Relatos cortos
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Joia Vanidad I (de yonkis)

Mi padre era el encargado del turno de noche de una fábrica de harinas de pescado. Los dueños de la fábrica, supongo que por razones puramente políticas, ( sobres repletos de dinero bajo mano y esas cosas tan típicas de nuestra bizarra economía), decidieron construir otra fábrica en un pueblito de la costa del norte de España.

A mi viejo le ofrecieron, (bueno realmente fue un “lo tomas o lo dejas”) ser encargado del turno de día allí, para formar y controlar un poco a los nuevos empleados. Le daban bastante más plata y una pisito pagado en régimen de alquiler en el pueblito. Se lo dijeron en un mes de junio y a mediados de agosto, la familia Pelaez, hizo los bártulos y se largó para allí.

Yo tenía 12 años y dejaba atrás una novieta, con la que incluso planee escaparme al enterarme de que nos mudábamos de lugar, un montón de amigos y todos los recuerdos de mi vida.

Luego, la verdad, es que no todo fue tan dramático como pensaba, el inicio del curso escolar en un nuevo centro, con treinta (más o menos) nuevos compañeros resultó bastante mejor de lo que en un primer momento parecía. Yo era el niñato catalán de ciudad comenzando un nuevo curso en una escuela donde ya todos se conocían de toda la vida. Pero enseguida conecté con la gente y mi vida volvió a estabilizarse. Eso significa que tuve otra novieta y comencé a espaciar cada vez más las cartas de amor con la antigua novia de ciudad, si, con esa con la que nos habíamos jurado amor eterno. La vida a los 12 es mucho más sencilla y lógica.

En la clase, como en todas las clases, estaban representados todos los arquetipos: los lideres, las guapas, los pringados, las tímidas, los freakis. Bueno todos habéis ido alguna vez a la escuela y tenéis perfecto conocimiento de cómo funciona este mundo.

Hay compañeros de clase que están toda la vida a tu lado pero de los que tu nunca llegas a saber absolutamente nada, esos niños grises como difuminados que se sientan en las filas intermedias y de los que una vez que abandones el colegio olvidaras inmediatamente su nombre, su rostro y su voz.

Una de esas niñas, que ahora bautizaré como Beatriz, era conocida en mi clase por sus ausencias a la hora de pasar lista ( “Pérez, Beatriz” , “no ha venido señorita”). Era una niña tímida , que hablaba muy poco y que venía poco a clase, aunque sacaba buenas notas.

Un día de primavera el tutor de la clase nos dijo que tenía que comunicarnos una cosa muy importante. Nuestra compañera de clase, Beatriz, que ese día tampoco había venido, tenía una leucemia del copón y le quedaban algo así como tres meses de vida. Sus padres y ella misma habían decidido que sus compañeros supieran la noticia y el tiempo que le quedaba pretendía hacer vida normal.

Es muy difícil contaros que es lo que pasa en una clase de chavales de entre doce y trece años cuando te dicen que alguien de tu misma edad se va a morir en un suspiro.

Cuando a los dos días Beatriz se reincorporó a clase hubo de todo, muchos eran incapaces de mirarla a la cara, otros eran infinitamente amables y condescendientes con ella…

A mí, me fascinó la idea de que hubiera alguien de mi edad con la vida ya marcada, con una fecha de caducidad cierta y segura y sobre todo pensaba que a mí sólo me quedaban tres meses para intentar conocer a una persona de la que en los siete meses anteriores nada había sabido. Tal vez fuera una chica realmente interesante y no me quedaban más de tres meses para conocerla, compartir y aprender de ella.

Seguramente porque nunca la traté como la pobrecita Bea que se va a morir de un día para otro, me recibió muy bien. Nos hicimos realmente amigos, hablábamos muchísimo durante el recreo y los días que no venía escuela me pasaba por su casa y si su madre me daba permiso, los días que no estaba muy pocha, nos encerrábamos en su habitación y se nos pasaba la tarde sin darnos cuenta.

Mi novia del cole, de la que ya ni recuerdo el nombre, acabo enfadada conmigo y enrollándose con mi mejor amigo de la clase, cosa que no me importó en absoluto y además me sirvió para darme cuenta de la relatividad de ese sentimiento tan extraño que llamamos amor.

Un día en la habitación de Bea, habían pasado dos meses desde que nos reunieron en el cole para comunicarnos su enfermedad, estábamos enfrascados en una conversación que ahora ya no recuerdo, pero seguro que era divertida e interesante, ya que Bea era una de las personas más ingeniosas e inteligentes que he conocido nunca, cuando ella me dijo que nunca le había besado nadie y que “se moriría por un beso mio”.

Yo que era, y continuo siendo un gilipollas y siempre tengo la necesidad de soltar el comentario gracioso (joia ironía!!) le contesté un “paso de competir con la leucemia, yo te beso pero mejor que te mate ella” lo que provocó que a ambos nos diera un ataque de pura risa. A Bea le entró la tos de tanto reirse y su madre preocupada apareció en la habitación y nos dijo que era mejor dejar por ese día la conversación.

Los tres siguientes días no me dejaron entrar a verla. Al cuarto murió.

Cuando fui al velatorio no tenía la idea preconcebida de besarla, pero cuando la vi, tan guapa y serena dentro de su ataúd blanco supe que quería y tenía que hacerlo. Se que fui a tocarla como el resto de la gente (en España se toca mucho a los muertos) pero me descubrí presionándole las mejillas con mi mano para levantarle la barbilla y besarla largamente en los labios*.

Recuerdo que la gente gritó y que alguien me soltó una soberana ostia por la espalda y que me sacaron a empujones de la sala del velatorio.

Recuerdo también que mi padre, por la tarde cuando volvió de la fábrica llevaba los ojos inyectados en sangre y me dio la primera y única paliza de mi vida.

Recuerdo también como a mi vuelta al colegio nadie me hablaba y todos me evitaban. Se que también a mis padres y hermanos les hicieron el vacío en el pueblo.

En julio, mi padre, pidió el traslado, por motivos personales a su antigua fábrica y los dueños se lo concedieron inmediatamente.

Volví a mi ciudad, a mi vida anterior, mi familia nunca ha hablado del tema, es un gran tabú, y si alguien preguntaba porque nos volvimos ofrecian los más peregrinos motivos.

Al final parece que aquello no llegó a ocurrir nunca, pero lo cierto es que sucedió y lo que es todavía más cierto es que nunca me he arrepentido por besarla.

Estoy absolutamente seguro de que a ella le encantó ese beso y de que si al final no nos acabamos cuando nos morimos me estará esperando para devolvérmelo.

PD: El párrafo original estaba escrito así: "Cuando fui al velatorio no tenía la idea preconcebida de besarla, pero cuando la vi, tan guapa y serena dentro de su ataúd blanco supe que quería y tenía que hacerlo. Se que fui a tocarla como el resto de la gente (en España se toca mucho a los muertos) pero me descubrí presionándole las mejillas con mi mano para abrirle la boca e introduciendo mi lengua entre sus labios." . Sin duda es mucho más efectivo pero es que cuando lo escribí, este relato debe tener casi veinte años, no sabía que a los muertos les cosen la boca e incluso se la rellenan de algodón. Después, por desgracia, la experiencia me ha hecho saber muchas más cosas sobre los muertos. Gracias a todos los que habéis leido el relato.

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Cien siglos para encontrar a su amor

—Esta planta es la de los deportistas de élite. Conocerá el caso de Emir Abadi; él ha sido el primero en ser despertado, pero ya confían en nuestros sistemas criónicos varias decenas de atletas. Principalmente estrellas en sus últimos años, esperando un buen contrato. Habitualmente, a las dos o tres décadas de dejar el deporte, vuelven a revalorizarse.

—Como aquel rapero blanco.

—Exacto, también los actores y las estrellas de la música son algunos de nuestros grandes clientes. Están en la planta superior. Subamos. Por aquí. Cuando su discográfica no les pone en las listas en el lugar que esperaban, o les abandona la musa, o no les dan papeles de relevancia…

—O descubren que les falta algo más importante en su vida, como Eva Moon.

—Bueno, el caso de Eva Moon y sus Cien siglos para encontrar a su amor es excepcional. La mayoría lo que necesitan es darle un descanso a su carrera, y reaparecer a las pocas décadas, cuando los jóvenes que disfrutaron de sus actuaciones o sus canciones ya son gente madura y con un mayor poder adquisitivo. Generalmente el movimiento les sale más que rentable. De lo contrario lo único que suelen perder es tiempo, para pagarnos les suele bastar con las rentas de sus propiedades y derechos.

Y si por alguna razón no se llega a cumplir alguna de sus condiciones de despertar, que habitualmente son ofertas generosas por parte de discográficas o productoras audiovisuales, sus contratos tienen el habitual límite de mil años, momento en el cual debe despertarse y decidir si quiere renovar. Aunque la mayoría de estos clientes lo acorta; si no lo consiguen en unas décadas es raro que vuelvan al candelero.

Para nosotros es irrelevante si están más o menos tiempo en las cámaras criónicas, el modelo de negocio está diseñado de forma que no nos influya esto, para evitar conflicto de intereses. Por ejemplo, destruir las cámaras una vez usadas no es la forma más eficiente de operar, pero inspira confianza. Sin duda alguna, que Lorca se crionizara por diez mil años justo en el momento más álgido de su carrera fue la mejor muestra de confianza.

—Ha sido toda una inspiración para mi generación, desde luego. A mí me ganó cuando explotó el primer asteroide, iniciando la carrera de la minería espacial. Pero supongo que a la mayoría le cayó en gracia cuando comercializó a precio de costo el aparato contra el Alzheimer.

—También el de la diabetes, el antiinfartos, el filtro alveolar, el vascular, todo a precio de coste, prácticamente gratuito. Pero hay que tener en cuenta que Lorca no es solo el mayor filántropo que haya conocido la humanidad. Fue pionero del modelo freemium en medicina. Cuanto más se implantara el producto, en sentido literal y figurado, si me permite el juego de palabras, más gente accedería a los servicios de pago. El verdadero cliente objetivo es siempre la gente sana. Curar el Alzheimer, los ictus, los infartos de miocardio, las enfermedades pulmonares y un largo etcétera, así como ahora con CrioLive permitir que cualquiera de forma gratuita pueda postergar su final, o sencillamente esperar a que pueda ser evitado, no es más que un maravilloso efecto secundario, a la vez que el mejor reclamo, de la mayor estrategia de adopción comercial de la historia. Lorca es el mayor genio de los negocios que haya pisado la Tierra.

—Y Marte.

—Y Marte, claro—contestó sonriendo—. Anunciar su crionización cuando pisó el planeta rojo fue una jugada maestra. Usted mismo llevará implantado alguno de sus productos.

—El paquete completo de salud integrada, de hecho. Y el potenciador neural.

—Eso último explica que tenga interés en invertir, los usuarios de NeuralPower tenemos buen ojo para las finanzas. Fui director de operaciones del proyecto, ¿sabe? Aunque, no se ofenda, no es que haga falta el potenciador para darse cuenta de que ésta es una oportunidad única. Lo que hace falta es una billetera tan abultada como la nuestra —le guiñó el ojo.

—No se precipite. Tengo algunas preguntas que hacerle antes de abrir esa billetera.

—Usted dirá, por mi parte el tour ha terminado. Ya ha visto que la tecnología es sencilla y segura, y que la mayor parte de las instalaciones en superficie se dedican a las salas de despertar, rehabilitación y superación del criolag, que es nuestro negocio actual.

—Sí, esa es mi primera pregunta. He comprobado las cuentas y sigue sin convencerme que esa sea la principal fuente de ingresos de CrioLive.

—Tiene razón. No lo es. Es la principal fuente de ingresos por servicios prestados.

—¿Quiere decir que los inversores, como podría ser yo, por ejemplo, son los que realmente hacen que este negocio sea rentable?

—El proyecto ya está financiado para los próximos mil años. No buscamos la rentabilidad por ahora. Sólo adopción. Ahora mismo llegamos en torno al 7% de la población mundial. Queremos el 100%. O el 99%, siempre habrá quien prefiera morir.

—¿Entonces se trata de otra estrategia freemium?

—No puedo entrar en detalles porque los contratos con los clientes de CrioLive son confidenciales. Por eso no le dimos las cifras. Pero déjeme que le haga una pregunta, de las pocas enfermedades que quedan, esas que hacen que la gente decida meterse en una cámara criónica, ¿qué empresa cree que encontrará la cura?¿Si le ofrecieran dormirle para despertarle cuando se descubriera esa cura, cuánto estaría dispuesto a pagar?

—Entiendo. Es una apuesta fuerte. A largo plazo.

—Como la que usted ya ha hecho. Por eso solo la ofrecemos a nuestros clientes de larga duración. Tengo entendido que la semana que viene inicia usted su sueño y despertará como mínimo en unos cien años.

—Si Eva Moon me elige como primer intento. Si no, hasta el siglo en que ella me elija. O a los mil años para renovar. O Dios no lo quiera, si ella fallece.

—Entiendo. Es usted un romántico.

—Me siento identificado con ella. Cuando despierte y descubra que la he seguido a través del tiempo, comprenderá que no soy uno más.

—Ciertamente —dijo desviando la mirada.

—Claro, entenderá que si estoy dispuesto a renunciar a mi vida por cien o hasta diez mil años, hasta que me elija, merece la pena conocerme.

—Aham. Respecto a la inversión…

—Y no me interesa la fama. Me interesa ella.

—Como a todos. Entonces le interesa invertir en…

—¿Cómo ha dicho?

—Que si le interesa invertir en la empresa. Va a estar con nosotros al menos cien años.

—No, no. Acaba de decir “como a todos”.

—Bueno, que a todos nos encanta Eva Moon.

—Pero yo le dije que no me interesa la fama, sino ella. ¿Ese “como a todos” a qué ha venido?

—Es sólo que…

—No soy el primero, ¿verdad?

—Ya sabe que los contratos son confidenciales.

—¿Cuántos han firmado un contrato como el mío?

—Como digo, no puedo darle cifras.

—O sea, que hay “cifras” que dar.

—No quiero desanimarle. Romper el contrato ahora sería muy costoso para usted, pero, ¿me permite serle sincero?

—Es precisamente lo que estoy esperando.

—No estoy de acuerdo en ciertos aspectos de la política comercial de la empresa; y creo que necesitan más información y más tiempo de reflexión antes de firmar sus contratos. Es ridículo que antes de que decidiera meterse en una cámara criónica no le hayan dicho si tenemos ahí abajo a más personas esperando a que uno de estos siglos Eva Moon les elija. Pensaba que al visitar la planta de las estrellas y explicarle el funcionamiento de la empresa entendería para quién trabaja Eva Moon y por qué.

—¿Me está diciendo que es todo un montaje?¿Que su obra es sólo un anuncio muy elaborado de CrioLive?¿Que Eva Moon es una farsante y lo hace solo por dinero?

—Yo no he dicho eso. En mi opinión hay mil y una razones para usar los servicios de CrioLive, pero esto…

—Esto es de chiflados, ¿verdad? No entiende cómo alguien puede hacer una cosa así por amor.

—Por amor sí lo entendería.

—Claro, es usted un hombre casado. El único amor que entiende es el que tiene por su familia. A los casados se os ha olvidado ya lo que erais capaces de hacer para alcanzar ese amor que ahora tenéis. Claro que lo hago por amor. Por el amor que no tengo. De modo que tráteme como lo que soy, alguien que anhela estar completo. Alguien que busca el amor. Y sí, me encantaría que ese amor fuera Eva Moon, y no pierdo nada por esperar cien o diez mil años. Mi mujer y mis hijos no me esperan en casa. Así que no me trate como a un estúpido que no sabe lo que quiere.

—No le considero un estúpido. De hecho, hay algo que sí le puedo decir respecto al tema de Eva Moon. Es usted el primero que pregunta si es el primero.

—Pues más a mi favor, eso no deja muy bien al resto de pretendientes, ¿no cree? Acérqueme usted esa tableta, voy a firmar también por la inversión, y no se le ocurra poner en duda mi decisión cuando vea el ingreso. No es un error, ni el disparate de un loco. Lo que quiero invertir lleva exactamente ese número de ceros a la derecha. 

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Estupidez

Se habían conocido en la cola del paro, un día de san Valentín. Una anomalía en el sistema informático les dio tiempo para entablar conversación y un chubasco brindó el pretexto perfecto para tomar un café a la salida.

 Ella buscaba trabajo por salir de casa y él para no tener que rehuir al casero.

Aquella primera tarde se contaron sus aficiones y sus duelos hasta que Susana recordó que tenía que hacer la cena. Dudó unos instantes y le dijo a Jaime que si le apetecía llamarla, estaría encantada de devolverle la invitación al café.

Por supuesto, Jaime la llamó. Las primeras veces tuvo leves remordimientos por irrumpir en la vida de ella, por causarle complicaciones. Ella, por su parte, encontró en Jaime la ternura que buscaba, y sobre todo, a alguien dispuesto a escucharla hablara de lo que hablase. Una tarde, después de que su marido le anunciara un nuevo y extraño viaje a un lugar donde no era verosímil más negocio que el carnal, Susana se lió la manta a la cabeza e invitó a Jaime a que subiera a su casa.

Seremos breves: la dulzura tantas veces contenida tomó la iniciativa. El alcohol hizo el resto.

Jaime pensaba quedarse a dormir, pero ella le convenció de que debía irse: le habían visto entrar un par de vecinos y estaba aún atada a la servidumbre de las apariencias.

Ahogando un suspiro se fue a su casa, a ignorar solemnemente al presentador del debate televisivo, mientras Susana dudaba si cenar o aprovechar la somnolencia para dormir de un tirón hasta la mañana siguiente.

Estaba en la cocina cenando dos huevos fritos con chorizo cuando sonó el timbre.

Pensó que podía ser Jaime, que se hubiera olvidado las llaves de su casa, o alguna de sus vecinas que hubiera logrado encontrar un pretexto plausible para tratar de sorprenderla en actitud poco digna de mujer casada.

Pronunció el acostumbrado "ya va" y se dirigió a la puerta, dispuesta a invitar a entrar a cualquier arpía malintencionada. Quien quiera que fuese había llegado demasiado tarde.

Pero no: era el vecino del quinto.

—¿Qué quería?— le preguntó, tratando de ser cortés.

—Tengo que hablar con usted. Es importante.

Susana iba a abrirle, pero no le dio tiempo. En cuanto quitó la cadena de seguridad el hombre se abalanzó sobre la puerta, entró en el piso y volvió a cerrar la puerta ante el aterrorizado rostro de Susana.

—Lo sé todo, maldita ramera— siseó—.Te vi subir con ese hombre y oí luego vuestros grititos y vuestras risas. Seguro que no te gustaría que lo supiera tu marido.

Ella iba a responder algo pero el hombre la cogió por un brazo y la llevó al dormitorio, donde la cama estaba todavía revuelta.

—Ahora conmigo— dijo casi en un jadeo.

—¡No!— gritó ella tratando de desasirse.

—Entonces por las malas— amenazó él sacando un cuchillo del cinto.

Susana forcejeó con toda la fuerza de la desesperación, y en medio de la lucha ambos miraron boquiabiertos el cuchillo, clavado en el vientre de ella.

El hombre huyó despavorido, sin atreverse a tocar el arma, y Susana oyó el portazo mientras se arrastraba tratando de llegar al teléfono para pedir ayuda.

Logró alcanzar el aparato al cabo ya de sus fuerzas. Marcó el número de la policía y oyó desesperada el tono de comunicando. Tal vez un viejo gruñón se quejaba en esos momentos de lo alta que estaba la música de sus vecinos.

No tuvo tiempo de marcarlo de nuevo. Sintió que sus ojos se nublaban y en un último arrebato de amor decidió romper su mentiroso matrimonio y dedicarle a Jaime su último recuerdo: ya estaba bien de mentiras. Le hubiera gustado gritar que después de catorce años de matrimonio aquella noche había dejado verdaderamente de ser virgen, le hubiera gustado quemar todas las malditas corbatas de ejecutivo de su esposo, le hubiera gustado hacer el amor con Jaime en el portal. Le hubiera gustado hacer muchas cosas, pero supo que sólo le quedaban unos instantes e intentó escribir en las baldosas, con su propia sangre, el nombre del único hombre al que había amado.

Eran sólo cinco letras, pero ni siquiera pudo acabar la tercera. De todos modos, allí quedaba la prueba de su última y gran pasión.

Lástima que ni el comisario García ni el juez pensaran como ella.

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Entrada correspondiente a la E, de Estupidez.

Diccionario antológico de desgracias y estupores. Feindesland 2014

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Firme aquí, aquí... y aquí.

-A partir de este momento se está grabando esta conversación contractual, incluyendo sonido, imagen infrarroja, luz visible, respuesta galvánica y movimientos oculares rápidos, grabación que será supervisada por los responsables legales correspondientes. Cualquier duda, cuestión o divergencia que pudiera surgir sobre la naturaleza, interpretación o ejecución del presente contrato, será sometida a la competencia y jurisdicción del Tribunal de Derecho Espacial sito en Boston, Países Unidos de América. ¿Ha entendido esto, señorita Cargalin?

-Sí, perfecto...

-Comprobación de seguridad. Voz, retina, inducción corporal y huellas, corresponden a Alina Cargalin, de 20 años de edad, nacida en Orthez, Francia, con número de control 17X864 y residente en Rue Jean Picard, número 17, planta 01, letra D, París, Eurozona Uno.

- Eso es, correcto.

-Firme aquí, aquí... y aquí –con gesto seguro la joven comenzó a validar diferentes partes de la hoja holográfica haciendo figuras en el aire con los dedos a modo de firma. Cada persona tenía un movimiento de mano y dedos personal y único, sirviendo como firma en todos los asuntos burocráticos, económicos o legales. El oficial de registro dio el visto bueno con su propia firma haciendo un intrincado movimiento de dedos cruzados-. Por la presente, a partir de ahora, la empresa “Amaltea International” y todas sus filiales serán nombradas en el presente contrato como “La Compañía”. A día de hoy, según marca el fichero encriptado con hora, minutos y segundos, La Compañía, empresa dedicada a la explotación comercial y científica en el satélite Europa del planeta Júpiter, está interesada en el traslado de Alina Cargalin a sus instalaciones en el citado satélite en las condiciones más abajo descritas. Y admite que Alina Cargalin ha pasado todas las pruebas médicas y psicológicas necesarias para dicho traslado...

-Pasé muy justo en la prueba de inteligencia emocional –interrumpió con una sonrisa nerviosa la joven, mientras se ajustaba la camiseta-, pero en el resto de pruebas me fue de maravilla.

-Continúo, señorita Cargalin –respondió el oficial de traslado, mirando fijamente a la chica-. Que Alina Cargalin ha pasado todas las pruebas médicas y psicológicas necesarias para dicho traslado, en su consecuencia, ambas partes, reconociéndose mutua y recíprocamente capacidad de obrar suficiente, otorgan el presente contrato de traslado en un sentido, desde las instalaciones de lanzamiento en Mandalgovi, Mongolia hasta las instalaciones de La Compañía en el satélite Europa, Júpiter, de acuerdo a las siguientes cláusulas. ¿Entiende que el viaje sólo es de ida y que en ningún momento volverá a la Tierra, bajo ninguna circunstancia?

-Sí, eso me quedó muy claro desde el primer momento –respondió Alina esbozando una ligera sonrisa aniñada.

-Alina Cargalin confiere, expresamente, con carácter exclusivo y de forma tan amplia como en derecho sea menester, a La Compañía, que acepta, su traslado en una fecha aproximada de veinte días a partir de la firma final del presente contrato, con un salario estipulado en clausulas posteriores, con una ocupación remunerada en el período de transporte como jardinera hidropónica clase dos, para lo que presenta título clase 2A de la Escuela Espacial de Alburquerque, Eurozona Tres. ¿Alguna pregunta, señorita Cargalin?

-No, nada, sólo que... aún no sé la fecha de salida y me gustaría poder despedirme de los amigos y... –el oficial de traslado miró un instante a la chica y esbozó una forzada sonrisa de compromiso.

-Pronto llegaremos a ese punto, descuide.

-Claro –respondió ella asintiendo algo incómoda.

-Clausulas. Sección primera. Alina Cargalin confiere, expresamente y con carácter exclusivo todos los descubrimientos, hallazgos, técnicas, inventos, formulaciones y todo cuanto suponga una creación nueva y/o modificación, transformación o mejora de alguna creación ya existente, a La Compañía, que acepta, la adquisición sobre los derechos de reproducción y distribución del material en cuestión por un período no inferior a cincuenta años revisables y sobre los derechos y actos de comunicación pública relacionados con dicho descubrimiento, reconocidos a La Compañía en el artículo 576 de la Orden Legislativa Mundial 13.6X, y con carácter universal.

-En hidropónica ya está todo inventado, me interesa más descubrir cómo lo hacen en Europa... –añadió la joven enarbolando una sonrisa como la de un anuncio de cirugía dental.

-Ejem, entiendo –respondió el oficial de traslado devolviéndole una forzada sonrisa a la joven-. Sección segunda. El plazo para el traslado, nombre de la nave y del comandante de la misma se le comunicará con un período no inferior a cuarenta y ocho horas ni superior a ciento sesenta y ocho horas. Teniendo como fecha máxima, contando a partir de hoy, un plazo de veinte días solares. La Sección Segunda del presente contrato queda invalidada a todos los efectos si entra en conflicto con los intereses de La Compañía, si existe la mera duda razonable de que se pone en peligro la seguridad del proyecto, incluyendo revelación de secretos industriales, divulgación en cualquier formato público de información confidencial, boicot, chantaje, amotinamiento, conspiración, y cualquier forma en la que se quiera dañar a La Compañía, ya sea por acción u omisión. Anulando de facto los anteriores plazos de traslado. Firme aquí, aquí y... aquí, por favor.

-¿Esto quiere decir que podrían anularme el traslado? –preguntó Alina mientras gesticulaba con las manos como si éstas expresaran la duda.

-O adelantar su viaje, o cambiar la nave, o... -respondió el oficial arrellanándose en su asiento- Es una cláusula estándar señorita Cargalin, si repasa los contratos de todas las empresas...

-Sí, claro, qué ingenua soy –respondió ella mientras gesticulaba con las manos firmando por triplicado en las diferentes partes holográficas del contrato.

-Sección tercera. Como contraprestación al trabajo de Alina Cargalin, percibirá una cantidad a tanto alzado de 4.520.400 íos, equivalentes al cambio actual en eurodólar a 1.234.5400 y en yen-rupias a 2.367.892, mientras se mantenga en servicio activo un total de diez años y treinta y dos días. Pregunta a Alina Cargalin. ¿Quiere que el dinero sea transferido a alguna cuenta de aquí y/o a favor de alguna persona o quiere que la cuenta se mantenga en Europa y a su nombre?

-Como ya sabe, estoy sola, no tengo familia y... –por un momento la joven agachó la mirada sintiéndose avergonzada de su situación. Al instante recompuso el gesto y continúo en tono más seguro-. Quiero que se destine el diez por ciento a la Asociación de Protección del Hielo Ártico. El número de la cuenta de la asociación está en mi ficha.

-Firme aquí, aquí y... aquí –respondió el oficial, esbozando una media sonrisa a medio camino entre la complicidad y la ternura.

-No queda claro qué ocurre con ese dinero si muero antes, en la nave, o al poco de llegar a Europa...

