la calle a toda velocidad. Javier dijo no encontrarse muy bien y se fue a casa.
Tres días después había muerto. Fue la última vez que lo vi."
”¿Y tú? ", le preguntó Miguel.
"Yo también me sentí rara, pero no puedo decir que fuera una sensación desagradable. Desde que ocurrió aquello me pongo enferma sólo de pensar en una sesión de espiritismo. Aunque sea en broma".
—Así que, después de escuchar esto, los cinco, amedrentados y cabizbajos, salimos a la calle a tomar unas copas, a pesar de la lluvia.
—La historia no deja de ser curiosa, pero tampoco es para tanto— dijo Alberto.
—Es que aún no he terminado. A mí, lo que realmente me dio escalofríos fue ver cómo, a pesar de la buena temperatura, el agua de la lluvia formaba carámbanos en los bajos del abrigo de Cecilia.
Feindesland. 1993
(Como a lo mejor ya no encaja en el concepto "Relato corto" y me paso aporreando teclas para esta historia... esta parte viene de aquí: www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-7 )
***
Juan se levantó como siempre a las ocho en punto, preparó el desayuno según la lista semanal, tostada integral con aceite y queso fresco y un té de jazmín. Un rayo de sol matutino se colaba en la cocina, parecía que hoy haría un día despejado aunque algunas nubes corrían tras la torre del campanario.
Las ganas de leer las noticias crecían en su interior, pero sólo leía noticias después de la comida del mediodía y tras recoger la mesa.
Salió al jardín y se fijó en que un pequeño trozo de plástico estaba ensartado en una espina del rosal. No era posible, el rosal está a unos dos metros de distancia de donde preparó el paquete. Imposible, pero ahí estaba. El azar, como siempre, jugando con la realidad. Cogió el trocito de plástico y se lo llevó a su taller, quería comprobar si era del mismo tipo de plástico que el que usó el otro día. Efectivamente, lo era. Repasó mentalmente sus movimientos y no encontraba explicación, a no ser que mientras acercaba el plástico al cadáver, al ser tan grande... No, no encontraba explicación. Fue a la cocina, y usando el soplete de cocina, lo quemó en el seno del fregadero.
Ese detalle le obligaba a revisar a fondo el maletero del coche. Se vistió de calle y se dirigió a donde tenía el coche aparcado.
Aun era temprano para que las tiendas estuvieran abiertas pero no para los corredores que, con el despuntar del alba, ya estaban sudando la camiseta con los auriculares calados en las orejas. Un señor, que apenas podía dar dos pasos, medio andaba embutido en camiseta y pantalón corto, sano, muy sano. Una jovencita enmorcillada en ropa de colores tan reflectantes que había que mirarla con gafas de sol, el volumen de la música era tan alto que se podía adivinar la música rítmica que estaba escuchando. También estaban los madrugadores paseadores de perros, al menos el perro que se cagó al lado de su coche tenía un cuidador que recogió el excremento con esas bolsitas anudadas a las correas de los chuchos.
Juan abrió el coche y fue directo al maletero. Y allí estaban. ¿Cómo se había olvidado de las bolsas de esa cadena de supermercados que llevaba para las compras? Él, metódico, concienzudo, tenaz, no se había acordado de que las llevaba cuando metió el paquete en el maletero. Podría cogerlas y tirarlas a la papelera que había cerca, pero no quería tocarlas, obsesivo como estaba todo le parecía imposible. Sacó un pañuelo de papel de su bolsillo derecho del pantalón y cogió las bolsas reutilizables. Cayó en la cuenta de que las había tocado y manipulado docenas de veces. Se sintió ridículo. El paquete de plástico no podría de ninguna manera haber contaminado sus bolsas. Ni el fondo del maletero. Pero ese trozo de plástico ensartado en el rosal no le había gustado nada. Azar, maldito azar.
Arrancó el coche y lo llevó a un lavado de coche, por el camino observó que algunas calles seguían embarradas de la fuerte tromba de agua, otras estaban más secas, algunas alcantarillas estaban cegadas de barro y objetos, algunos operarios del ayuntamiento ya estaban limpiando muchas zonas. En el lavado de coches se fue directo a la zona de aspiradores y pasó estos concienzudamente, obsesivo. Miró y remiró cada esquina buscando algún error, algún “plástico en el rosal”.
Satisfecho, se dirigió en coche a la zona donde había tirado el paquete, pasó lentamente por allí y ya nadie estaba mirando el cauce del río.
En la zona de su casa, hoy no había aparcamiento cerca, así que lo dejó al principio de la calle. Al bajarse del coche vió cómo la señora “tutticolori” sacaba a su perro a pasear, la siguió mientras se dirigía calle abajo, hacia su casa, la observó y se dio cuenta de que miraba a veces por las vallas de las casas con la excusa de que su perro se paraba en ese lugar a hacer sus cosas. Vieja del visillo tres punto cero, cotilla sin vida de toda la vida.
Cuando llegó a su casa se quedó en la puerta con la botella de vinagre rebajado con agua, desafiante, la señora colorida levantó la cabeza, sin darse por aludida, y tironeó del chucho hasta sobrepasar su portón.
Juan miró la lista de comidas de hoy. Filetes adobados con arroz hervido y ensalada de pimientos asados. Pero no podía esperar más, tenía que leer las noticias del día saltándose sus propias reglas.
Sabía, sentía que esto era un error por su parte, un error de protocolo, pero si el azar a veces jugaba riéndose del mundo, pensó que él también podría reírse del azar. Conectó su portátil con el cable de red al router. Navegó por las noticias en el mismo orden de siempre, primero locales, luego regionales, nacionales e internacionales. Hizo clic en un anuncio de guantes de jardinería, y en una web de creación de páginas web a buen precio. En la información local había una noticia que le dejó sorprendido,
Ana Ferrer de 38 años se había declarado como desaparecida, pero además era la hija de un inspector de Policía de la localidad vecina, los periodistas cotillas habían conseguido su historia personal, divorciada el año pasado, trabajadora en Servicios Sociales en su localidad, buena persona. Su padre movería “Roma con Santiago” para encontrarla, el ex marido parecía que estaba en paradero desconocido. Azar. Buscó más información de la historia. En la prensa más amarilla de la zona se decía que iba a encontrarse con un amigo y que nunca llegó a su casa, había una foto del joven en cuestión. Y unas fotos de su padre hablando a los medios. No encontró los vídeos de sus declaraciones, pero claro, su hija tenía que aparecer, y lo de las 24 horas era una chorrada de las películas. Qué curioso es el azar, pensó Juan. ¿Pondrían más esfuerzo en localizarla? ¿Menos si era un comisario no querido? Azar.
Ahora ya se podía ir a comer tranquilamente.
Esta parte del "relato corto" (muchas comillas) viene de aquí y en este orden, primero aquí:
www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-7
Después aquí:
www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-11
Luego:
www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-14
***
El lunes la sucursal del banco estaba alborotada, se habían formado dos bandos definidos e irreconciliables sobre la desgracia del hombre en la pasarela. Unos tachaban al Ayuntamiento de no haber construido un puente mucho más fiable y menos estético. Otros destacaban la imprudencia de esa persona en un momento así para hacer una maldita foto.
Juan estaba ensimismado pensando en las labores de limpieza en el cauce. No podía quitarse de la cabeza el poder ver el momento exacto del descubrimiento de su paquete. Le encantaría estar ahí y ver sus caras, pero no podía ser, ya había ido demasiadas veces a la zona, aunque era un área de paso y mucha gente transitaba por ese puente, tanto andando como en coche.
-Juan, ¿tú qué opinas? –le preguntó el otro cajero de ventanilla.
-¿Sobre qué? –respondió Juan intentando ser sociable.
-Coño, que el tío fue un imbécil, como tantos otros que palman haciéndose “selfies” y gilipolleces varias sólo por unos “likes”.
-¿Quién, el de la pasarela?
-Claro, quién va a ser, joder, siempre estás en las nubes... –dijo la subdirectora de la oficina, pasando con unos papeles delante de las ventanillas de atención al público-. Si hubieran hecho una pasarela como Dios manda, esto no habría pasado.
-A veces, las cosas pasan porque sí, sin razón aparente ni motivo –respondió lacónico Juan.
El timbre de petición de apertura de puerta exterior sonó, Juan le dio al botón correspondiente y una clienta entró. Todos guardaron silencio, dejando sus discusiones para otro momento.
Mientras atendía a la señora volvió a mirar las cajas de los clips, ahora ordenados, metálicos por un lado y de colores por otro. Respiró aliviado como si el mundo volviera a tener sentido, con una sonrisa le indicó a la mujer que esa operación la hiciera mejor desde el cajero. Órdenes de Dirección. La señora, que podría tener más de setenta años, lo miró con cara de no entender nada. Juan añadió que debería usar la aplicación del banco en el móvil, que todo era más fácil así. Sin mediar palabra, la señora enseñó su teléfono, un “tontomóvil” de marca irreconocible.
La mañana pasó entre clientes cabreados por algún error bancario, usuarios con peticiones imposibles, y repeticiones de una de las frases mágicas: “Normativa del Banco Central”, esa consigna que era una mezcla de comodín de todo y de nada y motivo de muchos enfados.
Cuando terminó su horario laboral, varios compañeros dijeron de ir a tomar algo en la “otra oficina”, un bar dos portales más allá de la sucursal bancaria. Juan nunca iba con ellos. Demasiado esfuerzo le costaba fingir ser relativamente sociable.
En coche, de vuelta, resistió el acuciante deseo de pasar por el puente y ver cómo iban los trabajos. Si habían comenzado a las ocho de la mañana ya tendrían bastante avanzados los trabajos de limpieza. ¿Incluiría la tala de arbolitos, cañas y maleza?
Cuando llegó a casa, miró la lista culinaria y se dio cuenta de que el fin de semana no había preparado nada. Se estremeció al pensar que hoy tenía planificado albóndigas en salsa, brócoli en ensalada y flan. Nada de eso estaba preparado. Nervioso, se comió un trozo de pan con embutido y un helado que languidecía en el congelador desde meses atrás.
