Relatos cortos
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Voy a por los niños

Cómo cada día Luis va a recoger a sus hijos al colegio en coche, siempre hace el mismo ritual antes de salir de su casa, lo lleva haciendo años. Sus hijos ya son mayores pero le gusta ir al instituto a recogerlos.

Cada día a las 13:30 apaga su ordenador de trabajo en la oficina de su casa y pone fin a su jornada de trabajo cómo teleasistente para personas de edad avanzada. Se quita la ropa del trabajo, suele llevar puesto una camisa a cuadros y un pantalón de vestir lo menos formal posible para estar cómodo mientras trabaja y unas pantuflas de estar por casa, ya que nadie le ve por debajo de la cintura. 

Una vez liberado de sus prendas de trabajo se viste para poder disfrutar de la tarde e ir a buscar a sus hijos, suele ponerse un pantalón de chándal de unos 10 años que nunca ha sido utilizado para hacer deporte, una camiseta publicitaria de alguna empresa de la zona en la que reside cómo Hermanos Martinez S.L o Forjados Gutierrez. En los pies se calza unos deportivos cómodos con los que poder conducir e ir de paseo por la tarde a un parque cercano con su mujer.

Una vez vestido para ir al instituto coge todos los enseres necesarios para tan arduo viaje. Cartera, móvil, pañuelos de papel, protector labial, gafas de sol, llaves del coche, algunos dulces para los chicos. Antes de salir se despide de su esposa con la misma frase cada día, “Voy a por los niños”. 

Una vez en el coche deja todos los objetos repartidos por los diferentes cajones del coche, cada uno en su sitio, siempre en el mismo sitio para tenerlo todo controlado. A veces se le olvida alguna cosa cómo los pañuelos o los dulces, pero no suele ser un gran problema, en menos de 20 minutos estará de vuelta en casa con toda la familia.

El camino a la escuela es de lo más anodino, sólo hay asfalto, señales de tráfico y algún transeúnte por las calles peatonales, no hay nada que lo pueda distraer de su objetivo. El sol le da de cara a mitad del recorrido, en ese momento busca sus gafas de sol, no las encuentra. El sol le sigue dando en los ojos y no ve nada, baja la visera pero se da cuenta de que está rota. Entrecierra los ojos pensando que será solo un rato. Solo ha pasado un rato, lo suficiente para no ver una señal de STOP y sufrir un accidente mortal.

Mientras tanto, sus hijos esperan en el instituto. Pasan los minutos y entienden que su padre no va a recogerlos, es hora de crecer y madurar. Volverán a casa ellos solos.

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¿Cuántos policías de hoy han leído "Chacal"?

Llovía como para imaginar peces en el aire, persiguiéndose furiosos por la pecera sin naufragio y sin tesoro de aquella plaza mayor.

Manuel se apartó de la ventana y volvió a colocar en su sitio los visillos. Estaba tan embebido en su papel que sólo al buscar un lugar para sentarse recordó que estaba en una casa vacía, sin ni siquiera bombillas acumulando polvo en los viejos portalámparas de porcelana. Los que habían vaciado aquel piso lo habían hecho a conciencia: ni un estropajo en el fregadero, ni escobilla en el retrete, ni una puñetera colilla abandonada en cualquier sitio. Allí no había entrado una empresa de mudanzas después de la muerte de la propietaria, como decía la ficha. Allí había entrado el hambre misma.

A falta de mejor sitio, Manuel se acomodó en el suelo y comenzó a desmontar las muletas con que se había ayudado para subir los tres pisos. Los trucos viejos no dejan de funcionar por ser viejos, lo mismo que los chistes viejos no dejan de hacer gracia con el tiempo. El caso es no contárselo cincuenta veces al mismo.

Y la policía no sabía leer. De eso estaba convencido. Aún menos la de Madrid. No habían leído Chacal ni de bromas. Con la plaza acordonada para la cumbre europea lo habían dejado entrar con las muletas. Una buena barba, cara de cansancio, y un pie torcido hacia adentro en vez de una pierna de menos. No hizo falta más. 

Eso, y las llaves del piso. Pero lo de las llaves del piso fue fácil. Todo lo que consistiera en alquilar una vivienda en la Plaza Mayor, aún con carné falso, era un rastro que se podía seguir, pero trabajar en una inmobiliaria te hace dueño de un buen manojo de llaves en menos de quince días. No falla.

Las muletas fueron convirtiéndose lentamente en un fusil. Las piezas más delicadas iban dentro. Sólo las balas y la mira telescópica estaban en la casa desde dos días antes. Podía haber introducido el arma en la casa dos días antes, pero de repente aquel piso estaba muy solicitado y la inmobiliaria lo había ido a enseñar cuatro veces en tres días. Siempre ocurre. En otra casa cualquiera podía haber dejado el arma en un armario, o bajo el fregadero, pero allí no: allí podía llamar la atención en cualquier parte y mandar al garete todo el plan.

El fusil fue cobrando forma y Manuel apuntó a una chimenea cercana para probarlo. Cuando la cúspide de hojalata se dibujó con toda nitidez en la mira telescópica apretó el gatillo y el mecanismo respondió con un chasquido.

Manuel esbozó un gesto de satisfacción e introdujo dos balas en la recámara. La próxima vez que se lo echara al hombro buscaría la cabeza del presidente.

Podía disparar desde dentro, sin asomar el arma por la ventana, pero corría el riesgo de que un cristal tan cercano produjese alguna distorsión en la mira. No haría eso. No. Se arriesgaría.

La lluvia haría que todo el mundo caminase mucho más deprisa por la plaza, pero en los días de lluvia nadie mira hacia arriba. O no tanto como otras veces. Y los que miran no ven lo que tienen que ver, porque esos policías imbéciles de las escoltas no se quitan las gafas de sol ni para dormir. Rompería un cristal y asomaría el cañón por la ventana.

El presidente iría cubierto casi siempre por un paraguas, pero eso no era impedimento. Algo había que dejar al azar. Con la lluvia podía hacerlo.

Y llovía como para imaginar tiburones en el aire, acechando sigilosos a su presa, prestos a lanzar su dentellada.

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Cuatro plumas y un relato (2): El club de los suicidas involuntarios [+18]

ÚLTIMA HORA (Breve)

Un mensajero cae desde la azotea del edificio de nuestra redacción. Los servicios médicos han apuntado que se encuentra con pronóstico reservado y ya ha sido trasladado en una ambulancia medicalizada hasta el Hospital Martínez de Lesma. A medida que se amplíe la información seguiremos informando desde esta redacción.

Subscríbase a Prensa Nueva News. Siempre al servicio de la noticia.

Mientras Javi redactaba la noticia y la colgaba en la web del periódico sin esperar a que el Redactor Jefe le diera el visto bueno... “que hubiera estado aquí en lugar de estar trasegando carajillos de menta”, pensó Javi mientras le daba al botón de publicar, seleccionando que fuera a portada, en un lateral y con letras rojas parpadeantes las palabras “ÚLTIMA HORA” del encabezado. Mientras Javi se peleaba con la aplicación de publicación, Ramón había aprovechado para colarse en el cubículo de la fotocopiadora... y sin mirar el contenido, había hecho fotocopias de lo que había en el sobre. Dobló los folios y se los guardó en el bolsillo de la roñosa chaqueta que usaba en invierno y en verano.

Al poco, entraron en la redacción dos policías uniformados, preguntando si habían visto algo, las pesquisas habituales. Javi respondió que el mensajero había dejado un sobre y que se había marchado, que sólo lo había visto Anita, pero que como iba con casco no sabría decir qué aspecto tenía. Anita añadió que preguntó por Ramón y que como no estaba dejó un sobre en su mesa. Los policías tomaron nota, pidieron los DNI de todos para anotar sus nombres, pura rutina... Ana María Dueñas Marqués, Ramón Rialto Buendía y Javier de la Calle Gómez. A las preguntas de quién era el Redactor Jefe y dónde se encontraba se encogieron de hombros, diciendo que José Carlos solía llegar más tarde, añadiendo con sorna que se encontraría reunido en el bar de la esquina, en “Casa Paquito”. 

El problema surgió cuando la policía pidió llevarse el sobre y el albarán que había traído el mensajero, por si podría arrojar alguna pista sobre lo sucedido. Ramón y Javi se enzarzaron en una discusión legalista, como si hubieran visto demasiadas películas de periodistas: Que sí, que no, que es material confidencial periodístico, que si el gabinete jurídico, que si no tenemos de eso, que si Juan el picapleitos, que si hay que colaborar con la Ley, que no se revelan las fuentes de información...

Los policías, aburridos de la discusión dijeron que ya vendrían con una orden judicial si hiciera falta y se marcharon sin más, para recabar información en otros despachos de aquel edificio de oficinas y por último a inspeccionar la azotea.  

-¿A cuento de qué os ponéis tiquismiquis con la Policía? –dijo Anita poniendo los brazos en jarras y mirándolos a los dos- Ni que esta mierda fuera el New York Times.

-Por el casco –dijo Ramón lacónicamente.

-Porque este es un gilipollas y le gusta hacer de “periolisto” –comenzó a decir Javi cambiando de tema a la velocidad del rayo-. ¿Y qué cojones es eso del casco?

-¿Has visto a muchos suicidas tirarse desde una azotea con el casco puesto?

-O sea que lo han tirado desde la azotea... lo que hay que oír, qué flipado que estás... –contestó Javi mirando al techo.

-Y además preguntó por mí... y no tengo ni idea de si lo conozco o no... Y el albarán no puede ser más falso.

-¿Y qué? Vamos a ver qué tiene el sobre y ya está.

-¿Es que nadie lo ha abierto? De verdad, vaya par de “pasmaos”... –dijo Anita cogiendo el sobre con decisión y sacando del mismo varios recortes de prensa antigua.

-Genial, nuevo “Guatergueit” en la redacción... recortes de prensa del año de la polca... Un juicio. Una información amarillista sobre actividades de los servicios secretos europeos. Un recorte de la CIA de 1980... Un militar a juicio por un accidente en un campo de tiro. Y una fotocopia de una llave pequeña –Javi desgranó despectivamente el contenido del sobre, tirando los recortes de prensa sobre la primera mesa que encontraba.

-Bueno, pues habrá que leerlo y si no es nada se tira o se le da a la Policía... De todas maneras, para qué me ha traído esto ese mensajero y qué hacía en la azotea.

-¿Y la moto? Porque vendría en moto, ¿no? –dijo Anita dirigiéndose a la ventana.

 

***

 

-Julián Cortina Blanco, 37 años, mensajero de N.M.N. desde hace diez años. Ningún problema en el trabajo. Divorciado. Ahora hay un patrullero yendo a su casa –dijo el policía mirando en su móvil los datos que tenía del accidentado-, de momento eso es lo que tenemos, doctor... ¿Y ahí cómo va la cosa?

-Está en quirófano ahora... hay para rato. El casco le ha salvado un poco pero... la espalda, no sabemos, la columna, ya veremos –dijo el doctor repasando rápido la hoja de ingreso y las pruebas de urgencia que se le habían practicado-, dos brazos rotos, cadera rota, una pierna con fracturas multiples y la otra bastante bien en comparación, claro. Cuando salga del quirófano el doctor Gámez les dirá más.

-Gracias, doctor.

-Supongo que querrá copia del informe. Menuda guardia me ha tocado hoy. Parece el día de las muertes raras.

-¿Y eso? –preguntó el policía mirando el ajetreo normal de un hospital de esas características.

-Nada, no me preste atención, estoy cansado de la guardia... deme un par de horas y le redacto un informe preliminal, a ver si consigo terminar el turno con tranquilidad.

-Gracias. 

-Ah, querrá la bolsa con sus pertencias, supongo...

-Claro.

-Tenía un papel arrujado entre las manos, va dentro de la bolsa con la ropa, metido en una bolsita pequeña...  

-Bueno, ya lo miramos nosotros.

***

 

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En cuanto fueran mayores

El frío parecía que había entrado como un cuchillo afilado cortando la noche y dejando a su paso heridas de escarcha y rocío helado. Esther se peleaba con los gemelos que vagueaban en la cama y no querían ir al colegio, comprensible con ese frío que les había pillado sin poner aún los radiadores porque su marido, el imbécil de Manuel, decía que había que ahorrar. Ese prohombre que todas las noches cogía la calculadora y calculaba el gasto diario al céntimo. ¿Por qué se había casado con él? Ni idea. La frase de “antes no era así” cruzó por un instante su mente, para descartarla al momento. Siempre había sido un tacaño, un rata, si se casó con el traje de boda de su hermano para no gastar. Una boda sobria, ya, una boda de mierda, pensaba ella mientras levantaba a Damián y hacía otro tanto con Miguel.

Al menos, Ana, la pintora de abajo ya tendría puesta la calefacción a tope, poco consuelo pensar que el calor subiría hasta el techo y algo calentaría el suelo de su piso. Envidiaba a Ana, tan libre, tan artista, tan original vistiendo. Y con la calefacción puesta. Odiaba al rácano de su marido. Pero por el bien de los críos aquí seguía, “cuando fueran mayores...” y dejaba la frase colgada del aire en suspenso, con unos puntos suspensivos eternos, que caían como duras estalagticas deseando llegar al suelo.

Tenía que hablar con el vecino, con el de la tienda de zapatos, a ver si le hacía precio especial para calzado nuevo para los gemelos, aunque su tienda era cara, claro, todo buen material y Manuel ya tenía el presupuesto de vestimenta completa para los niños, con eso no podría comprar ni unas botas de agua. Mientras preparaba a Damián y a Miguel, y conseguía que guardaran los cuadernos en las mochilas volvió a pensar en el número de la lotería que había comprado, el 15.811, lo había elegido por un extraño instante de clarividencia. Vivían en el número 15 de la calle, y se habían casado un ocho de noviembre, un 8 del 11. Hacía ya diez años que parecían cien. En cuanto fueran mayores...

La lavadora había terminado. Acompañó a los niños hasta la esquina y los vió entrar en el colegio mientras veía esas tanquetas con forma de coche subirse en las aceras para dejar al niño o la niña casi dentro del aula. Esas señoras de pelo teñido mil y una veces y siempre con el mismo tono pajizo. Ni se bajaban del coche, en cuanto el crío o la cría traspasaban la verja mágica de la escuela, bajaban el mastodonte mecanizado pitando para que les abrieran hueco los otros mamuts sobre ruedas.

Se abotonó la chaqueta porque el aire estaba empezando a ponerse impertinente y se alegró porque tendería en la azotea y hacía sol, frío pero soleado, uno de esos soles calidos pero débiles a la sombra azotados por un aire helado que cortaba la cara y dejaba los ojos secos.

Cargada con el balde de ropa para tender se encontró en el ascensor a su vecina de abajo, la pintora, su pintora. Se saludaron y en un arranque de espontaneidad Ana le dijo que le ayudaba a tender. Esther sorprendida sonrió encantada y le preguntó por cómo iba el último cuadro. Le dijo que era un desnudo, dos hombres en la cama haciendo el amor con una mujer, las sábanas serían de color rojo y habría una ventana al mar. Verano, cálido. Esther intentó sonrojarse un poco pero no lo consiguió.

En la azotea, mientras tendían ropa de los niños y de su marido, hablaron sobre esto y aquello, sobre nada y sobre todo. Esther estaba encantada de hablar con ella. Llevaban dos años en este piso y apenas habían cruzado unos buenos días y sólo cuando coincidían sus horarios. Más bien colisionaban sus horarios, ya que Ana no se regía por ninguna norma marcada por el reloj.

-Has puesto la calefacción –dijo tímidamente Esther.

-Sí, algún grado sube a tu casa –respondió Ana con una media sonrisa mientras tendía unos horribles calzoncillos que no llevaría ni su abuelo.

-Gracias.

-Ven y te enseño el cuadro y así ves cómo va.

El estudio estaba lleno de botes de pintura, paletas, brochas, pinceles, cajones manchados de óleo seco de años y años y en medio, en un caballete, la obra abocetada y con las primeras manchas de color de los hombres y la mujer en la cama.

-Qué bonito.

-¿Te gusta? –preguntó la pintora mirando la indómita figura de Esther.

-Libertad. Me recuerda a esa palabra.

-Ven, te invito a un té o a un café.

Se sentaron en el saloncito en silencio. Esther estaba encantada, se sentía en otro universo, tan cerca y tan lejos. Un piso más arriba, el suyo, estaba el universo que ella había elegido y aquí el universo que había soñado. Y sin venir a cuento comenzó a llorar, lentamente, desapasionadamente. Ana la miraba sin decir nada. Se quitó las gafas, las limpió y se las volvió a colocar, lentamente, sin prisa. Cuando Esther dejó de llorar y se disculpó diciendo que tenía que marcharse. Ana le dijo que podía venir a tomar café o té cuando quisiera, que si la pillaba pintando no le prestaría mucha atención pero que se podía sentar a mirar cómo pintaba.

Esther le dio las gracias, salió por la puerta cargando el balde de tender y subió las escaleras hasta su universo. Abrió la cartera y volvió a mirar el número de lotería mientras pensaba que quizás no hacía falta que fueran mayores.

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Volver a la vida

Era un día espléndido, con un sol salvaje y extraño que se colaba por la ventana del baño, el bote de pastillas había caído al suelo con un sonido hueco e insulso. En el espejo la imagen del desespero se fue emborronando mientras caía adormecida en un sueño artificial y el cielo se volvía negro. Andrea no sabía si lo que veía era real o no, cientos de palabras comenzaron a llover sobre su cuerpo mientras las intentaba coger con las manos para intentar formar una frase. La tormenta arreció y Andrea apenas podía escuchar la cantidad de palabras que le caían como gotas de lluvia aquella mañana oscura en el baño de su casa. Sólo una frase se repetía una y otra vez, como en una salmodia: “Vuelve a la vida, no ha llegado tu hora".

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Amigos. (Microrrelato.)

