Relatos cortos
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Por qué dimitió el presidente de los espiritistas

Como un pastor despidiendo afablemente a los fieles a la puerta de su templo, Sir Benjamin Malory estrecha la mano de los miembros de la Society for Researching of Unexplaineden el jardín del sólido edificio que sirve de sede a la Sociedad, una de las más reputadas, ya que no de las más antiguas, del Edimburgo elegante. Absolutamente decidido a no ofrecer ninguna explicación sobre lo ocurrido, acaba de presentar su dimisión como presidente, e incluso ha solicitado la baja como miembro.

Sólo una hora antes maldecía el infausto momento en que se ocurrió invitar a aquel condenado Dr. Shore, geólogo y psiquiatra, a la sociedad paracientífica que dos semanas atrás le brindara el honor de la presidencia. No había sido una imprudencia, ni siquiera una decisión poco meditada: los muchos y celebrados experimentos del doctor en el campo de la detección de presencias paranormales parecieron un inmejorable aval para elegirlo como primer conferenciante dentro del ciclo programado. De hecho, todos los miembros de la Sociedad que vivían a menos de cien millas acudieron puntualmente para ocupar su sitio en el salón. A la hora de inicio de la conferencia sólo quedaba media docena de sillas vacías, tantas como cartas de disculpa dirigidas a Si Benjamin felicitándole por su criterio y aclarando que la inasistencia se debía a otras razones, y nunca a desinterés por el acto programado.

Cuando el doctor Shore se presentó en la sala fue recibido por una cerrada ovación que dio paso enseguida a un silencio casi ritual, somo si el eminente especialista en fenómenos paranormales se dispusiera a conjurar un espectro sobre la tarima en vez de a exponer sus conocimientos sobre los procedimientos técnicos.

Los primeros treinta minutos, destinados a explicar la metodología de sus experimentos, resultaron verdaderamente sustanciales, brillantes hasta el punto de obligar a la concurrencia —poco dada a reconocerse lega en tales materias— a tomar notas sobre la marcha del torrente de novedades que desde el estrado se exponía. Concluida la detallada descripción de los procedimientos, pasó acto seguido a enumerar los hallazgos a que estos habían dado lugar, deteniéndose muy especialmente en las magníficas fotografías de hectoplasmas que se habían ido acumulando en su laboratorio. Tres de ellas fueron arrancadas ansiosamente de mano en mano por los asistentes, que no pudieron evitar romper el casi sacro silencio mantenido hasta ese momento. 

Si la conferencia hubiera concluido en ese punto, Sir Benjamin Malory hubiera podido seguir dedicando su tiempo a la gratificante desocupación de presidir la Sociedad, y con todos los parabienes además, pero el Dr. Shore pasó a continuación a precisar, aún más minuciosamente si cabe, las técnicas con que los mediums profesionales falsificaban tales pruebas. No menos de una docena de ellos estaban presentes, pero ninguno quiso ser el primero en darse por aludido mientras desfilaba ante el público una veintena de fraudes, trucos de magia, prestidigitación, manipulación de placas fotográficas y cuantas añagazas pasaron alguna vez por mente humana: los fuegos fatuos fueron acumulaciones de fósforo, la maldición de Tutankhamon envenenamiento por esporas de un hongo venenoso y hasta la resurrección de Jesucristo se convirtió allí en un simple acto de profanación de sepulcros. El irrefrenable doctor había conseguido en sólo quince minutos poner en su contra a los mediums, los investigadores de la magia egipcia y hasta a los cristianos en general, pero el malestar se tornó ya en estupor cuando, tras recoger las fotografías que con tanto agrado acababa de contemplar su auditorio, pasó a describir los métodos que él mismo había empleado para conseguir aquellas falsificaciones. Y lo dijo así, textualmente.

El altercado que contemplaron los adustos salones de la Royal Society diez años antes con motivo de la poco diplomática teoría de William Walham fue una tibia protesta comparado con el que allí se formó. Acaso los caballeros de la Royal conservaran cierta compostura en aquellos momentos por débito a su linaje y posición, también porque vivían casi todos de otra cosa (rentas, principalmente), pero la abigarrada colección de tahures, quiromantes, mediums, egiptólogos, hipnotistas, astrólogos, espiritistas, hechiceros, adivinos, telépatas, exorcistas, curanderos y levitantes, se tomó mucho peor que fuera tan directa e impúdicamente vituperada su medio de subsistencia. No se pararon tales personajes en apelativos cultos: fue mencionada allí la madre del doctor, la compleja identificación de su padre, sus gustos sexuales, el consentido adulterio de su esposa y su extraordinario parecido con no pocas especies animales de poco recomendable aspecto y cualidades.

El Presidente, Mr. Malory, más por sentirse en su deber que por desacuerdo con lo escuchado de labios de sus administrados, trató de poner orden, pero sólo lo consiguió cuando los insultaros comenzaros a ser repetitivos. Al fin, tras arduos esfuerzos, logró imponer su voz sobre el griterío, y la severidad judicial de sus palabras decretó al fin una pizca de orden en aquel injurioso maremágnum.

—Abandonar la conducta que dos mil años de civilización nos han enseñado como la más apropiada entre personas sensatas no va ayudar en absoluto a demostrar lo veraz de nuestras posturas. Guarden, por tanto, silencio, y escuchemos lo que el doctor tenga que decirnos.

—Gracias— empezó el doctor, que se había mantenido absolutamente indiferente al escándalo de la platea—. Quería decir hace un momento que mis investigaciones no han hallado más que fraudes porque no es posible otra cosa en el campo que nos ocupa. No sabemos qué hacer con los muertos y como nuestra conciencia no nos permite abandonar a los seres queridos en el cementerio y dejar que allí se pudran tranquilamente, inventamos mil historias distintas con que resucitarlos a medias. Y los resucitamos, eso sí, con poderes extraordinarios, con conocimiento e inteligencia superlativas, de lo que resulta que la muerte da más de lo que quita, pues hasta el fantasma del más imbécil puede responder a las difíciles inquisiciones de un espiritista avezado. Pero no es así, señores; se impone la seriedad: los muertos pueden ir al cielo o al infierno, según los creyentes, o a ninguna parte, según los ateos, pero de ninguna manera es admisible pensar que se quedan por aquí, flotando en el vacío, apareciéndose estúpidamente sin mensaje alguno que comunicar. Reconozco, cierto es, que a lo largo de la historia son tantos los casos en que se informa de su presencia que sólo ese motivo es suficiente para dar crédito a su existencia, pero si por un momento se deciden a razonar, convendrán conmigo en que tan perenne es su presencia en la historia como las causas que a mi parecer originan la alucinación que les da vida: el miedo a la muerte y el ansia de justificar lo injustificable.

Nuevos murmullos, atajados sin piedad por la presidencia.

—Cuando se es una persona importante, un rey digamos, resulta doloroso reconocer que el día en que nos abrace la tierra se acabará nuestra influencia, nuestro poder y nuestro dominio sobre las decisiones ajenas. Los que en tal coyuntura no se conforman con escribir testamentos, que es la forma en que habitualmente tratan los muertos de seguir imponiéndose a los vivos, suelen ser los más propensos a ver las almas de quienes les antecedieron, o a creer a quienes dicen haberlas visto; y si el rey lo cree mejor será a sus súbditos hacer otro tanto. Nace así un mito que de puro conocido llega a ser indiscutible: la literatura no hace más que darme la razón, y ustedes que lo niegan, mejor harían en leer a Shakespeare en vez de esos burdos folletones que tan ajados descansan ahora en la biblioteca de esta sociedad.

  Regreso de los gritos, sofocados sin necesidad de intervención alguna al margen de quienes querían seguir escuchando, así fuera por curiosidad, el resto del razonamiento.

—Si, por contra, una persona ni ha sido rey, siquiera en su casa, ni ha hecho nada en la vida, ni encuentra posibilidad alguna de hacerlo, parece lógico que el deseo de prolongar la existencia, y no en mundo superior alguno, sino al lado de parientes, conocidos y enemigos, le impulse a creer que es posible vagar por las casas, los campanarios o los cruces de caminos. De ese modo no es extraño que esas gentes, que de pura abundancia son legión, suelan creer lo que otras más imaginativas les cuenten acerca de lo visto u oído en tal o cual abandonado paraje. Porque convendrán conmigo en que los fantasmas jamás son vistos por muchedumbres.

Dos docenas de discursos brotaron entre el público, tratando de contradecir al orador, pero Sir Benjamin quería acabar con aquello cuanto antes y con un gesto ordenó silencio. Con menos partsimonia de la habitual, secó el sudor que coronaba su frente e indicó al doctor que podía continuar. 

—Pero hay otras muchas causas que producen las apariciones que hoy nos interesan. Una de los más interesantes partos de un fantasma es el del que sabe algo que no debe saber o quiere decir algo que no debe decir, y se libera de las crueles ataduras del sigilo o la prudencia atribuyendo sus palabras al oráculo de un muerto. ¡Bravo por su osadía!, pero si bien está creerlo en público para evitar otras investigaciones, siempre enfadosas, no han puesto aún los lingüistas nombre a la superlativa estupidez que constituye seguir creyéndolo en privado. Tal sería seguir defendiendo la existencia de Papá Nöel o los Reyes Magos después de que los niños se hayan acostado.

Los gritos que siguieron a esta aseveración tardaron en ser silenciados algo más que los anteriores. 

—Por último, porque observo que poco tiempo más podré dirigirme a ustedes, está el aburrimiento. La gente se aburre, terrible, espantosamente se aburre, y en tales sofocos de fastidio está dispuesta a buscar lo que sea, cualquier superchería capaz convencerles de que la vida que llevan es algo distinto de la porquería que en realidad es. Los fantasmas cumplen la doble misión de prometerles una prolongación más allá de la fosa y entretenerles mientras viven, ¿qué más se puede pedir?

Y para que no digan que no dejo una puerta abierta a la posibilidad, porque posible lo es todo, quiero terminar diciendo que si alguien tuviera una existencia posterior a la muerte sería alguien con una gran obra inconclusa, y los hombres con grandes obras son gente de talento o de coraje, gente muy ocupada que ni se dejaría convocar por mediums ni fotografiar por espantajos como ustedes, de lo que resulta que el famoso Más Allá del que esta Sociedad se ocupa está habitado por las almas de los tontos muertos que se dedican a dejarse interrogar y retratar por los tontos vivos. Muchas gracias.

Como nadie recordaba otros distintos, los insultos del principio se repitieron de nuevo, aunque diez veces magnificados en volumen.

Viendo que allí no tenía nada más que hacer ni que decir, el doctor Shore se puso tranquilamente su abrigo, dio la mano a su anfitrión, se calzó los guantes y atravesando la pared, se fue.

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Cuatro plumas y un relato (1): El club de los suicidas involuntarios [+18]

Eso es lo que alguien había escrito en el sobre que había encima de su mesa: "El club de los suicidas involuntarios". Ramón arqueó una ceja mientras pensaba si aquello era otra broma de Javi. Javi siempre estaba haciendo el payaso, o mejor dicho, era el tío más payaso de la redacción. Del mundo quizá. Miró en dirección a la mesa de su compañero, y cuando vio la silla vacía, recordó haber visto a Javi caminando en dirección al archivo del periódico. Con toda seguridad iba a surtirse de fotografías. Las necesitaba para poder realizar su ejercicio favorito en horario laboral: un pajote en el baño. Tenía más vicio que una garrota el mamón.

—Anita, cariño, ¿Javi ha dejado este sobre aquí?—le preguntó a su compañera de al lado.

—Hasta el coño me tenéis los dos con vuestras gilipolleces. Y yo aquí haciendo el trabajo de los tres. —bufó sin levantar la vista del teclado.

—Joder Ana, que solo he ido a mear. Luego te invito a un pincho y un pelotazo.

Ana suspiró, y levantó la vista del teclado mirando a Ramón con una mezcla de ternura y hastío.

—Javi ha dicho que iba a repasar no sé qué de Sofía Loren en el archivo. Eso lo ha dejado en tu mesa un mensajero que preguntaba por ti. Ahí tienes también el albarán. Y que sean un pincho y dos pelotazos mejor, que estoy viendo que me vais a dar el día.

Ramón miró el albarán y cantaba de lejos. Era más falso que un duro de madera. Él figuraba como destinatario, pero no se habían molestado en escribir ni la dirección, ni el nombre del periódico, ni redactor de sucesos ni nada más. Esto era cosa de Javi seguro. Esa dejadez le delataba.

En estas cavilaciones estaba Ramón, cuando de reojo le pareció ver una sombra que pasaba a toda velocidad por detrás de la ventana que daba a la calle. Casi inmediatamente después, llegó a través de la ventana entreabierta, un estruendo de metal chocando con cristales. Ramón corrió hacia la ventana, se asomó, y dos pisos más abajo observó estupefacto la marquesina de la entrada destrozada. Encima de aquella ensalada de aluminio, sangre y cristales rotos se recortaba en una postura imposible, el cuerpo retorcido de un chico. Llevaba puesto un casco de moto. Mierda. El mensajero. Ramón se fijó en que el chico no había muerto en la caída porque movió el brazo izquierdo hacia su pecho, en un gesto que parecía querer proteger algo que apretaba con fuerza dentro de su puño.

CONTINÚA

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____4____

Nunca olvidaré la madrugada del 4 del 4 del 2004. La Presa de las 4 Gargantas cuando abre sus compuertas no hace más ruido que la cisterna (del cuatrero) de mi vecino del 4º. Me despertó. Me giré, me puse a 4 patas con cuidado de no despertar a mi mujer en nuestro 4º aniversario, ni a mis 4 hijos, alcancé mi Nokia 4444. Vi la hora, eran las 4:44 y.... 44 segundos, momento exacto en el que la batería estaba al 44%. Todo cuadraba. Esa misma mañana fui al concesionario de la marca de los 4 aros a comprarme ese S4 Quattro. Me cautivaba su potente motor de 444 caballos que lo impulsaba de cero a cien en 4 segundos, era un rápido 4 puertas de 4 plazas y por supuesto tracción 4x4. Nunca olvidaré mi 44 cumpleaños.

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En lo profundo de la noche, he llorado

En lo profundo de la noche, he llorado. He recordado que también soy ser humano, que amar no está vetado.

He anhelado desde que te fuiste, y por vez primera he vuelto a llorar. He cortejado a las sombras para que me maten y aún no lo he logrado. Te echo de menos y duele que nunca puedas saberlo.

Soñé contigo. Triste, distante, una persona profunda que pocos conocieron de verdad. Mirada inteligente, creadora de mundos desconocidos. Tu imaginación impregnaba el hogar, con aquellos mandalas y la cascada de melodías. Una vieja radio moderna confesaba el interior; tu interior; nuestro interior.

Los solitarios con naipes, tus cartas del tarot, ritual inquebrantable. Era tu momento de reflexión, la buda junto al río. Un hogar sólido que empezó a deteriorarse el mismo día que te fuiste. Aves muertas en la calle fueron testigos de un juicio que nadie comprendió.

Te llevó el humo desde dentro. Se expandió y formó la silueta de tu cuerpo como si fuese una segunda sombra. El negro más puro carcome. Y desde siempre ya sabías que podría ocurrir, esa fue la verdadera maldición. Una calada tras otra y de repente, oscuridad. Una eterna noche desde el día hecho diagnostico. Un sol negro en tu interior, penumbras a nuestro alrededor.

Y mi historia con el hospital se prolonga por culpa de que me alimento de recuerdo. Bucles me azotan. Pero debo borrar las huellas que son el rastro para aquel día. Debo lograr hasta que tus cenizas sean parte del paisaje idílico, y el mejor modo de hacerlo es recordar lo bueno: siempre, para siempre.

Recordar que también reías...

Siempre.

Recordar tu sabiduría,

Así siempre.

Recordar que eras bella.

Por siempre.

Creo que te lo debía, un texto, el testimonio que te merecías. Quiero que descanses en las mentes de los demás, que seas guardián. Sonríe, porque no hay final, esa es la realidad. Sigue leyendo y sigue creciendo junto a la cultura que nos diste. Sigue paseando y sigue siendo la persona más responsable. Sigue luchando y sigue siendo consciente, con ese sentido común de mujer valiosa que vivió la época equivocada.

Sigue siendo. Por ti, por nosotros.

Para siempre.

Y en lo profundo de la noche, he llorado.

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El corrector de estilo

“Llovía sobre el epitafio que amaneció cubierto de escarcha.”

Si empezamos así vamos a acabar mal, Cristina.

Una frase y dos tonterías: acabamos mal.

....

Si no pones una coma en medio, resulta que sólo llovía sobre un epitafio: sobre el que amaneció cubierto de escarcha. Esa coma ausente da a entender que había otros. ¿Sobre los otros no llovía?

....

Y a ver cómo explicas la lluvia y la escarcha, todo a la vez. Primero la escarcha, al amanecer, y luego, a las cinco de la tarde, la lluvia. Muchos cambios de tiempo para tan poca cosa.

No sé si quieres fijar la atención en el amanecer, la lluvia o la escarcha, o sólo hacer ilusionismo con palabras biensonantes. La frase es hueca. La frase es una bobería.

Y no me mires así, como si te estuviera pegando. Tu padre me contrató para eso: para corregirte y para hacer de ti una escritora de provecho.

....

No sé de quién va a ser el provecho. Eso pregúntaselo a tu padre que es el que paga.

....

Venga, mujer. No pongas esa cara. Ven.

....

No. Tu padre no me paga también por acariciarte. No seas venenosa. Esto es de balde.

....

Vaya: veo que algo has aprendido. Si: de balde significa también en vano. ¿No vas a darme un beso?

....

¿Ni siquiera uno?

....

¿Y a mí que más me da que tengas novio formal y vayas a casarte en marzo? Eso es un matrimonio de conveniencia.

....

De mi conveniencia, no, por supuesto. No seas injusta. ¿Cómo puedo presentarme a pedir tu mano con lo que gano? ¡Me echarían a patadas!

....

Mira: hago lo que puedo. Sigo mi vocación. Qué más quisiera yo que vender mis libros y no tener que dedicarme...

....

Lo de complacer niñas malcriadas lo has dicho tú. Yo iba a decir a la enseñanza.

....

¡Pero es mi vocación!, ¡debes entenderlo!

....

Pues mira: no lo sé. No sé cómo se llama el hombre que, por no aceptar un trabajo digno, consiente que la mujer que ama se case con otro.

....

No. Ese es el que consiente en el adulterio de su esposa y yo no hago eso. Insultemos con propiedad.

....

Mira: vamos a dejarlo. Otra frase: “Y, sin embargo, murió sola” 

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Por envidia

Marina llegó sin avisar, esas cosas pasan y le pasan a ella más que a nadie. Le dijo a Javier que tenían que hablar, como siempre que había algún pequeño lío, dramatizado como si fuera la caída del muro de Berlín. “Que a la niña la han llamado chinita de mierda en el colegio.”

A Javier se le erizó la nuca, esta vez no era nada ligero ni poco grave. En ese momento recordó, sin venir a cuento, su divorcio y lo amigable que había sido todo, ni escándalos, ni quejas, ni jueces de un color o de otro, nada. Todo fue bien como personas civilizadas.

No es que Marina buscará en Javier que hiciera algo que ella no podía hacer, no, ella se bastaba y se sobraba para resolver esta cuestión, pero sabía que él era el padre de Yeni, su hija adoptada.

Yeni era una niña fuerte, lo era, y podía encajar muchos golpes que la sociedad pudiera intentar lanzarle, pero aquel día llegó llorando a casa de Marina. Ella y Javier compartían el tiempo en casas separadas pero seguían siendo los padres de Yeni, los dos la querían, sin matices.

 -Cuéntame más... ¿qué ha pasado? –dijo Javier mientras le traía un té con hielo a Marina.

-Unos niños, en el patio, cuando estaban jugando al fútbol, le dijeron que a la “chinita de mierda” no la querían en su equipo –dijo ella mirando al suelo con pena.

-Joder, no me jodas... pero si lleva años en ese colegio...

-Aún no he hablado con la dirección del colegio –seguía mirando al suelo, más preocupada por lo sucedido que por lo que él pudiera decir.

-Vamos mañana y hablamos con el tutor... –Javier se sentó a su lado sin saber si cogerla de los hombros afectuosamente o dejarlo correr.     

 Marina comenzó a llorar lentamente, sin voluntad ninguna, como si fuera el acto natural del rocío por la mañana. Sólo apuntó a decir un par de palabras.

 -¿Por qué?

 Tras pensar mucho en lo que quería decir esa pregunta, que evidentemente no tenía nada que ver con ir a hablar con el tutor, Javier, masculló una frase.

 -Los niños son crueles.

 Marina se lo quedó mirando por un instante. Javier corrigió la frase dándose cuenta de la estupidez que había dicho.

