- ¿Cuantos tienes ya?
- Ocho varones y dos hembras.
- No estarás contando al tabernero…
- ¿Por qué no? Yo lo maté…
- Pero no lo mataste con tus manos, le prendiste fuego a la casa y él estaba dentro. No podrá servirte…
- Siete hombres entonces.
- Y la morena estaba embarazada. Tampoco estará en el valle.
- Por el maldito Ahba ¡¿Por qué quieres encender mi ira?!. ¡Déjame en paz!
Garth calló, pero siguió zahiriendo con la sonrisa al joven Creec.
Cuando marcharan al valle infinito tras entregar la vida en combate, ya lentos y débiles por la edad, aquellos a quien dieron muerte estarían esperándoles en una gran casa de piedra para servirles durante toda la eternidad.
Y Garth sería mucho más importante que Creec ya que, aunque decía contar con ocho, no le había quitado la vista durante el combate y apenas había logrado la mitad, mientras que él ya guardaba las vidas de al menos cuarenta esclavos. Su casa sería más grande, los pastos para sus rebaños más extensos y Ahba, el buen dios del fuego y la venganza, lo visitaría a menudo.
Así estaba escrito en las viejas Piedras del Mandamiento y así lo leían los sacerdotes del ritual previo a la batalla.
Era la quinta vez que participaba en un viaje de saqueo y habían llegado más lejos que nunca, navegando durante una luna entera para llegar a la aldea que señaló Jahn el pestoso. No había mentido: Además de mucho oro, el preciado hierro y el vino, lo habitaban muchas vírgenes y campesinos jóvenes fáciles de matar.
A su vuelta, celebrarían la victoria con el vino, el oro compraría barcos más grandes y rápidos para llegar todavía más lejos y el hierro forjaría más y mejores armas para la próxima incursión.
De esto hablaban los guerreros eufóricos alrededor de la hoguera, riéndose de los lances del combate, confiados en que nadie había sobrevivido.
Nadie reparó en el muchacho que escapó de la masacre y consiguió llegar a la aldea cercana para dar la alarma. Por eso, al caer dormidos ebrios de victoria y vino, nadie quedó de guardia. Por eso sufrieron la tremenda humillación de ser muertos mientras dormían, indefensos, por una horda de campesinos armados con aperos de cultivo.
Despertó desnudo y dolorido sobre un catre, en la única sala, oscura y fría, de una pequeña cabaña de madera mal construida. Miró su cuerpo. No estaba la cicatriz que le hizo el viejo Gronak cuando era joven y le descubrió forzando a su hija. Tampoco estaba la quemadura del costado que se hizo cuando se peleó con Frehn y cayó sobre la hoguera. Ni los tatuajes que deberían haberle protegido de morir antes de conseguir diez veces diez esclavos.
Su cuerpo estaba limpio de cicatrices, el vello y la cabellera de color blanco, y la piel surcada por arrugas y manchas en lugar de símbolos y dibujos. No despertó de la muerte con el cuerpo joven y fuerte que fue atravesado por un palo afilado la noche anterior, sino con el de el anciano achacoso que nunca llegó a ser. No era así lo que había oído leer tantas veces a los druidas en las Piedras del Mandamiento.
Supo que había cruzado la montaña y estaba al otro lado de la vida, donde debería disfrutar de la gloria y honor ganado en batalla siendo servido por aquellos a quienes se llevó consigo arrebatandoles la vida.
Estaba desconcertado, había ganado el derecho de una gran casa de piedra, pero aquello era una pequeña choza de campesino. Debia tener el cuerpo fuerte y lleno de vigor de un joven, pero era el cuerpo gris de un viejo.
Al incorporarse le dolió la espalda. Al levantarse, las rodillas. Al ponerse los harapos que colgaban de una estaca en la pared, los brazos. Y salió al exterior.
Los sacerdotes hablaban de una eterna primavera, pero una fina capa de nieve cubría el valle hasta donde alcanzaba la vista. Allí, esperando frente a la puerta, estaban sus 40 esclavos, y su visión le turbó. Las piedras sagradas prometían que llegarían sanos y fuertes ellos para trabajar sus campos, hermosas y jóvenes ellas para disfrutarlas durante toda la eternidad. Sin embargo, tenían frescas las espantosas heridas por las que escaparon sus vidas. De ellas goteaba sangre sobre la nieve, un charco rojo bajo cada cuerpo.
Sus miradas recriminadoras distaban mucho de la actitud pasiva y respetuosa que se espera de un esclavo. Trató de que su voz tronara para disimular el estupor y gritó:
-“¿Que hacéis? ¡¡Al trabajo!!"
Pero su antes robusta voz era ahora como un débil mugido que no conmovió a nadie.
Un campesino se adelantó. Le recordaba perfectamente por ser la primera vida que robó, en su primera incursión con 16 años. Donde debía estar su brazo izquierdo chorreaba un muñón con tendones y jirones de carne prendidos, y tenia el rostro cruzado de tajos, pues el joven Garth había intentado superar su propio miedo desatando la cólera contra aquella cara que ahora sangraba frente a el.
Y el campesino dijo:
- Tenemos hambre. Sirvenos.
El hombre que fue Garth en vida, ante semejante atrevimiento, le habría arrancado la lengua, pero ya no era ese hombre, su cuerpo no era el mismo ni su espíritu tampoco. Ahora le sobraba miedo, le faltaba valor y le escaseaba la fuerza.
El campesino le señaló los campos que debía cultivar, las reses que debía cuidar, el río de donde debía acarrear agua, la leña que debía cortar, y ya conocía el duro camastro donde reposaría el tiempo que le fuera permitido.
Maldijo al dios Ahba y maldijo al joven Creec que debía atender las necesidades de solo cuatro cadáveres andantes.
Pero a quien más maldijo cada hora de cada día de la eternidad fue a los inútiles de los sacerdotes que tan mal leían las Piedras del Mandamiento
—Extiende tus manos sobre la mesa con las palmas hacia arriba. No tengas miedo, sólo voy a poner las mías sobre las tuyas, así. —La pequeña miraba nerviosa las abultadas venas del dorso de las manos de Xavier—. Ahora cierra los ojos. Imagina que ayer te acostaste y estás dormida. Estás soñando, es un sueño muy agradable, y te encantaría seguir soñando para siempre ese sueño. ¿Vale? ¿Lo tienes? —La pequeña asintió—. Venga, ahora, vas a despertar. Abre los ojos. Mírame.
Para Xavier, el ritual era innecesario, le bastaba con tomar a alguien de las manos y mirarle a los ojos. Pero tras más de veinte años usando su habilidad con miles de niños, había aprendido que así era más fácil que no desviaran la mirada al instante buscando algo más entretenido que los ojos grises de un viejo. No es que necesitara mucho tiempo para descubrir su potencial, sólo eran unos segundos, pero para un niño eso podía ser demasiado.
Xavier se zambulló en sus pupilas, y las sombras cobraron forma, color y movimiento rápidamente. Tenía enfrente un anciano decrépito en una cama entre sábanas blancas. Olía a muerte. Su mano se sentía ligera, fría y áspera mientras clavaba la aguja en su escuálido brazo. El vívido rojo de la sangre contrastaba con el azul translúcido de las venas del consumido anciano. Tenía suficiente. Enfermera. Una pequeña con suerte. En los últimos días había descubierto una boxeadora y un constructor de maquetas de hormigueros, futuros laborales que no eran precisamente halagüeños.
—Ya está. Has sido muy valiente. ¿Caramelo o piruleta?
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Era la última sesión con niños de esta semana. Su doctor había sido categórico. Tenía que descansar o de lo contrario acabaría ingresado, y no podía permitirse quedar en una situación así; tenía que aprovechar al máximo su don, necesitaba ver a cuantos niños le permitiera su frágil estado de salud. Así que esta vez le hizo caso, o al menos en parte. Tenía programadas un par de visitas de adultos el sábado. No le gustaba, pero era un mal necesario.
En general, los adultos eran unos impertinentes. Venían con demasiadas ideas preconcebidas, y no pocas veces se enfadaban con él cuando no les contaba lo que querían escuchar. Hubo un tiempo en el que tuvo la tentación de mentirles, pero cambió de opinión cuando habló largo y tendido con una famosa lectora de manos tras una sesión en la que ella acabó llorando desconsolada. Su potencial era médico forense.
Xavier trabajó durante años en un prestigioso colegio privado de Londres donde pasaban su infancia los que luego serían personajes ilustres de relevancia internacional. Se estableció como un flamante y joven profesor de arte dramático gracias al encanto que ejercía sobre las cursis madres de los alumnos. En aquella época él no confiaba en su habilidad, y temía que le trataran de charlatán, así que se guardaba celosamente sus visiones para sí mismo. Cuando se dio cuenta de que, sin necesidad de que él les guiara mostrándoles su potencial, aquellos pequeños acababan encontrando en su mayoría un camino vital coincidente con su visión, o estrechamente relacionado a ella, comprendió que estaba desperdiciando por completo su don en aquel lugar.
El detonante que le hizo cambiar de rumbo y entender que tenía que hacer algo más por la sociedad fue el caso del torturador. En la profundidad de los ojos de ese pequeño se vio a sí mismo disfrutando del minucioso y delicado trabajo de mantener con vida a un hombre mientras le infligía el mayor daño posible. Ese pequeño creció y hoy es el presidente ejecutivo de una poderosa multinacional de la industria militar.
Al principio pensó que debería enfocarse en evitar esas desgracias. Pero pronto comprendió que no tenía la influencia ni el poder suficientes para hacerlo. Pero sí podía trabajar en el sentido contrario. Cuantos más niños pudiera guiar por un camino de provecho acorde a sus potenciales, menos fuerza tendrían los que escondían oscuras habilidades y llegaran a ponerlas en práctica. Y menos culpable se sentiría de no poder detenerlos.
De modo que desde entonces se dedica a viajar ofreciendo sus habilidades en humildes escuelas públicas de todo el mundo, alternando con sesiones para adultos con las que consigue la financiación necesaria para su labor. Y todo eso se lo debe a Ágatha, su inestimable mecenas. Sin ella, su don habría permanecido oculto para la sociedad, y Xavier seguramente habría acabado internado en algún psiquiátrico quejándose de que fuerzas oscuras no le dejan usar sus capacidades porque tienen miedo de que el mundo mejore gracias a él.
Ágatha era una influyente aristócrata poco conocida para el público general, y madre de uno de sus alumnos en el Ciudad de Londres. Por alguna razón, a Ágatha le cayó muy bien desde su primera reunión. Se empeñó en que fuera el tutor personal de su hijo, y él accedió de buen grado. El pequeño James era un niño muy educado, trabajador y sorprendentemente creativo. Pintor. No necesitó su don para saberlo, pero las imágenes que vio a través de sus ojos se le grabaron en la retina durante meses.
La confianza entre Xavier y Ágatha fue creciendo con el tiempo, y en una de las exposiciones del ya adolescente James, le confesó su don a la condesa. Cuando vio aquel cuadro por segunda vez, ahora con sus propios ojos, no pudo aguantarlo más. Lejos de sorprenderse, aquella tarde Ágatha le escuchó, asintiendo sin decir una palabra. Le conminó a citarse al día siguiente en su mansión para una charla más tranquila.
Xavier pensó que aquello era el fin de su amistad, y probablemente de su carrera. Con seguridad, le habría tomado por loco. No pudo dormir aquella noche. Para su sorpresa, aunque a la mañana siguiente quiso cancelar la cita excusándose por su atrevimiento, Ágatha insistió. Pensó entonces que le citaba porque quería prescindir de sus servicios y despedirse educadamente de él. Nada más lejos de la realidad. Ágatha creía en él. Desde aquel día comenzó a guiarle, abriéndole las puertas de prestigiosos clubes y cerrando las bocas de incrédulos y suspicaces, hasta convertirle en la figura de reconocimiento mundial que hoy es. Un regalo para todos. Una bendición. Un milagro que la sociedad no se merece, pero que necesita hoy más que nunca.
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El taxista le dejó en la puerta del hotel negándose a cobrarle. Sabía que no debía hacerlo, pero no podía evitarlo; le había dado cita a su hijo para mañana domingo. Xavier insistió de nuevo en pagar la carrera, pero el taxista se negó otra vez. Él ya estaba preparado, así que dejo caer con disimulo un billete que llevaba oculto en su calcetín derecho. Mientras subía en el ascensor, pensó que a estas alturas, de tantas veces que le ocurría lo mismo, los taxistas deberían ser el gremio con mejores expectativas de futuro para sus hijos de todo el planeta. Sonrió. Antes le preocupaba no ser ecuánime en el uso de su don, pero ya tenía una edad y se contentaba con poder ver a cuantos más niños pudiera.
Como cada sábado, le tocaba sesión de adultos. Adultos adinerados, para ser más exactos. Alguien tenía que pagar los taxis, los aviones, las estancias de hotel, y el fondo que mantenía la fundación que hacía que pudiera realizar su trabajo. Él usaba su don en las sesiones, pero había decenas de personas más que usaban dones más mundanos como la capacidad de organización, la disciplina, o el amor por la maldita burocracia, antes, durante y después de que él pronunciara su visión.
Se acomodó en la silla del despacho que le habían dispuesto en su habitación, y ojeó la agenda. En un cuarto de hora, tocaba atender a otro ricachón más que quería mantener su identidad en el anonimato. Ricachona, en este caso. Señora Jane Doe. Tiempo suficiente para una cabezadita. Tardó menos en quedarse dormido que en decidir si merecía la pena levantarse y tumbarse en la cama.
A las 17:00, con puntualidad británica, le despertaron al unísono la alarma de su reloj y el timbre de la puerta. Al levantarse apresuradamente, se golpeó la espinilla con un pico de la mesa, y soltó una maldición mientras veía las estrellas.
—Yo también me alegro de verte, Xavier —dijo Ágatha, que ya estaba cerrando la puerta por dentro.
—¡Ágatha! ¡Cuanto tiempo! —contestó Xavier sin dejar de tocarse la pierna con gesto de dolor—. No nos vemos desde ¿Nochevieja?
—Exactamente.
—Siéntate, por favor. Pero aquí no, vamos al salón, estaremos más cómodos.
Xavier se incorporó disimulando la repentina cojera y la acompañó a un amplio sofá donde podían sentarse ambos cómodamente. Se acercó al mueble bar y empezó a servir sendas copas. No tuvo que preguntarle siquiera, el tiempo pasaba para sus cuerpos, pero no para su amistad.
—Esta vez tu retiro ha durado más de lo normal. ¿Cómo estás, Ágatha?
—Estupendamente, Xavier, aunque algo preocupada.
—¿Quién te preocupa?¿Tu hijo James, otra vez? —Xavier se sentó y le tendió la copa. Ágatha la tomó entre sus delicados dedos y miró pensativa el interior.
—No, Xavier, me preocupas tú —contestó sin desviar la mirada de la copa.
—No te entiendo. ¿Es por mi salud? Ya lo hemos hablado, el poco tiempo que me queda quiero seguir haciendo lo que…
—Lo que más te gusta. Lo que mejor se te da. —Ágatha seguía mirando el fondo de su copa como si la respuesta estuviera ahí.
—Que además es lo correcto, Ágatha.
—Pero Xavier, ¿quién decide qué es lo correcto? ¿Quién decidió lo que tú debías hacer? —le preguntó, ahora sí, mirándole a los ojos.
—¿Qué quieres decir?
—Dame tus manos. Ofréceme por primera vez tus viejas y cansadas manos, Xavier.
Xavier le tendió las manos con las palmas hacia arriba. Miles de historias humanas se habían solapado sobre esas gruesas líneas, que parecían haber absorbido las miserias y las ilusiones de los proyectos vitales de toda una época. Esas manos constituían un mapa de la sociedad presente y futura. Un mapa que ahora se veía ajado y amarillento, maltratado por el paso del tiempo. Ágatha puso sus manos sobre las suyas, y con las lágrimas saltadas, le clavó la mirada en los ojos.
—Mírame, Xavier. ¿Qué ves?
—No… no veo nada. Solo… solo tus preciosos ojos negros.
—Exactamente lo mismo que veo yo en ti. Sólo que tus ojos grises son mucho más feos que los míos.
Ágatha se echó a reir y llorar al mismo tiempo, tendiéndose sobre los hombros de Xavier que, desconcertado, solo supo acariciarle el cabello en un gesto instintivamente paternalista que, a pesar de todo, causó su efecto al cabo de un rato. Ágatha echó mano de un pañuelo oculto en su vestido, y, tras secarse las lágrimas, se calmó.
—¿Qué ha sido eso, Ágatha?¿Por qué no veo nada en tus ojos?¿Por eso nunca quisiste que descubriera tu potencial?¿Ya lo sabías?¿Quién te lo ha dicho?¿Hay alguien más con mi don?
—Esas son demasiadas preguntas para hacerle a una damisela desconsolada, ¿no crees?
—Perdona, no quería…
—No pasa nada, Xavier. Ya es hora de que sepas la verdad. He sido muy injusta contigo todo este tiempo. Pero creo que debes saberlo antes de que te llegue la hora. Xavier, yo soy como tú. Yo también veo. Pero no tuve el valor… No. Fui demasiado egoista como para convertirme en la figura que hice de ti. Atado a las vidas de esos niños, atado para siempre a tu don. Yo podría haber sido la que durmiera cada noche en una fría habitación de hotel, lejos de mi familia. La que cada día se sentara mirando a los ojos al futuro, sin poder vivir el presente. Pero apareciste tú. Tú me salvaste, Xavier. ¿Podrás perdonarme? ¿Podrás perdonarme por hacerte ser quien eres? ¿Por haberte dejado solo con esa carga? ¿Podrás perdonarme?