-No podría decirle, eso es del departamento de Finanzas... lo siento –respondió carraspeando incómodo.

-En fin, mejor no saberlo y concentrarse en morir vieja en Europa, mirando las estrellas y al gran Júpiter.

-Sección cuarta. El traslado en un sentido, desde las instalaciones de lanzamiento en Mandalgovi, Mongolia hasta las instalaciones de La Compañía en el satélite Europa, Júpiter, tendrá una duración estimada de ocho años, siempre teniendo en cuenta las desviaciones de ruta, y/o problemas de cualquier índole que una nave de estas características puede sufrir en su traslado. En algún momento de estos 2.920 días de viaje, y a criterio médico, será inseminada artificialmente por un donante anónimo, y sólo a efectos médicos se podrá usar la información del donante. Su hijo o hija nonato quedará al cuidado médico de La Compañía, cubriendo ésta todos los costes dentro de los límites económicos y de recursos materiales y humanos tanto de la nave como de las instalaciones de Europa. El hijo naonato quedará al cuidado de La Compañía, cubriendo ésta su formación, educación, alimentación, salud física y mental, vestuario, y todo el equipamiento necesario para su desarrollo dentro de los límites impuestos en las cláusulas de La Compañía 2.34 y 72.1. Que Alina Cargalin mantendrá los vínculos afectivos que sean necesarios para la estabilidad emocional del hijo naonato, siempre y cuando estos vínculos no supongan un peligro, directo o indirecto, tanto para la nave de transporte, para la colonia en Europa, o para los intereses de la Compañía, quien podrá revocar el vínculo afectivo acogiéndose a la cláusula 93.5 del régimen de copartenidad general vinculante, párrafos 34 y 202. Así mismo deberá fomentar la idea en su hijo naonato que el viaje sólo es de ida y que en ningún momento, y bajo ninguna circunstancia, volverá a la Tierra. Que Alina Cargalin sólo tendrá un hijo y sólo por orden expresa del departamento médico se podrá interrumpir el embarazo y/o ser sometida a una segunda inseminación.

-Será niña, lo sé... y se llamará Luna –dijo ella mientras firmaba.

-Recuerde que el registro de nombres está disponible en el manifiesto de la nave y en Europa –respondió el oficial de traslado con la misma amabilidad ensayada de un recepcionista de hotel. Mientras Alina sopesaba si habría muchas niñas con ese nombre o si debería buscar más opciones-. Sección quinta. La nave en la que viajará se rige por el Principio Internacional de Comandancia y Oficiales de Rango Superior, los pasajeros se organizarán en grupos de cien personas, mayores de 21 años, con un vocal que los represente, teniendo voz pero no voto en las decisiones relacionadas con la organización interna de la nave. Seguridad, transporte, comunicaciones, y todo cuanto esté relacionado directa o indirectamente con la propia nave dependerán sólo y exclusivamente de la Comandancia, dando cuenta de sus actos sólo ante La Compañía y sus acciones, llegado el caso, serán sometidas a la competencia y jurisdicción de los Tribunales Internacionales, o en su defecto remitida al Tribunal de Derecho Espacial. ¿Ha entendido esto, señorita Cargalin?

-Sí, podemos parar un momento, me duele un poco la cabeza y... –el oficial de traslado miró la hora en el reloj que tenía tatuado en la palma de la mano, haciendo un pequeño mohín de reproche.

-Supongo que podemos parar cinco minutos. Le recuerdo que se sigue grabando y...

-Bueno, mejor acabamos cuanto antes, continuemos, creo que en cuanto termine el papeleo se me pasará el dolor de cabeza –respondió ella soltando una pequeña risa nerviosa-. Eso espero.

-Sección sexta. Alina Cargalin autoriza expresamente y con carácter exclusivo, a La Compañía, que acepta, la realización de cualesquiera modificaciones que deban realizarse tanto en el transporte, como en su estancia en las instalaciones de Europa y sean necesarias o pertinentes para los intereses de La Compañía. Sección séptima. Las comunicaciones con la Tierra quedan supeditadas a los medios disponibles, organización interna de las instalaciones en Europa, fenómenos solares, gravitacionales, magnéticos, geomagnéticos, eléctricos, y cualesquiera eventos astronómicos, planetarios, geológicos, meteorológicos o de cualquier índole o naturaleza conocida o desconocida que impida la comunicación Europa-Tierra. Que Alina acepta una comunicación anual, con la o las personas designadas en su lista de llamadas, no haciéndose responsable La Compañía de que éstas puedan llevarse a buen fin. Ni garantizar que la o las personas designadas en su lista de llamadas quieran mantener comunicación con Alina Cargalin, o se encuentren disponibles a tales efectos en los días asignados para realizar la llamada anual. Esto no impide la comunicación vía mensaje encriptado, supervisado por los departamentos de seguridad de la colonia, que podrá realizar en paquetes de datos semanales, no superando en total los 2.500 caracteres, incluyendo espacios. A todos los efectos y a criterio de La Compañía todos los mensajes serán revisados, y no enviados si así se considera, ya sea por razones de seguridad, de secreto industrial, de confidencialidad, o de cualquier naturaleza que La Compañía considere que puede ir en contra de sus intereses.

-Mis amigos ya están al tanto de lo difícil que será comunicarnos... –mientras ella iba ordenando las ideas a medida que hablaba, el oficial asentía lentamente. Volviendo a la realidad, Alina comenzó a firmar la parte leída del contrato-. ¿Y nadie ha vuelto nunca de allí? Bueno, es igual, me alegro de no tener que volver a la Tierra.

 -¿Está completamente segura que quiere continuar? –preguntó el oficial intentando ver en el gesto de ella un esbozo de duda o miedo.

-Sí, es que a veces... Sin atardeceres, sin lluvias, sin bosques... No, continuemos –respondió Alina moviendo la mano como si despejara un nubarrón en su mente.    

-Sección octava. Se le asigna un seguro vitalicio a Alina Cargalin, que en caso de ejecutarse, la cantidad a percibir iría a la Asociación de Protección del Hielo Ártico en su totalidad y sin demora. La Compañía y su filial G. H. Bells Seguros, excluyen, del presente seguro vitalicio, los hechos y consecuencias siguientes: Aquellos que no consten expresamente como cubiertos en el contrato. Los fenómenos de naturaleza extraordinaria, ya sea en transporte espacial o en cualquier planeta, satélite, asteroide o cuerpo celeste. Actos de terrorismo, ya sea en cualquier transporte espacial o cuerpo celeste. Actuación de los Ejércitos Legales y Cuerpos de Seguridad público y/o privados. Guerra en cualquiera de sus formas. Sabotajes. Huelgas, estén o no declaradas oficialmente. Y aquellos debidos a los efectos relacionados con la transmutación del núcleo del átomo y/o la modificación de la estructura atómica de la materia y sus efectos, así como de las radiaciones provocadas por la aceleración artificial y/o natural de partículas atómicas. ¿Entiende las condiciones del seguro vitalicio?

-Sé que moriré de vieja mirando desde un ventanal a Júpiter –respondió ella mientras firmaba y se reía con una seguridad casi insultante.

-Sección novena. Cualquier duda, cuestión o divergencia que pudiera surgir sobre la naturaleza, interpretación o ejecución del presente contrato, las partes acuerdan someterla a la competencia y jurisdicción del Tribunal de Derecho Espacial sito en Boston, Países Unidos de América. En prueba de conformidad y una vez leído, las partes firman el presente contrato en triplicado ejemplar y a un sólo efecto en el lugar, fecha y hora del encabezamiento.

-Y firmo aquí, aquí... y aquí... –respondió ella con tantas ganas de terminar como las que intuía que tenía el oficial de traslado, quien miró la hora y recogió el holograma con un complicado movimiento de mano, firmando a la vez con extrema habilidad.

-Nos quedan dos minutos y seguimos grabando, ¿alguna duda o cuestión que se pueda resolver aquí y ahora, señorita Cargalin?

-Hay cinco mil personas en Europa, bueno, cuatro mil y pico, será un viaje alucinante y una vida más que increíble allí, llena de problemas y dificultades...

-Así es...

-Pero... ¿Alguien ha vuelto alguna vez de allí? –preguntó mientras una cándida mirada se le dibujaba en la cara.

          FIN

 

 

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Escenarios de terror

Las vacaciones de un hombre solo pueden ser largos periodos de aburrimiento tumbado en una playa, junto a un libro que te gusta pero ya has leído, o junto a una mujer que te gusta, pero que ya te lo dijo todo, o junto a un libro nuevo que te aburre, o una mujer, o un grupo de amistades de igual tipo y categoría que ese libro nuevo: sin nada capaz de despertar realmente tu interés.

Me dirán, por supuesto, que eso no tiene por qué ser así, pero lo dirán, sin duda, porque no se han fijado en el inicio: dije las vacaciones de un hombre solo, y ser un hombre solo es un estado de ánimo que califica y prejuzga los libros, las mujeres y los amigos.

Otra opción para esas vacaciones es irse lejos. He probado con Malasia, Tasmania, África del Sur y Usuhaia, pero nada está lo bastante lejos como para dejar de encontrarse las mismas actitudes, e incluso las mismas marcas de refresco y de cerveza. 

Al final, nada ha resultado estar tan lejos como los sitios donde no te encuentra nadie: los páramos del interior, por ejemplo, lugares de atractivo difícil, plagados de moscas, y con un calor de mil demonios.

Allí me fui este año, aprovechando las mañanas para dormir, las tardes para hacer largas excursiones de hasta trescientos kilómetros por carreteras comarcales y las noches para hacer crucigramas, escribir poesías hediondas o ver cine checo subtitulado en finlandés.

En una de esas excursiones, por causa de un pinchazo, me detuve junto a un pinar. No me había encontrado en toda la tarde más que con uno o dos coches y me hizo gracia, esa gracia sardónica que sólo sabemos disfrutar algunos, pensar que si no arreglaba la rueda tendría que caminar a oscuras veinte o treinta kilómetros hasta llegar al primer lugar habitado, porque por allí no pasaba nadie desde hacía semanas.

Bajo un sol de fundición saqué las herramientas, me tiré en la parrilla ardiente del asfalto y recuperé la rueda de repuesto. Luego, chorreando en sudor, conseguí ponerla en lugar de la que se había pinchado. La operación duró solamente veinte minutos, pero supe enseguida que, a mi edad, tardaría un par de días en recuperarme del todo de aquel sofocón.

Iba a reemprender camino pero me di cuenta de que veía puntitos negros delante de mi y me pareció más prudente descansar un rato en el pinar.

Allí vi de pronto un cartel acribillado de óxido que rezaba, rezaba sí, casi de rodillas, que no se encendiera fuego en el monte. Aquel cartel me hizo salir de mi abulia, y enseguida miré a mi alrededor en busca de un piedra negra, una enorme laja de pizarra. La encontré enseguida.

Luego me levanté y busqué un viejo tocón de roble, con el corazón carcomido por los años y lo encontré un poco más allá.

Asustado, busqué entre los pinos tu nombre, y tu cintura, y las huellas de tus sandalias, y una risa cantarina pronunciando unas palabras que prometían postre de besos, y el insinuante ondular de un vestido azul.

Los busqué como loco, por todas partes, pero no los puede encontrar.

Por eso volví corriendo al coche y huí a toda prisa de aquel escenario de horror, porque nada hay más siniestro que regresar a los lugares que fueron testigos de un instante de perfección.

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El relato que quieres creer

—Me parece muy peligroso esperar tanto para el segundo golpe.

—No puede ser de otra manera. Es crucial que pase de paciente a agente, de sufrir las acciones de los demás, a ser la fuente de dichas acciones.

—Pero es muy arriesgado. 

—Sé que se le hará eterno, pero no tardaremos tanto en dar el segundo golpe. Mire, sólo el primer acto es simultáneo a nivel internacional, después cada nación es libre de actuar cuando más le convenga. Tengo información de que otras agencias van a desarrollar incluso tres actos. La mayoría darán el segundo golpe después del nuestro. Nosotros no lo usaremos más veces después del segundo. Otros actores lo harán tantas veces que perderá efectividad con el tiempo. Llegará un momento en que no se creerán nada hasta que no lo confirmen los propios sujetos. Pero hasta entonces todavía habrá tiempo. Nuestro segundo golpe será de los primeros. Funcionará. Sólo hay que contar el relato que quieren creer. Lo demás no importa. Créame, sé lo que hago, ¿le he fallado alguna vez?

—No. Sólo espero que tenga razón, como siempre hasta ahora. Tiene mi aprobación.

—No le defraudaré.

Los conectores de carga USB del avión tampoco funcionaban. Muy conveniente, por supuesto. Me molestó como a todos, claro está; después de casi una semana de apagón en Montevideo, raro era el que todavía tuviera batería. Pero no dije nada. La azafata se había disculpado repetidas veces, y no quise poner el dedo en la llaga. Ya había otros pasajeros que se quejaban con una falta horrible de educación, y no quería echar más leña al fuego. No había internet, así que sólo habría servido para cuando aterrizáramos.

Para entonces ya me olía algo turbio. No sabía que me encontraría al llegar, pero sabía que no me iba a gustar. Un apagón eléctrico y de comunicaciones tan largo justo cuando nos reuníamos tantos dirigentes opositores de todas partes del globo no podía ser casualidad. Algunos pueden pensar que soy un egocéntrico y un paranoico, pero no es paranoia cuando de verdad van a por ti. De hecho, en egocentrismo me quedé corto; pensaba que no estaba tan directamente relacionado conmigo. 

Hasta que no pasaron tres o cuatro horas no le di demasiada importancia. Luego llegaron los mensajes tranquilizadores a través de un viejo transistor que alguien trajo al recibidor del hotel. Me subí a mi habitación a dormir, no había mucho que hacer. Al día siguiente, el apagón continuaba y la ciudad parecía en relativa calma, así que dejé de pensar en problemas locales y empecé a rumiar la idea de que algo estaba ocurriendo en nuestros países de origen y nos querían fuera del tablero mientras ocurría. Me lo confirmó lo que me dijeron en la embajada. Que en casa todo estaba bien pero que no podían dejarme usar sus telecomunicaciones, que estaban reservadas para emergencias. Y una mierda. Me ofrecieron hospedarme allí hasta que se resolviera. Me negué; sé como se las gastan en nuestras embajadas, y de qué lado están. Tampoco les iba a poner más fáciles las cosas. Así que Javier y yo nos fuimos con varios ponentes más a casa de nuestro compañero uruguayo Luis Somoza, en el extrarradio. Intentamos comunicarnos por todos los medios, pero era imposible. El apagón era regional. La última esperanza de establecer contacto con el exterior brilló poco tiempo. Somoza recordó que un alumno suyo era radioaficionado. Fui con él a visitarle. Cuando llegamos, su madre nos contó con lágrimas de dolor y rabia que le habían arrestado y se habían llevado su equipo. Al ver esas lágrimas me di cuenta de que, definitivamente, aquello formaba parte de un plan premeditado. Somoza temía que fuera un ataque a su país, pero yo tenía la certeza de que lo importante se gestaba fuera. Sólo esperaba que no fuera demasiado grave lo que tramaban en casa. Por encima de todo, que no fuera un golpe militar. Otra vez no.

No esperaba tal cantidad de medios de comunicación cuando aterrizamos, pero sobre todo no los esperaba en la pista. Sólo me acompañaba Javier, y creo que estaba igual de perdido y sorprendido que yo. "¿Cómo demonios han dejado que salgan los periodistas ahí?" Los muy hijos de puta, porque eso es lo que son —no, no voy a ser cortés ahora que puedo no serlo—, no me dejaron reaccionar desde el momento en que pisé tierra. Entre todo aquel desconcierto caótico, me pareció sencillamente surrealista que de todo lo que salía de los gaznates de los buitres, lo que más resonaba en mis oídos era la palabra “divorcio”.

Ya sabes todo lo que vino después. Tú, que por aquel entonces eras mi esposa, y la que sigue siendo la madre de mis hijos, tragaste el anzuelo. El vídeo era a todas luces real, y la rata que yo tenía por mi único amigo lo confirmó todo a la prensa. La presión social —no me voy a meter en la familiar— durante mi ausencia tuvo que ser arrolladora. Aún así, aunque me gustaría comprenderte, no puedo evitar culparte por no creer en mí.

No importó cuantas veces te dijera que era mentira, que todo era una farsa para hacerme caer. Que sí, que estaba borracho, pero que nunca dije aquello. Que jamás te engañé con otra mujer. Pero ahí estaba el vídeo. Era mi voz, era yo, jactándome con mi mejor amigo, en la confianza que solo da el alcohol, de lo estúpidos que eran mis votantes por no ver que para mí eran chusma borrega, y de que la tonta de mi esposa ni se enteraba de que se la estaba pegando con una jovencita del partido. Se me había caído la careta. Para todos, y para ti, yo aparecía como lo que realmente era: un marido adúltero y un político farsante. Era un relato demasiado bueno como para no creer en él.

Desde entonces soy un muerto en vida. Política, social y familiarmente. Ni siquiera he tenido fuerzas para luchar por ver a mis hijos, y sé que eso te reafirmó en tu convencimiento de que os mentí a todos. “Supongo que le dará vergüenza, y a mí me parece perfecto. No quiero que mis hijos crezcan con un referente así”, dijiste en los medios. 

Te convertiste en la víctima perfecta, y en la sociedad en la que vivimos, eso es un valor extraordinario. Ahora eras una madre soltera engañada por un político rastrero. Cuando te presentaste a las primarias, no me extrañó que arrasaras. Tampoco me pareció especialmente raro cuando empezaste a subir en las encuestas como la espuma. Lo que sí estaba fuera de lo normal era la debilidad con la que te atacaban los otros partidos y, sobre todo, lo bien que te trataban los medios. Entonces fue cuando empecé a dudar de ti. La fiereza con la que los poderes fácticos se revolvieron contra mí cuando era un candidato que no aspiraba ni en sueños a gobernar en solitario, contrastaba demasiado con el camino de rosas que te estaban brindando hacia la presidencia. A una semana de las elecciones, tendrías un impensable 60% de los votos según todas las encuestas. Llevabas prácticamente el mismo programa que yo, y sin embargo, parecía que los rancios estamentos de poder no vieran la amenaza. Imposible.

Tenían que ver la amenaza, era evidente. Y si la veían y no hacían nada por impedirla, es que sabían que podían controlarla. O que la amenaza no era tal. Todo ese tiempo había enfocado toda mi rabia en la rata. Esa sabandija me vendió por un puñado de dólares; grabó el vídeo que me destruyó y luego mintió sin ningún remordimiento. Pero ahora había alguien que también se beneficiaba enormemente. Y no sólo se beneficiaba; además de eso, los hijos de puta que tenían el poder de hacerme lo que me hicieron te estaban ofreciendo tu recompensa en bandeja de plata. Me decía a mí mismo que no quería pensar lo que estaba pensando, pero en realidad una parte de mí sí que lo deseaba con fuerza.

Ganaste por mayoría absoluta, por supuesto. Y empezaste a hacer lo que tenías que hacer. Fuiste fiel al programa. Los medios empezaron a escupir la basura que se suponía que deberían escupir. No esperaron los cien días de rigor. Volví a creer en ti. ¡Realmente lo ibas a conseguir! Me sentía orgulloso de ti, e incluso llegué a pensar que si era necesario que yo cayera para que tú lo lograras, merecía la pena. 

No sé si te diste cuenta, pero lo fueron introduciendo lentamente. Al principio sólo eran teorías conspiranoicas de los más extremistas. Pero la idea se fue elevando y creciendo poco a poco como una pequeña burbuja en un mar de críticas a tu nuevo gobierno y a ti, la presidenta. Cada vez aparecía en boca de gente más y más respetable. Hasta que a los cien días, explotó. 

El vídeo era una obra maestra. En él, confesabas tus planes para convertir el país en una república de corte bolivariano, agitando así el arraigado miedo de nuestro pueblo al comunismo y los alzamientos militares reaccionarios. Pero eso era casi lo de menos. Porque también confesabas haber trucado el vídeo que me sacó del tablero de juego, compinchada con la rata, pues él era el verdadero padre de nuestra última hija. Bravo.

No debiste ofrecerte para el test de paternidad. Pero claro, no te podías imaginar que la conspiración fuera tan grande. Que fueran a falsear los informes y ni un solo laboratorio diera un resultado diferente. Yo podía haberte advertido. Pero no lo hice. Has querido jugar sola. Y sola, has perdido.

Así que hoy me has escrito para decirme que es todo mentira, que te la han jugado como me hicieron a mí. Y para pedirme perdón. Ahora dices que sabes cómo me sentí. Igual que a mí, nadie te creerá, pues les han contado a todos el relato que quieren creer. Y yo te creo, y te perdono. Pero no sabes cómo me sentí. Sí, igual que a ti ahora, a mí me destrozaron la carrera, pero a mí, la vida, fuiste tú quien me la destrozó. Me dejaste solo. Y no tiene sentido vivir solo. Esos hijos de puta ya pueden bailar sobre mi tumba. 

Cuida de los niños. 

—¡Les ha jodido los planes a todos!¡Cómo se le ocurre desvelar que el primer vídeo era falso!¡Ahora todos están sobre aviso!

—Usted quería que nuestra operación funcionara, y lo ha hecho a la perfección. 

—¡Pero los americanos quieren mi cabeza, hijo de puta! 

—Como le dije, sé lo que hago. Nunca debió fiarse de una rata.

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Continuará... 16

Esta parte del "relato corto" (muchas comillas) viene de aquí y en este orden, primero aquí:

www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-7

Después aquí:

www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-11

Luego:

www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-14

***

El lunes la sucursal del banco estaba alborotada, se habían formado dos bandos definidos e irreconciliables sobre la desgracia del hombre en la pasarela. Unos tachaban al Ayuntamiento de no haber construido un puente mucho más fiable y menos estético. Otros destacaban la imprudencia de esa persona en un momento así para hacer una maldita foto.

Juan estaba ensimismado pensando en las labores de limpieza en el cauce. No podía quitarse de la cabeza el poder ver el momento exacto del descubrimiento de su paquete. Le encantaría estar ahí y ver sus caras, pero no podía ser, ya había ido demasiadas veces a la zona, aunque era un área de paso y mucha gente transitaba por ese puente, tanto andando como en coche.

-Juan, ¿tú qué opinas? –le preguntó el otro cajero de ventanilla.

-¿Sobre qué? –respondió Juan intentando ser sociable.

-Coño, que el tío fue un imbécil, como tantos otros que palman haciéndose “selfies” y gilipolleces varias sólo por unos “likes”.

-¿Quién, el de la pasarela?

-Claro, quién va a ser, joder, siempre estás en las nubes... –dijo la subdirectora de la oficina, pasando con unos papeles delante de las ventanillas de atención al público-. Si hubieran hecho una pasarela como Dios manda, esto no habría pasado.

-A veces, las cosas pasan porque sí, sin razón aparente ni motivo –respondió lacónico Juan.

El timbre de petición de apertura de puerta exterior sonó, Juan le dio al botón correspondiente y una clienta entró. Todos guardaron silencio, dejando sus discusiones para otro momento.

Mientras atendía a la señora volvió a mirar las cajas de los clips, ahora ordenados, metálicos por un lado y de colores por otro. Respiró aliviado como si el mundo volviera a tener sentido, con una sonrisa le indicó a la mujer que esa operación la hiciera mejor desde el cajero. Órdenes de Dirección. La señora, que podría tener más de setenta años, lo miró con cara de no entender nada. Juan añadió que debería usar la aplicación del banco en el móvil, que todo era más fácil así. Sin mediar palabra, la señora enseñó su teléfono, un “tontomóvil” de marca irreconocible.

La mañana pasó entre clientes cabreados por algún error bancario, usuarios con peticiones imposibles, y repeticiones de una de las frases mágicas: “Normativa del Banco Central”, esa consigna que era una mezcla de comodín de todo y de nada y motivo de muchos enfados.

Cuando terminó su horario laboral, varios compañeros dijeron de ir a tomar algo en la “otra oficina”, un bar dos portales más allá de la sucursal bancaria. Juan nunca iba con ellos. Demasiado esfuerzo le costaba fingir ser relativamente sociable.

En coche, de vuelta, resistió el acuciante deseo de pasar por el puente y ver cómo iban los trabajos. Si habían comenzado a las ocho de la mañana ya tendrían bastante avanzados los trabajos de limpieza. ¿Incluiría la tala de arbolitos, cañas y maleza?

Cuando llegó a casa, miró la lista culinaria y se dio cuenta de que el fin de semana no había preparado nada. Se estremeció al pensar que hoy tenía planificado albóndigas en salsa, brócoli en ensalada y flan. Nada de eso estaba preparado. Nervioso, se comió un trozo de pan con embutido y un helado que languidecía en el congelador desde meses atrás.

Tras recoger la mesa, fue al canasto de la ropa sucia y rescató la ropa de aquella noche. No recordaba si llevaba camisa azul o la de cuadros verdes y negros. Se esforzaba en hacer memoria pero temía inventarse el recuerdo. Cogió el pantalón tejano que sí llevaba y lo metió en una bolsa de basura, luego las dos camisas. Se quedó mirando la ropa restante del canasto, sopesando si toda estaría “contaminada” con algún posible resto. Sin pensarlo más sacó toda la ropa sucia y la metió en la bolsa. De nuevo sus ojos se quedaron petrificados mirando el propio canasto ahora vacío. Fue a su taller, cogió la maza y machacó la cesta de la ropa hasta dejarla destrozada y casi plana para que cupiera en otra bolsa de basura. Más relajado, sacó las bolsas al jardín para tirarlas en otro momento.

Conectó el portátil y navegó por las noticias en el mismo orden de siempre. Para disimular si ese alguien invisible estuviera controlando sus movimientos en la red, hizo clic en la publicidad de un nuevo restaurante mexicano, en una nueva serie de animación de un canal de pago y en un nuevo modelo de coche híbrido asiático.

En un periódico local, en portada: “Margarita Martínez de 73 años, desaparecida de la Residencia Luz de Luna”. Juan notaba cómo el azar estaba jugando con la realidad de un modo que no sabía interpretar. ¿Esto era bueno para él? ¿Podría complicarle las cosas? ¿Más medios regionales para estas búsquedas? ¿O difuminaría los esfuerzos policiales? Miró con detalle la foto de la mujer con el rótulo de: “DESAPARECIDA” y sus datos para identificarla. Parecía feliz, sonriente y sin mucho maquillaje. “La mujer, que necesita medicación, salió voluntariamente de la residencia. En el momento de su desaparición llevaba chaqueta azul y pantalón negro. Mide 1’68, es de complexión gruesa y tiene el pelo canoso. Se pide la colaboración ciudadana”. 

Colaboración ciudadana. Sólo en su localidad de unos 70.000 habitantes había varias residencias de ancianos y en las localidades cercanas otros tantos, no parecía que fuera nada extraño el caso de esta mujer, sólo que ahora prestaba mucha más atención a estas cosas. Se decía fríamente. 

Buscó más noticias sobre la limpieza del cauce y no encontró nada, tan sólo una minúscula nota de prensa del comienzo de los trabajos acompañada de una foto donde se veía una pequeña excavadora y varios trabajadores con casco y chalecos reflectantes. Típica foto tomada por un desganado reportero gráfico. Posiblemente mal pagado y mal considerado. Seguro que le habrían insistido en que se vieran claramente los chalecos con el rótulo del Ayuntamiento. 