 -Es buena en fútbol, por eso la rechazan. Por envidia.

 Ella siguió sin entender la frase y ya estaba pensando que Javier no entendía el problema.

 -Lo sé, lo sé, Marina, es nuestra hija y hay que hacer algo. Hablo con ella esta noche, antes de que vayamos mañana en el colegio.  

 Concretaron hora para hablar con el tutor y enviaron un mensaje al colegio. Mensaje que nadie respondió.

 Esa noche, Javier y Yeni habían quedado en una cafetería debajo de casa de Marina. A una hora prudente. Ella muy preocupada por el tiempo de estudio que estaba dedicando a hablar con su padre.

 -Papi, ya sé que no eres mi padre real, sólo mi padre-padre, el que me ha cuidado todo este tiempo.

-Y yo sé que tú sabes que soy un padre-padre... no quien te engendró. Lo hablamos cuando eras muy pequeña.

-Papi, me gusta mucho jugar al fútbol... –dijo ella con un mohín de incomodidad.

-Lo sé.

-Pero no me dejan jugar con nadie porque marco goles... No lo entiendo.

-Yo tampoco –dijo Javier suspirando porque en el fondo sí entendía el comportamiento humano.

-Tú seguro que sí lo sabes –respondió ella con un ligero brillo de admiración en los ojos.

-Mañana iremos a hablar con tu tutor.

-Ya. Pero seguiré siendo la chinita que marca goles –dijo ella dándole vueltas al vaso de su refresco.

-¿Sabes una cosa? Me encanta que te guste el fútbol y que seas tan buena jugadora.

-Lo sé, papi, y a mami también le gusta.

-Te voy a ser sincero porque sé que no eres nada tonta. No sé qué vamos a conseguir mañana hablando en el colegio en tu defensa de este abuso cultural, racista o simplemente de envidia pura.

-¿Y si dejo el fútbol?

-Hagas lo que hagas algunas personas seguirán faltándote al respeto. La única solución sería... –Javier sabía que no podía terminar la frase.

-Olvidarlo todo y seguir adelante, ¿no?

-Sí, eso, eso mismo... –Menos mal que su hija era más calmada y serena que él.

  A la mañana siguiente, el tutor no tenía mucho tiempo para hablar con ellos. Dos frases educadas y poco más. Fuera, en el patio, se estaban organizando los equipos para jugar un rato al fútbol.

 

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La leyenda equivocada (I)

Hay quien piensa que en tiempo de guerra y de tormento se suspenden las vidas de los hombres, hasta que de nuevo impera al fin la paz y es posible regresar a las pequeñas alegrías y las navegables cuitas cotidianas.

Hay quien cree que las batallas y las grandes hecatombes congelan los años y los alientos a la vez que hacen correr la sangre, y que los tiempos de tumulto y desolación pertenecen a otra cuenta diferente de los días y los siglos, ajena al cómputo somnoliento que rige el transcurrir de las existencias comunes.

Pero están equivocados: nada interrumpe el curso de la vida. Durante el mayor seísmo o la mayor erupción, cuando la tierra eclosiona en grietas y llamaradas, prosigue la primavera, y el arbusto que está en flor se resiste a marchitarse por mucho que la muerte haya devorado ya a todos sus vecinos. 

Lo mismo sucede con los hombres y sus anhelos.

Porque el amor no descansa, como no descansa el odio, y hasta en los años sombríos de terror y destrucción, en los más escondidos rincones de la Tierra, donde la historia y la leyenda se confunden en un aquelarre de sangre, florecen apasionados testimonios de que siempre hay un espacio y un momento para olvidar los pesares y mirar con esperanza los años venideros.

La guerra es entonces un instante entre paréntesis, y cada cual, espada en mano, mientras aguarda el momento de cargar contra el enemigo, piensa en su dama o en sus tierras, en la ofensa del vecino o la herencia del padre anciano, porque morir en la batalla sólo mueren los demás, y en pocas horas todo habrá terminado y cada cual regresará a su casa, al entorno que cada uno haya sido capaz de procurarse.

Porque no hay guerra que valga la pena si no es por defender un hogar, aunque sea una cueva, o un modo de hacer las cosas. Sólo se lucha por lo que se ama, y nadie ama lo que le es ajeno.

« Cada paso que retrocedáis, la muerte se acercará a vuestras casas». Eso les dijo el conde, y señores y villanos, caballeros y escuderos, supieron que era verdad, que no había más remedio que resistir día a día, o pasar a la ofensiva para morir de una vez y quitarse de tanto trasiego como estaban padeciendo.

Pero incluso en los peores momentos, acosado por el hambre y la fatiga, con las manos desolladas de manejar el arriaz, con los hombros en carne viva de sujetar el escudo, cualquier soldado lleva impreso en su cerebro o en sus tripas que hay que volver.

Siempre hay que volver para seguir viviendo, incluso cuando se va a la guerra tras la bandera de un hombre como Vlad el Empalador, hijo de Vlad Dracul, El Demonio. Hay que pensar en el amor y en las cosechas incluso después de haber empalado a cien hombres y cortado las cabezas de otros tantos para dejarlas como mojones sobre el camino. Hay que olvidar para volver.

Y para poder olvidar no hay que ofrecer resquicio a la duda: hay que estar siempre seguro, convencido hasta la médula de que cuando faltan los diez mil soldados precisos para plantar batalla, sólo queda el terror como aliado. 

Y es difícil convencerse de tal cosa porque repugna a la conciencia. Pero los que quedaron en sus casas no esperan deber sus vidas y sus haciendas al peso de tu conciencia, sino al peso tu espada. Y te imaginas el día en que tu esposa o tus hijos sean los degollados, como tantos otros que has visto, y te imaginas ante sus cuerpos exangües tratando de explicar que tal cosa sucedió por temor a ser tachado de salvaje. Y te rebelas. Y comprendes que sólo importa volver y tener un hogar al que volver. Y comprendes que si no es posible alejar a los turcos por las armas se los ha de alejar por el espanto.

Un espanto inolvidable. Un horror tan desmedido que hasta los nervios se aflojen y la historia se estremezca. Eso es lo que está a punto de desatarse. Suenan como tambores los cascos de los caballos: va a comenzar la hecatombe.

A la misma hora, al mismo tiempo que Miguel Ángel nace en Caprese y le es concedido a Da Vinci el título de maestro, cuando Boticelli firma satisfecho su retrato de Giuliano de Medici. En esa inolvidable y precisa hora, Vlad Tepes el Empalador desenvaina su espada y ordena cargar contra el enemigo. 

Dirán de él que es un bárbaro en tiempo de luces, pero él es quien guarda la puerta para que la fiesta pueda continuar en los jardines. Él es quien se enfrenta al turco, batiéndolo por tierra antes de que los españoles lo detengan también por mar en Lepanto. Vlad Tepes no sabe a quién defiende. Ni lo sabe ni le importa: le basta con seguir llamando suya a su tierra. 

Y con perfecta ignorancia de lo que en su campaña se juega el mundo, asegura el broche de su capa, se cala el yelmo y con un horrendo grito se lanza al ataque. Le siguen los suyos, sedientos de sangre, o borrachos de miedo. No importa: le siguen.

El estruendo de los caballos se impone a todos los demás sonidos, y pronto entrechocan las primeras armas. Las mazas silban en el aire, gritan los hombres, arrojando gritos de dolor o maldiciones, y resuenan los escudos al parar cada mandoble. Los turcos tratan de imponer su mayor número, pero ya no hay fe en los ojos de sus soldados, ni sienten en sus corazones la ardiente y santa furia del combate contra los infieles. Porque no se enfrentan en esos campos helados la cruz y la media luna: lucha el mundo contra el infierno, la codicia contra el terror. 

Los turcos se ven perdidos. Son siete contra uno y se ven perdidos. Iban a la Guerra Santa a luchar contra las huestes de Satanás, pero se encontraron con Satanás en persona. Siempre fue así: la sombra negra detiene a la bestia hambrienta; lo que emerge del cementerio intimida a lo que sale del antro; lo feroz se asusta de lo siniestro. 

Ya no hay esperanza de victoria para los turcos, y pronto emprenderán la retirada mientras los heridos, los que no pueden huir, tratan de darse muerte a sí mismos para no ser hechos prisioneros. Esta es la hora que anunció el profeta en que los vivos envidiarían a los muertos. Esta es la hora.

Los capitanes de Vlad Tepes ordenan perseguir a los fugitivos, sin descanso, sin miedo a que puedan reagruparse y tender una emboscada. Saben que el enemigo ha perdido cualquier vestigio de coraje, cualquier voluntad de resistencia. Los que pueden, huyen hacia sus propias líneas; los que no, tratan de escapar hacia los bosques, o hacia los montes, a la espera del momento en que puedan abandonar sus escondrijos. 

Los hombres del conde Tepes no dan tregua en su cacería, celebrando su victoria, celebrando sobre todo que tampoco este año los musulmanes cercarán sus castillos, ni quemarán sus cosechas, ni le exigirán tributo alguno. Se acordarán de la sangre hirviendo, en vez de aceite, que les fue arrojada desde las almenas, y creerán más conveniente probar su fuerza en otro lado. 

Se arrancarán las barbas, rasgarán sus vestiduras recordando a los amigos, a los parientes empalados en los caminos, dejados a la merced de los cuervos y las fieras. Verán en sueños las manos cercenadas colgando de los árboles, pero aunque les arda el corazón de odio y deseo de revancha, no tendrán valor para volver, y la tierra de Valaquia será libre mientras siga bajo la protección de este fiero Lucifer de las montañas.

Tres días duró la persecución después de la batalla, hasta que al amanecer del cuarto llegó la nieve a poner punto final, por unos meses, a aquella orgía de espanto. 

Nieve cerrada, en tupidas cortinas, que en pocas horas cubría los caminos y las copas de los árboles. Nieve que absorbía las palabras de las bocas antes de que fueran pronunciadas, que allanaba las huellas de las pisadas y hasta el relieve del horizonte con su mortaja de frío.

Por fin la nieve de la paz.

—Volvemos a casa —anunció escuetamente el conde. 

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La leyenda equivocada (II)

Fue en aquellos días cuando comenzaron a escucharse extrañas historias, murmuradas entre dientes en las interminables noches de las aldeas, o susurradas con miedo en las perdidas majadas de los pastores trashumantes. Los primeros lugares donde se oyó hablar de tales prodigios fue en los pequeños villorrios donde se detuvieron los hombres del conde Tepes de regreso a casa. Ni caballeros, ni soldados ni escuderos se hubiesen atrevido a despegar los labios de sospechar que sus palabras pudiesen llegar a oídos del conde, pero sin duda algunos aliviaron el peso de sus conciencias en la intimidad de las alcobas o en la camaradería de los campamentos, y pronto la región entera se vio estremecida por un temor sin nombre, distinto al de los turcos, más oscuro y más antiguo que cualquier horror de guerra.

Se decía que unas horribles criaturas formadas de lodo y sombra atacaban por la noche a los animales, sorbiéndoles la sangre. Algunos, los más funestos, saciaban también su voracidad en seres humanos, hasta que sus víctimas morían extenuadas y se convertían en un nuevo engendro sediento de vida. Se decía que algunos hombres dormían en catafalcos, y que después de morir permanecían intactos en sus tumbas, con la piel siempre fresca, y que mantenían su lozanía alimentándose con la sangre de los vivos en un constante aquelarre de tinieblas infernales, sin esperanza de verdadera muerte ni de verdadera resurrección. 

Se decía que los hombres del conde Tepes habían visto tanto horror y tanto espanto en el campo de batalla que muchos se habían vuelto locos y se bañaban en la sangre de los animales, comían carne cruda y aullaban a la luna por las noches, lo mismo que los lobos. Era el precio que el espanto se cobraba a cambio de la fuerza de su brazo en aquella guerra. Era el precio y había que pagarlo a cambio de la libertad: si hasta el más clemente y liberal de los señores exigía un estipendio por su auxilio en la campaña, ¿qué otra cosa podía esperarse del demonio?

Los hombres del conde Tepes regresaban victoriosos, sí, pero se decía que sus almas se habían extraviado en los laberintos de lo atroz y que muchos se habían vuelto locos, arrojándose con sus caballos por los precipicios de las montañas, y que otros habían perdido la facultad del habla. En todas las mesnadas que regresaron a los pueblos y ciudades de Valaquia había un loco, portador de una historia que ya no podría contar. En sus ojos había algo más allá de todo miedo, y los que aún podían hablar y recordar lo sucedido callaban inundándose en vapores de vino o de hidromiel.

Pero el pueblo hablaba. Hablaba de todos modos. Burgueses y campesinos aumentaban a su sabor lo poco que había oído e inventaban lo que no podía saber. Descifraban historias de espanto en los rostros de los que habían vuelto con la misma determinación y la misma fe ciega con que interpretaban la historia sagrada en los retablos de las iglesias. Y crearon así la iconografía del miedo. 

Se decía que algunos de los hombres del conde Tepes, y el propio conde incluso, habían vendido su alma al diablo para poder salir victoriosos de aquella guerra imposible, y el diablo se cobraba su precio impidiéndoles morir para que hicieran otros adeptos a la satánica hueste mordiéndolos en las horas más oscuras de la noche.

No era la primera vez que circulaban tales rumores por aquella región, pero nunca habían causado tanta alarma ni encerrado a los campesinos en sus casas con tantas trancas y cerrojos. Porque la historia era antigua, pero no así el semblante de los hombres que la repetían, ni la milagrosa victoria que la acompañaba. Algunos pensaron que hubiese sido mejor caer en manos de los turcos, pero la mayoría convino en que era una bendición deberse a un señor como el conde Tepes, que prefería vender su propia alma al diablo antes que rendir a su gente al enemigo. Nunca un señor feudal hizo tanto; nunca con otro se contrajo deuda tan enorme.

Las gentes se escondieron en sus casas esperando que la víctima fuese otro, y cuando alguien moría, aunque fuese la más esperable de las muertes, decapitaban el cadáver antes de hacerlo descender a la tierra.

Así, en pocas semanas, la monstruosa historia de los seres de sombra y lodo se extendió por todas las montañas de Valaquia.

El rumor no tardó en llegar también a Kronstadt. Primero lo repitieron las mujerucas que atendían miserables puestos de fruta o de carne en el mercado, pero luego, en poco tiempo se hicieron eco de él también algunas personas de calidad. Sin miedo a empañar su prestigio por unirse a lo más bajo del pueblo en sus supersticiones, repitieron a quien quiso que escucharles que varias veces habían visto a las siniestras criaturas de las que hablaba la conseja intentando abrir las ventanas de sus casas, o merodeando por los callejones. La superstición y el miedo no entienden de diferencias sociales.

Uno de aquellos hombres, un hidalgo medianamente rico, perdió a su hija y a una joven sirvienta en el corto espacio de diez días, ambas aquejadas de una inexplicable languidez, y la leyenda cobró alas.

Se decía que aquellas criaturas, a las que habían dado el nombre de vampiros, no podían subsistir sin la sangre de los vivos. Podían flotar en el aire y no eran reflejados ni por el agua ni por los metales, ni por el azogue de los espejos. Sus víctimas morían poco después de ser atacadas y se convertían inmediatamente en nuevos siervos de Dracul, que en la lengua de aquellas regiones significa Satanás. Así se quedarían, a medio camino entre la vida y la muerte, durmiendo en sus tumbas y saliendo de noche a cometer sus crímenes, hasta que fueran liberados de la maldición, pero nadie conocía la manera exacta de hacerlo: uno decían que bastaba con decapitarlos; otros que se les debía clavar una estaca en el corazón mientras dormían; otros afirmaban que se les debía atravesar de parte a parte con una espada de plata y algunos afirmaban que bastaba exponerlos a la luz del sol, pues semejantes criaturas no podían soportarla y se convertían en polvo en cuanto los rayos solares alcanzaban sus repugnantes cuerpos.

La leyenda prosperó y el miedo se adueñó en la ciudad de tal modo que al caer la tarde pocos eran los que se aventuraban a recorrer las calles.

Entonces, a principios de diciembre, comenzó a nevar, y los que no querían reconocer que preferían quedarse encerrados en sus casas por miedo a las terribles criaturas de sombra y lodo, encontraron en la nieve el pretexto ideal para permanecer en lugar seguro.

Comenzó a nevar a primeros de diciembre y no paró en tres semanas.

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Desorientado

Le dolían la cabeza, la espalda, las rodillas y algunas partes más de su cuerpo: demasiadas para enumeraras todas. Había intentado incorporarse, pero se había golpeado contra el techo. Después de aquello prefirió quedarse inmóvil, tratando de vencer las náuseas. 

Llevaba despierto algún tiempo aunque no sabía exactamente cuánto. Podía ser una hora, o dos, o cinco, porque a ratos volvía sentirse atenazado por el sopor para hundirse en una vorágine de recuerdos y pesadillas en las que todo daba vueltas, confundiéndose en oleadas sucesivas de euforia y angustia. Luego retomaba las riendas de su mente y se obligaba a permanecer despierto buscando respuestas a la larga lista de preguntas que se iba acumulando: ¿dónde estaba?, ¿qué hacía allí?, ¿qué había ocurrido?, ¿por qué se sentía tan mal?

Al fin parecía amanecer y ese mínimo eslabón lo mantenía atado a la consciencia. Tenía que permanecer despierto y tratar de adivinar qué había ocurrido. Y escapar, por supuesto. Eso era lo primero. No necesitaba lucidez alguna para darse cuenta de que estaba atrapado en alguna parte. La fracción más primitiva de su cerebro se bastaba y se sobraba para avisarle de ese peligro.

La luz se colaba por una mínima rendija sobre su cabeza. La apuró con avaricia, e incluso lanzó sus manos hacia ella, como si alguien le hubiese arrojado una cuerda en medio de un naufragio.

Pero con ese gesto desesperado, en vez de atrapar la luz, la cegaba, así que retiró de nuevo las manos, se las pasó por el rostro y comprobó que estaba empapado. No sabía si era sudor. Esperaba que sí. También podía ser sangre o algún tipo de humedad que goteara sobre su cabeza. Podía ser cualquier cosa: se llevó los dedos a la boca y no distinguió sabor alguno: por lo menos no era sangre.

Trató de mirar la hora pero no tenía reloj. Se palpó el resto del cuerpo y comprobó sorprendido que estaba completamente desnudo. No importaba: era verano y los días solían ser lo bastante calurosos para no temer morir de frío. ¿Pero por qué demonios lo habrían desnudado? Para humillarlo, seguramente, y complicarle la huida.

Tal vez lo peor ya hubiera pasado. O no. Seguro que no. En situaciones como la suya lo peor está siempre por venir. Tenía que encontrar la manera de salir, buscar otras rendijas, lo que fuese. Averiguar dónde estaba y pensar el modo de escapar.

Sólo recordaba una discusión, unas cuantas amenazas en un lugar lleno de gente. No podía haber pasado nada allí. Tenía que haber sido después, ¿pero cómo?, ¿y cuándo? No lograba recordarlo. Si pudiese recordar lo que había sucedido quizás eso le diese alguna idea sobre el lugar en el que se encontraba. Un zulo seguramente. Un escondrijo de mierda para mantenerlo fuera de circulación una temporada o pedir algo a cambio de su liberación. 

Quién lo había hecho estaba claro. Había sido Argüelles. Seguro. ¿Quién iba a ser si no? ¿Pero qué demonios podía pedirle Argüelles?, ¿por qué lo tenía allí? Quizás quisiera asustarlo.

Sus pensamientos fluían cada vez con mayor claridad. ¿Lo habían drogado? Posiblemente. No recordaba nada. Sólo la discusión. Quizás alguien le hubiese echado algo en la bebida, y simplemente habían esperado a que perdiera el conocimiento. Muy propio de Argüelles, el miserable. Nada de violencia. Nada de sangre. ¿Qué clase de gangster de medio pelo se puede desmayar al ver la sangre? Había sido Argüelles: era propio de él. Lo habían desnudado, pero no estaba atado, ni esposado. Las típicas chorradas de Argüelles y su repugnancia por todo lo que fuese violento.

A través de la rendija sólo se veía el cielo. No podía localizar el lugar en que lo habían metido, pero si era un maletero, el coche no estaba en movimiento. Probablemente estaría en el campo, junto a un chalé o una finca de las afueras. No se oía ni un ruido. Seguramente lo habrían dejado allí a la espera de que alguien fuese recogerlo, o estaban preparando un sitio donde retenerlo. 

Pensó un momento si debía gritar y decidió que sí. Podían oírlo sus secuestradores y darle otro golpe en la cabeza, como el que aún le dolía, pero era su única oportunidad. Quizás estuviese en una urbanización y lo oyesen los vecinos.