Tras recoger la mesa, fue al canasto de la ropa sucia y rescató la ropa de aquella noche. No recordaba si llevaba camisa azul o la de cuadros verdes y negros. Se esforzaba en hacer memoria pero temía inventarse el recuerdo. Cogió el pantalón tejano que sí llevaba y lo metió en una bolsa de basura, luego las dos camisas. Se quedó mirando la ropa restante del canasto, sopesando si toda estaría “contaminada” con algún posible resto. Sin pensarlo más sacó toda la ropa sucia y la metió en la bolsa. De nuevo sus ojos se quedaron petrificados mirando el propio canasto ahora vacío. Fue a su taller, cogió la maza y machacó la cesta de la ropa hasta dejarla destrozada y casi plana para que cupiera en otra bolsa de basura. Más relajado, sacó las bolsas al jardín para tirarlas en otro momento.
Conectó el portátil y navegó por las noticias en el mismo orden de siempre. Para disimular si ese alguien invisible estuviera controlando sus movimientos en la red, hizo clic en la publicidad de un nuevo restaurante mexicano, en una nueva serie de animación de un canal de pago y en un nuevo modelo de coche híbrido asiático.
En un periódico local, en portada: “Margarita Martínez de 73 años, desaparecida de la Residencia Luz de Luna”. Juan notaba cómo el azar estaba jugando con la realidad de un modo que no sabía interpretar. ¿Esto era bueno para él? ¿Podría complicarle las cosas? ¿Más medios regionales para estas búsquedas? ¿O difuminaría los esfuerzos policiales? Miró con detalle la foto de la mujer con el rótulo de: “DESAPARECIDA” y sus datos para identificarla. Parecía feliz, sonriente y sin mucho maquillaje. “La mujer, que necesita medicación, salió voluntariamente de la residencia. En el momento de su desaparición llevaba chaqueta azul y pantalón negro. Mide 1’68, es de complexión gruesa y tiene el pelo canoso. Se pide la colaboración ciudadana”.
Colaboración ciudadana. Sólo en su localidad de unos 70.000 habitantes había varias residencias de ancianos y en las localidades cercanas otros tantos, no parecía que fuera nada extraño el caso de esta mujer, sólo que ahora prestaba mucha más atención a estas cosas. Se decía fríamente.
Buscó más noticias sobre la limpieza del cauce y no encontró nada, tan sólo una minúscula nota de prensa del comienzo de los trabajos acompañada de una foto donde se veía una pequeña excavadora y varios trabajadores con casco y chalecos reflectantes. Típica foto tomada por un desganado reportero gráfico. Posiblemente mal pagado y mal considerado. Seguro que le habrían insistido en que se vieran claramente los chalecos con el rótulo del Ayuntamiento.
Esa tarde tiró las bolsas con los restos de ropa y canasto en contenedores diferentes y alejados, ya le parecía una costumbre ritualizada desde años atrás, la asumía como algo normal. Fue al vivero a comprar tierra y semillas de césped. No había de la clase que ya tenía en el resto del jardín. Así que compró otra variedad ante la insistencia del vendedor de que su tipo de hierba ya no tenía distribuidor.
Dejó los sacos en el jardín y se dispuso a cocinar todo lo que el fin de semana no había hecho. Puso la radio de la cocina en un canal de noticias. Mientras, preparaba unas albóndigas y hacía un sofrito de tomate y cebolla, caramelizaba más cebolla en otra sartén para otro plato.
La locutora de ese informativo anunciaba que el Ayuntamiento había habilitado una página web para que la población pudiera registrar posibles incidencias relacionadas con la limpieza viaria del municipio. De esta manera se establecía una nueva vía de comunicación directa entre el Consistorio y los vecinos y vecinas. Juan se giró hacia la radio y se le escapó un sonoro: “¡Venga ya!” O el azar estaba haciendo muchas horas extras o el mundo se había confabulado contra él. A cuento de qué venían ahora con esa web, las calles estaban limpias, aparte de algunos muebles viejos abandonados cerca de los contenedores, la ciudad no necesitaba de esos “policías de la basura”. Casi se dió un corte en el dedo mientras picaba cebolla. La cortinilla musical dio paso a un anuncio de “Detergente Mariángeles, limpieza total de las manchas más difíciles.” Ahora Juan sí que se dió un corte en el dedo. La paranoia estaba llegando a límites absurdos. Fue al baño y se lavó con jabón el corte y se puso una tirita. Se fijó en la marca del jabón de manos: “Viuda de la Maza”. Incrédulo, volvió a mirar de nuevo el rótulo horadado en la pastilla: “Viuda de Itaza”.
Al volver a la cocina se le habían pasado las albóndigas de fritura y humeaban al fuego. En la radio entrevistaban al amigo de la desaparecida Ana Ferrer. Apagó el fuego y se sentó en el taburete a escuchar con atención.
-Estamos con Juan José González, amigo de la mujer desaparecida Ana Ferrer. Hola, Juan José.
-Hola.
-¿Cómo estás viviendo estos días lo sucedido con Ana?
-Pues muy preocupado, la verdad, ya he hablado con la Policía y les he contado todo lo que sé.
-¿Qué puedes contarnos, ya que suponemos que hay informaciones que no puedes divulgar?
-Habíamos quedado en casa para organizar unas vacaciones en Suecia... planificar hoteles, vuelos, comidas, esas cosas... Íbamos a ir a Malmö también porque ella es muy fan de la serie “Bron/Broen” y quería... –se le quiebra la voz.
-Tranquilo, Juan José.
-Pues eso, que nunca llegó a casa, vivo al final de la calle Águila Martínez...
Juan se quedó helado al oír el nombre de la calle. Su calle. Imposible. De todo punto imposible. Por eso la mujer iba caminando calle abajo cuando pasó delante de su puerta.
-...Nunca llegó, me llamó sobre las diez de la noche más o menos diciendo que venía ya para acá. Y luego, nada.
-¿Qué le ha dicho la Policía?
-Poca cosa, son muy reservados. Les dije que estaba solo en ese momento, que si buscaban que yo tuviera una coartada o algo así, que no tenía, estaba solo en casa esperándola. Pero que jamás, nunca, jamás le haría daño a Ana. Jamás.
Juan seguía en estado de conmoción. Un sudor frío le recorría la nuca. Hasta que la mente fría se impuso. Debía dar un paseo.
Dos horas de paseo hasta la cena, ni siquiera había mirado qué tenía planeado en la lista. Tenía claro que no pasaría por el cauce, reunió todas sus energía mentales para evitar pasar por allí. Fue calle abajo, buscando de algún modo difuso dónde podría vivir el amigo de la mujer. Había casas con jardines más elegantes, con rosales y buganvillas, otros más modestos con macetas de crasas, otros con el suelo enlosado para usarlos de garaje de coche pequeño. No podía deducir de ninguna manera quién podría vivir en cada casa. Estaba llegando al último número de la calle cuando se fijó que uno de los cordones de las zapatillas se había desanudado. Se agachó para atarlos cuando una idea le golpeó de repente, algo que iba rebotando en su cabeza de un lado para otro, resonando entre recuerdos difusos. Las zapatillas. Eran las mismas que había usado aquella noche. No podía correr el riesgo de que pudieran tener algún resto microscópico. Se dio la vuelta y volvió a casa.
Abrió el zapatero y buscó otras zapatillas de deporte, unas viejas que apenas usaba. Se quitó las que llevaba puestas y las metió en una bolsa. ¿Debía lavarlas antes? Las sacó y las puso en el bidé, después echó un buen chorreón de lejía y las cubrió con agua caliente. La semana que viene tendría que comprar zapatillas nuevas. Odiaba la zapatería que había a un paseo de su casa, estaba regentada por el típico vendedor que a cualquier pregunta te respondía con otra pregunta o con alguna corrección técnica que no venía a cuento.
Reflexionó sobre el hecho de que si a estas alturas aun seguía viendo huecos en su plan, algo no estaba haciendo bien, las docenas de pequeños detalles que estaba pasando por alto le ponían nervioso y aumentaban la paranoia, una obsesión que siempre había sido un arma para él y que ahora parecía estar fuera de control. Debía volver a recomponer su sistema, sus mecanismos, su perfecta relojería mental.
Miró la hora y se dispuso a cenar. Azar. No tenía nada preparado de la lista de comidas. Con lenta parsimonia cogió el cuadrante semanal, pegado con imanes a la nevera, y lo rompió en pedazos muy pequeños, tirándolos a la basura. Azar. Miró la nevera. Huevo cocido y un poco de atún en lata, con mayonesa de curry. Fruta. La que había en el frutero, manzanas.
Tras cenar, se acercó al jardín, encendió la luz del patio y comenzó a arrojar tierra en el hueco que había dejado, haciendo una cama que permitiera echar las semillas del césped nuevo. Eran las once de la noche cuando terminó de dejar listo el jardín. Oyó ladrar al mini perro de la señora colorida. Abrió el portón y allí estaba, en la otra acera, dejándole hacer sus cosas en la valla del solar de enfrente. Pantalón ajustado a sus anchas caderas de color naranja y amarillo, camisa suelta de color verde y dorado y pulseras varias de color arcoíris. Ella se giró, lo miró y siguió su camino tironeando del chucho.
Eran las doce cuando entró en la ducha. Durante años estuvo tentado de quitar los espejos del cuarto de baño, de toda la casa. Evitando mirar las cicatrices de los pechos, en el pecho izquierdo en la parte inferior del pezón y en el derecho en la zona superior. Tuvieron que operarle de adolescente para volver a colocar esa parte del cuerpo, tenía una deformidad al nacer que hacía que uno estuviera arrugado y fuera de simetría y el otro pezón mucho más alto de lo normal. No era estética, podría afectar a la columna vertebral, decían, y de ahí la operación. Con los años, aceptó verse en el espejo.
Se puso el pijama y sonó el teléfono fijo. Desde el dormitorio, descolgó el auricular. Sabiendo que sería su padre.
-Hola –dijo en tono neutro, casi gélido.
-Tu madre ha entrado en coma...
-Vale.
-Los médicos no saben qué puede pasar, ni si saldrá del coma o no y los daños... y... –con la voz temblorosa.
-Vale.
-Juan, es tu madre.
-Lo sé.
-Bueno, voy a ver si ceno algo, me quedo aquí de guardia...
-Vale.