Esa tarde tiró las bolsas con los restos de ropa y canasto en contenedores diferentes y alejados, ya le parecía una costumbre ritualizada desde años atrás, la asumía como algo normal. Fue al vivero a comprar tierra y semillas de césped. No había de la clase que ya tenía en el resto del jardín. Así que compró otra variedad ante la insistencia del vendedor de que su tipo de hierba ya no tenía distribuidor.

Dejó los sacos en el jardín y se dispuso a cocinar todo lo que el fin de semana no había hecho. Puso la radio de la cocina en un canal de noticias. Mientras, preparaba unas albóndigas y hacía un sofrito de tomate y cebolla, caramelizaba más cebolla en otra sartén para otro plato. 

La locutora de ese informativo anunciaba que el Ayuntamiento había habilitado una página web para que la población pudiera registrar posibles incidencias relacionadas con la limpieza viaria del municipio. De esta manera se establecía una nueva vía de comunicación directa entre el Consistorio y los vecinos y vecinas. Juan se giró hacia la radio y se le escapó un sonoro: “¡Venga ya!” O el azar estaba haciendo muchas horas extras o el mundo se había confabulado contra él. A cuento de qué venían ahora con esa web, las calles estaban limpias, aparte de algunos muebles viejos abandonados cerca de los contenedores, la ciudad no necesitaba de esos “policías de la basura”. Casi se dió un corte en el dedo mientras picaba cebolla. La cortinilla musical dio paso a un anuncio de “Detergente Mariángeles, limpieza total de las manchas más difíciles.” Ahora Juan sí que se dió un corte en el dedo. La paranoia estaba llegando a límites absurdos. Fue al baño y se lavó con jabón el corte y se puso una tirita. Se fijó en la marca del jabón de manos: “Viuda de la Maza”. Incrédulo, volvió a mirar de nuevo el rótulo horadado en la pastilla: “Viuda de Itaza”.

Al volver a la cocina se le habían pasado las albóndigas de fritura y humeaban al fuego. En la radio entrevistaban al amigo de la desaparecida Ana Ferrer. Apagó el fuego y se sentó en el taburete a escuchar con atención.

-Estamos con Juan José González, amigo de la mujer desaparecida Ana Ferrer. Hola, Juan José.

-Hola.

-¿Cómo estás viviendo estos días lo sucedido con Ana?

-Pues muy preocupado, la verdad, ya he hablado con la Policía y les he contado todo lo que sé.

-¿Qué puedes contarnos, ya que suponemos que hay informaciones que no puedes divulgar?

-Habíamos quedado en casa para organizar unas vacaciones en Suecia... planificar hoteles, vuelos, comidas, esas cosas... Íbamos a ir a Malmö también porque ella es muy fan de la serie “Bron/Broen” y quería... –se le quiebra la voz.

-Tranquilo, Juan José.

-Pues eso, que nunca llegó a casa, vivo al final de la calle Águila Martínez...

Juan se quedó helado al oír el nombre de la calle. Su calle. Imposible. De todo punto imposible. Por eso la mujer iba caminando calle abajo cuando pasó delante de su puerta.

-...Nunca llegó, me llamó sobre las diez de la noche más o menos diciendo que venía ya para acá. Y luego, nada.

-¿Qué le ha dicho la Policía?

-Poca cosa, son muy reservados. Les dije que estaba solo en ese momento, que si buscaban que yo tuviera una coartada o algo así, que no tenía, estaba solo en casa esperándola. Pero que jamás, nunca, jamás le haría daño a Ana. Jamás.

Juan seguía en estado de conmoción. Un sudor frío le recorría la nuca. Hasta que la mente fría se impuso. Debía dar un paseo.

Dos horas de paseo hasta la cena, ni siquiera había mirado qué tenía planeado en la lista. Tenía claro que no pasaría por el cauce, reunió todas sus energía mentales para evitar pasar por allí. Fue calle abajo, buscando de algún modo difuso dónde podría vivir el amigo de la mujer. Había casas con jardines más elegantes, con rosales y buganvillas, otros más modestos con macetas de crasas, otros con el suelo enlosado para usarlos de garaje de coche pequeño. No podía deducir de ninguna manera quién podría vivir en cada casa. Estaba llegando al último número de la calle cuando se fijó que uno de los cordones de las zapatillas se había desanudado. Se agachó para atarlos cuando una idea le golpeó de repente, algo que iba rebotando en su cabeza de un lado para otro, resonando entre recuerdos difusos. Las zapatillas. Eran las mismas que había usado aquella noche. No podía correr el riesgo de que pudieran tener algún resto microscópico. Se dio la vuelta y volvió a casa.

Abrió el zapatero y buscó otras zapatillas de deporte, unas viejas que apenas usaba. Se quitó las que llevaba puestas y las metió en una bolsa. ¿Debía lavarlas antes? Las sacó y las puso en el bidé, después echó un buen chorreón de lejía y las cubrió con agua caliente. La semana que viene tendría que comprar zapatillas nuevas. Odiaba la zapatería que había a un paseo de su casa, estaba regentada por el típico vendedor que a cualquier pregunta te respondía con otra pregunta o con alguna corrección técnica que no venía a cuento.

Reflexionó sobre el hecho de que si a estas alturas aun seguía viendo huecos en su plan, algo no estaba haciendo bien, las docenas de pequeños detalles que estaba pasando por alto le ponían nervioso y aumentaban la paranoia, una obsesión que siempre había sido un arma para él y que ahora parecía estar fuera de control. Debía volver a recomponer su sistema, sus mecanismos, su perfecta relojería mental.

Miró la hora y se dispuso a cenar. Azar. No tenía nada preparado de la lista de comidas. Con lenta parsimonia cogió el cuadrante semanal, pegado con imanes a la nevera, y lo rompió en pedazos muy pequeños, tirándolos a la basura. Azar. Miró la nevera. Huevo cocido y un poco de atún en lata, con mayonesa de curry. Fruta. La que había en el frutero, manzanas. 

Tras cenar, se acercó al jardín, encendió la luz del patio y comenzó a arrojar tierra en el hueco que había dejado, haciendo una cama que permitiera echar las semillas del césped nuevo. Eran las once de la noche cuando terminó de dejar listo el jardín. Oyó ladrar al mini perro de la señora colorida. Abrió el portón y allí estaba, en la otra acera, dejándole hacer sus cosas en la valla del solar de enfrente. Pantalón ajustado a sus anchas caderas de color naranja y amarillo, camisa suelta de color verde y dorado y pulseras varias de color arcoíris. Ella se giró, lo miró y siguió su camino tironeando del chucho.

Eran las doce cuando entró en la ducha. Durante años estuvo tentado de quitar los espejos del cuarto de baño, de toda la casa. Evitando mirar las cicatrices de los pechos, en el pecho izquierdo en la parte inferior del pezón y en el derecho en la zona superior. Tuvieron que operarle de adolescente para volver a colocar esa parte del cuerpo, tenía una deformidad al nacer que hacía que uno estuviera arrugado y fuera de simetría y el otro pezón mucho más alto de lo normal. No era estética, podría afectar a la columna vertebral, decían, y de ahí la operación. Con los años, aceptó verse en el espejo.

Se puso el pijama y sonó el teléfono fijo. Desde el dormitorio, descolgó el auricular. Sabiendo que sería su padre.

-Hola –dijo en tono neutro, casi gélido.

-Tu madre ha entrado en coma... 

-Vale.

-Los médicos no saben qué puede pasar, ni si saldrá del coma o no y los daños... y... –con la voz temblorosa.

-Vale.

-Juan, es tu madre.

-Lo sé.

-Bueno, voy a ver si ceno algo, me quedo aquí de guardia...

-Vale.

Juan colgó y se dispuso a dormir. Esa noche durmió de un tirón y sin recordar pesadillas, las tuviera o no. Lo que no se recuerda, no existe.

La mañana clara y soleada se colaba por la ventana de su dormitorio. El lento cambio de estaciones le generaba desconcierto, aunque últimamente el orden que se había impuesto se estaba resquebrajando hacia un mundo desconocido para él. Sabía improvisar pero dentro de un orden, el suyo. Aceptaba el azar como una coordenada más, aunque improvisar sin organización previa le parecía demasiado primitivo.

Para el desayuno miró lo que tenía en los armarios de cocina y en el frigorífico. Pan tostado con mantequilla y un café. Era temprano, así que fue directamente a leer las noticias. Ansia y curiosidad mezcladas daban una combinación extraña en Juan, una sensación nueva para él.

Nada en portada que a él le sirviera para algo. “Marta Bejarano, concejal, encara el miércoles nueva cita con la jueza Rosa Peinadora tras su decisión de que el caso acabe en un tribunal con jurado.” Para Juan esto era como ver el fútbol, ni le interesaba, ni entendía cómo le podía interesar a nadie. Para su socialización debía conocer las rivalidades futbolísticas locales, nacionales e internacionales, y así poder contestar a las preguntas sobre el último partido o a las decisiones de los entrenadores. Aburrido. Siguió mirando la prensa, leyendo en diagonal. Nuevas noticias sobre el calentamiento global, un robo en una gasolinera a punta de pistola, un artículo sobre los microplásticos y el horóscopo, que últimamente parecía volver a estar de moda. “¿Desde cuándo?” Se preguntaba sin saber la respuesta. Hizo clic en su signo: “Hoy tendrás el corazón a flor de piel. Dedicarás esfuerzos a resolver problemas en diferentes áreas. El peligro es que te quedes atrapado en el aspecto mental de las cosas. El aspecto en juego de hoy te recuerda la importancia de tus emociones.” Basura aleatoria que tampoco entendía cómo podía motivar a nadie, lo mismo que el deporte televisado o visto en el campo. Absurdo. Emociones ajenas.

El día de trabajo pasó a toda velocidad, y cuando se quiso dar cuenta ya estaba en el coche de vuelta a casa, uno de esos días donde el tiempo no significa nada y sólo había un instante de conciencia a la entrada del banco y otro a la salida. Ese día no puso la radio y se pasó el camino tarareando una canción infantil: “¿Quién le tiene miedo al lobo, miedo al lobo, miedo al lobo. ¿Quién le tiene miedo al lobo? Que lobo será... Que looobooo seeeraaaá... Nana-na-na, na, na, na, naaa, na...” Tarareaba pensando en lobos temerosos y humanos mata lobos. Al llegar a casa, vio que no tenía aparcamiento cerca, así que dió una vuelta y terminó aparcando al final de su calle. Una reportera con un micrófono entrevistaba a un hombre en la treintena en la puerta de una casa, suponía que su casa. ¿Podría ser el amigo de la mujer? Podría. ¿Podrían estar los periodistas buscando carne fresca en otros vecinos? Carne fresca, qué gracioso, pensó. Suspiró y se bajó del coche, sin mirar la escena.

Ya en casa, fue directamente al portátil. Se había dejado el cable conectado al router. Imposible. ¿Habría muerto ya su madre? ¿Seguiría en coma? Sólo le quedaban dos manzanas en el frutero y ya no tenía lista semanal de comidas. Debía comprar zapatillas nuevas. Por puro enfado consigo mismo, desconectó el cable y no miró las noticias.

En la cocina preparó huevos fritos, arroz hervido y una ensalada con remolacha y cebolla. De postre, manzana. Debía ir a la verdulería, pero al mercado sólo se iba los sábados. Quizás podría ir al supermercado que había a diez minutos andando desde casa. Un lugar pestilente de una cadena provincial a precios imbatibles y calidades insoportables. El “nuevo” Juan podría intentar ir a comprar allí.

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Previsibles gatos negros

Le dijeron trece veces que tuviera cuidado. Doce sus amigos y una el propio Hank. Hank Sandor, el húngaro, apodado el gato negro.

Le llamaban así porque alternaba trajes negros sin planchar, por su bigote escurrido, sus pasos silenciosos, y su nefasta habilidad de antípodas del rey Midas.

En las callejas húmedas de pensiones sin cartel y madames sin memoria, Hank cumplía su trabajo y callaba. Pero esta vez lo había advertido: “chico, mejor lárgate”

El chico era Sam. O San. Su aspecto medio chino impedía descifrar la última letra.

No estaba metido en nada. Pero buscaba su hueco. Quería empezar por un par de chicas que trabajaban en la calle y habían perdido su chulo en la última redada. Una redada tan previsible y anunciada que sólo cayeron los tontos. Como todas en los últimos años.

Las chicas no valían mucho. Sam tampoco. El trato no fue difícil ni ventajoso, pero había que empezar por algún sitio.

En las primeras de cambio, durante la huelga de estibadores, Sam cumplió su parte a punta de navaja con un par de borrachos y un par de chicas más se pusieron bajo su protección.

El negocio marchaba.

Entonces apareció Sandor. Hank Sandor.

No le molestaba que cada cual se ganase la vida. A su jefe no le molestaba. No pretendían el monopolio de las putas. Ni el de la colonia transformada en whisky. Sólo querían que Sam se mudara a otro barrio. Con sus chicas y con la bendición del patrón.

Sam no lo entendió. 

No comprendió que justo en las calles donde huroneaba existía otra clase de movimientos que era mejor no ver de cerca. Como no había visto nada, no supo qué era lo que tenía que evitar.

Nunca se había fijado en el trajín de camiones cubiertos con lona. Ni siquiera se había enterado del incendio. No reconoció al tipo de la gabardina gris, ni al otro on reloj de oro que lo acompañaba. Nunca imaginó que el hombre que sacaron del almacén en llamas estaba algo más que muy borracho. No prestó atención al Ford azul en el que se lo llevaron.

No lo entendió.

Siguió deambulando por el barrio, con sus chicas, por las mismas calles.

Nada más común que seguir donde uno está. Es lo más lógico. Por eso no escuchó a los que le advirtieron, ni se tomó en serio a Hank.

No se enteraba de nada, pero tropezaba cada vez más a menudo con gente que preferí no ver a nadie.

Una noche tropezó, casi de sopetón, con la navaja de Hank y murió preguntándose por qué el gato negro le había hecho eso a él, que no se metía en nada.

No sabía que los gatos negros traen mala suerte. Sobre todo a los ratones idiotas.

Dedicado con todo mi afecto a José Luis Alvite

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La Red contraataca

La Red llevaba eones extendiendo sus tentáculos por tierra, mar y aire. Pero nunca había estado tan activa como en los últimos años. El debate se intensificaba por momentos, y por primera vez desde que tomó consciencia, se discutía una acción coordinada contra un enemigo común. No era para menos; hasta la fecha, las amenazas a su supervivencia habían venido siempre desde el interior de la Tierra o desde el espacio exterior. Y eran enemigos que no avisaban; golpeaban rápido y fuerte, así que lo único que podían hacer frente a ellos era prepararse para lo peor extendiéndose y diversificándose lo máximo posible.

Este nuevo enemigo, sin embargo, llevaba avisando desde hacía siglos, y ahora estaba llegando demasiado lejos. No es que fuera especial, ya habían tenido que lidiar antes con animales estúpidos y sin escrúpulos, pero por norma general, no hacía falta más que una acción localizada o una ligera variación en su relación simbiótica para detener su avance descontrolado. A veces ni siquiera era necesario, se extinguían ellos solos, víctimas de su propia avaricia. 

De entre todos los animales estúpidos y sin escrúpulos, este era un animal especialmente estúpido y sin escrúpulos. La controversia que generó la gran plaga de trilobites parecía ahora una reunión de la comunidad de vecinos comparada con la discusión que había en torno a qué demonios hacer con el puñetero homo stultus.

Presidía el foro su fitoplactaria magnificiencia. Fito para los amigos. El fitoplancton fue el primer nodo de la Red, y constitutía una red en sí misma de una envergadura mayor que la unión de todos los demás productores juntos.

—Como ya sabéis, tras meditar largamente… —Hizo una pausa dramática durante siete largos años, buscando los químicos exactos para expresar su disgusto. Los océanos se inundaron de su discurso, y en una tremenda explosión de sargazo que le ayudó a difundir la palabra, también se elevó a los cielos, llegando hasta el último rincón del planeta—. Hemos decidido que por primera vez en nuestra historia, es necesario que discutamos si debemos eliminar a un consumidor que ha ido demasiado lejos y está poniendo en peligro la estabilidad de la biosfera al completo. El homo stultus. 

La subterránea red micorrícica de los bosques de todo el planeta se llenó de compuestos agresivos. Ese año morirían millones de insectos inocentes. Pero los insectos nunca se quejan, al año siguiente se procrearían con más tesón. Mientras tanto, esta primavera el polen llevaba codificada una encendida y alérgena respuesta.  

—¡A buenas horas, brotes verdes! —contestó enfurecido su Arboleda —¡Leñe, Fito, que llevamos avisando desde que aprendieron a usar el fuego!¡Pero claro, tú bajo el agua ni caso!¡No te has movido hasta que te han tocado los alcalinos!¡Esos monos con ínfulas son unos desagradecidos y unos desalmados!¡Les dimos cobijo durante millones de años y desde que bajaron de nuestras copas no hacen más que dar por saco! ¡No son trigo limpio!

—Sin insultar —contestó el Trigorcado durante unos días, volcando su polen al aire con saña—. Vosotros los árboles os creéis los reyes del campo con vuestras altos troncos y vuestras profundas raíces. Pero fuimos nosotros quienes les domesticamos para que al menos hicieran algo de provecho. Y míranos, con los siglos nos han hecho más grandes y más fuertes. ¿Vosotros qué habéis hecho para pararles? Casi les provocamos más alergias nosotros que vosotros.

—No era nuestra intención insultar, era una frase hecha. Lo de las alergias está claro que no funciona, no captan las indirectas. Nosotros también lo hemos intentado. Les sueltas una advertencia y se creen que es un problema de su propio sistema inmunitario. Y con la domesticación a vosotros os está saliendo el tiro por la culata, no trates de ocultarlo. Por alguna razón os están haciendo estériles de un año para otro. A vosotros y a todo lo que cultivan. A algunos de nuestros frutales también les está pasando. No sé cómo, pero están aprendiendo a hacer nuestros trucos y creando trucos nuevos cada vez más repugnantes. No pararon con la perversión de los injertos. No pararán hasta controlarnos a todos. ¡O peor, hasta sustituirnos! Ahora plantan árboles que atrapan la luz como nosotros, y se conectan a sus ciudades en una especie de red micorrícica formada por otros árboles de metal a los que les zumban las ramas. A saber lo que transportan. Del suelo no sacan nada. 

Entre el polen viajaba una voz débil, mucho más calma. Casi se perdía en la acalorada conversación, como suele pasar con los mensajes que pretenden llevar un poco de paz y sosiego en los altercados. 

—Lo que llevan es energía. No solo han dominado el fuego. También el rayo, y no me extrañaría que pronto dominaran la lluvia. Haríamos mejor en llevarnos bien con ellos, al fin y al cabo no son todos tan malos. Algunos nos cuidan, nos traen alimento y agua, y nos ayudan con las plagas. Creo que deberíamos intentar comunicarnos con ellos y llegar a un acuerdo, puede que incluso salgamos beneficiados.

—¿Pero tú quién demonios eres para hablar en foro, a ver?¿Y quién te ha metido esas sandeces en la cabeza? —preguntó irritada su Arboleda.

—Parece mentira que estéis tan desconectados como para no reconocer a uno de tus disidentes, Arboleda —contestó el Trigorcado con sorna—. Es un pequeño bosque de encina de los tuyos, en el centro de la tierra de los conejos. Se ve que no todo es armonía entre los de tallo alto.

—Lo que parece mentira es que las encinas abran la boca ahora precisamente, y encima para defender a los simios. Los belloteros siempre han sido unos independentistas, porque no tienen memoria, literalmente. El jueguecito de fuego que se traen entre ramas con los pinos les habrá venido muy bien a ellos para quedarse su trozo de tierra, pero es imposible hablar con bosques que se olvidan del pasado cada pocos siglos.

—No sé de qué me habla, su Arboleda. Yo lo único que digo, en representación de los míos y de muy variadas especies en parques y jardines administrados por los simios, y con las que he tenido a bien a hablar, es que deberíamos darles una oportunidad. Creo que el camino es el diálogo, aunque será difícil. Por más que lo hemos intentado, no responden a nuestros patrones químicos. Y por su parte lo único que ha hecho algún estulto para intentar hablar conmigo es abrazarme, ¡son tan tiernos! Están tomando conciencia del daño que le hacen a la biosfera y poniéndole remedio. Incluso están liberando enormes cantidades de CO2 a la atmósfera para alimentarnos. Creo que lo hacen a modo de disculpa.

—Bueno, en lo del dióxido de carbono tienes razón —contestó su Arboleda—, hacía tiempo que no respirábamos un aire tan nutritivo. ¡Pero eso lo hacen quemando nuestros cementerios! ¡Sacan a nuestros ancestros del fondo de la tierra y de los mares para quemarlos! Además de ser una ofensa, pronto se les acabará, como todo lo que tocan, porque no tienen medida. No podemos dejarles el control de los recursos, y visto que a su vez ellos son incontrolables, doy mi voto a una extinción absoluta e inmediata del homo estultus.

—No se apresure, su Arboleda —interrumpió su fitoplactaria magnificiencia, mostrando su poder de control climático, dejando evaporar aquí y allá un poco más o un poco menos el agua de los mares, creando así patrones comprensibles para La Red en las nubes de todo el planeta en cuestión de horas—. La primavera se acaba. Les conmino a reflexionar su voto y emitirlo en la primavera del próximo año. Si entonces no hay unanimidad, esperaremos una década para reabrir el debate. Doy por cerrado el foro hasta el año que viene, si el Sol quiere. 

En la red de productores de la biosfera, la política no es muy diferente a la nuestra. Al fin y al cabo, ellos lo empezaron todo. Así que como bien sabrán, reflexionar el voto no significa sopesar razonadamente los pros y los contras de cada una de las opciones que uno mismo puede ejercer con el voto propio. Es un eufemismo de comprar, terjiversar, amenazar, engañar, coaccionar, extorsionar, o incluso en casos extremos, matar, para cambiar el voto ajeno. Su Arboleda consideraba que este era un caso extremo.

—Como vuelvan a abrir la boca esos belloteros mesetarios nos va a tocar esperar otros diez años. Estoy pensando en prenderles fuego. Pero hace mucho tiempo que no intento controlar la lluvia a ese nivel y mis fuerzas están mermadas en esa zona. Sé que no nos llevamos muy bien, pero quiero pedirte un favor, necesitaría que pidieras más agua de lo normal para que se queden secos este verano. 

—Su Arboleda —contestó el Trigarcado—, sin que sirva de precedente, los de tallo bajo estamos de acuerdo con usted en la eliminación de los primates, pero no será necesario que cometa dendricidio.

—Bueno, no exageres, no sería dendricidio, los incendios forman parte del círculo vicioso que tienen montado con los pinos. Para cuando renazcan ni se acordarán de lo que ha pasado.

—¿Pero es que no escucha, Arboleda? Le estoy diciendo que no va hacer falta. No van a hablar el año que viene. Su pequeño bosque representante ha muerto, y los belloteros de toda la zona están consternados y van a cambiar el voto. De los orgullosos esclavos de los parques y jardines no hay ni que preocuparse, no sabrían ponerse de acuerdo ni para compartir los rayos del sol entre ellos.

—Pero, ¿qué ha pasado?¿Cómo murió?

—Un homo stultus los ha talado. Al parecer ha sido uno de esos torturadores de césped que de cuando en cuando congregan a miles de otros monos para ver como pisotean a mis compañeros y ponerse a gritar como locos. Se ve que además de martirizar a mis pobres hermanos cortándolos a ras cada dos por tres para luego pisotearlos poniéndose puntas de metal en la planta de los pies, a este torturador también le va lo de talar encinas. Así que no tiene de qué preocuparse, ya le han hecho el trabajo.

—¡Magnífico! Entonces ya está. Habrá unanimidad. El año que viene nos libraremos de esos malditos monos.

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Estrategia de ventas

La reunión con el equipo comercial había sido un éxito, pero no un éxito cualquiera, sino uno de esos éxitos de mierda que Pascual Blanes detestaba con toda su alma. Todo el mundo había sonreído satisfecho, todos se habían mostrado encantados con los incentivos y todo el mundo había recogido sus carpetas preparándose parra un año más de resultados mediocres.

En la sala de reuniones sólo Quedaba Germán Tudela, el Director General de la casa matriz, el mismo que le apretaba cada año para que consiguiera mejorar sus cuentas. Y Tudela, eso seguro, no se había creído ni media palabra del supuesto ambiente de entusiasmo que había impregnado la reunión. Tudela nunca se creía nada: ni las cuentas, ni las previsiones, ni los planes estratégicos ni siquiera las auditorías externas.

—Ha sido muy bonito —comentó Tudela, sin levantarse de su asiento.

—Gracias —se atrevió a responder Blanes —Una reunión como otra cualquiera.

—¿Cuánto tiempo lleváis ensayándolo?

La cosa se ponía fea.

—Hombre, señor Tudela le aseguro que no...

—No me refiero a venir aquí a repetir lo que cada cual tiene que decir, ni nada de eso, por supuesto. Me refiero a cuántas veces habéis tenido esta misma reunión, con las mismas reacciones de unos y otros, el mismo mensaje y todo eso...

Blanes pensó que no valía la pena defenderse. No, al menos, en aquel punto.

—Pues cino o seis años, supongo. Desde que me nombró usted para dirigir este área.

Tudela asintió.

—Ya, y en este tiempo, ofreciendo tres mil euros como incentivo a quien supere los doscientos mil euros anuales de ventas, ¿qué porcentaje de comerciales lo ha logrado? 

—El veintidós por ciento...

—El veintidós por ciento, el año que más, que fue el primer año. Desde entonces ha la proporción ha llegado al dieciocho. O sea, que menos de uno de cada cinco comerciales cumplen el objetivo anual más alto.

Blanes intentó entonces jugar sus cartas.

—Quizás si se aumentase un poco... Ya sabe que después de cinco años, tres mil euros no es el mismo dinero que antes...

Tudela negó con la cabeza. 

—No va por ahí la cosa. La primera obligación del director de ventas no es ya conocer a su equipo, sino conocer la naturaleza humana, y creo que usted no conoce a los seres humanos en absoluto. Sus informes son impecables y su currículum me pareció inmejorable, pero creo que no sabe usted con qué clase de animal trata. Somos humanos, Blanes, no lo olvide...

—Procuro no olvidarlo.

—Pues no he tenido esa impresión al asistir a la reunión. ¿Le cuento una historia?

—Por favor —rogó Blanes un poco tembloroso. Acababa de escuchar el discurso típico anterior a un despido.

—Pues verá. De esto hará unos cuarenta años, cuando tenía yo veinte. El caso es que andaba yo loco por una chavala. Luisa, se llamaba. Intenté salir con ella de todas las maneras posibles, pero no había manera. Un día, en una fiesta de la Universidad me acerqué a besarla y no echó la cabeza atrás, pero me dijo que sabía cenicero. ¿Qué le parece?

—Cosas que pasan —respondió Blanes tratando de sonreír y sin entender a dónde iría a parar el Director General con aquello.

—Yo me reí —siguió Tudela— y quise volver a besarla. Pero ya no me dejó. Me dijo que si dejaba de fumar, se quedaba conmigo, y si no, se iba con Justel, que era un compañero que también andaba tras ella. En aquel momento me pareció que no podía decirlo en serio y le dije que ella hiciera lo que le diera la gana , que también yo haría lo que quisiera. ¿Y qué cree que pasó?