Gritó con todas sus fuerzas y un pájaro le respondió con sus trinos. Estaba en el campo, de eso no cabía duda. Argüelles tenía un chalé, pero no recordaba si en la sierra del Norte, junto a Villalba, o cerca de Toledo. O a lo mejor en los dos sitios. A Argüelles no le gustaban los lugares solitarios, así que tenía que seguir intentando que lo oyese alguien. Gritó de nuevo y aguzó el oído: esta vez ni siquiera escuchó al pájaro. Sólo el rumor de la brisa sobre los árboles.

En las horas que había pasado inconsciente podían haberlo llevado a cualquier sitio, pero seguramente seguía cerca de Madrid. Argüelles no se arriesgaría a dejarlo al cargo de otra persona sin poder ir a comprobar de vez en cuando cómo iban las cosas, y era demasiado vago para tomarse la molestia de viajar muy lejos.

No estaba en un coche. En un coche tendría las piernas encogidas. Estaba en un chalé, casi seguro, ¡y lo habían metido en el hueco del calentador del agua! Por eso la humedad, por eso el techo sobre su cabeza! Volvía a sentir el tacto en los dedos y no era metálico, como había pensando en un principio. Sólo frío, pero no metálico. Empujó el techo con todas sus fuerzas pero no se movió ni un milímetro.

Gritó de nuevo, y nada. Aún era pronto para que pasara por allí ningún excursionista, ni el cartero, ni un coche siquiera. Tenía que reservar fuerzas. Además, si gritaba antes de que pudiera oírlo otra persona, podía alertar a los secuestradores y volverían a golpearlo, o lo forzarían a tomar alguna porquería que lo mantuviese fuera de combate hasta que encontrasen un lugar más discreto. Lo mejor era escuchar, mantenerse atento, y estar listo para simular que seguía inconsciente si aparecía alguien sospechoso. Conocía a casi todos los hombres de Argüelles, por lo menos a los de toda la vida, y seguramente no hubiesen encargado algo tan delicado a un novato o a alguien que no fuese de toda confianza.

Aguzó el oído y nada. Sólo algunos pájaros, algún insecto, y la rendija de luz, que parecía vibrar por sí misma.

La luz seguía creciendo y su ojos trataban de aprovecharla para reconocer el lugar. Era un zulo blanco, húmedo y frío, con algunos árboles en las cercanías.

Haciendo un gran esfuerzo, torció el cuello para mirar por la rendija y tratar de ver los árboles. Los vio al fin y gritó con todas sus fuerzas.

Eran cipreses.

Comprendió de pronto.

Siguió gritando.

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50 por ciento (parte 4)

 Parte 1Parte 2. Parte 3.

El barbudo dijo:

—Quiero grabar ese mensaje para mi familia.

—Adelante.

—Si muero quiero deciros que sois lo que más he querido, y que demandéis a la compañía de aerotaxis. Contratad abogados que cobren un porcentaje de la indemnización.

—Señor, no...

El barbudo continuó mientras mostraba una tarjeta de identificación laboral y un tablet a la cámara del interior del habitáculo.

—Y a los jefes de mi empresa, Medical Industries Inc., recomendar que demanden por daños y perjuicios. Este tablet contiene el proceso de síntesis de una vacuna para la gripe, que administrada una sola vez protege de por vida. Esta vacuna hubiese salvado millones de vidas.

El habitáculo quedó en silencio unos segundos.

- Señor, no será necesario enviar el mensaje ni negociar indemnización alguna. A la vista de los nuevos datos disponibles, el dron de rescate interceptará su vehículo en 5 segundos y le pondrá a salvo. Recibirá atención médica en cuanto aterrice. Lamento todo este incidente y le pido disculpas en nombre de Aerotaxis Asociados.

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Continuará... 5

Había cometido el crimen perfecto. O eso creía Juan Gómez. No había ninguna relación entre la víctima y él, había tirado el cadáver envuelto en plásticos resistentes y fuertemente cerrado con cinta americana en el cauce de un río seco lleno de maleza y árboles por donde absolutamente nadie pasaba ya que estaba impracticable. Lo había hecho a las cuatro de la mañana. Ni un alma a esas horas por allí. Sacó el cadáver envuelto y lo arrojó desde una altura de unos veinte metros cayendo entre la maleza y quedando totalmente oculto. Después se fue a la discoteca que había a las afueras en el polígono Malpisa, donde se tomó un par de refrescos y bailó descamisado en el centro de una de las pistas, llamando la atención como era su propósito. En la barra quiso invitar a una mujer a su casa para terminar la fiesta, ya que habían bailado juntos, como la mujer contestó que otro día, se despidieron y a las siete de la mañana salió hacia su casa, justo le pilló el control donde calculaba que estaría. Le pidieron la documentación y sopló dando un esperado cero en alcohol. Volvió a casa y se acostó.

A eso de la una del mediodía le despertó un impresionante trueno, acompañado de tremendos rayos, se asomó a la ventana medio dormido y vio cómo una tromba de agua comenzaba a caer. Se acercó a la cocina y preparó un café bien cargado. No le gustaba tener que despertarse a esas horas, pero la urgencia de anoche le había obligado a actuar así. Tras el primer sorbo se asomó a la venta y vio el río de agua que corría calle abajo. Se quedó paralizado, su mente estaba sopesando, calculando posibilidades. El cauce. El cuerpo. El torrente de agua. El móvil de la chica en el paquete. Apagado. El final del cauce. Las ramas obstaculizando o no. Cuánto llovería y cuándo pararía de llover. Qué pistas podría haber en el cuerpo. Ninguna. Si el agua llevaría el cadáver hasta el mar. Agujeros en el plástico para que entrarán alimañas. Todo controlado. Aun así seguía estático mirando la ventana con la taza de café en la mano viendo cómo una inmensa tromba de agua caía sobre las calles. Miró la taza con el serigrafiado del as de pica en un lateral. Seguía lloviendo, conectó la tableta y escuchó noticias de la zona sobre la alarma de lluvias, una alerta naranja. Naranja era la lencería que llevaba esa chica. Pero todas tienen sangre roja.

Esperó a que la lluvia dejara de caer con esa furiosa intensidad que a veces la naturaleza declara con firma y rúbrica. Mientras veía caer la cortina de agua en la ventana de la cocina, vio que el plan de comida de hoy era arroz hervido, huevos fritos y pisto, todo mezclado a modo de plato combinado. En alguna parte de su cerebro seguía pensando que el crimen perfecto de anoche, podría tener algún detalle incriminatorio. Se había llevado la tarjeta sim del móvil y la había tirado en un contenedor al azar, pero esos aparatos modernos a los que no se les podía quitar la batería igual le complicaban el asunto, incluso estando apagados. Y luego estaba esa lluvia intensa e inesperada. Tomó nota de mirar esos detalles, porque se enteró después de que llevaban tres días anunciando alerta naranja por tormentas y lluvias. Juan pasó en su momento de encajar esa pieza en el puzle. ¿Error? Con una media sonrisa en la cara, pensó que quizás fue un acierto.

Juan tenía muy claro que esto no era un juego de poder, de víctimas y entes poderosos, como vendían muchos libros sobre asesinos en serie, oh, el poder sobre sus víctimas, menuda estupidez, esto iba de cazadores y cazados, de policías y ladrones, de leones y gacelas. Si no existieran los que le pretendían pillar, nada de esto tendría sentido. Sería el despiece de un animal en una carnicería y además no te lo podías comer. Absurdo. Y además sabía que muchos, muchísimos casos de desapariciones, o crímenes quedaban en el limbo de la justicia, en el limbo de todo los que las películas quieren vender. Siempre se pilla al culpable. Claro.

La tormenta parecía que llegaba a su fin, no sabía cuántos litros habrían caído, pero pensaba que muchos más de lo que serían razonables para una alerta naranja. Sobre todo viendo cómo los contenedores de basura de su calle flotaban sin control, golpeando aquí y allí a coches, farolas y bordillos anegados. Volvió a pensar en el cauce del río donde ahora debía correr bastante agua. Posiblemente las cañas hubieran hecho de parapeto dejando su paquete bien escondido. Luego daría una vuelta por allí.

Recogió los platos de la comida y los colocó ordenadamente en el lavavajillas y, por alguna razón, recordó el libro del asesino en serie británico: Dennis Nilsen. Un idiota que guardaba los cadáveres en su patio y bajo las tablas de su casa y algunos los tiraba por el retrete, un auténtico imbécil. Pero que además tardaron quince asesinatos en descubrir sus crímenes y porque la tuberías de la zona olían mal. Un auténtico genio. Recordaba casi palabra por palabra las declaraciones del jefe de Policía de la zona: “Si no lo hubiéramos arrestado ahora, no habría dejado de asesinar a jóvenes.”

Se asomó a la ventana y el agua de la calle había remitido bastante, sólo quedaba una lámina de agua de unos cinco o siete centímetros, los desagües de la calle seguían engullendo litros y litros de agua, el cielo estaba limpio y el sol quería salir por la torre del campanario. Se puso el impermeable y las botas de agua y miró su móvil sobre la mesa, comprobó que no tenía ningún mensaje ni llamadas y volvió a dejarlo en la mesa. Jamás salía con su móvil a la calle. Jamás. 

Cuando llegó a uno de los puentes que atravesaba parte de la riera que unía esa parte con el cauce del río, vio que las cañas y muchos arbustos habían aguantado el embate del agua, lo malo es que se había formado un pequeño dique con barro y objetos arrastrados por la corriente, sillas destrozadas, dos bicicletas viejas, medio frigorífico oxidado, palos y barro, mucho barro. Otros curiosos rondaban por allí, haciendo fotos o contemplando la fuerza de la naturaleza en forma de lluvia torrencial de las pasadas horas. Incluso había dos “abuelos de obras” apoyados en la barandilla, señalando aquí y allí haciendo supuestamente sesudos comentarios de ingeniería, arquitectura, meteorología... mezclados con pullas sobre política local, nacional y planetaria.

Aunque su paquete seguiría seguro entre las cañas, la maleza y el barro, en algún momento vendrían a limpiar ese murete de barro y acumulados. Aunque, conociendo a su ayuntamiento, tardarían semanas o meses en acudir a limpiar esa zona y lo harían con pocas ganas. Con toda probabilidad, su paquete seguiría seguro. Ahora tocaba esperar a conocer la lista de personas desaparecidas por la riada. Si es que las había, al menos una seguro que estaba desaparecida, y sobre todo, muerta.

En una población de 70.000 habitantes suponía que quizás pudiera haber un par de desaparecidos más, seguro que alguno habría; siempre que llueve a mares en la zona alguien habría intentado pasar por debajo del puente de la vía sin recordar que ahí suelen quedar atrapados los coches por el inmenso socavón que hay y que queda oculto con el agua. Todos los años tenían que sacar de allí a algún listo con su flamante supercoche que se quedaba con el agua hasta la ventanilla. Tres años atrás, ahí mismo, una persona fue arrastrada hasta chocar contra uno de los pilares quedando el coche boca abajo. El cinturón lo dejó atrapado y murió ahogado.    

Volvió a casa tras pasar por la verdulería y pasando por el bazar que había al lado, compró un rollo de cinta americana, otro de carrocero y unos recios guantes de jardinería. Los otros, los que usó anoche, los tiró en un contenedor en la otra punta de la localidad. Los basureros ya se encargarían de hacer desaparecer las posibles pruebas que hubiera dejado en esos guantes. Sonrió para sus adentros pensando en los policías que tuvieran que investigar este caso de la muerta envuelta en plásticos. Camino a casa siguió pensando en qué pruebas podría haber en esos guantes. Como si hubiera un registro nacional de muestras de ADN o incluso de huellas dactilares, se guardaban registros de huellas sólo de las personas fichadas previamente y Juan no estaba fichado. ¿Restos de la víctima? Vale, buena suerte con eso. "Y sobre todo, vete mirando contenedor por contenedor, papelera por papelera, de una ciudad de este tamaño".

Hoy en su plan de comidas había arroz con pollo para el mediodía y una tortilla de setas para la noche.   

 

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La herencia de tía Laura

Lo más fácil hubiese sido dar las llaves a los de la mudanza y esperar en Barcelona a que llegasen los muebles que había decidido quedarse. Lo más fácil hubiese sido limitarse a trasladar lo que valía la pena y dejar que la empresa de limpiezas decidiera qué hacer con el resto. 

Todo es más fácil que la sensatez.

Al final, aunque sabía que no podía llevarse consigo los recuerdos de la tía Laura, ni su ropa almidonada, ni sus libros, no quería desprenderse de ellos sin un vistazo siquiera. Los pisos de hoy en día tienen que ser pequeños, pero su estrechez no ha de trasladarse obligatoriamente a los recuerdos que pueden acumularse en la gente que los habita. Precisamente por pequeños, los pisos actuales inducen a tener buena memoria, porque no es posible ya atesorar aquellos cachivaches que antes se arrumbaban en desvanes y rincones, imposibles de interpretar para quien no conociera exactamente su procedencia, o la razón sentimental por la que en su día no fueron directamente a parar a la basura.

No podía llevarse los papeles, ni las lámparas, ni siquiera más de una docena de aquellos tapetes de ganchillo a los que la tía Laura había dedicado los últimos años de su vida. Pero podía, sentía que era su deber, intentar comprender a aquella mujer hosca y malcarada que le había resuelto la hipoteca.

Las dos o tres veces que trató de entablar conversación con ella recibió sólo frases cortantes y respuestas vagas. No lo intentó más y eso era culpa suya: nadie que se aprecie entrega su vida al primero que pasa. La tía Laura no se había abierto nunca a nadie: ni los más allegados conocían su más detalles de su vida que los que conocía todo el barrio. Solterona empedernida, devota sin misticismo, poco visitadora y menos amiga aún de ser visitada, rápida en la susceptibilidad e implacable con las pequeñas travesuras de los niños. Sin embargo, a pesar de su conocida tacañería, o precisamente por ella, sus sobrinos le debían ahora la resolución de unos cuantos problemas económicos. El testamento era escueto: “Ahí os queda todo. Haced lo que queráis con ello. No mando que me digáis misas, ni espero que me pongáis flores. Haced lo que os dé la gana.”

Una última voluntad redactada en esos términos inducía a un hombre como él a preguntarse si no hubiese valido la pena sentarse alguna vez más frente a ella y buscar algún pretexto para entablar ina conversación que fuese más allá del tiempo, la salud y las pequeñas reparaciones de la casa. La tía Laura no daba facilidades, cierto, pero hubiese sido su deber intentarlo. Un psicólogo es también psicólogo para eso.

A causa de aquel pequeño remordimiento había ido a la vieja casa familiar en lugar de esperar tranquilamente en Barcelona, como ya está dicho. Y por esa comezón dedicó la tarde a hurgar entre los papeles y las cosas de la tía Laura tratando de saber algo más de ella, intentando adivinar qué pasaba por su mente cuando sus ojos grises miraban sin ver la aguja. Estaba convencido de que el carácter hosco de latía provenía con toda seguridad de algún tipo de desengaño, de algún resentimiento oculto. Su rostro siempre contraído parecía más que otra cosa una cicatriz moral, porque así son las cicatrices, que cobran diversas formas: en quien las asume se llaman experiencia; en quien no, sólo rencor y misantropía.

Como si se dispusiera a abrir un codicilo de la última voluntad, desató las cintas que rodeaban la carpeta donde la tía Laura guardaba la correspondencia y fue echando un vistazo a la cartas de todas las épocas que allí se amontonaban.

Al caer la noche, aún no había terminado, pero había llegado ya al convencimiento de que aquellas cartas no eran más que pequeñas crónicas chismosas, intercambios de maledicencias, invitaciones y buenos deseos: escombros de fingimientos sociales, sobre todo.

En toda la carpeta no había nada personal. Ni una mínima coquetería, ni rastro de un beso traicionado en aquellas letras. Ni tampoco en las fotografías. Sólo parientes y alguna amiga. Nada más.

La tía Laura parecía no haber tenido más vida que la pública, más ocupación que sus clases de piano ni más entretenimiento que el café con pastas, la partida de cartas con otras solteronas como ella, y centenares de variaciones, permutaciones, combinaciones de todos los diseños posibles de tapetes de ganchillo.

Dispuesto ya a marcharse y apagar por última vez la luz de aquella casa, decidió elegir media docena de libros para que no todos pasaran a los estantes de la librerías de saldo.

Cogió una vieja edición de la Iliada, otra de los Viajes de Gulliver, Madame Bovary, Rojo y Negro y la Regenta. En este último libro, un tomo importante encuadernado en piel, notó que algo abultaba, y lo abrió.

Era una rosa, una rosa blanca absolutamente seca, prensada hacía décadas. Era la primera nota de ternura que encontraba en aquella casa rancia y polvorienta. Con manos torpes trató de cogerla y se le cayó al suelo, deshaciendose completamente.

Cuando recogió los fragmentos para devolverlos al libro, comprobó que los pétalos de la rosa estaban atravesados por largas marcas, como si alguien hubiera clavado las uñas a la rosa antes de dejarla en el libro.

Esas pequeñas cicatrices en un flor olvidada le hicieron comprender que al fin y al cabo sí hubo una historia oculta. No había ya manera de saber la causa por la que la tía Laura había clavado su uñas en aquella carne blanca, pero el espectro de la rosa había vuelto de otro tiempo a contar su dolor. 

Tarde y cuando no servía ya de nada, salvo para un exorcismo en la papelera.

Del libro "Veinte cuentos que no mienten". Feindesland. 2012

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Continuará... 13

Esta parte del "relato corto" viene de aquí y en este orden: www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-7 y después aquí: www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-11 ) No sé si hay una comunidad de textos largos, pero cuando se termine se podría colocar (tras una revisión profunda) allí. O no.

A la vuelta de la compra decidió desviarse un poco y pasar por el puente, sentía mucha curiosidad por ver cómo evolucionaba la cosa. A esa hora no había mucha gente, el tráfico habitual de coches de los sábados, esos días que para a ir a comprar el pan dos calles más allá se usaba el coche y la ciudad se atascaba como si fuera un lunes a las siete de la mañana. Como el día estaba agradable había personas paseando, se detuvo un momento dejando el carro de la compra cerca del muro bajo del puente y miró disimuladamente al campanario, a derecha, a izquierda y luego se asomó a la zona de cañas, árboles y a la pequeña presa de barro y objetos acumulados que seguía sin limpiar. Su paquete seguiría totalmente invisible. Aunque le parecía que las plantas estaban movidas, dobladas y algún matorral ya no estaba.No podía estar seguro, claro. Posiblemente la riada debió zarandear esa zona. Vio un par de perros sin collar recorrer el cauce sin aparente rumbo.

 Se dirigió a casa satisfecho. Tras ordenar la compra, volvió a saltarse su regla sagrada y miró la prensa buscando noticias sobre el caso, navegando remolonamente por otras noticias como si alguien pudiera estar grabando sus movimientos y fuera su manera de disimular. No entendía cómo su orden tan bien establecido estaba dando paso a una impulsividad desconocida para él. 

En varios periódicos publicaban la foto de la mujer con una cartela en rojo que rezaba: “DESAPARECIDA” y sus datos para identificarla. ¿Se preguntaba qué podría haber pasado con el amigo con el que debía encontrarse? ¿En su casa? ¿En la calle? ¿Tendría buena coartada? ¿Eran más que amigos?

Juan sabía que debía trazar un plan de actuación o de inacción para los próximos diez años al menos, estos casos no se resolvían de la noche a la mañana. Si quería que su crimen perfecto funcionara debería pensar, al menos, a diez años vista. Habría sido más fácil que la mujer tuviera amante, o divorciada con amenazas del ex marido, o estuviera en negocios turbios, enemigos en la comunidad de vecinos, pero no... al menos en la prensa no se hablaba de nada de eso.

Ya sabía que no podría obtener información de ningún tipo como no fuera a través de los medios de comunicación y las redes sociales. Quizás podría jugar la baza de preguntar muy discretamente al policía que tenía cuenta con su banco, pero o lo hacía con mucha habilidad o... Quizás no mereciera la pena ese riesgo.

En ese momento llamaron al timbre de la puerta. Sorprendido, bajó hasta el jardín y sin abrir el portón preguntó.

 -¿Quién es?

-Hola, buenos días, Policía.

Juan instintivamente conectó el sistema de alarma mental. Abrió la puerta y vió a dos policías, un hombre y una mujer, jóvenes y con mirada tranquila.

-Buenos días, estamos preguntado a los vecinos por el caso de la mujer desaparecida...

-Vaya, pensaba que lo de ir puerta a puerta sólo se hacía en las películas –dijo Juan con una sonrisa en la cara.

-En esta zona hay muchas personas mayores que no tienen ni redes sociales ni leen la prensa por internet... –respondió la joven policía, ahora seria, austera.

“Claro, que el padre de la mujer fuera inspector de policía seguro que no tenía nada que ver, claro.” Pensó esbozando una sonrisa interna.