Juan colgó y se dispuso a dormir. Esa noche durmió de un tirón y sin recordar pesadillas, las tuviera o no. Lo que no se recuerda, no existe.
La mañana clara y soleada se colaba por la ventana de su dormitorio. El lento cambio de estaciones le generaba desconcierto, aunque últimamente el orden que se había impuesto se estaba resquebrajando hacia un mundo desconocido para él. Sabía improvisar pero dentro de un orden, el suyo. Aceptaba el azar como una coordenada más, aunque improvisar sin organización previa le parecía demasiado primitivo.
Para el desayuno miró lo que tenía en los armarios de cocina y en el frigorífico. Pan tostado con mantequilla y un café. Era temprano, así que fue directamente a leer las noticias. Ansia y curiosidad mezcladas daban una combinación extraña en Juan, una sensación nueva para él.
Nada en portada que a él le sirviera para algo. “Marta Bejarano, concejal, encara el miércoles nueva cita con la jueza Rosa Peinadora tras su decisión de que el caso acabe en un tribunal con jurado.” Para Juan esto era como ver el fútbol, ni le interesaba, ni entendía cómo le podía interesar a nadie. Para su socialización debía conocer las rivalidades futbolísticas locales, nacionales e internacionales, y así poder contestar a las preguntas sobre el último partido o a las decisiones de los entrenadores. Aburrido. Siguió mirando la prensa, leyendo en diagonal. Nuevas noticias sobre el calentamiento global, un robo en una gasolinera a punta de pistola, un artículo sobre los microplásticos y el horóscopo, que últimamente parecía volver a estar de moda. “¿Desde cuándo?” Se preguntaba sin saber la respuesta. Hizo clic en su signo: “Hoy tendrás el corazón a flor de piel. Dedicarás esfuerzos a resolver problemas en diferentes áreas. El peligro es que te quedes atrapado en el aspecto mental de las cosas. El aspecto en juego de hoy te recuerda la importancia de tus emociones.” Basura aleatoria que tampoco entendía cómo podía motivar a nadie, lo mismo que el deporte televisado o visto en el campo. Absurdo. Emociones ajenas.
El día de trabajo pasó a toda velocidad, y cuando se quiso dar cuenta ya estaba en el coche de vuelta a casa, uno de esos días donde el tiempo no significa nada y sólo había un instante de conciencia a la entrada del banco y otro a la salida. Ese día no puso la radio y se pasó el camino tarareando una canción infantil: “¿Quién le tiene miedo al lobo, miedo al lobo, miedo al lobo. ¿Quién le tiene miedo al lobo? Que lobo será... Que looobooo seeeraaaá... Nana-na-na, na, na, na, naaa, na...” Tarareaba pensando en lobos temerosos y humanos mata lobos. Al llegar a casa, vio que no tenía aparcamiento cerca, así que dió una vuelta y terminó aparcando al final de su calle. Una reportera con un micrófono entrevistaba a un hombre en la treintena en la puerta de una casa, suponía que su casa. ¿Podría ser el amigo de la mujer? Podría. ¿Podrían estar los periodistas buscando carne fresca en otros vecinos? Carne fresca, qué gracioso, pensó. Suspiró y se bajó del coche, sin mirar la escena.
Ya en casa, fue directamente al portátil. Se había dejado el cable conectado al router. Imposible. ¿Habría muerto ya su madre? ¿Seguiría en coma? Sólo le quedaban dos manzanas en el frutero y ya no tenía lista semanal de comidas. Debía comprar zapatillas nuevas. Por puro enfado consigo mismo, desconectó el cable y no miró las noticias.
En la cocina preparó huevos fritos, arroz hervido y una ensalada con remolacha y cebolla. De postre, manzana. Debía ir a la verdulería, pero al mercado sólo se iba los sábados. Quizás podría ir al supermercado que había a diez minutos andando desde casa. Un lugar pestilente de una cadena provincial a precios imbatibles y calidades insoportables. El “nuevo” Juan podría intentar ir a comprar allí.
Había cometido el crimen perfecto. O eso creía Juan Gómez. No había ninguna relación entre la víctima y él, había tirado el cadáver envuelto en plásticos resistentes y fuertemente cerrado con cinta americana en el cauce de un río seco lleno de maleza y árboles por donde absolutamente nadie pasaba ya que estaba impracticable. Lo había hecho a las cuatro de la mañana. Ni un alma a esas horas por allí. Sacó el cadáver envuelto y lo arrojó desde una altura de unos veinte metros cayendo entre la maleza y quedando totalmente oculto. Después se fue a la discoteca que había a las afueras en el polígono Malpisa, donde se tomó un par de refrescos y bailó descamisado en el centro de una de las pistas, llamando la atención como era su propósito. En la barra quiso invitar a una mujer a su casa para terminar la fiesta, ya que habían bailado juntos, como la mujer contestó que otro día, se despidieron y a las siete de la mañana salió hacia su casa, justo le pilló el control donde calculaba que estaría. Le pidieron la documentación y sopló dando un esperado cero en alcohol. Volvió a casa y se acostó.
A eso de la una del mediodía le despertó un impresionante trueno, acompañado de tremendos rayos, se asomó a la ventana medio dormido y vio cómo una tromba de agua comenzaba a caer. Se acercó a la cocina y preparó un café bien cargado. No le gustaba tener que despertarse a esas horas, pero la urgencia de anoche le había obligado a actuar así. Tras el primer sorbo se asomó a la venta y vio el río de agua que corría calle abajo. Se quedó paralizado, su mente estaba sopesando, calculando posibilidades. El cauce. El cuerpo. El torrente de agua. El móvil de la chica en el paquete. Apagado. El final del cauce. Las ramas obstaculizando o no. Cuánto llovería y cuándo pararía de llover. Qué pistas podría haber en el cuerpo. Ninguna. Si el agua llevaría el cadáver hasta el mar. Agujeros en el plástico para que entrarán alimañas. Todo controlado. Aun así seguía estático mirando la ventana con la taza de café en la mano viendo cómo una inmensa tromba de agua caía sobre las calles. Miró la taza con el serigrafiado del as de pica en un lateral. Seguía lloviendo, conectó la tableta y escuchó noticias de la zona sobre la alarma de lluvias, una alerta naranja. Naranja era la lencería que llevaba esa chica. Pero todas tienen sangre roja.
Esperó a que la lluvia dejara de caer con esa furiosa intensidad que a veces la naturaleza declara con firma y rúbrica. Mientras veía caer la cortina de agua en la ventana de la cocina, vio que el plan de comida de hoy era arroz hervido, huevos fritos y pisto, todo mezclado a modo de plato combinado. En alguna parte de su cerebro seguía pensando que el crimen perfecto de anoche, podría tener algún detalle incriminatorio. Se había llevado la tarjeta sim del móvil y la había tirado en un contenedor al azar, pero esos aparatos modernos a los que no se les podía quitar la batería igual le complicaban el asunto, incluso estando apagados. Y luego estaba esa lluvia intensa e inesperada. Tomó nota de mirar esos detalles, porque se enteró después de que llevaban tres días anunciando alerta naranja por tormentas y lluvias. Juan pasó en su momento de encajar esa pieza en el puzle. ¿Error? Con una media sonrisa en la cara, pensó que quizás fue un acierto.
Juan tenía muy claro que esto no era un juego de poder, de víctimas y entes poderosos, como vendían muchos libros sobre asesinos en serie, oh, el poder sobre sus víctimas, menuda estupidez, esto iba de cazadores y cazados, de policías y ladrones, de leones y gacelas. Si no existieran los que le pretendían pillar, nada de esto tendría sentido. Sería el despiece de un animal en una carnicería y además no te lo podías comer. Absurdo. Y además sabía que muchos, muchísimos casos de desapariciones, o crímenes quedaban en el limbo de la justicia, en el limbo de todo los que las películas quieren vender. Siempre se pilla al culpable. Claro.
La tormenta parecía que llegaba a su fin, no sabía cuántos litros habrían caído, pero pensaba que muchos más de lo que serían razonables para una alerta naranja. Sobre todo viendo cómo los contenedores de basura de su calle flotaban sin control, golpeando aquí y allí a coches, farolas y bordillos anegados. Volvió a pensar en el cauce del río donde ahora debía correr bastante agua. Posiblemente las cañas hubieran hecho de parapeto dejando su paquete bien escondido. Luego daría una vuelta por allí.
Recogió los platos de la comida y los colocó ordenadamente en el lavavajillas y, por alguna razón, recordó el libro del asesino en serie británico: Dennis Nilsen. Un idiota que guardaba los cadáveres en su patio y bajo las tablas de su casa y algunos los tiraba por el retrete, un auténtico imbécil. Pero que además tardaron quince asesinatos en descubrir sus crímenes y porque la tuberías de la zona olían mal. Un auténtico genio. Recordaba casi palabra por palabra las declaraciones del jefe de Policía de la zona: “Si no lo hubiéramos arrestado ahora, no habría dejado de asesinar a jóvenes.”
Se asomó a la ventana y el agua de la calle había remitido bastante, sólo quedaba una lámina de agua de unos cinco o siete centímetros, los desagües de la calle seguían engullendo litros y litros de agua, el cielo estaba limpio y el sol quería salir por la torre del campanario. Se puso el impermeable y las botas de agua y miró su móvil sobre la mesa, comprobó que no tenía ningún mensaje ni llamadas y volvió a dejarlo en la mesa. Jamás salía con su móvil a la calle. Jamás.
Cuando llegó a uno de los puentes que atravesaba parte de la riera que unía esa parte con el cauce del río, vio que las cañas y muchos arbustos habían aguantado el embate del agua, lo malo es que se había formado un pequeño dique con barro y objetos arrastrados por la corriente, sillas destrozadas, dos bicicletas viejas, medio frigorífico oxidado, palos y barro, mucho barro. Otros curiosos rondaban por allí, haciendo fotos o contemplando la fuerza de la naturaleza en forma de lluvia torrencial de las pasadas horas. Incluso había dos “abuelos de obras” apoyados en la barandilla, señalando aquí y allí haciendo supuestamente sesudos comentarios de ingeniería, arquitectura, meteorología... mezclados con pullas sobre política local, nacional y planetaria.