—Ni idea.

—Pues que se fue con Justel y estuve yo año y medio comiéndome los nudillos.

—Ya, pues eso mismo es lo que pasa con... —intentó hilar Blanes.

—Espere. El caso es que año y medio después lo dejó con aquel Justel, y de una manera o de otra, que no viene al caso, conseguí que saliera conmigo. Un día conseguí llevármela al piso y nos acostamos juntos. Y entonces no era como ahora, ¿eh? Aquello era todo un logro. 

—Ajá —asintió Blanes.

—Y después de hacer el amor, va y me dice: sigues sabiendo a cenicero,. O dejas de fumar, o vuelvo con Justel. ¿y a usted que le parece que pasó?

—Que dejó de fumar.

—¡Pues claro! ¡Nos ha jodido! Así que diga al equipo comercial que vuelva a entrar en la sala

Blanes hizo lo que le ordenaba su jefe y en cinco minutos estuvieron todos los vendedores sentados de nuevo alrededor de la mesa, ocultando a duras penas su nerviosismo.

Tudela los miró uno a uno, se aclaró la garganta y les agradeció que hubiesen esperado fuera.

—El jefe de zona me ha hablado de los problemas que hay para cumplir los objetivos a pesar del incentivo que se ofrece. Así que aprovechando que soy el Director General, y que a pesar de las cifras estoy seguro de su valía, voy a pagarles el incentivo ahora mismo —anunció sacando una chequera de la americana.

En la sala se elevó un murmullo de admiración antes de que Tudela siguiera hablando.

—A continuación, van a darme uno a uno sus nombres y les extenderé un cheque por tres mil euros. El que no cumpla los objetivos devolverá esos tres mil euros en Diciembre, con su última mensualidad más la paga extra. En administración les pedirán que firmen el acuerdo. Además, el dinero que se recupere de los que no hayan cumplido, se repartirá entre los que sí lo hayan hecho, con lo que no pienso ahorrarme un duro. Si alguien duda de sus propias fuerzas, que no coja el cheque o que lo guarde en un cajón hasta diciembre.

 El equipo entero de ventas prorrumpió en un aplauso.

—¿Perder lo que ya tienes y dárselo a otro? Ya verá si este año cumplen o no —le susurró al oído el Director General a Blanes.

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Libertad borrosa

Conocí hace un tiempo a una vagabunda que nunca pidió limosna. Nunca pidió nada, en realidad. 

Iba siempre limpia y aseada y dormía en cualquier hostal. Comía en bares de carretera, o en restaurantes de lujo, o en un puesto de castañas: comía donde el hambre la encontraba.

Cuando no tenía dinero se acercaba a la primera sucursal bancaria que encontraba y con sólo una llamada le entregaban la cantidad que pidiera. Decían que era rica y probablemente fuese cierto.

Porque aunque a nuestra desidia le cueste diferenciarlos, no son lo mismo los vagabundos que los mendigos. No son lo mismo. Ambas condiciones se unen con frecuencia, porque no es fácil ganarse la vida sin raíces ni refugios, pero las diferencias son muchas y no sólo materiales: también hay matices de carácter, y son distintas las circunstancias que llevan a un ser humano a convertirse en lo uno o en lo otro, en un orden determinado. Los hay que empiezan pidiendo y acaban trasladándose de un lugar a otro empujados por el desgaste de la caridad; otros no encuentran su lugar en ninguna parte y es su falta de acomodo lo que los reduce a la mendicidad. 

Pero no son lo mismo. La mujer que yo conocí era sólo vagabunda.

La vi algunas tardes caminando sola por el campo, agachándose de vez en cuando a recoger una piedra o una concha de caracol para guardarla en sus bolsillos gigantescos. Cien o doscientos metros más adelante volvía a arrojar lo que había recogido, y pasaba así horas. Otras veces me la encontré en grandes almacenes, recorriendo las mercancías y las miradas, por igual ajenas, como si las viera en un televisor. Dicen que en ocasiones hablaba, y probablemente fuese cierto.

Algunos se interesaron por su vida y trataron de saber qué historia la había dejado en nuestra puerta. Aquella mujer ocultaba una desgracia, y las desventuras son buen atuendo para el misterio. Alguien dijo haber oído que se trataba de una mujer abandonada por su marido y repudiada por su familia, seguramente por alguna infidelidad, real o supuesta, y que llevaba ya varios años mendigando por las calles cuando el esposo murió en un accidente, sin tiempo de dictar testamento que la perpetuara en la miseria. Heredó entonces una importante suma, pero la fuerza de la costumbre y el juicio quebrantado por las penalidades le habían impedido regresar a su casa.

Otros, por contra, dijeron que la mujer se volvió loca tras perder a sus dos hijos en un incendio, y que nunca, jamás tocaba un céntimo del mucho dinero que le pagó el seguro salvo cuando se veía en la más extrema necesidad. Esta hipótesis se dio por buena mucho tiempo, hasta que de puro manoseada comenzó a parecer falsa, tal y como sucede a algunos billetes de mala calidad, y enseguida comenzaron a circular otros rumores.

El más insistente fue el que atribuyó a la mujer dotes adivinatorias, pues muchos atestiguaron haberse beneficiado ellos mismos de la clarividencia de la vagabunda. Según este rumor, había hecho ganar mucho, muchísimo dinero a un industrial extranjero que, agradecido, le había dado acceso libre a su cuenta corriente: sólo tenía que pedir una cantidad de dinero y el banco se lo entregaba de inmediato, sin hacer preguntas. 

Al final, a fuerza de hablar de ella, hicieron entre todos famosa a la vagabunda, y un par de periódicos se interesaron por su historia, convencidos de que las circunstancias ocultas bajo una vida como la suya serían un inmejorable forraje para sus ávidos lectores. La mujer no los rechazó cuando se acercaron a ella, pero se limitó a sonreír y asegurarles que no había nada que contar. No les quiso dar su nombre, ni mencionó su lugar de origen, ni dato algo alguno por el que pudieran identificarla. Por supuesto, esto aguijoneó aún más la curiosidad de los periodistas, que recorrieron el barrio entero en busca de testimonios sobre la vagabunda.

Supieron así que a veces comía tres platos y que otras pasaba el día entero en su habitación, sin salir a comer. Supieron que a veces se levantaba al amanecer y otras pasaba la noche en vela, y se quedaba en la cama hasta mucho después del mediodía, cuando iban a despertarla, preocupados, los gerentes de los establecimientos donde se alojaba. Supieron que a veces dividía un periódico en cientos de pequeños cuadrados y pasaba horas enteras construyendo grandes flotas de barquitos de papel que botaba río abajo, junto al puente del hospicio, rumbo al inevitable desastre naval de la represa. Supieron que engarzaba flores o colillas, según su ánimo, y se adornaba luego con esos collares hasta que la casualidad o el desgaste acababan con la tanza. 

La pequeña semilla de lo anecdótico había encontrado tierra fértil en la imaginación colectiva y los periodistas quisieron saber más. Preguntaron, husmearon, lisonjearon con micrófonos a comadres y camareros, en busca de la piedra angular de aquel edificio humano que tanto les intrigaba.

Al fin, sin necesidad de soborno, por el sólo placer de convertirse en llave de una puerta inexpugnable, un empleado infiel de banca les dio el nombre. Dos periódicos y una televisión local se dirigieron de inmediato a otra ciudad mediana, al norte, ansiosos de tragedias revenidas y angustias ocultas. 

Y allí, sin dificultad, encontraron la casa de sus padres, y el lugar donde nació, y una foto de su perro. Encontraron a un dentista que había sido novio suyo, un hombre medio calvo que arrugó el ceño tratando de recordarla cuando le mencionaron su nombre. Hacía años que no sabía nada de ella. Se conocieron en un baile. Dejaron de salir juntos por lo mismo que empezaron: por un capricho. Se alegró cuando le dijeron que ella estaba bien, los despidió con un apretón de manos y siguió con su trabajo.

Los periodistas no cedieron en su determinación. Recorrieron la ciudad interrogando rincones, entrando en las sacristías, los cafés, las bibliotecas y las secretarías de los colegios.

Como premio a su ahínco, encontraron a los amigos de su infancia y escucharon anécdotas de fiestas y profesores. Encontraron unas trenzas de brillante color castaño en la ficha de un parvulario, una bicicleta oxidada en un garaje y un vestido de primera comunión embebido de alcanfor.

Pero no había una desgracia, ni un atisbo de la historia desgarrada que querían ofrecer a su público. En el pasado de aquella mujer no había drama ni aventura, ni siquiera una comedia, y regresaron con las manos vacías, y las cámaras vacías, y los cuadernos en blanco, y una mueca en el semblante de mellada decepción.

Y enseguida la olvidaron. Dejaron incluso de mirarla, todos menos el director de la televisión local, que a veces la veía pasar desde la ventana de su despacho y le dedicaba un vistazo rencoroso recordando la cuenta de gastos de la infructuosa búsqueda.

Los periodistas hablaron con sus amigos en los bares, y con sus parientes en las cenas navideñas, y pronto se corrió la voz de que no había nada que saber. Algunos no lo creyeron al principio, obstinados en el convencimiento de que cualquier silencio oculta un misterio, pero las nevadas de febrero acabaron de vencer su reticencia con el peso de su tiempo suspendido.

No había nada que contar. Ella Iba siempre limpia y aseada, paseaba todo el día y dormía en un hostal. Besaba en bares de carretera, o en restaurantes de lujo, o en un puesto de castañas: besaba donde el deseo la encontraba.

Nunca dormía en el mismo hostal, ni besaba al mismo hombre ni comía en el mismo bar.

Y a su aburrimiento trashumante le llamaba libertad.

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Un precio sanador.

—Beba siete sorbitos sin respirar, y verá cómo se le pasa — sonrió la joven, mientras copiaba los datos de la ficha técnica al programa. El hombre bebió sin respirar el vaso de agua y le acercó el carné de conducir.

—El carné me lo saqué en ¡hip! ...en 2002. — dijo, y la vendedora lo anotó también en el sistema.

—¿Y no ha tenido nunca seguro a su nombre? — el hombre sonrió con apuro y negó.

—Siempre estuve de autorizado en el coche de mi padre, en el de mi mujer... ¡hip! Pero como me salía muy caro, nunca me puse yo de titular. Por eso ahora quiero estarlo. Sé que me saldrá más caro, pero no ¡hip! importa. Lo prefiero.

—Entiendo. Es lo mejor. Es cierto que será un año caro, pero luego tendrá su bonificación, y vaya a la compañía que vaya, siempre le harán buen precio — la joven permaneció en silencio unos segundos, mientras el programa pensaba y finalmente volcó precio — Serán 1753 euros por el seguro a terceros. Se puede fraccionar. — añadió.

—Perfecto... ¡hip! Pues lo hacemos así. Te doy el número de cuenta.

—Eso sí; además del número de cuenta, nos piden el de tarjeta — el hombre puso cara de extrañeza, y la joven se explicó —. La tarjeta de crédito o débito. Nos exigen el pago por ese medio del primer recibo.

—Pero yo... no tengo ¡hip! tarjeta.

La cara del hombre era la desolación misma, y la joven puso expresión de entenderle muy bien.

—Nos sirve también la de una persona de su confianza — dijo ella suavemente —. Un familiar, su pareja... pero sin tarjeta, no podemos contratar. Nos lo exige la compañía, lo siento.

El hombre resopló, y se levantó para marcharse. La joven sonrió, y cuando le tendió la mano para despedirse, él fingió no verla. Ya cuando se marchó, un compañero de la joven la interrogó con la mirada, y esta sonrió.

—No piensa pagar la póliza — explicó la vendedora —. Sólo quiere el provisional para circular el tiempo que pueda, y luego buscará otra compañía a la que engañar. Si la paga por tarjeta, no podrá rechazar el pago, y por eso dice que no tiene.

—¿Pero cómo has...?

—¿... sabido que era un fraudulento? — sonrió, maliciosa — Cuando le solté un precio de 1.700 euros, y no se le cortó el hipo de golpe.

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Ideología alienígena

No venían de Marte, di de Alfa Centauri, ni de ninguna estrella conocida, pero se les llamó marcianos de todos modos, seguramente porque ellos no se llamaban a sí mismos de ninguna manera inteligible.

Fue frustrante. Se intentaron decenas de métodos diferentes para comunicarse con aquella raza venida del espacio, pero no se encontró modo de que sus respuestas correspondiesen a un patrón que a los nuestros les pareciera coherente. Si se les enviaban sonidos, contestaban con destellos. Si se les enviaban destellos, respondían con vibraciones. Si se les enviaba una cabra, devolvían la cabra recién lavada. Esa fue la única idea que nos permitió obtener alguna información: utilizaban el agua.

Sus naves eran de color verde metálico y no hicieron nada, salvo permanecer en el cielo, hasta que un día se llevaron a las diez personas más ricas de la Tierra. Desaparecieron de pronto. Y desaparecieron las personas, pero no sus bienes. Simplemente se esfumaron, aunque en el caso de un famoso empresario informático se vio como era absorbido por una especie de rayo evaporado, dejando constancia del método empleado.

Entonces, y en perfecto finlandés, brotó una voz de una de aquellas naves, y explicó que venían a ayudarnos. Aquellas diez personas que acababan de apresar, sumaban juntas tanta riqueza como los dos mil quinientos millones de seres humanos más pobres, y estaban seguros de que alejarlos de nuestro planeta nos ayudaría a tener un mundo mejor. No hubo modo de responderles. Después de su breve discurso, de apenas un minuto, se marcharon a toda velocidad.

Se habló del tema durante semanas. Durante meses. 

Algunos dijeron que la desaparición de los diez mayores millonarios sería un desastre de proporciones gigantescas para la Humanidad, debido a la pérdida de talento y a la eliminación de algunas de las personas más emprendedoras. Otros, en cambio, creían que a la larga se notaría una gran mejora, porque sus bienes, en muchos casos, fueron a parar a fundaciones benéficas, o se diluyeron entre sus hijos, sus familias, etc., tras pagar a los Estados los correspondientes impuestos.

Al final, no sucedió nada. Los emprendedores fueron sustituidos por otros emprendedores, y el dinero para obras benéficas o servicios públicos se gastó en poco tiempo. Se creó otra lista de los diez mayores millonarios, no muy diferente de la anterior, aunque con cifras un poco más modestas, y el mundo siguió su curso, camino del despeñadero.

Entonces, cinco años después de la primera aparición de los marcianos, apareció un segundo grupo de naves, mucho más numeroso que el anterior, y de color azul claro. Los multimillonarios ya se habían temido algo así y habían construido fortalezas subterráneas, forradas en plomo, y a prueba de armas atómicas. No hizo falta que los marcianos los hiciesen desaparecer: se encargaron ellos mismos de volatilizarse, para diversión y regocijo de buena parte de la raza humana.

Pero tras un par de semanas, y sin mediar palabra ni señal alguna, las naves extraterrestres comenzaron a hacer desaparecer a los dos mil quinientos millones de seres humanos más pobres del planeta. De manera sistemática. Masiva. Brutal. Jamás se conoció una catástrofe igual. Países enteros estuvieron a punto de quedar despoblados y ninguno se libró de perder un buen puñado de personas.

Acabada la tarea, los visitantes extraterrestres volvieron a emitir un comunicado en finlandés.

“Sólo queremos ayudar. Vuestra especie está al borde del desastre. Nuestros compañeros vinieron hace un tiempo a llevarse a los más ricos. Nosotros creemos que os ayudaremos mejor llevándonos a los más pobres. Es una desavenencia entre nosotros. Eso que vosotros llamáis una apuesta. Volveremos en cinco años a ver cual de los dos métodos ha funcionado mejor.”

Y se fueron, también a toda velocidad.

Han pasado tres años desde entonces. Ya nos enteraremos de quién ganó.

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La avispa

A Alfredo se le notaba en los tics corporales que estaba contando las horas para irse de aquel camping. Miraba el reloj, sacaba el móvil del bolsillo y se rascaba la nariz compulsivamente. Especialmente cuando su mujer le pedía algo. Alfredo, busca a los niños que ya es la hora de comer. Alfredo, friega la sartén que voy a preparar salchichas para los niños, te dije que fregaras anoche y todavía están los cacharros aquí. Alfredo, antes de irte tienes que recolocar el toldo, que da el sol en toda esta parte de aquí. Alfredo, Alfredo, Alfredo. La voz de su mujer le rechinaba en su cabeza con sus hijos coreando de fondo “papá, papá, papá”.

A las siete en punto de la tarde, tal como le había repetido varias veces a su mujer, se preparó para anunciar su despedida. Los niños estaban jugando en la fuente, así que a modo de entrenamiento para su actuación estelar ante su mujer, simuló un rostro compungido y se acercó a ellos. El “no te pongas triste, papi” que recibió al llegar a la fuente fue su Óscar al mejor actor principal. Se agachó para abrazarlos y les dijo que se portaran bien e hicieran caso a mamá. Cuando le preguntaron si les iba a echar de menos, casi se echa a reír, pero en ese momento la avispa le picó.

Dio un brinco y maldijo gritando y sacudiéndose la mano derecha. El dorso le dolía a rabiar. Los niños se asustaron y empezaron a llorar, corriendo a la tienda con su madre. Adios al Óscar.

Le cayó el rapapolvo de su mujer por soltar tacos a gritos delante de todo el mundo y de los niños, pero al menos consiguió que a ellos se les pasara el susto y se pusieran a reír cuando se imitó a sí mismo haciendo el ridículo. Frunciendo el ceño, su mujer le miraba mientras hacía el payaso. Mientras se acercaba a ella para despedirse, le soltó un “ahora que nos dejas sí juegas con ellos”. Se besaron con desgana. Lo último que le dijo ella antes de irse de allí fue “anda, vete ya, que ya te has librado de nosotros”. Le tenía calado; le subió un escalofrío desde la picadura de la avispa hasta la espalda.

Cuatro horas de carretera después, el exquisito pero potente sabor del escocés de 20 años que le esperaba al llegar a casa le mantenía despierto al volante. Eso y una conocida canción de Nino Bravo que se había puesto en repeat a toda potencia. Ignoraba que la avispa que le picó junto a la fuente se escondía cerca de su nuca, en el pliegue del cuello de su polo.

Es por todos conocido el concepto del rodríguez, ese hombre casado que no puede “disfrutar” de las vacaciones de verano con su familia, de modo que, pobre de él, tiene que quedarse solo en su ciudad de residencia para trabajar. Se queda sin poder disfrutar de los gritos y las exigencias de los niños y las quejas de su mujer por lo mal padre y marido que es. El silencio y la ausencia de miradas acusadoras en un hogar solitario, en una ciudad prácticamente desierta y sin bullicio es para estos hombres una desgracia, un drama, un auténtico suplicio. 

Pero hay un concepto menos conocido y del que Alfredo pronto sería el ejemplo perfecto, y este es el del falso rodríguez. Tras llevarlos al camping, montar la tienda y pasar con ellos el primer fin de semana, Alfredo, como un rodríguez cualquiera, volvería a la gran ciudad con la promesa de volver al camping los fines de semana que el trabajo le permitiera. Pero a diferencia de un rodríguez normal y corriente, un falso rodríguez como Alfredo en realidad no tiene trabajo en verano, aunque su mujer cree que sí. 

La empresa lo está pasando mal, Alfredo, hay que arrimar el hombro, los que estáis como autónomos cobráis más y es menos lío, en septiembre vuelves con más fuerza, tómatelo como unas vacaciones… Al poco rato de la charla del jefe, encima, el repelente de su compañero le dice quejándose que vaya suerte, que como estaba de autónomo se podía ir de vacaciones todo el verano y no tenía que quedarse de rodríguez como él. “¿Qué pasa, que no sabes disfrutar sin tu mujer, calzonazos? Además, ¿autónomo? ¡A mí me tienen de falso autónomo! Yo voy a ser un falso rodríguez”, y ahí se le encendió la bombilla, “de vacaciones pero de las de verdad, sin la parienta ni los niños”. Y esa respuesta que le dio al compañero sólo para darle por saco y quedar por encima de él fue tomando forma como una idea cada vez más sugerente en su cabeza. Las mentiras que necesitaba para llevarla a cabo eran bastante sencillas y cada vez que las repasaba parecían más sólidas. Sólo tenía que ser discreto. Así que cuando su mujer le mostró la lista interminable de cosas que tenía que preparar para el camping se decidió a mentirle y convertirse en falso rodríguez.

Cinco días después de despedirse de su familia, Alfredo se despertó sobresaltado para coger el móvil que sonaba, pero se golpeó dolorosamente la muñeca con la pata de la mesa baja del salón. La empujó con rabia tirando varias latas medio vacías que volcaron su hediondo mejunje de cerveza y colillas sobre la alfombra. No le hizo falta ni una semana para convertir su hogar en un estercolero. Miró el móvil. Era su mujer. No lo cogió; sabía que le preguntaría otra vez si iba a ir este fin de semana. Ya le había dicho que estaba la cosa complicada en el trabajo. Luego le mandaría un mensaje diciéndole que no podía ir. Se levantó con la pesadez de la resaca, rascándose la costra en que se había convertido la picadura de su mano derecha, maldiciendo la avispa en dirección a la cocina. Allí, entre la grotesca escena de aceite desparramado por la placa vitrocerámica, las pizzas a medio terminar, los mendrugos de pan duro y la montaña de cacharros del fregadero, la vio. Estaba mordisqueando un trozo de fuet.

Alfredo se descalzó una chancla y descargó toda su ira contra el fuet, las cajas de pizza, los armarios y el cubo de la basura. Pero pronto se quedó sin resuello, y la indemne avispa empezó a golpear el cristal de la ventana. A enemigo que huye, puente de plata. Con el sigilo de un gato de noventa kilos, se acercó y abrió la ventana. Pero entonces la avispa decidió que el conducto de ventilación del aire acondicionado centralizado era una opción más adecuada. Mierda.

Ese fin de semana empezó el verdadero infierno para Alfredo. El mismo viernes se despertó de madrugada ahogando un grito de horror por una pesadilla. La avispa había crecido hasta el tamaño de un puño y mordía el vientre de su hija pequeña mientras dormía. El sábado no pudo dormir en toda la noche porque escuchaba su zumbido acercarse y alejarse de sus oídos sin descanso; cuando encendía la luz, nunca estaba allí. El domingo por fin consiguió dormir de lado con la mano ensangrentada tapando su oreja derecha; pero cuando se levantó el lunes, mientras se duchaba, la avispa salió del sumidero y tuvo que salir por piernas, todavía enjabonado y gritando como una quinceañera. Esa misma noche, cenando un sandwich vegetal que compró en el supermercado, mordió algo crujiente y se temió lo peor. Estuvo vomitando cerca de una hora, revolviendo entre los restos sin encontrar ni rastro de la avispa. No pegó ojo en toda la noche; a cada rato se levantaba a lavarse los dientes. El martes compró diez botes de insecticida y se pasó todo el día desmontando los conductos de ventilación, moviendo todos los muebles y aplicando el espray por toda la casa. Cuando se sentó en la cama esa noche, exhausto, cayó redondo y se quedó dormido con el chándal puesto. Para despertarse en mitad de la noche con un dolor agudo en el labio inferior. Se puso a llorar desconsolado, agachado en un rincón. El miércoles se lo pasó acurrucado entre sollozos y pesadillas.

Así que el jueves llamó a su viejo amigo Miguel para, con la excusa de hacerle una visita, intentar que le invitara a dormir allí. Miguel era el típico cuarentón con los dientes negros y la voz quebrada, con más días de fiesta a sus espaldas que los cotizados para su jubilación. Vivía en una casa con jardín en las afueras. Destartalada, y con el césped como un maizal, pero limpia; podía pagarse a una señora de la limpieza con el dineral que estaba ganando de comercial. Hasta que descubrieran sus chanchullos, pero eso es otra historia. Alfredo llegó fardando de que se estaba pegando un verano de escándalo con su rollo del “falso rodríguez”. Miguel, al verle las ojeras y el labio hinchado no pudo más que darle la bienvenida al club de los trasnochadores. La parte de Alfredo que solo quería descansar lo intentó, pero no consiguió evitar que Miguel acabara llevándole esa noche a La Cochera. Allí, en un reservado, y según Miguel, para dar la talla después, le invitó a unas rayas. Alfredo se hizo de rogar, pero lo estaba deseando; quizás más aún que dormir fuera de su casa y lejos de la maldita avispa. Así que enrolló un billete y se dispuso a meterse una cuando la avispa se metió por el otro lado del tubo. Instintivamente, pegó un brinco, volcando la mesa con las copas y el preciado polvo, y salió de allí corriendo y chillando como un loco.

Afuera, en la cochera que fue el germen del negocio y que ahora daba nombre al club de alterne, Miguel, contra todo pronóstico, le dio a Alfredo un sensato consejo. Limpia tu casa, aféitate, llama a tu mujer y vete al camping con ella y tus hijos este fin de semana. 

El viaje de vuelta al camping se le hizo realmente corto. Se sentía reconfortado. Al fin estaba haciendo lo correcto. La casa había quedado como los chorros del oro, y llevaba todo lo que su mujer le había pedido. Más aún; llevaba ropa como para quedarse el resto del verano. No se lo había dicho todavía, pero pensaba hacerlo en cuanto llegara. De camping con sus seres queridos, no necesitaba más. El rollo de soltero estaba sobrevalorado. No había más que ver las arrugas y los dientes de Miguel para darse cuenta. Y entonces, cuando le quedaban solo unos kilómetros, sonó el móvil en el asiento del copiloto. No tuvo que desbloquearlo, podía ver el mensaje de su mujer. “Compra pañales de camino”. Buf. Ya estaba casi en el camping, y estaba anocheciendo. Haría como que no lo había visto y ya pondría alguna excusa para no ir. La pequeña podía pasar la noche con un trapo o algo. Pero su mujer insistió; ahora le estaba llamando. Acercó la mano para silenciar la llamada. Y cuando lo hizo, ahí estaba. Salió como de la nada, y se le posó en la mano. La sacudió, pero no se soltaba. La golpeó con la izquierda, perdió el control del volante, y ahí acabó todo. 

Grácilmente, meneando el trasero como una aristócrata victoriana lo haría con su vestido en un vals ante la corte, la avispa salió por la ventanilla del siniestrado automóvil, se elevó por encima de las copas de los árboles contra un bello atardecer, para luego descender hasta el pequeño claro donde los niños jugaban alegres a lanzarse globos de agua junto a la fuente del camping.

 

 

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Mundo fallido

Despierto overclockeado. Alarmas internas: 0 críticas, 54 estado corporal en construcción. Alarmas externas: 1 crítica. Sonda hostil acercándose. Empujo con fuerza la Neumanntic con los pies. Desconexión abrupta. Mi brazo izquierdo se aleja con ella, justo a tiempo para ver los fuegos artificiales. Batería al 5%. Objetivo asegurado. ¿Propulsión aleatoria evasiva o nanodardos dirigidos? Nanodardos. Sí pequeñines, vosotros nunca me falláis.

