Para cuando ocurrió el suicidio de mi hermano Carlos Miguel, económicamente, la familia había progresado muchísimo. Papá Vicente se había valido de sus empíricos, pero acertados conocimientos sobre medicina y se dedicaba a curar enfermos, poner inyecciones y atender los alumbramientos de cuanto niño venía a esta vida dentro de la comunidad. Por aquellos tiempos ningún médico titulado se atrevía a venir a vivir a la zona por estar tan alejada del área urbana, por ello, en estos lares, papá Vicente era el ángel que salvaba vidas y brindaba salud a quienes se lo requerían.
Papá Vicente trabajaba muy duro, era usual que casi no durmiera, pues la demanda de sus pacientes era apabullante, y por ello, con mis catorce años de edad, me vi obligado a aprender a suturar heridas, aplicar inyecciones y asistir en los partos que mi padre atendía. Muchas personas de esta comunidad, que actualmente bordean los cuarenta años fueron niños que vinieron al mundo en mis manos.
Lamentablemente, la trágica muerte de mi hermano nos sumió como familia en una profunda tristeza que parecía imposible de superar. Esa depresión me llevó a recluirme en mi dormitorio por espacio de un año; abandoné los estudios por ese lapso, sólo salía de mis habitaciones para comer. Mient
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