Aunque su paquete seguiría seguro entre las cañas, la maleza y el barro, en algún momento vendrían a limpiar ese murete de barro y acumulados. Aunque, conociendo a su ayuntamiento, tardarían semanas o meses en acudir a limpiar esa zona y lo harían con pocas ganas. Con toda probabilidad, su paquete seguiría seguro. Ahora tocaba esperar a conocer la lista de personas desaparecidas por la riada. Si es que las había, al menos una seguro que estaba desaparecida, y sobre todo, muerta.
En una población de 70.000 habitantes suponía que quizás pudiera haber un par de desaparecidos más, seguro que alguno habría; siempre que llueve a mares en la zona alguien habría intentado pasar por debajo del puente de la vía sin recordar que ahí suelen quedar atrapados los coches por el inmenso socavón que hay y que queda oculto con el agua. Todos los años tenían que sacar de allí a algún listo con su flamante supercoche que se quedaba con el agua hasta la ventanilla. Tres años atrás, ahí mismo, una persona fue arrastrada hasta chocar contra uno de los pilares quedando el coche boca abajo. El cinturón lo dejó atrapado y murió ahogado.
Volvió a casa tras pasar por la verdulería y pasando por el bazar que había al lado, compró un rollo de cinta americana, otro de carrocero y unos recios guantes de jardinería. Los otros, los que usó anoche, los tiró en un contenedor en la otra punta de la localidad. Los basureros ya se encargarían de hacer desaparecer las posibles pruebas que hubiera dejado en esos guantes. Sonrió para sus adentros pensando en los policías que tuvieran que investigar este caso de la muerta envuelta en plásticos. Camino a casa siguió pensando en qué pruebas podría haber en esos guantes. Como si hubiera un registro nacional de muestras de ADN o incluso de huellas dactilares, se guardaban registros de huellas sólo de las personas fichadas previamente y Juan no estaba fichado. ¿Restos de la víctima? Vale, buena suerte con eso. "Y sobre todo, vete mirando contenedor por contenedor, papelera por papelera, de una ciudad de este tamaño".
Hoy en su plan de comidas había arroz con pollo para el mediodía y una tortilla de setas para la noche.
Lo más fácil hubiese sido dar las llaves a los de la mudanza y esperar en Barcelona a que llegasen los muebles que había decidido quedarse. Lo más fácil hubiese sido limitarse a trasladar lo que valía la pena y dejar que la empresa de limpiezas decidiera qué hacer con el resto.
Todo es más fácil que la sensatez.
Al final, aunque sabía que no podía llevarse consigo los recuerdos de la tía Laura, ni su ropa almidonada, ni sus libros, no quería desprenderse de ellos sin un vistazo siquiera. Los pisos de hoy en día tienen que ser pequeños, pero su estrechez no ha de trasladarse obligatoriamente a los recuerdos que pueden acumularse en la gente que los habita. Precisamente por pequeños, los pisos actuales inducen a tener buena memoria, porque no es posible ya atesorar aquellos cachivaches que antes se arrumbaban en desvanes y rincones, imposibles de interpretar para quien no conociera exactamente su procedencia, o la razón sentimental por la que en su día no fueron directamente a parar a la basura.
No podía llevarse los papeles, ni las lámparas, ni siquiera más de una docena de aquellos tapetes de ganchillo a los que la tía Laura había dedicado los últimos años de su vida. Pero podía, sentía que era su deber, intentar comprender a aquella mujer hosca y malcarada que le había resuelto la hipoteca.
Las dos o tres veces que trató de entablar conversación con ella recibió sólo frases cortantes y respuestas vagas. No lo intentó más y eso era culpa suya: nadie que se aprecie entrega su vida al primero que pasa. La tía Laura no se había abierto nunca a nadie: ni los más allegados conocían su más detalles de su vida que los que conocía todo el barrio. Solterona empedernida, devota sin misticismo, poco visitadora y menos amiga aún de ser visitada, rápida en la susceptibilidad e implacable con las pequeñas travesuras de los niños. Sin embargo, a pesar de su conocida tacañería, o precisamente por ella, sus sobrinos le debían ahora la resolución de unos cuantos problemas económicos. El testamento era escueto: “Ahí os queda todo. Haced lo que queráis con ello. No mando que me digáis misas, ni espero que me pongáis flores. Haced lo que os dé la gana.”
Una última voluntad redactada en esos términos inducía a un hombre como él a preguntarse si no hubiese valido la pena sentarse alguna vez más frente a ella y buscar algún pretexto para entablar ina conversación que fuese más allá del tiempo, la salud y las pequeñas reparaciones de la casa. La tía Laura no daba facilidades, cierto, pero hubiese sido su deber intentarlo. Un psicólogo es también psicólogo para eso.
A causa de aquel pequeño remordimiento había ido a la vieja casa familiar en lugar de esperar tranquilamente en Barcelona, como ya está dicho. Y por esa comezón dedicó la tarde a hurgar entre los papeles y las cosas de la tía Laura tratando de saber algo más de ella, intentando adivinar qué pasaba por su mente cuando sus ojos grises miraban sin ver la aguja. Estaba convencido de que el carácter hosco de latía provenía con toda seguridad de algún tipo de desengaño, de algún resentimiento oculto. Su rostro siempre contraído parecía más que otra cosa una cicatriz moral, porque así son las cicatrices, que cobran diversas formas: en quien las asume se llaman experiencia; en quien no, sólo rencor y misantropía.
Como si se dispusiera a abrir un codicilo de la última voluntad, desató las cintas que rodeaban la carpeta donde la tía Laura guardaba la correspondencia y fue echando un vistazo a la cartas de todas las épocas que allí se amontonaban.
Al caer la noche, aún no había terminado, pero había llegado ya al convencimiento de que aquellas cartas no eran más que pequeñas crónicas chismosas, intercambios de maledicencias, invitaciones y buenos deseos: escombros de fingimientos sociales, sobre todo.
En toda la carpeta no había nada personal. Ni una mínima coquetería, ni rastro de un beso traicionado en aquellas letras. Ni tampoco en las fotografías. Sólo parientes y alguna amiga. Nada más.
La tía Laura parecía no haber tenido más vida que la pública, más ocupación que sus clases de piano ni más entretenimiento que el café con pastas, la partida de cartas con otras solteronas como ella, y centenares de variaciones, permutaciones, combinaciones de todos los diseños posibles de tapetes de ganchillo.
Dispuesto ya a marcharse y apagar por última vez la luz de aquella casa, decidió elegir media docena de libros para que no todos pasaran a los estantes de la librerías de saldo.
Cogió una vieja edición de la Iliada, otra de los Viajes de Gulliver, Madame Bovary, Rojo y Negro y la Regenta. En este último libro, un tomo importante encuadernado en piel, notó que algo abultaba, y lo abrió.
Era una rosa, una rosa blanca absolutamente seca, prensada hacía décadas. Era la primera nota de ternura que encontraba en aquella casa rancia y polvorienta. Con manos torpes trató de cogerla y se le cayó al suelo, deshaciendose completamente.
Cuando recogió los fragmentos para devolverlos al libro, comprobó que los pétalos de la rosa estaban atravesados por largas marcas, como si alguien hubiera clavado las uñas a la rosa antes de dejarla en el libro.
Esas pequeñas cicatrices en un flor olvidada le hicieron comprender que al fin y al cabo sí hubo una historia oculta. No había ya manera de saber la causa por la que la tía Laura había clavado su uñas en aquella carne blanca, pero el espectro de la rosa había vuelto de otro tiempo a contar su dolor.
Tarde y cuando no servía ya de nada, salvo para un exorcismo en la papelera.
Del libro "Veinte cuentos que no mienten". Feindesland. 2012
El humo se adensa en negras volutas que vuelan hasta sumarse al tizón del cielo, un cielo plano, estremecido de hogueras, de brillos dolientes, rugidos de motores y explosiones que no cesan. Los bomberos acuden a las llamas a toda prisa, no tanto por temor a que se extiendan los incendios como por aprovechar el lapso de paz que abandonan, como una limosna, las distintas oleadas enemigas. Los que aún pueden se suman a los bomberos; lo que no, lloran y miran, o miran ya sin llorar, espantados por la destrucción, por el diario derrumbarse de un imperio marítimo unido a sus colonias por cargueros y mercantes que sin remedio y a toda prisa van siendo devorados por los feroces submarinos germanos.
Cualquiera que sea el final de la guerra nadie podrá ya reflotar esos naufragios y el imperio se perderá sin remedio; morirá ennegrecido como las viejas mansiones, como los altos tejados, como la fronda de chimeneas que se estrella contra el suelo cada nuevo bombardeo.
Londres trabaja, se afana, aprieta los dientes y se defiende, porque ni entienden sus habitantes de resignaciones ni el enemigo se conformaría con menos. Los alemanes no quieren que Inglaterra abandone su resistencia: la quieren dura, feroz, sajones contra sajones, piedra de su misma piedra. Quieren que resista, que resista hasta el extremo y después, al fin, se entregue. Así sucede al amor cuando no media desprecio.
Pero esta vez el reposo es corto y vuelven ya las sirenas a estremecer el cielo con sus bramidos. Las de Ulises prometían deleites, estas sólo fuego y muerte, pero de igual modo se arrogan el privilegio de conducir voluntades y no vale ya atarse a un mástil para no escucharlas. Sólo queda dejar cualquier ocupación y correr, correr hacia el refugio o hacia el puesto de combate.
Las primeras escuadrillas de cazas cruzan enseguida el cielo en busca de sus oponentes británicos. Intentarán eliminar toda resistencia aérea antes de que lleguen los bombarderos, aparatos lentos y pesados, impedidos por el peso de sus vientres. Los ágiles Spitfire salen al encuentro de los Meschersmidt y traban batalla, apoyados por su artillería antiaérea, cañones miopes que tratan, unas veces con más éxito y otras con menos, de disparar solamente al enemigo.
En los subterráneos, los oídos permanecen atentos al fragoroso lenguaje de la lucha. Si los cazas alemanes son rechazados, difícilmente podrán los bombarderos consumar su labor destructiva.
El refugio de Picadilly es una antigua bodega donde se guardaban los vinos traídos de España, Jerez y Rioja sobre todo, el Burdeos francés y el oloroso Madeira. Al inicio de la guerra desalojaron las cavas, pero aún así el primer bombardeo se convirtió en una francachela de proporciones vergonzosas y el gobierno dio orden de desmontar y sacar también las últimas cubas.