Xavier se levantó con la mirada perdida, se dirigió al despacho y dejó su copa sobre la mesa. Ágatha le seguía, repitiendo la misma pregunta una y otra vez. Pero no podía escucharla, su voz parecía lejana y débil. Se dejó caer en la silla, suspiró, y miró su agenda. A las 18:00, cita con el magnate del ferrocarril Sir Steven Scofield, y su hijo. Otro niñato irreverente de la alta sociedad que no habrá dado un palo al agua en su mísera y opulenta vida. Otro acaudalado padre preocupado porque su hijo ni siquiera aparente ante sus congéneres tener alguna cualidad destacable. Pero serán cinco cifras en menos de una hora para que la fundación siga haciendo su trabajo. Era lo que había que hacer. Era lo correcto.
A lo lejos, entre sollozos, Ágatha cerró la puerta.
Breve introducción
Este relato está ambientado en el fascinantemente absurdo mundo de la novela titulada “La Increíble pero Cierta Aventura de ir a Comprar el Pan”. Concretamente en la ciudad de Tomar por Culo. Espero que disfrutéis de su humor absurdo.
Sebastianus Face y Joahana M. Arrana.
Sebastianus Face observaba el perfil de Tomar por Culo desde la popa del barco. Los rascacielos se alzaban contra el horizonte, asomándose por encima de las nubes. Sus robóticas manos frotaban literalmente el cielo produciendo los característicos gemidos de placer que inundaban la ciudad. Tomar por Culo, la ciudad más grande del mundo. Ciento ochenta millones de gilipollas, noventa por ciento de ellos alcohólicos, poblaban sus calles. Y la ciudad no dejaba de crecer: cada día entre seis y siete millones de cretinos, chivatos, imbéciles, malos conductores, malos amigos y otras alimañanas similares eran enviados a Tomar por Culo desde el resto del mundo. Antaño los enviaban a la Mierda, el París del Gran Desierto Grande. Pero desde que Tomar por Culo ofreció mejores precios de alquiler, gracias a la posibilidad de contratar legalmente a la mafia local para extorsionar a tu casero, se habían girado las tornas. Ahora todo un flujo de mamonazos y mamonazas viajaba por el mundo en busca de un futuro mejor, o si más no diferente, en Tomar por Culo.
Hacía casi siete años que había abandonado la ciudad para cumplir con sus deberes como ciudadano. Sirvió durante la Guerra de los Caracoles, que enfrentó a Tomar por Culo con la famosa ciudad de El Paraíso, por el control de unas granjas de caracoles situadas en tierra de nadie. Perdieron. Y la vergüenza fue tal que Sebastianus Face prefirió vagar por el mundo ofreciendo sus servicios como detective privado. Había vivido en Las Quimbambas, en Dónde Cristo Perdió el Zapato, Dónde Cristo Perdió la Chancleta, Dónde Cristo Perdió la Alpargata y Dónde Cristo Perdió las Llaves (1), en la Mierda y en Quinto Pino y Quinto Coño(2). Pero ahora, por fin, regresaba a su hogar. Ya alcanzaba a oler el embriagador aroma a sobaco sudado y pollo frito característico de su ciudad, y la nostalgia hacía mella en él. Pero también la vergüenza: un veterano de una guerra perdida. Sin embargo, tenía fuertes razones para regresar.
Sebastianus Face extrajo un sobre del bolsillo interior de su gabardina y lo repasó con la mirada. Era blanco, y estaba bastante sobado de todo el tiempo que hacía que lo llevaba. Escrito, con una caligrafía digna de un enfermo de parkinson, podía leerse “A la atención de Sesbastianus Face, Calle del Perro Borde, Número Ochocientos mil trescientos tres, 000000001, Quinto Coño”. Llevaba un sello con la foto de un salami timbrado por “La real casa de mensajería, transporte, envío de cartas y drogas de Tomar por Culo”. Al reverso podía leerse el nombre del remitente: Johanna M. Arrana. Hacía siete días que había recibido la carta y en su interior sólo había un papel con muy pocas palabras escritas: “Necesito tu ayuda, Firmado, Johana M. Arrana”.
“Johana”, al ver su nombre escrito la piel de Sebastianus se erizaba completamente recordando un tiempo pasado, un tiempo mejor. Aquella mujer había marcado su vida desde que la conoció, en unos cines de la calle Suricata, cuando ambos tenían apenas quince años. Él, alto, moreno de pelo y de ojos castaños, provenía de los bajos fondos, de Casasnegras, uno de los peores barrios de Tomar por Culo. Ella, de piel blanca, piernas largas y sonrisa encantadora, provenía de una de las familias más acaudaladas de la ciudad. Cuando los preciosos ojos negros de ella se cruzaron en una fugaz mirada con los de Sebastianus, surgió el amor.
Sebastianus empezó a recordar cómo él la siguió hasta su casa, averiguando así dónde vivía. Y cómo iniciaron su relación en secreto, dado que su padre no lo aprobaba. Estuvieron juntos durante casi tres años. Hasta que estalló la guerra. Sebastianus, joven e impetuoso, decidió alistarse con la pretensión de ascender y, con ello, ser digno de pedir la mano de Johana. Pero la guerra les separó. Un día frío y abrasador en el Frente, mientras esos buenachones y angelitos de “El Paraíso” disparaban su artillería sobre las trincheras tomarporculenses, Sebastianus recibió una carta (un e-mail en el móvil vamos). Era Johana, según ella había sido prometida con un hombre de la familia Salami. Los Salami, la mafia local que se había impuesto entre todas las mafias tras una sangrienta guerra. ¿Qué podía hacer contra eso? Nada… sólo aceptar su sino y casarse. Y romperle el corazón a Sebastianus.
Sin embargo, al finalizar la guerra supo que se había casado con otro, con un tal Armando Deuna Flotilla y que su compromiso con uno de los hijos de los Salami había sido una excusa para dejar, definitivamente, a Sebastianus. Nunca supo si su reticencia a regresar se debía a la derrota sufrida por el ejército tomarporculés, o por la vergüenza de haber sido engañado tan salvajemente por ella.
Por todo esto, al ver la carta, en su despacho de Quinto Coño, Sebastianus tuvo claro que se trataba de algo grave. De otra manera, Johana M. Arrana no le habría escrito jamás. ¿Qué debía haberle sucedido? Algo le picaba en la nariz, pero su olfato de detective necesitaba más pistas, más rastros que seguir. ¿La estarían extorsionando? ¿Habría desaparecido alguien de su familia? Cualquier cosa podía ser cuando se vivía en Tomar por Culo.
La característica melodía de “La Cucaracha” sonando por los altavoces del barco sacó a Sebastianus de su ensimismamiento. Ya llegaban a puerto. El aroma a cerveza rancia característico del barrio de los Pescadores se mezclaba con el olor a sobaco sudao y pollo frito en la nariz de Sebastianus, generando una sensación embriagadora a la par que repulsiva.
El barco atracó y el pasaje empezó a correr por cubierta ansioso por bajar. Los marineros trataban de colocar la pasarela en su sitio, pero la gente, con sus prisas, los atropellaba no dejándoles trabajar. Algunos pasajeros cayeron con sus maletas al agua, iniciando una carrera a nado hacia el muelle como si nada hubiera pasado. Peor suerte corrieron aquellos que, en su caída por la borda, se rompieron la cabeza, el tabique nasal, una pierna o un brazo al golpearse contra la estructura de cemento del muelle. Por suerte para ellos, y sabiendo que Tomar por Culo está habitada fundamentalmente por imbéciles, los equipos sanitarios estaban allí para rescatarles y practicarles los primeros auxilios. Sebastianus Face esperó a que la gente hubiera desalojado, y entonces, cuando los marineros pudieron colocar la pasarela, descendió. No es que él fuera más listo, o no fuera un buen tomarporculés. Símplemente había vivido mucho tiempo en el extranjero.
Salió de las instalaciones portuarias cargando su maleta y fue a buscar la primera parada de taxis que encontró. Había tres taxistas esperando allí. Al verle llegar con la maleta los tres salieron del taxi e iniciaron una salvaje pelea por ver quién llevaría al pasajero.
Sebastianus echó una rápida mirada al taxi: los faros delanteros estaban rotos completamente, las ruedas estaban ligeramente deshinchadas y el parachoques de atrás colgaba tanto que al subir peso probablemente rozaría el suelo. El cristal de atrás tenía tres agujeros de bala y carecía de espejos retrovisores exteriores: habían sido arrancados de cuajo. En su lugar, en el espejo derecho había unos cables colgando, y en el izquierdo había pegado un espejo de bolso de señora con un montón de cinta americana. Sin duda, era uno de los mejores taxis que había en la ciudad, así que Sebastianus no se lo pensó dos veces.
Sebastianus se subió al taxi, que olía a vómito, whisky, tabaco y otras cosas de fumar. Inmediatamente entrar en el vehículo, Sebastianus, perro viejo, se agazapó para quedar completamente oculto por el asiento trasero. El conductor echó a correr y se subió en el asiento de piloto, arrancó y pisó el acelerador. Salían de la parada cuando un par de disparos impactaron contra el maletero y el cristal trasero del coche. Era uno de los otros taxistas.
Sujetaba un cigarrillo en la mano izquierda mientras sostenía el volante. Con la mano derecha tomó una botella de whisky del asiento de copiloto, la destapó con la boca y echó un trago. Obviamente hacía eses con el coche. Pero eso era habitual en la conducción de Tomar por Culo. De hecho, las calles estaban todas diseñadas con formas ondulantes, haciendo más llevadera la conducción para los borrachos. Por supuesto, los accidentes son habituales. Afortunadamente, hay tanto tráfico que nunca son accidentes mortales, dado que los automóviles no pueden pasar de 25 km por hora.
Tres taxis después, con sus respectivos accidentes, Sebastianus llegó por fin a la calle Almorrana 123. La casa de Johana M. Arrana era una mansión de estilo, vamos a decir Victoriano, si es que ese estilo no le gusta, querido lector, escoja otro a su parecer. Tenía varias plantas y casi mil metros de jardín. Los recuerdos invadieron a Sebastianus cuando se encontró frente a la verja que daba al patio delantero. Pero rápidamente se impuso: había venido por trabajo, para ayudar a un viejo amor. Llamó al timbre y al cabo de entre treinta y cuarenta minutos alcanzó la puerta un hombre en taca-taca perfectamente vestido de mayordomo. No sin dificultad, abrió la puerta. Cabe decir que en Tomar por Culo no existe edad de jubilación alguna.
Sebastianus entró en la casa. Hastiado del ritmo del mayordomo se dio una vuelta por el jardín y luego le esperó sentado en uno de los bancos del porche. Tras treinta minutos, el mayordomo abrió la puerta y ambos entraron en el recibidor. La casa, por dentro, estaba decorada con un estilo, vamos a decir, barroco. Misma norma, lector, si no le gusta el estilo, escoja otro(3). Unas grandes escaleras conducían al segundo piso.
Sebastianus subió las escaleras con cierta celeridad. ¿Estaba encamada? ¿Se encontraba mal? ¿Había enfermado? O peor, tal vez la habrían envenenado. Tal vez, su marido, el tal Armando Deuna Flotilla la maltrataba y estaba recuperándose de una paliza. Tal vez le había hecho llamar precisamente por eso, para protegerla. Él, un veterano de guerra no tenía miedo de nadie, por grande que fuera. Recorrió el pasillo y entró en la habitación donde, por fin, la vio.
Johana M. Marrana permanecía cómodamente sentada mientras tomaba una taza de café y veía la televisión con una sonrisa de oreja a oreja. Estaba tan guapa como Sebastianus la pudiera recordar. Su pelo color azabache recogido un moño, sus ojos negros e intensos… Sebastianus tuvo un vuelco en el corazón. Pero se alegró de verla bien. Vestía una blusa blanca con un bolsillo en el que tenía guardada una pluma estilográfica. Al ver a Sebastianus hizo un gesto alegre y le invitó a pasar.
Sebastianus se detuvo en la acera, frente a la casa de Johana M. Arrana y con gesto reflexivo observó lo alto del rascacielos que tenía delante. Había viajado tanto para nada. Sin embargo, ahora que estaba en su ciudad, se sentía completo de nuevo. Tal vez había llegado la hora de regresar para quedarse.
(1) Sorprendentemente, todas estas ciudades fueron fundadas a la vez, por personas de distintas culturas en puntos completamente alejados del mapa unas de otras.
(2) Ciudades vecinas y rivales.
(3) A ver cuántos escritores te dejan escoger las descripciones de los lugares con tanta libertad.
La vieja sirvienta de la familia acababa de dejar sobre la mesa la bandeja con el café. Mientras ella estuvo en el salón los dos hombres guardaron silencio, manteniendo hibernada en los labios la sonrisa que a ambos les convenía.
—Déjelo, Teresa. Ya sirvo yo —indicó don Antonio, el dueño de la casa.
—Como quiera el señor.
Teresa cerró con religioso cuidado la puerta del salón dejando solos de nuevo a los hombres.
El más joven agradeció con un gesto el café a su anfitrión, se sirvió una minúscula cucharada de azúcar y removió el oscuro líquido sin apartar la vista de su interlocutor. Ninguno de los dos quería ser el primero en hablar.
Don Antonio creyó que como anfitrión le tocaba a él sufrir esa desventaja.
—O sea que quiere usted casarse con Anita.
—Sí señor, así es. Y ella está de acuerdo.
A don Antonio le molestó la inoportuna observación acerca de la voluntad de su hija, pero no dio muestra alguna de ello.
—Como es posible que lleguemos a ser parientes, me gustaría que me respondiera con la máxima franqueza a lo que voy a preguntarle.
—Le doy mi palabra de que así será —respondió el joven envarándose un tanto en su asiento.
Don Antonio tomó un sorbo de café.
—¿Puede decirme qué encuentra usted de atractivo en mi hija?
—¿Cómo dice?
—Me ha entendido perfectamente. ¿Qué ve usted en Anita, además de su dote, para querer casarse con ella?
El joven apretó los labios.
—¿Se atreve a sugerir usted que soy un vulgar cazadotes?
—No lo sugiero: lo afirmo taxativamente. Pero lo hago ante usted y en privado, para que tenga ocasión de convencerme de lo contrario. ¿Qué es lo que ha visto usted en mi hija?
—No entiendo esa pregunta —trató de defenderse el joven, algo aturdido por la demasiada franqueza del padre de su novia.
—Pues no me parece difícil de comprender: usted es un hombre de mundo; ha viajado mucho y ha vivido mucho a pesar de su juventud; ha conocido mujeres de toda índole y condición, y pretende que me crea que se ha prendado de Anita hasta el punto de unir su vida a la suya.
—No se engaña en nada de lo que ha dicho.
—Lo sé. Pero Anita no es guapa. Soy su padre y sé que no es una muchacha agraciada. Anita no es inteligente. Ni siquiera es graciosa. ¿Qué ha visto usted en ella además de una buena renta? No se ofenda por lo que le digo: trato de expresar que creo que es usted mucho mejor que ella y no comprendo los matrimonios desiguales si no se ajustan en otro campo.
—He visto sencillez y cariño. ¿No basta con eso?
—Eso podría bastarle a cualquier petimetre, pero no a usted. El amor que usted dice sentir me parece sencillamente ridículo tratándose de una muchacha como Anita.
El joven juntó las manos intentando reunir a la vez sus pensamientos.
—¿Pretende usted decir que cualquiera que se enamore de Ana se enamora en realidad de su dinero porque ella no tiene más que ofrecer?, ¿quieres usted decir que los que la quisieran por sí misma serían unos inútiles y el resto unos interesados?
—Exactamente. No lo hubiera dicho mejor.
El joven se levantó indignado.
—Entonces me temo que no tenemos nada más que hablar.
—Eso mismo pienso yo. Buenas tardes —respondió don Antonio levantándose a su vez.
Era la segunda base lunar china, así que ya había cierta experiencia. Soporte vital, seguridad, mantenimiento del equipo, mantenimiento de su propio cuerpo, realización de experimentos científicos... protocolos. Cientos de ellos. Quizás era lo que más le costó del entrenamiento, pero tras los primeros días, estaba acostumbrado.
La primera base lunar se estableció en un cráter del polo sur. Era un lugar privilegiado, pues allí contaban con una reserva decente de agua de hielo de las zonas del cráter en oscuridad permanente, y una fuente prácticamente inagotable de energía solar de la zona más elevada del borde del mismo, irradiada por el sol casi las 708 horas del día.
En el ecuador de la cara oculta la cosa era diferente. La única ventaja del sitio, y la razón por la que se estableció allí la segunda base, era que las interferencias procedentes de la Tierra en esta zona eran mínimas, casi inexistentes. Chang Mo y sus compañeros habían instalado un radiotelescopio de última generación y, aunque había otros más avanzados en La Tierra, este obtendría las mejores imágenes gracias a su localización privilegiada. Pero el radiotelescopio sólo podía operar de noche. Así que el plan incluía catorce días de operación, un día de “echar la capota”, como decía Bao Sun, catorce días de descanso, “recoger la capota” otra vez, y vuelta a empezar.
Llegaron a la Luna de día, y gracias a que las misiones robóticas anteriores ya habían hecho gran parte del trabajo, tuvieron el telescopio listo para la primera noche lunar. Comprobaron que el radiotelescopio estaba preparado para pasar la noche, volvieron a la base y en unas horas estaban sentados delante de las pantallas para observar el primer terminador. La abrupta línea que separa la noche y el día lunar se acercaba lentamente. Esta primera experiencia se antojaba inolvidable, y realmente así fue, pero no precisamente por las vistas.
—Empieza la noche en unos minutos, amigos. Y dicen en la Tierra que la noche es larga. Pues verás la nuestra, y encima sin mojar. —Bao le guiñó un ojo a Li, que puso los ojos en blanco.
—Cuide esos comentarios, doctor Sun —le recriminó control—. O nos va a dar mucho trabajo con la edición del documental. Queremos que sea para todos los públicos.
—Pues entonces mejor que apaguéis los micros a la hora de comer —dijo Li—. O mejor, traednos algo de comida de verdad. En la estación por lo menos el pollo era algo que se masticaba.