Juan nunca quiso salir a bailar a la pista de aquella discoteca, era torpe y desgarbado y sabía que todas las chicas se reirían de él. Lo que no sospechaba es que sus amigos, los que le jalearon para que bailara, también.  

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Fermín, también

Este modesto texto lo escribí hace mucho tiempo, no es nada del otro mundo. Es de 2006. Mis disculpas.

***

Como cada día, Fermín Gorza Antúnez se dirigía al trabajo, aburrido, cansado, y un poco desesperado. Era un desescritor. Asistido por una supuesta inteligencia mecánica, no, “inteligencia de aprendizaje rápido basada en texto computacional”. IARTC... que todo el mundo llamaba “Artic” moviendo letras aquí y allí. La broma sobre la palabra es que estaban en Islandia, en un sótano tres pisos por debajo del suelo helado de ese país.

Fermín llevaba un año soportando la sopa de moscas, la cabeza de delfín al horno y el pulpo seco curado. Integración culinaria lo llamaba él los primeros meses, “esperando el paquete” lo llamaba a los seis meses, un paquete que le enviaba su novia desde Madrid.  Jamón al vacío, manitas de cerdo al horno, al vacío, y unos callos con salsa, al vacío, claro, todo clandestino, claro. Los compañeros islandeses lo miraban de reojo cuando sacaba del calentador osmótico sus platos, sobre todo los callos, esos mismos que se metían entre pecho y espalda media cabeza de oveja al horno, ojo incluido, los mismos. Einar era el más crítico, defendía al ultranza la comida islandesa, no había otra mejor en el mundo. Un caso perdido.

Fermín había nacido en Cuenca-2 y había estudiado en Madrid-1 “Desescritura Creativa”, una rama de la “Tecnología de la Doblez Literaria”... su misión, retorcer las palabras para que dieran como resultado lo opuesto a lo que cualquier famoso, político, filósofo, pensador hubiera dicho para que encajara con la “moda de verdad” de ese mes. No era la verdad de moda del mes, no... era la moda de verdad, algo muy diferente. Ese mes tocaba “verde que te quiero verde”, todo era superverde, el planeta estaba regenerándose y la gente se alegraba de que por fin se estaba encarando el problema del humo de la fábricas. Ahora ese humo era verde, usaban un colorante artificial para que de las chimeneas de las empresas saliera humo verde. Tan ecológico. Tan bonito.  Tan falso.

Fermín era feliz en su trabajo, no se planteaba muchas cosas de sus obligaciones diarias, le pagaban por ello y además había elegido estudiar esa rama del conocimiento. Una cosa sí le molestaba, una sola cosa, la comida. Cada vez que tenía que desescribir algo relacionado con las comida y que fuera “moda de verdad” ese mes... como cuando tuvo que desescribir sobre la calidad del aluminio en escamas para condimentar algunos platos de agujas de pino a la brasa... o cuando tuvo que defender el uso de agua de mar contaminada con hidrocarburos procesada a doscientos grados en los hornos caseros de recaptación... En esos casos, siempre esperaba su paquete enviado desde Madrid-1.

Hasta que un día, su novia, Astrid, le dijo que había hecho tríada con Manuel y con Pedro... y que se iban a firmar la cláusula de trío en agosto. Ya no le enviaría más comida desde Madrid-1. Ellos tres se iban a vivir a Australia-Cero, donde Pedro tenía una empresa de asesor de viajes a la Luna. Eso supuso un duro golpe para él; quién le enviaría jamón o callos... quién.

Así que se dirigió a la oficina de suicidios asistidos, expuso su caso y la persona que le atendió pensó que quizás no había motivos suficientes para ser incluido en el proceso. Lo malo es que Unna, la persona que le atendió, intentó invitarlo a comer cola de caballo al horno... Había muchos caballos en Islandia, sí.

Fermín volvió a casa un poco triste, en realidad, cabreado. Preparó una tortilla de huevos clonados de gallinas de Vietnam.  Y se puso en la pared fotosensible el canal de Guerras de Comidas, donde los ejércitos de los paises se disputaban qué comer o que no comer a bombazos. Bueno, no, eran robots soldados con las insignias de DomandMac (carne de perro procesada) o Xin Xui (pescado en vinagre) o PastaBella (tripas de cerdo deshidratadas)... Esa noche, mientras cenaba se acordó que Manuel era “delfiniriano” y Pedro “Aracnófilo Culinario”... Ella, que le enviaba comida ancestral, que en la clandestinidad cocinaba y le enviaba esa comida... Astrid, había claudicado.

Fermín, también.

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Seroconversión

Cuando me doy cuenta de que necesito las pastillas me arrepiento de haber puesto la cama tan lejos de la cocina. Cuando la dificultad de llenarme el pecho de aire empieza a importar piensas en el arquitecto de la casa. Habitación, pasillo, salón, cocina. Así la diseño y por eso le maldigo.

Giro mi cabeza y miro al pasillo. Al suelo de linóleo que imita a la madera. Lo pusimos después que Marcos nos insistiera que era lo más bonito y duradero del mundo. Ambos sabíamos que no aguantaría sin rayarse y echarse a perder. Pero a Marcos se lo debíamos. Al fin y al cabo él nos presentó. En eso pienso cuando miro el linóleo.

Tengo que hincar la rodilla en el suelo por el mareo que me provoca levantarme. La última vez que estuve en esta posición fue cuando te pedí matrimonio. Una semana después de hacerlo, el recuento de células T de Marcos dio 197. Ahora, en vez de ver tus piernas, lo único que veo es el baño. Marcos murió en el baño. Lo encontraron desnutrido sobre un charco de sus propias heces, ensuciando el linóleo que puso en su baño. Diarrea crónica.

Avanzo por el pasillo agarrándome a los marcos de las puertas. Paso por delante de tu oficina y me quedo mirando las flores que siguen ahí. El día que las trajiste a casa el médico te había dicho que tenías seroconversión. “¿Sero-qué?”, pregunte yo. “Que estoy jodido” respondiste. Las flores siguen aquí y tú no. Claro, ellas son de plástico y tú no. En eso pienso cuando miro las flores.

Llego delante del espejo del pasillo. Dios mío, qué flaco estoy. Es lo primero que pienso. Lo segundo es que debería tirar el espejo. A ti te encantaba mirarte como te quedaban los vaqueros, o las camisas de sisa, o pendiente que te ponías en tu oreja. Hasta incluso solías bailar mientras sonaba “I Will survive” en la gramola de bar delante del espejo. Y yo te miraba mientras movía la cabeza siguiendo la canción.

La gramola fue un regalo del bar donde solíamos ir a bailar. El bar cerro cuando las células T del camarero bajaron a 476. Recuerdo que cuando nos la regaló dijo “Espero que nos os toque esta mierda. De verdad. Y si os llega que al menos hayan inventado una vacuna o algo”. Él al menos no se cagó hasta morir. Lo que llaman “enfermedad oportunista” se lo llevo rápido y antes. Fue en el esófago. En sus últimos días no podía ni hablar. En eso pienso cuando miro la gramola y por fin llego al salón.

Al llegar al salón, el sofá turquesa, sobre el que decidiste no morirte, se interpone entre yo y la cocina. Me quedo un rato pensado en ese color turquesa tan feo. Pensando porque me pediste que te llevara al hospital. Cuando tu recuento de células T llego a las 300 exactas me dijiste que no querías morirte en casa. No querías acabar en el baño como Marcos. O sobre el turquesa del sofá sin poder llamarme. Que no sería justo para mí.

Cuando, por fin, llego a la cocina cargo con demasiados recuerdos. Las flores, el espejo, la gramola y el sofá pesan sobre mi pecho. Impidiendo respirar con normalidad. En el armario de las medicinas aún quedan cajas de azidotimidina. Al lado están mis cajas de amitriptilina. Las tuyas, para evitar que no te fueras. Las mías, para soportar que te has ido.

Y ahí, en el suelo de la cocina, tragando mis pastillas, pienso. Pienso en toda la mierda que nos cayó. De tus idas y venidas del hospital. De como perdiste peso. Cuando aprendimos las diferencias entre VIH y SIDA. Cuando supimos qué seroconversión es otra manera de decir que tu cuerpo ya ha dado el pistoletazo de salida. De cuando el tiempo que nos quedaba juntos lo marcaba el recuento de una letra del abecedario.

Acostado, en el suelo vencido por el peso de tantos recuerdos, te veo en el salón. De espaldas. Sentado en el horrible sofá que habías traído. Y suena el abrirse de una lata de esa cerveza de esas que solo te gustaban a ti. Y te confieso que el fondo me gusta. No queda del todo mal el color. Que jamás habría pensado que el espejo haría más grande el pasillo. Que me encanta. Y que aún pongo las canciones que solíamos bailar en la vieja gramola. Y aunque sean de plástico, adoro las flores que me trajiste como a mi vida.

El otro día el médico que dijo que había empezado en mi cuerpo la seroconversión. Me preguntó si sabía lo que significaba. “Que estoy jodido” le respondí. Pero al menos tengo las flores, el espejo, la gramola y el sofá. Y que todo eso lo trajiste tú a mi vida. Y por eso mereció la pena.

Yo mismo

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Un caso de ingenuidad

No es que necesitara el dinero ni que fuese un avaro incorregible. El problema de Roberto era que no sabía decir que no a las mujeres.

Y a Clara menos. A Clara no se le podía negar nada, con aquellos ojos verdes capaces de alumbrar por sí solos un apagón del Bernabéu, y aquella sonrisa, tan equívoca, tan arcana, tan imborrable en la memoria como un sofisma griego.

Sabía que era una imprudencia llevarla a casa. Una imprudencia y una locura, pero no supo negarse. Andrea no cogía el teléfono, pero eso no quería decir, necesariamente, que fuera a quedarse un día más en Madrid. Lo más probable es que estuviera aún en una de aquella reuniones interminables que luego tenía el mal gusto de contarle con pelos y señales, pero también podía ser que se hubiera quedado sin batería, o que no tuviese cobertura y estuviera ya camino de casa.

Pero no podía negarse. Con Clara no.

A las nueve en punto, delante de la Encina, Roberto la esperaba con el nerviosismo de un colegial. De hecho, algunos adolescentes se habían citado allí también con sus amigos o sus parejas, proponiendo la dolorosa comparación entre él mismo y aquellos jóvenes ruidosos y desenvueltos. Diferencia sí que había: el no se sentía para nada desenvuelto. Todo lo contrario.

¿Y qué es lo contrario de desenvuelto?

Esa pregunta inútil le sirvió al menos para aislarse del entorno, para olvidarse de sí mismo, del ridículo que sentía, de la sensación de soledad en medio de aquella plaza empedrada, tan aburrida ya de juergas como de procesiones.

¿Tímido? No. Se puede ser tímido y desenvuelto a la vez. ¿Irresoluto? Tampoco. Indica acción y su problema no tenía nada que ver con la incapacidad de decidirse. Retraído. Sí, eso era.

Cuando supo al fin la palabra que describía su estado tuvo que desecharla en favor de otras que no tenía tiempo de buscar: Clara lo saludaba desde el castillo.

De allí a su casa Roberto cree que hablaron de algo, o sólo que hablaron, en general, pero no está muy seguro. Abrió el portal a la tercera, después de intentarlo con las llaves del garaje y el candado de la bici, esperaron al ascensor y ya arriba, entraron en casa de él sin cruzar palabra.

Clara había estado allí otro par de veces, así que enseguida se dirigió al dormitorio y comenzó a desvestirse, mostrando unas piernas aún mejor torneadas de lo que Roberto las recordaba. Muy poco después ella estaba ya sobre la cama, ofreciéndole el sexo, húmedo y sensible.

Roberto se había inclinado sobre aquel pozo de sensualidad y estaba tan ensimismado en su tarea que casi no oyó abrirse la puerta. 

Clara, azorada, trató de vestirse a toda prisa, pero aún así no pudo escapar a la mirada de Andrea, que los contempló a los dos con el ceño fruncido y un gesto indignado que le hacía temblar las comisuras de los labios.

Roberto no tuvo tiempo ni de despedirse de ella.

Se quedó solo, frustrado, ante el rostro de su mujer y la placa la puerta de su casa, que rezaba:

“Dr. Roberto García Folgoso. Ginecólogo”

-¿Cómo tengo que decirte que no traigas el trabajo a casa? —gritó Andrea desde el recibidor.

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Mi hija-B

Hoy es el día, por fin mi hija-B se presenta al examen de identificación. Y lo hace por el Partido Futuro Doznas, y aunque no me sé todo el ideario de ese partido, ya que yo tengo documento de identificación por el Grupo Consolidado Técnico y su madre-S es de Proyecto Universal Único. Supongo que debe tener que ver con que su madre-B sea del P.F.D. y hablan mucho por el visiaudio.

 -¿A qué hora es el examen? –pregunté sabiendo de sobra la respuesta, pero por ver si estaba muy nerviosa o no.

-¿Hora lunar o terrestre?

-Esquivando la pregunta, eh, amiga... -dije por el privisi cambiando mi imagen a un pequeño diablillo de color rojo.

-Tranquilo, pa, que pasaré el examen... –respondió mientras cambiaba su cara a una de un oso panda con gafas redondas.

-¿Seguro que no quieres sacar tu identificación con el G.C.T.? Tenemos más ventajas en las máquinas de comida...

-Ya, pero menos en las dispensadoras de agua –repondió soltando una risita malvada, esta vez sin modificar su imagen.

-La Luna es así... debiste quedarte en Nueva Iberia...

-Ya, puestos a hacer locuras, no me saco el documento de identificación y punto... –dijo cambiando su imagen a la de un payaso aterrador.

-No digas bobadas, todo el mundo debe pertener a algún grupo político por ley, y lo sabes...

-No empieces, hay personas que tienen carnets de los tres partidos políticos...

-Rumores.

-Se dice que el director de Lanzaderas del Norte tiene pasaportes de los tres partidos –dijo cambiando su imagen a la de una pirámide de cristal, no tenía ni idea qué demonios quería decir con eso, la verdad, cosas de los jóvenes. 

-Ya y que hay personas sin identificar que sobreviven en la selvas de Siberia... cuentos.

-Bueno, te dejo, pa, que tengo que terminar el turno revisión de válvulas en el sector amarillo...

-Adiós –dije lacónicamente cortando la comunicación.

 Luego me quedé mirando la pantalla y pedí información sobre el programa básico de P.F.D. Al instante un amable joven vestido con los colores del partido, rojo, verde y amarillo comenzó a explicarme nociones de su programa. Le pedí que me explicara las ventajas y a los inconvenientes sociales de ese grupo.

 “Muy resumidamente, ya que entrar en todos los detalles sería complejo y largo, las ventajas serían: Elección directa del animal del año por votación simple. Bono de transporte Tierra-Luna con un descuento del veinticinco por ciento. Mayor dotación de agua anual, pudiendo llegar incluso a una ducha completa cada semana. No hay obligación de usar el uniforme del partido en sus reuniones. Promociones anuales para compra y venta de días libres, pudiendo llegar a sumar anualmente un total de nueve días completos. Libre elección de pareja-S y pareja-B, siempre teniendo en cuenta que no haya una gran diferencia entre ingresos anuales.

Las desventajas, siempre en comparación con los otros dos partidos, se podrían resumir en: Menor dotación alimentaria semanal, por lo que el uso de planificadores de calorias y vitaminas es obligatorio. Limitación del número de viajes semanales permitidos en la Tierra. Obligación de coincienciar a los menores de dieciseis años de que saquen su identificador con el partido. Los hijos-S no tienen cabida en su estructura familar y los hijos-B se integran en las comunas habilitadas a tal efecto. Prohibición de usar el color negro en cualquier actividad o vestuario”.

 Corté la charla de la enciclopedia política. Pensando que los tres partidos tenían sus ventajas y sus inconvenientes, pero en el fondo de mi cerebro pensaba que mi identificación universal era mucho mejor que las otras. Miré la hora en la pared y me di cuenta que debía acercarme al Centro Religioso del C.G.T. donde hoy darían la charla sobre el “Nuevo Ente Cuántico, Melquíades 2.33”, era de obligado cumplimiento, claro.

 -Sí, mi identificación es mucho mejor que las demás –pensé convencido, mientras me colocaba el cubo de color tornasolado en el implante del cuello y un chisporroteo de energía me recorrió el cuello y la espalda-. Ah, mi cubo del C.G.T., qué puede haber mejor.  

 

 FIN

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Tú me entiendes

—¿Pero tú estás loco, tío? —me espetó Malibú cuando le dije que me había llamado mi abuela para ir al entierro de un falangista famoso.

Malibú es mi mejor colega y el que siempre se apunta a lo que sea, sin preguntar con quién hay que jugársela. Desde que okupamos Malaya no me ha fallado nunca, y creo que yo tampoco a él. Nos lo contamos todo y nos tenemos más confianza que si fuésemos hermanos, pero esto le parecía una pasada: un falangista, nada menos... un tío de aquellos engominados, lleno de mala leche y prejuicios contra todo el que no pensara como él. Y a saber lo que había hecho, porque si era amigo de mi abuela, a lo mejor hasta había estado en la guerra y tena alguna cuenta pendiente aunque nunca hubiese salido a relucir... 

De todas maneras, aunque no fue capaz de comprenderlo, se encogió de hombros y me dejó la chupa de cuero, porque la mía estaba ya muy rozada y quería tener un poco de buena pinta cuando me viese mi abuela. No por mí, ¿eh? A mí me la suda. Por ella. Porque no la mirasen mal todos el montón de carcas que seguramente habría en el puto entierro.

Se lo expliqué a Malibú y lo vuelvo a explicar. No podía dejar a mi abuela tirada. Tenía que hacerlo. Si era un falangista, pues mala suerte. Mi abuela era mi abuela, la única que alguna vez me pidió explicaciones de lo que hacía sólo para enterarse de cómo me iba la vida y no para lanzarme rerpoches.

