Le habían dicho al Viajero que visitara esa realidad compuesta de enormes caminos bordeados por un océano de riscos. Sin sol ni luna ni estrellas, el negro del cielo se mezclaba con la negrura del fondo de los acantilados por los cuales algunos seres se arrojaban. Muchos de ellos venían de ver al Sabio, y al dejarse caer tenían rostros tristes, impresionados, alegres o iracundos. El Sabio nunca repetía el mismo diálogo dos veces, había oído el Viajero, y cada uno de esos rostros que se despeñaban era un reflejo exacto de las palabras del Sabio,
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