—Lo tendremos en cuenta, señorita Tang —replicó control—. Ya sabe que en el primer descenso había restricciones de volumen y… “tsck”.
La comunicación se cortó con un chasquido. Hubo un resplandor de luz blanca que inundó el interior de la base por completo. Cerraron los ojos instintivamente. Cuando los volvieron a abrir, todo estaba negro. No había ni una luz encendida. Ni una sola. En total oscuridad, volvieron a recordar cómo sonaba el agudo zumbido imperceptible de las máquinas que les mantenían con vida, precisamente porque éstas entonaron en unísono un macabro glissando a tonos cada vez más graves hasta llegar al total y absoluto silencio. Silencio absoluto y completa oscuridad. Dentro de una lata, en la negra noche de la cara oculta de la Luna.
Chang no quería ser el primero en hablar. Dicen que cuando se apaga la luz, el primero que habla o hace algún ruido inconscientemente es el que más miedo tiene. Así que esperó. Como capitán de la misión se sentía responsable de mantener la calma. A pesar de que estaba viendo algo que le aterraba.
—Estoy viendo una luz chicos —dijo Bao.
—Yo también. Es… pulsante, de muchos colores —contestó Li.
Vale, entonces lo estaban viendo todos. Eso le tranquilizó en cierto modo. Pero esa luz no tenía sentido, porque si cerraba los ojos seguía viéndola. Si movía la cabeza seguía ahí delante. De alguna forma, estaba dentro de sus ojos.
—Chang, ¿estás bien? —preguntó Bao.
—Sí. Yo también veo una luz. Pero no es real. Si muevo la cabeza o cierro los ojos sigue en el mismo sitio. Y creo que está creciendo. ¿Os pasa lo mismo?— preguntó Chang.
—Sí —contestaron ambos tras una pausa.
Debía ser algún problema visual o cognitivo. De lo contrario no podría estar en la misma posición relativa para todos. En cualquier caso había que ponerse manos a la obra. No podían simplemente esperar sentados.
—Necesitamos restablecer los sistemas. No sabemos qué ha provocado el apagón, así que lo primero que haremos será ponernos los trajes. Vamos a entrar primero en contacto para evitar tropezarnos, e iremos en fila india hacia el módulo de entrada. Yo iré primero. —Chang intentó ser lo más asertivo y tranquilizador posible.
Se levantó y alargó la mano hacia su derecha buscando el contacto con Li. Ella estaba haciendo lo mismo y rozaron la punta de sus dedos. Sintió un cosquilleo que le llegó a la columna y le subió hasta la base del cráneo. Justo en ese momento, la luz que tenía frente a sus ojos pulsó y se expandió hasta ocupar gran parte de su campo visual, dejando un hueco negro en el centro. Trató de ignorarla. Ya llevaba un rato pulsando y creciendo y no había nada que pudiera hacer al respecto.
Li puso su mano izquierda sobre el hombro de Chang y buscó a Bao con la derecha. Pronto estaban en fila y Chang empezó a caminar con cuidado, agitando las manos en el aire por delante para no tropezar con nada.
—Si nos pudiéramos ver ahora sería muy ridículo, ¡ja ja! —bromeó Bao.
No contestaron. Chang notó cierto nerviosismo en su voz. Prefirió ignorar el comentario.
—Ya estoy tocando la puerta del módulo. Mi luz ahora mismo es como el borde de una célula, centellea con muchos colores, y tiene un hueco en el centro —dijo Chang cambiando de tema.
—Creo que ya sé lo que es —dijo Li—. Llevo un rato pensándolo, perdonadme. Por el flash del principio pensaba en algún tipo de daño en la retina. Pero los síntomas que tenemos solo cuadran con algo que yo recuerde. Lo raro es que nos pase a los tres a la vez. Creo que puede ser una migraña visual. Si no me equivoco se irá en unos minutos y nos entrará un fuerte dolor de cabeza, pero nada más.
—Vale, ya nos preocuparemos de eso más adelante entonces. ¿Qué lo ha podido provocar? —preguntó Chang.
—No lo sé. Es un episodio nervioso sin importancia. Si no recuerdo mal, el estrés influye, pero no se conocen a ciencia cierta las causas —contestó Li.
—Bueno, algo estresados sí que estamos —volvió a bromear Bao—. ¡Je je!
Otra vez le contestaron con un breve silencio. Chang no quería darle más importancia a su evidente nerviosismo, así que de nuevo le ignoró y cambió de tema.
—Ya estoy cerca de un traje. Avanzad un poco más —dijo Chang—. Así. Cerrad los ojos, voy a encender la luz de una escafandra.
El foco de la escafandra apuntaba hacia abajo desde el traje colgado de la pared del módulo. Entre las pestañas de los ojos entrecerrados por el resplandor, y un poco distorsionadas por culpa de su problema visual, Chang pudo ver sus propias piernas y las de sus compañeros. Subió un poco el foco hacia la altura del torso para verles el rostro. Ahí estaba Li, que asintió ligeramente con la cabeza antes de girarse para mirar a Bao. Y ahí estaba Bao.
—¿Qué pasa, chicos? —dijo Bao.
Chang no podía creer lo que estaba viendo. Nunca había visto nada parecido. Intentó no mostrarle a Bao su preocupación, pero esta vez no pudo pensar en juegos psicológicos. Sólo le salieron las típicas y estúpidas palabras que nunca deben decirse a alguien en una situación crítica.
—No pasa nada —dijo Chang—. Tranquilo.
—Todo va a salir bien —mintió Li—. No te preocupes.
La pausa que siguió era como la que sobreviene cuando la policía viene a visitarte a casa para hablarte de un familiar. O la de ese momento en el que el médico te dice que te sientes antes de contarte los resultados de las pruebas.
—¿No ibas a encender la luz, Chang? —preguntó Bao, aunque sabía la respuesta.
—Ya lo he hecho, Bao. Ya lo he hecho.
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Video inspirador: www.youtube.com/watch?v=qVFIcF9lyk8
Había cometido el crimen perfecto. O eso creía Juan Gómez. No había ninguna relación entre la víctima y él, había tirado el cadáver envuelto en plásticos resistentes y fuertemente cerrado con cinta americana en el cauce de un río seco lleno de maleza y árboles por donde absolutamente nadie pasaba ya que estaba impracticable. Lo había hecho a las cuatro de la mañana. Ni un alma a esas horas por allí. Sacó el cadáver envuelto y lo arrojó desde una altura de unos veinte metros cayendo entre la maleza y quedando totalmente oculto. Después se fue a la discoteca que había a las afueras en el polígono Malpisa, donde se tomó un par de refrescos y bailó descamisado en el centro de una de las pistas, llamando la atención como era su propósito. En la barra quiso invitar a una mujer a su casa para terminar la fiesta, ya que habían bailado juntos, como la mujer contestó que otro día, se despidieron y a las siete de la mañana salió hacia su casa, justo le pilló el control donde calculaba que estaría. Le pidieron la documentación y sopló dando un esperado cero en alcohol. Volvió a casa y se acostó.
A eso de la una del mediodía le despertó un impresionante trueno, acompañado de tremendos rayos, se asomó a la ventana medio dormido y vio cómo una tromba de agua comenzaba a caer. Se acercó a la cocina y preparó un café bien cargado. No le gustaba tener que despertarse a esas horas, pero la urgencia de anoche le había obligado a actuar así. Tras el primer sorbo se asomó a la venta y vio el río de agua que corría calle abajo. Se quedó paralizado, su mente estaba sopesando, calculando posibilidades. El cauce. El cuerpo. El torrente de agua. El móvil de la chica en el paquete. Apagado. El final del cauce. Las ramas obstaculizando o no. Cuánto llovería y cuándo pararía de llover. Qué pistas podría haber en el cuerpo. Ninguna. Si el agua llevaría el cadáver hasta el mar. Agujeros en el plástico para que entrarán alimañas. Todo controlado. Aun así seguía estático mirando la ventana con la taza de café en la mano viendo cómo una inmensa tromba de agua caía sobre las calles. Miró la taza con el serigrafiado del as de pica en un lateral. Seguía lloviendo, conectó la tableta y escuchó noticias de la zona sobre la alarma de lluvias, una alerta naranja. Naranja eran la lencería que llevaba esa chica. Pero todas tienen sangre roja.
Esperó a que la lluvia dejara de caer con esa furiosa intensidad que a veces la naturaleza declara con firma y rúbrica. Mientras veía caer la cortina de agua en la ventana de la cocina, vio que el plan de comida de hoy era arroz hervido, huevos fritos y pisto, todo mezclado a modo de plato combinado. En alguna parte de su cerebro seguía pensando que el crimen perfecto de anoche, podría tener algún detalle incriminatorio. Se había llevado la tarjeta sim del móvil y la había tirado en un contenedor al azar, pero esos aparatos modernos a los que no se les podía quitar la batería igual le complicaban el asunto, incluso estando apagados. Y luego estaba esa lluvia intensa e inesperada. Tomó nota de mirar esos detalles, porque se enteró después de que llevaban tres días anunciando alerta naranja por tormentas y lluvias. Juan pasó en su momento de encajar esa pieza en el puzle. ¿Error? Con una media sonrisa en la cara, pensó que quizás fue un acierto.
Juan tenía muy claro que esto no era un juego de poder, de víctimas y entes poderosos, como vendían muchos libros sobre asesinos en serie, oh, el poder sobre sus víctimas, menuda estupidez, esto iba de cazadores y cazados, de policías y ladrones, de leones y gacelas. Si no existieran los que pretendían pillarle, nada de esto tendría sentido. Sería el despiece de un animal en una carnicería y además no te lo podías comer. Absurdo. Y además sabía que muchos, muchísimos casos de desapariciones, o crímenes quedaban en el limbo de la justicia, en el limbo de todo lo que las películas quieren vender. Siempre se pilla al culpable. Claro.
La tormenta parecía que llegaba a su fin, no sabía cuántos litros habrían caído, pero pensaba que muchos más de lo que serían razonables para una alerta naranja. Sobre todo viendo cómo los contenedores de basura de su calle flotaban sin control, golpeando aquí y allí a coches, farolas y bordillos anegados. Volvió a pensar en el cauce del río donde ahora debía correr bastante agua. Posiblemente las cañas hubieran hecho de parapeto dejando su paquete bien escondido. Luego daría una vuelta por allí.
Recogió los platos de la comida y los colocó ordenadamente en el lavavajillas y, por alguna razón, recordó el libro del asesino en serie británico Dennis Nilsen. Un idiota que guardaba los cadáveres en su patio y bajo las tablas de su casa y algunos los tiraba por el retrete troceados, un auténtico imbécil. Pero que además tardaron quince asesinatos en descubrir sus crímenes y porque la tuberías de la zona olían mal. Un auténtico genio. Recordaba casi palabra por palabra las declaraciones del jefe de Policía de la zona: “Si no lo hubiéramos arrestado ahora, no habría dejado de asesinar a jóvenes.”
Se asomó a la ventana y el agua de la calle había remitido bastante, sólo quedaba una lámina de agua de unos cinco o siete centímetros, los desagües de la calle seguían engullendo litros y litros de agua, el cielo estaba limpio y el sol quería salir por la torre del campanario. Se puso el impermeable y las botas de agua y miró su móvil sobre la mesa, comprobó que no tenía ningún mensaje ni llamadas y volvió a dejarlo en la mesa. Jamás salía con su móvil a la calle. Jamás.
La Primera Venida les cogió por sorpresa. Los humanos miraron al cielo horrorizados viendo una bola de fuego hacerse más y más grande, preguntándose si su vida había tenido sentido o si habían hecho lo correcto durante su corta trayectoria sobre la faz de la Tierra. No era la primera vez que pasaba, los dinosaurios ya tuvieron la ocasión de hacer examen de conciencia. ¿Enseñé a mis raptorcitos a compartir vísceras como es debido?¿Fui demasiado cruel con aquel tiranosaurio cuando le rasqué el bajo vientre para que le diera urticaria?¿Si todos los melanosaurios son negros, qué me comí ayer? Pero al contrario que los dinosaurios, los humanos obtuvieron respuestas. Además, su bola de fuego llevaba frenos magnéticos.
Aquella gran bola incandescente se mantuvo unos días girando en torno a la Tierra tapando la luna, y adoptó la forma de un triángulo luminoso con algo parecido a un ojo en el centro. La mayoría no tardó en captar la indirecta, y el Gran Debate tomó dimensiones planetarias. A pesar de las pistas que tuvieron, a día de hoy el debate no está resuelto, aunque el Transveganismo va ganando por goleada.
No es de extrañar; el cuadragésimo segundo día, Aquello se marchó, llevándose a unos pocos elegidos. Todos eran veganos de nacimiento. En el día de la revelación, todos los humanos escucharon al mismo instante una corta frase dentro de sus cabezas. La abrumadora mayoría consistía en un “No eres digno”, mientras que los únicos cuarenta y dos veganos de nacimiento que no trascendieron la vida terrenal ese día, escucharon: “Volveremos dentro de cuarenta y dos años, difunde la palabra”. Entre las voces que escucharon algunos, también se dieron algunos valores atípicos sin trascendencia estadística, como “Quémalos a todos”, “La cucaraacha, la cucaraaacha…” o “Quiero cacahuetes”.
Marcial tenía la cara llena de granos cuando fue elegido como uno de los Cuarenta y Dos, y para él, aquello fue el colmo. No había tenido bastante con aguantar las mofas de los compañeros de clase, sino que por culpa de su madre, de pura chiripa no se lo habían llevado sin ni siquiera haber llegado a besar a una chica o haberse comido un filete. Justo después del “…difunde la palabra”, escuchó otra frase en su cabeza que decía “Gracias mamá”. El gallo en mitad del gracias le delataba.
Así que Marcial gastó una considerable parte de sus ahorros ese mismo día en el Smokie Cow y se metió entre pecho y espalda un entrecot de un dedo de grosor. Un entrecot del grosor del largo de su dedo corazón, para ser más exactos. Ya tenía suficiente con su madre, no iba a venir un estúpido triángulo voyeur del espacio exterior a decirle lo que tenía que comer.
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Justo ahora, cuarenta y dos insípidos años después, recordaba con añoranza el sabor de aquellos primeros cortes sanguinolentos mientras miraba alternativamente a su plato de judías verdes con patatas y al rostro risueño de su hijo, sentado enfrente suya en la mesa de la cocina. Envidiaba la feliz ignorancia de Nicolás, pero ya era demasiado tarde. Antes de que se fuera a estudiar transveganología a la universidad, había intentado por todos los medios arrastrarle al dolor del conocimiento, pero Rosa era una transvegana estricta, como todos los habitantes de su puñetero país. Era delito carnal si quiera mencionar el sabor de un buen filete.
—¿No estás nervioso, Nicolás? —preguntó Rosa—. Los Cuarenta y Dos dicen que el Gran Ojo actuará en cualquier momento de esta semana.
—Bueno, Mamá, me he estado preparando para esto desde pequeño, pero sí, no te lo voy a negar. Se me ponen los vellos de punta.
—La carne de gallina, ¡la carne de gallina!
—¡Marcial! Los Cuarenta y Dos dicen que…
—¡Ni Cuarenta y Dos ni cuarenta y tres! Ya estoy harto. Mira Nicolás, ¿sabes una cosa? Yo fui uno de los que…
—Ya está con su fantasía de la revelación.
—¡Tú me creíste entonces! Nicolás, escucha. Tú no habrías nacido si no fuera cierto. Tu madre se enamoró de mí cuando le conté lo que me pasó ese día. A mí me eligieron para difundir la palabra, así que yo debería ser uno de los Cuarenta y Dos. Entre ellos hay por lo menos un impostor, y no me extrañaría que hubiera más de uno. Seguro que otros elegidos para profeta pasaron del tema como he hecho yo.
—Bueno, aunque tuvieras razón, eso no invalidaría las enseñanzas transveganas.
—Pero qué enseñanzas ni qué niño muerto. Sólo nos soltaron una frase estúpida y se largaron.
—No son ellos. Es Aquello.
—Qué más dará, si nadie lo sabe, por el amor de dios. Y ahora ese triángulo del demonio te llevará a alguna parte y ni siquiera sabemos si…
El tenedor y el trozo de patata que Nicolás se estaba llevando a la boca cayeron ruidosamente al plato mientras su ropa se posaba suavemente sobre la silla; el cuerpo que la llenaba, simplemente ya no estaba allí. Rosa miró a Marcial con lágrimas de orgullo en su rostro. En su cabeza, la abnegada mujer había escuchado un reconfortante “Buen trabajo”. Marcial, por otro lado, recibió un extraño mensaje de una sola palabra: “Morcilla”.
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—Estos precios son prohibitivos, Luxgor.
—Todo por mi horrorcito —contestó Luxgor, acariciándole los tentáculos—. Mira esto: “Velocirraptor a la onda expansiva. Unidades limitadas”.
—Muy caro, de verdad. Pedimos un plato de esto y si nos quedamos con hambre ya pedimos otra cosa.
—Vaaale.
—¿Se han decidido ya los señores?
—Pues de momento tomaremos un humano vegano en salsa de trilobites para compartir, gracias.
Se llamaba Zalewsky y nunca sabremos la verdad.
Se entregó a los vencedores un día antes de que fuera publicada su orden de captura.
Lo acusaban de Crímenes de Guerra y contra la Humanidad. Le pesaba tanto el remordimiento por lo que había hecho que no hizo falta interrogarlo: se declaró culpable de todo.
Tardaron seis meses en juzgarlo. Los seis meses los pasó en su celda, entre lágrimas diurnas y gritos nocturnos de horror. Decía ver en sueños a sus víctimas, a los niños y las mujeres muertos en las montañas de Malaja Kamischewasha. Hablaba con ellos a solas, suplicando perdón, rogando que olvidasen lo que el absurdo fanatismo le había llevado a hacer entre aquellas montañas que ya nunca olvidaría. Se dirigía a los viejos, narrando lo que había hecho con sus hijos, a las mujeres violadas y arrojadas por las cortantes de los montes, a los hombres azotados hasta morir sobre las peñas.