-Sí, sí, he visto la foto de la mujer desaparecida, poco más.

-¿La noche del doce al trece vio usted algo u oyó algo inusual?

-¿La noche del doce? No recuerdo ni lo que comí ayer... –dijo buscando complicidad con los agentes.

-Unos vecinos dicen que se oyeron ruidos y que podrían ser okupas en las casas en venta.

“Cuánta imaginación tiene la gente, ven okupas por todos lados.” Pensó Juan suspirando y no sabiendo cómo continuar su respuesta.

-Pues no he oído nada. Ah, por cierto, aparte de que los perritos de la zona, sobre todo uno y su dueña, tienen mucha afición a mearse y cagarse en mi puerta.

-Hable con la Policía Municipal –dijo el policía-. Bueno, gracias, que tenga usted un buen día.

-De nada. Buen servicio.

Tras cerrar el portón. Los engranajes mentales se pusieron en marcha a mayor velocidad. Debía revisar a fondo el jardín, el patio entero al detalle. El trocito de plástico en el rosal no había sido buena señal y así debió entenderlo, pero lo dejó pasar. Y ahora esto, dos policías en su puerta. La mano del inspector de Policía debía estar detrás de tanta investigación, cuando lo normal es que atiendan llamadas de gente que cree haber visto algo o recibir informaciones variadas; ponen en redes y en prensa la foto y sus datos y a esperar. Ser tan activos no encajaba con nada.

Pasaron unos minutos y abrió el portón discretamente, asomó la cabeza para ver por dónde iban los policías, estaban tres puertas más allá hablando con el vecino con muletas, a la altura de su plaza de aparcamiento de minusválido, no, personas con movilidad reducida, pronto cambiarían el término y le llamarían personas con movilidad divergente.

Comenzó a revisar concienzudamente todo el patio, planta por planta. Debajo de unas hojas había una perla pequeña de color rojo, de plástico. La miró al detalle. Y una imagen le golpeó en la cara. La mujer llevaba un collar de bisutería, con cuentas de colores, pero el collar no se rompió. Una cuenta perdida saltaría con el golpe de la maza. Azar. La guardó en una bolsa y siguió mirando con detalle. Luego se dirigió a donde había caído el cuerpo tras el golpe, en el césped. ¿Habría restos de pelo entre la hierba? ¿Saliva? No sangró, o no vio sangre en el momento. Y en el plástico al envolverla tampoco vio sangre. Saliva sí. Fue a por la azada al arcón de las herramientas de jardín y comenzó a levantar el césped de toda esa zona, con la pala cogía trozos de tierra y hierba y los echaba en un saco. No iba a correr ningún riesgo con eso.

Cuando terminó tenía un pequeño socavón de dos metros por dos de tierra y yerba eliminada. Estaba sudando, mientras contemplaba su obra.

Era la hora de comer, se lavó, se cambió de ropa y vio que el plan de comida de hoy era arroz hervido, huevos fritos y pisto. “¿Otra vez?” Pensó mirando el plan semanal completo, con ciertas dudas.

Después de comer y de recoger fue a su pequeño taller de bricolaje. Se quedó mirando sin mirar el mazo remojado en lejía. Una idea asaltó su mente, algo que se le había pasado por alto, ¿por qué estaban en su calle preguntando a los vecinos? Juan pensaba que lo lógico hubiera sido preguntarles por qué se interesan por esta zona en concreto. Quizás tenía que ver con la información de que habían visto a la mujer caminando por la calle Villegas Delgado. Quizás. Debería haber actuado de otro modo, preguntando con más interés por los motivos de las preguntas en la zona, con más curiosidad. Del modo que él había reaccionado, Juan daba la impresión de saber por qué estaban allí. Pensó que el azar a veces era estimulante.

Sacó la maza de la lejía y la puso sobre el banco de trabajo. Mirándola fijamente dudaba si algún pelo machacado o algún resto podría haber quedado embutido en el metal y que la lejía no fuera suficiente para eliminarlo. Sonrío para sí pensando de nuevo en el azar. Guardaría la maza, más tarde tiraría en varias salidas las bolsas de tierra, aunque quizás debería ir en coche a tirarlas. Cuatro bolsas grandes. No sabía qué decía la normativa del ayuntamiento.

"Maldita sea", se dijo y fue al portátil a ver la normativa, maldijo una vez más por haber leído al respecto. “Es conveniente llevarlos al ecoparque más cercano, con el fin de asegurarse un tratamiento correcto. El municipio dispone de un servicio de recogida específico.”

¿Por qué cada pequeño detalle suponía una complicación enorme en sus circunstancias actuales? Podría llamar al servicio de recogida, pero y si había alguien vigilando cada detalle que hiciera. No. La paranoia era la mejor arma contra los investigadores. Juan admiraba los mecanismos mentales de los investigadores, ese ritual de procedimiento, metódico y contundente, un sistema casi perfecto. Casi. Poco a poco, esos datos, estos hechos, esas sospechas, estos indicios, todos analizados por una mente o varias mentes policiales. Genial.   

De pronto, sonó el teléfono fijo de casa. Se dirigió al salón y levantó el auricular.

-Diga.

-Juan, tu madre está en el hospital. Creen que le ha dado un ictus.

Mantuvo un silencio incómodo durante segundos.

-No es día de llamadas –dijo Juan, seco.

-Bueno, ya lo sabes, me quedo sin batería en el móvil. Está en el Hospital Sol de aquí, en el comarcal... Juan, es tu madre.

-Hoy es sábado, mañana domingo, pasado lunes...

-Ya sé que... eres un poco especial... Pero es tu madre.

-Madre.

-Bueno, cuelgo, ya está. Ya lo sabes.

-Vale.

Juan oyó el sonido de fin de la comunicación al otro lado del teléfono. El problema de las bolsas de tierra seguía presente en su mente. Podría tirarlas poco a poco, un saco cada vez y a diferentes contenedores. ¿Qué había para hoy en el plan de cenas?

Acercó el coche hasta la puerta y cargó una de las bolsas de tierra, pesaba, no tanto como la mujer pero pesaba. Mientras conducía hacia un contenedor de basura en uno de esos barrios donde reciclar era una palabra que no existía, decidía qué hacía para tapar el hueco del jardín con tierra y plantar de nuevo césped. Mañana domingo iría al vivero y compraría tierra, o al menos una parte de la tierra. Calculaba que con dos o tres viajes tendría tierra para ese trozo del jardín. Al llegar al contenedor elegido tiró el saco con bastante esfuerzo. “Uno menos”. Pensó.

A la vuelta pasó por el puente, esta vez voluntariamente y con mucha curiosidad. Desde el coche no podía ver el fondo del cauce y no sabía si habrían retirado el lodo y la basura, pero las cañas y los arbolitos seguían allí. No se notaba ninguna actividad especial.

Esa noche, Juan tuvo una pesadilla, raro en él porque nunca recordaba sus sueños, ni los buenos ni los malos. Se encontraba tumbado en una lápida de piedra en un cementerio, inmóvil, desnudo, sin dientes y un hombre muy alto y delgado le echaba arena en los ojos cerrados. A lo lejos nubes de plástico transparente se arremolinaban y doblaban con el sonido del linóleo fino al viento, de entre esos nubarrones descendía su madre con un rosario entre las manos. En ese momento se despertó.

Mañana domingo iría al hospital, sobre todo para no despertar sospechas si es que alguien lo estaba vigilando. Se levantó y se asomó a la ventana de la habitación, desde allí veía el jardín y la calle. Un coche pasó a gran velocidad con los graves de los altavoces retumbando en los cristales del vehículo, esa música diabólica, machacona y burda. Eso le recordó que debía volver a fingir, debía volver a Xangri-A otro día para que no pareciera que no iba nunca y que sólo fue la noche de autos. Media sonrisa en la cara, la noche de los coches.

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Esta parte del "relato corto" viene de aquí y en este orden: www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-7 y después aquí: www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-11 ) No sé si hay una comunidad de textos largos, pero cuando se termine se podría colocar (tras una revisión profunda) allí. O no.

A la vuelta de la compra decidió desviarse un poco y pasar por el puente, sentía mucha curiosidad por ver cómo evolucionaba la cosa. A esa hora no había mucha gente, el tráfico habitual de coches de los sábados, esos días que para a ir a comprar el pan dos calles más allá se usaba el coche y la ciudad se atascaba como si fuera un lunes a las siete de la mañana. Como el día estaba agradable había personas paseando, se detuvo un momento dejando el carro de la compra cerca del muro bajo del puente y miró disimuladamente al campanario, a derecha, a izquierda y luego se asomó a la zona de cañas, árboles y a la pequeña presa de barro y objetos acumulados que seguía sin limpiar. Su paquete seguiría totalmente invisible. Aunque le parecía que las plantas estaban movidas, dobladas y algún matorral ya no estaba.No podía estar seguro, claro. Posiblemente la riada debió zarandear esa zona. Vio un par de perros sin collar recorrer el cauce sin aparente rumbo.

 Se dirigió a casa satisfecho. Tras ordenar la compra, volvió a saltarse su regla sagrada y miró la prensa buscando noticias sobre el caso, navegando remolonamente por otras noticias como si alguien pudiera estar grabando sus movimientos y fuera su manera de disimular. No entendía cómo su orden tan bien establecido estaba dando paso a una impulsividad desconocida para él. 

En varios periódicos publicaban la foto de la mujer con una cartela en rojo que rezaba: “DESAPARECIDA” y sus datos para identificarla. ¿Se preguntaba qué podría haber pasado con el amigo con el que debía encontrarse? ¿En su casa? ¿En la calle? ¿Tendría buena coartada? ¿Eran más que amigos?

Juan sabía que debía trazar un plan de actuación o de inacción para los próximos diez años al menos, estos casos no se resolvían de la noche a la mañana. Si quería que su crimen perfecto funcionara debería pensar, al menos, a diez años vista. Habría sido más fácil que la mujer tuviera amante, o divorciada con amenazas del ex marido, o estuviera en negocios turbios, enemigos en la comunidad de vecinos, pero no... al menos en la prensa no se hablaba de nada de eso.

Ya sabía que no podría obtener información de ningún tipo como no fuera a través de los medios de comunicación y las redes sociales. Quizás podría jugar la baza de preguntar muy discretamente al policía que tenía cuenta con su banco, pero o lo hacía con mucha habilidad o... Quizás no mereciera la pena ese riesgo.

En ese momento llamaron al timbre de la puerta. Sorprendido, bajó hasta el jardín y sin abrir el portón preguntó.

 -¿Quién es?

-Hola, buenos días, Policía.

Juan instintivamente conectó el sistema de alarma mental. Abrió la puerta y vió a dos policías, un hombre y una mujer, jóvenes y con mirada tranquila.

-Buenos días, estamos preguntado a los vecinos por el caso de la mujer desaparecida...

-Vaya, pensaba que lo de ir puerta a puerta sólo se hacía en las películas –dijo Juan con una sonrisa en la cara.

-En esta zona hay muchas personas mayores que no tienen ni redes sociales ni leen la prensa por internet... –respondió la joven policía, ahora seria, austera.

“Claro, que el padre de la mujer fuera inspector de policía seguro que no tenía nada que ver, claro.” Pensó esbozando una sonrisa interna.

-Sí, sí, he visto la foto de la mujer desaparecida, poco más.

-¿La noche del doce al trece vio usted algo u oyó algo inusual?

-¿La noche del doce? No recuerdo ni lo que comí ayer... –dijo buscando complicidad con los agentes.

-Unos vecinos dicen que se oyeron ruidos y que podrían ser okupas en las casas en venta.

“Cuánta imaginación tiene la gente, ven okupas por todos lados.” Pensó Juan suspirando y no sabiendo cómo continuar su respuesta.

-Pues no he oído nada. Ah, por cierto, aparte de que los perritos de la zona, sobre todo uno y su dueña, tienen mucha afición a mearse y cagarse en mi puerta.

-Hable con la Policía Municipal –dijo el policía-. Bueno, gracias, que tenga usted un buen día.

-De nada. Buen servicio.

Tras cerrar el portón. Los engranajes mentales se pusieron en marcha a mayor velocidad. Debía revisar a fondo el jardín, el patio entero al detalle. El trocito de plástico en el rosal no había sido buena señal y así debió entenderlo, pero lo dejó pasar. Y ahora esto, dos policías en su puerta. La mano del inspector de Policía debía estar detrás de tanta investigación, cuando lo normal es que atiendan llamadas de gente que cree haber visto algo o recibir informaciones variadas; ponen en redes y en prensa la foto y sus datos y a esperar. Ser tan activos no encajaba con nada.

Pasaron unos minutos y abrió el portón discretamente, asomó la cabeza para ver por dónde iban los policías, estaban tres puertas más allá hablando con el vecino con muletas, a la altura de su plaza de aparcamiento de minusválido, no, personas con movilidad reducida, pronto cambiarían el término y le llamarían personas con movilidad divergente.

Comenzó a revisar concienzudamente todo el patio, planta por planta. Debajo de unas hojas había una perla pequeña de color rojo, de plástico. La miró al detalle. Y una imagen le golpeó en la cara. La mujer llevaba un collar de bisutería, con cuentas de colores, pero el collar no se rompió. Una cuenta perdida saltaría con el golpe de la maza. Azar. La guardó en una bolsa y siguió mirando con detalle. Luego se dirigió a donde había caído el cuerpo tras el golpe, en el césped. ¿Habría restos de pelo entre la hierba? ¿Saliva? No sangró, o no vio sangre en el momento. Y en el plástico al envolverla tampoco vio sangre. Saliva sí. Fue a por la azada al arcón de las herramientas de jardín y comenzó a levantar el césped de toda esa zona, con la pala cogía trozos de tierra y hierba y los echaba en un saco. No iba a correr ningún riesgo con eso.

Cuando terminó tenía un pequeño socavón de dos metros por dos de tierra y yerba eliminada. Estaba sudando, mientras contemplaba su obra.

Era la hora de comer, se lavó, se cambió de ropa y vio que el plan de comida de hoy era arroz hervido, huevos fritos y pisto. “¿Otra vez?” Pensó mirando el plan semanal completo, con ciertas dudas.

Después de comer y de recoger fue a su pequeño taller de bricolaje. Se quedó mirando sin mirar el mazo remojado en lejía. Una idea asaltó su mente, algo que se le había pasado por alto, ¿por qué estaban en su calle preguntando a los vecinos? Juan pensaba que lo lógico hubiera sido preguntarles por qué se interesan por esta zona en concreto. Quizás tenía que ver con la información de que habían visto a la mujer caminando por la calle Villegas Delgado. Quizás. Debería haber actuado de otro modo, preguntando con más interés por los motivos de las preguntas en la zona, con más curiosidad. Del modo que él había reaccionado, Juan daba la impresión de saber por qué estaban allí. Pensó que el azar a veces era estimulante.

Sacó la maza de la lejía y la puso sobre el banco de trabajo. Mirándola fijamente dudaba si algún pelo machacado o algún resto podría haber quedado embutido en el metal y que la lejía no fuera suficiente para eliminarlo. Sonrío para sí pensando de nuevo en el azar. Guardaría la maza, más tarde tiraría en varias salidas las bolsas de tierra, aunque quizás debería ir en coche a tirarlas. Cuatro bolsas grandes. No sabía qué decía la normativa del ayuntamiento.

"Maldita sea", se dijo y fue al portátil a ver la normativa, maldijo una vez más por haber leído al respecto. “Es conveniente llevarlos al ecoparque más cercano, con el fin de asegurarse un tratamiento correcto. El municipio dispone de un servicio de recogida específico.”

¿Por qué cada pequeño detalle suponía una complicación enorme en sus circunstancias actuales? Podría llamar al servicio de recogida, pero y si había alguien vigilando cada detalle que hiciera. No. La paranoia era la mejor arma contra los investigadores. Juan admiraba los mecanismos mentales de los investigadores, ese ritual de procedimiento, metódico y contundente, un sistema casi perfecto. Casi. Poco a poco, esos datos, estos hechos, esas sospechas, estos indicios, todos analizados por una mente o varias mentes policiales. Genial.  

De pronto, sonó el teléfono fijo de casa. Se dirigió al salón y levantó el auricular.

-Diga.

-Juan, tu madre está en el hospital. Creen que le ha dado un ictus.

Mantuvo un silencio incómodo durante segundos.

-No es día de llamadas –dijo Juan, seco.

-Bueno, ya lo sabes, me quedo sin batería en el móvil. Está en el Hospital Sol de aquí, en el comarcal... Juan, es tu madre.

-Hoy es sábado, mañana domingo, pasado lunes...

-Ya sé que... eres un poco especial... Pero es tu madre.

-Madre.

-Bueno, cuelgo, ya está. Ya lo sabes.

-Vale.

Juan oyó el sonido de fin de la comunicación al otro lado del teléfono. El problema de las bolsas de tierra seguía presente en su mente. Podría tirarlas poco a poco, un saco cada vez y a diferentes contenedores. ¿Qué había para hoy en el plan de cenas?

Acercó el coche hasta la puerta y cargó una de las bolsas de tierra, pesaba, no tanto como la mujer pero pesaba. Mientras conducía hacia un contenedor de basura en uno de esos barrios donde reciclar era una palabra que no existía, decidía qué hacía para tapar el hueco del jardín con tierra y plantar de nuevo césped. Mañana domingo iría al vivero y compraría tierra, o al menos una parte de la tierra. Calculaba que con dos o tres viajes tendría tierra para ese trozo del jardín. Al llegar al contenedor elegido tiró el saco con bastante esfuerzo. “Uno menos”. Pensó.

A la vuelta pasó por el puente, esta vez voluntariamente y con mucha curiosidad. Desde el coche no podía ver el fondo del cauce y no sabía si habrían retirado el lodo y la basura, pero las cañas y los arbolitos seguían allí. No se notaba ninguna actividad especial.

Esa noche, Juan tuvo una pesadilla, raro en él porque nunca recordaba sus sueños, ni los buenos ni los malos. Se encontraba tumbado en una lápida de piedra en un cementerio, inmóvil, desnudo, sin dientes y un hombre muy alto y delgado le echaba arena en los ojos cerrados. A lo lejos nubes de plástico transparente se arremolinaban y doblaban con el sonido del linóleo fino al viento, de entre esos nubarrones descendía su madre con un rosario entre las manos. En ese momento se despertó.

Mañana domingo iría al hospital, sobre todo para no despertar sospechas si es que alguien lo estaba vigilando. Se levantó y se asomó a la ventana de la habitación, desde allí veía el jardín y la calle. Un coche pasó a gran velocidad con los graves de los altavoces retumbando en los cristales del vehículo, esa música diabólica, machacona y burda. Eso le recordó que debía volver a fingir, debía volver a Xangri-A otro día para que no pareciera que no iba nunca y que sólo fue la noche de autos. Media sonrisa en la cara, la noche de los coches.

A primera hora de la mañana desayunó té, un yogur con miel y media tostada con aceite. Mientras comía repasó la lista de comidas de la semana entrante y cambió un par de cenas y una comida de mediodía.

Cogió otra bolsa llena de tierra y la llevó al coche para tirarla en algún contenedor al paso del hospital comarcal. Tardaría, con suerte, un par de horas en llegar al centro hospitalario. Conectó la radio del coche. Una cadena comarcal donde los anuncios se iban sucediendo intercalados entre noticias de diferente nivel. La inauguración de un nuevo polideportivo por parte del delegado de Cultura y Deporte. Productos en oferta en Supermercados Ala-limón. Campaña anual sobre el uso del preservativo en los institutos. Un nuevo centro dental en la calle Malapartida. La renovación del teatro municipal por 18.942,33 euros. Seguros Libertad a precios imbatibles. El comienzo de la limpieza del cauce tras la riada...

Juan se quedó mirando la radio como si fuera ese objeto el que le había hablado a él y sólo a él. La noticia detallaba que el próximo lunes, mañana, comenzarían los trabajos de limpieza; la urgencia venía provocada por las previsiones de posibles nuevas lluvias de cierta intensidad a finales de la semana entrante, así que el consistorio estaba actuando con precaución y celeridad. “¿Desde cuándo el Ayuntamiento es tan diligente?” Se preguntaba mientras conducía y miraba el cielo despejado sin entender cómo podrían saber que llovería dentro de una semana.

Desde su punto de vista en cuanto encontraran el cadáver comenzaría la caza de verdad, los leones buscando a una gacela en concreto. Juan pensaba que el símil era tosco, ya que ni él era una gacela ni los policías leones. Una sonrisa burlona se manifestó involuntariamente en la cara. 