Cuando sonó el móvil y vi que era el número de mi abuela, me preparé para una conversación larga sobre lo que saliera. Ella es así. Luego, cuando me habló del favor que quería pedirme, lo primero que me salió de dentro fue decir que me alegraba de que hubiera un fascista menos, pero el muerto no era un fascista cualquiera: era Fernando Salcillo, y yo sabía de sobra lo que había sido ese tío para mi abuela. Algunos incluso piensan que fueron amantes, y hasta se dijo que mi padre era hijo suyo, o sea que yo podía ser su nieto. Pero luego pasó el tiempo y se vio que mi padre se parecía demasiado a mi abuelo, al abuelo oficial, para seguir manteniendo esa patraña y los tocapelotas se callaron la boca.

No sé si la abuela se metía con ese tal Salcillo en la cama. Ni lo sé, ni me importa. Me la sopla. 

Lo que sí sé es que a mi abuelo lo sacó de la cárcel. Y que a mi padre le pagó los estudios de maestría, y que a la abuela la trató siempre como una reina. O eso dice ella, porque mi padre responde sólo con un gruñido cuanto tratas de sacarle a relucir el asunto. Mi padre sólo habla de lo que quiere. De hecho, mi padre no sabe decir las cosas y mi madre no sabe callar, y por eso me largué de casa a los diecisiete. Pero a lo que estaba: que el Salcillo era un fascista hijoputa, pero mi abuela lo quería. Por la razón que fuera. Porque le debía unos cuantos favores. Porque le caía simpático. Porque le daba la gana.

Y mi abuela, con sus ochenta y pico tacos me había llamado por teléfono para decirme que la acompañase en tren a Guadalajara para ir al entierro.

¿Cómo coño podía decirle que no a mi abuela, después de lo que me ha apoyado siempre? Y me había llamado a mí, y no a mi padre. Me lo dijo claramente:

—Enrique, ven tú, que no quiero llamar a tu padre. Quiero que vengas tú conmigo... que tú me entenderás y a tu padre no quiero aguantarle el mal humor. Ya sabes cómo es... Ven tú...

—Pero abuela, joder... —traté de quejarme.

—Ya estoy algo torpe y preferiría no ir sola. El único que puede venir eres tú. Seguro que tú me entiendes —me respondió tajante.

Y no tuve huevos para negarme. Por mucho que fuera el entierro de un falangista. Por mucho que hubiese que ir en tren a Guadalajara.

Así que allí me encontré aquella tarde, con la cresta remojada y peinada para un lado, unos vaqueros negros medio limpios y la chupa de cuero de Malibú quitándome el frío. Mi abuela era la primera vez que veía la estación de Atocha y le encantó. Se quedó medio pasmada mirando las palmeras y las plantas tropicales del vestíbulo mientras yo trataba de meterle prisa para que no perdiésemos el tren. Eso es lo que más me alucina de ella: que tiene ochenta y pico años y se sigue embobando con las cosas como una cría. Me alucina o me da envidia. No sé.

El viaje duró media hora larga. Lo justo para que charlásemos un rato, pero no tanto como para que yo tuviera tiempo de preguntarle por qué se empeñaba tanto en ir a ese entierro. No suelo cortarme para hablar de las cosas, pero no encontré el modo de preguntarle a mi abuela por el tema sin meterme demasiado en su vida. Al final me convencí de que no era asunto mío y pase de todo. Me había llamado para que la acompañase, pues la acompañaba, y punto.

Cuando llegamos, la abuela quiso que nos mantuviésemos atrás, sin que nadie nos viera, y ni siquiera firmó en el libro ese que ponen para que la gente fiche, porque digan lo que digan es para eso. De todos modos, una mujer vieja y enlutada pasó a nuestro lado y se detuvo un momento a mirar a la abuela. Las dos se miraron un buen rato, mientras el hombre que iba con él me miraba a mí, con cara de circunstancias. A mí no se me ocurrió nada mejor para quedar bien que tenderle la mano y darle el pésame. El hombre aquel, de traje negro, me estrechó la mano y me dio las gracias. Pero la abuela y la mujer no se saludaron ni se dijeron una palabra. No me hizo falta ninguna explicación para saber quién era.

Luego, en el entierro, había un montón de viejos y unos cuantos niñatos, todos muy trajeados, muy repeinados y con el gesto muy serio. La verdad es que daban ganas de partirles la cara a todos, por gilipollas. La misa duró una eternidad y el entierro otros dos o tres siglos, por lo menos, pero al final metieron cantaron el Cara el Sol, y otras cuantas canciones asquerosas de ese tipo, enterraron a su muerto, y se fueron a tocar los cojones a otra parte.

Entonces mi abuela también se acercó para estar allí, junto a la tumba, brazo en alto. Nunca pensé que mi abuela fuese fascista y me dejó de piedra. Me quedé tan hecho polvo que se lo pregunté, pero ella me miró como si estuviese tonto por hacerle aquella pregunta.

—¿Qué tendrá que ver ser fascista con cantarle el Cara al Sol a un muerto? —me respondió con el ceño fruncido— ¡Menudas cosas tienes!

—Pero abuela... —traté de discutirle.

—Tú, ¿qué pasa?, ¿no has querido nunca a nadie? —me soltó.

Y ante eso, pues claro, yo no dije ni pío. ¿Qué iba a decir? Ella iba por el muerto, y si el muerto hubiese sido cantaor flamenco, le hubiese cantado unos soleares. Pero como era facha, le cantaba el Cara al Sol. Manda cojones, vale, de acuerdo, pero se podía entender.

Luego, en el tren de vuelta, ya casi de noche, estuve un rato dándole vueltas al coco mientras miraba a la abuela y veía como se le llenaban los ojos de lágrimas de vez en cuando. Y no sé de dónde me vino la idea, pero entonces pensé que aquel entierro me había unido a ella más que todas las tardes que pasamos juntos cuando era niño y todas las veces que tapó mis desobediencias y mis putadas para que no me currase mi padre.

Cuando se lo conté a Malibú me dijo que se me había ablandado la sesera, pero es que él no lo entiende. Nadie lo entiende. Ni yo mismo.

La única que lo entiende es la abuela, y por eso me llamó a mí, y no a mi padre, que podía haberla llevado en coche en un momento, sin tanto taxi, ni tanta espera en la estación ni tanta historia, porque ella ya está cascada y vi que aquella jarana la había dejado hecha polvo.

Pero la abuela me llamó a mí, ¡coño! Y yo tenía que ir.

—¿Qué tal estás, abuela? —le pregunté cuando sólo faltaban diez minutos para llegar.

—Bien, hijo, y gracias por acompañarme.

—De nada. Ya sabes que tú, lo que quieras. Cualquier cosa.

—Ya lo sé, Enriquito, majo. Ya lo sé. ¿Y qué tal te va en ese sitio que ocupas con tus amigos?

—Bien, abuela, vamos tirando.

—Bueno, pues cuidado con la policía. No os dejéis pisar, pero tampoco os paséis de cabezones. Una término medio, ¿eh?

—Sí, abuela, no te preocupes —respondí.

Luego, en la estación la dejé en un taxi y la despedí con dos besos.

Antes de marchase, echó mano al bolso y sacó unos billetes.

—¿Os vendrían bien cien euros en ese sitio en el que estás?

—Joder, abuela, pues... —traté de negarme sabiendo que estábamos todos más pelados que la luna. Ella no es rica tampoco, pero para lo que gasta... —Nos vendrían como Dios —acabé reconociendo.

—Pues cógelos. Y saluda de mi parte a esos amigos tuyos, ¿eh? Y tened cuidado. No hagáis el tonto.

Los cien euros apaciguaron un poco a Malibú y a los otros. Pero siguen sin entenderlo.

Yo lo he estado pensando y creo que ya le he cogido el punto a la cosa. Ya sé por qué me llamó. ¡Hizo bien! ¡Y me alegro de haber ido!

La abuela se metía en la cama con ese Salcillo, ahora estoy seguro. Y lo quería. Y olvidaba con él los malos ratos y los disgustos que le daba mi abuelo, borrachín y malhumorado. Y casi creo que el cabrón fascista también quería a la abuela. La abuela hizo siempre lo que le salió de la punta de las narices: pasó de todo el mundo, de lo que dijeran, de lo que se suponía que tenía que ser una mujer casada, una madre de familia y la leche en verso. Le importaban un pijo las leyes, las normas sociales y lo que dijeran los demás. Le importaba un huevo todo.

La abuela hizo siempre lo que le dio la gana. ¿A quién coño iba a llamar para que la acompañara al entierro?

¿Quién más iba a entenderla?

Hizo bien.

 

Feindesland. 2003.

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Continuará... 20

Esta parte del "relato largo" (lamento que algunos piensen que es algo cansino, no sé si hay un apartado para tochos... si lo hay lo cambiaré allí).

Viene de aquí y en este orden, primero aquí:

www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-7

Después aquí:

www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-11

Luego:

www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-14

Después...

www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-17

*****

Al llegar a casa, ni siquiera pensó en comer, su mente estaba enfocada, concentrada en leer toda la prensa posible sobre el caso. Antes de hacer nada en el ordenador, inspiró lentamente y expiró con actitud relajante. Con gran esfuerzo hizo clic en un anuncio de un libro de recetas asiáticas, en un curso de Economía y en una web de viajes al Polo Norte. La noticia, su noticia, estaba en la mayoría de la prensa local y regional. Sospechaba que pronto engrosaría la lista de sucesos nacionales. ¿Reportajes en televisión? Quizás.

Uno de los textos decía: “La ausencia de robo parece un dato clave, ya que la víctima conservaba su reloj y su móvil, alejando la opción delictiva común. El móvil de la mujer ya se encuentra en manos de la Policía Judicial para su análisis. Las actuaciones se mantienen bajo secreto de sumario por orden del juzgado, lo que implica que los detalles específicos de las pruebas y la investigación no se harán públicos por el momento. Todo apunta a que se trata del cadáver de la mujer desaparecida, Ana Ferrer.”

Un robo. No es robo porque llevaba el reloj y el móvil consigo, lo de estar envuelta en plástico le parecía a Juan de poca importancia informativa. Aunque bien mirado en esta noticia no dicen nada de cómo apareció el cadáver. Aun así, el texto le parecía escrito con desgana, prisas y sin mucho interés. 

En otro periódico regional había un artículo cubriendo la noticia con más detalles: “La Policía está centrando sus esfuerzos en reconstruir las últimas horas de la víctima, que casi con toda seguridad se trata de Ana Ferrer, desaparecida hace varias semanas, la funcionaria del Ayuntamiento de 38 años ha sido hallada muerta entre cañas y maleza en el cauce de la rambla, en el curso de las labores de limpieza. Cada elemento de la zona está siendo analizado en busca de pruebas que permitan identificar al responsable o responsables. A los medios locales se unirá la Policía Forense de la capital, y expertos en estas tareas. Mientras tanto la zona sigue acordonada y asegurada."

"Según nos indican fuentes policiales, los investigadores rastrearán grabaciones de seguridad de la zona y las comunicaciones de la mujer para reconstruir sus movimientos previos al crimen, recabarán testimonios de posibles testigos, con la clara intención de disponer de una cronología de los hechos. La autopsia se espera como un elemento clave para precisar la causa y el momento de la muerte."

"Todas las hipótesis permanecen abiertas. La Policía mantiene la máxima reserva para no comprometer el avance de la investigación."

 "La denuncia inicial de su familia y del amigo con el que había quedado (Juan José González), tras no recibir noticias de Ana desde la fatídica noche del jueves al viernes, permitió activar el dispositivo de búsqueda que ha concluido sin éxito hasta el terrible hallazgo del cuerpo."

"Más allá de la investigación, la muerte de Ana Ferrer Rey ha generado un profundo impacto en toda la comarca. Funcionaria del área de Cultura del Ayuntamiento, licenciada en Geografía e Historia y en Historia del Arte, Ana dedicó mucho esfuerzo a la preservación del patrimonio local. El Ayuntamiento ha decretado dos días de luto oficial mientras la investigación policial busca esclarecer este terrible crimen.” 

Juan pasó rápidamente a otro periódico donde se podía leer:

“Un perro fue el que encontró el cuerpo sin vida de la mujer, según testigos tironeaba de un saco de plástico entre la maleza, hasta que consiguió sacarlo y fue entonces cuando los trabajadores de la limpieza del cauce vieron el cadáver. La familia, que no ha hecho declaraciones, está sobrecogida por los hechos. Algunos vecinos de la fallecida, apuntan a que en fechas recientes tuvo un acalorado encontronazo con los actuales dueños del Palacete de Rivababia, patrimonio local, a cuenta de unas reformas en la fachada a las que se oponía Ana Ferrer y el equipo de arquitectos del Consistorio, llevando ante la Justicia al fondo de inversión, WorldMundo Hainsbach, que lo había comprado.”

Le parecía gracioso que los medios más carroñeros dejaran caer un posible ajuste de cuentas que no tenía sentido, sólo para ganar notoriedad y que la maquinaria del rumor se pusiera en marcha. Se detuvo un instante en la parte del plástico, releyendo las frases. No se indicaba que el cadáver estuviera envuelto en plástico, parecía que estuviera encima, o a un lado de la mujer. Curioso. Pensaba que llamarlo “saco de plástico” o era un error de información de los periodistas o significaba algo más. Algo que bien pudiera estar relacionado con la investigación. Tendría que seguir la pista de todos esos datos para hacerse una idea clara de por dónde podrían ir los pasos policiales.

En TV-1999 cubrían también la noticia. “El cuerpo sin vida de Ana Ferrer aparece en el cauce de la rambla, bajo el Puente de los Descubrimientos. Esta cadena se ha puesto en contacto con fuentes policiales y en breve se ampliará la noticia con un artículo detallado con toda la información disponible.”

Escueto y poco motivado. Pensó Juan mientras analizaba cómo otros medios daban más detalles y en la cadena local donde trabajaba esa periodista fueran tan parcos. Abajo había un enlace a un vídeo. En él se podía ver a varios reporteros con diferentes y coloridos micrófonos, dirigiéndose a una policía en la entrada de la Comisaría de la localidad. Juan suponía que la mujer haría las tareas de Prensa e Información.

-...Ya les he dicho lo que puedo contarles, señores.

-¿Se baraja un posible ajuste de cuentas en relación con el fondo de inversión? –preguntaba apresuradamente una reportera con una alcachofa de color verde intenso.

-No se descarta nada ahora mismo. Todas las hipótesis están abiertas.

-¿Qué se sabe de los trabajadores que encontraron el cuerpo? -preguntaba un reportero con melena apuntando el micrófono de color rojo hacia la policía.

-Mantenemos la máxima reserva para no comprometer el avance de la investigación. Señores, por favor, en cuanto tengamos más información daremos una rueda de Prensa.

-¿Quién se encarga de la investigación? ¿Cuándo estarán los resultados de la autopsia? ¿Cuándo se dará más información? –preguntaban sin orden sabiendo que la policía daba por concluida la atención a la Prensa.

-Muchas gracias –dijo ella dándose la vuelta y entrando en la Comisaría.

Juan ya estaba en la siguiente fase mental de su plan. Ya habían encontrado su paquete y el juego se ponía interesante para él, en su mundo, en su juego de crimen perfecto. Volvía a sentir que tenía el control de la situación. Lo primero, volver a hacer una lista de comidas semanales. Como ya no había comido al mediodía, tras el trabajo, cenaría improvisando. Mañana compraría comida para seguir su plan alimenticio. Compraría un lienzo pequeño y pintaría otro vórtice, para completar el hueco que quedaba en la pared. ¿Debía incluir en la ecuación a la tal Lucía? Esta noche reflexionaría al respecto.

Fue a la cocina y se sentó en la pequeña mesa de allí para preparar su lista de comidas. A mano, con la cuadrícula que hacía con regla, creando celdas para los días que le quedaban hasta el fin de semana. Incluyendo compra en el Mercado el sábado. Desayuno, comida y cena.

Cuando terminó, miró su obra culinaria, imperfecta porque no cubría una semana. El domingo completaría la semana entrante. Miró la hora y se decidió por una cena antes de hora, con lo que encontrara en la nevera y en los estantes. No había nada que le inspirara a preparar nada. Se le ocurrió que podría ir a un bar a comer un bocadillo, última vez que se saltaba una de sus reglas. Nunca comer fuera. Nunca. Miró el móvil y tenía dos llamadas de números desconocidos, lo dejó en la mesa del salón, como siempre. Comprobó que llevaba veinte euros y algunas monedas sueltas de euro en su cartera. Salió al jardín y ahora la zona sin césped le parecía hasta bonita. Sonrió.

Salió y comenzó a caminar hacia la calle peatonal que estaba a unos veinte minutos andando y donde sabía que había bares de todo tipo, clase, precios y ruido.

El bar que eligió tenía una pantalla de televisión donde se ponían vídeos de no sabía dónde, suponía que de youtube y “shorts” del mismo, donde se iban intercalando sincopadamente bailes de adolescentes y de niñas y niños con coreografía ensayada, pactada y empaquetada. La letra de la canción le llamó la atención. Pidió un bocadillo de carne con queso y panceta; beicon, le corrigieron. Asintió pensando que podría estrangular a tantos idiotas en el mundo real que no habría cárcel para él, pero no dijo nada.

MENTE MÁ – NAKAMA, ponía el subtítulo del vídeo con el tema machacón que se repetía en variantes con bailes y demás movimientos de caderas en pre púberes con kilos de maquillaje, para mayor honra y gloria de sus padres. Así que estaba de moda una canción que hablaba de armas, fusiles y ráfagas de disparos. De moda. Moda, el número que más se repite en una serie, pensaba. “Mira la boca del fusil.” ¿Qué querían decir? Se preguntaba.

El bocadillo resultó ser tan insulso como el camarero que le atendió. Pan seco, tostado pero seco, lomo correoso, el queso grasiento y la panceta, crujiente; un refresco de naranja y cena lista.