Cuando llegó el momento de la vista oral, Zalewsky compareció ante el tribunal once kilos más delgado y con ojeras. Reconoció los cargos y asintió con la cabeza a todos los testimonios de los supervivientes de aquel horror en las montañas de Malaja Kamischewasha. Todos los testimonios coincidían y el acusado no los negaba: el juicio duró tres días.
Lo condenaron a muerte y aceptó el veredicto sin una protesta, casi con alivio. A partir de ese momento, cesaron en la celda los monólogos y las pesadillas nocturnas.
Dos días antes de la fecha fijada para la ejecución, el abogado de Zalewsky se presentó ante el tribunal y pidió que se suspendiera la condena. Alegaba falta de pruebas y falso testimonio de todos los testigos.
El recurso era lo bastante extraño para que se formara un pequeño revuelo en torno a un caso al que nadie había prestado demasiada atención. La sala de audiencias estaba repleta al día siguiente, cuando el defensor de Zalewsky explicó al tribunal que no había montañas en Malaja Kamischewasha, sólo una enorme laguna y ancha estepa, enloquecedora estepa en mil kilómetros a la redonda.
No había montañas y no podía haber seres humanos lanzados al vacío desde los precipicios de una llanura. Alguien había escuchado a Zalewsky durante sus delirios nocturnos y le había parecido más fácil refrendar sus propias confesiones que instruir una verdadera investigación.
Zalewsky lo había reconocido todo, pero el acusado tiene derecho a mentir. No había montañas, no podía haber condena. Tampoco podía haber un nuevo juicio, pues no se puede encausar a nadie dos veces por el mismo delito.
Zalewsky salió de prisión al día siguiente entre el rechinar de dientes de los jueces.
Pudo morir de risa entonces, pero murió de viejo muchos años después.
Nunca sabremos la verdad.
La ventisca se le clavaba en sus entrecerrados ojos como puñales de hielo, y no le dejaba ver más de unos pasos por delante. Los pies se le hundían en la nieve fresca hasta la pantorrilla, y el peso del improvisado trineo sobre el que arrastraba el venado que cazó por la mañana le hacía usar todo su cuerpo, todas sus fuerzas.
Al menos, pensó, así se mantendría caliente hasta llegar al campamento. No estaba loca, se había pertrechado bien; no tenía intención de acabar como Ocho Dedos. Por mucho que le dijeran, lo que le faltaba a la tribu era alimento y hombres con agallas. Si fueran ellos los que tuvieran que amamantar a los niños, no habrían puesto tantas excusas para no salir de caza.
Otros inviernos habían sido difíciles, pero ninguno como este. No por el frío, el viento y la nieve, sino por la exigua temporada otoñal. Unos pocos conejos, un par de ciervos, y un lobo. A ellos les culparon, a los lobos, por la falta de caza. Pero ella sabía que podían haber conseguido más carne si la hubieran dejado salir a cazar. Fuera como fuese, pronto se les acabarían las reservas de carne ahumada, y todos sabían lo que eso significaba, los niños serían los primeros en caer.
Ya estaba cerca del poblado. No sabría explicar cómo, pero lo sabía. Tenía esa habilidad innata. Ya de pequeña se acabaron acostumbrando a dejar de buscarla cuando, según la tribu, se perdía. Cada vez que daban la alarma de que la niña había desaparecido, ella acababa volviendo sola, tranquila, sin darse cuenta de cuánto se había alejado del resto siguiendo la pista de algún animal. A cambio de una serpiente, un conejo, o un ratón, se llevaba un castigo, un patada o un moretón. Pero a ella le daba igual, no iba a dejar de hacer lo que más le gustaba y mejor se le daba porque los mayores se enfadaran. Por algo la llamaban Mirada Desafiante.
Ahora ella formaba parte de los mayores, ya había pasado el rito, muy a pesar de algunos hombres y mujeres, entre ellos sus propios padres, que aprovecharon el momento para hacérselas pasar muy mal e intentaron que fracasara. No cayó en la trampa, no podía esperar otro año más para poder tomar decisiones por sí misma. Ese día les dio lo que querían. Aceptación, arrepentimiento, sumisión. Le costó, claro está, ocultar sus sentimientos y fingir que lloraba como una niña por el dolor de sus golpes. Como si no hubiera aprendido a ignorar el dolor cuando era necesario. Cualquier cazador que se precie debería saberlo. Colmillo de Oso lo sabía. Fue el único que no se tragó su actuación, pero no se opuso. Sólo se le ocurría una razón por la que él le daría el visto bueno ese día. Quería preñarla.
Mientras avanzaba por la pesada nieve, pensaba en los fuertes brazos de Colmillo de Oso agarrándola, orgulloso de la pieza que había traído a la tribu, frotándola para calentarla en el interior de su tienda, encima de la piel de oso que tenía junto al fuego. Casi podía sentir el calor subiendo desde su entrepierna. Cerró los ojos un instante, para imaginarlo con más intensidad. Le estalló un oído, perdió el equilibrio, y cayó de bruces.
Cuando abrió los ojos otra vez, sólo veía troncos y ramas de árboles cubiertas de nieve desfilando ante un fondo blanquecino. Estaba boca arriba, algo le arrastraba de los pies, y no tenía fuerzas para resistirse, ni siquiera para incorporarse y ver qué era lo que le estaba arrastrando. Tenía frío, mucho frío, y notaba la cabeza y sus pelos húmedos y cálidos. Ya sabía lo que eso significaba. Si no salía pronto de esta, moriría desangrada. De repente las ramas de los árboles dejaron de desfilar. Lejos, como si estuvieran a un tiro de lanza de distancia, notó cómo sus propias piernas caían como un peso muerto en la nieve. Su predador había dejado de tirar. Escuchó sus pasos al acercarse. No era un oso. Su rostro ocupó todo su campo de visión.
—A Colmillo de Oso nadie le deja en ridículo.
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—Cállate, quiero escucharla cantar.
Podía haberle pegado un puñetazo en su abultada barriga y le habría hecho menos daño. Su segundo hijo estaba pateando las paredes de su vientre, y en lugar de acercar su mano para sentirlo, le despreciaba. Sólo porque la zorra engreída y buscona de Brina estaba cantando. No podía cantar en el río mientras se lavaban, como todas. No. Ella tenía que hacerlo cuando se reunían por la noche junto la hoguera. Delante de todo el mundo. Delante de los hombres. Esta noche nuestros hombres querrán más sexo que de costumbre, como siempre que ella canta. Ya estaba harta de ella. Y no era la única.
Meriel la miró con complicidad, y le hizo un gesto para que la siguiera. Con su hijo enganchado a su pecho, meciéndose suavemente, se paseaba por detrás del corro de hombres que miraban embelesados a Brina, que ahora usaba un pequeño tambor y sus pulseras de cuentas para marcar el ritmo de la canción, mientras proyectaba sensuales sombras sobre el corte vertical de la roca de la montaña a cuyos pies se habían asentado hacía dos primaveras.
Era un lugar privilegiado, fácil de defender, con abundante caza, agua y frutos que recolectar hasta bien entrado el invierno, que duraba apenas una luna. Hasta ahora sólo se les habían acercado un par de tribus de menor tamaño y les dejaron bien claro a punta de lanza y flecha que debían buscarse otro sitio donde montar campamento.
Siguió a Meriel, que disimuladamente tocó en el hombro a dos mujeres más antes de desaparecer en las sombras, alejándose de la hoguera mientras amamantaba a su hijo. Se reunió con ella fuera del claro, bajo los árboles. Se acercó un dedo a los labios, indicándole con el gesto que no hiciera ruido. Las otras dos mujeres llegaron, moviéndose con sigilo.
Sus ojos se acostumbraron rápidamente a la luz de las estrellas, y Meriel levantó la mano que le quedaba libre para pedir su atención. Luego hizo dos gestos claros. En el primero, llevó su mano a su hijo y lo meció. En el segundo se llevó la mano al cuello y la deslizó como un cuchillo.
Se dirigieron a la tienda donde dormían los niños. Las demás ya estaban preparadas, y una de ellas acompañaba al hijo de Brina fuera de la tienda, cogiéndole de una de sus pequeñas manos. Medio dormido, con andar torpe, se refregaba un ojo con la otra mano, bostezando. Lo alejaron solo unos pasos de allí, para que encontrara su cuerpo por la mañana devorado por las alimañas.
Por si el mensaje no quedaba lo bastante claro, junto al cadáver del niño, dejaron una pulsera con diez cuentas que representaban a cada una de las mujeres de la tribu, y un pequeño tambor en el que, pintado con la sangre del inocente bastardo, se adivinaba una figura bailando junto al fuego.
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—Es que no lo entiendo.
—¿Pero por qué piensas que a todo el mundo le gusta el reconocimiento? Cariño, a algunas nos gusta hacer las cosas por el mero hecho de hacerlas, no para que nos aprueben los demás. Si yo estuviera en su lugar, estaría más que satisfecha con mi contribución a la sociedad.
—Ya, eso me parece lógico hasta cierto punto, pero ¿qué daño le podría hacer una entrevista? Es como si tuviera miedo. Además, una cosa es ser humilde, y otra distinta es esto. Mira lo que me ha contestado.
“A la atención del director del Time.
Como ya sabe, mi trabajo ha sido, es y seguirá siendo aportar mi granito de arena para ayudar a los magníficos investigadores que desarrollan distintas vacunas contra el cáncer, y no dar entrevistas ni aparecer en los medios. Le rogaría que cesara sus peticiones de entrevistas, comparecencias y comunicados por parte de mi persona, y se dirija para estas cuestiones al director del centro de investigación, el doctor Alfred Montgomery, que les atenderá de buen grado.”
—Vale, no le gusta la prensa, ¿qué hay de malo en eso?
—Pero vamos a ver, qué “granito de arena” ni que “magníficos investigadores”. Hemos estudiado el caso y todo lo ha llevado adelante ella prácticamente a solas con una financiación ridícula. Y el maldito Montgomery aparece como autor principal en todos sus artículos, como único titular de la patente, y ahora se está llevando todos los méritos y acaparando todas las portadas. Ese tío se va a forrar a su costa y pasará a la historia como el hombre que curó el cáncer.
—Es un impostor, vale. Si a ella no le importa, ¿por qué te importa tanto a ti?
—Pues precisamente porque es ella la que cree que es una impostora, que no se merece el reconocimiento. Y el otro es el que se lo lleva todo. Y no puedo soportarlo. Es como lo tuyo conmigo, pero ese tío no es su marido, es un aprovechado.
—No empieces con eso otra vez. Tú eres el director de la revista.
—Pero tú defines la linea editorial, eliges y supervisas los reportajes… Al final yo no hago casi nada.
—Ya lo hemos hablado cien veces, mi nombre no va a aparecer en ningún sitio. Y deja en paz a esa mujer también.
—Vale, vale, os dejo estar. Pero sigo sin entender por qué no os gusta sobresalir cuando os lo merecéis, parece que tenéis un miedo irracional a destacar sobre los demás grabado a fuego.
Que te inviten a la boda de tu novia es una muestra de urbanidad. De mundología. De saber estar. Un acto cosmopolita apropiado entre personas civilizadas que entienden cómo empiezan y terminan las cosas.
Por eso invitaron a Fernando, aunque después de que lo dejase Nuria no había vuelto a recuperar su alegría. Aunque siguiera emborrachándose una noche sí y otra también.
Lo invitaron y apareció de chaqué. Nada menos.
Algunos se rieron de su aspecto de fantoche y otros, peor intencionados, pensaron que era su modo de dar a entender que él debía ser el novio. Conociendo a Fernando, yo hubiese pensado entonces como los primeros: no me podía imaginar una sutileza semejante en su cabeza. Ahora creo que los malpensados tenían razón.
Como es costumbre en los pueblos, fuimos a buscar a la novia a casa de sus padres, y Nuria nos fue saludando a todos. Estaba radiante. Todas las novias están radiantes, pero ella deslumbraba. Cuando se acercó a Fernando, lo miró de hito en hito.
—Qué guapo te has puesto —le dijo con una sonrisa.
—Como no —respondió el tratando de sonreír también, pero sin conseguirlo del todo.
Nuria se fijó en algo más y se echó a reír.
—¿Pero ni un día como hoy puedes dejar de mascar chicle? El chicle sienta mal con el chaqué, hombre.
—Menos que nunca —contestó Fernando.
No sé si iba a decir algo más, pero Nuria no quiso esperar a que la frase siguiente fuese alguna inconveniencia y se dirigió enseguida a otro invitado.
Fernando siguió mascando su chicle azulado mientras remoloneaba por la casa, donde nos invitaron a las tradicionales pastas con anís.
Luego nos fuimos todos juntos a la iglesia.
Cuando el cura pronunció esas palabras de «el que tenga algo que decir lo diga ahora o calle para siempre», unos cuantos buscamos instintivamente a Fernando, pero no lo vimos por ninguna parte. Y nos alegramos, la verdad.
Hicimos mal en alegrarnos, porque poco después de salir los novios, después de hacerse las fotos en la iglesia y recibir las salvas de arroz, vimos venir calle abajo a la madre de Nuria gritando despavorida.
Cuando llegó a donde estábamos todos, hizo un gesto hacia su casa y cayó desmayada.
Había ido a buscar algo. Una cámara de fotos. El teléfono del restaurante o algo así, y algo había pasado en su casa. Algo.
Unos cuantos hombres fuimos rápidamente hacia allí y no encontramos nada raro hasta que subimos a la planta de arriba, donde iban a vivir los recién casados.
Allí, sobre la colcha blanca de la cama de matrimonio, encontramos a Fernando, con la cara destrozada, en medio de un charco de sangre.
Se había pegado un tiro con la escopeta de caza.
—Follad sobre mi sangre —decía un escueto papel fijado a la cabecera de la cama con su eterno chicle de mora.
Iba vestido de novio y se casó con la única que no le dejó por otro.
Pobre Fernando.
Publicado originalmente en 25minutos el 22/5/2040 por Pilar Jiménez.
Todos conocen ya la historia. La aparición del cometa, la alergia generalizada, y la posterior alerta global de aquel “año sin embarazos”. El tiempo ha puesto todo en su lugar y, por suerte para todos, los peores presagios no se cumplieron. La vida sigue, y en 25minutos seguimos contándola tal como es. De modo que hoy, 10 años después del primer estro, repasamos cómo ha afectado la llegada del estro anual a la vida de la gente normal: su trabajo, sus relaciones familiares, su vida social, su día a día.
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Después de despedir a su última alumna, Araceli Huerta nos recibe con una amplia sonrisa. Matrona de profesión, ahora dedica la mayor parte del año a enseñar su especialidad a otras enfermeras. Apoyada en su mesa, señala al fondo del aula: “El primer año no se cabía, había gente de pie por allí, una vez una alumna se subió a ese armario y estuvo ahí durante toda la clase”.
Los cambios en el sistema de salud fueron de urgencia al principio. A pesar de los esfuerzos, algunos hospitales se colapsaron aquel primer Febrero de Luz. Decenas de mujeres dieron a luz en los pasillos, los sanitarios no daban abasto. Araceli lo sabe de primera mano, fue una de las impulsoras de la campaña “Multiplica por 12”, que recordaba a las autoridades lo evidente: ese febrero iban a nacer 12 veces los niños que antes nacían en un mes. Hacían falta 12 veces más camas, 12 veces más sanitarios. “Les avisamos de que no había personal ni espacio suficiente, pero no pudieron o no quisieron hacer nada más. Ahora ya estamos mejor. Se han ampliado los centros, y se ha especializado mucho personal. Pero hay cosas que pueden mejorar.”
En casa, nos cuenta Araceli, todo sigue más o menos igual. Vive con su esposo, Miguel, en un modesto piso de Los Banderilleros. Miguel, jubilado, se encarga de las tareas del hogar. Le preguntamos por su relación con él. “Yo ya tengo una edad, y mi marido también, pero por mayo siempre nos damos una alegría”.
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César Hernández casi acaba de cerrar y ya está poniendo a punto su local para abrir de nuevo esta tarde. Con visibles ojeras y un cigarro en la boca, nos señala el letrero. “La idea le salió a mi hermano cuando estábamos descolgando el letrero”. Sobre la entrada del local, todo cristaleras, se lee Disco-Pub-Salsa-Merengue “Aquí venía la gente a bailar, pero sobre todo a ligar, ya sabes. Así que imagínate. Mi hermano me dijo, César, tío, el cartel este se quita y se pone muy fácil. Y ahí empezamos a darle vueltas.”
Como muchos otros negocios que se convirtieron en estacionales, César tuvo que reinventarse o morir. “El año del cometa estabamos como todo el mundo, asustados. No sabíamos por qué, pero la gente no venía. Cuando vino el primer celo creíamos que nos íbamos a hacer de oro, pero luego pasó mayo y nos enteramos de qué iba el tema. Echamos cuentas y vimos que en mayo se ganaba mucho, sí, pero no como para aguantar el año entero. Así que íbamos a chapar.”
Pero César, con la ayuda de su mujer y su hermano, encontró la salida. “Mi mujer, que es la que piensa por los dos, me dijo César, ¿te has dado cuenta que la gente ahora lee más, que busca cosas más culturales?”. Así que desde entonces, entre mayo y febrero, Disco-Pub-Salsa-Merengue pasa a convertirse en Café Club Librarte, una mezcla de cafetería, librería y galería de arte. Según nos cuenta, no es tan rentable como en mayo, “pero el pelotazo ya fue cuando empezamos con lo de los cumpleaños de los niños en febrero”.
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Como todos los profesores durante este Mayo de Fiesta, Gracia Delgado está de vacaciones. Nos encontramos con ella en un parque infantil cerca de su casa. Al fondo juegan Ana y Manuel, sus dos hijos. Ambos son de la generación estro. “Yo antes de tenerlos decía que no, que mis hijos en casa, una tarta y poco más. Pero claro ahora ya no hay excusa, el pequeño, Manuel, cumple a la vez que tres compañeros de clase. ¿Vas a ser tú la rara que no quiere que lo celebre con los demás?”