Al llegar al Hospital Sol preguntó por la habitación de su madre, le dieron un pase de acceso, una pegatina que debía colocarse en la camisa. Cuando llegó a la habitación, su padre estaba medio dormido en la butaca del acompañante. No dijo nada al entrar, se acercó a la cama y la miró, vio que tenía la cara un poco deformada y el labio inferior un poco ladeado y un pequeño hematoma en la frente. Su padre se despertó sobresaltado y se levantó al ver a Juan.

-Creía que no ibas a venir, Juan.

Juan siguió en silencio mirando a su madre, inexpresivo, curioso por ver su semblante dormido.

-Los médicos dicen que aún no saben el daño cerebral que puede haber tenido... –dijo su padre sin acercarse a él.

-Bueno, me tengo que ir –respondió Juan dándose la vuelta para marcharse.

-Juan...

-¿Qué? –preguntó sin volverse hacia él.

-Cuando los médicos sepan más te llamaré.

-Como quieras –dijo abriendo la puerta de la habitación, saliendo.

Pagó el aparcamiento y entró en el coche. Puso la radio donde se estaba debatiendo acaloradamente sobre un conflicto en Cachemira. Su mente estaba repasando posibles cabos sueltos ahora que con toda probabilidad localizarían el paquete. ADN suyo; no sabía qué podrían hacer con eso. Huellas; si hubiera alguna, que lo dudaba, él no estaba fichado, así que, poco podrían hacer. Restos de pelo o piel; lo dudaba. Arma del crimen; objeto contundente, poco más. Plásticos; poca cosa podrían sacar de ahí. Cinta americana; restos de un guante de jardinería. Trapo dentro de la boca; siempre lo cogió con guantes. ¿Siempre? En cualquier caso, insistía en que no estaba fichado y con el ADN poco podrían hacer. Había una posibilidad, que estaba valorando en ese momento, de que pidieran voluntariamente muestras, pero eso no creía que fuera legal a no ser que algún juez tuviera indicios suficientes de que en la zona de su casa y alrededores pudiera estar el asesino. Cosa que dudaba que tuvieran tan claro. 

Móvil apagado, tarjeta sim quitada y tirada en otra parte. Maza limpiada con lejía. Jardín revisado. Eso le recordó que debía acelerar tirando las bolsas de tierra, pero tampoco podía ponerse a horas muy extrañas a hacerlo. Ropa. La ropa no la había lavado aun. ¿Por qué no había pensado en eso? Demasiadas cosas en las que pensar, aún tenía tiempo de lavarlas o quizás tirarlas y evitar problemas. Debía volver a la sala de fiestas esa al menos un par de veces más, para no levantar sospechas. “¿Qué sospechas?” Se preguntó mientras se reía. Sopesaba si sería más sospechoso ir sólo una vez que de pronto acudir cada dos semanas a ese antro de música ensordecedora que ponía al límite los tímpanos de cualquiera.

Juan llegó a casa a la hora de comer. Ensalada, filetes adobados acompañados de puré de patatas y manzana con canela. Después, conectó su portátil con el cable de red al router. Navegó por las noticias en el mismo orden de siempre, locales, regionales, nacionales e internacionales. Hizo clic en un libro titulado “Mentiras en los datos” de un tal Jonás Víbore, en una web de un centro comercial al que no iría nunca y en una tienda de bajo coste asiática donde vendían ropa desde dos euros. En la información local se daba por terminada la búsqueda de la persona que cayó desde la pasarela de madera y fue arrastrada por la corriente, no había rastro del hombre ni en el cauce ni en la desembocadura de la rambla al mar. Las labores de búsqueda marítima implicarían más medios y no se descartaba que se llevaran a cabo más adelante, había pocas esperanzas de encontrarlo con vida. Se daban más detalles de los trabajos de limpieza del cauce ahora que ya se podía usar maquinaria para liberar el área de barro seco, muebles viejos, ramas y un coche. “Algún listo de los que creen que las ramblas son aparcamientos, siempre hay alguno.” Se informaba que se estaba en contacto con la Agencia Meteorológica para las previsiones a una semana vista, aunque aún sin datos precisos había un porcentaje relevante de lluvias torrenciales desde el sábado siguiente, siempre dependiendo de cómo se movieran las masas de aire en la zona.

Esa tarde tiró las bolsas con tierra restantes, cada una en un contenedor alejado y distantes entre ellos. Como tenía tiempo hasta la cena fue a su taller con la intención de pintar otro cuadro con el mismo motivo de siempre, diferentes formas y texturas de un vórtice que, con mayor o menor expresividad, tendía a un infinito central. Todos sus cuadros eran variaciones del mismo tema y en diferentes tamaños de lienzos, elegidos según el hueco que tenía disponible en el pasillo de las escaleras hacia las habitaciones de arriba. Tenía poco rojo. Azar. La mano era la que pensaba en estos casos, no la mente, el brazo era el mecanismo pensante de sus cuadros. Miró el reloj. Una hora. Siempre tardaba una hora en cada cuadro. A este le llamaría “El túnel al final de la oscuridad”. Firmó el cuadro, como todos, poniendo la fecha del día.

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Esta parte del "relato corto" (muchas comillas) viene de aquí y en este orden, primero aquí:

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Después aquí:

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Luego:

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***

El lunes la sucursal del banco estaba alborotada, se habían formado dos bandos definidos e irreconciliables sobre la desgracia del hombre en la pasarela. Unos tachaban al Ayuntamiento de no haber construido un puente mucho más fiable y menos estético. Otros destacaban la imprudencia de esa persona en un momento así para hacer una maldita foto.

Juan estaba ensimismado pensando en las labores de limpieza en el cauce. No podía quitarse de la cabeza el poder ver el momento exacto del descubrimiento de su paquete. Le encantaría estar ahí y ver sus caras, pero no podía ser, ya había ido demasiadas veces a la zona, aunque era un área de paso y mucha gente transitaba por ese puente, tanto andando como en coche.

-Juan, ¿tú qué opinas? –le preguntó el otro cajero de ventanilla.

-¿Sobre qué? –respondió Juan intentando ser sociable.

-Coño, que el tío fue un imbécil, como tantos otros que palman haciéndose “selfies” y gilipolleces varias sólo por unos “likes”.

-¿Quién, el de la pasarela?

-Claro, quién va a ser, joder, siempre estás en las nubes... –dijo la subdirectora de la oficina, pasando con unos papeles delante de las ventanillas de atención al público-. Si hubieran hecho una pasarela como Dios manda, esto no habría pasado.

-A veces, las cosas pasan porque sí, sin razón aparente ni motivo –respondió lacónico Juan.

El timbre de petición de apertura de puerta exterior sonó, Juan le dio al botón correspondiente y una clienta entró. Todos guardaron silencio, dejando sus discusiones para otro momento.

Mientras atendía a la señora volvió a mirar las cajas de los clips, ahora ordenados, metálicos por un lado y de colores por otro. Respiró aliviado como si el mundo volviera a tener sentido, con una sonrisa le indicó a la mujer que esa operación la hiciera mejor desde el cajero. Órdenes de Dirección. La señora, que podría tener más de setenta años, lo miró con cara de no entender nada. Juan añadió que debería usar la aplicación del banco en el móvil, que todo era más fácil así. Sin mediar palabra, la señora enseñó su teléfono, un “tontomóvil” de marca irreconocible.

La mañana pasó entre clientes cabreados por algún error bancario, usuarios con peticiones imposibles, y repeticiones de una de las frases mágicas: “Normativa del Banco Central”, esa consigna que era una mezcla de comodín de todo y de nada y motivo de muchos enfados.

Cuando terminó su horario laboral, varios compañeros dijeron de ir a tomar algo en la “otra oficina”, un bar dos portales más allá de la sucursal bancaria. Juan nunca iba con ellos. Demasiado esfuerzo le costaba fingir ser relativamente sociable.

En coche, de vuelta, resistió el acuciante deseo de pasar por el puente y ver cómo iban los trabajos. Si habían comenzado a las ocho de la mañana ya tendrían bastante avanzados los trabajos de limpieza. ¿Incluiría la tala de arbolitos, cañas y maleza?

Cuando llegó a casa, miró la lista culinaria y se dio cuenta de que el fin de semana no había preparado nada. Se estremeció al pensar que hoy tenía planificado albóndigas en salsa, brócoli en ensalada y flan. Nada de eso estaba preparado. Nervioso, se comió un trozo de pan con embutido y un helado que languidecía en el congelador desde meses atrás.

Tras recoger la mesa, fue al canasto de la ropa sucia y rescató la ropa de aquella noche. No recordaba si llevaba camisa azul o la de cuadros verdes y negros. Se esforzaba en hacer memoria pero temía inventarse el recuerdo. Cogió el pantalón tejano que sí llevaba y lo metió en una bolsa de basura, luego las dos camisas. Se quedó mirando la ropa restante del canasto, sopesando si toda estaría “contaminada” con algún posible resto. Sin pensarlo más sacó toda la ropa sucia y la metió en la bolsa. De nuevo sus ojos se quedaron petrificados mirando el propio canasto ahora vacío. Fue a su taller, cogió la maza y machacó la cesta de la ropa hasta dejarla destrozada y casi plana para que cupiera en otra bolsa de basura. Más relajado, sacó las bolsas al jardín para tirarlas en otro momento.

Conectó el portátil y navegó por las noticias en el mismo orden de siempre. Para disimular si ese alguien invisible estuviera controlando sus movimientos en la red, hizo clic en la publicidad de un nuevo restaurante mexicano, en una nueva serie de animación de un canal de pago y en un nuevo modelo de coche híbrido asiático.

En un periódico local, en portada: “Margarita Martínez de 73 años, desaparecida de la Residencia Luz de Luna”. Juan notaba cómo el azar estaba jugando con la realidad de un modo que no sabía interpretar. ¿Esto era bueno para él? ¿Podría complicarle las cosas? ¿Más medios regionales para estas búsquedas? ¿O difuminaría los esfuerzos policiales? Miró con detalle la foto de la mujer con el rótulo de: “DESAPARECIDA” y sus datos para identificarla. Parecía feliz, sonriente y sin mucho maquillaje. “La mujer, que necesita medicación, salió voluntariamente de la residencia. En el momento de su desaparición llevaba chaqueta azul y pantalón negro. Mide 1’68, es de complexión gruesa y tiene el pelo canoso. Se pide la colaboración ciudadana”. 

Colaboración ciudadana. Sólo en su localidad de unos 70.000 habitantes había varias residencias de ancianos y en las localidades cercanas otros tantos, no parecía que fuera nada extraño el caso de esta mujer, sólo que ahora prestaba mucha más atención a estas cosas. Se decía fríamente. 

Buscó más noticias sobre la limpieza del cauce y no encontró nada, tan sólo una minúscula nota de prensa del comienzo de los trabajos acompañada de una foto donde se veía una pequeña excavadora y varios trabajadores con casco y chalecos reflectantes. Típica foto tomada por un desganado reportero gráfico. Posiblemente mal pagado y mal considerado. Seguro que le habrían insistido en que se vieran claramente los chalecos con el rótulo del Ayuntamiento. 

Esa tarde tiró las bolsas con los restos de ropa y canasto en contenedores diferentes y alejados, ya le parecía una costumbre ritualizada desde años atrás, la asumía como algo normal. Fue al vivero a comprar tierra y semillas de césped. No había de la clase que ya tenía en el resto del jardín. Así que compró otra variedad ante la insistencia del vendedor de que su tipo de hierba ya no tenía distribuidor.

Dejó los sacos en el jardín y se dispuso a cocinar todo lo que el fin de semana no había hecho. Puso la radio de la cocina en un canal de noticias. Mientras, preparaba unas albóndigas y hacía un sofrito de tomate y cebolla, caramelizaba más cebolla en otra sartén para otro plato. 

La locutora de ese informativo anunciaba que el Ayuntamiento había habilitado una página web para que la población pudiera registrar posibles incidencias relacionadas con la limpieza viaria del municipio. De esta manera se establecía una nueva vía de comunicación directa entre el Consistorio y los vecinos y vecinas. Juan se giró hacia la radio y se le escapó un sonoro: “¡Venga ya!” O el azar estaba haciendo muchas horas extras o el mundo se había confabulado contra él. A cuento de qué venían ahora con esa web, las calles estaban limpias, aparte de algunos muebles viejos abandonados cerca de los contenedores, la ciudad no necesitaba de esos “policías de la basura”. Casi se dió un corte en el dedo mientras picaba cebolla. La cortinilla musical dio paso a un anuncio de “Detergente Mariángeles, limpieza total de las manchas más difíciles.” Ahora Juan sí que se dió un corte en el dedo. La paranoia estaba llegando a límites absurdos. Fue al baño y se lavó con jabón el corte y se puso una tirita. Se fijó en la marca del jabón de manos: “Viuda de la Maza”. Incrédulo, volvió a mirar de nuevo el rótulo horadado en la pastilla: “Viuda de Itaza”.

Al volver a la cocina se le habían pasado las albóndigas de fritura y humeaban al fuego. En la radio entrevistaban al amigo de la desaparecida Ana Ferrer. Apagó el fuego y se sentó en el taburete a escuchar con atención.

-Estamos con Juan José González, amigo de la mujer desaparecida Ana Ferrer. Hola, Juan José.

-Hola.

-¿Cómo estás viviendo estos días lo sucedido con Ana?

-Pues muy preocupado, la verdad, ya he hablado con la Policía y les he contado todo lo que sé.

-¿Qué puedes contarnos, ya que suponemos que hay informaciones que no puedes divulgar?

-Habíamos quedado en casa para organizar unas vacaciones en Suecia... planificar hoteles, vuelos, comidas, esas cosas... Íbamos a ir a Malmö también porque ella es muy fan de la serie “Bron/Broen” y quería... –se le quiebra la voz.

-Tranquilo, Juan José.

-Pues eso, que nunca llegó a casa, vivo al final de la calle Águila Martínez...

Juan se quedó helado al oír el nombre de la calle. Su calle. Imposible. De todo punto imposible. Por eso la mujer iba caminando calle abajo cuando pasó delante de su puerta.

-...Nunca llegó, me llamó sobre las diez de la noche más o menos diciendo que venía ya para acá. Y luego, nada.

-¿Qué le ha dicho la Policía?

-Poca cosa, son muy reservados. Les dije que estaba solo en ese momento, que si buscaban que yo tuviera una coartada o algo así, que no tenía, estaba solo en casa esperándola. Pero que jamás, nunca, jamás le haría daño a Ana. Jamás.

Juan seguía en estado de conmoción. Un sudor frío le recorría la nuca. Hasta que la mente fría se impuso. Debía dar un paseo.

Dos horas de paseo hasta la cena, ni siquiera había mirado qué tenía planeado en la lista. Tenía claro que no pasaría por el cauce, reunió todas sus energía mentales para evitar pasar por allí. Fue calle abajo, buscando de algún modo difuso dónde podría vivir el amigo de la mujer. Había casas con jardines más elegantes, con rosales y buganvillas, otros más modestos con macetas de crasas, otros con el suelo enlosado para usarlos de garaje de coche pequeño. No podía deducir de ninguna manera quién podría vivir en cada casa. Estaba llegando al último número de la calle cuando se fijó que uno de los cordones de las zapatillas se había desanudado. Se agachó para atarlos cuando una idea le golpeó de repente, algo que iba rebotando en su cabeza de un lado para otro, resonando entre recuerdos difusos. Las zapatillas. Eran las mismas que había usado aquella noche. No podía correr el riesgo de que pudieran tener algún resto microscópico. Se dio la vuelta y volvió a casa.

Abrió el zapatero y buscó otras zapatillas de deporte, unas viejas que apenas usaba. Se quitó las que llevaba puestas y las metió en una bolsa. ¿Debía lavarlas antes? Las sacó y las puso en el bidé, después echó un buen chorreón de lejía y las cubrió con agua caliente. La semana que viene tendría que comprar zapatillas nuevas. Odiaba la zapatería que había a un paseo de su casa, estaba regentada por el típico vendedor que a cualquier pregunta te respondía con otra pregunta o con alguna corrección técnica que no venía a cuento.

Reflexionó sobre el hecho de que si a estas alturas aun seguía viendo huecos en su plan, algo no estaba haciendo bien, las docenas de pequeños detalles que estaba pasando por alto le ponían nervioso y aumentaban la paranoia, una obsesión que siempre había sido un arma para él y que ahora parecía estar fuera de control. Debía volver a recomponer su sistema, sus mecanismos, su perfecta relojería mental.

Miró la hora y se dispuso a cenar. Azar. No tenía nada preparado de la lista de comidas. Con lenta parsimonia cogió el cuadrante semanal, pegado con imanes a la nevera, y lo rompió en pedazos muy pequeños, tirándolos a la basura. Azar. Miró la nevera. Huevo cocido y un poco de atún en lata, con mayonesa de curry. Fruta. La que había en el frutero, manzanas. 

Tras cenar, se acercó al jardín, encendió la luz del patio y comenzó a arrojar tierra en el hueco que había dejado, haciendo una cama que permitiera echar las semillas del césped nuevo. Eran las once de la noche cuando terminó de dejar listo el jardín. Oyó ladrar al mini perro de la señora colorida. Abrió el portón y allí estaba, en la otra acera, dejándole hacer sus cosas en la valla del solar de enfrente. Pantalón ajustado a sus anchas caderas de color naranja y amarillo, camisa suelta de color verde y dorado y pulseras varias de color arcoíris. Ella se giró, lo miró y siguió su camino tironeando del chucho.

Eran las doce cuando entró en la ducha. Durante años estuvo tentado de quitar los espejos del cuarto de baño, de toda la casa. Evitando mirar las cicatrices de los pechos, en el pecho izquierdo en la parte inferior del pezón y en el derecho en la zona superior. Tuvieron que operarle de adolescente para volver a colocar esa parte del cuerpo, tenía una deformidad al nacer que hacía que uno estuviera arrugado y fuera de simetría y el otro pezón mucho más alto de lo normal. No era estética, podría afectar a la columna vertebral, decían, y de ahí la operación. Con los años, aceptó verse en el espejo.

Se puso el pijama y sonó el teléfono fijo. Desde el dormitorio, descolgó el auricular. Sabiendo que sería su padre.

-Hola –dijo en tono neutro, casi gélido.

-Tu madre ha entrado en coma... 

-Vale.

-Los médicos no saben qué puede pasar, ni si saldrá del coma o no y los daños... y... –con la voz temblorosa.

-Vale.

-Juan, es tu madre.

-Lo sé.

-Bueno, voy a ver si ceno algo, me quedo aquí de guardia...

-Vale.

Juan colgó y se dispuso a dormir. Esa noche durmió de un tirón y sin recordar pesadillas, las tuviera o no. Lo que no se recuerda, no existe.

La mañana clara y soleada se colaba por la ventana de su dormitorio. El lento cambio de estaciones le generaba desconcierto, aunque últimamente el orden que se había impuesto se estaba resquebrajando hacia un mundo desconocido para él. Sabía improvisar pero dentro de un orden, el suyo. Aceptaba el azar como una coordenada más, aunque improvisar sin organización previa le parecía demasiado primitivo.

Para el desayuno miró lo que tenía en los armarios de cocina y en el frigorífico. Pan tostado con mantequilla y un café. Era temprano, así que fue directamente a leer las noticias. Ansia y curiosidad mezcladas daban una combinación extraña en Juan, una sensación nueva para él.

Nada en portada que a él le sirviera para algo. “Marta Bejarano, concejal, encara el miércoles nueva cita con la jueza Rosa Peinadora tras su decisión de que el caso acabe en un tribunal con jurado.” Para Juan esto era como ver el fútbol, ni le interesaba, ni entendía cómo le podía interesar a nadie. Para su socialización debía conocer las rivalidades futbolísticas locales, nacionales e internacionales, y así poder contestar a las preguntas sobre el último partido o a las decisiones de los entrenadores. Aburrido. Siguió mirando la prensa, leyendo en diagonal. Nuevas noticias sobre el calentamiento global, un robo en una gasolinera a punta de pistola, un artículo sobre los microplásticos y el horóscopo, que últimamente parecía volver a estar de moda. “¿Desde cuándo?” Se preguntaba sin saber la respuesta. Hizo clic en su signo: “Hoy tendrás el corazón a flor de piel. Dedicarás esfuerzos a resolver problemas en diferentes áreas. El peligro es que te quedes atrapado en el aspecto mental de las cosas. El aspecto en juego de hoy te recuerda la importancia de tus emociones.” Basura aleatoria que tampoco entendía cómo podía motivar a nadie, lo mismo que el deporte televisado o visto en el campo. Absurdo. Emociones ajenas.