Debía pensar en sus siguientes pasos. Aunque ya estaba todo hecho, era imposible que encontraran ninguna pista. Su intención demostrando al mundo que se podía cometer un crimen que quedara impune cobraba fuerzas. Estaba seguro. Vendían un mundo seguro a precio de saldo. Tanto miedo. No podrían encontrar ninguna pista que lo involucrara a él. Un asesino. Tenía planeado, dentro de diez años, volver a cometer otro crimen, otro aviso a la sociedad. Debía ser cauteloso, en realidad, debía fingir ser un tipo normal.

De vuelta a casa, iba repasando, una vez más, todos los detalles que recordaba. Así como otras ideas de su vuelta a un mundo ordenado, sin improvisaciones. Mañana compraría comida en ese supermercado de medio pelo. Compraría un lienzo pequeño y pintaría otro vórtice, y recogería la pintura roja que había encargado. El punto de inflexión de la aparición de esa periodista, que además la conoció en la discoteca aquella noche. ¿Divorciada? ¿Separada? ¿Soltera? ¿Viuda? ¿Familia? ¿Las casualidades realmente existen? Suponía que sí, por qué no. Cuando andaba por la calle de su casa, notó que alguien venía andando tras él, desde el principio de la calle. Cuanto metió a la mujer en su jardín de un tirón, ¿podría haber habido alguien al principio o al final de la calle que fuera testigo de lo sucedido? No. Habría avisado a la Policía de algo así. No. ¿Era mejor llamar a esa periodista o no hacerlo? Si no la llamaba podría pensar que lo de invitarla a su casa en Xangri-A era algo extraño y que no tenía interés en ella realmente. Si la llamaba podría creer que estaba interesado en conocerla. Decisiones. Dudas. ¿La llamaba, desde el teléfono fijo o desde el móvil?

Entró en su casa pensando que quizás mejor desde el móvil, quedar a tomar un café en un lugar concurrido, mostrar cierto interés por ella pero no demasiado, sonsacarle algo de su trabajo, de su información del caso. Debía ser muy sutil. Recuerda cómo bailaba y cómo estaba disfrutando la mujer. Él sólo estaba haciéndose notar, llegó a descamisarse con un tema musical, ni recuerda cuál era. Estuvo allí y aunque hubiera, que las había, cámaras a la entrada del local, quería segurarse de que se supiera que él, esa noche, esa madrugada estaba en esa discoteca. Aunque la invitó a su casa, sabía que buscaría una excusa en caso de que ella hubiera aceptado. Nadie visita su casa. Cuando tuvo que dejar pasar al técnico de la red de fibra, cubrió con telas los muebles de todo del salón. Dijo que iban a venir los pintores. Nadie visita su casa.

Miró la hora y decidió llamarla.

-Hola, buenas noches, soy Juan, el descamisado –intentando parecer cordial, cercano, tontorrón.

-Ah, hola, Juan, ¿qué tal?

-Nada, para invitarte a un café donde tú me digas y así charlamos un rato...

-Tendría que ser por la tarde o tarde noche, ando liada con el trabajo...

-Yo trabajo hasta las tres todos los días, así que tú me dices.

-Vale, te llamo a este número cuando sepa cómo tengo el trabajo, ¿te parece?

-Me parece. Adiós.

-Adiós.

Le había parecido un poco raro el tono, muy diferente al del otro día cuando se encontraron por casualidad y le dió su tarjeta. Pensó que todos los días no teníamos el mismo ánimo, que a veces estamos preocupados por diferentes cosas o... simplemente que estaba de mal humor por cualquier cosa.

Esa noche volvió a tener un sueño vívido. Se encontraba tumbado en una cama de hospital, de nuevo inmóvil, desnudo. Una mujer vestida con pijama de cirujana, de ese color verde concreto, y manchada de sangre; esa médica lo envolvía en plásticos en la misma cama de hospital. Desde la ventana, nubarrones de lluvia dejaban caer tierra y arena en vez de agua. De pronto empezó a oírse música desde los aparatos de control médico. Una música de un viejo gramófono y repitiendo la misma frase: “Yes, it's a good day for singing a song, and it's a good day for moving alone; Yes, it's a good day, how could anything go wrong. A good day from morning' till night.”

No se despertó del todo. Se dió la vuelta en la cama y siguió durmiendo.      

El día en la sucursal bancaria fue como siempre, menos mal, orden, repetición, rituales, todo previsible y mundano, como debía ser. Ese día no se quedó a tomar un refresco con sus compañeros, fue directamente al supermercado, ese que olía mal, olía a alcantarilla, a desagüe. Compró sólo productos enlatados o envasados al vacío. Pronto sería sábado y podría ir al mercado a comprar productos de verdad. Se pasó a recoger tres tubos de óleo “rojo escarlata 334”, los que había encargado.

En casa, miró la lista provisional y preparó ese día albóndigas que venían en un paquete del supermercado, con tomate, orégano y cúrcuma. Ensalada de una de esas bolsas variadas y malditas que aliñó con aceite de oliva, pimienta molida y muy poco vinagre. De postre un flan de marca local que sabía a colorantes y saborizantes. 

Cuando terminó, fue a mirar el móvil y tenía dos mensajes de Lucía. Preguntando si podrían quedar esa misma noche a las 21:00 en un café llamado Hibris, en una calle peatonal y tranquila. No contestó y se dirigió a ver las noticias del día. Todas eran reciclajes de informaciones previas, nada nuevo.

Fue a su dormitorio buscando algo que ponerse en unas circunstancias nuevas para él, informal, pero no demasiado; formal, pero no demasiado. Debía jugar su papel, pero no tenía disfraces para ese nuevo rol. Usaría la camisa de la discoteca. No. La había tirado junto con el canasto entero de ropa. Así que optó por una vieja camisa azul y unos pantalones tejanos. Pronto llegaría esa nueva tormenta anunciada para el fin de semana. ¿Qué le diría para obtener información sin que ella sospechara nada? ¿Por qué iba a sospechar? Era periodista, curiosos por naturaleza. Y él debía ser más listo, más hábil. ¿Cómo? No se le daban bien las relaciones humanas. Volvía a recordar la letra de esa canción del bar: “Mira la boca del fusil. Vas a llevarte puro rafagón. Dale, toma, toma, toma...” Y una sonrisa iluminó su cara.

Mientras caminaba hacia el café, le estaba dando vueltas a la llamada de ella para quedar ese día, no sabía si era lo habitual llamar tan pronto o era más normal esperar unos días para mantener un poco unas distancias mínimas, para no mostrar ni mucho interés ni parecer alguien solo, solitario, desesperado por contacto humano, cosa que no era su caso. La falta de habilidades sociales básicas era algo de debía corregir de una vez por todas, debía aprender a fingir mejor, mucho mejor. Sabía que su determinación, su motivación, tenía que ver con obtener información de esa periodista, no le interesaba nada más.

Puntual como un reloj suizo, a las nueve estaba en la cafetería, decorada con maderas y mesas de mármol con patas metálicas antiguas o simulando ser antiguas. Había varias mesas libres. Menos mal, un lugar sin estridencias, gente gritando o música a todo volumen. Un lugar tranquilo. Pidió un agua tónica y se sentó en una mesa. Al segundo sorbo apareció Lucía por la puerta, apresurada, llevaba una camiseta con un papagayo impreso, unos pantalones tejanos y zapatos de medio tacón. Obviamente venía del trabajo, no parecía que se hubiera puesto ropa especial para la ocasión ni que hubiera tenido tiempo de pasar por su casa. De un golpe de vista localizó a Juan y levantó la mano a modo de saludo; se dirigió a la barra, pidió algo y después se acercó a la mesa donde estaba él. 

-Hola, Juan, acabo de salir del trabajo y había atasco en la avenida...

-Vale.

-Bueno, me ha sorprendido tu llamada, la verdad, me pareció que no estabas interesado en... en... nada –dijo ella con una sonrisa cordial.

-A mí también me sorprendió que dijeras de vernos hoy –dijo Juan imitando una sonrisa cordial que no le funcionó tan bien como a ella.

 Una camarera le trajo a Lucía el café que acababa de pedir.

 -Gracias.

-He visto que trabajas en una cadena de televisión local.

-Mi tarjeta tampoco era un acertijo –bromeó ella sin encontrar reflejo en la cara de Juan, que no parecía haber entendido la broma-. Me dijiste que trabajabas en un banco, ¿verdad?

-Sí, te lo dije, sí. Por hablar de algo.

-Estás un poco tenso, ¿te pasa algo? –preguntó Lucía moviendo el café con la cucharilla sin haber echado aún el azúcar.

-No, sólo que no suelo quedar con nadie y no sé muy bien... No has echado el azúcar, ¿por qué lo mueves?

-Ah, pues para quitarle algunos de los miles de grados que lleva el café y que podrían fundir la taza –bromeó ella sonriendo.

-Ah, pues... claro... –respondió él dando un sorbo a su tónica sin entender la exageración.

-No te preocupes, relájate... el día de la disco estabas muy relajado y "bailongo"...

-Sí.

-Supongo que el trabajo en el banco tampoco debe ser muy entretenido.

-No creas, a veces llegan clientes interesantes...

-Ah –respondió ella sin saber muy bien qué decir después.

-¿Y tú? ¿Día de trabajo duro hoy? –primer intento de sondeo.

-Pues sí, bastante, el caso Ferrer nos lleva de cabeza...

-¿El de la mujer encontrada en el cauce, no?

-Claro, está en todos los medios...

-No sigo mucho la prensa –dijo él lacónico.

-Estos tipos, los que hayan matado a la mujer, son idiotas...

-¿Y eso?

-Porque dejar el móvil de ella fue una cagada bien gorda.

-Ah, supongo que tomarían medidas... digo yo -segundo intento.

-Si es que hoy día, hasta un móvil apagado se puede rastrear... Bueno, los expertos en Informática de la Policía, claro –dijo ella viendo que la cara de Juan se quedaba inexpresiva y mirando más allá, a ninguna parte.

-¿Ah, sí? –terminó preguntando él, fingiendo sorpresa.

-Claro.

Un silencio incómodo, como una niebla invisible, se acababa de instalar entre los dos. Intentó seguir preguntando pero le parecía que ya debía de aflojar. Juan no era capaz de leer los códigos no verbales de ella y no sabía qué estaba pasando por su cabeza.

-Bueno, cuéntame qué haces en tu tiempo libre... Empiezo yo si quieres, me gusta la música, bailar, viajar y el ajedrez. Un poco tópico todo, lo sé... –dijo ella cambiando de tema y de tono.

-Bricolaje. Hago bricolaje –Juan seguía en otro mundo, pensando en el móvil de la mujer.

-Ah, ¿qué tipo de bricolaje? –preguntó dando por fin un sorbo a su hirviente café sin haberle echado azúcar.

-Cosas con madera, ahora preparo una celosía para el jardín...

-Ah, pensé que vivías en un piso, vaya, vaya, casa y todo... –de nuevo buscando la complicidad con una pequeña broma-. Seguro que con plaza de garaje y todo.

-No, jardín. Sólo jardín... ¿Tomas el café sin azúcar?

-Sí. ¿Y tú?

-Dos cucharaditas rasas de azúcar moreno, ya no me queda, tengo que ir a comprar más... -respondió él como si estuviera dando la receta de la Salsa Bearnesa.

Ella miró la hora en su móvil, dio un sorbo final al café.

 -Juan, me tengo que ir, mañana tengo un día duro desde primera hora. Llámame cuando quieras y buscamos otro hueco libre para charlar.

-Claro. Adiós –a Juan ni se le ocurrió levantarse para estrecharle la mano o un casto beso en la mejilla.

Ella se lo quedó mirando un instante, cogió su bolso de la silla, levantó la mano a modo de despedida y pagó en la barra. Haciéndole señas de que pagaba ella las dos cosas, unos gestos que Juan no acabó de entender. Se quedó mirando su vaso vacío de tónica, mientras el resto del hielo se iba consumiendo lentamente. En cuando llegara a casa, prepararía algo de cena y buscaría más información sobre eso de la localización de móviles apagados. Había tomado tantas precauciones. El detalle de dejar el móvil en el paquete le pareció en su momento como una firma personal, un reto para los investigadores, una osadía. De todas maneras, pruebas contra él no podía haber. ¿Indicios? Quizás sí, o quizás no.

Cuando volvía andando a casa, vio a la mujer de vestimenta colorida paseando a su mini perro. Esta mujer no tenía horarios, ni maneras. Sudadera naranja, leggins azules y una diadema roja en ese pelo teñido de color rubio. Al menos había conseguido que paseara por la acera de enfrente. Justo como el otro día, una deportista nocturna hacía estiramientos apoyada en la valla. ¿Era la misma mujer o era otra? No, la otra era más alta y delgada, esta parecía estar metida de lleno en la cuarentena y embutida en licra fosforescente. Cuando abría el portón de su casa, un coche de la policía local pasó despacio por la calle. “¿Desde cuándo estos dan señales de vida por esta zona?” Desde nunca.

Cenó ensalada con huevo cocido y otro lácteo muy azucarado y con regusto a cartón. Echó de menos comer fruta. Cuando iba a buscar información en el portátil, decidió que se iba a dormir y que mañana sería otro día. Antes, cogió el móvil para ver si tenía mensajes. Una llamada perdida de un número que no conocía. “¿Así que estos pequeños demonios se pueden localizar hasta estando apagados?” Pensó que seguro que habría muchos condicionantes para que algo tan peliculero fuera verdad.

De madrugada, se despertó, fue al lavabo, no podía conciliar el sueño. Algo le estaba martilleando en la mente, una y otra vez. Un error. Un posible error. El móvil apagado.  

Usó el buscador, ese que decía que no rastreaba, aunque a estas alturas ponía en duda todo el anonimato en internet. En una página encontró lo siguiente:

“Según un estudio realizado en 2019, el 78% de las personas cree que no es posible rastrear un móvil apagado. Aunque parezca increíble, existen métodos que pueden ayudar a localizar un móvil incluso estando apagado. Las compañías de telefonía móvil y las fuerzas de seguridad son las principales entidades que pueden rastrear un móvil apagado, siempre bajo la autorización o petición de un Juez. Las compañías de telefonía móvil pueden acceder a esta información y determinar la ubicación aproximada del dispositivo, con bastante exactitud. Si el móvil cuenta con un sistema de geolocalización GPS, es posible rastrear su ubicación incluso cuando está apagado, ya que el GPS puede activarse de forma remota y enviar señales de localización a través de satélites. En situaciones de emergencia, como un secuestro o un accidente, las fuerzas de seguridad pueden rastrear un móvil apagado utilizando herramientas especiales. Estos servicios tienen acceso a tecnologías avanzadas que les permiten localizar dispositivos incluso cuando están apagados.”     

Las tres de la mañana. No podía dormir. Tenía que reflexionar, repasar al detalle horas y movimientos. ¿Podrían deducir que estuvo en su jardín? ¿Qué pasaría con los movimientos que llevó a cabo con el aparato en cuestión? ¿Tener su móvil personal siempre en casa supondría alguna sospecha hacia él? El de la mujer lo apagó al poco, le quitó la tarjeta sim y lo llevó a una zona donde esperaba que se lo llevaran, volvió, lo recogió y lo paseó hasta poder meterlo en el paquete. Una vez más. Repasó tal y como recordaba todos estos detalles. Una vez más. Y otra. Y otra. No podía dormir. Las cuatro de la mañana.

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Fuera de mí

Fuera de mí

Siempre me ha gustado la escalada. Aprendí a practicarla en una escuela cerca de mi pueblo. Me enseñó un vecino al que también le apasionaba. Con él aprendí a trepar chimeneas, a defenderme por diedros, subir usando mis dedos por grietas. Todos los fines de semana iba a ascender monolitos, paredes, agujas. La sensación de dominar la verticalidad me hacía sentir libre.

La escuela de escalada se me quedó pequeña y enseguida empecé a volar hacia otras zonas. Picos de Europa, Pirineos... paredes cada vez más complicadas, más largas, sólo o con algún compañero, nada se me resistía. Escalada en caliza, en granito o incluso en el complejo conglomerado de Riglos. Fui capaz de abrir alguna vía complicada como la de Las Algas en la cara este de los Picos de Infierno o Guatepeor en el Pico Valdecoro.
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48 horas más

48 horas más

Se levantó de la cama con una idea obsesionándole. Seleccionó la aplicación de su móvil, como hacía todos los días, y se puso a trabajar. La idea que hasta entonces era imposible, se volvía real. Llevaba tiempo estudiando las posibilidades de la nanotecnología, y vio que el diseño que le rondaba la cabeza era factible.

Un pequeño nanorobot de ordenes simples. Montaría un contador geiger simple capaz de medir la emisión de neutrones de micropartículas, y por tanto de seleccionarlas. Si el pequeño robot topaba con una partícula radioactiva, la engulliría, hasta llenar su depósito. Dos órdenes simples. Engullir partículas o expulsarlas.
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Mi empresa de lotería

Mi empresa de lotería

Mi empresa de lotería
Mira que estaba planeada hasta el último detalle. Convencido de que no fallaría, diseñé una estrategia con el fin de ganar a la lotería estas navidades, mediante un sistema infalible. Una idea sencilla, basada en el anuncio de la televisión de este año.

Una vez lo vi se me ocurrió cómo explotar el sistema. Al principio pensé ir bar a bar con mi propuesta, pero al final decidí que era más sencillo realizarlo por correo electrónico, ya que así llegaría a un número muy importante de bares.
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Huida desesperada

Huida desesperada

Cuando bajó la ventanilla el policía que les había dado el alto le solicitó la documentación. Él se agachó y abrió la portezuela del salpicadero para cogerla, pero en vez de sacar los papeles del coche, cogió un arma que tenía allí escondida y ante la estupefacción de su compañera le disparó en la cara al agente para posteriormente acelerar y escapar del control de carretera en el que les habían detenido.