Allí, bajo las marcas que señalaban las añadas y las procedencias de los vinos, se cobija ahora un centenar de esas personas que gustan de llamarse a sí mismas lo mejor de la sociedad, de las que cifran su mucha importancia en invitarse mutua y solidariamente a reuniones pretendidamente exclusivistas. En el grupo hay dos compositores, un escritor de folletones, un pintor afrancesado, cinco industriales, dos banqueros y hasta un lord echando pestes contra la incapacidad del Gobierno para llegar a un acuerdo con el condenado austriaco que gobierna Alemania. Entre los presentes se encuentra también Thomas Fletcher, conocido joyero especializado en grandes diamantes, que ha realizado no pocos trabajos para la corona. Su padre, Henry Fletcher, llegó incluso a obtener el título de Sir como agradecimiento a un servicio especialmente complicado, lo que prestó a la familia un cierto toque de distinción, muy conveniente para la buena marcha del negocio.
A medida que pasan los minutos va quedando patente que los cazas alemanes han ganado esta vez la batalla: el fuego antiaéreo, lejos de menguar, se hace más frecuente y apretado, señal de que los artilleros no deben ya contenerse por temor a que se les mencione como “fuego amigo” en algún parte de bajas.
Y sin hacerse esperar ni un instante empiezan a caer las bombas, con su estruendo de muerte y su temblor de agonía. Los edificios próximos al refugio se desploman como gigantes alcanzados por un tirador invisible. Caen con ellos los esfuerzos de toda una vida, los hogares de los atemorizados ciudadanos que se apiñan en el refugio, las obras de arte que les ha legado el espléndido pasado de su patria, sus refinados pintores, sus esclarecidos arquitectos, sus muy afamados y encarecidos piratas y bucaneros, sus audaces arqueólogos saqueadores de remotas tierras coloniales y sus gallardos bandoleros de peluca empolvada.
Una bomba estalla en las inmediaciones del refugio y un par de gruesos cascotes caen del techo, acrecentando los gritos de las mujeres y el llanto de los niños, a los que no hay ya modo de hacer callar a falta de alguien con ánimo suficiente para transmitirles tranquilidad. Centenares de ojos desconfiados se alzan hacia el techo calculando si resistirá un impacto directo o están en un lugar al que se le da el nombre de refugio por evitar palabras de peor gusto como sepulcro o panteón.
El sudor empapa los rostros, como un chubasco de miedo. La angustia se apodera al trote hasta de los más valientes, de los que han pasado anteriormente por experiencias bélicas en la Gran Guerra, o en las colonias. Un brigadier, en voz alta, califica de infamia la idea de llevarse las últimas cubas y varias voces de ambos sexos le dan la razón. Con una copita, el susto sería menos.
El ambiente se tensa. Los dos músicos se miran, perdonándose todas las descalificaciones mutuas, las rencillas, las envidias, los pequeños manejos con que cada cual ha buscado colocarse un escaño por encima de su colega; el escritor toma notas, nadie sabe si para un próximo relato o para su propio e improvisado testamento. Los industriales hacen corros, cada cual con su familia, todos juntos en un lado, formando manada aparte. El pintor, sentado en el suelo, parece haberse quedado extasiado en la contemplación del agujero que dejaron los cascotes caídos; no sabemos si lo pintará tal cual o lo convertirá en una alegoría de formas y colores, pero algo hará con él, a buen seguro, si sale de esta.
También Fletcher está angustiado, terriblemente preso en la ansiedad de su situación. Pero sus causas son muy distintas, mucho más prosaicas, infinitamente más vanales en apariencia. Sólo en apariencia. No teme a las bombas menos que el resto, pero otra idea fija su mente impidiéndole pensar en nada más: se está cagando. Apacible, mansamente.
Eso puede ser el final de su carrera, su ruina profesional, su descrédito definitivo. Eso puede ser la vergüenza de su linaje, la perpetua anécdota de su escarnio, la causa de su expulsión de todos los clubes, la razón de que hasta los limpiabotas le retiren la palabra. Eso puede ser un desastre sin precedentes, la implosión de la galaxia, el desplome de la bóveda celeste con cien gaiteros tocando Amazing Grace y Land of my Father .
El pobre Fletcher se tantea todos los bolsillos buscando desesperadamente una pistola con que pegarse un tiro, pero tiene que conformarse con sacar el pañuelo y secarse las copiosas gotas de sudor que le salpican la frente.
Como medida complementaria, maldice a los alemanes en tres idiomas serios y dos dialectos regionales, pero los pilotos germanos no parecen darse por aludidos y continúan arrojando su destructiva carga sobre la ciudad con metódica, cuadrangular, estabulada precisión.
Otra bomba vuelve a caer cerca, aún más que la anterior, y el techo saluda de nuevo a los refugiados con algunos trozos de cemento y una fina lluvia de polvo.
Nuevos llantos, nuevos gritos.
Otro apretón.
Un anciano trata, en vano, de consolar a su nuera, presa de un acceso de histeria, que patalea como una loca gritando en un idioma desconocido para todos. Un famoso médico, allí presente, tras comprobar que la mujer no reacciona al estímulo del bofetón, diagnostica sobre la marcha un ataque de epilepsia y se apresura a quitarse el cinturón para colocarlo entre los dientes de la mujer y evitar que se muerda la lengua.
Se desabrocha el cinturón, sí. Nada menos.
Fletcher cree desfallecer ante la contemplación de aquel gesto, tan ansiado y tan lejano, y tiene que mirar a otra parte para evitar la emulación. La mujer sigue debatiéndose en obscenas contorsiones, observada ahora por todos los presentes, hasta que una bomba singularmente atinada los deja a todos a oscuras.
El griterío se hace enloquecedor. A Fletcher le ha sentado tan mal el susto que a punto está de entregarse a su destino, pero le ha salvado el desgarrador chillido de una muchacha a la que acababa de caerle un cascote sobre la cabeza. El sólido pedazo de techo ha ido al final a parar sobre el pie del propio Fletcher, pero está tan preocupado con su otro problema, con el verdadero problema, que ni siquiera ha sentido el impacto.
Si la oscuridad se prolonga unos minutos se habrá salvado. Trata de escapar discretamente del abrazo de la muchedumbre y se lanza a buscar una buena esquina, convenientemente anónima. No sin esfuerzo logra alcanzar una de las paredes y la sigue a tientas. Ha conseguido establecer una distancia del amenos tres o cuatro metros entre su remanso de paz y la primera persona, pero cuando se dispone a aliviar su angustia, algún heroico, valiente, desinteresado voluntario del exterior, consigue restablecer el suministro.
Fletcher ahoga una barroca maldición y regresa al grupo afectando extravío: es mejor no levantar sospechas.
El bombardeo sigue con toda su terrible virulencia, triturando la ciudad en su explosivo almirez. El ambiente en el refugio se hace más espeso por momentos. Caen nuevos cascotes del techo y uno de ellos impacta de lleno en una mujer de mediana edad. El niño que la acompañaba, al ver a su madre en el suelo, rompe a llorar y se abraza a una pierna de Fletcher que, movido por la ternura, se agacha para cogerlo en brazos.
Y entonces sucede el desastre, y sigue su curso de forma incontenible, como una avalancha después de haber conseguido arrollar los muros que la contenían.
El pobre joyero enrojece y palidece alternativamente, sin apenas intervalos, como un semáforo de carne.
El olor no tarda en delatar lo sucedido y un par de sabuesos malnacidos empiezan a olfatear el aire en busca de una pista. Un niño, un maldito niño, es el que al final pronuncia las palabras fatídicas:
—Este señor se ha cagado, mama.
Fletcher desea con toda su alma resucitar a Herodes, o ejercer él mismo de rey infanticida, pero pronto se da cuenta, a la fuerza, de que acaba de formarse una coalición en contra suya.
—La madre que lo parió —gruñe una voz.
—¡Será cerdo! —ruge un veterano de Bengala.
—¡Qué asco!—exclama muy ofendida la duquesa de Southford.
Los alemanes tienen mala leche hasta cuando se retiran: han aprovechado este crítico momento para marcharse, dejando a Fletcher escuchar toda la retahíla de insultos, sin lanzar ni una bomba más que amortiguara el escarnio.
—Dejen que les explique —intenta defenderse.
Pero es peor.
—No hay nada que explicar, ¡marrano! —dice alguien, y otras muchas voces corean a la primera con apelativos similares.
Aparte de los gritos y los insultos, el silencio es ensordecedor.
—Vámonos de aquí—. Dice el veterano de la India. —No quiero estar ni un minuto más con semejante desperdicio humano.
Y todo el grupo, unas noventa personas en total, abandona el refugio a nariz alzada, sintiéndose más unidos por el incidente de lo que lo habían estado por el bombardeo. Sólo Fletcher no se mueve de la antigua bodega, buscando, sin encontrarla, una viga para ahorcarse.
II
En esos mismos momentos, Gunther Hoffmann, a bordo de su Dornier, maldice cielo y tierra por haber tenido que despegar el último de Caen a causa de un fallo mecánico. Si lo pillan los Spitfire, yendo como va a bordo de una ballena voladora, puede darse por ventilado. Piensa si no será mejor lanzar sus bombas sobre las afueras y largarse a toda velocidad, pero su sentido del deber puede más que todas las precauciones y llega, mirando constantemente a su alrededor, hasta el objetivo señalado.
—¡Tirad la carga echando leches y vámonos de aquí! —grita a la tripulación de su aparato, no mucho más contenta que él.
Fletcher se salvó. No así treinta y cuatro de los otros, que salieron antes de que sonaran las sirenas avisando el final de la alarma aérea.
Los supervivientes, por supuesto, le echaron la culpa a Fletcher.
Fletcher culpó a la impaciencia del grupo por salir del refugio.
La RAF culpó al jefe de la escuadrilla que regresó demasiado pronto sin vigilar si llegaba algún bombardero rezagado.
La prensa culpó a Churchill.
A Churchill se le ocurrió decir que era culpa de los alemanes y por poco lo linchan.