El día de trabajo pasó a toda velocidad, y cuando se quiso dar cuenta ya estaba en el coche de vuelta a casa, uno de esos días donde el tiempo no significa nada y sólo había un instante de conciencia a la entrada del banco y otro a la salida. Ese día no puso la radio y se pasó el camino tarareando una canción infantil: “¿Quién le tiene miedo al lobo, miedo al lobo, miedo al lobo. ¿Quién le tiene miedo al lobo? Que lobo será... Que looobooo seeeraaaá... Nana-na-na, na, na, na, naaa, na...” Tarareaba pensando en lobos temerosos y humanos mata lobos. Al llegar a casa, vio que no tenía aparcamiento cerca, así que dió una vuelta y terminó aparcando al final de su calle. Una reportera con un micrófono entrevistaba a un hombre en la treintena en la puerta de una casa, suponía que su casa. ¿Podría ser el amigo de la mujer? Podría. ¿Podrían estar los periodistas buscando carne fresca en otros vecinos? Carne fresca, qué gracioso, pensó. Suspiró y se bajó del coche, sin mirar la escena.

Ya en casa, fue directamente al portátil. Se había dejado el cable conectado al router. Imposible. ¿Habría muerto ya su madre? ¿Seguiría en coma? Sólo le quedaban dos manzanas en el frutero y ya no tenía lista semanal de comidas. Debía comprar zapatillas nuevas. Por puro enfado consigo mismo, desconectó el cable y no miró las noticias.

En la cocina preparó huevos fritos, arroz hervido y una ensalada con remolacha y cebolla. De postre, manzana. Debía ir a la verdulería, pero al mercado sólo se iba los sábados. Quizás podría ir al supermercado que había a diez minutos andando desde casa. Un lugar pestilente de una cadena provincial a precios imbatibles y calidades insoportables. El “nuevo” Juan podría intentar ir a comprar allí.

Esa tarde volvió a su taller de bricolaje, con la intención de seguir con la celosía para plantas del jardín, unas crucetas de madera fina que clavaría en los arriates a modo de separación. Al poco, perdió el interés, no sabía por qué. Salió al jardín a ver sus plantas y el hueco en el suelo ahora sin césped. Cogió las zapatillas empapadas del bidé, las metió en una bolsa y salió a tirarlas, buscando un nuevo contenedor diferente a los usados hasta ahora, le parecía que su nueva regla de usar contenedores diferentes para tirar las cosas le gustaba, le gustaba mucho, como un niño descubriendo un juego nuevo. Decidió acercarse a la zona de la zapatería que odiaba y buscar por allí algún lugar donde tirar las zapatillas que olían a lejía a kilómetros. 

Al final las tiró en una papelera de la calle, bolsa incluida.

-Hola, Juan –dijo una voz femenina a su espalda.

Se giró y vió a una mujer que recordaba vagamente, como cuando crees haber visto su cara pero no la pones en el contexto de dónde o por qué.

-¿Hola? –dijo él con ese tono de no saber quién era la otra persona.

-En Xangri-A, estuvimos bailando y me invitaste a tu casa y yo te dije que mejor otro día...

La mujer tendría una edad aproximada a la de Juan, llevaba un vestido liso de color gris y zapatillas de deporte, pelo castaño rizado y muy poco maquillaje.

-Ah, sí, es verdad, no me acordaba.

-Ya veo –respondió con una sonrisa burlona-. No suelo ir a casa de nadie que no conozco, ya me entiendes.

-Hay mucho lobo suelto por el mundo –dijo Juan relamiéndose de hipocresía adornada de falsa charla casual.

-Pues nada, toma mi número y quedamos un día a tomar café. Como creo que no te acuerdas, soy Lucía –respondió con una sonrisa entregándole una tarjeta.

-Bueno, me tengo que ir, hasta luego –respondió él cogiendo la tarjeta y señalando a un lugar indefinido de la calle de tiendas.

-Vale, adiós.

Mientras se dirigía a la zapatería miró la tarjeta. “Lucía María Sandoval. TV-1999. Periodista.” Y un número de móvil debajo.

En una localidad así, encontrarse con alguien conocido no parecía fácil, pero a veces el azar movía sus fichas, aunque no sabía con qué intención. Tiró la tarjeta en otra papelera, dió dos paso y volvió, recogiendo la pequeña cartulina con los datos de la mujer. “Es una señal.” Se dijo pensando que quizás pudiera obtener información periodística indirectamente. Podría utilizarla. Aunque desconocía cómo de inteligente y sagaz podría ser ella. Podría ser un peligro. Aun así guardó la tarjeta en un bolsillo y entró en la zapatería.

Salió al poco con las zapatillas nuevas puestas y las viejas en una bolsa. Las nuevas eran de peor calidad que las antiguas, el doble de precio y con logotipos de la marca en los laterales. Había habido un pequeño malentendido cuando él le dijo al vendedor que cobraba veinte euros por llevar publicidad no pedida en el calzado. Malentendido. Claro.

Llegó a casa a la caída de la tarde y esta vez sí que tenía que ver las noticias y además visitar la página web de “TV-1999”. En las noticias locales nada de interés. Nada en las provinciales y en la web de esa cadena local, muy local, comprobó que se dedicaban a casos tremendos de juzgados, asesinatos, y crímenes sin resolver. Con vídeos grabados con pocos medios y una cadena de esas que no están incluidas en las de las compañías por cable. Tendría que sintonizar a mano ese dial, si es que su vieja antena todavía funcionaba. Entre los redactores encontró la foto y el nombre de ella. El diseño de la página tenía muchos titulares en rojo y fondos ligeramente azulados. En los artículos las palabras, “muerte”, violación”, “asesinato”, “batalla campal”, y un largo etcétera de escabrosas situaciones humanas que parecían ser “marca de la casa”. Por un lado, le gustaba la casualidad y por otro odiaba esa casualidad. ¿Divorciada? ¿Separada? ¿Soltera? A sus años, sería algo raro. ¿Viuda? Esto le parecía mucho mejor, imaginando crímenes con veneno y maldades de libro. “¿Las casualidades existen realmente?” Reflexionaba sin llegar a ninguna conclusión.

Juan miró después noticias sobre la limpieza del cauce. Nada. Todavía nada.

Hora de cenar. De nuevo, tocar de oído. Poca cosa. Tostada con mantequilla y mermelada de higos. Vaso de leche. De alguna manera Juan notaba, sentía que el mundo se estaba descomponiendo en fragmentos sin control, en trozos azarosos desordenados, sin su control. Y las comidas eran un claro indicador, el descontrol. Mientras masticaba la tostada pensaba, analizaba que un crimen así debería haber sido fácil cumpliendo una serie de reglas. Ni pistas, ni móvil de asesinato, ni pruebas... pero todo parecía estar devolviéndole algo más complejo. Maldijo a un mundo sin reglas. Sin sus reglas. Aunque seguía pensando que era un crimen perfecto.

Volvió a mirar noticias relacionadas con la limpieza del cauce, imposible que no hubieran encontrado el paquete. O eran unos ineptos, o no tenían órdenes de cortar maleza y arbustos, o... y aquí venía la duda, no se había informado a la prensa. Cosa que le ponía nervioso y excitado a la vez, como si de un juego se tratara. Hoy en día ocultar algo así con tanta prensa, móviles con cámaras y redes sociales deseosas de esos “me gusta” que parecían aumentar el ego de cualquier pelagatos, parecía imposible.

Esa noche, se calzó la ropa de aparentar hacer deporte, pantalón corto, camiseta de “Pinturas Martínez” y las zapatillas nuevas.  

Se acercó al puente a la zona de las cañas y allí paró fingiendo hacer estiramientos apoyado en el pretil. Al parecer habían retirado gran parte del pequeño dique de barro y de objetos. Se lo tomaban con calma. Allí seguían la maleza y los arbolitos. Curioso que ningún trabajador se hubiera acercado a esa zona. Igual el paquete había caído realmente en una zona perfecta para su escondite. Por narices tendrían que haber visto el paquete. Se fijó en la placa que había un poco más allá: “Puente de los Descubrimientos”. Una risita infantil, como el ronroneo de un gato, se le escapó mientras se ponía en marcha para continuar con su falsa actividad deportiva. 

En la oficina bancaria hoy el día languidecía con pocos clientes, o acudían al cajero automático o hacían sus transacciones en línea. Mejor, menos líos. A media mañana, el cajero de al lado, que estaba más pendiente del móvil que de cuadrar los números mensuales, soltó un: “Hostia”.

-¿Qué pasa? –preguntó Juan pensando que estaba mirando la clasificación futbolística o algo de ese nivel.

-Han encontrado un cadáver con signos de violencia en el cauce del río. Hay un vídeo, pero no se ve una mierda.

-Un cadáver... –contestó en voz baja, una frase a medio camino entre la pregunta y la afirmación.

-Coño, está en todas las noticias. Esta mañana, a primera hora. Un perro estaba tirando de algo y los del Ayuntamiento, los curritos de limpieza, se encontraron con la cosa.

-Vaya –Juan no sabía si alegrarse o pensar ahora en los siguientes pasos de su plan.

-Joder, cómo está el patio, si aquí nunca ha pasado nada, esto siempre ha sido un sitio tranquilo.

-Bueno, recuerda cuando se liaron a escopetazos por aquel lío de tierras...

-Sí, bueno pero eso era en el término municipal...

-O cuando robaron por el método del butrón en aquella nave industrial...

-Ya. Pero un crimen así...

-A ver qué cuentan los medios, si es que no se olvidan del caso a los quince días, claro –Juan debía tener cuidado de seguir siendo socialmente estándar, no debía dejar escapar nada de su verdadera personalidad.

Cuando terminó la jornada, Juan volvió a romper una de sus reglas sagradas y fue con algunos compañeros a la “otra oficina”: "Bar Barroja". Menuda gracia.

Una agua tónica, para variar. Los comentarios de los compañeros oscilaban entre quién había obtenido más información, más vídeos borrosos o movidos, quién especulaba más imaginativamente.

Juan rememoraba el olor a perfume elegante que llevaba la mujer, su cara redonda, hinchada además por el trapo en la boca. Su inmovilidad. Su pintalabios suave.

-Mira, aquí tienes el vídeo... –le dijo la subdirectora-. No entiendo cómo no tienes móvil, Juan, eres raro de cojones...

-Tengo, pero no me gusta someterme a su esclavitud...

-Ya, raro. Eres raro. ¿Y si te surge una emergencia... o te llama alguien?

-¿Te ha pasado muchas veces eso de la emergencia?

-Bueno, avería en el coche, llamada de mi hija, no sé...

-En casa ya miraré los vídeos y las noticias del suceso... ¿Vosotros qué pensáis?

-Igual es el tipo de la pasarela –dijo el compañero de la barbita incipiente, Manuel, el medio hippy y medio pijo.

-Vamos, que la corriente lo ha llevado marcha atrás hasta mitad del cauce, claro, Sherlock, claro –respondió su compañero cajero, Manolo, había que usar nombres diferentes para los mismos nombres y diferenciar personas. Curiosidades humanas.

-¿La mujer desaparecida, quizás? –dijo otro compañero, Pepe, un cantamañanas de mucho cuidado.

-Bueno, me voy que ya tengo hambre... –dijo Juan conteniendo sus deseos de ir directamente a casa y leer todo lo posible sobre el caso actual.

-Pedimos unas tapas, hombre...

-No, prefiero comer en casa. Adiós, hasta mañana.

Juan se dirigió al coche, conteniendo sus enormes deseos de saber más. Era su caso. Suyo y sólo suyo.   

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Gil Braltar, un relato de Julio Verne

Había allí unos setecientos u ochocientos, cuanto menos. De talla promedio, pero robustos, ágiles, flexibles, hechos para los saltos prodigiosos, se movían iluminados por los últimos rayos del sol que se ponía al otro lado de las montañas ubicadas al oeste de la rada. Pronto, el rojizo disco desapareció y la oscuridad comenzó a invadir el centro de aquel valle encajado en las lejanas sierras de Sanorra, de Ronda y del desolado país del Cuervo.

De pronto, toda la tropa se inmovilizó. Su jefe acababa de aparecer montado en la cresta misma de la montaña, como sobre el lomo de un flaco asno. Del puesto de soldados que se encontraban sobre la parte superior de la enorme piedra, ninguno fue capaz de ver lo que estaba sucediendo bajo los árboles.

-¡Uiss, uiss! -silbó el jefe, cuyos labios, recogidos como un culo de pollo, dieron a ese silbido una extraordinaria intensidad.

-¡Uiss, uiss! -repitió aquella extraña tropa, formando un conjunto completo.

Un ser singular era sin duda alguna aquel jefe de estatura alta, vestido con una piel de mono con el pelo al exterior, su cabeza rodeada de una enmarañada y espesa caballera, la cara erizada por una corta barba, sus pies desnudos y duros por debajo como un casco de caballo.

Levantó el brazo derecho y lo extendió hacia la parte inferior de la montaña. Todos repitieron de inmediato aquel gesto con precisión militar, mejor dicho, mecánica, como auténticos muñecos movidos por un mismo resorte. El jefe bajó su brazo y todos los demás bajaron sus brazos. Él se inclinó hacia el suelo. Ellos se inclinaron igualmente adoptando la misma actitud. Él empuñó un sólido bastón que comenzó a ondear. Ellos ondearon sus bastones y ejecutaron un molinete similar al suyo, aquel molinete que los esgrimistas llaman “la rosa cubierta”.

Entonces, el jefe se dio la vuelta, se deslizó entre las hierbas y se arrastró bajo los árboles. La tropa lo siguió mientras se arrastraban al mismo tiempo.

En menos de diez minutos fueron recorridos los senderos del monte, descarnados por las lluvias sin que el movimiento de una piedra hubiera puesto al descubierto la presencia de esta masa en marcha.

Un cuarto de hora después, el jefe se detuvo. Todos se detuvieron como si se hubieran quedado congelados en el lugar.

A doscientos metros más abajo se veía la ciudad, cobijada por la extensa y oscura rada. Numerosas luces centelleantes hacían visible un confuso grupo de muelles, de casas, de villas, de cuarteles. Más allá se distinguían los fanales de los barcos de guerra, los fuegos de los buques comerciales y de los pontones anclados en el muelle y que eran reflejados en la superficie de las tranquilas aguas. Más lejos, en la extremidad de la Punta de Europa, el faro proyectaba su haz luminoso sobre el estrecho.

En ese momento se oyó un cañonazo: el first gun fire, lanzado desde una de las baterías rasantes. Luego se comenzaron a escuchar los redobles de los tambores acompañados de los agudos silbatos de los pífanos.

Era la hora del toque de queda, la hora de recogerse en casa. Ningún extranjero tenía ya el derecho de caminar por la ciudad, a no ser que estuviera escoltado por algún oficial de la guarnición. Se le ordenaba a los miembros de las tripulaciones de los barcos que regresaran a bordo antes de que las puertas de la ciudad se cerraran. Con intervalos de quince minutos, circulaban por las calles algunas patrullas que llevaban a la estación a aquellos que se habían retrasado o a los borrachos. Entonces la ciudad se sumía en una profunda tranquilidad.

El general Mac Kackmale podría dormir entonces a pierna suelta.

Esa noche, no parecía que Inglaterra tuviera que temer que algo ocurriera en su Peñón de Gibraltar.

II

Es conocido que este gran peñón, que tiene una altura de cuatrocientos veinticinco metros, reposa sobre una base de doscientos cuarenta y cinco metros de ancho, con cuatro mil trescientos de largo. Su forma se asemeja a un enorme león echado, su cabeza apunta hacia el lado español, y su cola se baña en el mar. Su rostro muestra los dientes -setecientos cañones apuntando a través de sus troneras-, los dientes de la anciana, como alguien dice. Una anciana que mordería duro si alguien la irritara. Inglaterra está sólidamente apostada en el lugar, tanto como en Perim, en Adén, en Malta, en Pulo-Pinang y en Hong Kong, otros tantos peñones que, algún día, con el progreso de la Mecánica, podrán ser convertidos en fortalezas giratorias.

Mientras llega el momento, Gibraltar le asegura al Reino Unido una dominación indiscutible sobre los dieciocho kilómetros de este estrecho que la maza de Hércules abrió entre Abila y Calpe, en lo más profundo de las aguas mediterráneas.

¿Han renunciado los españoles a reconquistar este trozo de su península? Sí, sin duda, porque parece ser inatacable por tierra o mar.

No obstante, existía uno que estaba obsesionado con la idea de reconquistar esta roca ofensiva y defensiva. Era el jefe de la tropa, un ser raro, que se puede decir que estaba loco. Este hombre se hacía llamar precisamente Gil Braltar, nombre que sin duda alguna lo predestinaba para hacer viable esta conquista patriótica. Su cerebro no había resistido y su lugar hubiera debido estar en un asilo de dementes. Se le conocía bien. Sin embargo, desde hacía diez años, no se sabía a ciencia cierta lo que había sido de él. ¿Quizás erraría a través del mundo? Realmente, no había abandonado en modo alguno su dominio patrimonial. Vivía como un troglodita, bajo los bosques, en cuevas, y más específicamente en el fondo de aquellos inaccesibles reductos de las grutas de San Miguel, que según se dice se comunican con el mar. Se le creía muerto. Vivía, sin embargo, pero a la manera de los hombres salvajes, privados de la razón humana, que solo obedecen a sus instintos animales.

III

El general Mac Kackmale dormía perfectamente a pierna suelta, sobre sus dos orejas, algo más largas de lo que manda el reglamento. Con sus desmesurados brazos, sus ojos redondos, hundidos bajo espesas cejas, su cara rodeada de una áspera barba, su fisonomía gesticulante, sus gestos de antropopiteco, el prognatismo extraordinario de su mandíbula, era de una fealdad notable, incluso para un general inglés. Un verdadero mono. Pero un excelente militar por otra parte, pese a su figura simiesca.

¡Sí! Dormía en su confortable morada de Main Street, una calle sinuosa que atraviesa la ciudad desde La Puerta del Mar hasta La Puerta de la Alameda. Quizás el general soñaba que Inglaterra se apoderaba de Egipto, de Turquía, de Holanda, de Afganistán, de Sudán o del país de los bóers, en una palabra, de todos los puntos del globo que se ajustaban a su conveniencia, justo en el momento en que corría el peligro de perder Gibraltar.

La puerta del cuarto se abrió de repente.

-¿Qué ocurre? -preguntó el general Mac Kackmale, incorporándose de un salto.

-¡Mi general -le contestó un ayudante de campo que había entrado por la puerta como un torpedo-, la ciudad está siendo invadida!…

-¿Los españoles?

-¡Debe ser!

-¡Se habrán atrevido!…

El general no terminó la frase. Se levantó, arrojó a un lado el madrás que le ceñía la cabeza, se deslizó en sus pantalones, se zambulló en su traje, se dejó caer en sus botas, se caló su bicornio, se armó con su espada mientras decía:

-¿Qué es ese ruido que estoy escuchando?

-El ruido de las rocas que avanzan como un alud por toda la ciudad.

-¿Son numerosos esos bribones?…

-Deben serlo.

-Sin duda todos los bandidos de la costa se han reunido para ejecutar este ataque: los contrabandistas de Ronda, los pescadores de San Roque y los refugiados que pululan en todas las poblaciones …

-Es de temer, mi general.

-¿Y el gobernador?… ¿Ha sido prevenido?

-¡No! ¡Es imposible ir a darle aviso a su quinta de la Punta de Europa! ¡Las puertas están ocupadas, las calles están llenas de asaltantes!…

-¿Y el cuartel de La puerta del Mar?…

-¡No existe medio alguno para llegar hasta allí! ¡Los artilleros deben hallarse sitiados en su cuartel!

-¿Con cuántos hombres cuenta usted?…

-Unos veinte, mi general. Son los soldados del tercer regimiento, que pudieron escapar cuando todo comenzó.

-¡Por San Dunstán! -exclamó Mac Kackmale-, ¡Gibraltar arrebatada a Inglaterra por estos vendedores de naranjas!… ¡No!… ¡Eso no ocurrirá!

En ese momento, la puerta del cuarto dio paso a un extraño ser que saltó sobre los hombros del general.

IV

-¡Ríndase! -exclamó una ronca voz, que más tenía de rugido que de voz humana.

Algunos hombres, que habían acudido detrás del ayudante de campo, iban a abalanzarse sobre aquel hombre que había acabado de penetrar en el cuarto del general, cuando a la claridad del cuarto los individuos reconocieron al recién llegado.

-¡Gil Braltar! -exclamaron.

Era él, en efecto, aquel hombre del cual no se hablaba desde mucho tiempo atrás, el salvaje de las grutas de San Miguel.

-¡Ríndase! -volvió a gritar.

-¡Jamás! -contestó el general Mac Kackmale.

De repente, en el momento en que los soldados lo rodeaban, Gil Braltar emitió un silbido agudo y prolongado.

Inmediatamente, el patio del edificio, luego el edificio todo, se llenó de una masa invasora.