Tras unos kilómetros conduciendo a gran velocidad, se salió de la carretera principal introduciéndose en un camino de montaña hasta que llegó a un pequeño caserío abandonado. Allí se dirigió a ella.
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El descubrimiento de Europia, Historias de la Argentina

El descubrimiento de Europia, Historias de la Argentina

El mayor problema que presentaban las relaciones entre Argentina y su vecina Chile era el derivado a las comunicaciones entre ambos países, algo muy complejo debido a la cordillera de los Andes, frecuentemente azotada por fuertes ventiscas que cubrían de nieve los puertos imposibilitando el acceso al tráfico rodado.

El tráfico marítimo tampoco mejoraba ya que el cruzar el Cabo de Hornos, en medio de fuertes tempestades, lo hacía inviable al comercio regular. Por tanto, debido a las inclemencias del tiempo, se producían frecuentes malentendidos que tensaban la diplomacia entre ambos vecinos.
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Cuento corto de terror, primera parte

Mucha gente cree en Dios. Están convencido de que un ser supremo creó el mundo. Los más avanzados, para compatibilizar sus creencias con los descubrimientos científicos, hablan del Diseño Inteligente, mediante el cual, Dios está detrás del funcionamiento del universo.

Según ellos, fue el que creó el big bang, las leyes inmutables de la física y quien estuvo detrás del nacimiento de la vida. Toda la perfección del universo existe gracias a ese diseño inteligente, divino. Y su objetivo fuimos nosotros, los seres humanos.

Dentro del universo creó una galaxia que albergaba un sistema solar, con un planeta de un tamaño tal que pudiera albergar por su gravedad una atmósfera, que estuviera a una distancia adecuada de la estrella para que el agua pudiera encontrarse en estado líquido, y con una luna que ajustara el movimiento de los océanos adecuadamente...
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Te estás acercando a los 30 años y no comprendes nada

Te estás acercando a los 30 años y no comprendes nada

A medida que avanzaba hacia la treintena, la vida de los que me rodeaban me parecía más simple. El trabajo, la novia, sus proyectos de casas, hipotecas, bodas… Desde los que más precozmente habían dado el salto al mercado laboral hasta los que habían apurado hasta los 27 para acabar un máster, ya iban todos enfilando uno por uno las sendas de sus vidas. Aquel batiburrillo de jóvenes soñadores que tenía a mi alrededor había mutado y ahora quería hacer cosas más propias de la etapa vital que su edad les marcaba.
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La Musa Comprada

La Musa Comprada

Como había acordado por el teléfono de número oculto, allí estaba el traficante en el callejón, a las dos después de medianoche. Fijaron sus miradas y él terminó de acercarse. El tipo olía a tabaco, y llevaba una pelliza antigua, parcialmente iluminada por la farola inclinada que surgía del muro tras su espalda.

—Vamos al grano —dijo el traficante—. Te presento a las chicas.

Movimientos se intuyeron en la zona oscura de la calle. Era como si las sombras cobraran vida y comenzaran a traspasar un manto intangible. Una decena de mujeres de varias edades se mostraron, colocándose en paralelo como soldados.

Vestían ligeras, algunas con ropas más propias de una obra de teatro, y sin embargo no mostraban un ápice de frío. Estaban serias, entre disgustadas y preparadas para reaccionar. El traficante le dejó tocar una en el hombro desnudo, comprobando que poseían la misma textura que una persona.

—¿Para qué tipo de historia la necesitas? —preguntó el comerciante desde las sombras de la esquina—. Todas te sirven para el sexo, por si quieres dejarte de rodeos.

—No, no busco ni erotismo ni pornografía. Desearía una para novela negra. Investigación.

—¿Más tópica o alternativa?

—Punto medio.

—Sabía que dirías eso.

El traficante se acercó para hablar con las musas. Éstas comenzaron a desplazarse, regresando a las sombras del muro, dando la impresión que realmente desaparecían. Quedó una, observando a ambos hombres con un temor verdaderamente inspirador.

Una vez en casa, la musa se mostraba reacia a moverse del sitio. Se quedaba de pie contra una pared del comedor mientras él realizaba los quehaceres del hogar. Costó llevarla hasta allí, arrastrada a empujones hasta el coche por el vendedor y a insistencias verbales del comprador para que bajase del coche y entrara a la pequeña casa apartada de la ciudad. No hablaron durante el trayecto, a pesar de que él le preguntaba y la animaba. Le explicaba que se trataba de un trabajo sencillo: le faltaba la inspiración en esos días, arrastrando ya un mes. Ella sólo tenía que dar su toque.

Se deslizó un día entero y la musa seguía de pie en el mismo punto del comedor. Él desayunaba y la seguía animando. Ella enarbolaba el mismo rostro. Decidió darle su tiempo, ignorándola.

Una semana después, la descubrió en la cocina examinando dentro de las puertas. Tenía colocada una cacerola en la cabeza. La observó palpar los envases y las frutas. Días después la chica se movía por toda la casa, aunque de un modo como si él no existiese. De mientras, él trabajaba en la novela con insistencia. A pesar de no sentirse creativo, debía escribir a diario para no perder la costumbre. Al fin, cierto día, la musa se colocó detrás de él para observar qué escribía.

—Coloca una vía más.

—¿Cómo? —El hombre se giró. La musa llevaba casi dos horas detrás observando en silencio. La expresión había surgido en parte al descubrir cómo sonaba su voz.

—Dos vías de opción es poco desafiante para la mente. Cuatro en ocasiones demasiado. Tres es el número.

Su leve discurso sonaba propio de un científico. Decidió hacer caso y escribir que el protagonista tenía tres vías por escoger.

 En los siguientes días la musa fue mostrando su carácter variable y forma de ser con la que cualquier persona se podría identificar. Algunas noches la descubría semidesnuda en el comedor realizando una especie de performance. Él observaba en silencio, sin miedo a ser descubierto, analizando esa figura que no malgastaba su energía en ningún movimiento en vano. Un giro, otro… varias ideas brotaban en su mente, y por primera vez en mucho tiempo, se sentó a escribir de madrugada.

Dos meses después, convivían con la naturalidad propia de quienes han compartido durante años. A ella le gustaba preparar café, bebiendo un par de tazas en cada vez. A él le maravillaba verla beber, acompañando la extrañeza sobre el hecho de que jamás iba al baño.

—Báñate conmigo.

La musa lo miró y su rostro fue evolucionando al mismo de temor de cuando la conoció.

—¿He dicho algo malo? —Quedó un momento callado—. Perdona.

—Todos comienzan igual. Se empieza por ahí…

La musa se levantó del asiento y corrió hacia el pasillo. Se escuchó cerrarse la puerta de lo que intuyó que era el cuarto habilitado para ella. El escritor se quedó pensativo, decidiendo darse un baño para despejarse.

Era la madrugada y el comienzo de capítulo seguía en blanco a contraste de los ojos rojizos. Permanecía en una posición encorvada, apoyando el codo en la pierna. El título figuraba solitario siendo un “De delitos y bendiciones”. Sabía cómo tenía que enfocar, jugando con esas dos palabras como si fuesen las dos caras de la misma moneda. El investigador, con tal de atrapar a uno de los asesinos (que en juego paródico uno se trataba de un mayordomo), se proponía delinquir para comprender mejor la mente criminal. Sabía de un compañero anterior, cierta leyenda, comenzó robando y terminó atando a una prostituta en el sótano de su casa. El protagonista no pretendía llegar tan lejos, sólo comprar droga para vender parte y meterse el resto, entonces con ese colocón culpable lograr robar o asaltar a algún transeúnte…

—¿No te das cuenta de lo ridícula que resulta esa idea?

Se giró. Allí estaba ella, analítica hacia la mente de él.

—Puedes leer mi pensamiento.

—Sólo la parte creativa.

—Comienzo a entenderlo —dijo y escupió un poco de aire—. Eso es peor que poder leer el pensamiento.

El silenció los vistió.

—Todos y todas —dijo la musa—. Todos y todas —repitió asumida— termináis realizando el mismo acto. He pasado gran parte de mis días en la cama.

Él se levantó sin apartar sus ojos de los suyos. Le acarició una mejilla. Ella pensó que esta vez sería diferente, y él supo interpretar aquella impresión. La silueta de ambos se alargaba hasta el balcón, quedando unidas a la sombra de las rejas sobre el suelo.

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El caso de Ernest Ian King

Hace unos diez años escribí este relato a petición de una editorial que estaba haciendo un homenaje a Lovecraft, no pagaban un céntimo pero me animé por el reto de intentar imitar el estilo del maestro del terror cósmico. Por supuesto la editorial cerró antes de publicar este recopilatorio de relatos así que la historia quedó en el limbo de un disco duro escondido entre subcarpetas de contenido incierto... Así que lo comparto con vosotros.

*************

           El presente diario está escrito en el camarote del barco que me devuelve a casa. Lo entregaré a mi tío, el profesor Jonathan Archibald King, de la Universidad de Manchester en New Hampshire. Única persona en este mundo que tendrá en seria consideración lo que voy a narrar en las siguientes páginas y que tuvieron lugar en junio de 1923.

           Me llamo Ernest Ian King, soy profesor adjunto de psicología en la misma universidad donde mi estimado tío imparte clases. Nací y me crié en Havencold, en una antigua casona de la calle Hillman, cerca de Silver Road; y no fui a Manchester, en el condado de Hillsborough, hasta que ingresé en la Universidad del mismo nombre en 1895, como estudiante de psicología. En 1900 pasé a ser profesor adjunto del prestigioso psicólogo William H. Webster y pronto comencé a prepararme para asistir a los cursos especiales en universidades europeas, ya que en ningún momento me faltaron contactos con personas doctas, gracias al renombre de mi tío y al buen hacer del señor Webster. No puedo olvidar la extraña relación que unía a mi tío y al prestigioso profesor: confusa, iracunda, tensa, afable, como si dicha relación oscilara según la época del año o las lluvias.

           Estudié minuciosamente libros como El Grimorio del Conde Du Bois, sobre un análisis científico de Peter Craft o los fragmentos conservados de Totentanz de Bern Diermissen, y sobre todo los trabajos del psicólogo italiano Bartolomeo Migliore, quien llamó más mi atención al saber que mi viejo amigo Arrigo Panettiere había sido internado, hacía pocos meses, en el nuevo sanatorio mental construido en la pequeña isla Poveglia, situada en la Laguna de Venecia. Mi interés por ampliar mis estudios con los novedosos métodos del profesor Migliore y el hecho de que mi colega y amigo hubiera ingresado en la institución que dirigía el afamado profesor, hicieron que mis deseos por conocer de primera mano las técnicas y conocimientos usados en dicho sanatorio me hicieran emprender un viaje de quince días en el Aquitania hasta Londres y de allí, llegar a Venecia una semana después.

           La isla de Poveglia está dividida por un pequeño canal y no escapan a mi memoria los libros que encontré en la biblioteca semanas antes de partir, donde se narraba con macabro detalle la oscura historia de la isla. En época romana fue usada para aislar víctimas de enfermedades contagiosas de la población general y siglos más tarde, con Europa asolada por la peste negra, todas las fuentes que consulté indicaban que hubo un lugar donde la muerte se cebó especialmente, Venecia. Las montañas de cadáveres se apilaban como horrendos cúmulos informes de seres humanos de todas las edades y en diverso estado de descomposición, y aún así la gente seguía muriendo, por lo que ante tal desgracia, las autoridades de la ciudad decidieron que los cuerpos fueran trasladados a la isla de Poveglia. Según cuenta en su obra A solis ortus cardine, de Giacomo Palermi, el enorme e inhumano crematorio parecía obra de un dios pagano olvidado dadas las proporciones dantescas de humanos calcinados. A día de hoy, el oleaje aún arrastra restos, despojos irreconociblemente humanos a las costas más cercanas a la isla.

           Según narra el reconocido historiador y filósofo, las autoridades de la época tomaron la terrible decisión de que no sólo fueran llevados a la isla los muertos, sino también los que padeciesen los síntomas. Todos los enfermos fueron llevados a la isla, entre gritos de agonía y lamentos eternos, hombres, mujeres y niños enfermos, aún vivos, eran arrastrados y arrojados a las piras crematorias.

           Muchos años después, la isla quedó totalmente abandonada, pero en junio de 1922, hace ahora un año, se levantó allí un sanatorio mental. La carta que recibí de la familia Panettiere no hizo más que avivar mis deseos de conocer no sólo el estado de la salud mental de mi amigo sino poder estudiar nuevas técnicas en el campo de la psicología.

           En la tarde del sábado 26 de mayo me alojé en el Hotel Ca' Doge, situado a pocos metros de Santa Croce, donde a la mañana siguiente un hombre delgado, de tez extremadamente pálida, mirada ausente y acuosa, llegó en automóvil, para llevarme a mi cita con el afamado experto Bartolomeo Migliore.

           La llegada en barca a la isla dejó una fuerte impresión en mi alma, algo indescriptible que atenazó mi espíritu y que, en ese momento, no fui capaz de identificar. El sanatorio era amplio, de ladrillo sólido y paredes gruesas, ventanales con sólidas rejas, frondosos setos y árboles de aspecto cuidado. Reparé en una construcción elevada, que más tarde descubrí que era conocida por el nombre de "el Octágono," desde la altura del campanario se podía ver el insólito hecho de que ni una sola planta crecía sobre la amplia zona con forma octogonal. Mi silencioso chófer y barquero me dejó en el pequeño muelle donde me esperaba una de las asistentas del eminente médico y psicólogo, una mujer de aspecto recio, de nariz firme y perfilada, de ojos oscuros y de rasgos latinos que me recibió interesándose por mi interés en los avances del profesor, ya que a todas luces éste no le había dado más información que la que pudiera obtener de mí.

           El profesor Migliore me esperaba fumando una pipa a la puerta de su despacho, resultó ser un hombre mayor, agradable e inteligente, y sus conocimientos de psicología le permitieron entablar larguísimas discusiones conmigo sobre el mundo de los sueños y sus estudios realizados en el sanatorio con ciertos pacientes, me explicó que la mayoría tenía pesadillas informes y recurrentes, inconexas narraciones que él atribuía a la desconocida sensibilidad de la pseudo-memoria.

           Amablemente, me invitó a acompañarle en una ronda por los pabellones de sanatorio, el olor en el ala sur, destinada a los casos más horribles, era un hedor que no guardaba parecido con nada conocido y que no podía provenir de nada sano ni de esta tierra. Pero sé que los sanatorios mentales suelen tener las huellas de los gritos descarnados, las emociones inhumanas de la locura en su estado más primitivo. Nos dirigimos a una de las terapias que tenía dispuesta para un paciente. En la habitación, atado a la cama con fuertes correajes un hombre de tez oscura y mirada perdida balbuceaba palabras sin sentido. El profesor me indicó la costura en el cráneo por donde se había hecho el primer acceso con un taladro manual para anular el senso primordio, un término que había creado el psicólogo para definir la zona del cerebro que somete y contiene los sueños preternaturales, con todo lujo de detalles me contó las visiones que el paciente había descrito en caótico desorden, arquitecturas imposibles, seres gigantescos y deformes.

           En el mismo instante que el profesor me señaló con su propia pluma la boca sin dientes del atormentado paciente, un destello de formas extrañas se formó ante mis ojos y comprendí que me hallaba en una habitación grotesca distinta de la de un sanatorio. Mis palabras se separaron de las ideas y éstas a su vez de los pensamientos, encadenando una desconexión de las sensaciones, ese breve instante fue suficiente para que un sabor acre se me formara en la boca. Me disculpé del profesor y pedí descansar en mis habitaciones, alegando el largo viaje y el haber dormido mal la noche anterior.  

           Ya en la cama, cerré los ojos y me desperté ya bien entrada la noche, encendí el pequeño candil y me asomé a la ventana de mi austera habitación, desde allí se veía el ala sur del sanatorio y una parte del “octágono”. Un grito sobrecogedor se oyó en alguna parte, salí corriendo hacia el pasillo, donde una enfermera, candil en mano, me saludó inclinando la cabeza mientras se dirigía veloz hacia alguna parte del sanatorio. Seguí a la enfermera movido por la curiosidad y con la intención de ayudar en lo que fuera posible, vi que el profesor estaba entrando en una habitación justo cuando otro desgarrador aullido salió de allí. Dentro, el horror me esperaba, contemplé la familiar forma humana de una persona que no parecía tal cosa, y en el rostro una expresión congelada de alivio, como de haber superado un temor infinito. Sus facciones eran extrañas, el pronunciado mentón, la nariz perfilada como el nudo de un árbol, la expresión de los ojos, grandes y oscuros, sus carnosos labios, su tez porosa y sus orejas increíblemente alargadas, hacían un conjunto atrozmente feo. Pregunté al profesor por su caso y me dijo que había tenido que extirpar a golpe de cincel y martillo una parte del cráneo para que la mejoría fuera notoria ya que este paciente se devoraba a sí mismo, dándose dentelladas y comiéndose su propia carne, cosa que pude comprobar cuando levantó el camisón para mostrarme la falta de carne en brazos y piernas. A continuación me explicó que hundiendo la parte petrosa del hueso temporal en el cerebro había conseguido que dejara de infringirse daño, y que este hecho pudiera haber dado paso a las pesadillas, los gritos y el habla inconexa, cuando es bien sabido que el habla no se aloja en esa parte del cerebro.

           No quedé demasiado convencido de las técnicas del profesor, pero en aquel momento me embargó la duda de que quizás estuviera delante de uno de los grandes avances en materia mental y delante de un genio, de ahí que anotara todos los datos en mi cuaderno para su posterior análisis. En el camino de vuelta a mis habitaciones, me detuve en una habitación de la salía luz y la puerta estaba entreabierta, por simple curiosidad, empujé la puerta y dentro encontré una sala vacía y sin ventanas, iluminada por candiles en las paredes, en el centro de la estancia había una maquinaria que era una rara mezcla de palancas, espejos, cristales, ruedas y engranajes, mediría un metro de alto, por treinta de ancho y unos cincuenta de profundidad. Uno de los espejos era convexo y circular, otro era plano y hexagonal, había también una pirámide de cristal ambarino que estaba engarzada a una suerte de palanca dorada y plateada y ésta a su vez a innumerables engranajes. La voz de Bartolomeo Migliore a mi espalda me sobresaltó y encendiendo una pipa me contó que esa máquina la había construido Arrigo Panettiere, mi antiguo amigo.

