Cuando observamos la enorme diversidad de satélites que están en órbita alrededor de los planetas del Sistema Solar exterior, a los geólogos nos encanta buscarles sus fracturas, como si estuviésemos interesados en darles costura. Durante mucho tiempo hemos interpretado esas señales, junto con otras muestras de deformación en sus cortezas, como la prueba inequívoca de que existe -o existió- un océano subterráneo
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