¿Lo creerán ustedes?¡Eran monos, monos por centenares! ¿Venían pues a recuperar de los ingleses este peñón del que son los verdaderos dueños, este monte que ocupaban mucho antes que los españoles, mucho antes que Cromwell hubiese soñado en su conquista para Gran Bretaña? ¡Sí, en verdad! ¡Y eran temibles por su número, estos monos sin colas, con los cuales no se vivía en paz, sino a condición de tolerar sus merodeos, estos seres inteligentes y atrevidos que las personas evitan molestar, pues sabían vengarse (lo habían hecho muchas veces) haciendo rodar enormes rocas sobre la ciudad.

Y ahora, estos monos se habían convertido en los soldados de un loco, tan salvaje como ellos, este Gil Braltar que ellos conocían, que vivía la vida independiente de ellos, de este Guillermo Tell cuadrumanizado, que ha concentrado toda su existencia a un solo pensamiento: expulsar a todos los extranjeros del territorio español.

¡Qué vergüenza para el Reino Unido, si aquella tentativa tuviera éxito! ¡Los ingleses, que habían derrotado a los indios, a los abisinios, a los tasmanios, a los australianos, a los hotentotes y a muchos otros, ahora serían vencidos por unos simples monos!

¡Si semejante desastre llegara a ocurrir, el general Mac Kackmale no tendría otro remedio que volarse los sesos! ¡Era imposible sobrevivir a semejante deshonor!

Sin embargo, antes de que los monos, llamados por el silbido de su jefe, hubiesen invadido la habitación del general, algunos soldados habían podido atrapar a Gil Braltar. El loco, dotado de un vigor extraordinario, se resistió, y no costó poco trabajo reducirlo. Su piel prestada le había sido arrancada en la lucha; se encontraba amarrado, amordazado y casi desnudo en una esquina de la habitación, sin poder moverse ni emitir sonido alguno. Poco tiempo después, Mac Kackmale abandonó su casa con la firme resolución de vencer o morir de acuerdo a una de las más importantes reglas militares.

Pero el peligro en el exterior no era menor. Al parecer, algunos soldados se habían podido reunir en La puerta del Mar y avanzaban hacia la casa del general. Varios disparos se escucharon en los alrededores de Main Street y la plaza de Comercio. Sin embargo, el número de simios era tal que la guarnición de Gibraltar corría peligro de verse muy pronto obligada a ceder posiciones. Y entonces, si los españoles hacían causa común con los monos, los fuertes serían abandonados, las baterías quedarían desiertas, las fortificaciones no contarían con un solo defensor, y los ingleses que habían hecho inaccesible aquella roca, no volverían a poseerla jamás.

De repente, se produjo un brusco giro en el curso de los acontecimientos.

En efecto, a la luz de algunas antorchas que iluminaban el patio, pudo verse a los monos batirse en retirada. Al frente de la banda iba su jefe blandiendo su bastón. Todos lo seguían a su mismo paso, imitando su movimiento de brazos y piernas.

¿Había podido Gil Braltar desatarse y arreglárselas para escapar de la habitación donde se encontraba prisionero? No había duda posible. ¿Pero adónde se dirigía ahora? ¿Se dirigía hacia la punta de Europa, a la villa del gobernador con el objetivo de atacarlo y obligarlo a rendirse, así como había hecho con el general?

¡No! El loco y su banda descendieron por Main Street. Luego de haber cruzado por La puerta de la Alameda, marcharon oblicuamente a través del parque y comenzaron a subir por la cuesta de la montaña.

Una hora después, en la villa no quedaba uno solo de los invasores de Gibraltar.

¿Que había ocurrido, entonces?

Pronto se supo, cuando el general Mac Kackmale apareció en el límite del parque.

Había sido él quien, desempeñando el papel del loco, se había envuelto en la piel de mono del prisionero y había dirigido la retirada de la banda. Parecía de tal modo un cuadrúmano, este bravo guerrero, que logró engañar a los monos. Así fue como no tuvo que hacer otra cosa más que presentarse y todos lo siguieron.

Simplemente, una idea genial, que fue muy pronto recompensada con la concesión de la Cruz de San Jorge.

En cuanto a Gil Braltar, el Reino Unido lo cedió, a cambio de dinero, a un Barnum que hace fortuna exhibiéndolo en las principales ciudades del viejo y el nuevo mundo. El Barnum incluso da a entender de buen grado que no es aquel salvaje de San Miguel quien exhibe, sino el general Mac Kackmale en persona.

Sin embargo, esta aventura constituyó una lección para el gobierno de Su Graciosa Majestad. Comprendió que si bien Gibraltar no podía ser tomada por los hombres, estaba a merced de los monos. En consecuencia, Inglaterra, que es muy práctica, ha decidido no enviar allí, en lo sucesivo, sino a los más feos de sus generales, de manera que los monos volvieran a engañarse si ocurriera otro hecho similar.

Esta medida le asegurará, verdaderamente para siempre, la posesión de Gibraltar.

Julio Verne

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La última cena

La última cena

Aquella era una noche especial. Si todo salía como estaba previsto, uno de los comensales en aquella cena le traicionaría a las autoridades religiosas. No tenía dudas sobre lo que pasaría después, se imaginaba que intentarían eliminarle, ejecutarle.

Pero la autoridad religiosa estaba sometida al poder civil de Roma, y no podía tomarse la justicia por su cuenta, por lo que necesitaban que fuera el gobernador de aquella lejana provincia judía quien le condenara a muerte. Lo que no sabían era que al cumplir la sentencia, probablemente mediante la crucifixión, sus revolución se afianzaría.
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Un encuentro inesperado

Eran los últimos días del verano. Carolina había pasado unos días sola en aquellas playas del sur. Siempre que podía se escapaba a disfrutar de las blancas arenas del Atlántico, intentando alejarse de las zonas más turísticas.

Si había algo que le resultaba agobiante, era la noche de aquellos barrios de copas, llenos de turistas y autóctonos buscando carne fresca, una mujer con la que tener una aventura. Ella no era así, no servía para ello.

Se acercó a ver el ocaso sobre el mar. La tarde había sido muy cálida en aquel mes de septiembre, en aquel final de la época estival. Pronto tendría que regresar a casa, a incorporarse al trabajo. En ello estaba pensando, sintiendo la brisa cálida, viendo el sol bajar hacia el océano en un horizonte rojo de fuego cuando escuchó una voz a su lado.

- La mar
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El último concierto de Sako de Pota

13 de enero de 1984, viernes

Recuerdo que estaba supercolgado. En el escenario ya estaba el resto del grupo haciendo ruido. Entré desde atrás y me tropecé con los cables que iban a los altavoces. El Pipas tocaba la batería a toda hostia, mientras que Pelopintxo aporreaba el bajo.
Txelo estaba a la guitarra. Sólo se sabía dos acordes, pero era más que suficiente, lo fuerte del grupo eran las letras. Bastante teníamos con que el Pipas mantuviera el ritmo de las canciones.

La verdad que no tenía ni puta idea de la canción que estaban tocando como comienzo del concierto, pero tampoco me importaba mucho. Cantaría cualquiera de las letras de las que me acordara y a correr.

Me asomé al borde del escenario. Había un porrón de gente pegando brincos, totalmente borrachos. No se esperaba mucho más de un concierto un viernes por la noche en el gaztetxe de Somorrostro...
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La puta jaqueca

Le dolían la cabeza, la espalda, las rodillas y algunas partes más de su cuerpo: demasiadas para enumeraras todas. Había intentado incorporarse, pero se había golpeado contra el techo. Después de aquello prefirió quedarse inmóvil, tratando de vencer las náuseas. 

Llevaba despierto algún tiempo aunque no sabía exactamente cuánto. Podía ser una hora, o dos, o cinco, porque a ratos volvía sentirse atenazado por el sopor para hundirse en una vorágine de recuerdos y pesadillas en las que todo daba vueltas, confundiéndose en oleadas sucesivas de euforia y angustia. Luego retomaba las riendas de su mente y se obligaba a permanecer despierto buscando respuestas a la larga lista de preguntas que se iba acumulando: ¿dónde estaba?, ¿qué hacía allí?, ¿qué había ocurrido?, ¿por qué se sentía tan mal?

Al fin parecía amanecer y ese mínimo eslabón lo mantenía atado a la consciencia. Tenía que permanecer despierto y tratar de adivinar qué había ocurrido. Y escapar, por supuesto. Eso era lo primero. No necesitaba lucidez alguna para darse cuenta de que estaba atrapado en alguna parte. La fracción más primitiva de su cerebro se bastaba y se sobraba para avisarle de ese peligro.

La luz se colaba por una mínima rendija sobre su cabeza. La apuró con avaricia, e incluso lanzó sus manos hacia ella, como si alguien le hubiese arrojado una cuerda en medio de un naufragio.

Pero con ese gesto desesperado, en vez de atrapar la luz, la cegaba, así que retiró de nuevo las manos, se las pasó por el rostro y comprobó que estaba empapado. No sabía si era sudor. Esperaba que sí. También podía ser sangre o algún tipo de humedad que goteara sobre su cabeza. Podía ser cualquier cosa: se llevó los dedos a la boca y no distinguió sabor alguno: por lo menos no era sangre.

Trató de mirar la hora pero no tenía reloj. Se palpó el resto del cuerpo y comprobó sorprendido que estaba completamente desnudo. No importaba: era verano y los días solían ser lo bastante calurosos para no temer morir de frío. ¿Pero por qué demonios lo habrían desnudado? Para humillarlo, seguramente, y complicarle la huida.

Tal vez lo peor ya hubiera pasado. O no. Seguro que no. En situaciones como la suya lo peor está siempre por venir. Tenía que encontrar la manera de salir, buscar otras rendijas, lo que fuese. Averiguar dónde estaba y pensar el modo de escapar.

Sólo recordaba una discusión, unas cuantas amenazas en un lugar lleno de gente. No podía haber pasado nada allí. Tenía que haber sido después, ¿pero cómo?, ¿y cuándo? No lograba recordarlo. Si pudiese recordar lo que había sucedido quizás eso le diese alguna idea sobre el lugar en el que se encontraba. Un zulo seguramente. Un escondrijo de mierda para mantenerlo fuera de circulación una temporada o pedir algo a cambio de su liberación. 

Quién lo había hecho estaba claro. Había sido Argüelles. Seguro. ¿Quién iba a ser si no? ¿Pero qué demonios podía pedirle Argüelles?, ¿por qué lo tenía allí? Quizás quisiera asustarlo.

Sus pensamientos fluían cada vez con mayor claridad. ¿Lo habían drogado? Posiblemente. No recordaba nada. Sólo la discusión. Quizás alguien le hubiese echado algo en la bebida, y simplemente habían esperado a que perdiera el conocimiento. Muy propio de Argüelles, el miserable. Nada de violencia. Nada de sangre. ¿Qué clase de gangster de medio pelo se puede desmayar al ver la sangre? Había sido Argüelles: era propio de él. Lo habían desnudado, pero no estaba atado, ni esposado. Las típicas chorradas de Argüelles y su repugnancia por todo lo que fuese violento.

A través de la rendija sólo se veía el cielo. No podía localizar el lugar en que lo habían metido, pero si era un maletero, el coche no estaba en movimiento. Probablemente estaría en el campo, junto a un chalé o una finca de las afueras. No se oía ni un ruido. Seguramente lo habrían dejado allí a la espera de que alguien fuese recogerlo, o estaban preparando un sitio donde retenerlo. 

Pensó un momento si debía gritar y decidió que sí. Podían oírlo sus secuestradores y darle otro golpe en la cabeza, como el que aún le dolía, pero era su única oportunidad. Quizás estuviese en una urbanización y lo oyesen los vecinos.

Gritó con todas sus fuerzas y un pájaro le respondió con sus trinos. Estaba en el campo, de eso no cabía duda. Argüelles tenía un chalé, pero no recordaba si en la sierra del Norte, junto a Villalba, o cerca de Toledo. O a lo mejor en los dos sitios. A Argüelles no le gustaban los lugares solitarios, así que tenía que seguir intentando que lo oyese alguien. Gritó de nuevo y aguzó el oído: esta vez ni siquiera escuchó al pájaro. Sólo el rumor de la brisa sobre los árboles.

En las horas que había pasado inconsciente podían haberlo llevado a cualquier sitio, pero seguramente seguía cerca de Madrid. Argüelles no se arriesgaría a dejarlo al cargo de otra persona sin poder ir a comprobar de vez en cuando cómo iban las cosas, y era demasiado vago para tomarse la molestia de viajar muy lejos.

No estaba en un coche. En un coche tendría las piernas encogidas. Estaba en un chalé, casi seguro, ¡y lo habían metido en el hueco del calentador del agua! Por eso la humedad, por eso el techo sobre su cabeza! Volvía a sentir el tacto en los dedos y no era metálico, como había pensando en un principio. Sólo frío, pero no metálico. Empujó el techo con todas sus fuerzas pero no se movió ni un milímetro.

Gritó de nuevo, y nada. Aún era pronto para que pasara por allí ningún excursionista, ni el cartero, ni un coche siquiera. Tenía que reservar fuerzas. Además, si gritaba antes de que pudiera oírlo otra persona, podía alertar a los secuestradores y volverían a golpearlo, o lo forzarían a tomar alguna porquería que lo mantuviese fuera de combate hasta que encontrasen un lugar más discreto. Lo mejor era escuchar, mantenerse atento, y estar listo para simular que seguía inconsciente si aparecía alguien sospechoso. Conocía a casi todos los hombres de Argüelles, por lo menos a los de toda la vida, y seguramente no hubiesen encargado algo tan delicado a un novato o a alguien que no fuese de toda confianza.

Aguzó el oído y nada. Sólo algunos pájaros, algún insecto, y la rendija de luz, que parecía vibrar por sí misma.

La luz seguía creciendo y su ojos trataban de aprovecharla para reconocer el lugar. Era un zulo blanco, húmedo y frío, con algunos árboles en las cercanías.

Haciendo un gran esfuerzo, torció el cuello para mirar por la rendija y tratar de ver los árboles. Los vio al fin y gritó con todas sus fuerzas.

Eran cipreses.

Comprendió de pronto.

Siguió gritando.

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Homenaje al mundo real

Al principio Dios creó el cielo y la Tierra.

Y quiso verlos brillar con brillo eterno, y la mirada del Señor se posó sobre el mundo recién nacido, que guardó en su seno el destello de los divinos ojos.

Vio Dios que la luz era buena y se prendó de ella, haciéndola reina del Universo, y por todas partes se extendieron los haces de aquella fuerza deslumbrante que prestaba nueva forma a todo lo creado, preparándose para alumbrar lo que aún estaba por venir, porque la luz bullía ansiosa de abrir los ojos a cuanto el Señor quisiera poner sobre el mundo.

Al segundo día, dijo Dios: reúnanse las aguas y formen el mayor de los espejos, y así quedó seca parte de la tierra, y la luz halló en las quietas aguas donde reflejarse, y se amaron mutuamente con un gran amor, pues los dos se miraban en quietud sin turbar el uno al otro.

Y dijo Dios: produzca la tierra vegetación y árboles grandes y pequeños que pueblen lo seco. Y al llamado de su palabra muchos millones de árboles se alinearon ordenadamente cubriendo el manto de la tierra, que los abrazó agradecida, recibiendo con deleite sus raíces. Así los tonos ocres se volvieron verdes, y el polvo reseco fue sustituido por la fragante frescura de la hierba, que crecía tierna y jugosa esperando a las bestias a las que habría de servir como alimento.

Al tercer día, quiso Dios crear las hogueras de los cielos, y el sol y las estrellas ardieron con poderoso fuego, calentando las aguas, las tierras y los árboles, y todos amaron aquel calor que les daba nueva vida, impulsando su savia, haciendo abrirse a sus flores y madurando sus semillas.

En el día cuarto Dios pobló los aires con pájaros multicolores de amables gorjeos, y sus alas se enseñorearon de la luz, tomando de ella su liviandad, y de ellos nació la música, delicada y dulce, que arrullaba al Creador en su morada.

En el quinto día, Dios creó innumerables criaturas diferentes para que poblaran las tierras y los mares. Todos los seres vivientes hallaron su lugar en la creación y reinó la armonía entre ellos, porque todos querían servir al Creador y a su magnífica obra. Y pronto se multiplicaron llenando las montañas, los desiertos, los prados, las campiñas y los bosques, y el bullicio de la vida animó hasta los últimos rincones, bendiciendo constantemente la mano de aquel que de la nada les dio forma y consistencia. 

Llegado el sexto día, el señor quiso coronar su obra, y dijo: Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza. Domine sobre los peces del mar, las aves del cielo, los ganados, las fieras campestres y los reptiles de la tierra.

Macho y hembra los creo, a su propia imagen y semejanza. Luego les dio el imperio y el poder sobre todo lo creado, porque habrían de ser los enviados de Dios en el mundo, los que rigieran el producto de su amor, y nada les sería ajeno de cuanto en la tierra hubiese.

Y los ángeles del Señor, en unánime regocijo, cantaron alabanzas sin número al sublime Hacedor del Universo, y sin excepción consagraron su existencia a llenar el orbe de bendiciones y bienaventuranzas.

El Señor Dios plantó un jardín en Edén, al oriente, y en él puso al hombre que había creado. Hizo germinar del suelo toda clase de árboles agradables a la vista y apetitosos para comer, y entre ellos estaba el árbol de la vida, en medio del jardín, y el árbol de la ciencia del bien y del mal. Y el Señor Dios puso al hombre en el paraíso recién creado para que lo cultivara y lo guardase, y este mandamiento le dio: puedes comer de todos los árboles del jardín, pero del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que lo hagas, ciertamente morirás.

Y así lo hizo el hombre, porque de nada le faltaba y el amor que sentía por su señor le impedía pensar siquiera en contrariarle. Y pasaron los años, y los siglos, y las criaturas se multiplicaron bendiciendo son su fertilidad al Hacedor. El hombre reinó sobre ellas desde el Edén y los ángeles multiplicaron sus alabanzas, entonando himnos de gloria.

Y vio Dios que todo aquello no era bueno. No podía ser bueno.

Uno a uno, retorció el cuello a sus ángeles, desplumó a las aves de los cielos y abrasó con su aliento los árboles hasta reducirlos a cenizas. Puso en movimiento al aire para que rompiera la quietud de las aguas, y desterró la luz de la mitad de sus dominios. Hizo hervir las aguas para acabar con todas las criaturas que en ellas moraban, y el cielo se llenó de nubes negras listas a engendrar poderosos rayos. Rasgó la tierra por innumerables partes para que de ella brotara el fuego y la desolación, y aplastó con su mano a todas las criaturas que la poblaban.

Después fue al Edén, donde halló al hombre y sus descendientes, perplejos por lo que habían visto, y también a todos dio muerte.

Y así, Dios, descansó. Este fue el séptimo día.

Luego, al principio, Dios creó el cielo y la tierra....

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La destrucción de un mundo

Cuando nací lo primero que vieron mis ojos fue una vasta llanura llena de riqueza. Todo el alimento que pudiera imaginar estaba allí para nuestro disfrute. Después vi a varios de mis hermanos, que como yo se recostaban en el suelo de nuestra cueva. Arriba se observaba un vasto cielo blanco, cuya luminosidad se apagaba en determinados momentos del día, volviendo a resurgir al día siguiente para mostrar los infinitos prados llenos de los más diversos manjares. Aquello era sin duda el paraíso.

En los días siguientes a mi nacimiento, comenzamos a tener problemas con un depredador que, en ocasiones, rondaba nuestra cueva y devoró a alguno de mis hermanos. Pero, como sólo era uno, el resto podíamos escapar mientras se lanzaba sobre su presa, y yo nunca llegué a caer en sus garras. A pesar del peligro, mi vida seguía siendo maravillosa y cada día me encontraba más fuerte. Pronto me volvería adulto y podría volar para explorar nuevas tierras.

Pero un acontecimiento lo truncó todo. Durante un momento en que el cielo estaba apagado, se desató un terremoto seguido de un ruido ensordecedor. Todo comenzó a moverse, el suelo comenzó a rotar, las paredes de mi cueva se desprendieron y quedé atrapado en un amasijo de materiales que no podía identificar. Desde mi prisión, comprobé que ahora el mundo se movía a gran velocidad. Aquello era una locura, pues no sólo se habían derrumbado los cimientos del mundo, sino que ahora lo que quedaba de él viajaba velozmente a un destino desconocido.

De repente, todo se detuvo por un breve tiempo. A los pocos segundos, un estruendo insoportable se desató y el mundo comenzó a achicarse rápidamente. El cielo empezó a caer sobre mi cabeza y todo se volvió oscuridad. Después desperté en otra cueva, abrazado por mi madre y bajo un cielo que esta vez era azul. Espero tener más suerte en este nuevo mundo.

Historia de las dos últimas reencarnaciones de un alma. De larva de mosca nacida en una bolsa de basura durante una huelga de recogida de residuos que duró 6 días, a cría de ser humano.