Gracia da clases en el instituto, así que también conoce de cerca cómo han cambiado los adolescentes. Puede que eso le prepare para cuando sus dos hijos tengan sus primeros estros. “Hasta que conseguimos cambiar el calendario escolar, esto fue el caos. Lo del primer mayo se entiende, no sabíamos lo que estaba pasando, pero después nos tragamos dos mayos horribles porque la Administración no respondía. Se podrían haber evitado las violaciones ¿Tiene una idea de lo que es tener a cientos de adolescentes encerrados en el mismo sitio en Mayo de Fiesta? Pues a ellos solo se les ocurrió meter policía en los centros. No hay policía suficiente para frenar algo así, y a los hechos me remito.”
Las costumbres, la educación, y las leyes han cambiado desde entonces. “Después de aquello, los padres están más concienciados. Y a los niños se les enseña desde pequeños a controlarse. Siempre puede haber problemas, claro está, pero ahora ya sabemos que en la adolescencia es más complicado, y si no pasan los tests de agresividad hay tratamientos para esos casos más intensos. Aún con toda la educación y la medicina, ahora mismo sería impensable meter a 30 adolescentes en la misma habitación en Mayo de Fiesta.” Pero para Gracia, el lado bueno del estro eclipsa los problemas de mayo, “el resto del año, que quieres que te diga, esto está siendo el sueño de cualquier docente. Son educados, ordenados, curiosos y trabajadores. Nos estamos saliendo de todas los gráficas. El futuro es muy prometedor.”
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Jorge Jurado está soltero, tiene 32 años, y es informático. Le encontramos con su portátil tomándose un café en una conocida franquicia. “Mi trabajo no ha cambiado mucho. Ahora tenemos las vacaciones en mayo, como casi todo el mundo, pero ya está. Bueno, yo a veces tengo que pringar porque tenemos clientes en Argentina. Pero vamos, lo de siempre.”
Aunque su trabajo no haya cambiado demasiado, a Jorge la llegada del estro sí le ha influido en otras esferas. “Es que no entiendo cómo pasa algo así y nos quedamos tan anchos. Podría haberse ido todo al garete. Pero como todo ha salido bien, pues ya está, aquí no ha pasado nada. Circulen. ¿Y si ahora pasa otro cometa y en vez de estro anual, nos deja, por ejemplo, un estro cada diez años? ¿O peor, y si nos deja a todos estériles?”. Jorge no es el único preocupado. RutTruth.org, la asociación de la que forma parte, tiene millones de afiliados en todo el mundo. “En RutLeaks hay documentos que la gente debería leer, porque no salen en los medios. Todavía no hemos llegado al fondo de todo esto, pero está claro que saben más de lo que nos cuentan”.
Ya se hace tarde, y es Mayo de Fiesta, así que le propongo a Jorge irnos a pasárnoslo bien, y quizás tomar algo en otro sitio. “No puedo, hoy tengo raid del YoY”. Me deja claro que, con estro o sin él, hay cosas que no cambian.
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¿Y a ti, cómo te ha cambiado la vida el estro anual? ¿Tienes alguna anécdota curiosa que contar? Anímate y escribe en los comentarios de abajo.
“Estamos atravesando dificultades técnicas. O más bien psiquiátricas. Porque se está liando parda en la sala del realizador. No sé si volveremos, hagan zapping o lo que les de la gana. Yo me voy”. Lo último que se escuchó antes del pitido de la carta de ajuste fue “¿Pero esto qué es? ¡¿Pero esto qué eees?!”
Gonzalo era un tipo sencillo. Por no decir simple, que podría llevarnos a pensar que no tenía muchas luces. No era eso, que también. Era que no le daba muchas vueltas a las cosas, se conformaba con lo que tenía y disfrutaba de la rutina, cosa difícil de encontrar en el mundo en el que vivimos. Era un tipo feliz.
Así que se revolvió con cierta incomodidad en la silla y comprobó que el resto de telediarios también habían dejado de emitir. Apagó el televisor y terminó su desayuno. La mosca que tenía detrás de la oreja se marchó bien rápido, sin dignarse siquiera a rebotar en el cristal de la ventana. Siguió su rutina; se lavó los dientes, besó a su novia que aún dormía, cogió su bicicleta plegable, se puso los auriculares con su lista de canciones motivadoras de los lunes, y metido en su burbuja, se fue a trabajar.
Ya en su planta, fue al pasillo a por un café antes de sentarse en su cubículo de teleoperador y comenzar una apasionante jornada en la que ofrecería sutilmente a todo el que llamara, fuera por la cuestión que fuese, el nuevo paquete Ecológico de 10 Gigas desde 10 euros. ¡Cuide el planeta mientras ve vídeos de gatitos! Recogió su café de la máquina, y vio venir a Moria. Por alguna razón, quizás por su rostro descompuesto o por lo extrañamente oscuro que iba vestida, recordó lo que pasó en la televisión antes de venir.
—¡Moria! ¿Has visto la tele esta mañana?
—Lo siento Gonzalo, no puedo pararme, me estoy cagando.
Gonzalo se quedó con la boca a medio abrir y se le cayó el café al suelo. Esa misma Moria limpiaba con toallitas desmaquilladoras los auriculares todas las mañanas. Esa misma Moria pedía a cada paso que bajaran la voz porque sus buenas vibraciones se perturbaban y se colaba energía negativa en sus conversaciones. Esa misma Moria se había quejado tanto de lo ordinarios que eran algunos clientes, que consiguió que la empresa comprara un programa informático que censuraba con un pitido sus palabras malsonantes. Esa misma Moria, esa, le acababa de decir sin rodeos que albergaba en su vientre un truño inminente.
Gonzalo estuvo ágil, y pronto se dio cuenta de que su única opción para limpiar el café que acababa de tirar salpicándolo todo era el papel higiénico del servicio de caballeros. Le echó valor; cuanto antes lo hiciera mejor sería. Rápido y sin olor. Efectivamente, evitó el olor, pero cual enano en las minas, nunca olvidaría ese redoble de tambores. El mal acechaba en las profundidades de Moria.
Por fin pudo sentarse a trabajar. Tantas ganas tenía de empezar ya la sesión y abrazar las cálidas y mullidas pieles de la rutina, que no se percató de que faltaban más de la mitad de sus compañeros, ni de que los pocos que allí quedaban tenían conversaciones un tanto extrañas. Absorto en la seguridad de su burbuja, se preparó y recibió de inmediato la primera llamada. Porque como era de esperar, había cola.
—MolaCom comunicaciones, le atiende Gonzalo, ¿en qué puedo servirle?
—¿Eres el rubio? —dijo una anciana al otro lado.
—¿Perdone, señora?
—No, no eres el rubio. El rubio no me llamaría señora. ¿Puedes ponerme con el rubio?
—Eh… Lo haría si pudiera, dígame ¿qué le ocurre?
—Que quiero que me pongas con el rubio, que ayer nos quedamos en una parte picante de la conversación.
—Pero… ¿Usted sabe que estas conversaciones se graban, no?
—Muy picante. Justo estaba piiiiii piiiiii con mi piiiiii…
Gonzalo se quitó los auriculares y le puso el hilo musical. Era la primera vez que hacía algo así. Miró asustado a su alrededor. No había ningún rubio allí. Es más, ya era todo un veterano y no recordaba ningún compañero rubio en sus dos años en la empresa. Moria llegó con el rostro de satisfacción de un trabajo bien hecho y se sentó en el cubículo de al lado. Gonzalo deslizó su silla hacia atrás para hablar con ella.
—No te vas a creer lo que me acaban de soltar.
—Pues si te cuento lo que he soltado yo…
—No, por favor. Para. ¿Pero qué pasa hoy? No te molestes, pero tú normalmente eres más…
—¿Fina?¿Remilgada? Reprimida. Creo que la palabra que buscas es reprimida.
—Bueno, no quería decirlo así…
—Pero lo has pensado. Todos los piensan. Por mí podéis iros todos a donde acabo de dar lo mejor de mí. Anda y déjame trabajar, que das asco tú, tu sonrisita de felicidad, tu fotito con tu novia en la playa y tus post-its de Coelho.
Algo iba mal. Muy mal. Moria no era así. Un “No confundas un mal día con una mala vida” en amarillo chillón y un “Los días malos son los que hacen brillar a los buenos” en rosa gritón le devolvieron la sonrisa, y se preparó para la siguiente llamada.
—MolaCom comunicaciones, le atiende Gonzalo, ¿en qué puedo servirle?
—Hola, quiero que me hagan una oferta por darme de baja.
—Dígame, ¿ha tenido alguna experiencia poco satisfactoria con nosotros?
—No, no. Es que quiero la oferta que le hacen a los que dicen que se van a dar de baja.
—¿Quiere usted darse de baja?
—No. Quiero la oferta.
—¿Qué tarifa tiene contratada?
—La de 30 euros con el fútbol.
—Pues ahora tenemos el Paquete Ecológico, desde…
—No, no. Yo no quiero las ofertas normales, quiero la que les dan a los que se van a dar de baja.
—A ver, a veces cuando se inicia el proceso de baja…
—Yo no quiero darme de baja.
—Vale, entonces usted no quiere darse de baja, pero quiere que le hagamos una oferta como si fuera a hacerlo.
—Hombre, se ve que eres el listo de la empresa, Gonzalo, lo has pillado rápido. Y además con educación. Los dos anteriores han tardado en enterarse y luego me han puesto de caradura para arriba.
—Pues verá, siento decirle que no está en mi mano hacer lo que me pide. ¿Conoce el nuevo Paquete Ecológico?
—Váyase usted a la mierda.
Gonzalo se quitó de nuevo los auriculares, tomó aire, contó hasta diez, cogió la sonrisa que se le había caído al suelo y volvió a deslizar la silla hacia atrás para contárselo a Moria. En lugar de un par de ojos, le dio la bienvenida desde el otro lado un dedo corazón desplegado en toda su extensión y coronado con una uña recién pintada de negro.
Una compañera salió del despacho del jefe dando un portazo. Al instante le siguió el jefe con la mano en la nariz y las lágrimas saltadas.
—¡Todos a casa, ya! —gritó el jefe, rojo de ira y portazo.
—¡Se te va a caer el pelo, te voy a denunciar por acoso! —gritó la compañera desde el pasillo.
Gonzalo se levantó e intentó que alguien le contara lo que había pasado antes de que salieran por piernas de allí. Cosa difícil porque aquello habría recibido mención de honor del departamento de bomberos si hubiera sido un simulacro de incendio. Además sus compañeros le miraban con la misma cara que Moria. El único que se dignó a contestarle le soltó: “Que hay gente que tiene problemas. No como tú, Don Perfecto”.
De camino a casa, Gonzalo miró fuera de su burbuja y empezó a atar cabos. La clave se la dio una conversación que escuchó mientras esperaba en un paso de peatones. Una señora mayor se acercó, con la naturalidad que dan las canas y la permanente, al carrito que empujaba otra señora más joven. Se inclinó para mirar a su bebé.
—¡Pero qué niño más feo! —espetó la señora.
—Ya lo sé, señora, yo también tengo ojos en la cara —contestó la madre.
Ese nivel de sinceridad era antinatural. Por alguna razón la gente se había vuelto incapaz de mentir de la noche a la mañana. Esto podía tener consecuencias desastrosas. No pudo evitar pensar en la gente que tenía la mentira por profesión. Había elecciones en una semana. Y esta noche era el gran debate.
Llegó a casa, plegó la bicicleta, y fue a su habitación para desvestirse. Allí estaba su novia en bragas poniéndose una camiseta apresuradamente. Reconoció el símbolo de Batman de los calzoncillos que intentaban saltar por la ventana. Y reconoció al que los llevaba puestos porque se le quedó mirando con cara de conejillo asustado. Era, en pretérito imperfecto, su mejor amigo.
—Gonzalo, esto es lo que parece.
Las ferias de libro viejo son híbridos genéticos entre el museo y el basurero, con ramalazos más o menos visibles de kiosco, verdulería y bazar mediopensionista de ciudad sin tren.
La feria de Madrid es además una feria de feriantes, donde los libreros jubilados de toda España se dan cita para vender a sus colegas lo que no han podido colocar a sus clientes en treinta o cuarenta años de intensiva acumulación de polvo.
Don Félix ya había anunciado su jubilación y Santiago estaba en trámites de conseguir el préstamo para quedarse con la librería, así que aquel último año que acudirían juntos a la calle Recoletos iba a servir para que el viejo pudiese dar las últimas instrucciones al nuevo dueño de la librería.
Si te sabes manejar bien en las ferias, no importa lo que vendas luego en la tienda: sale todo por internet, por catálogo, o como sea. El caso es no encerrarse en compras con temas locales como los pajares de Sahagún, las toperas de Bembibre o la importancia de la caspa en la fabricación de colores para las vidrieras de la catedral de León. Esas cosas quedan para los eruditos, los catedráticos, y otros subvencionados en general.
—El comercio tiene que ser ante todo comercio —gruñó don Félix repasando las estanterías de un librero de Tarazona que liquidaba el negocio.
—Si, claro —asintió Santiago.
—Me refiero a que si quieres hacer política, ética o estética, pues métete a bandolero, a cooperante, o a peluquero. Una librería es para ganar dinero.
—Para ganar dinero vendiendo libros, ¿no? —puntualizó Santiago.
—Para ganar dinero vendiendo lo que sea. En estos años he ganado más con las estilográficas mochas que con las enciclopedias. Ya lo sabes: las enciclopedias, ni olerlas. ¡Ni olerlas!
—Lo tendré en cuenta.
—A ver. Pues elige tú de aquí.
Santiago comenzó a revisar el material de la caseta sintiéndose como si fuese a hacer la selectividad.
Eligió unos cuantos clásicos encuadernados en piel, varias colecciones de revistas de los años veinte y algunos títulos sueltos en rústica que sabía difíciles de encontrar. La clave del éxito estaba siempre en que la gente pensara que en tu tienda podía encontrar lo que los demás no tenías.
—Ya está —dijo después de hacer números en la calculadora y realizar algunas modificaciones en el lote para que le encajasen la cuentas.
—¿Ya está? —graznó don Félix erizando las cejas.
—Yo creo que sí....
—Pues muy mal, hombre, ¡muy mal! Así te veo cerrando a los seis meses. Con el trabajo que me ha dado mantener abierto el negocio todo estos años y te lo vas a cargar....
Santiago miró desconcertado al viejo.
—¿Pero es que son malos los que he elegido?
—Son demasiado buenos, y demasiado caros.
Don Félix devolvió a los estantes las revistas y los libros encuadernados en piel. En su lugar, compró quinientos ejemplares de El Jueves y una colección casi completa de los premios planeta, con algunos ejemplares repetidos, un centenar de libros de auto ayuda y una caja entera de calendarios atrasados con estampas de equipos de fútbol.
—Y todo por la mitad de dinero, ¿has visto?
Santiago miraba espantado el lote que estaban a punto de llevarse.
—¿Y toda esta mierda? —no pudo por menos que decir.
—Esto es lo que viene a buscar la gente. Si tienes libros que los clientes no entienden o consideran demasiado elevados para ellos, se sentirán insultados y no volverán a entrar. Hay que ayudar siempre al cliente a ponerse por encima de la mercancía.
—Ya. Pero hay que distinguirse por la calidad, ¿no?
—Dar calidad es satisfacer al que te compra. Lo demás son monsergas. Y nadie se ha arruinado nunca invirtiendo en el mal gusto de los demás —concluyó don Félix con una sonrisa satisfecha.
—Eres más tonto que una mata de habas —gruñó Ramírez, cabo de la guardia civil, con nueve trienios y cuarenta y tantos pares botas gastados por los andurriales más rasposos de la muy noble, leal y asilvestrada 612 Comandancia.
—Quiero ver a mi abogado —contestó el aludido, con la cabeza encajada entre los hombros.
El cabo Ramírez, comandante de puesto por la gracia de Dios y porque ni Dios quería el puesto, llamó a gritos al guardia de puertas.
—¡Cifuentes, venga para acá y escriba!
—Sí, mi cabo.
—El detenido, Argimiro Pérez Musgaña, de treinta y cuatro años de edad y residente en Valdorria, se confiesa líder de la banda de malhechores que ha cometido setenta y dos atracos en la última semana.
—Yo no confieso nada —niega el detenido.
—Tú calla la boca. Sigo: asimismo, reconoce haber participado en algunos de esos actos delictivos y haber designado los lugares, las fechas, y los objetivos elegidos.
—Yo no reconozco nada y quiero ver a mi abogado.
—Como te pongas tonto te esposo a la reja de la ventana, con la que está cayendo. Sigo: el detenido dice no conocer a Benito Musgaña del Río, en paradero desconocido por el momento, a pesar de ser primos carnales y de haber sido detenidos juntos en cinco ocasiones anteriores.
—Eso es verdad.
—Que te calles. Tú firma la declaración y luego le dices al juez que te la saqué a hostias. Pero no me líes la marrana, que me jubilo la semana que viene.
—Bueno —se conformó Argimiro.
—Sigo: el detenido dice haberlo hecho por dar trabajo a sus amigos, presidiarios en su mayoría, a los que pagó fianzas y libertades condicionales con un premio de 16 millones de euros que le correspondió en la lotería primitiva. Dice también que como no sabía hacer otra cosa y estaba orgulloso de su oficio de chorizo profesional, quiso ampliar el negocio aprovechando que tenía capital, lo mismo que convirtió su tío la carpintería en fábrica de muebles cuando heredó a su suegra. Dice que prueba de todo esto es el hecho de que los sicarios y maleantes contratados estaban todos dados de alta en la Seguridad Social y con contrato en regla. Dice, por último, que si dio de alta la empresa como compañía de limpiezas no fue por eludir al Fisco, sino porque el funcionario encargado del Registro Mercantil se negó a inscribirla de otro modo.