           Continuó explicándome, camino de nuestras habitaciones, cómo en uno de los primeros delirios de Panettiere se le dieron algunas herramientas y materiales como parte del proceso de terapia mental, pero que nunca descubrieron de dónde sacó los espejos, los cristales y algunos metales para tan extraña construcción. Sospechaban que algún otro demente le habría facilitado algunas de esas cosas. Cuando le pregunté cuándo podría verlo y en qué estado lo encontraría, me dijo que a la mañana siguiente y que sobre su estado poco podía contar. 

           Al filo del alba, una terrible pesadilla dominó todo mi ser, lo primero que sentí fue la abstracta sensación de profundo e inexplicable horror, como si mi propia mente sintiera mi cuerpo ajeno e inconcebiblemente extraño. Me encontraba en una cripta sin ventanas, adornada con una extraña sillería pétrea y con una primitiva bóveda redonda. Una abertura en el muro daba acceso a un pasillo oscuro con una fuerte corriente de aire muy húmedo, allí y unos pocos metros más adelante, llegué a un sobrecogedor y vasto espacio vacío en el que mi candil no revelaba la existencia de muros ni de bóvedas. Volví sobre mis pasos para encontrar un cruce en el pasillo que no había visto antes, quizás abrumado por la sensación de terror que dominaba mi alma, dirigí la luz del candil hacia el final de ese corredor y vi una cripta baja y circular con arcos que se abrían sin orden geométrico. Las paredes, o las partes que quedaban al alcance de la luz, estaban casi por completo cubiertas de jeroglíficos y cinceladas con símbolos curvilíneos, toque una de las paredes y un grito estremecedor llenó la sala. Me desperté abriendo los ojos sin mover un sólo músculo del cuerpo, aterrorizado.

           Esa mañana, tras un frugal desayuno, me dispuse a dar un paseo antes de ver al profesor, intentando borrar de mi mente la aterradora pesadilla que había tenido. Salí al jardín exterior, bordeando enredaderas de parra virgen primorosamente cuidadas y dirigiéndome sin rumbo hacia el ala norte del sanatorio. Cuando ya me disponía a regresar encontré una puerta en el extremo norte del edificio, así que decidí ir hacia el despacho del profesor atravesando el interior del sanatorio. La puerta parecía no haberse usado en mucho tiempo, aún cuando el edificio había sido terminado de construir el año pasado. Empujando con el hombro, conseguí abrirla y me encaminé pasillo abajo hacia el sur hasta que un olor indefinido, parecido al de hierro oxidado y aguas pútridas, hizo que tuviera que taparme las fosas nasales y la boca con el pañuelo. Una de las puertas se encontraba entreabierta y la empujé ligeramente para ver si de allí provenía el fuerte olor. Un estanque de cemento de un metro de alto y unos diez por diez metros era todo lo que había en la sala. Su interior estaba vacío pero había restos de limo y de algas y en el centro de la alberca había una trampilla de hierro oxidado con dos candados a cada lado del pasante que mantenía cerrada la extraña compuerta. Semi borrado por el óxido se podía ver un rostro a medio camino entre un simio y un pez grabado en el frontal de la trampilla, hice un pequeño esbozo en mi cuaderno de notas con la intención de preguntar al profesor qué uso tenía esta habitación.

           Me dirigí a buen paso orientándome hacia el sur en todo momento, los pasillos estaban jalonados de puertas cerradas, las pocas que se encontraban abiertas dejaban ver en su interior camastros conectados a bobinas eléctricas de uso desconocido, o a habitaciones con grandes cilindros a modo de calderas pero sin tubos o conexiones a ninguna parte, estaba abocetando una de esas extrañas calderas en mi cuaderno cuando escuché unos pasos claros y un murmullo de voces en aumento, claramente una de las voces pertenecía al profesor y la otra debía ser de alguna de las enfermeras que lo asistían. Guardé mi cuaderno y al doblar una esquina en dirección a las voces, los vi venir hacia mí, ambos parecieron sorprenderse de verme, pero al instante el profesor esbozó una sonrisa y se dirigió con paso firme hacia donde me encontraba. Cuando ya estuvo a mi lado hablamos de banalidades a las que no otorgué importancia, sólo cuando me preguntó por cómo había pasado la noche me di cuenta de que algo no terminaba de parecerme racionalmente adecuado. Así que mientras le contaba la pesadilla que había sufrido la noche anterior estuve pendiente de sus respuestas y sus expresiones, valorando cada una a medida que le iba narrando el horror del pasado sueño. Se interesó mucho por ciertos aspectos arquitectónicos que para mí carecían de importancia o no recordaba y me pidió si, tras visitar al señor Panettiere, me prestaría a una sesión de hipnosis para poder vislumbrar el sentido profundo de mi pesadilla. No podía dudar de las cualidades del profesor ni de sus intenciones, acepté insistiendo en que tomara nota de todo para poder analizar yo mismo los datos resultantes de la hipnosis.

           El cuerpo estaba sentado muy tieso en la silla de metal que había en su habitación junto a la ventana. Me acerqué a ver la cara de mi colega y amigo y sólo vi uno ojos vidriosos y desorbitados, unas facciones irreconocibles en un rostro sobrecogido por el terror. El profesor me explicó que había intentado sacarlo del trance en el que se encontraba con técnicas de electroconmoción, de ahí las marcas en sus sienes y las zonas rapadas de su cabeza. Llegó al sanatorio aquejado de sobrecogedores dolores de cabeza que sólo le hacían gritar día y noche, balbuceando palabras extrañas y en un estado que el profesor sólo podía calificar de demencia extrema, me reconoció que todos sus intentos habían resultado infructuosos y le preocupaba que llevara semanas con los músculos contraídos en esa misma expresión.

           Le pedí unos instantes a solas con Arrigo y el profesor asintió indicándome el pabellón donde estaría, recordándome la propuesta de usar sus técnicas de mesmerismo para intentar arrojar algo de luz sobre lo que me había sucedido. Me senté en la cama contemplando la expresión de terror en su cara, como si el tiempo se hubiera paralizado en ese instante eterno lleno de horror y miedo indescriptible. La carta de sus padres no me había aclarado qué sucesos podrían haber desembocado en el estado mental actual de su hijo, tan sólo una vaga frase que venía a decir que estaba obsesionado con un trabajo que estaba realizando para la Sapienza-Università di Roma.

           De pronto, mi mente dejó de estar allí, recorría a toda prisa los pasillos pintados de verde del ala norte hacia una escalera de caracol que descendía interminablemente hasta una estancia con un agujero informe en el suelo, y en su interior, y a mucha profundidad, llegué a vislumbrar bloques de piedra negra de ingente tamaño unidos con algún material de increíble dureza, formando una masa tan firme como extraña, una especie de espiral imposible coronada por una pétrea figura humanoide, a su lado yacía el cuerpo destrozado de Arrigo, sin brazos ni piernas y apenas media cabeza, vivo y consciente. El horror de la visión me hizo volver a la habitación donde me encontraba, Arrigo se había movido de la silla y se encontraba sentado a mi lado en la cama, inexpresivo, impasible en su mueca de terror ignoto. 

           En ese instante, comencé a entender que algo extraño e insano me estaba sucediendo, ahora ya no eran meras dudas o fantasías, sentía que algo estaba apoderándose de mi ser en contra de mi voluntad.

           Pasé la mañana tomando notas sobre las técnicas del profesor, fui testigo de una extracción del puente de Varolio en el cerebro de un paciente aquejado de rigidez y espasticidad motora, mientras hacía pasar una corriente eléctrica por el torrente sanguíneo para estimular, según el profesor, la regeneración mental del movimiento. Acompañé a su despacho al profesor, donde estuvo preparando la lista de fármacos y sus dosis para los ciento doce enfermos que había en el sanatorio. Tras un ligero tentempié nos dirigimos a una habitación donde me pidió que me vistiera con una de las batas del sanatorio mientras me explicaba que su técnica recogía lo mejor del mesmerismo y las técnicas más depuradas de la hipnosis moderna, me narró con todo lujo de detalles que si todo el universo se había desarrollado de una sustancia homogénea primordial, se podía acceder a esa corriente ancestral mediante el uso de brazaletes magnetizados, maderas aislantes, bebidas saturadas de sales y piedras como la geoita, que ayudaban a entrar en trance de modo inequívoco.

           Bebí una solución de color cetrino y sabor ácido, me colocó un brazalete de metal en cada muñeca, estos estaban conectados a una intrincada red de cables que terminaban en una máquina con una bobina de cobre de un metro de diámetro. Me encontraba sentado sobre una plancha de madera de cedro que se había colocado sobre la cama y tenía los pies sumergidos en un barreño de metal con una solución salina y otros minerales. El profesor se puso unos gruesos guantes de cuero y una asistenta le abrió una cajita de madera donde dentro había una piedra de color negro que me señaló como geoita. Una ligera corriente eléctrica recorrió todo mi cuerpo cuando se activó la máquina conectada a docenas de cables, mientras el profesor pasaba la piedra por diversas partes de mi cabeza, por dónde esta tocaba el cuero cabelludo parecía que una parte de mi mente quisiera irse hacia la extraña piedra negra.

           En uno de esos pases sólo vi negrura y al instante noté una corriente de aire frío y muy húmedo, me veía envuelto en una tenue luz y a mi lado estaba la presencia del profesor, sabía que era él, pero su apariencia era la de algo deforme, con la piel verdosa con zonas amarronadas, la cara totalmente deformada y colmillos saliendo de bocas situadas en hombros y cuello. El profesor musitaba palabras que no podía reconocer y algunas de las que más repetía se me quedaron grabadas a fuego en el alma. “N’graht Yopghog Sothoth”, repetía cada cierto tiempo como si quisiera llamar a alguien o buscar a alguien en un escenario de irreal locura.

           Estábamos en una estancia de techo altísimo, con grandes ventanas redondas dispuestas simétricamente, rampas y cilindros de piedra repartidos en caótico orden, una de esas rampas se dirigía a la titánica altura donde se vislumbraba una plataforma pétrea, a través de las ventanas se podían ver extraños jardines, rodeados de edificios gigantescos, me sentía incapaz de calcular las proporciones de lo que veía y la sensación de abotargamiento ante lo que contemplaba sólo era rota por la creciente sensación de voces en mi mente. Las construcciones en el exterior podían medir cientos de metros de altura, todas hechas de esa piedra negra de aspecto viscoso. El brumoso cielo estaba cubierto por una especie de vapor violeta y en el horizonte se divisaban enormes torres cilíndricas negras, cuya altura superaba la de cualquier otro edificio. Los jardines provocaban desasosiego, la desconocida vegetación tenía una fantasmal palidez amarillenta, las flores eran irreconocibles y parecían hongos floreciendo caóticamente. Mi acompañante se dirigió con paso irregular hacia una de las entradas y me hacía toscas señas para que lo siguiera, algo en mí me obligó a ir por otra de las gigantescas arcadas de la estancia, ignoraba por qué había tomado aquel camino en particular, pero mi acompañante me siguió repitiendo frases incongruentes. 

           Cuando llegué a la siguiente estancia, tras recorrer un lóbrego pasillo, vi una trampilla situada en el suelo y un sinfín de estructuras parecidas a estanterías llenas de bloques de piedra de extraordinarios colores y formas. Una nueva oleada de pánico se apoderó de mí.

           Con una seguridad que no parecía mía, me dirigí al mecanismo curvo de apertura de la trampilla, y la abrí con un movimiento sencillo. El profesor parecía estar muy alterado y hablaba con una rapidez inhumana. Dentro, había un pasillo de geometría imposible que ascendía incomprensiblemente, sin dudar un instante el profesor, o su representación mental, entró en el pasillo que había en la trampilla del suelo y comenzó a ascender por la rampa, sin mirar atrás, con paso irregular pero firme. Seguí al profesor por el irreal pasillo hacia arriba hasta que lo encontré detenido ante otra trampilla, parecía no querer o no poder tocarla y se acercaba y alejaba de ella como deseoso y temeroso a la vez. Su cara informe me miró en silencio, la boca de su hombro derecho lanzó una dentellada al aire, puse la mano sobre el gancho de la portilla, lo giré y entonces sólo vi negrura.

           No sabía qué había ocurrido entre el momento de la hipnosis y el 15 de junio, fecha que supe después cuando me recogió una barca en las aguas entre Venecia y la Poveglia. Me desperté sentado en la misma cama donde hacía minutos había estado el profesor y su ayudante, el horror me nubló la vista al ver su cuerpo esparcido por todas las paredes, sangre seca, carne putrefacta y huesos mezclados en horrible desorden por toda la habitación, noté que la sangre me había dejado el pelo pegajoso, y aunque parecía estar ileso, tenía tremendos dolores musculares. Atardecía en el exterior así que aprovechando los últimos rayos de luz, me vestí y salí al pasillo donde sólo pude ver destrucción y muerte, paredes destrozadas, muros caídos, escombros por todas partes, agua borboteando de tuberías destrozadas y suelos levantados por una fuerza indescriptible. Como pude, avancé entre el derruido pasillo, encendí una cerilla con la intención de buscar algo con lo que iluminar mi camino en la cercana noche. En una habitación, también destrozada, encontré en el suelo un candil con aceite y lo usé para intentar descubrir qué hechos tan terribles podrían haber creado la locura allí reinante. En una de las esquinas, en el suelo, me encontré con una abominación, dos hombres mezclados de cabeza a pies, como si una mano fantasma los hubiera partido en dos y unido de nuevo con las partes del otro. El pánico en su estado más puro se apoderó de mi ser cuando el engendro humano comenzó a hablar. “Abrió la luz del infierno y de ella entró galopando el dolor en sus formas carnosas.” Como pude, olvidándome de toda ética profesional o científica, huí despavorido de semejante monstruo inhumano.

           Aún no había terminado de correr cuando un ser viscoso y con forma semihumana se plantó delante de mí, fue tal el terror que sentí que se me cayó el candil al suelo, y la negrura se apoderó del pasillo. Sólo podía oír los siseos que emitía la criatura y el goteo constante de agua de una tubería del techo sobre el suelo. Una mano viscosa y seca me apresó por el cuello y me levantó en el aire como si fuera de papel, luego se oyeron otras voces hablando en lengua extraña y caí al suelo liberado del apresamiento. Como pude, me arrastré por el pasillo huyendo de la criatura y en mi cabeza estallaron cientos de voces gritando, pidiendo ayuda, todas a la vez en caótico babel de gritos y lamentos. En mi atropellada huida a oscuras llegué a un pasillo con escalinata y hacia una luz que parecía venir de alguna habitación, un zumbido extraño salía de allí.

           Entré atropelladamente en la habitación y cerré lo que quedaba de puerta apilando piedras y restos del derrumbe del techo. Me encontraba en la sala donde ya había estado, la del estanque de cemento, sólo que ahora estaba lleno de agua putrefacta. Toda la estancia estaba manchada de sangre como si se hubiera rociado con ella la sala. El extraño fulgor verde azulado provenía del interior del estanque, concretamente el brillo era más intenso donde estaba la trampilla. En mi apresurada huida no me había fijado que en una esquina, agazapado tras una contraventana rota había un paciente del profesor. Balbuceaba frases inconexas, me acerqué a él y se puso de pie como movido por un resorte, de pronto sus ojos cobraron vida y comenzó a relatar que se habían abierto las puertas del infierno, que por fin el profesor había hablado con ellos, que el único lugar seguro era el campanario y que si le ayudaba podríamos subir hasta allí ahora que ya habían saciado su hambre de almas. Luego se puso a hablar sobre plasticidad monstruosa y de ruidos semejantes a silbidos y chasquidos. Intenté calmarlo pero sólo conseguí que se pusiera a liberar de piedras el modesto parapeto que había fabricado tras la puerta, intenté detenerlo, pero su fuerza era muy superior a la mía. De pronto, el puño de uno de esos seres viscosos atravesó la puerta y después toda la puerta salió despedida con gran fuerza, al pobre hombre que se encontraba frente al monstruoso ser apenas le dio tiempo a gritar antes de que los brazos ciclópeos de esa cosa lo partieran en dos tirando de los hombros. Unos ojos sin pupila y de color ámbar se clavaron en mí, me miraba mientras cogía por una pierna el cadáver del paciente y de un chasquido se lo metía en la boca, donde una colosales mandíbulas con dientes como cuchillos destrozaban carne y huesos. Seguía mirándome y yo seguía paralizado, escupió sangre sobre el suelo así como algunos huesos de la pierna mientras esos ojos inexpresivos no me perdían de vista. Antes de que pudiera pensar en nada, o fuera consciente de lo que hacía me zambullí en el estanque y buceé con todas mi fuerzas hacia la trampilla ayudado por el intenso fulgor que de allí salía, buceé lo que para mí fueron horas, hasta que las fuerzas me abandonaron sabiendo que mi hora había llegado.

           Abrí los ojos y me encontré en un bote de pescadores, los allí reunidos me miraban como si hubiera vuelto de la misma muerte. Me explicaron que me encontraron flotando a poco metros de Venecia, traído por las extrañas corrientes que a veces fluyen desde la ciudad a la isla. Me dirigí a mi hotel sin dar más explicaciones, caí en la cama, y la fiebre y los dolores musculares se apoderaron de mí, durante tres días yací en cama, débil, temiendo que la fiebre me hiciera volver a tener pesadillas, la sola idea de que eso pudiera suceder me estremecía.