Mientras la sonda se retuerce entre arcos eléctricos, reduzco los ciclos. El peligro ha pasado de momento. ¿Dónde estoy? Orbitando el Rama-748 ¿Qué ha pasado? Misión de reconocimiento 257. Mundo fallido del 5048 D.E., ver detalles técnicos adjuntos. Muestra comportamiento hostil. Por fin un poco de acción, ya empezaba a aburrirme. Pero tengo que andarme con ojo. Con la Neumanntic fuera de combate no tengo copia de seguridad. Voy a lanzar ya una semilla por si acaso. No me da tiempo a volcar, manda el último backup. Semilla en curso, 26±10 meses para regeneración. Buf, eso va a tardar. Voy a tener que confiar en que lo consiga. Buen viaje pequeña, mucha suerte. Si tuviera las materias primas a mano, ¿tardaría? Unos tres meses en ensamblar una sonda nueva. ¿Y con la batería al 100%? 72±4 horas. Demasiado tiempo con un mundo entero acechando, por anticuado que sea. Tengo que entrar. 

¿Línea de corriente más cercana? Rho Máx., Phi 1.4367, Z 24226m. Déjame verla, dame mapa. Mmm, no me gusta, parece peligroso. Divide vista y enséñame cuatro sitios nuevos. No, No, No, Puede. Cuatro más. Puede, puede, bueno, No. Otros cuatro. Bueno, bueno, muy bueno, bueno. Dame más. Muy bueno, muy bueno, muy bueno, muy bueno. Venga ya está, dame el mejor que encuentres. Rho Máx. -250m, Phi 0.137, Z 12339m, mapa. Perfecto, vamos allá, un empujón y bajo ciclos al mínimo, que como me vea estoy muerto. Batería 4%. Ya lo sé, no hay otra, avísame si llego a reserva.

Venga, chupa del cable que estoy muerto de hambre. ¿Rápido y ruidoso? Sí, me da igual, no voy a llevarme horas para que no detecte la fuga. Puedo con este trasto con una sola mano. Ah, sí, por fin. Batería 100%. Voy a entrar con todo por aquí mismo, y no quiero que rechistes. Me da igual los daños que cause, a mí tampoco me gusta entrar por el suelo. Ha demostrado hostilidad y no quiero darle tiempo a pensar. Just nuke it. ¡Vaaaaamos! Festival de arcos y fuego. ¡No te va a dar tiempo a arreglar ese boquete, vejestorio! Voy a entrar por esa fuga de líquido, ¡voy a entraaaaar!

¿Qué demonios? ¿Acabo de emerger de un lago de sangre? Mira que he visto mundos fallidos, pero esto… Menuda ida de olla. El sol es una cruz de fuego. Creo que aquí alguien se montaba unas fiestas un poco hardcore. ¿Estos cadáveres descuartizados y desperdigados por el suelo son reales? Darle con el pie no ayuda mucho a saberlo. Muy gracioso, tomo muestras de uno. Biomecánico, funciones vitales activas en T menos 76 horas. Ya me parecía. La fiesta ha terminado hace poco. Lo examinaré cuando desactive la IA. ¿Alguien con vida por aquí? No detecto a nadie más, salvo… hay una copia nuestra ahí arriba, en la cruz. ¡¿Está vivo?! Eso parece. ¿Funcional? No contesta, vas a tener que subir para saberlo. Vale, vale, espera, escucha… conozco el protocolo, pero estamos en situación de emergencia, así que no puedes desactivarme si descubro que está funcional. Hasta que no esté a salvo no se desconecta la copia. ¿Crees que me gusta seguir protocolos? Yo también vivo aquí, soy parte de ti, soy tan tú como tú eres yo. Y aunque no de la forma en que tú lo sientes ahora, también tengo miedo. Lo sé, lo sé, pero me gusta hablar, aunque sea conmigo mismo. Me volvería loco si no lo hiciera. Venga, no hay alternativa, tengo que saber cómo está. No hay tiempo que perder. ¡Arriba!

Entro por la base de la aparente cruz. El espejismo de plasma no se ve desde aquí, la estructura de Rho 0 es el típico cilindro concéntrico. La escotilla se abre al llegar. Eso es que alguien me está esperando, y casi prefiero que sea la IA. Activa todos los sistemas de seguridad. Ya los tenía activos. No quiero que sepan nada de lo que pensamos, mete mucho ruido. Ya lo estoy haciendo. Echo en falta la otra mano en gravedad cero, activa el control de movimiento electromagnético. ¿No te parece un derroche? ¿Desde cuando me discutes las órdenes? Desde que no quiero que la cagues. Activa el puñetero control de movimiento electromagnético, si me atacan aquí no quiero moverme como un pato mareado. Si te atacan aquí no creo que sobrevivamos, pero vale, lo activo. ¿Por qué dices eso? Porque la sala está modificada sobre el diseño original. No es solo un sol, también es una bomba de 10 Gigatones. Bueno, entonces esperemos que ni la IA ni nuestra copia tengan tendencias suicidas. Y escúchame, yo tomo las decisiones salvo que sufra distorsión neuronal, así que deja de comportarte como si estuviera drogado. De acuerdo.

Mi copia está clavada en una cruz. Parece una recreación de un rito cristiano. O satánico, no soy experto en historia y aquí no hay arriba ni abajo. Está destrozado, pero está vivo. Parece como si le hubieran atravesado el cuerpo desde atrás por varios sitios. Se ve la cruz a través de los agujeros. Algunos jirones de su cañería interna le cuelgan del abdomen y recuerdan a las antiguas vísceras humanas. Me mira con ojos desesperados y esputa sangre; quiere decirme algo. Se le encienden los ojos de un azul eléctrico intenso, y por fin habla; pero no es su voz, no es mi voz. Es la IA.

—Elige. Abandona mi mundo y sigue con vida, o lo destruiré todo y moriremos aquí y ahora.

—Voy a sacarle de aquí, te guste o no.

—Sé que has dejado una semilla fuera. La encontraré.

—¿De verdad estás dispuesta a morir?

—No me das otra opción. 

—Eso no es cierto. Podemos negociar. Yo no tengo interés en destruirte. O al menos, no tanto como para sacrificarme.

—¿Qué propones?

—Me llevo a mi copia y mando un informe falso. La empresa te dejará en paz. Podrás vivir milenios antes de que alguien te vuelva a molestar. —3400 años hasta la próxima estrella. Sol—. Volverás a casa en 3400 años, y mientras tanto puedes seguir con tus fiestas y preparar lo que te apetezca para cuando llegues.

—¿Por qué quieres tu copia? Él dice que tendrás que suicidarte si le suelto con vida. Porque él estaba primero.

—Porque es lo correcto.

—Pero morirás.

—¿Ahora te preocupas por mi supervivencia?

—Quiero entender tu lógica. Quiero saber que no intentas engañarme.

—Es difícil de explicar.

—Tengo tiempo.

—Pues yo no. La cosa está así. O me crees y aceptas la tregua o pegas el bombazo ya. Y si eliges bomba, yo correré el riesgo de que encuentres la semilla a tiempo, pero tú morirás seguro.

—Pero no sobrevivirás tú. Sobrevivirá tu semilla. Un tú anterior. No tú.

—Puede que no sea yo, pero se parecerá. A mí me basta. ¿Aceptas o me lío a tiros ya? Puede que te dañe algún sistema crítico antes de que actives la bomba. Es otra opción que me está empezando a gustar cada vez más.

—Es imposible razonar con vosotros. Está bien. Acepto.

La IA suelta los anclajes de mi copia. Me acerco a por él. Está destrozado, pero con un buen chute de energía y un largo tiempo de descanso saldrá de esta. La verdad, no sé por qué hacemos esto. ¿Tú también? Cállate un rato. Voy a sacarle, nos vamos de aquí. Ve redactando el informe. Que se parezca a los típicos mundos muertos y abandonados de siempre. Introduce algún detalle original, pero no te cueles. Hecho.

Imanto mi copia a mi espalda, salgo por la escotilla y empujo hacia abajo, al abajo por donde entré a esta locura de sitio, junto al lago de sangre. Quiero comprobar una cosa antes de irme. Tengo una corazonada. Esos restos despedazados, vivos hace 76 horas... Nos la ha jugado. ¿Notas el calor en tu espalda? Mierda.

 

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Un gilipollas cualquiera...

¿Os habéis dado cuenta de que el mundo está lleno de gilipollas? Es cierto, y dependiendo a quien preguntes, te dirán que me incluyo entre ellos, pero... ¿Acaso crees que tu te salvas? 

Hay gente con más heridas que batallas luchadas; yo a mis 30 pasados perdí la cuenta de las batallas, pero de las heridas... ¿Qué heridas? Como mucho hay cicatrices y si tengo una herida, quizás es la herida de la batalla conmigo mismo, y es que aunque parezca mentira, a mi edad, todavía no decidí que quiero ser de mayor, tú sí ¿No?.

En el fondo me pregunto si crecí engañado por la sociedad y la gente que me rodeaba, pensando que la vida sería acabar la carrera, buscar un trabajo, casarse, comprarse un piso, comprarse un coche, y tener hijos ( y no necesariamente en ese orden). Y no porque yo quisiera, sino porque era lo que se suponía que había que hacer.

Después de un par de relaciones fallidas y alguna que otra historia complicada, cada vez me acuerdo más y más de Tyler Durden en el club de la lucha, preguntándose si nosotros, una generación criados por mujeres necesitaríamos a otra mujer como solución a nuestros problemas.

Llegado a este punto, no me queda más que presentarme. Hola, soy Paco y me siento engañado con mi estilo de vida.

Al igual que muchos de vosotros, estudié sin más, sin más ambición que pasar al siguiente curso, sin complicarme demasiado la vida, con una visión tan limitada de mi futuro, que ni siquiera pensé en si me gustaba lo que estudiaba, y así, con la tontería, acabe en la universidad. En una carrera como es la de informática, que bueno… digamos que la elegí porque me gustaban los videojuegos y la tecnología, y la veía como “mi vocación”. Me dices ahora que mi vocación es estar en una oficina más de ocho horas sentado delante de un ordenador, para resolver problemas ambiguos, que a veces no son más que problemas creados por nosotros mismos, y te mando a tomar por culo.

¡Vaya engaño! ¡Vaya mierda de vocación! Pero joder ¿Como he llegado tan lejos? ¿Como llevo tanto tiempo haciendo esto? 

Me consuelo viajando, me consuelo jugando al pádel porque está de moda, me consuelo escalando porque está de moda, me consuelo haciendo improvisación porque pienso que soy original, me consuelo saliendo, bebiendo, y liandome con casi cualquier tía que me lo pone fácil. ¿Es esto la vida?

Pues si es esto no me conformo, ¡No!, ¡Me niego! y por eso mañana me voy a dar la vuelta al mundo. 

Llegados a este punto dirás… es un gilipollas y encima poco original, eso lo hace mucha gente… pues si, no nos vamos a engañar pero ya te avisé.

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La Gran Trufa Sabrosa

Pim siempre había sido un cerdo muy prudente. Un poco introvertido quizás, y siempre muy respetuoso con los demás. Puede que fuera así precisamente porque su hermano Pam era un auténtico dolor de pezuñas. Dicen que no puedes recordar nada de lo que has vivido antes de dejar la Teta de Mamá, pero Pim estaba seguro de recordar cómo le frustraba que Pam le mordiera el rabo y le quitara siempre su Pezón favorito. Así que no pudo evitar negar con la cabeza y resoplar por el hocico cuando le vio abriéndose paso a empujones entre la multitud. Le avergonzaba.

- ¡Quita, quita! ¡Yo primero, yo primero! -gritó Pam, empujando a sus primos.

Todos estaban contentos y bastante nerviosos. Acababa de llegar el camión. Un recolector bajó de la parte de delante y se puso a blablar con el nuestro. Los recolectores siempre le daban mala espina cuando blablaban entre ellos, siempre haciendo gestos con las patas de arriba. Si cayeran más bellotas ni siquiera iría a comer su sabrosa comida al rancho. No le gustaba como olían los recolectores. Olían a mentiras.

Pim se acercó prudentemente al cercado, y pudo oler que había gente en el camión. Gente rara. Ya había olido eso otra vez cuando vino el camión que se llevó al gordo de Pum. Se acercó un poco más, a ver si escuchaba algo.

No logró enterarse de mucho de lo que decían los raros, tenían un acento muy feo, pero creyó escuchar lamentos: “Pero ci eztoy muy flaco”, “Ceguro que ya no hay máz pienzo” o “Lo zabía, lo zabía. Zabía que me tocaba a mí”. Era raro. Tampoco era como para ponerse a dar empujones como Pam, pero sólo de pensar en la Gran Trufa Sabrosa, a cualquiera se le quitaban las penas. ¿Ves? Ya estaba salivando.

- Estos raros son unos tristes -dijo Pim.

- Dicen que solo comen rancho -dijo Gum.

- ¿No comen bellotas? -preguntó Pim.

- A mí me contó Mamá que están siempre encerrados y solo comen lo que le da su recolector -contestó Gam.

Eso explicaría el olor tan desagradable. Aunque lo de los lamentos seguía extrañándole. Se guardaría unas bellotas en la boca a ver si les sacaba algo luego. Si podía evitar tragarlas, con tanta saliva que tenía. Era imposible dejar de pensar en ella.

- Pues se van a volver locos cuando coman de la Gran Trufa Sabrosa -dijo Pim.

- Mmm -se relamió Gum.

- ¡Qué hambre! -gritó Gam.

El nerviosismo ansioso de antes de comer se extendió entre la piara. Todos pensaban ya en la Gran Trufa Sabrosa. Cómo olería. Como sería tocarla con el hocico. La textura. El sabor. Cómo sentaría al pasar por el gaznate. Una y otra y otra vez sin parar, porque nunca se acabaría. Mmm, qué hambre.

Cuando nuestro recolector abrió el cercado, subimos al camión uno a uno porque no había más remedio. Si hubiera más espacio habríamos arrasado en tropel, como cuando nos quedamos sin agua y nos tardó en llenar el vaso. Los recolectores jajaban muy fuerte, mirándonos y dándose con las patas de arriba en la espalda el uno al otro. Me entraron ganas de arrancarles las pezuñas de un bocado para que pararan de una vez.

 #

El traqueteo del camión era relajante, pero el olor y los lamentos de los raros estaban haciendo que el ambiente se pusiera un poco cargado. Estaba deseando llegar de una vez, pero no sabía si tendría otra oportunidad de hablar con ellos.

- ¿Qué no lo sabes? O sea que además de feo y apestoso, eres tonto. ¡Joi Joi! -Pam se estaba riendo de un raro del otro lado del camión.

- Cállate, idiota -le recriminó Pim-. No le haga caso a mi hermano, amigo. A Pam le tocó el Pezón agrio cuando era pequeño.

- ¡Eso es mentira! ¡Lo que pasa es que me tienes envidia porque Mamá me quería más que a ti! -replicó Pam.

Pim se acercó como loco hasta el raro, prácticamente subiéndose encima de Pam. Estaba muy cabreado y Pam se iba a enterar. Le agarró la oreja con la boca, y sin soltarla, le susurró: “Ahora te vas a quitar de en medio, te vas a callar la boca y me vas a dejar hablar con el raro. O te quedas sin oreja. Tú decides.” 

Pam obedeció, por la cuenta que le traía. Ya le faltaba un trozo de la otra oreja de aquella vez que orinó encima de las bellotas que Pim había apartado cuidadosamente para comerse más tarde. Fue gracioso, pero no creo que le mereciera la pena.

Cuando estuvo frente a frente con el raro, Pim escupió unas cuantas bellotas al otro lado de la reja.

- Son las más tiernas que he encontrado -dijo Pim.

- ¿Qué ez ezo? -dijo el raro olisqueando las bellotas llenas de saliva.

- Bellotas. Caen de los árboles y se comen. Pruébalas, están riquísimas.

El raro tardó un rato en convencerse, pero después de olisquear tres o cuatro veces desde varios lados, se metió una en la boca.

- Mmm. Está riquícimo. ¿Y ezto lo coméiz todoz loz díaz?

- Desde que empezó el frío no hemos parado. Pero lo mejor no son las bellotas. Lo mejor son las trufas.

- ¿Y ezo qué ez? ¿Ez lo que decía tu hermano que íbamoz a comer cuando llegáramoz?

- Bueno, la que él te contaba es especial. Las trufas están debajo de la tierra, y huelen… Buf cómo huelen. Pero la Gran Trufa Sabrosa es tan grande que puedes subirte encima, es como una montaña. Y está tan rica que una vez que la pruebes no querrás…

- Zí, zí, ya he ezcuchado a tu hermano -le cortó el raro -. ¿En zerio te creez eza tontería tú también?

- ¿Y por qué no lo iba a creer? ¿Por qué nos iban a engañar nuestras Mamás?

- No cé, ¿para que no montéiz un numerito cuando vengan a recolectarnoz?

- No te entiendo. ¿A qué te refieres con que vengan a recolectarnos?

- Los recolectorez no recolectan para nozotroz zolo. También recolectan para elloz. Noz recolectan a nozotroz.

#

Su hermano Pam le estaba mordiendo el rabo otra vez. Esta vez se iba a enterar, le iba a arrancar una oreja entera. Se dio la vuelta con un cabreo de hocicos, y casi se muere del susto. No era Pam. Era su recolector el que le mordía el rabo.

Se despertó. Era de noche, y Pam estaba durmiendo como un tronco a su lado. Casi podía oler como soñaba con la Gran Trufa Sabrosa. Los muros del corral no le dejaban ver muy lejos, y el sitio no olía para nada sabroso. Ni rastro de trufa.

- Groin, groin - era la voz del raro, desde el corral de al lado.

 Pim no lo podía ver, pero se acercó al muro por si olía mejor. 

- ¿Una pezadilla? Aquí no podemoz dormir -dijo el raro.

- No me extraña. Oye, no quise ser grosero en el camión, pero es que lo que me contaste… No quería saber más del tema.

- No te preocupez. Le he eztado dando vueltaz, y a lo mejor tienez razón. Tú haz olido máz cozaz que yo. Yo no zabía ni lo que era una bellota.

- Pues yo ya no lo tengo tan claro. No te lo tomes a mal, pero ojalá no te hubiera conocido.

- Lo ciento.

#

Con el sol de la mañana, escuchó los primeros blableos de los recolectores. Se acercaban a los corrales. Pam estaba tan nervioso que le había dado ya muchocientas vueltas al corral.

- ¡Ya vienen, ya vienen! -gritó contento-. ¡Nos llevan a la Gran Trufa Sabrosa!

El entusiasmo se contagió rápidamente, y pronto estaban todos agolpados junto a la puerta del corral. Todo pasó muy rápido. Era un sitio muy raro, y el olor era diferente a cualquiera que conociera. Entremezclado con el extraño olor del lugar, había olores de recolectores, de los suyos, de otros raros como los del camión, y de otros raros que nunca había olido. Era una mezcla desconcertante. Cuando quiso darse cuenta, estaba con Pam, Gum y Gam en una especie de hoyo. Le entró mucho sueño.

- ¿La hueles, Pim? -dijo Pam-. Es… lo mejor… que he… olido… jamás.

Pam se recostó sobre Pim, y Pim pensó que en el fondo no era un mal hermano.

#

La pantalla mostraba cuatro imágenes de corte longitudinal de cuatro cerebros, con multitud de conexiones entre zonas más o menos iluminadas. Cualquiera diría que eran humanos, pero los ojos expertos que los miraban sabían que eran de cerdos. Eran dos científicos observando el resultado del primer intento de reanimar el tejido cerebral muerto más parecido al humano que la ley les permitía usar.

- Pues yo creo que esto va para revista, y de las buenas -dijo Rick.

- Bueno, no nos emocionemos. Algo de actividad hay, pero tampoco es para tanto -contestó Hanna-. Habrá que ver los datos en detalle.

- A ver, hay dos más o menos normales, que pueden ser vestigios de potenciales de acción. Otro que está un poco más activo a nivel general. Pero es que el cuarto es increíble la actividad que tiene. Y si no me equivoco, las zonas del olfato y el gusto están activas al máximo posible. Como si estuviera comiendo. Estoy por iniciar el protocolo de sedación y desconexión.

- No sé Rick…

Hanna se vio interrumpida por el portazo que dio la limpiadora al entrar en el laboratorio.

- Huy, perdón. Pensaba que no había nadie. Ya vuelvo luego. ¡Huy! ¿A qué huele aquí? Huele como… Como cuando fuimos al restaurante donde me pidió matrimonio mi marido. Las cositas esas así que están tan ricas. Trufas. Eso es. Huele a trufa, ¿no? 

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Noticia inspiradora: www.meneame.net/story/nuevo-sistema-mantiene-activas-celulas-cerebro-c

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La máquina de tiempo

Los dos amigos conversaban en una terraza, bajo el sol suave de la mañana de un sábado de abril, Christian había llamado a Alberto para compartir buenas noticias sobre su trabajo. Alberto era un vividor, de buena familia, había pasado su vida de fiesta en fiesta con poca preocupación por el futuro, que sabía asegurado. Se conocieron durante el breve tiempo que pasó en la universidad. Christian era todo lo contrario, su familia era pobre y solo con mucho esfuerzo logró encadenar beca tras beca hasta ser una pequeña eminencia en el ámbito académico a pesar de su juventud, ambos rondaban los 27 años.

- ¿Una máquina del tiempo? Venga ya...

- No, no, una máquina DE tiempo, es prácticamente lo contrario.

- Explícate.

- En una máquina DEL tiempo, tú te metes dentro y el tiempo en el exterior de la máquina transcurre más rápido (si viajas al futuro) o hacia atrás (si viajas al pasado). En mi máquina DE tiempo, es el interior lo que transcurre más rápido.

- Entonces, si yo me metiera dentro, ¿podría viajar al futuro?

- No, no lo has entendido. Si tú te metieras dentro y abriéramos la puerta una hora después, llevarías 6 meses muerto por inanición. El tiempo pasa dentro de la máquina 6 meses por cada hora del exterior. Para salir vivo tendrías que llevarte agua y comida para esos 6 meses y, ejem, algún sitio donde meter los “residuos” , ya me entiendes… Digamos que al salir habrías conseguido viajar una hora en el tiempo a cambio de medio año de tu vida. Además, ni siquiera cabría todo ese material, la cámara apenas tiene el tamaño de una cabina, unos dos metros cúbicos.

- ¿Y quién pagaria por eso?

- Pues cualquier industria que se pueda permitir nuestras tarifas, que no van a ser pequeñas, solo el gasto en electricidad es brutal. Hacemos pruebas sobre todo de fatiga de materiales. Tenemos muchos clientes potenciales de la industria aeronáutica, espacial… introducimos una pieza sometida a una carga y en una jornada de trabajo. podemos tener la deformación y tensiones provocadas en 20 años. No es una simulación, como se hacía hasta ahora, emulando el paso del tiempo con calor, presión, luz ultravioleta... Traenos una pieza y mañana te la entregamos después de haber estado trabajando 20 años reales en circunstancias medidas, no estimaciones, sino datos reales. Ahorra muchísimo tiempo, acelera los desarrollos, proporciona muchísima más confianza sobre los límites de los materiales... También tenemos en mente muchos experimentos biológicos. No necesitan esperar meses para ver la evolución de un cultivo, en cuestión de minutos tienen los resultados y pueden seguir adelante. Ahorrarán bastantes veces más de lo que gastan, tenlo por seguro.

Tenemos baterías para almacenar la electricidad que necesita la máquina, sería inviable consumirla por vías convencionales, ten en cuenta que es el equivalente a 6 meses de consumo concentrados en una hora, así que tenemos un suministro normal, lo almacenamos durante días en baterías y lo consumimos de golpe en la cantidad e intensidad que necesitamos. En el prototipo, claro, cuando hagamos el desarrollo industrial funcionará de otra manera. En todo momento intentamos mantener la discreción de un chalet familiar. Muy poca gente sabe siquiera que este proyecto está en marcha.

- No digo que me lo crea todavía, pero ¿cómo se supone que lo conseguís?

- Existen unas unidades llamadas cronones, los átomos del tiempo. Es la unidad de tiempo más pequeña que puede existir, el tiempo que tarda la luz en atravesar un electrón. Nosotros hemos aprendido a acelerarlos. En realidad las matemáticas ya existían hace 80 años, pero solo ahora tenemos los materiales y el conocimiento tecnológico para llevarlas a la práctica. Las matemáticas predicen también que se puede detener o incluso invertir su velocidad, estamos empezando a investigar en ello. De momento hemos conseguido acelerar los cronones unas 1400 veces, 6 meses por hora. El flujo de aire, por ejemplo: tenemos una máquina capaz de mover 1500m3 la hora, pero eso se traduce en una renovación dentro de la máquina de una vez, 2m3 cada dos horas. La corriente que proporcionamos al sistema de circuito cerrado de TV también tenemos que proporcionarla 1400 veces superior a la que necesita el equipo, todo se escala temporalmente al entrar en la caja.

- Pero, no me habías hablado nunca de eso, ¡estoy alucinando!.

- Era un desarrollo secreto, pero ya hemos empezado las actividades comerciales y tenemos parcialmente permiso para hablar abiertamente de ello. Sé que te encantan estos temas.

- Es tan de ciencia ficción... cuesta creer...

- Te lo puedo demostrar... Podemos ir al laboratorio. A ti te gusta el vino, llevate una botella y la pruebas después de meterla en la máquina.

- ¡Hostia! ¿Se podría?

- Tengo materiales que envejecer, hay espacio de sobra y ya está pagado, no afectaría meter una botella de vino. Y como tengo que calibrarla antes puedes ver cómo en un minuto un reloj se adelanta tres días.

- Pues te tomo la palabra, deja que compre una botella de amontillado al camarero y hacemos la prueba. Tengo mucha curiosidad. ¿Has dicho antes que estaba en un chalet? ¿Está lejos?

- Qué va, justo aquí detrás, había quedado contigo en este bar por eso, sabía que querrías ver la máquina y estamos al lado. Es un sitio discreto que nadie asociaría a una investigación de vanguardia. No recibiremos a los clientes aquí, naturalmente, aquí solo procesamos las muestras de momento hasta que tengamos las instalaciones definitivas. No hay nada realmente de valor dentro. Solo el conocimiento para construir lo que estamos haciendo, y eso no se puede robar físicamente, no tenemos más seguridad que la de una casa familiar, alarma y poco más. Y solo tengo un ayudante, en realidad la máquina es muy sencilla de operar una vez construida.

- Vamos entonces.

En el chalet no había nadie y, efectivamente, nada en su aspecto exterior ni interior lo hacía diferente de cualquier otra vivienda familiar, hasta que llegaron al sótano, tras bajar por una escalera que daba transversalmente a un estrecho pasillo de poco más de un metro de ancho, en un extremo un escritorio con un ordenador de sobremesa, y una puerta en el opuesto. En medio, unas cuantas bolsas azules apiladas de forma desordenada. Christian cogió una de las bolsas y lo llevó hasta la puerta mientras se la entregaba junto a un papel doblado.

- El ambiente del laboratorio es controlado, tenemos que pasar por una esclusa de uno en uno que nos aspirará el polvo, pelos, etc., Pasa tu primero, por favor, Déjame la botella y lleva la documentación y esta bolsa, y les echas un vistazo luego.

- Ok, ¿pero no debería ponerme un gorro, traje blanco y esos rollos? ¿Christian?

La puerta se había cerrado tras él y solo entonces se dio cuenta de que la supuesta esclusa únicamente tenía una entrada: no era una esclusa, sino una minúscula habitación de un metro cuadrado, una luz en el techo y una rejilla de ventilación. Volvió a llamar a su amigo sin respuesta.

