Cuando tenía 10 años, gasté todo mi dinero en CDs. Recuerdo sentarme con las piernas cruzadas en el suelo, hojeando estuches, memorizando notas y letras, y lo más importante, desarrollando mi propio gusto por la música. Mi hijo de 10 años no tiene eso. La música simplemente... surge. Es como si fuera infinita e invisible a la vez, sonando desde altavoces inteligentes, estéreos de coche, mi teléfono. Un sinfín de listas de reproducción perfectamente seleccionadas, diseñadas para desvanecerse en el fondo.
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