           Cuando por fin me recuperé, comencé a completar en mi cuaderno todos los hechos que me sucedieron intentando no perder los detalles que recordaba, aun cuando muchos otros fueran borrados de mi memoria. No creo poder expresar de manera aproximada el horror y temor contenido en tales recuerdos. Días más tarde, en el comedor del hotel, supe de los terribles hechos que habían sucedido en el sanatorio, entre susurros y habladurías me contaron que el profesor enloqueció y empezó a ver los torturados espíritus de los muertos por la peste, que la locura se había apoderado de su alma y que subió a la torre del campanario desde donde había saltado y, según un paciente que sobrevivió a la locura allí desatada, el profesor no murió con la caída y mientras se retorcía de dolor en el suelo, una especie de niebla salió del suelo y lo estranguló hasta la muerte.

           Tengo que contarle a mi tío lo que vi o creí ver, y dejar que utilice su criterio como científico para analizar la realidad de mi experiencia. Todavía no me siento dispuesto a garantizar la verdad acerca de lo que creo que encontré en la isla de Poveglia. Hay motivos para creer que mi experiencia fue una alucinación, para la cual, existían algunas causas. Y, sin embargo, su realismo fue tan horrendo que, a veces, encuentro imposible seguir viviendo.

 --FIN--

 

 

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Los tarareos de un ciego

Andrei Voloshimin no se preguntaba nunca por qué sucedían las cosas. Había nacido campesino, cerca del Dnieper, y su tierra no admitía preguntas, como un orador altivo que se limitase a declamar su doctrina de trabajo y privaciones. Si la crecida del río se llevaba animales y cosechas, respiraba hondo, se echaba al hombro la pala para retirar el barro y volvía a comenzar. Si los hielos abrasaban los brotes tiernos de los frutales, acariciaba las llagas negras de los árboles a la espera de que más tarde volviesen a verdecer. 

Cuando le dijeron que los alemanes habían invadido su patria se encogió de hombros, y no cambió de actitud ni siquiera cuando lo reclutaron para participar en la mayor hecatombe de todos los tiempos: la guerra total en las estepas, sin cuartel, sin un montículo tras el que guarecerse, sin esperanza de que el enemigo dejase de luchar un instante antes de haber vertido la última gota de sangre. De la propia y de la ajena.

Participó en la batalla de Kursk, a bordo de un T34, uno más de los miles de carros de combate que se enfrentaron sin descanso y sin esperanza a las divisiones panzer germanas, ya convencidas de que no podrían ganar, pero de todos modos entregadas a consumar su inmolación: sólo les importaba luchar. Sonaron las trompetas de Jericó de los Stukas, tronaron los millares de cañones antitanque emboscados en cada arbusto, y el mundo se pasmó, no tanto ante la destrucción, ya conocida, como ante el feroz encono con que se emplearon los contendientes. 

Después de aquel desastre común, la guerra rodó cuesta abajo para los rusos, pero Voloshimin comprobó, sin sorpresa, que aplastar al enemigo no significa alejar la muerte: a cada batalla que iba ganando con su ejército se multiplicaban las tumbas; a cada victoria le sucedían interminables millares de entierros. Los rusos no se detendrían jamás, como los ríos, que sólo en el mar se calman; los alemanes no se rendirían nunca, como la roca en la playa, indiferente a las olas, que se convierte en arena en cada arremetida pero no vuelve la espalda.

Muchos se preguntaban dónde o cuándo terminaría aquello, pero Voloshimin no: él no hacía preguntas. Había nacido en el Dnieper, campesino, hijo de siervos, emancipado de la tierra por la misma revolución que lo encadenaba a las armas.

En una orgía de fuego y locura los rusos liberaron su patria, cruzaron el Vístula, cruzaron el Oder, y se plantaron finalmente en Berlín. Allí tenía que acabar todo; aquel era el mar que por fin los acogía. Entre las casas derrumbadas, y los hombres derrengados, y los restos de los libros, y las estatuas, y las universidades, y los patíbulos, les salieron al paso las mujeres y los viejos de Alemania. Y allí aprendió Voloshimin que las armas también matan cuando las dispara un niño, y que da igual que hayas recorrido cien o cinco mil kilómetros desde tu casa, o que nada pueda ya arrebatarte la victoria, porque también los perdidos pueden perder a otros.

El cuatro de mayo de 1945 hacía ya tres días que se había suicidado Hitler. Aquella misma tarde se firmaría al fin la paz. Por la mañana, un hombre sin piernas, sentado en una silla de ruedas, asomó tras una esquina y disparó su panzerfaust, el bazoka alemán, contra el tanque de Voloshimin. Con aquel, eran ya treinta y dos los tanques que destruía el excombatiente, lisiado en la Gran Guerra, la del catorce. El artillero murió en el acto. Voloshimin, envuelto en llamas, consiguió salir del tanque y trató de apagar el fuego que consumía su cuerpo revolcándose en el barro y en sus propios gritos. Cuando al fin lo consiguió, su carne abrasada quedó tendida exhausta sobre los cascotes. Sobre la victoria.

Despertó diez días después en un hospital de campaña construido a toda prisa con jirones de rapiña y retales de miseria. Había quedado tan desfigurado que nadie en su pueblo podría reconocerle. Él ni siquiera tuvo la oportunidad de intentarlo porque se había quedado ciego.

Tampoco entonces Voloshimin se preguntó por qué le había sucedido aquello.

Durante meses arrastraron sus despojos de un hospital a otro, en camiones, en carromatos, en trenes que iban siempre hacia el Este. Paraban de vez en cuando en hospitales y pasaba días, o semanas, postrado en una cama sin echar de menos el aire libre ni agradecer el reposo. Algunas enfermeras se acercaban a veces a hablar con él, pero Voloshimin descubría en su tono el espanto y la compasión, y las dispensaba del deber de su simpatía guardando silencio.

A mediados de 1946 percibió en el aire el aroma de la genista y el eneldo y supo que había llegado al Dnieper. Allí, en alguna parte, vivirían seguramente su madre y sus hermanas, y por primera vez sintió miedo del daño que aún podía hacer. Pero entonces lo subieron a otro tren, camino del Este, y siguieron avanzando hacia el nacimiento del sol en un rodar infinito, en una machacona letanía de bielas y chirridos que a veces rezaba y a veces maldecía, y a menudo, casi siempre parecía hipnotizada por el polvo y el olvido.

Entonces Voloshimin perdió la cuenta de los días y las noches y extravió el último calendario de su memoria. Ya no supo si estaban en invierno o en verano; ya no pudo imaginar en qué región, o en qué remota provincia de tártaros cetrinos o jinetes mogoles le habían dejado a reposar hasta el siguiente viaje. Conoció habitaciones gélidas, y cuartuchos diminutos donde enseguida se viciaba el aire. Conoció habitaciones como hangares, con eco lejano; inventarió olores a cuadra, olores a mujeres de otras razas, olores a aceite de camión, de oliva y de linaza; aprendió los sabores de todas las tierras posibles, de las tierras blancas de cal, de la sílice, de la arcilla, y de los campos que nunca, jamás habían sido cultivados ni esperaban el arado en los próximos milenios.

Y entonces, un día, años o siglos después de Berlín, escuchó, olió y saboreó algo imposible: era el mar. Habían llegado al Pacífico.

Poco después lo subieron a un barco y, tras una corta travesía, le dijeron que estaba en Sajalín, una isla remota a la que los japoneses llaman Karafuto, habitada sólo por unos cuantos pescadores, descendientes de otros que, en tiempos remotos, dieron por muertos después de alguna tormenta. 

Allí le devolvieron a Voloshimin su uniforme y le comunicaron que había sido ascendido a sargento. No era un inútil sino todo lo contrario: tenían para él una misión de gran responsabilidad y esperaban que supiera cumplirla con el espíritu de sacrificio y la dedicación de que hablaba su impecable hoja de servicios.

El oficial que se lo comunicó esperaba seguramente que Voloshimin preguntase qué era lo que podía hacer él, ciego y cojo, con sólo tres dedos útiles de una mano y dos de otra, pero tuvo que contentarse con prolongar su silencio antes de proseguir su explicación.

Lo habían trasladado a la marina. Aprendería Morse y se ocuparía de una de las modernas estaciones de escucha, recién instaladas. En aquel lugar remoto poco podía importar su aspecto exterior. Su condición de ciego, con lo que eso suponía de desarrollo del oído, sería una ventaja para la misión que debía desempeñar. Su trabajo consistiría en informar puntualmente de todo lo que escuchase en sus auriculares. Los imperialistas occidentales patrullaban aquella zona con sus barcos y submarinos y era imperativo detectarlos a tiempo. Para ello, se habían colocado centenares de micrófonos en el mar, y un buen operador de radio debía distinguir el sonido de los motores de un submarino de los de un simple carguero, un barco de pesca, o incluso un navío propio.

Voloshimin era el hombre adecuado. De vez en cuando debía emitir también grabaciones de motores para confundir a los micrófonos adversario, y estar muy atento para que los señuelos sonoros de los norteamericanos no lo confundieran, obligándolo a transmitir informes falsos.

Voloshimin se cuadró como mejor pudo y se llevó a la frente su mano mutilada.

Aprendió Morse, y recibió las felicitaciones de su instructor por la rapidez y el empeño con que lo hizo. Aprendió en pocos meses a distinguir los motores chinos de los japoneses, los rusos, los norteamericanos y los británicos, y pronto supo descartar, por el siseo de fondo, los falsos motores procedentes de grabaciones emitidas por boyas militares occidentales.

Cuando ocupó su puesto, los tres hombres que compartían con él la estación de escucha lo saludaron amablemente, pero Andrei supo enseguida que sólo uno de ellos era también ciego, pues era el único al que no le temblaba la voz al dirigirse a él.

Y allí, sobre una roca infestada de antenas que sólo las gaviotas visitaban, dejó correr los años. Cuanto más aprendía de motores, más tiempo pasaba pegado a sus auriculares, negándose a ser relevado hasta que el sueño lo vencía.

Los otros, uno a uno, fueron pidiendo el traslado a otros lugares menos azotados por los vientos o más frecuentados por otros seres humanos con quien poder compartir sus pocas alegrías y sus muchas frustraciones, pero Voloshimin permaneció en su puesto, ganando pericia, distinguiendo ya no sólo el tipo de navío y su nacionalidad, sino también la unidad concreta, su tonelaje, y su nombre. Cuando aparecía en el espectro un barco que no conocía llamaba a la central de mando, pedía que identificasen al buque y ya no se olvidaba de su nombre ni del año en que había sido botado.

En 1957 su único compañero, el otro ciego, contrajo una pulmonía y fue evacuado al interior. Se recuperó, pero ya no volvió a Sajalín, y Voloshimin se quedó solo.

Los hombres de la base de la marina que le llevaban la comida, le lavaban la ropa y se preocupaban de cubrir sus escasa necesidades observaron que a veces hablaba solo y canturreaba a todas horas. Preocupados porque estuviese empezando a perder el juicio, elevaron un informe a sus superiores y la marina soviética envió un equipo médico para comprobar el estado de salud mental del ya conocido radioescucha que siempre, a cualquier hora, permanecía en su puesto. Lo examinaron durante dos días enteros, convencidos de que sus heridas y la clase de vida que había llevado durante tantos años tenía que haber minado necesariamente su cordura, pero no pudieron encontrar nada más allá de las rarezas y las manías de un hombre que no hace preguntas, acepta lo que le toca vivir y cumple con su deber sin reservas. 

La historia de Voloshimin empezó a correr de boca en boca hasta llegar a oídos del almirante Kirilenko, que quiso darle un descanso. En Crimea. En el sur, en un lugar cálido. Donde hiciese falta y sin reparar en esfuerzos. Voloshimin, sin abandonar la posición de firmes, rogó al almirante que no lo devolviese a su casa ni lo alejase de su puesto, pues sólo allí sabía orientarse y sólo allí sabía cómo ocupar el tiempo.

El almirante accedió, y transmitió la historia y el deseo del radioescucha a su sucesor, y este al siguiente. En 1970, Voloshimin tenía cuarenta y ocho años y llevaba veintitrés en Sajalín, doce de ellos completamente solo.

Canturreaba a todas horas, pero había aprendido puntualmente a distinguir los nuevos motores, uno a uno, de todos los barcos que atravesaban el Pacífico Norte. Su habilidad para confundir a los micrófonos adversarios con grabaciones hábilmente mezcladas y moduladas era ya tan proverbial que los soviéticos llegaron a temer que Norteamérica acabase por enviar un comando para asesinarle. 

En 1987, con la URSS en pleno proceso de reformas y a punto de abandonar el comunismo, llegó el momento de la jubilación de Voloshimin. Aquel día estuvieron en la isla dos almirantes, un ministro, y una banda de música. Le impusieron a Voloshimin la medalla al mérito militar y le ofrecieron el retiro que deseara. Por decoro, se impidió a los reporteros gráficos participar en el acto, pero ni uno solo de los medios escritos oficiales, ni de los pequeños periódicos libres que comenzaban a surgir, dejó de enviar su representante. Con el paso de los años se habían agravado las manías del radioescucha, sus soliloquios y sus extrañas canciones, y aunque todos los presentes trataban de pasar por alto el delicado asunto de su salud mental, se percibía en el ambiente el temor a algún incidente que empañara el acto.

Los temores se materializaron cuando Voloshimin, después de recibir la medalla, solicitó la palabra. El almirante al mando de la zona marítima, como superior directo, le dio permiso para hablar. Entonces, delante de todo el mundo, y como el que quiere jugar su última carta, Voloshimin rogó, casi suplicó, que le permitieran seguir con su trabajo. Sabía que no tenía derecho, pero solicitaba el privilegio de poder seguir en la base y esperaba que, en atención a su hoja de servicios, se le concediera este favor al margen del reglamento.

El ministro era el único que podía otorgarlo, y aunque no quería negarse, dijo que la salud de hombres como Voloshimin, ejemplo para la nación, eran una prioridad para el Gobierno. Y que quizás, por el bien de esa salud, fuese mejor retirarse a descansar después de tantos años de heroica entrega a la patria.

—¿Debo irme, entonces, señor ministro? —preguntó el radioescucha con la barbilla temblorosa.

—Puede hacer lo que quiera, por supuesto —respondió el ministro, conmovido—. Pero díganos, por favor, qué es lo que tanto le fascina de este lugar, si ya conoce todos los buques que viajan por este océano.

Voloshimin, agradecido, no dudó en explicar entonces que no tenía familia, ni amigos, y que la única conversación que de veras le interesaba era la que, desde hacía treinta años, mantenía con las ballenas. No estaba loco. No tenían nada que temer: eso eran solamente sus inocentes canturreos.

A la prensa se le pidió que no reflejase este último comentario.

Voloshimin murió en 1999.

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Sujétame el cubata (7)

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Ya mismo terminamos.

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Los médicos me han dado seis meses de vida. Uno me dijo que quizás fueran tres meses y otro que hasta un año podría estar vivo. Al del año le pregunté que en qué condiciones y me dijo que con poca calidad de vida. Menuda mierda. Jodido y con morfina. Eso no es estar vivo, coño. Aunque tengo pasta para pagar una de esas residencias en la costa para los condenados a cáncer, prefiero palmar en casa. A tomar por culo todo.

Hablando de palmar. El día de Reyes Magos de aquel año que Ana me había dicho que había que ejecutar su plan, comenzó la cosa. El rocambolesco plan. Y me han pasado cosas raras, pero ésa... No sé ni qué pensar. A ver cómo lo explico para que se entienda. Ernesto tenía en su casa un ático donde guardaba las obras de arte que iba comprando y que no tenían sitio en paredes o estancias, que ya es decir, pero bueno... las almacenaba allí con mierdas de temperatura y humedad. Iba cambiándolas según se levantaba ese día, ahora quitaba el cuadro de esos dos borrachos apoyados en la farola y ponía el de unos garabatos en blanco y negro... estilo futurista decía, estilo menuda cara, decía yo. En fin, usaba el ático como almacén de las piezas que iba comprando y las iba alternando según su criterio. O la mala leche que tuviera ese día. También tenía esculturas. Había una hecha con hierros oxidados que daba pena, un Henry Nosecuántos. Una pasta, decía. Una plasta, le contestaba, mientras él se reía de mi cultura y yo de la suya.

El plan de Ana era sencillo pero extraño, tenían que coincidir ella y él en el club. Hasta que eso no sucediera nada se podía hacer y debía ser que fueran los dos a petición de Ernesto. Así que el mismo día seis de enero se la llevó al club para presentarle a unos tipos de Londres para una pasarela de moda punk, debía de estar de moda allí esa mierda de cadenas y cuero barato, ni puta idea. Ese día, tras su aviso, fui a la nave de mi escayolista de cabecera. Allí estaba, no le quedaba otra. Ana tenía que echarle a Ernesto en la bebida una mezcla de Libaris y Margedon. Adormecedores sencillos pero potentes. No lo dejarían frito pero sí le impediría conducir. Tenía que ser un día que no llevara armarios. Y ese día no los llevaba. Ana tendría que llevarlo porque se estaba quedando medio dormido, pero tan suavemente que no notaría nada.

A eso de las diez de la noche apareció en la nave. Juan, el escayolista, estaba que se subía por las paredes y se metió tanta coca para aguantar el tirón que casi se le rompe la nariz. Ana, vestida de blanco, estaba alegre, como si no fuera con ella lo que iba a pasar allí aquella noche; se iba a trabajar a Londres, a una pasarela de verdad. Estaba tan pasada que para seguir el ritmo se puso a meterse en la nariz el polvo del colega. Fiesta. Supongo que no creía que los ingleses también la pondrían mirando para el este o para el oeste antes de darle el trabajo. Estaba espantosamente deseable con un mini vestido blanco, supongo que sin sujetador, unos labios rojo vivo y una nariz ahora empolvada de blanco. Juan y yo sacamos al dormido Ernesto del coche y lo plantamos en la mesa de trabajo. El plan era envolverlo en un armazón de alambre y luego cubrir todo con vendas y escayola, dejando un espacio hueco para cuando los líquidos del cuerpo estallaran. Previsores. Antes había que matarlo para que no molestara en los trabajos técnicos. Con un trapo en la boca y la nariz tapada lo ahogué, pataleó un poco al final y me dio un rodillazo en el estómago, pero débil como estaba poco podía hacer.