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Locos con botones rojos

Locos con botones rojos

“Buenas noches, mis conciudadanos.

Este gobierno, como prometió, ha mantenido la más estrecha vigilancia sobre la proliferación de individuos en posesión de impresoras biológicas y los archivos de instrucciones correspondientes, potencialmente capaces de representar una amenaza para la seguridad global.

En la última semana se ha demostrado de manera inequívoca que una serie de individuos en localizaciones alrededor del globo se están preparando para obtener dicha capacidad. El propósito de estos no puede ser otro que el de proporcionar la posibilidad de la destrucción total de la vida sobre la faz de la Tierra.” 

—Bruce, me tienes de los nervios, ¡no me contestas desde hace horas!

—Como comprenderás estaba ocupado, Alice. Te he llamado en cuanto he tenido un hueco, ahora que estamos en el coche.

—Ya me imagino. ¿Has redactado tú el discurso? ¿Qué está pasando? ¿Sabes lo que va a decir? Lo están poniendo ahora mismo. Espera un momento, ¿has dicho que vais en el coche? ¿A dónde vas?¡¿Dónde llevas a los niños?!

Bruce colgó y bloqueó las llamadas. Le daría un rato para que se calmara y luego le diría que hubo algún problema con la conexión o pondría alguna otra excusa. Cuando se ponía así, casi se alegraba de que le hubiera engañado con ese niñato imberbe de la compañía de teatro, forzando un divorcio que ambos deseaban desde hacía años, aunque se compadecía de que los niños todavía tuvieran que aguantarla. Pero esta vez no le faltaba razón para estar nerviosa, no podía culparla.

Volvió a activar el teléfono, y no tuvo tiempo ni de acabar la frase para activar la rellamada; ya estaba recibiendo la suya.

—Ni se te ocurra volver a colgarme.

—Ha debido ser el túnel que acabamos de pasar.

—Ya, claro. ¿A dónde vas?

—Alice, ya lo hemos hablado mil veces. Me toca el fin de semana con ellos, y no tengo por qué darte explicaciones.

—Esto es distinto, además ¿cuándo ha sido la última vez que te he molestado mientras estabas con ellos?

—¿Mi último fin de semana?¿La ley seca del ketchup? 

—Ja, ja, muy gracioso. Sabes que los dos están en riesgo de prediabetes. Pero no me cambies de tema. Esto es distinto, todo el mundo está asustado. ¿A dónde vas? ¿Por qué no te has quedado en casa? En todos los canales no paran de decir que evitemos salir si no es imprescindible.

—Ya sabes como son los tubers, tienen que llamar la atención, viven de eso. ¿No estás escuchando al presidente?

—Sí, pero está dándole muchas vueltas y no me entero de lo que quiere decir. ¿Por qué no me haces un resumen?

—Básicamente está proclamando la ley marcial y toques de queda indefinidos, con inspecciones domiciliarias globales.

—¿Como cuando los ciberataques? Al final solo fue un incordio y no pasó nada.

—Sí, más o menos. Aunque bueno, esta vez se ha proclamado a nivel mundial, no sólo para los aliados. Pero para nosotros sí, lo de siempre.

—¿Y cuánto va a durar?

—Semanas, puede que meses. Son muchos hogares y empresas que registrar.

—Pues deberías traer ya a los niños a casa, ya doblarás otro fin de semana.

—No cuela, Alice. Tú revisa las caducidades de los suministros del refugio y compra lo que te falte. No hay de qué preocuparse.

—¿Sabes qué? No me creo nada de tus amiguitos del gobierno. Son todos como tú, sólo quieren tenernos a todos controlados y manejarnos a su antojo. Y que compremos. Eso sí, todo el día comprando como si se fuera a acabar el mundo. Para luego tirarlo todo porque caduca. Eso cuando no declaran antipatriota alguna empresa de suministros y hay que renovar medio refugio. 

—Me alegra que te preocupes por los gastos que pago yo. Puedes darle los productos cancelados a tu artista de poca monta, seguro que se le ocurre alguna performance revolucionaria. Pero que tenga cuidado, que ahora mismo no está el horno para bollos.

—¿Tú te estás escuchando, amenazando a Jacques como si fueras un abusón de instituto? Deja de hacer el ridículo y supéralo de una vez. 

—No es una amenaza. Esta vez no nos vamos a andar con tonterías, el problema es serio.

—Pues antes decías que no había de qué preocuparse. ¿En qué quedamos?

—A ver, el peligro es real, pero si hacemos las cosas bien, no hay de qué preocuparse.

—Pues yo creo que no estáis haciendo las cosas bien. De hecho creo que las estáis haciendo fatal, y no nos vamos a librar gracias al gobierno, sino pese a él.

—Eso se lo has escuchado a un tuber, ¿o ahora te has convertido en analista de seguridad global?

—Por eso te dejé por Jacques. Él no me minusvalora como tú. Tengo ideas propias, ¿sabes? Vosotros creéis que el camino es controlarlos a todos, hacerles obedecer usando el miedo. Yo creo que el camino es otro, el camino siempre ha sido el amor.

—Lo que te gusta es llevar la contraria ¿Ahora eres más de zanahoria que de palo? No he notado que aplicaras ese método conmigo.

—No te enteras de nada. ¿Desde cuando el amor es lo opuesto al miedo? Lo ves todo en blanco o negro, y el mundo está lleno de grises, y lo que es más importante, de colores.

—¿Estás fumando otra vez?

—Te lo diré para que lo entiendas, estáis pensando en una dimensión cada vez, una linea en la que encajar el comportamiento de la gente. Derecha o izquierda, seguridad o libertad, palo o zanahoria, y las personas eligen su camino siguiendo muchas más dimensiones a la vez. Y el amor está en todas ellas, las rodea, las distorsiona, dobla todas esa líneas y las lleva a un único punto. El amor es lo único que puede hacer eso.

—Eso suena a religión o pseudociencia barata.

—A ver, ¿cuál es el problema ahora? Hay una maquinita que cualquiera puede tener en casa con la que crear un virus mortal que acabe con todo el mundo, ¿no? Todo el mundo tiene un botón rojo en casa con el que desatar el infierno.

—No es tan fácil como un botón, pero sí, desde que colgaron los diseños en internet, cualquiera podría hacerlo en unas semanas. 

—Y vosotros creéis que la solución es ir casa por casa, metiendo vuestros drones, vigilar cada movimiento y castigar a los que se salgan de vuestro guión. Reprimir, hostigar, acosar a todo el mundo hasta que se plieguen a vuestras exigencias. ¿No ves el problema?

—Ilústrame con tu sabiduría.

—¿Quién crees que haría algo así?¿Destruirse a sí mismo y a todos los demás?

—El problema es que cualquiera podría hacerlo si no los controlamos. Un fanático religioso, un criminal, un perturbado, ¡cualquier loco!

—Cualquier loco que no tenga nada que perder, Bruce. Nadie a quién amar. Los locos también aman, y lo que conseguís con vuestra actitud es que cada vez haya más odio y menos amor en este mundo. Pero como te he dicho antes, no superaremos esto gracias al gobierno, sino a pesar de él. El amor triunfará. Luego os apuntaréis el tanto, pero sabremos que la victoria ha sido nuestra. Nadie pulsará el botón rojo porque nadie querrá hacerlo, no porque lo hayáis impedido.

—Mira Alice, no tengo tiempo para tontiuearrrlliaasg.

—¿Qué?

—Perdona. Niños. ¡Niños! Meteos lo que os ha dado el agente debajo de la lengua un segundo. Es para identificaros.

—¿Bruce?¿Están bien los niños?

—Escúchame. El presidente me espera. Vamos a entrar en el búnker. 

—¡¿Cómo que en el búnker?!

—Si tienes razón, los volverás a ver en unas semanas, y serán tuyos para siempre. Puedes denunciarme. No pelearé por la custodia, aunque sabes que podría hacerlo y ganaría. 

—Eres un bastardo hijo de la gran…

—Aunque no me creas, me encantaría que tuvieras razón. Yo tampoco pienso que sea posible controlar a todo el mundo. Adiós Alice, entramos en la madriguera de conejo.

“El camino que hemos elegido para el presente está lleno de peligros, como todos los caminos; pero es el más coherente con nuestro carácter y coraje como nación y con nuestros compromisos en todo el mundo. El coste de la libertad siempre es alto, pero los estadounidenses siempre lo han pagado. Hay un camino que nunca elegiremos, y ese es el de la rendición o la sumisión.

Nuestra meta no es la victoria del poder, sino la reivindicación de nuestros derechos; no la paz a expensas de la libertad, sino tanto la paz como la libertad, tanto en este hemisferio como en todo el mundo. Si Dios quiere, esa meta se alcanzará.

Gracias y buenas noches.”

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Un producto complicado

—¡Pero no hay derecho!, ¡llevo cinco años trabajando en esto! —se quejó Murphy con un golpe en la mesa. 

Normalmente prefería la prudencia cuando hablaba con el Director General, pero aquel día su cólera era tan grande que no le importaba que lo despidiesen o lo trasladaran a otro proyecto. Al de enfermedades tropicales por ejemplo, un departamento donde acaban todos los que tenían buenas ideas y ni un céntimo que ganar.

El Director General cruzó las manos encima de la mesa, armándose de paciencia. Apreciaa a Murphy y hasta admiraba en su fuero interno el entusiasmo con el que defendía su trabajo, pero no podía dejar traslucir aquellos sentimientos.

—Mire, Murphy: sé de sobra que el Outdepre ha superado todas las pruebas clínicas. Sé también que ha conseguido importantes mejorías en algunos pacientes con depresión crónica, y que puede ser empleado con éxito a nivel hospitalario. Pero no voy a gastar ni un céntimo de la compañía en publicitarlo. De hecho, pensamos comercializarlo...

—¿Comercializar? ¿Llama usted comercializar a despachar unas cuantas cajas a centros sanitarios, cuando podríamos vender millones en el mercado, como vende la competencia? Por mi parte, mi contrato especifica claramente...

El Director general alzó una mano.

—Su contrato dice claramente que se le abonará a usted un 1 % de los beneficios que produzca, pero no dice nada de que debamos suicidarnos todos para engrosar ese porcentaje. No abuse de mi paciencia.

Murphy se mordió los labios. Iba a decir algo más pero sabía que no valía la pena. El 1 % ded los beneficios significaba única y exclusivamente eso: un uno por ciento de lo que se ganara, sin obligación explícita de invertir más o menos en marketing, en desarrollo, ni en niguna de las otras fases del proceso productivo.

—¿Se me permitirá, de todos modos, intentar mejorar el producto?

El Director General alzó las cejas violentamente, como si hubiese visto un fantasma.

—¿Que si se le permitirá? ¿Pero qué me está preguntando? ¡Se lo ordeno personalmente!, ¡Póngase desde ya mismo a trabajar en las mejoras! ¡Y si alguien le encarga otra tarea que lo distraiga de esa labor dígale que venga a hablar conmigo!

El rostro de Murphy se dulcificó un tanto.

—Gracias, señor Director. Haré lo que pueda, pero tal vez podríamos ir empezando por...

—Usted mejore el producto y déjeme a mí la estrategia de comercialización.

El gesto con el que el Director General acompañó aquella frase dejaba bien claro que no le agradaría escuchar ni una palabra más. Bastante hacía ya con seguir invirtiendo en desarrollo en vez de sepultar el compuesto bajo cien toneladas de hormigón burocrático.

—Le pasaré un informe mensual sobre los avances —acató Murphy a modo de despedida.

—O semanal si consigue algo interesante. Buenas tardes.

Murphy salió del despacho arrastrando los restos malheridos de su dignidad.

El Director General se quitó las gafas, se frotó el puente de la nariz y volvió a colocárselas para releer el informe que amenazaba con abrasar su mesa. De hecho, le extrañaba que no hubiese empezado ya a salir humo de alguna parte.

“Outdepre. Antidepresivo de uso general. Indicado para todo tipo de procesos depresivos. Contraindicaciones: ninguna. Incompatibilidades: ninguna. Toxicidad: ninguna. Efectos secundarios: caspa, anorgasmia y halitosis.”

—No podemos anunciar esto, joder. No podemos —maldijo el Director General en voz alta, lamentando una vez más la oportunidad perdida.

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Apócrifo de la Ilíada (el precio de la inmortalidad)

Cantad la cólera, musas, del pelida Aquiles, maldita, que causó a los aqueos incontables dolores y precipitó al Hades muchas valientes vidas de héroes y a ellos mismos los hizo presas para los perros y las aves todas.

Cantad hasta que los montes y los mares consumen su aplazado matrimonio, hasta que no queden en el mundo oídos que negaros puedan su atención, hasta que madure la bullente pulpa de la Tierra y esparza por el Cosmos sus fatigadas semillas. Cantad, musas embusteras, embaucadoras de hombres, hasta que el Olimpo entero implore clemencia con los ojos anegados en llanto, cantad en el desierto de la historia, en los páramos de Chronos, en los hielos de Leteo, pues de todos modos resonará mi voz, justiciera, incapaz ya de callar lo que el orbe ha de saber por más que imponga silencio la asamblea de los dioses todos.

Los cronistas son gentes que, hartas de ordeñar una vaca que no quiere dar más leche, acaban por ordeñar un toro. También los historiadores. De los héroes viven, y empeñados en buscarlos agotan la luz de sus ojos entre piedras centenarias y escrituras sin sentido a la caza de la prueba que refrende sus asertos; así como escoge la cabra los más suculentos bocados para su inmunda boca, así eligen ellos lo que mejor se acomoda a la tesis que empeñaron; igual que el que busca oro aparta la grava y la deshecha, y el que busca carbón menosprecia la pizarra, así el historiador se deshace de documentos y testimonios que no refrendan su idea.

Después llegan los poetas y reinventan lo inventado, y aunque no buscan fe ciega, malamente se acomodan a pintar debilidades en los protagonistas de sus ficciones, porque tienen que ser grandes los que grandes empeños acometen.

Ah, Troya, divina Troya, que te llevaste a los mejores en un torbellino fratricida, insensato, en una lucha de gigantes enfebrecidos que no ha conocido par entre los siglos. Ah, Troya, ciudad maldita, enemiga de los Hombres, que acabaste con la vida de aquellos que eran ejemplo y enseñanza de los niños, orgullo de los ancianos, baluarte de sus hogares, enseña de la tierra que la tierra alimentó y al fin abrazó en su seno sin que de nada sirviera tanto esfuerzo por alumbrar seres nuevos, orgullosos, capaces de reclamar a Zeus el dominio de los astros. 

Y todo por una mujer que, aún siendo hermosa, no valía la mitad que una sola de las que hubieran engendrado aquellos guerreros formidables. Todo por una mujer que de buena gana hubiera entregado Príamo de haber estado con él, en vez de hallarse en Egipto, en manos de Proteo, donde malos vientos la habían llevado en compañía de Alejandro. Fue así como los griegos, acampados ante Ilio para exigir satisfacción por la injuria que se les había hecho no hallaron más que promesas y buenas palabras entreveradas con la memoria de lo que ellos mismos habían hecho con Medea. También lo supo el poeta y prefirió callar, porque no sirve a las musas el que no sabe fingir. 

Pero yo no he de guardar más tiempo este silencio rancio, esta verdad que me oprime el pecho con flejes incandescentes, esta historia que arrastro tras mis pasos como el buey arrastra el arado por un campo en exceso pedregoso.

No pudieron los troyanos entregar a una mujer que no tenían, y encendida la avaricia de los aqueos por las muchas riquezas que adivinaron en la sitiada ciudad, dieron al olvido el origen de la querella y juraron no volver a casa con las manos vacías. Muchos hay que, como ellos, acuden a una ejecución pública y nada más enterarse de que el reo ha sido perdonado por la indulgencia del gobernante, enseguida buscan otro que lo sustituya en el patíbulo, pues menos importa quién muere que el común deseo de contemplar una muerte.

Así los griegos, cegados, como el toro que no embiste al enemigo sino a todo el que se mueve, pusieron sitio a su propia destrucción y no cejaron hasta alcanzarla. Mas también la sinrazón viste su propia grandeza y la locura se hizo epopeya de tanto esfuerzo y tesón como emplearon en ella.

¡Cuanta sangre derramada, cuanto lodo rojo que ni siquiera halló la mano redentora de un alfarero para darle nueva consistencia, renovada utilidad!, ¡cuantos vientres se marchitaron aguardando la semilla de aquellos hombres! Si hubiera justicia en el cielo, si no fueran los dioses una absurda camarilla de borrachos y fornicarios, si en verdad los buscadores de leyendas persiguieran algo más que el herrumbroso resto de unas armas como rapaces buhoneros, ¡no habría gloria en el mundo para repartir entre los héroes de la gesta que alumbró el Bósforo!

Vaga mi memoria por el sol de aquellos días, brillantes como lanzas, como bruñidas rodelas, empapados en combates muchas veces traicioneros, encarnizados siempre, sin excepción gloriosos, porque nada importa si se gana o si se pierde: sólo importa luchar, luchar hasta el olvido de uno mismo, hasta el exterminio de la fatiga. Nada valía tampoco la causa, la primera causa: aquella mujer, maligna, que logró enfrentar dos pueblos, ni las razones de Príamo, ni los cálculos de Agamenón. Oigo todavía los atrocísimos gritos de los guerreros, las impensadas bravatas, los aullidos de dolor, los cascos de los caballos llamando a sus propias tumbas, el silbido de las flechas que arrojaba Teucro, la risa de Diomedes, y lo mismo que los trigos se remecen sin remedio cuando el viento los azota, así vibra todavía el corazón de este viejo con tan distantes recuerdos.

Ciegos de cólera, de justa cólera siempre, desgranamos amenazas emplazando a los mismos dioses a saltar al escenario, y gozamos la delicia de verlos, victoriosos o vencidos, quebrantar las leyes que ellos mismos impusieron. Y los pedazos de esas leyes sembraron el mundo de prodigios, de vivientes imposibles, vivientes incoherencias y vivientes desatinos, menos pruebas de poder que de impotencia, más demostración de mezquindad que de magnificencia.

Pero los dioses no entienden de razones, acaso porque la razón no fue creación suya, y sorprendidos por tamaño descubrimiento bendijeron el día en que nacieron los Hombres y pronto se hicieron tan miserables como ellos, enfrentando su olímpico tedio con perpetuamente renovados dislates.

Fue la contemplación de la divina vesania lo que insufló en muchos pechos el ansia de libertad, imprudente, que nunca ha llegado a apagarse, el deseo de conocer todos los caminos sin que para nada importe lo recto o sinuoso de su trazado. En ese parto vieron la luz el orgullo del bandido y el valor del temerario, la sonrisa del traidor y el pretexto del culpable, el descaro del mediocre y el sudor del envidioso.

Y nació también el miedo: el de los que no querían dejar esta vida para compartir la espuria gloria de los dioses, el de todos los que amaban el mundo con inquebrantable arrojo y no se resignaban a que tal esplendidez fuera artificio ajeno.

Pero no fue el desprecio al Olimpo ni el amor a lo terreno lo que provocó el encuentro de Aquiles con su perdición.

¡Oh, Aquiles, el héroe, el invencible, el valiente campeón de las batallas! ¡Oh, Aquiles el sobrio, el adalid de la justicia, el que nunca bebía hasta la embriaguez, ni luchaba hasta la extenuación ni amaba hasta el delirio! ¡Oh, Aquiles, el grande, el llamado desde niño a realizar las mayores de las hazañas! ¡Oh, Aquiles, el que supo con certeza que no hallaría el valor preciso para la hora decisiva y no pudo soportarlo!

Así fue cuando consultó al oráculo y le fue mostrada la hora de su muerte, alcanzado su talón, su único punto vulnerable, por la lanza del Destino. Y entonces sintió que le faltaba tiempo para llevar a término sus más íntimos deseos, tiempo para embriagarse, para desfallecer de cansancio en la batalla, para amar hasta el suicidio, y no quiso morir.

Incapaz de consumar su vida, no supo desprenderse de ella: con el valor que le faltó para empuñar la espada ante el enemigo la empuñó ante sí mismo y se cercenó el pie maldito de un sólo y poderoso tajo. Nada ya podría matarle.

Disfrazado de mendigo, abandonó lisiado el campo de batalla, dejando atrás a los suyos, la guerra y la dignidad.

Aún sigue de ese modo por el mundo, lamentando su cojera, recordando a cada paso su momento de suprema cobardía. Dicen los pocos que le reconocieron que, consumido su cuerpo por el fuego de incontables años, es tan sólo un manojo de harapos colgando de una mirada.

Y reparte maldiciones, terribles maldiciones, como todos los que deben su vida a una inagotable rendición.

Cuidad, pues, a quién dais una limosna.

menéame