A consecuencia de este incidente se ordenó poner retretes en los refugios.
Feinddesland. 2015. Veinte cuentos que no mienten.
Esta parte del "relato corto" viene de aquí y en este orden: www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-7 y después aquí: www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-11 ) No sé si hay una comunidad de textos largos, pero cuando se termine se podría colocar (tras una revisión profunda) allí. O no.
A la vuelta de la compra decidió desviarse un poco y pasar por el puente, sentía mucha curiosidad por ver cómo evolucionaba la cosa. A esa hora no había mucha gente, el tráfico habitual de coches de los sábados, esos días que para a ir a comprar el pan dos calles más allá se usaba el coche y la ciudad se atascaba como si fuera un lunes a las siete de la mañana. Como el día estaba agradable había personas paseando, se detuvo un momento dejando el carro de la compra cerca del muro bajo del puente y miró disimuladamente al campanario, a derecha, a izquierda y luego se asomó a la zona de cañas, árboles y a la pequeña presa de barro y objetos acumulados que seguía sin limpiar. Su paquete seguiría totalmente invisible. Aunque le parecía que las plantas estaban movidas, dobladas y algún matorral ya no estaba.No podía estar seguro, claro. Posiblemente la riada debió zarandear esa zona. Vio un par de perros sin collar recorrer el cauce sin aparente rumbo.
Se dirigió a casa satisfecho. Tras ordenar la compra, volvió a saltarse su regla sagrada y miró la prensa buscando noticias sobre el caso, navegando remolonamente por otras noticias como si alguien pudiera estar grabando sus movimientos y fuera su manera de disimular. No entendía cómo su orden tan bien establecido estaba dando paso a una impulsividad desconocida para él.
En varios periódicos publicaban la foto de la mujer con una cartela en rojo que rezaba: “DESAPARECIDA” y sus datos para identificarla. ¿Se preguntaba qué podría haber pasado con el amigo con el que debía encontrarse? ¿En su casa? ¿En la calle? ¿Tendría buena coartada? ¿Eran más que amigos?
Juan sabía que debía trazar un plan de actuación o de inacción para los próximos diez años al menos, estos casos no se resolvían de la noche a la mañana. Si quería que su crimen perfecto funcionara debería pensar, al menos, a diez años vista. Habría sido más fácil que la mujer tuviera amante, o divorciada con amenazas del ex marido, o estuviera en negocios turbios, enemigos en la comunidad de vecinos, pero no... al menos en la prensa no se hablaba de nada de eso.
Ya sabía que no podría obtener información de ningún tipo como no fuera a través de los medios de comunicación y las redes sociales. Quizás podría jugar la baza de preguntar muy discretamente al policía que tenía cuenta con su banco, pero o lo hacía con mucha habilidad o... Quizás no mereciera la pena ese riesgo.
En ese momento llamaron al timbre de la puerta. Sorprendido, bajó hasta el jardín y sin abrir el portón preguntó.
-¿Quién es?
-Hola, buenos días, Policía.
Juan instintivamente conectó el sistema de alarma mental. Abrió la puerta y vió a dos policías, un hombre y una mujer, jóvenes y con mirada tranquila.
-Buenos días, estamos preguntado a los vecinos por el caso de la mujer desaparecida...
-Vaya, pensaba que lo de ir puerta a puerta sólo se hacía en las películas –dijo Juan con una sonrisa en la cara.
-En esta zona hay muchas personas mayores que no tienen ni redes sociales ni leen la prensa por internet... –respondió la joven policía, ahora seria, austera.
“Claro, que el padre de la mujer fuera inspector de policía seguro que no tenía nada que ver, claro.” Pensó esbozando una sonrisa interna.
-Sí, sí, he visto la foto de la mujer desaparecida, poco más.
-¿La noche del doce al trece vio usted algo u oyó algo inusual?
-¿La noche del doce? No recuerdo ni lo que comí ayer... –dijo buscando complicidad con los agentes.
-Unos vecinos dicen que se oyeron ruidos y que podrían ser okupas en las casas en venta.
“Cuánta imaginación tiene la gente, ven okupas por todos lados.” Pensó Juan suspirando y no sabiendo cómo continuar su respuesta.
-Pues no he oído nada. Ah, por cierto, aparte de que los perritos de la zona, sobre todo uno y su dueña, tienen mucha afición a mearse y cagarse en mi puerta.
-Hable con la Policía Municipal –dijo el policía-. Bueno, gracias, que tenga usted un buen día.
-De nada. Buen servicio.
Tras cerrar el portón. Los engranajes mentales se pusieron en marcha a mayor velocidad. Debía revisar a fondo el jardín, el patio entero al detalle. El trocito de plástico en el rosal no había sido buena señal y así debió entenderlo, pero lo dejó pasar. Y ahora esto, dos policías en su puerta. La mano del inspector de Policía debía estar detrás de tanta investigación, cuando lo normal es que atiendan llamadas de gente que cree haber visto algo o recibir informaciones variadas; ponen en redes y en prensa la foto y sus datos y a esperar. Ser tan activos no encajaba con nada.
Pasaron unos minutos y abrió el portón discretamente, asomó la cabeza para ver por dónde iban los policías, estaban tres puertas más allá hablando con el vecino con muletas, a la altura de su plaza de aparcamiento de minusválido, no, personas con movilidad reducida, pronto cambiarían el término y le llamarían personas con movilidad divergente.
Comenzó a revisar concienzudamente todo el patio, planta por planta. Debajo de unas hojas había una perla pequeña de color rojo, de plástico. La miró al detalle. Y una imagen le golpeó en la cara. La mujer llevaba un collar de bisutería, con cuentas de colores, pero el collar no se rompió. Una cuenta perdida saltaría con el golpe de la maza. Azar. La guardó en una bolsa y siguió mirando con detalle. Luego se dirigió a donde había caído el cuerpo tras el golpe, en el césped. ¿Habría restos de pelo entre la hierba? ¿Saliva? No sangró, o no vio sangre en el momento. Y en el plástico al envolverla tampoco vio sangre. Saliva sí. Fue a por la azada al arcón de las herramientas de jardín y comenzó a levantar el césped de toda esa zona, con la pala cogía trozos de tierra y hierba y los echaba en un saco. No iba a correr ningún riesgo con eso.
Cuando terminó tenía un pequeño socavón de dos metros por dos de tierra y yerba eliminada. Estaba sudando, mientras contemplaba su obra.
Era la hora de comer, se lavó, se cambió de ropa y vio que el plan de comida de hoy era arroz hervido, huevos fritos y pisto. “¿Otra vez?” Pensó mirando el plan semanal completo, con ciertas dudas.
Después de comer y de recoger fue a su pequeño taller de bricolaje. Se quedó mirando sin mirar el mazo remojado en lejía. Una idea asaltó su mente, algo que se le había pasado por alto, ¿por qué estaban en su calle preguntando a los vecinos? Juan pensaba que lo lógico hubiera sido preguntarles por qué se interesan por esta zona en concreto. Quizás tenía que ver con la información de que habían visto a la mujer caminando por la calle Villegas Delgado. Quizás. Debería haber actuado de otro modo, preguntando con más interés por los motivos de las preguntas en la zona, con más curiosidad. Del modo que él había reaccionado, Juan daba la impresión de saber por qué estaban allí. Pensó que el azar a veces era estimulante.
Sacó la maza de la lejía y la puso sobre el banco de trabajo. Mirándola fijamente dudaba si algún pelo machacado o algún resto podría haber quedado embutido en el metal y que la lejía no fuera suficiente para eliminarlo. Sonrío para sí pensando de nuevo en el azar. Guardaría la maza, más tarde tiraría en varias salidas las bolsas de tierra, aunque quizás debería ir en coche a tirarlas. Cuatro bolsas grandes. No sabía qué decía la normativa del ayuntamiento.
"Maldita sea", se dijo y fue al portátil a ver la normativa, maldijo una vez más por haber leído al respecto. “Es conveniente llevarlos al ecoparque más cercano, con el fin de asegurarse un tratamiento correcto. El municipio dispone de un servicio de recogida específico.”
¿Por qué cada pequeño detalle suponía una complicación enorme en sus circunstancias actuales? Podría llamar al servicio de recogida, pero y si había alguien vigilando cada detalle que hiciera. No. La paranoia era la mejor arma contra los investigadores. Juan admiraba los mecanismos mentales de los investigadores, ese ritual de procedimiento, metódico y contundente, un sistema casi perfecto. Casi. Poco a poco, esos datos, estos hechos, esas sospechas, estos indicios, todos analizados por una mente o varias mentes policiales. Genial.
De pronto, sonó el teléfono fijo de casa. Se dirigió al salón y levantó el auricular.
-Diga.
-Juan, tu madre está en el hospital. Creen que le ha dado un ictus.
Mantuvo un silencio incómodo durante segundos.
-No es día de llamadas –dijo Juan, seco.
-Bueno, ya lo sabes, me quedo sin batería en el móvil. Está en el Hospital Sol de aquí, en el comarcal... Juan, es tu madre.
-Hoy es sábado, mañana domingo, pasado lunes...
-Ya sé que... eres un poco especial... Pero es tu madre.
-Madre.
-Bueno, cuelgo, ya está. Ya lo sabes.
-Vale.
Juan oyó el sonido de fin de la comunicación al otro lado del teléfono. El problema de las bolsas de tierra seguía presente en su mente. Podría tirarlas poco a poco, un saco cada vez y a diferentes contenedores. ¿Qué había para hoy en el plan de cenas?
Acercó el coche hasta la puerta y cargó una de las bolsas de tierra, pesaba, no tanto como la mujer pero pesaba. Mientras conducía hacia un contenedor de basura en uno de esos barrios donde reciclar era una palabra que no existía, decidía qué hacía para tapar el hueco del jardín con tierra y plantar de nuevo césped. Mañana domingo iría al vivero y compraría tierra, o al menos una parte de la tierra. Calculaba que con dos o tres viajes tendría tierra para ese trozo del jardín. Al llegar al contenedor elegido tiró el saco con bastante esfuerzo. “Uno menos”. Pensó.
A la vuelta pasó por el puente, esta vez voluntariamente y con mucha curiosidad. Desde el coche no podía ver el fondo del cauce y no sabía si habrían retirado el lodo y la basura, pero las cañas y los arbolitos seguían allí. No se notaba ninguna actividad especial.