Ya se había preparado un pequeño pedestal con cemento. Se le metió en el armazón de alambres y para que estuviera de pie se le ató una cuerda al cuello y a la parte superior de la estructura de metal. Brazos y piernas por allí, como un muñeco de trapo. Juan empezó envolviendo con vendas mojadas en escayola el cuerpo y luego siguió con la capa externa sobre la maraña de alambres, más vendas y escayola. Cuando el cuerpo estallara, los líquidos quedarían dentro de la escultura. Dos horas después ya estaba listo. Ahora a esperar que secara. Juan fue a hacer otro viaje a donde la coca y volvió blanco, pero no de polvo. No. Todo siempre es tan complicado en la vida real. Siempre pasa algo. Me llamó moviendo la mano como si llamara a un fantasma. En la salita donde estaba la mesa con el montón blanco estaba Ana, en el suelo. Tenía espuma blanca en la boca. El corazón parado. Muerta. El mío había aguantado en su día el abuso, el suyo más joven, no había aguantado tanta mierda encima. Pero, coño, podría haber muerto otro día, no precisamente esa puta noche, no. Ese día. No sé por qué pero creo que me acordé de alguna de esas frases idiotas que me largaba Inés de la Biblia. “Debes dar un paso de fe y Dios se encargará de lo demás.” Siempre he pensado que mejor que no se encargue de las cosas, que me la lía de mala manera siempre, coño, cagonsandios. ¿Señal divina? ¿De qué? Yo seguía vivo. Ella no. Punto.

 Juan estaba fuera de sí y se metió más coca para sobrellevar el marrón. Algo se me tenía que ocurrir. Así que algo se me ocurrió. Ampliar la malla de alambre y meterla a ella también, además ya tenía título para la escultura: “Los amantes”. Se cortó el alambre y se amplió un poco para dos cuerpos. Se amplió la base con madera, no había tiempo de hacerla de cemento y se la recubrió de escayola. Se colgó a Ana de la misma manera pero pegada al cuerpo de Ernesto. Cuando esos cuerpos se hincharan, la explosión llenaría de mierda... Y aquí fue cuando el escayolista dijo que se podía echar un poco de cemento en polvo sobre la escayola húmeda exterior para darle aun más consistencia. Un artista. A las siete de la mañana se terminó la faena. A las siete y cinco, Juan tenía abierta la cabeza del golpe que le di con una palanqueta. Lo dejé sobre la mesa del polvo del demonio. Ajuste de cuentas, pensarían los maderos. Y aquí paz y mañana gloria.

 Cogí el coche de Ernesto y lo dejé donde ya tenía el mío. En un callejón de mala muerte donde solía ir a buscar nuevas víctimas, nuevas futuras modelos. Ni muy escondido, ni muy descarado. Lo encontrarían, claro. Volví en mi coche a la nave. Esa noche no iba a dormir. Claro. Cuando llegué, me quedé mirando la obra de arte, una forma sin forma de algo que no parecía nada. Contenido sin forma. Me tuve que reir. Tardaría venticuatro horas en secar. Así que cerré y me fui a casa a dormir. No dormí. Estuve atento por si recibía visitas o tenía gente en la calle buscándome. Nada. Ni una llamada de teléfono. Nada. Había pasado un día de Reyes Magos de los raros. Ana ya no existía y Ernesto tampoco. En alguna parte, alguna gente empezaría a preguntar por él. Aunque por otro lado, que desaparecieran los dos a la vez era un golpe de suerte. “Dios se encargará de lo demás.” Me tuve que reir y abrí una botella de coñac. Recuerdo que no sentía absolutamente nada por Ana, por su muerte. Nada. Nada.

Dos días después me acerqué a la nave del escayolista. Allí lleguía donde lo dejé. Cerré esa habitación y esperé a la empresa de transporte especialista en obras de Arte. Embalaron en un cajón de madera, forrado con material de protección la escultura. Unos profesionales. Caros, pero muy buenos. En el albarán puse “Los amantes, obra de Fedes Inland.” El primer nombre que se me ocurrió. La dirección de envío era la de Ernesto y una vez allí lo subirían al ático hasta que se diera la orden de abrirlo. Nadie lo haría, ya que el dueño y señor iba dentro, enlatado en escayola. Un plan rocambolesco.

Estuve tentado de llamar a la policía para que descubrieran al escayolista y la coca, y así cerrar el círculo. No lo hice. Menos mal. Una semana después los traficantes se comieron todo el marrón, los pillaron allí mismo mientras le llevaban un kilo de coca y se encontraron además con un cuerpo. Suerte la mía. Los maderos contentos.

Mientras, yo seguía con todo el tinglado como si nada. Taxis, peluquerías, lavado por aquí, por allí. Alguna vez llamaba a casa de Ernesto y siempre me decían que no estaba. En fin. Lo normal.

Inés estaba más amable de lo normal. Eso me mosqueó. Incluso propuso un viaje a Roma para primavera. Una semana romántica. Miedo. Mientras me preguntaba más de la cuenta por Ernesto. Y lo mejor fue cuando estábamos en la agencia de viajes para lo del viaje romántico y me dejó caer que una empresa suya había comprado la casa de Ernesto. No tenía ni idea de que no era suya, no sabía que era de alguna empresa de alguno de los barandas que se la cedía para uso propio. Un grupo de esos con nombre inglés raro. En ese momento recuerdo que pensé dos cosas. Tenía que buscar con más ganas las maletas de pasta de Ana y comprar matarratas.

(Continuará...)

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La noche que besé a Rita Hayworth

Yo quisiera ser poeta y vivir de lo que escribo. Me gustaría sentarme bajo la sombra de un sauce y llorar por los amores que perdí o que imaginé. Fingir las tardes marchitas en los claustros de otra mente y apurar hasta los posos el beleño de los besos y el azar de las ortigas.

Eso quiero algunas veces, pero luego me convenzo, quizás por necesidad, de que es mejor tramar versos o andamiar relatos cortos sin más previa cortapisa ni más temprana intención que escribir lo que ese día me interese, me atraviese, me endemonie, o empuje mi curiosidad.

Es mejor ser fontanero, dijo la zorra a las uvas. Quizá el racimo sea usted, que está leyendo este cuento, y eso mismo le repito: es mejor ser fontanero, después de acabar un módulo de formación profesional con casi treinta años, tirar de soplete y grifa y poder celebrar de vez en cuando que vendiste lo escrito en vez de devanarte la mollera para escribir lo que venderías.

Mientras haya grifos que cambiar, tuberías que se piquen y desagües que se atasquen, las letras de la hipoteca y la cesta de la compra no dependerán de si mi estilo llega mejor o peor a los lectores, o de si están o no de moda los temas de mis obras.

Y además, la fontanería también es una fuente de inspiración. Todo lo es, para el que cambia la herramienta que lleva entre las manos, pero no la mirada que arrastra sus ojos.

Fue hace años. Si muchos o pocos, no importa. Los bastantes para que la verdad se haya transformado en relato pero no tantos como para que sus protagonistas hayan cambiado tanto que no puedan reconocerse por la calle e intercambiar un saludo, o una sonrisa. Yo aquí sigo, con mis cañerías. Y también ella, por ahí, en algún lado. 

Fue una de esas tardes de invierno, con media lluvia perdiendo media apuesta y un frío completo ganándolas todas. Una de esas tardes que sólo necesitan tres golpes de hisopo para convertirse en cementerios.

Hacía ya rato que había oscurecido cuando me llamaron de un restaurante de las afueras para decirme que el friegaplatos echaba toda el agua fuera. Yo miré el reloj y sugerí que llamasen al servicio técnico del electrodoméstico, pero el dueño del establecimiento no se dejó desviar tan fácilmente y repuso que al aparato no le pasaba nada y que estaba seguro que era cosa del desagüe. Ya había intentado desatascarlo él por los método habituales, pero sólo había conseguido empeorar la avería. Esa noche tenía reservada una cena para treinta personas y no podía permitirse cerrar por avería, así que me rogaba que el echara una mano, aunque le cobrase un poco más de lo corriente. 

Resignado a salir con aquel tiempo, tomé nota de la dirección y le aseguré que estaría allí en media hora, armado de los ácidos más corrosivos y los alambres más largos que pudiese encontrar. Si las cosas iban bien, o razonablemente tranquilas, podía hacerme un buen pellizco en una hora, y siempre era bueno anotarse un tanto con un empresario de la hostelería, que seguramente volvería a llamarme en la siguiente oportunidad o daría mi teléfono a algún otro profesional.

No fue voluntario, lo puedo jurar, pero media hora justa después de la llamada estaba en restaurante, un local donde los fluorescentes temblorosos, más que dar luz, acentuaban el aspecto de trabajoso decoro de mesas, sillas y baldosas fatigadas por los años y la administración con tres decimales de un negocio demasiado a las afueras para ir andando, demasiado céntrico para los clientes de paso por la ciudad.

El dueño, un hombre gordo, calvo y con bigote teñido, me condujo a la cocina y me señaló el desagüe por donde debería evacuarse el agua sucia del fregaplatos. Lo hizo con un solo gesto, como una presentación en sociedad: aquí el desagüe, aquí el fontanero. Espero que disfruten ustedes de las horas que van a pasar juntos. A la chica, alta y con el pelo recogido con horquillas, no se molestó en presentarla.

Yo la saludé con media sonrisa e intenté decirle algo mientras sacaba la herramienta, pero enseguida me di cuenta de que era extranjera y que sólo a duras penas conseguía entender lo que le decía mientras troceaba verdura en una fuente grande y oxidada como el casco de un pesquero alcanzado por la reconversión del sector.

Cuando fallaron los alambres y tuve que echar mano de los ácidos, le dije que saliera de la cocina para evitar los vapores y tuve ocasión de hablar un rato con ella mientras la química intentaba lo que no había podido la física.

Supe entonces que se llamaba Ludmilla y que era húngara, concretamente de Debrecen. Hablaba español mucho mejor de lo que lo entendía, lo que tampoco es mucho decir cuando soy yo el interlocutor, pues reconozco que vocalizo poco, mal y entre muelas.

Había venido a la ciudad a estudiar castellano, pero llegado el momento de regresar había preferido quedarse a trabajar en aquel restaurante antes de volver a su ciudad a buscar un trabajo parecido, pero peor pagado y con menos expectativas de mejorar. Llevaba dos meses en el trabajo y estaba un poco cansada, pero según ella valía la pena.

hablamos un cuarto de hora. A mí me gustaba mirarle los ojos, que se sobreponían al delantal, la blusa de trabajo y las zapatillas, y a ella le gustaba que se los mirase. Tenía una sonrisa que no fui capaz de descifrar y cuando al fin el ácido deshizo lo que fuese que bloqueaba el desagüe le pregunté a qué hora salía de trabajar.

Ella negó con la cabeza y me dijo que nunca salía de trabajar. Que trabajaba todo el día. Toda la vida. Que había sido muy mala y ese era su castigo.

Nunca había oído rechazar una cita de una manera tan original. El gesto de humo me resultó tan atractivo que me prometí intentarlo de nuevo otro día.

Lo hice aquel mismo domingo y luego algunas otras veces, pero parecía cierto que trabajaba todo dos los días, hasta las dos o las tres de la mañana. Me recibía siempre con una sonrisa, me daba las gracias por acordarme de ella y charlaba un rato conmigo mientras seguía trabajando en la cocina.

Un mes después volvió a fallar el desagüe y el dueño del restaurante me llamó de nuevo, un sábado por la noche. esta vez le dije que estaba muy ocupado y que era mejor que llamase a otro. Un sábado a aquellas horas no encontraría a nadie, ni siquiera de los servicios de emergencias, que tardase menos de un par de horas en acudir. Eso mismo dijo él, y cuando vi que estaba medio desesperado le propuse un trato: si me prestaba a su cocinera el domingo por la noche para ir a una fiesta, estaría allí en veinte minutos. Si no, que llamase a Superman.

No lo dudó ni un momento: era más fácil encontrar cocinera para el día siguiente que fontanero para ese mismo momento, así que aceptó.

La más sorprendida fue ella. Tuve que explicarle que al día siguiente tenía una cena, la de todos los años, con los compañeros de Facultad, porque antes de hacerme fontanero había empezado una carrera, y que ya estaba harto de ir sin pareja. Tuve que conseguir que lo considerase un pretexto barato para poder pedirle realmente un favor y que creyese lo que en el fondo era la pura verdad. Así le sucede a menudo a la verdad, que se viste de carnaval para atreverse a salir de la boca.

Al final aceptó. Y cuando aceptó me dio las gracias, como si nunca se hubiera opuesto, y me dijo que ya tenía ganas de descansar algún día. Le pregunté dónde quedábamos y cundo le dije dónde sería la cena me dio una dirección y me dijo que fuese a buscarla a su casa.

No pensé nada. No di nada por hecho. No me hice ilusiones. No sabía siquiera lo que pensaba de ella, salvo que estaba sola, trabajaba demasiado y planeaba volver en cuanto ahorrase algo de dinero a un país demasiado grande y demasiado lejano. No sabía casi nada de ella, pero me bastaba lo que veía: unos ojos grandes, una sonrisa inteligente y alguien con quien evitar el incómodo número impar de tantos años.

Al día siguiente me puse el traje oscuro de las cenas y los entierros y me comprometí conmigo mismo a disfrutar de lo que surgiese, sin darle demasiadas vueltas.

La cena era a las nueve y media y tenía que pasar por su casa a buscarla a las nueve. Cuando llegué estaba aún en vaqueros y zapatillas, y con el eterno atado de horquillas, pero prometió que no tardaría mucho. 

Me fui a la salita a esperar que se cambiara, y cuando regresó diez minutos después casi me caigo de espaldas.

-¿Qué te parezco? - me preguntó apoyada con cuidadosa indolencia bajo el marco de la puerta.

Era Gilda. Tal cual. Con la misma melena roja, el mismo vestido negro y los mismos guantes hasta el codo. Era ella.

No sé lo que tardé en responder. Sólo pude decirle que estaba increíble, o alguna vulgaridad por el estilo. El poeta que se supone que soy no había logrado volver en sí y tuvo que responderle el fontanero. Luego me contó que su país se ganaba algún dinero extra posando como doble de la Hayworth para las revistas o imitándola en pequeños espectáculos locales. Por eso tenía el vestido y había aprendido a maquillarse como ella.

Lo único que pude hacer fue acercarme y besarla suavemente, como quien besa a un santo en su hornacina.

Quizás otro hubiera pensado que era falsa, que sólo era una pobre chica húngara sin amigos, asustada por sus penurias de inmigrante. Algún otro hubiese encontrado patético el remedo, pero yo no la hubiese cambiado por la auténtica.

Porque nunca hubo una Rita Hayworth auténtica.

No más que la mía.

Feindesland. 2011

 

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La leyenda del saco de cebada

Cuentan que hace muchos, muchos años, en un reino muy lejano, las autoridades decidieron que la gente no podía viajar salvo por causas de necesidad, y que salvo estas excepciones, bien tasadas, no podían desplazarse a los feudos de otros condes y marqueses. Unos dicen que fue por causa de la peste, otros que por la escasez de de levadura y hay quien afirma, incluso que fue sólo pro capricho, por ver si la gente se rebelaba o sería dócil ante las nuevas servidumbres que los señores maquinaban en sus cancillerías.

Fuera como fuese, el caso es que la norma cundió, y se impuso, y se publicó con gran abundancia de pregoneros y henchida pompa de heraldos reales.

Encantados de obedecer haciéndose obedecer, los nobles, celoso cada cual de su dominio y su dignidad, controlaban puentes y desfiladeros al acecho de quienes contraviniesen la recia norma, si bien habían acordado que no se interrumpiese el comercio, ni las peregrinaciones extranjeras, ni las labores diarias de los muchos peones que, por razón de su servidumbre, debían moverse con su jumento río arriba o río abajo, montaña abajo o montaña arriba.

Y así se hizo, aunque cada cual fue buscando el ingenio y el artificio que le permitiese cubrir sus necesidades o dar satisfacción a sus gustos. Y de entre estos, de entre los que apelaron al ingenio, dicen que el más popular fue un tal Formoso, tocayo y familiar del Papa del mismo nombre, y tan amigo como este de meterse en camisas de once varas. O aún de doce.

Porque Formoso forjó su leyenda viajando de Compostela a Bizancio, y no al revés, por el simple procedimiento de cargar en su jumento un saco de cebada. Cada vez que lo detenían en algún puente o en algún paso, afirmaba que iba a dar de comer a sus gallinas, una legua más allá, y como dar de comer a los animales era norma forzosa, porque siempre fue gran delito y gran pecado dejar perecer de hambre a los animales domésticos, lo dejaban pasar, sin mayores comprobaciones.

Los dueños de una vaca o un caballo debía portar la bula que justificase la propiedad del animal. Y casi otro tanto los dueños de un perro o un gato, pero las gallinas y los conejos, hasta número de seis, no necesitaban documentación alguna.

Y así salió Formoso de Compostela, y tres veces fue parado antes de Cebreiro, y otras cinco antes de Sahagún, y tres más antes de Burgos... Y hasta setenta veces siete lo pararon y preguntaron, antes de entrar en la vieja Constantinopla, cargado con su saco de cebada que, finalmente, se comió su burro. Allí lo recibió Agapito Coprónimo, haciendo honor a su nombre y al del viejo Constantino, y extendiendo el apelativo a la norma que impedía desplazarse por las tierras de la Cristiandad.

Desde entonces, Coprónimas son todas las leyes que se ponen por poner, sin intención de hacer que nadie las cumpla, ni voluntad de hacerse respetar.

menéame