—Yo quiero ver a mi abogado —insistió el detenido.
—En cuanto llegue de la capital, lo mando pasar. ¿Firmas?
Argimiro agarró el bolígrafo como si fuera un destornillador y logró trazar un garabato al final del folio.
—Pues hala, macho, ya está. Ya me enteraré por los periódicos de en qué paró la cosa. Porque de esta sales en los periódicos. Sales hasta en la CNN, animal de bellota —concluyó el cabo Ramírez encasquetándose el tricornio.

Reveloca estaba harta de tanto cacareo y tanta pluma revoloteando en el aire. La pelea de gallos había terminado, pero la nube de pelusa seguía flotando en el ambiente. Como cada mañana desde la semana pasada, miró hacia arriba camino a su ponedero. En la eterna oscuridad atravesada por estrechos haces de luz que se escurrían entre los tablones, hoy ni siquiera se veía la intrincada madeja de tubos que cubría las paredes y el techo del gallinero. El hedor a heces y madera podrida ya era difícil de apreciar debido a la costumbre, pero es que hoy era sencillamente indistinguible bajo el marcado olor a plumón de las pollas.
Cada gallina avanzaba hacia su rampa empujando su propia pelotita de goma sin apartar la vista de ella. No necesitaban mirar a su alrededor para llegar a su puesto; las bolas eran translúcidas y tenían cientos de cristalitos facetados y coloridos en su interior. Podían ver su camino y el de sus compañeras entre los divertidos reflejos que se formaban dentro de ellas. Hoy las picoteaban por el camino, cacareándoles e incluso azuzándolas algunas veces con las alas. No era de extrañar, los colores de las plumas suspendidas en el aire tras la pelea de gallos creaban reflejos turbadores en los cristales de sus bolas y eso las alteraba más de lo habitual.
Reveloca se subió a su rampa y dejó que la llevara hasta su jaula. Tardó un rato en llegar a su puesto; ya era una gallina vieja y estaba a dos plantas del techo. Encajó su trasero en el desagüe de metal y colocó su bola en su sitio, enfrente de ella, colgando de la puerta de la jaula. Al poco ya estaban todas en su lugar y los gallos se reunieron en el centro del gallinero, pavoneándose al inicio de las rampas, alrededor de su Gran Bola de goma y cristal. Estratégicamente colocada, les permitía observar cada jaula, escrudriñando entre sus reflejos internos en busca de cualquier signo de subversión.
No tardaron en poner el primer huevo, que fue succionado y transportado por las intrincadas cañerías hacia lo alto, haciendo sonar la primera campanada del día. La ruidosa, contaminante y enigmática maquinaria del techo del gallinero convertía sus huevos en pienso, y con cada esperanzador tintineo una escasa cantidad del preciado alimento llovía desde un tubo que se perdía entre la pelusa en las alturas, hasta caer junto a la base de las rampas, lista para ser administrada por los gallos. Penacho Radiante picoteaba su parte, y luego los demás tomaban lo suyo y arrastraban el resto con los dedos hasta las rampas, convirtiendo las raciones que subían traqueteando hasta las jaulas en exiguas pizcas de pienso que se acababan en tres picotazos.
—¡Esto es un ultraje!¡Cada vez tenemos que poner más huevos y nos dan menos pienso!¡Y encima Penacho Radiante nos dejará a las Brown sin nada!—Muchopicoca aleteó tanto que se elevó y chocó con su techo, que era el suelo del ponedero de Padefoca.
—Siempre igual cuando pierden las peleas. Podrían dejar de gritar, que así no hay quien ponga tranquila —protestó Padefoca.
—¡Ves, eso es lo que quieren! Que nos callemos. Las Brown estamos mejor calladitas —exclamó Muchopicoca batiendo las alas, contribuyendo aún más a la nube de plumón.
—¡Qué gracioso! Si la miras de lado se ven gusanitos de colores —comentó Ludoca mirando su pelota.
—En la mía Muchopicoca no se refleja si la miro de frente. La pena es que no se calle de una vez —comentó Padefoca.
—No me voy a callar porque me lo diga una Ross —contestó Muchopicoca.
—¿Qué pasa, que tu gallo perdió la pelea? Déjanos poner tranquilas, bonita. Algunas aportamos en lugar de estar todo el día quejándonos —replicó Padefoca.
—Seguro que tú apostaste por Penacho Radiante… De una Ross como tú me lo esperaba, pero las Hisex Brown han sido unas miserables traidoras. Las Isa Brown sabíamos que esto pasaría —continuó Muchopicoca—, pero esto no quedará así. Cualquier día nos pondremos de acuerdo y mataremos a picotazos al maldito Penacho Radiante.
—Pistqui, pistquiii. —cloqueó nerviosa Panopticoca, arrancándose una pluma de un picotazo—. Yo que tú no diría esas cosas delante de tu bola. Te verán los gallos. Te verán con su Gran Bola y leerán tu pico.
—¡Diré lo que me de la… —pero Muchopicoca cerró el pico de repente.
—¿Qué?¡¿Qué?!¿Has visto el ojo de un gallo? —Panopticoca se arrancó dos plumas más.
—No estoy segura…—cloqueó temblorosa Muchopicoca, mirando fijamente su pelota.
—Te lo he dicho, te van a ver en la Gran Bola y te van a quitar el pienso. —Panopticoca buscaba más plumas que arrancarse, pero no las encontró.
—No se enteran de nada, ¿verdad Reve? —era Robotoca desde la jaula de al lado—. Si dejaran de mirar el color de sus plumas en los reflejos de sus bolas, se darían cuenta de que el gallinero necesita unas reformas. ¿Has visto cómo están algunos tubos, Reve? Se están corroyendo de tanto urato, no me extraña que cada vez produzcamos menos pienso. Y hay varias vigas que se están pudriendo; como sigamos liberando residuos sin control, el gallinero se vendrá abajo.
—No se ve el techo —cloqueó Reveloca mirando hacia arriba, sin esperar que nadie la escuchara.
Reveloca estaba ausente. Llevaba varios días así, desde que despertó en mitad de la noche y vio una tenue luz en el techo. Detrás de los tubos se había abierto una trampilla. Su vista estaba cansada y el sueño lo emborronaba todo, pero aseguraría que vio a una paloma enseñando a su hija el gallinero, cantaleando mientras defecaban desde lo alto encima de las cabezas apretadas de sus compañeras dormidas. Y sobre las cabezas de los gallos. No podía quitarse de los oídos ese gorjeo burlón.
—¿Has dicho algo? —le preguntó Robotoca.
—No, nada. Que con tanta pelusa y tanta mierda en el aire no se ve el techo.
—Es un problema, sí. El gallinero se está volviendo insostenible. Creo que con una dieta más rica en proteínas y un poco de ingeniería ovótica…
—Tú lo solucionas todo con tecnología.
—Pues claro, ¿cómo si no? —replicó Robotoca dejando a un lado el soldador y quitándose su diminuto yelmo—. Te voy a enseñar una cosa, Reveloca. Mira tu bola. Desde donde estás, debes ver arriba a la derecha un grupo de reflejos rojos con un punto verde en el centro. ¿Lo ves?
—Sí.
—Tres granos hacia abajo. ¿Me ves?
—Sí. ¿Quién es la que está al lado?
—No es un quién, es un qué. Esto, Reveloca, es el futuro. ¡Una gallina ponedora completamente artificial! Bueno, las plumas son mías, porque me daba un poco de grima. Los huevos autorreplicantes siempre acaban por dejar de replicarse, pero esto… ¡Esto el futuro, Reveloca!¡Esto hará que por fin podamos dejar de poner!¡Nos hará libres!
—Robotoca… —El facewing de Reveloca era para enmarcarlo—. ¿Me dejas que te haga una pregunta?
—Claro, pero si es lo que creo que estás pensando, no. No es un gallo. No pisa.
—No, Robotoca, no. Es sobre los huevos autorreplicantes. Hace un mes por fin conseguiste que funcionaran, y ¿qué pasó cuando se los diste a los gallos?
—¡Fue brutal!¡La producción de huevos aumentó un 300%!
—Y…
—Y luego vino la crisis de los tubitechos desmoronantes. Todos escuchamos los temblores allí arriba y vimos como caía el polvo.
—¿Y qué pasó con el pienso?
—No te entiendo. ¿Como que qué pasó con el pienso?
—Tú inventaste los huevos autorreplicantes para que hubiera más pienso para todas nosotras sin necesidad de poner tantos huevos, ¿no?
—Ya veo por donde vas. La crisis de los tubitechos desmoronantes provocó que hicieran falta más huevos para la misma cantidad de pienso. Hasta Ludoca lo sabe. Los gallos subieron a la buhardilla y confirmaron nuestras sospechas. Si vas a empezar con tus teorías de la conspiración puedes guardarte tus…
El cacareo de Robotoca se le antojó cada vez más lejano y difuso, hasta que se perdió en el alboroto del gallinero. Era inútil. Era imposible hacerlas entrar en razón. Tendrían que verlo con sus propios ojos. Tendría que enseñárselo para que la creyeran. Eran esas malditas bolas que las hipnotizaban. No sabía si era que la suya no estaba bien hecha, pero no creía que le hiciera el mismo efecto que a las demás. Si miraba era por mero aburrimiento, porque se sentía sola, pero no entendía el entusiasmo de sus compañeras. Ya estaba mayor, dos plantas más y todo se habría acabado, sería carne de pienso. No es que le preocupara la muerte, lo que le preocupaba de verdad era saber que desde que tenía uso de razón lo único que había hecho era poner y poner y poner, y ahora sabía que allí arriba alguien se reía de sus estúpidas vidas. Ese cantaleo burlón resonando en su cabeza...
—¡Cloaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaagh!
Ese graznido era sin duda el de Muchopicoca; venía de abajo a la izquierda. Reveloca miró en su bola, pero no vio nada. “Al cuerno”, se dijo, abrió su jaula y asomó la cabeza. El trasero de Penacho Radiante sobresalía de la jaula de Muchopicoca, y todo estaba salpicado de sangre. Miró alrededor, barriendo el gallinero con rápidos giros de su cuello. Ni una sola gallina asomaba la cabeza. El silencio era más espeso que la suciedad que flotaba en el ambiente. Ese silencio se le hundió más profundo en la pechuga que el último graznido de dolor de su compañera. Perdió por un instante la noción del tiempo, y cuando volvió a mirar hacia abajo, su mirada se cruzó con la de Penacho Radiante, que soltó inmediatamente el cadáver que estaba arrastrando.
Saltó intrépida al vacío, desplegando sus alas en un gesto épico. No era valentía; era la entereza que da la resignación ante lo inevitable, el ímpetu imparable del que no tiene nada que perder, el ardor de la vela justo antes de extinguirse, las alas que otorga la… las alas, las alas con las puntas cortadas religiosamente en cada muda.
Graznó como una loca mientras caía en parábola hacia los gallos, que la miraban picoabiertos, preguntándose como bobos si aquello que caía del cielo cubierto de plumas y cada vez más gordo era para comer o para pisar. El trasero de Reveloca golpeándoles en la cara no les dejó tiempo para responder su duda existencial, y del caos de pluma y polvo que siguió, Reveloca resurgió rampante y con pánico renovado. Saltó, se aferró, planeó, corrió a trompicones por las rampas, volvió a saltar y aferrarse y a saltar una y otra vez, subiendo como impulsada por la algarada de gallos enfurecidos, que ya sea cachondos, hambrientos, o sedientos de sangre, la seguían picándole los espolones.
A unas pocas jaulas del techo, Penacho Radiante le salió al salto extendiendo sus alas y alzando sus garras augurando un sangriento final. Pero contra todo pronóstico, una gallina metálica apareció saltando detrás de él, asestándole con su tarso un golpe maestro de karate en el hombro que lo dejó fuera de combate. Reveloca se impulsó en el cuerpo de su enemigo y, esta vez sí, batió las alas y se elevó unos metros más hasta el lugar donde días atrás adivinó la trampilla de las palomas, y forcejando con el pico, gastó sus últimas fuerzas para abrirla, justo antes de caer.
Mientras caía de dorso, pudo ver con satisfacción como había sorprendido a las palomas con los picos en la masa. Todas lo verían ahora. Montones de huevos cuidadosamente ordenados en las paredes de la buhardilla, un palomo en una bañera llena de pienso con dos tiernas pollitas a su lado que se apresuraron en taparse sus vergüenzas, y la luz, la luz radiante entrando por ventanas del tamaño de jaulas enteras. Todas lo verían ahora. Por fin comprenderían. Si es que dejaban por una vez de mirar sus puñeteras bolas y alzaban la vista al techo.
—¡Qué horror!¿Lo habéis visto? —cacareó Ludoca mirando su bola— ¡Una compañera se ha vuelto loca y ha matado a Penacho Radiante!¡Y ha destrozado muchas tuberías!¡Qué fastidio! Ahora tendremos que poner más huevos todavía.
—Siempre igual, al final, por las cluecas pagamos las ponedoras —sentenció Padefoca.
A Eutiquio la vida le había ido regular tirando a mal, para empezar sus padres no tuvieron otra mejor idea que ponerle el nombre de su padre, obviamente porque Don Eutiquio había nacido un seis de abril y en su pueblo se ponía el nombre del santo del día en que nacía un niño, San Eutiquio de Constantinopla. Menos mal que no le pusieron Constantinoplo o alguna otra aberración típica de los pueblos y de otros años. Su padre, ya fallecido, lo llevaba con dignidad pero el hijo, en cuanto se mudo a la ciudad, comenzó a sentir el aguijoneo de las burlas a cuenta de su nombre de pila. Algunos compañeros de trabajo, o empleados, intentaron llamarlo “Euti”, otros “Tiquio”, otros le llamaban por el primer apellido: Oreja. Cosa que tampoco ayudaba demasiado. Eutiquio Oreja Sandoval. Al menos sabía que nadie se olvidaría de él, no se llamaba Antonio García, ni Manuel López, algo con lo que consolarse, claro.
Además no se había casado ya que no había encontrado al hombre de su vida, sólo algunos momentos de supuesta relación formal con hombres que no estaban destinados a ser su marido. Esa mañana ventosa y lluviosa, otoñalmente molesta, se encontró con la vecina del segundo B, María, luchando lo mejor que podía con un paraguas plegable contra viento y llovizna. No se sabía si la pelea era contra el paraguas o contra las inclemencias del tiempo. Se saludaron cortésmente bajo la marquesina de la parada. Él cogía la línea 187 y ella la 155, casi nunca coincidían ya que tenían horas diferentes de trabajo, aunque no sabía en qué trabajaba ella.
Eutiquio sonrió cerrando el paraguas mientras ella se peleaba con el plegable para intentar llevarlo al orden, al camino de las varillas bien colocadas, cosa que no parecía posible. Se fijó en que ella llevaba una gabardina ocre y unas botas de montaña de buena calidad, el pelo revuelto y una cartera que posiblemente contuviera un ordenador portátil. Antes de que tuviera tiempo de decirle algo cortés y educado llegó su autobús y la saludo levantando las cejas y dibujando una media sonrisa con los labios.
Se sentó entre dos señoras orondas que parecían llenar tres asientos en vez de dos. Él, al ser delgado, se colocó lo mejor que pudo y no pudo evitar ver la cara de desaire de ambas señoras, por llamarlas de alguna manera. Aun no había preparado el cambio de zapatos en la tienda y seguía manteniendo algunas sandalias mezcladas con zapato cerrado. Con este tiempo tan revuelto uno no sabía si llevar sombrilla para el mediodía y chubasquero para algunas tardes. Tenía que repasar la lista de precios de las nuevas deportivas, esas que todos en el sector le decían que arrasarían antes del seis de enero. Volvió a repasar mentalmente la novela que escribía en sus horas muertas, o en horas adormecidas. Se había metido en un lío al querer contar una historia de misterio y asesinatos. Como pudo, con bastante dificultad, intentó sacar del bolsillo un pequeño librito, con la ilusa intención de leer en el trayecto hasta su parada destino. La "corpulenta" de la derecha movió el codo mínimamente para asegurarse que Eutiquio tenía menos espacio, todo esto sin mirar a nadie, como si ni siquiera hubiera movido el brazo. Sus sonrojadas mejillas, la fuerza con la que apretaba el paraguas y ese rictus en la cara de cabreo permanente, le hicieron desistir de sacar el librito: “La verdad sobre el caso de las canicas”, otro capítulo más del inspector de policía Sebastián Algorza y su inseparable compañera Amelia Andrades. Esta noche lo terminaría y descubriría quién estaba detrás de los asesinatos que habían conmocionado a la ciudad de Valencia. “El cristalero no puede ser”, se dijo mientras veía por la ventana del autobús que la lluvia arreciaba. “Ni la criada croata, aunque tuviera un pasado turbio, no tenía los conocimientos de química...”
Se fijó en que la oronda de la izquierda había aumentado su espacio vital ajustando aun más al pobre Eutiquio. Consiguiendo que terminara por levantarse, no sin antes mirar a las dos señoras para que se dieran por alulidas, pero la pareja de señoras no estaban por sutilezas, como mucho estaban en el universo de los bocadillos de chorizo pringoso. Esa imagen le hizo sonreir un poco, mientras veía que se acercaba su parada.