Esa noche, Juan tuvo una pesadilla, raro en él porque nunca recordaba sus sueños, ni los buenos ni los malos. Se encontraba tumbado en una lápida de piedra en un cementerio, inmóvil, desnudo, sin dientes y un hombre muy alto y delgado le echaba arena en los ojos cerrados. A lo lejos nubes de plástico transparente se arremolinaban y doblaban con el sonido del linóleo fino al viento, de entre esos nubarrones descendía su madre con un rosario entre las manos. En ese momento se despertó.
Mañana domingo iría al hospital, sobre todo para no despertar sospechas si es que alguien lo estaba vigilando. Se levantó y se asomó a la ventana de la habitación, desde allí veía el jardín y la calle. Un coche pasó a gran velocidad con los graves de los altavoces retumbando en los cristales del vehículo, esa música diabólica, machacona y burda. Eso le recordó que debía volver a fingir, debía volver a Xangri-A otro día para que no pareciera que no iba nunca y que sólo fue la noche de autos. Media sonrisa en la cara, la noche de los coches.
A primera hora de la mañana desayunó té, un yogur con miel y media tostada con aceite. Mientras comía repasó la lista de comidas de la semana entrante y cambió un par de cenas y una comida de mediodía.
Cogió otra bolsa llena de tierra y la llevó al coche para tirarla en algún contenedor al paso del hospital comarcal. Tardaría, con suerte, un par de horas en llegar al centro hospitalario. Conectó la radio del coche. Una cadena comarcal donde los anuncios se iban sucediendo intercalados entre noticias de diferente nivel. La inauguración de un nuevo polideportivo por parte del delegado de Cultura y Deporte. Productos en oferta en Supermercados Ala-limón. Campaña anual sobre el uso del preservativo en los institutos. Un nuevo centro dental en la calle Malapartida. La renovación del teatro municipal por 18.942,33 euros. Seguros Libertad a precios imbatibles. El comienzo de la limpieza del cauce tras la riada...
Juan se quedó mirando la radio como si fuera ese objeto el que le había hablado a él y sólo a él. La noticia detallaba que el próximo lunes, mañana, comenzarían los trabajos de limpieza; la urgencia venía provocada por las previsiones de posibles nuevas lluvias de cierta intensidad a finales de la semana entrante, así que el consistorio estaba actuando con precaución y celeridad. “¿Desde cuándo el Ayuntamiento es tan diligente?” Se preguntaba mientras conducía y miraba el cielo despejado sin entender cómo podrían saber que llovería dentro de una semana.
Desde su punto de vista en cuanto encontraran el cadáver comenzaría la caza de verdad, los leones buscando a una gacela en concreto. Juan pensaba que el símil era tosco, ya que ni él era una gacela ni los policías leones. Una sonrisa burlona se manifestó involuntariamente en la cara.
Al llegar al Hospital Sol preguntó por la habitación de su madre, le dieron un pase de acceso, una pegatina que debía colocarse en la camisa. Cuando llegó a la habitación, su padre estaba medio dormido en la butaca del acompañante. No dijo nada al entrar, se acercó a la cama y la miró, vio que tenía la cara un poco deformada y el labio inferior un poco ladeado y un pequeño hematoma en la frente. Su padre se despertó sobresaltado y se levantó al ver a Juan.
-Creía que no ibas a venir, Juan.
Juan siguió en silencio mirando a su madre, inexpresivo, curioso por ver su semblante dormido.
-Los médicos dicen que aún no saben el daño cerebral que puede haber tenido... –dijo su padre sin acercarse a él.
-Bueno, me tengo que ir –respondió Juan dándose la vuelta para marcharse.
-Juan...
-¿Qué? –preguntó sin volverse hacia él.
-Cuando los médicos sepan más te llamaré.
-Como quieras –dijo abriendo la puerta de la habitación, saliendo.
Pagó el aparcamiento y entró en el coche. Puso la radio donde se estaba debatiendo acaloradamente sobre un conflicto en Cachemira. Su mente estaba repasando posibles cabos sueltos ahora que con toda probabilidad localizarían el paquete. ADN suyo; no sabía qué podrían hacer con eso. Huellas; si hubiera alguna, que lo dudaba, él no estaba fichado, así que, poco podrían hacer. Restos de pelo o piel; lo dudaba. Arma del crimen; objeto contundente, poco más. Plásticos; poca cosa podrían sacar de ahí. Cinta americana; restos de un guante de jardinería. Trapo dentro de la boca; siempre lo cogió con guantes. ¿Siempre? En cualquier caso, insistía en que no estaba fichado y con el ADN poco podrían hacer. Había una posibilidad, que estaba valorando en ese momento, de que pidieran voluntariamente muestras, pero eso no creía que fuera legal a no ser que algún juez tuviera indicios suficientes de que en la zona de su casa y alrededores pudiera estar el asesino. Cosa que dudaba que tuvieran tan claro.
Móvil apagado, tarjeta sim quitada y tirada en otra parte. Maza limpiada con lejía. Jardín revisado. Eso le recordó que debía acelerar tirando las bolsas de tierra, pero tampoco podía ponerse a horas muy extrañas a hacerlo. Ropa. La ropa no la había lavado aun. ¿Por qué no había pensado en eso? Demasiadas cosas en las que pensar, aún tenía tiempo de lavarlas o quizás tirarlas y evitar problemas. Debía volver a la sala de fiestas esa al menos un par de veces más, para no levantar sospechas. “¿Qué sospechas?” Se preguntó mientras se reía. Sopesaba si sería más sospechoso ir sólo una vez que de pronto acudir cada dos semanas a ese antro de música ensordecedora que ponía al límite los tímpanos de cualquiera.
Juan llegó a casa a la hora de comer. Ensalada, filetes adobados acompañados de puré de patatas y manzana con canela. Después, conectó su portátil con el cable de red al router. Navegó por las noticias en el mismo orden de siempre, locales, regionales, nacionales e internacionales. Hizo clic en un libro titulado “Mentiras en los datos” de un tal Jonás Víbore, en una web de un centro comercial al que no iría nunca y en una tienda de bajo coste asiática donde vendían ropa desde dos euros. En la información local se daba por terminada la búsqueda de la persona que cayó desde la pasarela de madera y fue arrastrada por la corriente, no había rastro del hombre ni en el cauce ni en la desembocadura de la rambla al mar. Las labores de búsqueda marítima implicarían más medios y no se descartaba que se llevaran a cabo más adelante, había pocas esperanzas de encontrarlo con vida. Se daban más detalles de los trabajos de limpieza del cauce ahora que ya se podía usar maquinaria para liberar el área de barro seco, muebles viejos, ramas y un coche. “Algún listo de los que creen que las ramblas son aparcamientos, siempre hay alguno.” Se informaba que se estaba en contacto con la Agencia Meteorológica para las previsiones a una semana vista, aunque aún sin datos precisos había un porcentaje relevante de lluvias torrenciales desde el sábado siguiente, siempre dependiendo de cómo se movieran las masas de aire en la zona.
Esa tarde tiró las bolsas con tierra restantes, cada una en un contenedor alejado y distantes entre ellos. Como tenía tiempo hasta la cena fue a su taller con la intención de pintar otro cuadro con el mismo motivo de siempre, diferentes formas y texturas de un vórtice que, con mayor o menor expresividad, tendía a un infinito central. Todos sus cuadros eran variaciones del mismo tema y en diferentes tamaños de lienzos, elegidos según el hueco que tenía disponible en el pasillo de las escaleras hacia las habitaciones de arriba. Tenía poco rojo. Azar. La mano era la que pensaba en estos casos, no la mente, el brazo era el mecanismo pensante de sus cuadros. Miró el reloj. Una hora. Siempre tardaba una hora en cada cuadro. A este le llamaría “El túnel al final de la oscuridad”. Firmó el cuadro, como todos, poniendo la fecha del día.
Había cometido el crimen perfecto. O eso creía Juan Gómez. No había ninguna relación entre la víctima y él, había tirado el cadáver envuelto en plásticos resistentes y fuertemente cerrado con cinta americana en el cauce de un río seco lleno de maleza y árboles por donde absolutamente nadie pasaba ya que estaba impracticable. Lo había hecho a las cuatro de la mañana. Ni un alma a esas horas por allí. Sacó el cadáver envuelto y lo arrojó desde una altura de unos veinte metros cayendo entre la maleza y quedando totalmente oculto. Después se fue a la discoteca que había a las afueras en el polígono Malpisa, donde se tomó un par de refrescos y bailó descamisado en el centro de una de las pistas, llamando la atención como era su propósito. En la barra quiso invitar a una mujer a su casa para terminar la fiesta, ya que habían bailado juntos, como la mujer contestó que otro día, se despidieron y a las siete de la mañana salió hacia su casa, justo le pilló el control donde calculaba que estaría. Le pidieron la documentación y sopló dando un esperado cero en alcohol. Volvió a casa y se acostó.
A eso de la una del mediodía le despertó un impresionante trueno, acompañado de tremendos rayos, se asomó a la ventana medio dormido y vio cómo una tromba de agua comenzaba a caer. Se acercó a la cocina y preparó un café bien cargado. No le gustaba tener que despertarse a esas horas, pero la urgencia de anoche le había obligado a actuar así. Tras el primer sorbo se asomó a la venta y vio el río de agua que corría calle abajo. Se quedó paralizado, su mente estaba sopesando, calculando posibilidades. El cauce. El cuerpo. El torrente de agua. El móvil de la chica en el paquete. Apagado. El final del cauce. Las ramas obstaculizando o no. Cuánto llovería y cuándo pararía de llover. Qué pistas podría haber en el cuerpo. Ninguna. Si el agua llevaría el cadáver hasta el mar. Agujeros en el plástico para que entrarán alimañas. Todo controlado. Aun así seguía estático mirando la ventana con la taza de café en la mano viendo cómo una inmensa tromba de agua caía sobre las calles. Miró la taza con el serigrafiado del as de pica en un lateral. Seguía lloviendo, conectó la tableta y escuchó noticias de la zona sobre la alarma de lluvias, una alerta naranja. Naranja era la lencería que llevaba esa chica. Pero todas tienen sangre roja.