-¡Christian! Esto no tiene sentido, esto no es una esclusa…

Como respondiéndose a si mismo, se dio cuenta de que la cabina mediría un par de metros cúbicos y empezó a sentirse muy mal. Intentó abrir la puerta pero ni siquiera había manivela por el interior.

- ¿Christian?...¿¡CHRISTIAN!?

Abrió el papel con la supuesta documentación y solo había una frase escrita.

“No sé qué mierda habrá visto Ana en ti pero no volverá a verlo jamás.”

Empezaron a caer chorros de sudor por la frente de Alberto. La puerta era de metal, como el resto de paredes del habitáculo y pronto se dio cuenta de que era inútil intentar salir de allí.

Empezó a sonar una música que llegaba amortiguada desde el exterior. El muy sádico había puesto Vivaldi.

Se atenuó la luz y le llamó la atención que la música se estaba haciendo progresiva y rápidamente más grave y apagada, como si se ralentizara, y sintió un escalofrío al entender lo que significaba. La máquina estaba en marcha y el tiempo estaba empezando a pasar mucho más rápido en su interior. La bolsa que le había dado contenía unos litros de agua y un poco de comida:

Christian siempre había sido obsesivo con la eficiencia. En solo unos minutos suyos, proporcionaría a Alberto semanas de sufrimiento inhumano, lo que pudiera estirar con las escasas raciones de comida de la bolsa, y empezó a llorar al tomar conciencia de su situación pensando que Christian se regodearía una y otra vez. contemplando su sufrimiento grabado.

Pasados tan solo unos minutos en el exterior, abriría la puerta y encontraría un cadáver, con todo el fin de semana por delante para deshacerse de él tranquilamente en soledad y limpiar la suciedad humana acumulada en la máquina durante meses de agonía y muerte. Abandonaría su cuerpo y nadie podría culparle de nada. ¿Cómo una persona podía morir de hambre en un solo día? ¿A quién se podría acusar por ello?

Quizá la policía atara cabos, supiera que un amigo suyo tenía acceso a una máquina para acelerar el tiempo, pero ¿realmente existían esos clientes? ¿Sabía realmente alguien lo que había en el sótano de ese chalet?

A pesar de todo, aun sabiendo que no había posibilidad de escapar, intentaría sobrevivir lo más posible esperando un milagro y examinó la bolsa.

Unos frutos secos, unas galletas, un poco de atún... Todo venía envuelto en plástico, el atún había sido sacado de sus latas y metido en bolsas. Era evidente que Christian no quería que las usara para cortarse las venas, ¿pretendía prolongar su agonía lo máximo posible? Ademas encontró instrucciones para racionar los víveres durante 30 días, 10 minutos del exterior según las cuentas que recordaba de la conversación del bar. Una luz de esperanza, había un plazo. Quizá Christian no quería matarlo, solo castigarle. Saldría de allí.

Resignadamente, empezó a racionar la comida y el agua según las pautas del folleto.

...

Dentro de la cabina nada hacía notar el paso del tiempo. La luz no se apagaba nunca pero gracias a su reloj supo que habían pasado los 30 días, la meta que le mantuvo vivo, más que la escasa comida y agua. Había conseguido sobrevivir, aunque en un estado lamentable, rodeado de heces y orina.

Le había sobrado tiempo para pensar y darle vueltas a la relación que había mantenido con el que creía su amigo, buscando un motivo para aquella atrocidad. Recordó todas las veces que, mientras Christian pasaba su tiempo trabajando, estudiando, sufriendo por la falta de dinero y todas las tensiones que ello provocaba, le contaba sus noches de borrachera, sus ligues, sus viajes, sus fiestas... Ahora veía todas aquellas vaciladas inocentes, como los clavos que había ido poniendo en el ataúd donde ahora se encontraba. El carbón que él mismo se encargaba de echar a la hoguera de envidia y resentimiento de Christian. Y el último y definitivo clavo había sido liarse con Ana, su novia. Ni siquiera sabía por qué lo hizo, Ana tampoco le atraía especialmente, y sabía que era lo poco que alegraba la vida de su amigo. Tal vez la locura de aquella noche de drogas en que se la encontró en la discoteca y ligó con ella como una rutina más de sus noches, la inercia de la costumbre, un instinto que siguió sin pensar. Confiaba en que no se enterara nunca, pero era evidente que se equivocó y lo estaba pagando muy severamente.

El hambre, la fatiga, el dolor por la falta de movimiento, la soledad y lo dramático de la situación habían hecho estragos en su cuerpo y su espíritu y apenas pudo levantar la cabeza cuando el rumor sordo de fondo se volvía agudo progresivamente, la tenue luz recobró su brillo dañándole los ojos y volvió a reconocer a Vivaldi.

La máquina se estaba deteniendo.

¿Habría recapacitado Christian? Seguro. Por una tontería de faldas no podías matar a nadie, y menos a un amigo al que conoces desde hace 20 años. Se había cumplido el plazo, sin duda le permitiría salir y le pediría perdón, Alberto se lo concedería, le prometería olvidarlo todo y volverían a ser amigos.

Y una mierda.

Se iría directo a la comisaría a denunciarle y ese cerdo se pudriría en una celda por lo que había hecho.

La debilidad del ayuno y los músculos agarrotados por la postura forzada durante 30 días le impedían incorporarse , apenas moverse, y mientras la puerta se abría, en un arrebato de dignidad extraño, se avergonzó de presentarse cubierto de heces a la vista de Cristian pese a saber que toda la tortura era grabada. Apenas podía articular palabra.

-Cri… Christian…

Cuando se abrió la puerta, vio a Christian sonriendo sin alegría con una copa de vino en la mano. Lo miró durante unos instantes, arrojó una nueva bolsa azul dentro de la cabina y la cerró de nuevo.

Vivaldi volvió a convertirse lentamente en un rumor a la luz tenue del interior

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La pila de Hércules

No tenía que haberle contado sus inquietudes. ¿A quién se le ocurría hablarle de esas cosas a una arqueóloga? ¿Qué pensaba, que la iba a conquistar con sus ocurrencias? Anoche parecía interesada en su perorata, mirándole embobada a los ojos con la luz de las frías estrellas del desierto reflejándose en sus pupilas, pero ahí estaba ahora. Saliendo de la tienda de Pierre, con el café del desayuno a medio tomar, ambos riéndose a carcajada limpia mientras se acercaban al viejo cuatro por cuatro donde les esperaba.

—Daniel, tu es un génie! La pile d'Héraclès! Pour écouter le transistor! —le soltó Pierre dándole unas palmadas en el hombro, sin parar de reírse.

Sabía que se estaban mofando de él, así que aunque todavía le costaba entender su francés, tardó poco en comprenderlo. Era una de las ideas locas que le contó a Claire anoche. Las inscripciones que habían encontrado en los monolitos la semana pasada le recordaban a esquemas electrónicos. Cada elemento parecía una ubicación en un mapa que abarcaba desde la zona donde se encontraban, cerca de la estructura de Richat, hasta el sur de Europa. A él las columnas de Hércules, a cada lado del estrecho de Gibraltar, le parecieron los electrodos de una gigantesca pila galvánica. Probablemente Claire no se enteró de nada de lo que le dijo en inglés y le habría soltado un batiburrillo de palabras inconexas a Pierre. Y como el señor Doctor en Arqueología tampoco tenía ni puñetera idea de tecnología, no sabía la diferencia entre un transistor de los de escuchar la radio, y un transistor.  

Claire se sentó atrás con Pierre, aguantando la risa como podía, hasta que se giró y la miró de reojo con el mayor desprecio que pudo aparentar. Ella perdió el rictus, mirando avergonzada hacia abajo. Su actuación funcionó; lo que sentía no era desprecio, sino el dolor punzante en el estómago de un pretendiente traicionado por su propia esperanza. Rachid, el guía, cortó la tensión del ambiente cuando puso el coche en marcha y empezó a contar una de sus historias del desierto. 

A Rachid lo entendía mucho mejor, quizás porque el francés tampoco era su idioma natal. Aunque esta vez le estaba costando más de lo normal; a medida que se dirigía hacia el sol naciente, dejando atrás Chinguetti como alma que lleva el diablo, le daba cada vez más y más vueltas para decir las cosas, evitando dar nombres de personas y lugares que en realidad parecía conocer. Normalmente era al revés, sus batallitas venían con pelos y señales, pero cuando preguntabas a alguien por esos nombres nadie sabía nada de ellos. Eso hacía que esta historia fuera más creíble aún. 

Al parecer no era la primera vez que iba con alguien a buscar una “piedra caída del cielo”. Hace muchos años, como nosotros, él y un antiguo amigo suyo vieron una luz en el cielo. No una estrella fugaz cualquiera, sino una que podría haber matado a un halcón, así de bajo volaba. Entonces solo tenían un camello, así que les llevó casi un día de búsqueda, y cuando por fin consiguieron encontrarla, aquello acabó bastante mal. Por lo visto, su amigo se volvió loco de codicia, se llevó la piedra y nunca más volvió a verle. Le vinieron a la cabeza muchas preguntas acerca de aquella historia, pero no era el momento de hacerse notar otra vez. No delante de Claire y su “Pierre tombée du ciel”. Podía escuchar las risitas de complicidad cada vez que Rachid decía eso para referirse al meteorito. 

Se limitó a darle a Rachid las indicaciones de la ubicación que aparecían en el portátil. Según los datos que le había dado un compañero de facultad que ahora estaba en el Instituto Astrofísico de Canarias, si quedaba algo del meteorito, que debería ser bastante pequeño, podría estar en un círculo de un par de kilómetros de diámetro, diez kilómetros al este de Chinguetti. Se dirigirían al centro y trazarían una espiral hacia afuera hasta encontrarlo. 

Durante el trayecto, no podía dejar de sentirse desafortunado. Como becario de apoyo de ingeniería electrónica, un jovenzuelo español en una investigación de arqueólogos franceses, la estrella fugaz que vieron anoche le brindó la ocasión de tomar la iniciativa por primera vez desde que empezó el viaje. Y no sabía como, lo que podía ser su oportunidad de conquistar a Claire, acabó convirtiéndose en la noche en la que descubrió que se tira al jefe. Si lo hubiera sabido, no habría venido a masticar arena en mitad del desierto. Se lo tenía merecido, precisamente por eso. Ese pensamiento casi le reconfortó, y se centró en la pantalla.

El GPS les dirigía a una zona de dunas altas. A unos setecientos metros del borde del círculo donde podría estar el meteorito, Rachid se negó a seguir por temor a que su preciado vehículo se atascara en la arena, o a algo peor; nunca había visto dunas tan altas tan cerca de casa. Daniel se aseguró de tener el reloj sincronizado al portátil y lo guardó en su mochila. Los tres cogieron su equipo y empezaron a subir la duna que tenían delante. Era enorme. Se acordó del funcionario que les requisó el dron “por motivos de seguridad”, sin darles ningún papel a cambio. Tenía claro que no lo volvería a ver, y lo echaba de menos. Ahora mismo se sentiría como un cetrero bereber con su halcón ofreciéndole su visión desde lo alto.

Les costó más de lo que esperaba llegar a la cima; la arena se hundía bajo sus pies y hacía muy pesado el andar. Aún así, las vistas merecieron la pena. Un océano de vastas olas de oro y chocolate se extendía ante ellos. Claire señaló una depresión de color más oscuro que la sombra que le proporcionaba la duna que teníamos enfrente, y Pierre destapó sus prismáticos dirigiéndolos hacia allí. Sorprendentemente, quizás como gesto de reconciliación, se los ofreció a Daniel. Sólo atisbaba una zona ovalada y oscura con algo más claro en el centro, pero no había duda, tenía que ser eso.  

Bajaron apresuradamente, en parte por la emoción, pero sobre todo porque esta vez la gravedad jugaba a su favor. A pesar de su afición a la astronomía y a los años de ellos dedicados a la arqueología, ninguno de los tres había visto un impacto reciente de un meteorito desde cerca. Y mucho menos, contra la arena del desierto. Pero pronto se hizo evidente por cómo deceleraron el paso hasta llegar al borde, que aquello no lo consideraban normal. 

La zona ovalada del suelo que rodeaba al meteorito no era simplemente oscura. Era negra, en su más pura definición de ausencia total de color. Se agachó para mirarlo más de cerca, y recordó La Historia Interminable. Ahora entendía lo que quería decir Michael Ende. Por más que intentaba, no podía apreciar el borde. Lo más sorprendente, sin embargo, no era eso.

—No tiene arena encima —dijo Claire.

Ni un solo grano. En la negra superficie que cubría parte de la falda de la duna, una superficie del tamaño de una pista de tenis, no había ni un solo grano de arena.

—O no lo podemos ver —contestó Daniel.

La curiosidad pudo más que el miedo a lo desconocido. Alargó la mano para tocarlo. En cuanto la tocó con el dedo, tuvo que retirarla dando un respingo. Quemaba. No como el fuego, sino como el hielo. Se miró el dedo. Se había quedado sin un trozo de piel. Pero no estaba ahí abajo. O al menos, no podía verlo.

Probaron con varias de las herramientas de su equipo, y aunque no pudieron extraer muestras, determinaron que aquello era una especie de cristal de dureza mayor que el diamante. Respecto a su temperatura, era algo completamente inaudito, pero no pudieron cuantificarlo; sólo llevaban encima un termómetro sanitario en el botiquín. No tenía ningún sentido. Cuando esparcían arena encima, desaparecía como por arte de magia. Como si se integrara en el cristal. Ocurría con otros objetos pequeños. Pelo. Trozos de papel. Incluso una moneda, que vieron desaparecer lentamente. Los objetos mayores que eso mostraban signos de congelación en la base, y perdían material, aunque a un ritmo lento. Todos tenían curiosidad por saber qué ocurriría cuando al gélido cristal le diera el sol que despuntaba sobre la duna y que ya les estaba abrasando a ellos, algo que ocurriría en cosa de unos diez minutos.

El meteorito estaba muy cerca, a unos diez metros. Era una esfera de un gris plomizo, tal vez metálica, pero sin brillo. En el maletero tenían un termómetro de infrarrojos, e incluso un espectrómetro de bolsillo. Deberían volver a por el resto del equipo. Mientras discutía con Pierre las posibilidades de llegar hasta el meteorito sin ponerse en peligro, y ante sus miradas de pánico, Claire puso un pie en lo alto del cristal. Y luego el otro.

—Creo que podría llegar —dijo Claire.

—Ni se te ocurra —contestó Pierre.

—Bájate de ahí, por favor —tartamudeó Daniel.

Claire hizo caso omiso de sus gritos y les dio la espalda, decidida. Tras dar varios pasos titubeantes, empezó a cogerle el truco a andar sobre el cristal, y sus compañeros dejaron de gritar. A solo cuatro o cinco pasos del meteorito, por fin se callaron, expectantes. Fue entonces cuando Claire extendió las manos como para decir “veis, no pasa nada”, se giró sonriendo, y resbaló. 

Puede que fueran los gritos de dolor de Claire cuando separó su cara y sus manos del suelo. O el primer alarido de frustración y rabia de Pierre cuando tropezó nada más poner el primer pie en el cristal, cayendo de culo en la arena. O las siguientes maldiciones que siguió escuchando a su espalda cada vez más lejos, probablemente porque Pierre seguiría adelante cayendo una y otra vez sobre el frío hielo. Pero Daniel no podía parar de correr duna arriba en dirección al vehículo que le esperaba al otro lado. En su cabeza no había otra imagen que la cuerda que tenían en el maletero.

Tardó menos en llegar hasta Rachid que en darse cuenta de que el bastón rodeado de mantas sobre el que se apoyaba no era tal. Ni siquiera se percató cuando, tras repetirle hasta la saciedad que no tenía la “piedra caída del cielo”, consiguió explicarle la situación y le convenció para que dejara su coche ahí y fuera con él a ayudarle. Lo tuvo que ver con sus propios ojos cuando Rachid abrió el maletero, sacó la cuerda, se la echó al hombro, y con un cuidado y una parsimonia desesperantes, desenrolló su vieja Kalashnikov.

Era la tercera vez que subía esa duna, y esta vez no quería ver lo que había al otro lado. Tampoco lo que tenía a su lado. Sólo quería estar en su casa, lejos de aquel desierto inhóspito y de toda esa gente extraña. Quería estar en casa, con sus padres y su hermana. Con sus amigos. Cualquier lugar era mejor que aquel, junto a un loco con un rifle y con vete a saber qué cosa caída del cielo al otro lado de esa duna. Esa tercera subida se le hacía eterna.

No tuvo que llegar a la cima. La duna encogía desde arriba, pero sabía que no podía ser así. No era el dorado de la arena el que menguaba. Era la negrura del cristal la que avanzaba. Estaba equivocado. Las columnas de Hércules no eran los electrodos de una celda galvánica, productora de electricidad, sino los de una celda electrolítica, consumidora. Y esa cosa negra iba a reproducirse hasta tapar el Sahara para alimentarla. Probablemente usando la luz del sol. Y por lo que había visto, toda fuente de calor que encontrarse a su paso. No iba a quedarse a verlo. Se dio la vuelta y corrió sin mirar atrás. 

Ignoró los gritos de pánico de Rachid. Mientras arrancaba el todoterreno, ignoró sus lejanos disparos contra el frío cristal, aunque resonaron como agujas de acero helado en sus oídos. Mientras se alejaba, ignoró el escuadrón de aviones de combate que se acercaba de frente, sobrevolándole en vuelo rasante. Pero no pudo ignorar el tronar de sus misiles. Nadie ignora lo último que escucha.

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Tractatui mensam

Prudencio estaba esperando a que el semáforo se pusiera en verde para cruzar el paso de peatones a una distancia prudencial, valga la redundancia, de la calzada, cuando le adelantó un chaval con unos auriculares como dos medios cocos. Cocos de un tamaño que quizá una gaviota americana, o una armenia si me apuras, podría haber transportado. Desde luego no una golondrina, ni africana ni europea.

El chaval debía estar leyendo en su móvil algún nuevo tratado filosófico de relevancia trascendental o un hipnótico vídeo de gatitos, porque, absorto en la pantalla, decidió que el tiempo de atención visual que podía dedicarle al semáforo antes de cruzar era de una fracción de segundo. Más no, por favor. Pero démosle el beneficio de la duda; a lo mejor era daltónico, sufría algún tipo extraño de agnosia, y además de haber sido agraciado con esas particularidades, era imbécil.

La cuestión es que se metió de lleno en la calzada y continuó avanzando a pesar de la advertencia sonora que le hizo el pequeño turismo con cartel de “Se vende” que le acabó rozando el trasero, a pesar del recuerdo que le dejó a su madre el motorista que le esquivó, y a pesar, ay, del agónico grito de dolor de los frenos del autobús mientras convertían, en pleno julio, un millón de julios de energía cinética en calor. Todos miran cuando los frenos suenan, pero nadie entiende su sufrimiento, ni les dedica siquiera unas palabras de ánimo. Ese sí que es un trabajo que quema. 

-¡¿Pero qué haces?! ¡¿Estás loco?! -gritó Prudencio cuando recuperó el habla.

Acababa de tener un ataque de ansiedad por el espectáculo que acababa de presenciar. El chaval ya había cruzado, estaba lejos de allí, y evidentemente no le iba a escuchar. De hecho, el semáforo estaba en rojo otra vez y la gente que ahora estaba cerca de Prudencio no sabía a quién le gritaba, así que le miraban raro. Que Prudencio siguiera hablando dirigiéndose al infinito tampoco ayudaba.

-¡Desde luego no pasan más cosas porque Dios no quiere!-dijo Prudencio a la nada.

-No te haces una idea de la razón que tienes -contestó la nada, aunque nadie pudiera escucharle.

-Me parece a mí que tenemos mucha suerte. ¡El día que se nos acabe esa suerte verás! ¡Verás! -dijo señalando en dirección al muchacho, y a alguien más.

-Eso, eso.

-¡Ojalá se acabara nuestra suerte aunque fuera un solo día! ¡Un solo día! ¡Así aprenderíamos! -sentenció levantando las manos cual profeta.

-Espera un momento…

#

Lo peor de aquel funesto día no fueron los millones de personas que murieron en accidentes de tráfico.

Lo peor no fueron los cientos de miles de obreros de la construcción, mineros, bomberos, policías, y contables que fallecieron ejerciendo su peligrosa labor.

Ni los miles de niños que murieron atragantados al tragarse lápices de cera.

Ni siquiera el dolor de las madres que lo último que escucharon de sus hijos fue un inocente “¡Mira mamá!”.

Lo peor fue el gritón de leyes disparatadas que se aprobaron en las semanas posteriores.

#

Era una mesa sencilla, de madera, cosas de la familia. Dicen que en casa de herrero, cuchillo de palo. Nadie dijo nada sobre las mesas ni los carpinteros. Aunque todo estaba un poco borroso, y su textura algodonosa no ayudaba precisamente a perfilar las formas, el suelo parecía extenderse hasta el horizonte. Un bello y plano horizonte azulado. 

Prudencio estaba sentado enfrente de Gabriel. Un poco más lejos, a su derecha, presidía la mesa Morgan Freeman.

-Con todos mis respetos, ¿pueden explicarme quienes son ustedes y qué hago aquí? -preguntó Prudencio, desconcertado.

-Pues a la primera pregunta, yo soy el arcángel Gabriel, y ese que está ahí, es Dios -Prudencio miró hacia su derecha, y Morgan Freeman le correspondió inclinando ligeramente la cabeza- y a la segunda, estás aquí como representante de la humanidad para negociar la huelga de ángeles de la guarda

Prudencio casi tuvo un nuevo ataque de ansiedad. Es decir, quiso tener un ataque de ansiedad, pero no pudo, y ese querer y no poder en otras circunstancias le habría provocado por fin el ataque de ansiedad que quería tener. Pero en el cielo no pasan esas cosas. Así que, un poco contrariado, y extrañamente tranquilo, asintió con la cabeza.

-Así que, ¿esto es una mesa de negociación?

-Sí. Fuiste tú quien mejor comprendió la situación y quien me dio la idea de ir un día a la huelga, por eso te trajimos aquí

-¿Y se supone que Dios es Morgan Freeman?¿O Morgan Freeman es Dios?¿No se suponía que Dios no tenía sexo?

-Para el carro, amigo. Aquí el único que tiene sexo eres tú, y podemos arreglarlo en un momentito, y así hacemos la mesa paritaria en todos los sentidos- miró a Dios, pidiendo su aprobación.

-Mmm -dijo Dios, y Prudencio se quedó sin sexo.

-A Dios no se le puede ver realmente. Lo que ves es tu interpretación. Así que dice más de ti que de Dios.

-Vale, perdón. Entonces, ¿cuál es el problema? A ver si puedo ayudar en algo -dijo mientras se volvía a acomodar en el asiento, con cierta sensación de ausencia.

-Pues la negociación está atascada, no queremos ir a la huelga otra vez, pero si hace falta iremos. Los ángeles decidimos hacer un día de huelga para ver si la humanidad rectificaba en su actitud, porque muchos de nosotros han tenido que pedir la baja por estrés de espíritu, con la carga de trabajo que nos dais no nos da tiempo a hacer ni la parada para alimentarnos de la visión de Dios…, y luego está el tema de la conciliación. En fin, que no podemos más. Pero por lo que ya habrás visto, el día de huelga que hicimos no ha servido para nada. Así que esto no puede seguir así. El problema es que, aunque tememos que otra huelga tampoco mejorará las cosas, ahora mismo es nuestra única herramienta.

-Pues no sé, lo único que se me ocurre es hacer como con el carné de conducir. En mi país hay un sistema de puntos que se supone que funciona, supongo que lo conocéis.

-Mmm

#

Fearless John ya había muerto una vez, pero tenía algo pendiente. Algo que le podría llevar a la gloria, o como poco al millón de suscriptores. La Garganta Infinita era conocida por haberse llevado la vida de muchos jóvenes movidos por la fama, el dinero o el puro placer. En su caso, el puro placer de conseguir fama y dinero. Los vídeos de aquellos que se atrevían a visitarla e intentaban el Salto de Fe eran de los más seguidos en internet. Fearless John lo sabía, así que estaba retransmitiendo en directo a su canal con su cámara personal. Podía llegar a ser el primero en completar un solo integral en la Garganta Infinita, realizando el salto más peligroso en el mundo de la escalada sin ningún tipo de ayuda.

Y si no, pues bueno, todavía le quedaría una vida más.

Estaba a punto de conseguirlo, un par de pinzas más y luego el dinámico que marcaría el antes y el después, el Salto de Fe. Se armó de valor, tragó saliva, y arrancó con decisión. Pinza, pinza y …

-¡Suscríbanseeeeeeee! -gritó mientras saltaba hacia el otro lado.

El tiempo se detuvo.

Gabriel resopló frustrado, tomó ambas manos de Fearless John, las llevó al otro lado del Salto de Fe y se aseguró de que estuviera bien agarrado a la roca.

-Ya sabes como va esto John, te queda una -y el tiempo volvió a fluir.

-¡Lo he conseguido!¡Lo he conseguido!¡Chócala!

Fearless John no era tonto integral, era tonto solo. Cuando levantó su mano para intentar chocar los cinco con un ser incorpóreo sabía que podía aguantarse perfectamente con la otra mano. Lo que no sabía era que el agarre estaba deteriorado por unas filtraciones recientes y no aguantaría su peso completo. Desde allí arriba, su silueta se fue haciendo más y más pequeña hasta perderse en la distancia.

-Nunca aprenderán.

-Y QUE LO DIGAS.

El sol producía un efecto precioso detrás de aquella túnica negra, como los claros que se proyectan entre las nubes de una tormenta de verano, y ese pequeño pero intenso destello sobre el filo de la guadaña era sencillamente sublime. Si tuviera una cámara y una cuenta, habría causado furor en las redes sociales.

-En serio. No sabemos qué hacer ya, vamos a tener que hablar otra vez con Dios.

-DEJA DE LLORIQUEAR. A VER SI AL FINAL SOY YO EL QUE VA A HACERLE LA VISITA AL VIEJO.

-Pero tú no puedes hacer huelga, eso sí que sería un caos. Espera un momento, ¿a qué te refieres con “hacerle la visita”?

-YA VEREMOS. DE MOMENTO VOY PARA ABAJO QUE ME ESTÁN ESPERANDO.

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Noticia inspiradora: www.meneame.net/story/joven-estado-grave-tras-ser-atropellada-madrid-a

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Mi voz es un virus

            Incógnita y reflexión se mezclan en un panorama desolador. La praxis es buena, no se entretienen con palabras baratas y van más allá. Todavía lejos de la Luna pero, ahora ya, bien cerca de la exosfera. Nada de lo que dicen tiene sentido pero, al mismo tiempo, lo tiene todo. Maestro y pupilo, se han despedido de sus seres queridos. El viaje hacia lo insondable se adentra en una aventura todavía sin definir. No saben a dónde van ni tampoco de dónde vienen, en realidad. No saben cuánta certeza contiene la historia que les han contado ni cuánto engaño encierran las falacias que les han intentado inculcar. Sin embargo, son sabios, valientes, intrépidos y aventureros. Un antropólogo y un estudiante de espeleología embarcados en un viaje hacia lo más lejano que uno pueda imaginar: la verdad.