Ya fuera, abrió el paraguas y el viento le mojaba los pantalones y parte de la chaqueta, con esa ventolera el paraguas era más un objeto decorativo que otra cosa. Por fin llegó a la calle de su establecimiento: Zapatos Sandoval. Enfrente ya le esperaban los dos compañeros de trabajo, ambos apretando un vaso de café eterno y humeante a resguardo de la lluvia. Saludaron levantando el vaso de café mientras Eutiquio levantaba la cancela metálica de la tienda y abría las puertas, apresurándose a marcar el código de seguridad de la alarma. Puso el cartel de apertura con el horario. “De lunes a viernes de 10:00 a 14:00 y de 17:00 a 20:00. Sábados de 10:00 a 13:30.” Miró su reloj de pulsera, las 9:35. Y se preguntaba quién sería el primero que empezaría a sentirse rey de reyes antes de las diez de la mañana, la hora de apertura oficial y la hora a la que entrarían sus dos compañeros y empleados aplicando normas de puntualidad de caros relojes suizos. Efectivamente, una señora con cara de despistada entraba en la tienda. Eutiquio le indicó, extremadamente amable, que no abrían hasta las diez. La señora, como si no hubiera oído nada, siguió paseando por la zapatería mirando calzados como quien pasa revista a la tropa. Eutiquio, experto a la fuerza en estas lides, se dirigió a la trastienda, conectó las luces de los expositores y sacó material variado de decoración de escaparates. Una rama seca, unas guirnaldas trenzadas de hierbas sintéticas, un reloj antiguo y una cajas de hortalizas repintadas con colores vivos.
Las 9:54 y la señora se había sentado poniendo su paraguas en un paraguero, creando un reguero de agua a su paso tanto con el paraguas como al sacudirse la ropa empapada que traía. Eutiquio suspiró y sacó las alfombras de pasillo que tenía para estos días lluviosos, aunque el suelo ya estaba marcado con los pequeños charcos de la señora, una de esas de collares de perlas falsos, ropa color crema, bolso de marca y zapatos de apariencia cara, sólo de apariencia. De esas que llaman piel a la polipiel y viven en un mundo de glorias pasadas e insolencia presente.
A las diez en punto entraron sus compañeros, saludaron con los típicos buenos días, Damián abrió la caja y puso a cero la contabilidad y Miguel Ángel se dirigió a la mujer sentada con un “en qué puedo ayudarle, señora”. Sonrisa y amabilidad mezcladas con años de experiencia.
Antes de que la señora del collar de perlas pudiera levantarse o decir algo, Eutiquio apretó los puños y en tono cortés le dijo a Miguel Ángel: “Yo atiendo a la señora, gracias, Miguel Ángel.”
Por supuesto ella no tenía la más mínima intención de comprar nada, pero sí de probarse media docena de zapatos. Y Eutiquio lo sabía. “No hay de su pie de ese modelo”. “Este modelo sólo lo tenemos en negro.” “No, ése es de piel y con costuras hechas a mano, de ahí su precio.”
En un momento, desconectó del mundo real pensando en quién podría ser el asesino y, sobre todo, por qué se llamaba la novela así... “La verdad sobre el caso de las canicas”.
-¡Claro! ¡Eso es! -exclamó mirando al zapato que tenía entre las manos.
Cuando volvió al mundo real, la señora estaba recogiendo su paraguas, volviendo a manchar todo de agua y marchándose con una indignación más que impostada. Nuevos clientes comenzaron a llegar, algunos con cara de compradores otros con cara de visitar un monumento y recorrer el Panteón de la Zapatilla, La Sala de las Sandalias, o El Estante del Deporte... Eutiquio ya sabía o sospechaba quién era el asesino y esperaba esta noche descubrirlo o comprobar que el autor había sido más listo que él. Tendría que retocar su novela, porque se parecían demasiado, no le importaba, sabía que podía hacerlo mejor, sabía que podía construir un armazón policíaco bueno. Esperaba que su manuscrito pudiera interesar a los editores. Ya sabía lo que debía cambiar y cómo, pero antes tenía que terminar la novela que estaba leyendo. “No, señor, sólo nos queda el cuarenta de ese modelo.” “Ahora mismo le buscamos un treinta y siete.”
Eutiquio Oreja era un buen nombre de escritor, pensó repasando la trama de su novela.
Reunidos los dioses en el Walhalla, como era preceptivo según el riguroso turno establecido, iniciaron su banquete anual de puesta en común de sus divinos asuntos.
Odín, como buen anfitrión, ofreció a sus compañeros un par de hermosos ciervos, servidos impecablemente por dos de sus amadas Walkyrias, y les habló de su decisión de abrir la mano en cuanto a los suyos, pues a partir de ese momento recibiría también en su seno a los que murieran con el subfusil en la mano: desde que la espada cayera en desuso, las puertas de su morada se abrían cada vez con menos frecuencia y no podía tolerar tal abandono.
Todos aprobaron la enmienda, e incluso algunos propusieron un mayor relajo, a fin de que fueran admitidos también los integrantes de los comandos suicidas, aun cuando por causas de fuerza mayor no portaran ningún arma.
Aniquilados los ciervos por el voraz apetito de los señores celestiales, comenzó a correr el vino, acompañado por las exquisiteces que cada uno trajo de su reino: dátiles de Alá, uvas de Zeus, dulces de Júpiter y leche de Visnú.
Entonces, cuando la fiesta estaba en su apogeo, el dios de cristianos y judíos, Yaveh, se sacó de las entretelas un manjar que antes nadie había probado y prometía ser algo realmente fabuloso: lomo de ángel. No obstante, y por respeto a sus compañeros, el barbado señor cristiano advirtió que aquella golosina podía tener efectos alucinógenos mezclado con la ingente cantidad de vino que habían consumido.
Aunque no le hicieron caso en un principio, confiados todos en su inatacable omnipotencia, pronto se vio que los presentes empezaban a desvariar, hablando de cosas inexistentes y negando evidencias de su propio cuerpo dogmático, lo que se tradujo en tal confusión que por poco desemboca en un conflicto armado entre los mortales.
Entre aquellos desvaríos, Allah tuvo la gloriosa idea de hacer realidad al genio de la lámpara que los suyos inventaran para enjaezar su cotidiano aburrimiento con mejores arreos que el trabajo. La idea fue aprobada por unanimidad, pero Zeus, un tipo con muy poca gracia, logró introducir la enmienda de que el agraciado no se enterara de su su suerte y viera, simplemente, concedidos sus tres primeros deseos sin que pudiera saber que estos habrían de cumplirse.
De esta guisa, Baco, que era el que más borracho estaba, fue encargado de señalar a uno de los mortales para el juego, y la gracia le correspondió a un tal Cándido Pérez, que vivía en un país un trecho por encima del Ecuador.
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Blasfemaban las cigüeñas en las esbeltas agujas, acordándose del cernícalo que les dijo que ese año no volvería a nevar. Y blasfemaba también el pobre Cándido, peléandose con la enésima avería de su coche en los últimos meses. Para colmo de males, su jefe le estaba esperando y la gorda gruñona disfrazada de policía municipal parecía ignorar que no podía mover el coche, precisamente porque no funcionaba. No tardó en llegar un motorista de la misma cofradía, y el sufrido contable hubo de empujar su propio vehículo hasta la plaza cercana, donde había un par de huecos, para esperar tranquilamente a la grúa.
Realizaba tal hazaña cuando un desalmado, conductor de un cochazo rojo, pasó a su lado a más velocidad de la conveniente y lo remojó de pies a cabeza.
—Así te estrelles—. Gritó Cándido.
Y el conductor, obediente, siguió sus instrucciones.
Fue un batacazo descomunal, un tremendo porrazo que hizo sonar la farola de la plaza como un gong oriental.
Arrepentido de sus palabras, Cándido corrió hacia la plaza. De todas maneras, a su jefe le parecería mejor pretexto un accidente que una nueva avería mecánica.
El conductor, medio inconsciente, juraba a los viandantes, arremolinados a su alrededor, que no podía comprender lo sucedido. El coche, con el morro encogido como una anciana perpleja, humeaba ligeramente, agradeciendo el extintor del tapicero.
La ambulancia llegó varios minutos después de que Cándido se fuera como una flecha en dirección a la oficina.
Don Gustavo, siempre complaciente, dijo no creerse una palabra del accidente y que, además de ser la última vez que soportaba sus patochadas, le descontaría aquel tiempo de su salario.
Cuando el compungido empleado repitió por tercera vez que no se volvería a repetir, Don Gustavo se dio por satisfecho y le pidió que cerrara la puerta por el lado de afuera, si era tan amable, lo que Cándido hizo con mucho gusto, aún a sabiendas de la montaña de trabajo que le esperaba sobre la mesa.
La jornada no se le dio del todo mal, enfainado en la regularización anual, la liquidación del IVA y otras portentosas maravillas: una empresa como aquella siempre tenía mil emocionantes maneras de entusiasmar a sus empleados.
Peor fue la vuelta a casa, donde Antonia le esperaba con un plato de berzas de primero y un rabo de cerdo de segundo, aunque aquello, de cerdo no parecía tener más que la mano de obra. De todos modos, no hubiera estado mal de no ser porque parecía recién extraído de una mina de sal.
Y fue la sal precisamente la causa de los pesares de Cándido, pues sediento como estaba y acérrimo enemigo del agua, escanció más vino del debido y la siesta habitual de la sobremesa se prolongó unos cuantos minutos de más, los justos para saber que esa tarde volvería a llegar tarde al trabajo.
De nada le sirvieron sus ímprobos esfuerzos por batir la plusmarca de la milla, ni tampoco sus disculpas al llegar a la oficina: Don Gustavo, inexorable, señaló el reloj nada más verle aparecer por la puerta.
—¿Sabe qué hora es?
—Si, si señor.
Iba a decir algo más, pero la aplastante verborrea de su jefe secó todas sus fuentes de inspiración con una larga perorata sobre lo poco que le gustaba que le tomasen el pelo y sobre la cantidad de escaleras que tendría que fregar su mujer para mantener a un marido inútil, holgazán e irresponsable si eso volvía a suceder una, una sola vez más.
Cándido hizo otro par de inclinaciones y cerró la puerta con algo más de fuerza que la debida.
—¡Que te den por el culo!—. Masculló indignado.
Se dirigía a su mesa cuando le interrumpieron unos terribles gritos procedentes del despacho del jefe. Escucho un instante y no le cupo duda: era Don Gustavo. Los otros dos empleados, que habían contemplado la escena anterior con una mezcla de lástima y regusto placentero, le habían adelantado, camino del despacho. Los gritos eran tan estremecedores que hasta un par de empleados del almacén habían subido a las oficinas a ver qué ocurría.
La puerta estaba cerrada por dentro, pero no aguantó más que un par de empujones. Cuando Aquilino, un fornido ex-minero reconvertido, franqueó la entrada, se encontró con Don Gustavo, de bruces sobre la mesa y con los pantalones bajados, gritando que el hijo de puta se había ido por la ventana.
El suceso no quedó nada claro, pero todo el personal de la empresa supo enseguida que era mejor no tratar de averiguar lo sucedido. Don Gustavo, apenas recuperado, cerró la puerta y mandó a todo el mundo a sus puestos, pero aquella tarde se trabajó muy poco.
La escasa labor de la jornada vespertina y el hecho de que era jueves alegraron la cara de Cándido, que hasta se permitió una copa a la salida de la oficina mientras esperaba a Helena, un anteproyecto de ligue que no estaba dispuesto a dejar escapar, así le costara la vida.
Antigua compañera suya de escuela, cómplice incluso de algunos escarceos juveniles, Helena se había perdido en el marasmo de los años hasta la muerte de Eusebio, su marido, pero nunca era tarde para recuperar viejas amistades.
Ansiosa ella de compañía y él de variedad, empezaron a verse, sólo a verse, un par de meses atrás, y a pesar de lo inocente de su relación, Cándido había tenido que soportar el olfato de podenco de su esposa, siempre atenta a un perfume desconocido.
Aquella tarde Helena estaba particularmente atractiva cuando entró en el bar y el contable se las prometió muy felices. Y más que felices se las juró luego, cuando ella le pidió que la acompañara a casa para mostrarle la colección de mariposas de su marido.
En tales felicidades estaba cuando, ya en el portal de ella, se abrió la puerta del ascensor y apareció Antonia, que acaba de salir de casa de una amiga.
—¡Trágame, tierra!—. Musitó Cándido.
Y los dioses se partieron de risa durante toda una era geológica.
*[ Aviso: Esto es una traducción de un relato corto de terror publicado en el sub Nosleep de Reddit por el usuario Skarjo en Marzo del 2013. Enlace al relato original en inglés: old.reddit.com/r/nosleep/comments/19fmjf/autopilot/ ].
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¿Alguna vez te has dejado el móvil en casa?
¿Cuándo te diste cuenta de que lo habías olvidado? Supongo que no te diste una palmada en la frente al momento y exclamaste ''¡mierda!'', ni tampoco tuviste una comprensión espontánea de lo que había ocurrido. Lo más probable es que fueras a coger el teléfono en tu bolsillo o en tu bolso y por unos momentos te hayas sentido confundido al no palparlo ahí. Entonces es cuando haces un repaso mental de los eventos de la mañana.
Mierda.
En mi caso, la alarma de mi teléfono me despertó como de costumbre, pero me di cuenta de que la batería estaba más baja de lo que esperaba. Era un modelo nuevo y tenía el hábito de dejar abiertas aplicaciones que drenaban su batería durante la noche. Así que ese día lo puse a cargar mientras me duchaba en lugar de meterlo en mi mochila como siempre. Fue un ligero cambio de la rutina de todos los días, pero con eso bastó. Una vez en la ducha, mi cerebro entró en ''la rutina'' que sigue cada mañana y eso fue todo.
Olvidado.
No es sólo que yo hubiera sido torpe sino que, como más tarde investigué, esto era una función reconocida del cerebro humano. Tu cerebro no trabaja sólo a un nivel, lo hace a varios niveles. Como cuando estás caminando, piensas en tu destino y evitas obstáculos; pero a la vez no necesitas pensar en mantener a tus piernas moviéndose correctamente. Si fuera así, el mundo entero se convertiría en un cosplay masivo de QWOP.
Yo no pensaba sobre la regulación de mi respiración, pensaba en que debería pillar un café de camino al trabajo (lo hice). No pensaba en el tránsito de mi desayuno por mis intestinos, pensaba en si podría acabar en el trabajo a tiempo para recoger a mi hija Emily de la guardería o si tendría que demorarme. Así es como funciona todo: hay un nivel de tu cerebro que se encarga de la rutina para que el resto pueda pensar en otras cosas.
Piénsalo. Intenta pensar en tu último desplazamiento. ¿Qué es lo que recuerdas? Poco, si es que recuerdas algo. Los viajes rutinarios se difuminan unos con otros y está científicamente probado que recordar uno en particular es difícil. Haz algo con la frecuencia suficiente y se convertirá en rutina. Sigue haciéndolo y dejará de ser procesado por la parte ''pensante'' de tu cerebro para ser delegado a la parte ''rutinaria''. Tu cerebro seguirá haciendo lo mismo sin que necesites pensarlo. Pronto pensarás en tu ruta al trabajo tanto como piensas en el movimiento de tus piernas cuando caminas, es decir, no pensarás en ello para nada.
La mayoría de la gente lo llama su ''Autopiloto'' alegremente. Pero conlleva un peligro. Si tienes un cambio en tu rutina, tu habilidad para recordar y responder a ese cambio es tan buena como lo sea tu habilidad para frenar a tu cerebro cuando se pasa a modo rutinario. Mi habilidad para recordar que mi teléfono estaba cargándose sobre la encimera era tan fiable como mi habilidad para parar a mi cerebro entrando en su rutina mañanera, en la que cuenta con que mi teléfono esté guardado en mi mochila. Pero yo no paré a mi cerebro. Entré en la ducha y comenzó la rutina. Olvidé la excepción.
Autopiloto encendido.
Mi cerebro sigue su rutina. Me ducho, me afeito, escucho a la radio dar una buena predicción del tiempo, le doy a Emily su desayuno, la meto en su sillita del coche (estaba adorable esa mañana, se quejaba del ''sol malo'' que la cegaba, decía que no la dejaba dormir de camino a la guardería) y arranco. No importó que mi teléfono siguiera en la encimera, cargándose en silencio. Mi cerebro seguía la rutina y en la rutina mi teléfono tenía que estar en mi mochila. Por eso lo olvidé. No fui torpe. No fui negligente. Simplemente mi cerebro sobrescribió la excepción.
Autopiloto encencido.
Conduzco hasta mi trabajo. Ya hace un calor sofocante. El sol malo llevaba ardiendo desde que mi ausente teléfono me despertó esta mañana. El volante quemaba cuando entré en el coche. Creo que incluso recuerdo oir a Emily cambiarse de sitio para ponerse detrás de mi asiento y refugiarse del resplandor. Pero llego al trabajo. Entrego los informes. Voy a las reuniones. Y no es hasta que tomamos el descanso del café que intento coger mi móvil y el espejismo se desvanece. Hago un repaso mental. Recuerdo la batería en mínimos. Recuerdo poner el móvil a cargar. Recuerdo que lo dejé ahí.
Mi teléfono seguía en la encimera.
Autopiloto apagado.
De nuevo, aquí nos damos de bruces con el peligro. Hasta que tienes ese momento en el que buscas tu teléfono y no lo encuentras, esa parte de tu cerebro sigue en modo rutina. Y no tenías ningún motivo para interrumpirla, por eso es una rutina. Contrición por repetición. No es como si alguien te fuera a decir: ''¿Por qué no recordaste recoger tu móvil? ¿Cómo pudiste olvidarlo? Debes de ser negligente''. Mi cerebro me hizo seguir la rutina habitual a pesar de que esta vez no lo era. No había olvidado mi teléfono porque para mi cerebro éste ya estaba metido en la mochila. ¿Por qué habría de cuestionarlo? ¿Para qué iba a comprobarlo? ¿Cómo podría recordar de repente que mi teléfono seguía en la encimera? Mi cerebro estaba programado en su rutina y en la rutina el teléfono ya tenía que estar en la mochila.
En día seguía siendo asador. De la niebla matinal pasamos a un calor ferviente e implacable. El asfalto burbujeaba. Los rayos directos del sol amenazaban con quebrar el pavimento. La gente se pasó del café a los smoothies. Chaquetas colgadas, camisas arremangadas, corbatas aflojadas y frentes sudorosas. Los parques se iban llenando poco a poco con gente tomando el sol y haciendo barbacoas. Los marcos de las ventanas empezaban a combarse. Los termómetros continuaban ascendiendo. Gracias a Dios que teníamos aire acondicionado en las oficinas.