Esperó a que la lluvia dejara de caer con esa furiosa intensidad que a veces la naturaleza declara con firma y rúbrica. Mientras veía caer la cortina de agua en la ventana de la cocina, vio que el plan de comida de hoy era arroz hervido, huevos fritos y pisto, todo mezclado a modo de plato combinado. En alguna parte de su cerebro seguía pensando que el crimen perfecto de anoche, podría tener algún detalle incriminatorio. Se había llevado la tarjeta sim del móvil y la había tirado en un contenedor al azar, pero esos aparatos modernos a los que no se les podía quitar la batería igual le complicaban el asunto, incluso estando apagados. Y luego estaba esa lluvia intensa e inesperada. Tomó nota de mirar esos detalles, porque se enteró después de que llevaban tres días anunciando alerta naranja por tormentas y lluvias. Juan pasó en su momento de encajar esa pieza en el puzle. ¿Error? Con una media sonrisa en la cara, pensó que quizás fue un acierto.
Juan tenía muy claro que esto no era un juego de poder, de víctimas y entes poderosos, como vendían muchos libros sobre asesinos en serie, oh, el poder sobre sus víctimas, menuda estupidez, esto iba de cazadores y cazados, de policías y ladrones, de leones y gacelas. Si no existieran los que le pretendían pillar, nada de esto tendría sentido. Sería el despiece de un animal en una carnicería y además no te lo podías comer. Absurdo. Y además sabía que muchos, muchísimos casos de desapariciones, o crímenes quedaban en el limbo de la justicia, en el limbo de todo los que las películas quieren vender. Siempre se pilla al culpable. Claro.
La tormenta parecía que llegaba a su fin, no sabía cuántos litros habrían caído, pero pensaba que muchos más de lo que serían razonables para una alerta naranja. Sobre todo viendo cómo los contenedores de basura de su calle flotaban sin control, golpeando aquí y allí a coches, farolas y bordillos anegados. Volvió a pensar en el cauce del río donde ahora debía correr bastante agua. Posiblemente las cañas hubieran hecho de parapeto dejando su paquete bien escondido. Luego daría una vuelta por allí.
Recogió los platos de la comida y los colocó ordenadamente en el lavavajillas y, por alguna razón, recordó el libro del asesino en serie británico: Dennis Nilsen. Un idiota que guardaba los cadáveres en su patio y bajo las tablas de su casa y algunos los tiraba por el retrete, un auténtico imbécil. Pero que además tardaron quince asesinatos en descubrir sus crímenes y porque la tuberías de la zona olían mal. Un auténtico genio. Recordaba casi palabra por palabra las declaraciones del jefe de Policía de la zona: “Si no lo hubiéramos arrestado ahora, no habría dejado de asesinar a jóvenes.”
Se asomó a la ventana y el agua de la calle había remitido bastante, sólo quedaba una lámina de agua de unos cinco o siete centímetros, los desagües de la calle seguían engullendo litros y litros de agua, el cielo estaba limpio y el sol quería salir por la torre del campanario. Se puso el impermeable y las botas de agua y miró su móvil sobre la mesa, comprobó que no tenía ningún mensaje ni llamadas y volvió a dejarlo en la mesa. Jamás salía con su móvil a la calle. Jamás.
Cuando llegó a uno de los puentes que atravesaba parte de la riera que unía esa parte con el cauce del río, vio que las cañas y muchos arbustos habían aguantado el embate del agua, lo malo es que se había formado un pequeño dique con barro y objetos arrastrados por la corriente, sillas destrozadas, dos bicicletas viejas, medio frigorífico oxidado, palos y barro, mucho barro. Otros curiosos rondaban por allí, haciendo fotos o contemplando la fuerza de la naturaleza en forma de lluvia torrencial de las pasadas horas. Incluso había dos “abuelos de obras” apoyados en la barandilla, señalando aquí y allí haciendo supuestamente sesudos comentarios de ingeniería, arquitectura, meteorología... mezclados con pullas sobre política local, nacional y planetaria.
Aunque su paquete seguiría seguro entre las cañas, la maleza y el barro, en algún momento vendrían a limpiar ese murete de barro y acumulados. Aunque, conociendo a su ayuntamiento, tardarían semanas o meses en acudir a limpiar esa zona y lo harían con pocas ganas. Con toda probabilidad, su paquete seguiría seguro. Ahora tocaba esperar a conocer la lista de personas desaparecidas por la riada. Si es que las había, al menos una seguro que estaba desaparecida, y sobre todo, muerta.
En una población de 70.000 habitantes suponía que quizás pudiera haber un par de desaparecidos más, seguro que alguno habría; siempre que llueve a mares en la zona alguien habría intentado pasar por debajo del puente de la vía sin recordar que ahí suelen quedar atrapados los coches por el inmenso socavón que hay y que queda oculto con el agua. Todos los años tenían que sacar de allí a algún listo con su flamante supercoche que se quedaba con el agua hasta la ventanilla. Tres años atrás, ahí mismo, una persona fue arrastrada hasta chocar contra uno de los pilares quedando el coche boca abajo. El cinturón lo dejó atrapado y murió ahogado.
Volvió a casa tras pasar por la verdulería y pasando por el bazar que había al lado, compró un rollo de cinta americana, otro de carrocero y unos recios guantes de jardinería. Los otros, los que usó anoche, los tiró en un contenedor en la otra punta de la localidad. Los basureros ya se encargarían de hacer desaparecer las posibles pruebas que hubiera dejado en esos guantes. Sonrió para sus adentros pensando en los policías que tuvieran que investigar este caso de la muerta envuelta en plásticos. Camino a casa siguió pensando en qué pruebas podría haber en esos guantes. Como si hubiera un registro nacional de muestras de ADN o incluso de huellas dactilares, se guardaban registros de huellas sólo de las personas fichadas previamente y Juan no estaba fichado. ¿Restos de la víctima? Vale, buena suerte con eso. "Y sobre todo, vete mirando contenedor por contenedor, papelera por papelera, de una ciudad de este tamaño".
Hoy en su plan de comidas había arroz con pollo para el mediodía y una tortilla de setas para la noche.
Por la tarde, como todas las tardes después de comer, conectó su portátil con el cable de red al router, por supuesto tenía desinstalada la conexión wi-fi, claro. Navegó por las noticias en el mismo orden de siempre, primero locales, luego regionales, nacionales e internacionales. Hizo clic en un anuncio de sartenes que no necesitaba y en una web de viajes al Caribe. En la información local ya anunciaban de la desaparición de una persona en la pasarela de madera que había al final del cauce. Por lo visto un vecino había visto desde su ventana a un hombre intentar cruzarla para hacer una foto de la tromba de agua desde el medio de la misma cuando la riada se llevó los pilares de la pasarela, los travesaños y parte de los cables de acero. El hombre cayó al agua y fue arrastrado hasta que el testigo lo perdió de vista. Aparte de un artículo sobre daños materiales, salidas de bomberos, rescates en aparcamientos subterráneos, poco más. Borró las “galletas” y su historial de navegación y desconectó el portátil del router quitando el cable.
Se fue a su taller de bricolaje, pensando en la maldición que eran los móviles en estos casos y que tendría que mejorar su tirachinas “profesional”, que había fabricado él; no tenía tanta fuerza como esperaba, pero aun así pudo romper la bombilla de la única farola que podía iluminar su zona de la calle, de hecho, la rompió una semana atrás y los de mantenimiento del ayuntamiento aun no la habían cambiado. Normal. Su parte de calle quedaba bastante oscura, en la acera de enfrente sólo había un solar vallado para futuras casas que nunca se construirían, eso sí con carteles rimbombantes y fotos de casas hechas con ordenador. A los lados de su casa, colindantes, las viviendas a izquierda y derecha estaban vacías y a la venta. El comercial de la casa de la izquierda era joven y trajeado, el comercial de la vivienda a su derecha era mayor y parecía cansado de su trabajo. Llevaban un año a la venta, o pedían mucho o pedían mucho.
Anoche la vio venir hacia el portón de su jardín desde el final de la calle, entreabrió una de las hojas de la puerta, muy ligeramente. Se puso los guantes de jardinería. Oyó los pasos acercarse, seis, cinco, cuatro, muy cerca, más cerca. Abrió de golpe la puerta, la cogió del brazo y tiró de ella con fuerza hacia dentro, con la maza que llevaba en la mano derecha la golpeó en la base del cráneo, en la nuca. Cayó fulminada al suelo, inerte. Cerró la puerta. Luego le introdujo un gran trapo en la boca, demasiado grande, tanto que sus mofletes se hincharon y apretó con los dedos la nariz de la mujer. Cinco, diez minutos. No se movía. Quizás el brutal golpe con la maza había sido suficiente, pero por si acaso. Rebuscó en el bolso de la mujer y sacó su móvil. Con los guantes de jardinería era imposible de manipular, pero tenía allí, al lado de sus gardenias, un destornillado plano fino y un ganchito minúsculo y se fue a pasear con el móvil de la mujer. Antes se quitó los guantes y con cuidado guardó todas esas cosas cosas en su bolsillo, sin tocar nada. Estuvo caminando media hora, nadie a esas horas por allí, según su reloj eran las doce y cinco de la madrugada. Luego, se puso los guantes y sacó la tarjeta sim con mucho trabajo, dejó el móvil al lado de un contenedor, con la esperanza de que alguien se lo llevara. De nuevo, se quitó los guantes y tiró el sim en una alcantarilla varias calles más allá, esta vez usando un pañuelo de papel para cogerla. Volvió a su casa, se puso los guantes de jardinería y envolvió al cadáver en plástico recio, los plásticos finos de pintar no servían para estas cosas; hizo un paquete con cinta americana envolviendo el cuerpo. Esos guantes se pegaban un poco pero no tanto como otros que había probado, de cocina, de látex, de nitrilo, ninguno servía para usar con comodidad cinta americana, los de jardinería, recios, sí. Hizo varios agujeros en el plástico para que las alimañas se encargaran del resto a su debido tiempo. En ese momento recordó lo de las “granjas de cuerpos” de las que se hablaban en algunas series y novelas del género, con la imagen gráfica de cuerpos explotando dentro de bolsas cerradas de plástico.
menéame