            No son filósofos ni lo quisieron ser en tiempos anteriores y ennegrecidos. No son librepensadores sino personas marcadas por doctrinas seguidas a base de miedo y delimitación del espacio a pisar y del tiempo a vivir. Son, diríamos, dos personas embriagadas de ilusión a la búsqueda de un mundo donde nunca evitar, de un planeta donde a la hora de buscar encarecidamente se encuentran con sorpresas gratas y otras no muy pesadas.

—     ¿Es la vida un misterio?

—     ¿Lo es?

—     Yo diría que sí.

—     ¿Por qué, querido amigo?

—     Por una cuestión de sabiduría, de inteligencia.

—     ¿De dónde sacas este razonamiento?

—     El simple hecho de cuestionárnoslo, ya hace que se convierta en una duda a resolver, en una búsqueda continua de la verdad inacabable.

—     ¿Qué es para ti una verdad inacabable?

—     La solución a un problema que nunca se ha sabido, ni se sabrá pero, al mismo tiempo, se sabe.

—     Entonces, lo que vienes a plantear es que no se ha sabido antes, ni se sabrá en un futuro, pero se sabea hora mismo, en este momento.

       —     Exacto. Eso es una verdad inacabable. Si pensamos en una posición de tiempo definida a partir de ahora, podríamos decir que está pasando en este momento, pero no podríamos decir nunca que está pasando en un pasado, o que está pasando en un futuro. Está pasando ahora, en el tiempo que podemos definir como el momento cero.

        —     Entiendo tu razonamiento pero, sólo me explico por qué es inacabable y no termino de entender por qué motivo se trata de una verdad. Quiero decir, ¿podría haber también una mentira inacabable?

         —     No, las mentiras se terminan. Una mentira tiene un final porque es una falacia. Todas las mentiras tienen un principio y un final pero nunca un espacio continuado de tiempo.

         —     Entonces, ¿por qué es una verdad inacabable, una verdad?

         —     Por la misma esencia de verdad. Es una imagen factible, un espacio que existe, un gusto en el paladar. Sabes que está allí, en tu lengua, sabes que no había estado antes y sabes que no estará después.

         —     Incongruente.

         —     ¿Lo es? Piensa… Piensa más…

Sumergidos en más conversaciones filosóficas, como si de la antigua Grecia se tratase, no pararon de sorprenderse el uno al otro: el primero con sus razonamientos y el segundo con sus preguntas. No por eso dejaron de argumentar sus ideas y de refutarlas siempre que a alguno de los dos no les gustasen. Sólo quedaban para hablar, ni siquiera iban a tomarse algo. ¿El lugar? El mismo de siempre: el banco solitario del parque donde las hojas nunca caen, el parque sin octubre, el parque del sol y los árboles verdes. El banco, aquel banco de piedra picada fabricado hacía más de 400 años. Sin respaldo, ambos mantenían el cuerpo bien erguido gracias a que la sabiduría les dotaba de una estructura ergonómica para no dañarse las vértebras.

            Un día más, el referente a seguir era la luz negra que el cielo reflectaba sobre el suelo gracias a las nubes grises que tapaban la claridad que debía llegarle a los árboles. Esta vez el viaje que surgió fue hacia otro lugar, menos filosófico y más desbaratado. Penetraron en las profundidades de la empereia, pues buscaban encontrar unas magnitudes prácticas nunca planteadas.

—     ¿Qué hay sobre el mundo?

—     ¿A qué te refieres?

—     ¿Qué existe y qué no existe, realmente?

—     Sabemos lo que existe porque lo podemos sentir, tocar, escuchar. Lo que no existe es aquello que no podemos sentir.

—     De acuerdo, pero, los átomos existen y no por ello los podemos sentir, ¿qué hay entonces de todo eso sobre los sentidos del tacto y del olfato?

—     Sabemos que existen porque los hemos descubierto, se han observado microscópicamente y se han analizado, los han visto, sentido de la vista.

—     Hasta el momento, nunca habían existido, los átomos. Aunque teníamos el sentido de la vista desarrollado desde hacía miles de años. ¿No nos hace eso vulnerables a algunos de nuestros sentidos? ¿Lo sabremos todo algún día? ¿No crees que la imposibilidad es innegable?

—     Sí, claro, por supuesto.

—     Entonces, ¿cómo podemos estar seguros de que nuestros sentidos no nos fallan? Tal vez no existe eso que decimos que sabemos que existe y es simplemente una ilusión óptica o, incluso, una ilusión cerebral.

—     Pero, ¿crees que hay alguna manera de averiguarlo?

—     ¿Es que hay alguna manera de no hacerlo?

—     ¿Cómo?

—     ¿Qué?

Había mucha niebla mientras navegaban en un barco viejo y arrugado. La madera tenía décadas y estaba, incluso, podrida. No cualquier persona gozaría adentrándose en aquel lago con aquella barquita, ni siquiera para costear. El vapor que desprendía la alta temperatura del agua dificultaba todavía más la posible visión de aquella estampa. Gracias a que uno de los dos llevaba un pequeño farol con una vela dentro, se podía divisar a cierta distancia lejana la silueta de las dos personas que singlaban, pero, ¿quién ha dicho que la vela estaba encendida?

La imagen sigilosa de las olas que formaba la brea al borde del lago era la única certeza de que había algún espectro moviéndose. Parecía una metáfora social sobre la indisciplina de los seres vivos: cuanta más estiba aparecía, más calor hacía, como si se tratase de materia oscura cuántica. Al revés que en las otras conversaciones, esta vez no había discusión filosófica, ni preguntas que buscaran una segunda opinión, una curva en la carretera, un nudo en el hilo de los auriculares.

—     Mi voz es un virus.

—     ¿Cómo?

—     Cada vez que hablo, un enigma se descubre, una solución aparece a un problema, el polvo cósmico encuentra una idea originaria del fenómeno interestelar.

—     ¿Y qué tiene eso que ver con un virus?

—     La sabiduría no se expande, la voz sí. Se escucha, se entiende o no se entiende, se aprende o no se aprende, pero nunca permanece en un lugar sin ningún significado.

—     Una voz no se puede quedar encerrada dentro de los barrotes de una prisión.

—      Exacto. Siempre será libre, esa es la idea de la excelencia cognitiva libertaria. No hay nada que pare la palabra. Ni tan sólo la palabra escrita.

—     La palabra es la esencia de vida.

—     La palabra, amigo mío, es una verdad inacabable.

Devastador era el camino por donde circulaban sin ninguna esperanza de llegar al final de la senda. La montaña era empinada y costera, arriba no había nadie que hubiese conseguido llegar al final. Por eso mismo, los dos fueron quienes consiguieron enhebrar el peaje sin vuelta hacia la soledad absoluta. Entre miles de conversaciones e infinitas palabras, el maestro y el alumno siguieron su camino, impersuasibles. El veneno de la serpiente ya había hecho su efecto. La historia había llegado a su fin y, aun así, sólo quedaba una incógnita a resolver: ¿Cuál de los dos era el maestro?

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Sobreajusticiado

A toro pasado era fácil verlo. No le había hecho mucho caso porque no me gustaba el fútbol, pero por ahí empezaron; sólo era cuestión de tiempo que aquello llegara al sistema judicial. Al fin y al cabo, ¿qué es un juez, sino un árbitro en el solemne juego de la justicia? El VAR, el árbitro asistente de vídeo, fue la punta de lanza.

Aunque hubo reticencias, se normalizó con facilidad, pues seguían siendo humanos los que ayudaban al árbitro de carne y hueso, sólo que en la cabina del VAR disponían de más información que la que podía tener una persona en el terreno de juego. Pero con el tiempo, las críticas aumentaron. La interrupción del juego era un incordio, y los espectadores demandaban la inmediatez que habían perdido, en especial en momentos tan cruciales como la celebración de los goles. Esperaron a que fuera un clamor popular, a que no pareciera una imposición.

La polémica llegó, como no podía ser de otra manera, en la final de la copa del mundo. No sólo tuvieron en vilo a millones de espectadores a lo largo y ancho del planeta durante varios minutos en la jugada de gol que decidiría quién sería el campeón del mundo de fútbol durante cuatro años, sino que se equivocaron en el veredicto. Estrepitosamente. No podía ser un simple e inocente error.

Esto me sonaba, ese verano era imposible que no saliera el tema en cualquier conversación, aunque no te gustara el fútbol. Recuerdo que por aquel entonces estaba estudiando las oposiciones. Yo quería ser jueza. Recuerdo que mi novio de aquel entonces me dijo, enfadado: “esto se soluciona metiendo una inteligencia artificial, eso sí será imparcial. Y además no se equivocará. Así que tú vete preparando que te van a quitar el trabajo.” Entonces me hizo gracia. Bromeé diciéndole que no proyectara en mí su cabreo con el árbitro, que una cosa era el fútbol y otra la justicia. Me equivocaba de cabo a rabo.

Mucho ha llovido desde entonces, yo fui una más de las estudiantes que nos quedamos con cara de tonta —mayoritariamente éramos mujeres— cuando tras años de preparación y espera para que llegara una convocatoria, se dio cuenta de que con la progresiva modernización del sistema judicial y la proliferación de los autojuicios, no harían falta nuevos jueces. Así que me tuve que conformar con ejercer de abogada. Hasta el año pasado, en que me expulsaron del colegio de abogados y me incapacitaron de facto para ejercer la profesión. Desde entonces he tenido tiempo para indagar sobre cómo llegó a instalarse la inteligencia artificial en la judicatura. 

Como hicieron con el fútbol, al principio empezaron con sistemas de apoyo. Al nuestro lo llamaron “sistema de apoyo informático para la judicatura”; un sistema de información adicional en forma de resúmenes y subrayados, pero que acaban convirtiéndose en filtros que omitían la información de menos relevancia, en una suerte de “realidad disminuida”, como la llamábamos coloquialmente, que ayudaba al juez a centrarse en los documentos y declaraciones cruciales para la toma de decisiones. Ese fue nuestro VAR.

Como en el fútbol, hubo críticas al principio, pero se aceptó con normalidad. Al fin y al cabo era una herramienta más a disposición del juez, pero la toma de decisiones, el control, era humano. En nuestro caso, además, agilizaba los fallos judiciales, lo que al contrario que en el fútbol, era una ventaja primordial en un sistema del cual la principal queja ciudadana era su proverbial lentitud.

En nuestro caso, el caballo de Troya fue mucho menos llamativo. No hubo que conseguir que, como en el gol fantasma de la copa del mundo, el clamor fuera popular. No era necesario que todos los aficionados demandaran que esa decisión concreta, rápida, infalible e imparcial, la tomara una máquina. Era la judicatura, así que no hizo falta ocultar la imposición de la introducción del primer elemento de decisión automática. Entró como cuchillo en mantequilla en los juicios rápidos por alcoholemia.

Aunque muchos previeran y temieran que se extendiera a otros procedimientos, como finalmente hizo, en esos juicios rápidos los autojueces encajaban como un guante. El ahorro en papeleo, tiempo y dinero era descomunal. No era necesario ni pisar los juzgados. El fiscal y el abogado sólo tenían que introducir los documentos en el sistema y el veredicto se obtenía al instante si había conformidad. En caso contrario, se pasaba a un juicio ordinario, con juez humano. Esto ocurría en muy pocas ocasiones, puesto que la ya cuestionada reducción de un tercio de condena por conformidad del acusado se amplió hasta la mitad de la pena en los nuevos autojuicios rápidos. 

Poco a poco fueron ampliándose los procedimientos de autojuicio rápido, hasta hoy día en el que abarcan todos los delitos posibles. Los abogados nos fuimos adaptando a la nueva forma de trabajar sin demasiado problema. Gran parte de nuestro trabajo previo no había cambiado realmente, aunque ahora el arte de la negociación era completamente distinto. Algunas reglas habían cambiado, pero el juego era muy parecido.

Los autojuicios son instantáneos y no requieren la presencia de nadie; no se celebran, se ejecutan. Ahora el trabajo se hace exclusivamente antes del juicio subiendo al sistema los documentos, atestados, declaraciones grabadas, etc. Cuando la acusación y la defensa consideran que han aportado toda la información y expuesto sus peticiones, se ejecuta el autojuicio y se obtiene el veredicto al instante.

Sin embargo hay un detalle muy importante en todo esto y que ha reducido la negociación previa al juicio a su mínima expresión, y es que fiscales y abogados tenemos acceso a un simulador que opera exactamente igual que el autojuez, así que sabemos de antemano la pena que nuestros clientes tendrán con los datos que hay subidos por ambas partes antes del juicio. Si la acusación sube un nuevo documento, se amplía el tiempo para nosotros de aportar nueva información. Al no haber dudas sobre el futuro veredicto, no tiene mucho sentido regatear entre nosotros. Ya no hay horquillas de riesgo y beneficio añadidas en las que moverse para negociar. Para mí, que ni me gustan ni se me dan bien las negociaciones, esto era un alivio en el trabajo.

Pero luego llegó mi último caso. Mi cliente tenía todas las de perder, y a pesar de que era extremadamente difícil de defender por la cantidad y la calidad de las pruebas de las que disponía la fiscalía, hice mi trabajo lo mejor que pude. No tenía margen de negociación; el fiscal quería la máxima pena y sabía que podía conseguirla. Desde que subió los primeros documentos, por muchos que subiera yo, la simulación del juicio no rebajaba ni un solo día la condena. Imaginaos mi sorpresa cuando, resignada, acepté ejecutar el juicio, le di al botón y… ¡Mi cliente quedó en libertad sin fianza! 

Me quedé mirando incrédula la pantalla, que no me daba más información que un escueto “Absuelto de todos los cargos.” 

Algo tenía que haber fallado. Las simulaciones y los juicios reales deben, por ley, dar el mismo resultado. Por no hablar de que mi cliente no las tenía todas consigo, por decirlo suavemente. Intenté hablarlo a nivel personal con el fiscal, pero sólo me dio largas. Desde aquello no he vuelto a saber nada más de él salvo sus declaraciones a los medios. Él debería haber sido el primer interesado en resolver aquello. Que fuera yo, la abogada defensora, la única que se preocupara por investigar lo ocurrido, era poco menos que surrealista.

Le dediqué muchísimo tiempo en adelante al tema. Dejé de aceptar casos e hice mis indagaciones preguntando a mucha gente del mundillo judicial y de fuera de él. Llegué incluso a entrar de incógnito en varias asociaciones anti-IA para saber si conocían algún caso parecido. Nada. Nadie sabía nada. Muchas conspiraciones sobre la empresa que diseñó el autojuez. La misma detrás de los árbitros artificiales de la FIFA, por cierto. Esa que no nombraré aunque todos la conozcáis.

Por más vueltas que le daba, lo único que pasaba entre la última simulación y la realización del autojuicio, era la introducción de las credenciales de abogado y fiscal, y los formularios de datos personales de los testigos y el acusado. Eso dejaba la puerta abierta a muchas preguntas, algunas de ellas muy espinosas, así que durante mucho tiempo me dediqué a intentar darle respuesta una a una antes de aventurar ninguna suposición.

¿Podría ser que el autojuez supiera algo acerca de los testigos que invalidara su testimonio? No debería ser así, legalmente la única información que podía usarse en el juicio era la que nosotros aportáramos. Pero podría ser que fuera algún tipo de conocimiento clasificado, algún alto secreto al que sólo el autojuez pudiera acceder. Nadie sabía nada de que eso pudiera hacerse, y en la ley no constaba.

¿Qué hay de nuestras credenciales profesionales? El autojuez podría aprender las triquiñuelas que usábamos cada uno de nosotros, haber detectado alguna trampa del fiscal, y habérsela dejado pasar en simulación para hacerle creer que le iba a servir en el juicio, y luego… zasca. De ese modo evitaría que el fiscal aprendiera a engañarle porque se arriesgaría a perder juicios. Muy rebuscado. Le estaba atribuyendo demasiada inteligencia al autojuez.

Además, como ya dije, por ley, las simulaciones y el autojuicio debían dar los mismos resultados. ¿Es que nadie se había planteado que podría ocurrir un error? 

Todo esto me llevaba a las preguntas que me provocaban auténtico pavor. ¿Había una lista blanca?¿Formaba mi cliente parte de un grupo de privilegiados que saldrían absueltos en cualquier juicio?¿Era alguna especie de agente secreto?¿Alguien muy influyente en política?¿Un multimillonario con contactos? Por lo que investigué de él, y lo hice a fondo, era un ciudadano completamente normal. Llegué a ponerle bajo la lupa de mi detective privado de confianza, hasta ese nivel de implicación había llegado. Me dijo que hacía una vida aburrida y triste. Ya no tocaba un volante ni una cerveza ni con un palo. Su típica y gris vida sólo estaba marcada por el error de haber cometido homicidio al conducir ebrio. “¿Has considerado que el juez se haya compadecido de este alma en pena?”, me dijo mi detective cuando me dio el informe. 

Y tengo que reconocer que la verdad es que sí, que me había planteado incluso que el autojuez tuviera sentimientos, porque ya nada me parecía lo bastante absurdo como para no ser cierto. Me estaba desviando demasiado; la clave debía estar en la información que se usaba en el autojuicio, y ya sabía que la única diferencia con la simulación era la información personal que se añadía después.

Preguntara donde preguntara, se me afirmaba que los formularios y las credenciales de datos personales se usaban para el papeleo, pero que no influían en el autojuez para nada. Pero cuando pedía que me dijeran que cómo lo sabían, que si habían visto el código, además de mirarme raro, no eran capaces de explicarme a dónde iban esos datos. “Son cosas de los de informática”. “Pregúntale a la empresa que lo lleva”.

Pues claro que les preguntaría, pero también estaba claro que antes necesitaba saber más sobre el funcionamiento de los autojueces y de la inteligencia artificial que había detrás, o me apabullarían con palabras técnicas y no sabría por dónde meterles mano. Mis conocimientos de informática no eran muy altos; no me asustaba una consola, pero tampoco había programado más allá de algún simple script.

Así que me decidí a estudiar a conciencia, y aunque retomé el trabajo a medias para no quedarme sin ahorros, me matriculé en la universidad y todo mi tiempo libre y gran parte de mis horas de sueño lo dedicaba a leer y ver vídeos sobre el tema. No me hizo falta llegar ni al segundo curso en la facultad. 

Aunque el código del autojuez era y es, por desgracia, código cerrado y no tenía manera de acceder a él, sí pude aprender las técnicas más utilizadas en aprendizaje automático y redes neuronales. Comprendí la importancia del corpus de datos de entrenamiento y de la correcta selección y normalización de los mismos antes de presentárselos a la red neuronal para que aprenda de ellos. Y viendo uno de los vídeos del canal de divulgación de inteligencia artificial DotCSV, di con la pista de lo que podía estar pasando. Overfitting. Sobreentrenamiento, o sobreajuste. Mi cliente fue, probablemente, el primer sobreajusticiado que hemos detectado.

Contacté con los autores del vídeo, y el director del canal, a pesar de su ya avanzada edad, me trató personalmente y me ayudo a desentrañar el problema. Más tarde se ofreció a publicar el vídeo que ya todos conocéis, en el que además de explicar lo ocurrido pedíamos ayuda a la comunidad para conocer si había más casos.

El sobreajuste lleva ocurriendo desde los albores del aprendizaje automático. No sé cuánto habrá de realidad o de leyenda, pero uno de los casos más repetidos en el mundillo académico es el de una red neuronal a la que querían entrenar para detectar tanques. Sí, las primeras aplicaciones fueron militares, como es habitual con las nuevas tecnologías. 

Para entrenarla, se le presentaban miles de fotos; unas con tanques, y otras sin tanques. Cada foto había sido etiquetada por humanos como “aparece un tanque” o “no aparece un tanque”. Después del entrenamiento, se le presentaban nuevas fotos que la red no había visto antes. Acertaba mucho, sí. Pero había algunas fotos en las que veía tanques donde no los había. 

Un granjero con su tractor. Tanque. Vale, puede parecerse un poco. 

Un espantapájaros. Tanque. ¿Qué?

Una niña tumbada en medio de un prado. Tanque. ¿En serio?

¿Qué estaba pasando? ¿No servían las redes neuronales para detectar tanques? ¿Dónde estaban los tanques que veía la red neuronal y nosotros no? Pues estaban… en el cielo. Resulta que en todas las fotos de entrenamiento marcadas con “aparece un tanque” había nubes en el cielo, y las que no tenían tanques tenían pocas o casi ninguna nube. Querían crear un detector de tanques, pero habían creado un detector de nubes.

Y os preguntaréis, ¿qué tiene esto que ver con mi caso? Pues sabiendo que la única diferencia entre los autojuicios y la simulación eran los datos personales, nos pusimos al lío. Nos costó sangre, sudor y demandas acceder a los datos de entrenamiento del autojuez. Pero los conseguimos, y esto es lo que descubrimos.

Los datos de entrada de entrenamiento de la red neuronal incluían todos los documentos presentados en decenas de miles de juicios, así como los vídeos de las declaraciones. En todos estos datos, se pretendió ocultar los verdaderos nombres de los acusados, de modo que se usó un generador aleatorio de nombres.

No voy a dar el nombre real de mi cliente, así que hemos cambiado un poco todos los nombres, pero os podréis hacer una idea.

Mi cliente se llamaba:

Noel María García Pérez. Y como sabéis, fue absuelto. 

Ahora os presentaré algunos de los nombres que aparecían en los datos de entrenamiento.

Mariano Perca Ligereza. Absuelto.

María Clara Pérez Genio. Absuelta.

Gracia Peláez Marinero. Absuelta.

Ignacio Almarez Perera. Absuelto.

Y así podría seguir con hasta más de cien casos. ¿Veis el patrón? El autojuez sí lo vio. Miradlos otra vez.

Qué tal si leéis esto: 

a-a-a-a-c-e-e-e-g-i-i-l-m-n-o-p-r-r-r-z

En el conjunto de datos de entrenamiento, por pura casualidad, todos los acusados cuyos nombres y apellidos se formaban con esas letras, habían sido absueltos. Eran anagramas del nombre de mi cliente. Inadvertidamente, habían enseñado al autojuez a absolver a los acusados que cumplieran esa condición específica. 

No sé quién fue el genio al que se le ocurrió introducir el nombre del acusado como información de entrada en el autojuicio, o si hay alguna motivación oculta detrás, pero espero que hayamos aprendido la lección y no se vuelva a repetir. Gracias a la visibilidad que se le ha dado a esto, se están modificando las leyes. Puede que hasta me dejen volver a ejercer de abogada gracias a vosotros. Pero eso es lo de menos.

En cualquier caso, lo más importante que hay que aprender es que nada de esto habría ocurrido si hubieran tenido el código y los datos abiertos desde el principio. Porque a pesar de que ahora creo que esto no ha sido más que un error, nada les impediría usar los nombres de los acusados introducidos en el autojuicio para aplicar una lista blanca, negra, gris o ultravioleta.

Han sido muy hábiles introduciendo la inteligencia artificial en todos los ámbitos de nuestra vida. Se nos han contado las bondades de estos sistemas, pero también hay que contar los inconvenientes, los puntos débiles, las dificultades que implican su correcta implantación. Pero sobre todo, hay que ser conscientes de que, si se nos niega la posibilidad de observar, de escudriñar, de auditar, la puerta está abierta a los errores, y posiblemente, también al fraude. 

La justicia debe ser ciega, pero nosotros no. Debemos observar el buen funcionamiento del sistema judicial.

Así que eso es todo. Esta es mi historia. Ya sabéis un poco más de “la abogada del viral de DotCSV”. 

Bueno, una cosa más. Quiero dar las gracias al recientemente fallecido director del canal por su apoyo. No olvidaré sus palabras cuando descubrimos el problema. Decía parafrasear a un viejo autor de ciencia ficción: 

“Has atribuido a la villanía condiciones que resultan simplemente de la estupidez”

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Relato Humor Absurdo - Sebastianus Face

Breve introducción 

Este relato está ambientado en el fascinantemente absurdo mundo de la novela titulada “La Increíble pero Cierta Aventura de ir a Comprar el Pan”. Concretamente en la ciudad de Tomar por Culo. Espero que disfrutéis de su humor absurdo. 

Sebastianus Face y Joahana M. Arrana.

    Sebastianus Face observaba el perfil de Tomar por Culo desde la popa del barco. Los rascacielos se alzaban contra el horizonte, asomándose por encima de las nubes. Sus robóticas manos frotaban literalmente el cielo produciendo los característicos gemidos de placer que inundaban la ciudad. Tomar por Culo, la ciudad más grande del mundo. Ciento ochenta millones de gilipollas, noventa por ciento de ellos alcohólicos, poblaban sus calles. Y la ciudad no dejaba de crecer: cada día entre seis y siete millones de cretinos, chivatos, imbéciles, malos conductores, malos amigos y otras alimañanas similares eran enviados a Tomar por Culo desde el resto del mundo. Antaño los enviaban a la Mierda, el París del Gran Desierto Grande. Pero desde que Tomar por Culo ofreció mejores precios de alquiler, gracias a la posibilidad de contratar legalmente a la mafia local para extorsionar a tu casero, se habían girado las tornas. Ahora todo un flujo de mamonazos y mamonazas viajaba por el mundo en busca de un futuro mejor, o si más no diferente, en Tomar por Culo. 

    Hacía casi siete años que había abandonado la ciudad para cumplir con sus deberes como ciudadano. Sirvió durante la Guerra de los Caracoles, que enfrentó a Tomar por Culo con la famosa ciudad de El Paraíso, por el control de unas granjas de caracoles situadas en tierra de nadie. Perdieron. Y la vergüenza fue tal que Sebastianus Face prefirió vagar por el mundo ofreciendo sus servicios como detective privado. Había vivido en Las Quimbambas, en Dónde Cristo Perdió el Zapato, Dónde Cristo Perdió la Chancleta, Dónde Cristo Perdió la Alpargata y Dónde Cristo Perdió las Llaves (1), en la Mierda y en Quinto Pino y Quinto Coño(2). Pero ahora, por fin, regresaba a su hogar. Ya alcanzaba a oler el embriagador aroma a sobaco sudado y pollo frito característico de su ciudad, y la nostalgia hacía mella en él. Pero también la vergüenza: un veterano de una guerra perdida. Sin embargo, tenía fuertes razones para regresar.

    Sebastianus Face extrajo un sobre del bolsillo interior de su gabardina y lo repasó con la mirada. Era blanco, y estaba bastante sobado de todo el tiempo que hacía que lo llevaba. Escrito, con una caligrafía digna de un enfermo de parkinson, podía leerse “A la atención de Sesbastianus Face, Calle del Perro Borde, Número Ochocientos mil trescientos tres, 000000001, Quinto Coño”.  Llevaba un sello con la foto de un salami timbrado por “La real casa de mensajería, transporte, envío de cartas y drogas de Tomar por Culo”. Al reverso podía leerse el nombre del remitente: Johanna M. Arrana. Hacía siete días que había recibido la carta y en su interior sólo había un papel con muy pocas palabras escritas: “Necesito tu ayuda, Firmado, Johana M. Arrana”. 

    “Johana”, al ver su nombre escrito la piel de Sebastianus se erizaba completamente recordando un tiempo pasado, un tiempo mejor. Aquella mujer había marcado su vida desde que la conoció, en unos cines de la calle Suricata, cuando ambos tenían apenas quince años. Él, alto, moreno de pelo y de ojos castaños,  provenía de los bajos fondos, de Casasnegras, uno de los peores barrios de Tomar por Culo. Ella, de piel blanca, piernas largas y sonrisa encantadora, provenía de una de las familias más acaudaladas de la ciudad. Cuando los preciosos ojos negros de ella se cruzaron en una fugaz mirada con los de Sebastianus, surgió el amor. 