Pero, como de costumbre, al llegar el atardecer, del horno de la mañana pasamos a una noche refrescante. Otro día, otro dólar más. Seguí maldiciendo por haberme olvidado el móvil mientras conducía hacia casa. El calor del día se había condensado liberando un olor horrible desde algún rincón del interior del coche. Cuando llegué a la entrada, las piedras crujían reconfortantemente bajo los neumáticos. Mi mujer me saludó desde la puerta.
''¿Dónde está Emily?''
Joder.
Como si lo del teléfono no hubiera sido suficiente. También había olvidado a Emily en la puta guardería. Inmediatamente aceleré hasta allí y fui hacia la puerta practicando mis excusas, preguntándome vanamente si podría camelarme a la responsable para evitar la multa por tardanza. Vi un trozo de papel pegado a la puerta.
''Debido a un acto de vandalismo nocturno, por favor usen la otra puerta. Sólo por hoy.''
¿Vandalismo nocturno? ¿Qué? La puerta estaba como siempre esta maña-
Me congelé. Mi rodillas bailaron.
Vandalismo. Un cambio en la rutina.
Mi teléfono estaba en la encimera.
No vine esta mañana.
Mi teléfono estaba en la encimera.
Fui directo al trabajo mientras bebía el café. No traje a Emily hoy.
Mi teléfono estaba en la encimera.
Se cambió de sitio en el coche. No la vi en su sillita desde el espejo.
Mi teléfono estaba en la encimera.
Quiso taparse del sol malo para dormir. No dijo nada cuando nos pasamos de su guardería.
Mi teléfono estaba en la encimera.
Ella fue un cambio en la rutina.
Mi teléfono estaba en la encimera.
Al cambiar la rutina olvidé dejarla en la guardería.
Mi teléfono estaba en la encimera.
9 horas. Ese coche. Ese sol ardiente. Sin aire. Sin agua. Sin ayuda. Ese calor. El volante quemaba cuando entré en el coche.
Ese olor.
Fui hasta el coche. Anestesiado. Conmocionado.
Abrí la puerta.
Mi teléfono estaba en la encimera y mi hija estaba muerta.
Autopiloto apagado.
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Hola, es la primera vez que escribo un artículo y lo comparto al público y de antemano pido disculpas a los que lean esto pues a mi, sinceramente me ha destrozado el corazón.
Hace tiempo que se me enfrió el alma a causa de la sobreexposición a tantísimos relatos de guerra que sigo y me interesa conocer, ya sea por interés geopolítico o por simple seguimiento de la actualidad. No hace falta que venga a decir aquí lo malas que son las guerras y sus consecuencias, pero este video de una niña siendo preguntada, con intención manifiesta del periodista, va más allá de cualquier significado que un conflicto bélico pueda tener. twitter.com/i/status/1356011081337085953
La tristeza que esta niña muestra no son normales, no pertenecen a su edad. Es una expresión madura, de infancia perdida. Va más lejos de lo que un trauma de guerra pueda significar. Es la plasmación de la desesperación. La muerte, el hambre.
La transparencia que esta niña otorga a esos sentimientos que parece ocultar detrás de una sonrisa que, en efecto, se muestra infantil, son desoladores. Esa sonrisa tan dulce y débil parece transmitir seguridad a la vez que calma mientras que rápidamente ves tras sus ojos que algo esta roto, que algo falta ahí dentro.
Exisistirán mil y un documentos igual o más desgarradores si acaso, pero esta niña evidencia y define el sufrimiento y la impotencia.
No soy muy fan de difundir y caer en la hipocresía del protestón de sofa, pero de nuevo, este video toca muy dentro de uno.
Cuatro gatos llegaron el día seis a las ocho de la mañana. A la diez, había catorce gatos que me dijeron que tenían diecinueve años. Todos comenzaron a marcar el mismo número de teléfono, 10111111.
A los seis días, para mi sorpresa, ocho gatas se mudaron a la calle diez número cuatro. Lo más curioso es que los que quedaron ahora sólo tenían catorce años. Diecinueve veces sonó el reloj del salón, cuando ellos dejaron de llamar al 10111111.
Sólo quedaron cuatro gatos, que ahora tenían sólo ocho años. Y como ya no llamaban al 10111111, se quedaron seis horas mirándome. A las diez en punto me dijeron con voz muy clara: "Catorce veces diecinueve es un número que los gatos numéricos no soportamos".
Ese mismo día los gatos se fueron, y yo me quedé mirando el reloj, hasta que sonó el teléfono. Una voz de gato empezó a recitar:
"Cuatro si quieres salir,
seis si debes llorar,
ocho sólo cuando puedes sonreir,
diez nunca para amar,
catorce si subes,
y diecinueve si mueres."
Jamás volví a saber de los gatos numéricos.
***
Llegaron tarde. Para cuando aparecieron por mi casa, hacía días que los gatos numéricos se habían marchado. Los perros alfabéticos parecían alterados, y no paraban de sumarse y restarse letras a discreción. La perrada de la letras andaba muy enfadada y para colmo comenzó a interrogarme el Perro S:
-Cuándo llegaron?
-No lo #é -repondí #in poder u#ar la letra "e#e".
-Cuánto# eran?
-Ni idea, uno# cuanto# gato#, pero no lo# conté...
En e#o intervino el Perro E y todo s# complicó, volvía a pod#r usar la #s#, pero d#j# de pronunciar la "#".
-No c#ro una palabra, nos #stá minti#ndo... -añadió con voz gutural el Perro E...
-Oiga, los gatos num#ricos no #stán y ll#vo una s#mana con los núm#ros cambiados, qui#ro qu# m# d#j#n tranquilo... -r#spondí #n tono malmuhorado, sin sab#r si tenía s#ntido lo qu# había dicho por la aus#ncia d# la maldita l#tra.
-Quedémonos, allí tenemos mucho que deshacer -respondió el Perro de los Antónimos...
De pronto entendí que no estaban allí sólo los perros alfabéticos, algunos de los Perros Gramaticales se habían unido a la búsqueda de los Gatos Numéricos.
Se marcharon como habían llegado, ladrándose letras sin parar; hasta llegué a oír un soneto, eso quería decir que a los perros alfabéticos se habían unido perros de otras razas gramaticales, la cosa podría llegar a alcanzar dimensiones épicas si los lagartos matemáticos intervenían en el asunto.
***
Lo que me temía, los reptiles matemáticos habían llegado, se habían colado por la ventana que tenía entreabierta. En parloteante algarabía se situaron sobre la mesa, en las paredes, sobre los sillones... No podía creer que esto me estuviera pasando a mí. Por fin, un lagarto con aire regio, el que parecía más serio de todos, dijo:
-Sí y sólo sí estuvieron aquí los gatos numéricos la formulación sería correcta.
Apasionadamente otro lagarto respondió a toda prisa, moviendo los ojos mientras pensaba profundamente.
-El Teorema de Lagran condiciona cualquier desarrollo posterior, no podemos asumir que el grupo "gatos numéricos" (G) perteneciera al conjunto de los número naturales (N), evidentemente el subconjunto números primos no estaba incluido...
-Pero no pueden ser gatos de números imaginarios (I), eso sería imposible -respondió un pequeño camaleón cambiando el color de su piel al marrón sucio de mi mesa de trabajo-. Según el Teorema de Hugh y posterior corolario de Bastian-Levy las matrices cóncavas no pueden entrar en sumatorio de (I) cuando (I) es >< de (H), siendo (H) el número de gatos no imaginarios.
Contemplaba atónito este asalto doméstico, mientras los lagartos, camaleones, iguanas y salamanquesas cuánticas se enzarzaban en una sesuda discusión matemática. Al principio pensé que vendrían a hacerme mil y una preguntas, a no dejarme en paz. Pero...
-Hasta que no sepamos si el grupo (G) de gatos numéricos pertenece a los números naturales (N), no podemos continuar, sería una pérdida de tiempo... -dijo moviendo la cabeza negativamente uno de los lagartos.
-Oiga -interrumpí cortésmente-, podrían discutir fuera, no sé nada de esos gatos que invadieron mi casa, ni de los perros alfabéticos... y me duele mucho la cabeza desde que todo esto comenzó...
-Sí y sólo sí nos responde a una cosa -dijo una salamandra cuántica que se sostenía con las ventosas en el lateral de mi mesa mientras asomaba la cabeza- ¿Su eje referencial?
-¿Qué? -respondí atónito.
-¿Cuál era su eje referencial cuando llegaron los gatos?
No tuve tiempo de contestar, ya que los demás lagartos se arremolinaron sobre la salamandra cuántica en una tensa discusión, de la que pude deducir que estaban hartos de los planteamientos de dicho grupo y que no iban a soportar una injerencia más en sus desarrollos matemáticos perfectos. Toda esta algarabía llenó la habitación mientras se marchaban por la ventana, por donde habían llegado. Parecían ajenos a todo, envueltos en discusiones sobre integrales, desarrollos y sucesiones númericas.
El dolor de cabeza no se me había ido, pero respiré tranquilo en el silencio de mi habitación.
Había cometido el crimen perfecto. O eso creía Juan Gómez. No había ninguna relación entre la víctima y él, había tirado el cadáver envuelto en plásticos resistentes y fuertemente cerrado con cinta americana en el cauce de un río seco lleno de maleza y árboles por donde absolutamente nadie pasaba ya que estaba impracticable. Lo había hecho a las cuatro de la mañana. Ni un alma a esas horas por allí. Sacó el cadáver envuelto y lo arrojó desde una altura de unos veinte metros cayendo entre la maleza y quedando totalmente oculto. Después se fue a la discoteca que había a las afueras en el polígono Malpisa, donde se tomó un par de refrescos y bailó descamisado en el centro de una de las pistas, llamando la atención como era su propósito. En la barra quiso invitar a una mujer a su casa para terminar la fiesta, ya que habían bailado juntos, como la mujer contestó que otro día, se despidieron y a las siete de la mañana salió hacia su casa, justo le pilló el control donde calculaba que estaría. Le pidieron la documentación y sopló dando un esperado cero en alcohol. Volvió a casa y se acostó.
A eso de la una del mediodía le despertó un impresionante trueno, acompañado de tremendos rayos, se asomó a la ventana medio dormido y vio cómo una tromba de agua comenzaba a caer. Se acercó a la cocina y preparó un café bien cargado. No le gustaba tener que despertarse a esas horas, pero la urgencia mental de anoche le había obligado a actuar así. Tras el primer sorbo se asomó a la ventana y vio el río de agua que corría calle abajo. Se quedó paralizado, su mente estaba calculando posibilidades. El cauce. El cuerpo. El torrente de agua. El móvil de la chica en el paquete. Apagado. El final del cauce. Las ramas obstaculizando o no. Cuánto llovería y cuándo pararía de llover. Qué pistas podría haber en el cuerpo. Ninguna. Si el agua llevaría el cadáver hasta el mar. Agujeros en el plástico para que entrarán alimañas. Todo controlado. Aun así seguía estático mirando la ventana con la taza de café en la mano viendo cómo una inmensa tromba de agua caía sobre las calles. Miró la taza con el serigrafiado del as de pica en un lateral. Seguía lloviendo, conectó la tableta y escuchó noticias de la zona sobre la alarma de lluvias, una alerta naranja. Naranja era la lencería que llevaba esa chica, pero todas tienen sangre roja.
La chica era alta, esbelta, de rasgos delicados, ojos azules y media melena rubia. Era profundamente bella, con una distinción que recordaba a las grandes damas de siglos atrás. Había viajado por mil lugares y un día decidió fotografiarse en un cementerio con su largo vestido blanco y negro, que resaltaba la perfecta forma de su talle y permitía intuir los sublimes contornos de sus piernas. No obstante, lo primero que te hipnotizaba de la foto era su rostro, con la mirada perdida en el infinito, los labios entreabiertos y un divino gesto de melancolía.
Yo encontré la foto y la convertí en mi favorita. Amo y odio los cementerios. Los amo por la paz que transmiten, por su silencio y porque me parecen la sombra de un mundo paralelo ajeno a las miserias de éste. Los odio por todas las vidas que han separado, por todas las personas que amaban este mundo y se han ido prematuramente, por todos los lazos que han roto las tumbas y el infinito sufrimiento que de ahí ha surgido.
Pero la foto me hizo adorar ese concreto cementerio. Mi vida siempre ha sido un mar de apatía, y del mismo modo que hay gente que se pierde por desear demasiado, yo moría cotidianamente por mi incapacidad para desear o perseguir nada. La foto me hizo soñar con el cementerio, con la idea de una eternidad libre de lo mundano, con la luz que irradiaba el rostro de ella y la fuente de su melancolía, que sin duda habría de ser el alma más pura de la tierra.
Entonces decidí que quería morir en ese cementerio, y que mi mejor contribución a la Humanidad consistiría en un único acto que despertase infinidad de conciencias. La situación política de mi país había degenerado tanto que el parlamento acordó privatizar totalmente la sanidad, de modo que quien no pudiese pagarse su tratamiento sucumbiría a la enfermedad. Cuando aquello sucedió, comencé a investigar sobre un veneno cutáneo que hacía efecto a las 12 horas de suministrarse, y sólo requería un simple contacto con la piel de la víctima.
Cuando logré perfeccionarlo, hice tres cosas: testamento, un vídeo explicando mis motivos y el concepto de justicia poética, y acudir al próximo mitin del presidente del gobierno embadurnándome previamente las manos con el veneno. Logré colocarme en primera fila y darle un fuerte apretón de manos.
Tras ello acudí al cementerio y, pocos minutos antes de comenzar a sufrir los primeros espasmos, subí mi vídeo a youtube y remití el link a todos los medios de comunicación. Mientras sonreía pensando en que por primera vez había deseado algo intensamente, había luchado por ello y lo había obtenido, la silueta de la chica comenzó a vislumbrarse tras una tumba. Etérea, transparente y tan bella como en la foto. Mis ojos se cerraron y, cuando los abrí, la encontré junto a mí ofreciéndome su mano, tan hermosa como tangible. Una mano que no soltaré ni en mil eternidades.
A mi primo le encanta el chocolate, es su gran pasión. Miembro activo de la "Asociación de Amigos del Cacao", se relaciona casi exclusivamente con chocolateros, siempre habla de este tema en redes sociales y hasta en el whatsapp familiar, día sí, día también, comparte algo relacionado.
En nuestro grupo "LOS GONZÁLEZ LOS MEJORES corazónaplausoguiño" somos muy golosos y la mayoría aplaudía sus aportaciones. A mí nunca me interesó el tema porque soy alérgico y, para ser sincero, desde hace tiempo incluso me molestaba su insistencia.
Empezó compartiendo recetas, algunas buenas, otras llamémoslas... originales. Después le dio por las referencias históricas y datos curiosos increíbles, demasiado increíbles: o se los inventaba o es muy crédulo. Cuando vio que la familia le seguía la corriente se entusiasmó demasiado. Mi madre me dijo que apareció un día en casa a la hora de la siesta empeñado en que probarán su última creación: "croquembouche trufada". Tenía mala pinta y olía raro; solo consiguieron quitárselo de encima prometiéndole que lo guardarían para la cena.
No sé en qué momento el resto de la familia se dio cuenta de que aquello era obsesivo y enfermizo. A lo mejor no les gustaron los postres sorpresa, quizás fueran las fotos embadurnado o el video jugando con mousse en una copa. Yo fui incapaz de verlo entero.
Hace días que nadie le responde, supongo que es por respetar su forma de vida y evitar enfrentamientos. Ahora, cuando, entre las felicitaciones de cumpleaños, nos cuela algo de su propaganda, se hace el silencio. Nadie se atreve a decir lo que todos sabemos. Por mi parte, intento pensar que solo se trata de chocolate, porque me niego a aceptar que a mi primo le encanta la mierda.
Son hermosas las horas que perdemos si en el perderlas, como en un jarrón, ponemos flores.
Quedó como Dios el poeta, pero, ¿qué flores pueden ponerse en el jarrón de una sepultura que no se enfría? Si acaso las de Baudelaire, y pare de contar.
Porque todos tenemos una idea clara de lo que se debe hacer cuando queda inútil una persona a la que queremos, y estamos seguros de que estar a su lado es la postura humana, la ética, y hasta la única posible. Decimos a la familia que yo me ocuparé de él, y llo decimos de corazón. ¿pero qué pasa luego?, ¿quién cuenta los días?, ¿qué ocurre cuando los calendarios se juntan en rebaños de alas negras girando sobre el silencio?
La medalla que dan al mutilado no vale más que su pierna. Ni la admiración del mundo entero por la abnegación y el sacrificio tampoco más que la vida, afantasmada en jirones de lo que pudo haber sido. ¿Ha visto alguna vez las esfinges, a la puerta de los templos? Así me sentía yo.
Tiene un nombre el que da la vida porque lleva vida dentro y tiene nombre también el que propaga la muerte. El primero no lo sé porque nunca he sido madre; el segundo es Satanás, me da igual si es o no es culpable.
¡Y aún hablan de los aztecas, con su sacrificios humanos! ¿Y qué es lo mío? Por lo menos el que moría en la piedra del ritual creía servir a un dios, ¿pero a quién sirvo yo? A un hoyo. Porque es un hoyo. Porque cuanto más le quitan, más grande es. Y más me traga. Y más me entierra.
No sé por qué lo hice. Sé sólo que una mañana salí a comprar pan y fruta y me encontré en la estación. No pensaba hacerlo. No pensaba irme tan lejos. Claro que sabía que sin mi no podía valerse, y por supuesto que agradezco de todo corazón a la vecina que llamase a la ambulancia, e incluso a la policía. Y me alegro de que en el hospital pudieran salvarlo. ¿Qué se cree que soy?
Fue sólo un error. No volverá a suceder.
Perdone, señor Juez. Creí estar viva otra vez. Claro que volveré con él. Sólo fue un espejismo.
menéame