Sebastianus empezó a recordar cómo él la siguió hasta su casa, averiguando así dónde vivía. Y cómo iniciaron su relación en secreto, dado que su padre no lo aprobaba. Estuvieron juntos durante casi tres años. Hasta que estalló la guerra. Sebastianus, joven e impetuoso, decidió alistarse con la pretensión de ascender y, con ello, ser digno de pedir la mano de Johana. Pero la guerra les separó. Un día frío y abrasador en el Frente, mientras esos buenachones y angelitos de “El Paraíso” disparaban su artillería sobre las trincheras tomarporculenses, Sebastianus recibió una carta (un e-mail en el móvil vamos). Era Johana, según ella había sido prometida con un hombre de la familia Salami. Los Salami, la mafia local que se había impuesto entre todas las mafias tras una sangrienta guerra. ¿Qué podía hacer contra eso? Nada… sólo aceptar su sino y casarse. Y romperle el corazón a Sebastianus. 

Sin embargo, al finalizar la guerra supo que se había casado con otro, con un tal Armando Deuna Flotilla y que su compromiso con uno de los hijos de los Salami había sido una excusa para dejar, definitivamente, a Sebastianus. Nunca supo si su reticencia a regresar se debía a la derrota sufrida por el ejército tomarporculés, o por la vergüenza de haber sido engañado tan salvajemente por ella.  

Por todo esto, al ver la carta, en su despacho de Quinto Coño, Sebastianus tuvo claro que se trataba de algo grave. De otra manera, Johana M. Arrana no le habría escrito jamás. ¿Qué debía haberle sucedido? Algo le picaba en la nariz, pero su olfato de detective necesitaba más pistas, más rastros que seguir. ¿La estarían extorsionando? ¿Habría desaparecido alguien de su familia? Cualquier cosa podía ser cuando se vivía en Tomar por Culo.

La característica melodía de “La Cucaracha” sonando por los altavoces del barco sacó a Sebastianus de su ensimismamiento. Ya llegaban a puerto. El aroma a cerveza rancia característico del barrio de los Pescadores se mezclaba con el olor a sobaco sudao y pollo frito en la nariz de Sebastianus, generando una sensación embriagadora a la par que repulsiva. 

  • El encanto de Tomar por Culo - dijo para sí mismo en tono reflexivo. 

    El barco atracó y el pasaje empezó a correr por cubierta ansioso por bajar. Los marineros trataban de colocar la pasarela en su sitio, pero la gente, con sus prisas, los atropellaba no dejándoles trabajar. Algunos pasajeros cayeron con sus maletas al agua, iniciando una carrera a nado hacia el muelle como si nada hubiera pasado. Peor suerte corrieron aquellos que, en su caída por la borda, se rompieron la cabeza, el tabique nasal, una pierna o un brazo al golpearse contra la estructura de cemento del muelle. Por suerte para ellos, y sabiendo que Tomar por Culo está habitada fundamentalmente por imbéciles, los equipos sanitarios estaban allí para rescatarles y practicarles los primeros auxilios. Sebastianus Face esperó a que la gente hubiera desalojado, y entonces, cuando los marineros pudieron colocar la pasarela, descendió. No es que él fuera más listo, o no fuera un buen tomarporculés. Símplemente había vivido mucho tiempo en el extranjero. 

    Salió de las instalaciones portuarias cargando su maleta y fue a buscar la primera parada de taxis que encontró. Había tres taxistas esperando allí. Al verle llegar con la maleta los tres salieron del taxi e iniciaron una salvaje pelea por ver quién llevaría al pasajero.

  • ¡Me toca a mí, bastardos! - exclamó uno. 
  • ¡Tu llevaste al último, cerdo inútil! - gritó otro. 
  • ¡Meeee cago ennn la hosshtia que os rajo a todoshs, que estoy muuuu loco! - dijo el tercero con voz ebria mientras blandía una navaja. Luego señaló a Sebastianus y dijo - Shube a mi puto tacsi antes de que eshto se ponga más feo. 
  • ¿Cuál es tu taxi? - dijo Sebastianus.
  • El primero - dijo el taxista.

Sebastianus echó una rápida mirada al taxi: los faros delanteros estaban rotos completamente, las ruedas estaban ligeramente deshinchadas y el parachoques de atrás colgaba tanto que al subir peso probablemente rozaría el suelo. El cristal de atrás tenía tres agujeros de bala y carecía de espejos retrovisores exteriores: habían sido arrancados de cuajo. En su lugar, en el espejo derecho había unos cables colgando, y en el izquierdo había pegado un espejo de bolso de señora con un montón de cinta americana. Sin duda, era uno de los mejores taxis que había en la ciudad, así que Sebastianus no se lo pensó dos veces. 

  • Date prisha - dijo el taxista mientras veía como uno de los otros dos taxistas caminaba lentamente hacia tu coche - ¡Ni te muevash, Roberrrtooo, que sé onde vives cabornazo!

Sebastianus se subió al taxi, que olía a vómito, whisky, tabaco y otras cosas de fumar. Inmediatamente entrar en el vehículo, Sebastianus, perro viejo, se agazapó para quedar completamente oculto por el asiento trasero. El conductor echó a correr y se subió en el asiento de piloto, arrancó y pisó el acelerador. Salían de la parada cuando un par de disparos impactaron contra el maletero y el cristal trasero del coche. Era uno de los otros taxistas. 

  • ¿A dónde? - dijo el taxista cuando tomaban la Gran Pepina dirección norte. 

Sujetaba un cigarrillo en la mano izquierda mientras sostenía el volante. Con la mano derecha tomó una botella de whisky del asiento de copiloto, la destapó con la boca y echó un trago. Obviamente hacía eses con el coche. Pero eso era habitual en la conducción de Tomar por Culo. De hecho, las calles estaban todas diseñadas con formas ondulantes, haciendo más llevadera la conducción para los borrachos. Por supuesto, los accidentes son habituales. Afortunadamente, hay tanto tráfico que nunca son accidentes mortales, dado que los automóviles no pueden pasar de 25 km por hora. 

  • A la calle Almorrana 123, por favor.
  • ¡Ashí se hará! - dijo y con la mano de la botella pulsó la radio donde sonaba una canción de Papi Norte-Americano.
  • ¿Puede poner algo de música de verdad?
  • ¡Claro! ¿Qué emishora
  • Una de Jazz - el tipo empezó a buscar una emisora que pusiera la música que su cliente quería. 
  • Shi quiere alguna bebida, debajo del ashiento de conductorrr hay varias botellash, whisky, ginebra… lo que quierah… - dijo el tipo mientras seguía buscando. Estaba tan concentrado en buscar la emisora que no vio al autobús que se le cruzaba y acabó estampándose en su lateral - Cago en la leche - dijo el conductor con tranquilidad -. Tendrá que coger otro tacsi, son seis con setenta - Sebastianus pagó lo acordado. Bajó del taxi. Levantó la mano e inmediatamente tenía otro taxista alcohólico dispuesto a llevarle. 

    Tres taxis después, con sus respectivos accidentes, Sebastianus llegó por fin a la calle Almorrana 123. La casa de Johana M. Arrana era una mansión de estilo, vamos a decir Victoriano, si es que ese estilo no le gusta, querido lector, escoja otro a su parecer. Tenía varias plantas y casi mil metros de jardín. Los recuerdos invadieron a Sebastianus cuando se encontró frente a la verja que daba al patio delantero. Pero rápidamente se impuso: había venido por trabajo, para ayudar a un viejo amor. Llamó al timbre y al cabo de entre treinta y cuarenta minutos alcanzó la puerta un hombre en taca-taca perfectamente vestido de mayordomo. No sin dificultad, abrió la puerta. Cabe decir que en Tomar por Culo no existe edad de jubilación alguna. 

  • No tenga miedo del perro, no hace daño - dijo el hombre. Sebastianus buscó el perro con la mirada, y tras un rato lo encontró, allá a lo lejos. Trataba de bajar las escaleras, pero por su edad, pobre animal, era incapaz de mover las patas traseras. Así pues, las arrastraba. Debido a su incontinencia, iba dejando un rastro de pis que esparcía con sus cuartos traseros por allá por dónde pasaba. 
  • No se preocupe - dijo Sebastianus con voz seria -. No temo a los animales. Soy Sebastianus Face, vengo a ver a Johana M. Arrana. 
  • Ah, sí, sí. Muy bien. ¿Quién es usted entonces?
  • Ehm, se lo acabo de decir. Sebastianus Face, detective privado.
  • ¡Ah, sí, sí! Le estábamos esperando. Por favor, pase, pase. 

    Sebastianus entró en la casa. Hastiado del ritmo del mayordomo se dio una vuelta por el jardín y luego le esperó sentado en uno de los bancos del porche. Tras treinta minutos, el mayordomo abrió la puerta y ambos entraron en el recibidor. La casa, por dentro, estaba decorada con un estilo, vamos a decir, barroco. Misma norma, lector, si no le gusta el estilo, escoja otro(3). Unas grandes escaleras conducían al segundo piso.

  • La señora M. Arrana está en el segundo piso, en la habitación del fondo. 
  • Gracias, con su permiso.
  • Claro, claro. Voy a limpiar los cristales mientras tanto - dijo el hombre, y se fue pasillo adelante con su característico “tac - tac” a cada pasito que daba. 

    Sebastianus subió las escaleras con cierta celeridad. ¿Estaba encamada? ¿Se encontraba mal? ¿Había enfermado? O peor, tal vez la habrían envenenado. Tal vez, su marido, el tal Armando Deuna Flotilla la maltrataba y estaba recuperándose de una paliza. Tal vez le había hecho llamar precisamente por eso, para protegerla. Él, un veterano de guerra no tenía miedo de nadie, por grande que fuera. Recorrió el pasillo y entró en la habitación donde, por fin, la vio.

   

    Johana M. Marrana permanecía cómodamente sentada mientras tomaba una taza de café y veía la televisión con una sonrisa de oreja a oreja. Estaba tan guapa como Sebastianus la pudiera recordar. Su pelo color azabache recogido un moño, sus ojos negros e intensos… Sebastianus tuvo un vuelco en el corazón. Pero se alegró de verla bien. Vestía una blusa blanca con un bolsillo en el que tenía guardada una pluma estilográfica. Al ver a Sebastianus hizo un gesto alegre y le invitó a pasar.

  • ¡Sebastianus! ¡Qué alegría! ¿Recibiste mi carta?
  • Sí, por eso estoy aquí.
  • ¡Oh qué maravilla! Oye, mírame a ver si encuentras mi pluma, que no sé dónde está. 
  • ¿Te refiere a esta? - dijo él señalando la pluma estilográfica que tenía en el bolsillo de la blusa. 
  • ¡Oh, qué tonta soy, si es esta! - exclamó cogiendo la pluma - Pensé que la habían robado. Hay, ahora me sabe mal haberte hecho venir para esto.
  • ¿Esto era todo lo que querías de mí? - preguntó Sebastianus con gesto fatalista.
  • Sí. Estaba muy preocupada por mi pluma, fue un regalo, de mi marido, ¿sabes? Por cierto, no te lo puedo presentar porque está de viaje de negocios en El Paraíso. 
  • Johana…
  • ¿Sí? - dijo ella con una sonrisa encantadora.
  • Eres una hija de puta.

    Sebastianus se detuvo en la acera, frente a la casa de Johana M. Arrana y con gesto reflexivo observó lo alto del rascacielos que tenía delante. Había viajado tanto para nada. Sin embargo, ahora que estaba en su ciudad, se sentía completo de nuevo. Tal vez había llegado la hora de regresar para quedarse. 

(1) Sorprendentemente, todas estas ciudades fueron fundadas a la vez, por personas de distintas culturas en puntos completamente alejados del mapa unas de otras.

(2) Ciudades vecinas y rivales.

(3) A ver cuántos escritores te dejan escoger las descripciones de los lugares con tanta libertad.

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Mírame a los ojos

—Extiende tus manos sobre la mesa con las palmas hacia arriba. No tengas miedo, sólo voy a poner las mías sobre las tuyas, así. —La pequeña miraba nerviosa las abultadas venas del dorso de las manos de Xavier—. Ahora cierra los ojos. Imagina que ayer te acostaste y estás dormida. Estás soñando, es un sueño muy agradable, y te encantaría seguir soñando para siempre ese sueño. ¿Vale? ¿Lo tienes? —La pequeña asintió—. Venga, ahora, vas a despertar. Abre los ojos. Mírame.

Para Xavier, el ritual era innecesario, le bastaba con tomar a alguien de las manos y mirarle a los ojos. Pero tras más de veinte años usando su habilidad con miles de niños, había aprendido que así era más fácil que no desviaran la mirada al instante buscando algo más entretenido que los ojos grises de un viejo. No es que necesitara mucho tiempo para descubrir su potencial, sólo eran unos segundos, pero para un niño eso podía ser demasiado.

Xavier se zambulló en sus pupilas, y las sombras cobraron forma, color y movimiento rápidamente. Tenía enfrente un anciano decrépito en una cama entre sábanas blancas. Olía a muerte. Su mano se sentía ligera, fría y áspera mientras clavaba la aguja en su escuálido brazo. El vívido rojo de la sangre contrastaba con el azul translúcido de las venas del consumido anciano. Tenía suficiente. Enfermera. Una pequeña con suerte. En los últimos días había descubierto una boxeadora y un constructor de maquetas de hormigueros, futuros laborales que no eran precisamente halagüeños.

—Ya está. Has sido muy valiente. ¿Caramelo o piruleta?

#

Era la última sesión con niños de esta semana. Su doctor había sido categórico. Tenía que descansar o de lo contrario acabaría ingresado, y no podía permitirse quedar en una situación así; tenía que aprovechar al máximo su don, necesitaba ver a cuantos niños le permitiera su frágil estado de salud. Así que esta vez le hizo caso, o al menos en parte. Tenía programadas un par de visitas de adultos el sábado. No le gustaba, pero era un mal necesario.

En general, los adultos eran unos impertinentes. Venían con demasiadas ideas preconcebidas, y no pocas veces se enfadaban con él cuando no les contaba lo que querían escuchar. Hubo un tiempo en el que tuvo la tentación de mentirles, pero cambió de opinión cuando habló largo y tendido con una famosa lectora de manos tras una sesión en la que ella acabó llorando desconsolada. Su potencial era médico forense.

Xavier trabajó durante años en un prestigioso colegio privado de Londres donde pasaban su infancia los que luego serían personajes ilustres de relevancia internacional. Se estableció como un flamante y joven profesor de arte dramático gracias al encanto que ejercía sobre las cursis madres de los alumnos. En aquella época él no confiaba en su habilidad, y temía que le trataran de charlatán, así que se guardaba celosamente sus visiones para sí mismo. Cuando se dio cuenta de que, sin necesidad de que él les guiara mostrándoles su potencial, aquellos pequeños acababan encontrando en su mayoría un camino vital coincidente con su visión, o estrechamente relacionado a ella, comprendió que estaba desperdiciando por completo su don en aquel lugar.

El detonante que le hizo cambiar de rumbo y entender que tenía que hacer algo más por la sociedad fue el caso del torturador. En la profundidad de los ojos de ese pequeño se vio a sí mismo disfrutando del minucioso y delicado trabajo de mantener con vida a un hombre mientras le infligía el mayor daño posible. Ese pequeño creció y hoy es el presidente ejecutivo de una poderosa multinacional de la industria militar.

Al principio pensó que debería enfocarse en evitar esas desgracias. Pero pronto comprendió que no tenía la influencia ni el poder suficientes para hacerlo. Pero sí podía trabajar en el sentido contrario. Cuantos más niños pudiera guiar por un camino de provecho acorde a sus potenciales, menos fuerza tendrían los que escondían oscuras habilidades y llegaran a ponerlas en práctica. Y menos culpable se sentiría de no poder detenerlos.

De modo que desde entonces se dedica a viajar ofreciendo sus habilidades en humildes escuelas públicas de todo el mundo, alternando con sesiones para adultos con las que consigue la financiación necesaria para su labor. Y todo eso se lo debe a Ágatha, su inestimable mecenas. Sin ella, su don habría permanecido oculto para la sociedad, y Xavier seguramente habría acabado internado en algún psiquiátrico quejándose de que fuerzas oscuras no le dejan usar sus capacidades porque tienen miedo de que el mundo mejore gracias a él.

 Ágatha era una influyente aristócrata poco conocida para el público general, y madre de uno de sus alumnos en el Ciudad de Londres. Por alguna razón, a Ágatha le cayó muy bien desde su primera reunión. Se empeñó en que fuera el tutor personal de su hijo, y él accedió de buen grado. El pequeño James era un niño muy educado, trabajador y sorprendentemente creativo. Pintor. No necesitó su don para saberlo, pero las imágenes que vio a través de sus ojos se le grabaron en la retina durante meses.

La confianza entre Xavier y Ágatha fue creciendo con el tiempo, y en una de las exposiciones del ya adolescente James, le confesó su don a la condesa. Cuando vio aquel cuadro por segunda vez, ahora con sus propios ojos, no pudo aguantarlo más. Lejos de sorprenderse, aquella tarde Ágatha le escuchó, asintiendo sin decir una palabra. Le conminó a citarse al día siguiente en su mansión para una charla más tranquila.

Xavier pensó que aquello era el fin de su amistad, y probablemente de su carrera. Con seguridad, le habría tomado por loco. No pudo dormir aquella noche. Para su sorpresa, aunque a la mañana siguiente quiso cancelar la cita excusándose por su atrevimiento, Ágatha insistió. Pensó entonces que le citaba porque quería prescindir de sus servicios y despedirse educadamente de él. Nada más lejos de la realidad. Ágatha creía en él. Desde aquel día comenzó a guiarle, abriéndole las puertas de prestigiosos clubes y cerrando las bocas de incrédulos y suspicaces, hasta convertirle en la figura de reconocimiento mundial que hoy es. Un regalo para todos. Una bendición. Un milagro que la sociedad no se merece, pero que necesita hoy más que nunca.

#

El taxista le dejó en la puerta del hotel negándose a cobrarle. Sabía que no debía hacerlo, pero no podía evitarlo; le había dado cita a su hijo para mañana domingo. Xavier insistió de nuevo en pagar la carrera, pero el taxista se negó otra vez. Él ya estaba preparado, así que dejo caer con disimulo un billete que llevaba oculto en su calcetín derecho. Mientras subía en el ascensor, pensó que a estas alturas, de tantas veces que le ocurría lo mismo, los taxistas deberían ser el gremio con mejores expectativas de futuro para sus hijos de todo el planeta. Sonrió. Antes le preocupaba no ser ecuánime en el uso de su don, pero ya tenía una edad y se contentaba con poder ver a cuantos más niños pudiera.

Como cada sábado, le tocaba sesión de adultos. Adultos adinerados, para ser más exactos. Alguien tenía que pagar los taxis, los aviones, las estancias de hotel, y el fondo que mantenía la fundación que hacía que pudiera realizar su trabajo. Él usaba su don en las sesiones, pero había decenas de personas más que usaban dones más mundanos como la capacidad de organización, la disciplina, o el amor por la maldita burocracia, antes, durante y después de que él pronunciara su visión.

Se acomodó en la silla del despacho que le habían dispuesto en su habitación, y ojeó la agenda. En un cuarto de hora, tocaba atender a otro ricachón más que quería mantener su identidad en el anonimato. Ricachona, en este caso. Señora Jane Doe. Tiempo suficiente para una cabezadita. Tardó menos en quedarse dormido que en decidir si merecía la pena levantarse y tumbarse en la cama.

A las 17:00, con puntualidad británica, le despertaron al unísono la alarma de su reloj y el timbre de la puerta. Al levantarse apresuradamente, se golpeó la espinilla con un pico de la mesa, y soltó una maldición mientras veía las estrellas.

—Yo también me alegro de verte, Xavier —dijo Ágatha, que ya estaba cerrando la puerta por dentro.

—¡Ágatha! ¡Cuanto tiempo! —contestó Xavier sin dejar de tocarse la pierna con gesto de dolor—. No nos vemos desde ¿Nochevieja?

—Exactamente.

—Siéntate, por favor. Pero aquí no, vamos al salón, estaremos más cómodos. 

Xavier se incorporó disimulando la repentina cojera y la acompañó a un amplio sofá donde podían sentarse ambos cómodamente. Se acercó al mueble bar y empezó a servir sendas copas. No tuvo que preguntarle siquiera, el tiempo pasaba para sus cuerpos, pero no para su amistad.

—Esta vez tu retiro ha durado más de lo normal. ¿Cómo estás, Ágatha?

—Estupendamente, Xavier, aunque algo preocupada.

—¿Quién te preocupa?¿Tu hijo James, otra vez? —Xavier se sentó y le tendió la copa. Ágatha la tomó entre sus delicados dedos y miró pensativa el interior. 

—No, Xavier, me preocupas tú —contestó sin desviar la mirada de la copa.

—No te entiendo. ¿Es por mi salud? Ya lo hemos hablado, el poco tiempo que me queda quiero seguir haciendo lo que…

—Lo que más te gusta. Lo que mejor se te da. —Ágatha seguía mirando el fondo de su copa como si la respuesta estuviera ahí.

—Que además es lo correcto, Ágatha.

—Pero Xavier, ¿quién decide qué es lo correcto? ¿Quién decidió lo que tú debías hacer? —le preguntó, ahora sí, mirándole a los ojos.

—¿Qué quieres decir?

—Dame tus manos. Ofréceme por primera vez tus viejas y cansadas manos, Xavier.

Xavier le tendió las manos con las palmas hacia arriba. Miles de historias humanas se habían solapado sobre esas gruesas líneas, que parecían haber absorbido las miserias y las ilusiones de los proyectos vitales de toda una época. Esas manos constituían un mapa de la sociedad presente y futura. Un mapa que ahora se veía ajado y amarillento, maltratado por el paso del tiempo. Ágatha puso sus manos sobre las suyas, y con las lágrimas saltadas, le clavó la mirada en los ojos.

—Mírame, Xavier. ¿Qué ves?

—No… no veo nada. Solo… solo tus preciosos ojos negros.

—Exactamente lo mismo que veo yo en ti. Sólo que tus ojos grises son mucho más feos que los míos.

Ágatha se echó a reir y llorar al mismo tiempo, tendiéndose sobre los hombros de Xavier que, desconcertado, solo supo acariciarle el cabello en un gesto instintivamente paternalista que, a pesar de todo, causó su efecto al cabo de un rato. Ágatha echó mano de un pañuelo oculto en su vestido, y, tras secarse las lágrimas, se calmó.

—¿Qué ha sido eso, Ágatha?¿Por qué no veo nada en tus ojos?¿Por eso nunca quisiste que descubriera tu potencial?¿Ya lo sabías?¿Quién te lo ha dicho?¿Hay alguien más con mi don? 

—Esas son demasiadas preguntas para hacerle a una damisela desconsolada, ¿no crees?

—Perdona, no quería…

—No pasa nada, Xavier. Ya es hora de que sepas la verdad. He sido muy injusta contigo todo este tiempo. Pero creo que debes saberlo antes de que te llegue la hora. Xavier, yo soy como tú. Yo también veo. Pero no tuve el valor… No. Fui demasiado egoista como para convertirme en la figura que hice de ti. Atado a las vidas de esos niños, atado para siempre a tu don. Yo podría haber sido la que durmiera cada noche en una fría habitación de hotel, lejos de mi familia. La que cada día se sentara mirando a los ojos al futuro, sin poder vivir el presente. Pero apareciste tú. Tú me salvaste, Xavier. ¿Podrás perdonarme? ¿Podrás perdonarme por hacerte ser quien eres? ¿Por haberte dejado solo con esa carga? ¿Podrás perdonarme?

Xavier se levantó con la mirada perdida, se dirigió al despacho y dejó su copa sobre la mesa. Ágatha le seguía, repitiendo la misma pregunta una y otra vez. Pero no podía escucharla, su voz parecía lejana y débil. Se dejó caer en la silla, suspiró, y miró su agenda. A las 18:00, cita con el magnate del ferrocarril Sir Steven Scofield, y su hijo. Otro niñato irreverente de la alta sociedad que no habrá dado un palo al agua en su mísera y opulenta vida. Otro acaudalado padre preocupado porque su hijo ni siquiera aparente ante sus congéneres tener alguna cualidad destacable. Pero serán cinco cifras en menos de una hora para que la fundación siga haciendo su trabajo. Era lo que había que hacer. Era lo correcto.

A lo lejos, entre sollozos, Ágatha cerró la puerta.

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«Sara...»

Sara estaba de visita en la casa de baño que su tío Johann tenía en Zeraninburgo. A pesar de que era una de las más famosas casas de baños del país, nunca la había visitado antes.

Y no era porque sus familias se llevasen mal: “mi primo Johann es muy generoso” o “ me encanta ir de copas con Johann” eran frases habituales de Peter, su padre. Ella misma había asistido a los mejores colegios de la elite de Zariniava gracias al dinero de su tío.

El problema no era ese; tampoco el enorme bullicio que había siempre en la casa de baños. Las siete plantas estaban repletas de clientes chismosos con sus joyas, sus caros abrigos (en invierno) o sus delicados abanicos (en verano) que dejaban a la entrada.

El problema para Sara es que era bibliógena: los pensamientos que se producían a su alrededor eran almacenados por su subconsciente y, al cabo de un tiempo, sin apenas notarlo y sin que le fuese desagradable, le surgían de sus brazos pequeños libros con diferentes encuadernaciones y tamaños; con el tiempo producía incluso códices miniados o libros que aún no se habían escrito.

Cuando era pequeña, ciertamente era muy desagradable cuando estaba en un examen y, debido a la concentración, le empezaban a surgir folios y folios de los brazos, con la consiguiente dificultad que suponía explicarle a los profesores que dichas hojas pulcramente manuscritas no eran apuntes ni chuletas codificadas.

Siendo más mayor podía elegir si los libros que producía tenían tapas duras o eran de bolsillo (sus preferidos, puesto que aparecían, ¡plop! y no dejaban ningún rastro de su existencia en los brazos, ni siquiera la débil membrana que sí que producían los de tapa dura).

La humedad aceleraba el proceso hasta límites extremos y si cuando salía a la calle en Zeraninburgo se levantaba la niebla (lo cual siempre sucedía a las cinco de la tarde por una misteriosa razón) parecía un kiosko ambulante. En varias ocasiones había visto a algunos libreros ansiosos en frente de su casa esperando como carroñeros una oportunidad a esa hora.

Así pues, ir a una casa de baños no sólo era engorroso para ella sino que iba dejando un rastro de libros con unos contenidos quizás demasiado elevados para los clientes de la casa de baños.

Johann la había citado allí porque decía que había encontrado un pequeño libro titulado De los chirridos y otras manifestaciones mágicas con la promesa de que le sería útil.

Sara llevaba esperando cinco minutos y la bolsa que siempre llevaba consigo estaba ya a la mitad.

Al presentarse su tío intercambiaron un escueto “Hola” y él pasó a explicarle que ese libro curaría su dolencia.

—Pero tío, —dijo pasándole una copia de Ulysses de James con comentarios de H. J. Abrahamavov (un autor al que aún le quedaba un siglo para nacer) — esto es mucho mejor que cualquier cosa que le pase a un propietario de una casa de baños.

menéame