
Luis Mediavilla no tenía suerte con las mujeres.
Intentarlo, lo intentaba, pero no tenía suerte.
Cada vez que se le cruzaba por la imaginación una chica, ella empezaba a salir con otro una semana después. Era un sino aciago.
A puro acodarse en la barra de los pubs, cerveza en mano, acabó trabando conversación con Jaime. Luis temió en un principio haber ligado justo cuando menos lo pretendía, pero luego se enteró de que el tal Jaime estaba tan solo como él, y tan harto como él de fracasar con las chicas.
Intentaron algunas correrías juntos, pero fue aún peor: eran como dos ciegos bajando Pajares en bicicleta, cada uno confiando en que el otro sólo era tuerto.
Una noche, bailando en la pista del Bovis Ridentis, Jaime se fijó en una chica de escote generoso y piernas largas. Era una rubia estupenda, o de bote estupendo: era estupenda en todo caso.
—¿Le entramos a esa? —le propuso a Luis.
—¿A cual?
—A la de las pantalones rosa.
—No jodas, que es mi prima Laura.
Jaime abrió los ojos como si le hubiesen metido un hielo por la espalda.
—¿Lo dices en serio?
—Totalmente. Toda la infancia y la adolescencia enamorado de ella.
—No me extraña.
—Inténtalo —animó Luis.
Jaime lo intentó, pero sin éxito. A los pocos minutos volvió junto a Luis.
—No hay nada que hacer.
—Si te gusta de veras, sé donde vive. Le puedes mandar unos versos. siempre le han gustado esas cosas. Si le picas la curiosidad, lo mismo te acepta una cita a ciegas —propuso Luis.
—Pero yo no sé escribir versos.
—Es igual. Te los escribo yo.
A Jaime la idea le pareció buena. Una cita a solas con la dueña de aquel meneo tenía que ser de locura y no había mucho que perder. No mucho más.
El lunes, después del trabajo, los dos amigos quedaron en un bar. Luis apareció con los versos, y Jaime añadió una líneas. Luego echaron la carta al correo.
Para sorpresa de ambos, la chica llamó al teléfono de Jaime y quedó con él. La cosa marchaba. La cosa iba como Dios.
Pero cuando el día siguiente a la cita Luis se encontró a Jaime en la esquina del bar de siempre, enseguida descubrió en su expresión que algo no había ido bien.
—¿Qué tal? —le preguntó.
—No muy bien...
—¿Qué pasó?, ¿qué te dijo?
—Estos versos son de mi primo, que es un idiota. Y tú un imbécil. Eso me dijo.
—Joder, tío. Lo siento —se disculpó Luis.
—No pasa nada, amigo, pero ya ves: ser feo no es batante para ser Cyrano.
-Nosotros no tenemos lo que llamáis propiedad privada, usamos esa palabra que tenéis, como se dice, “usufructo”.
-Pero qué pasa con la herencia... con lo que has conseguido en tu vida trabajando o creando o invirtiendo...
-No tenemos el concepto invertir, no lo entendemos... y herencia tampoco, te recuerdo que al llegar el omokunin, algo parecido a la mayoría de edad o una traducción más literal sería “poder caminar solo”, la prole se marcha voluntariamente del nido. Y ellos empiezan de cero cada vez, sin recordar ni deber nada a los guklian, engendradores; ellos, los jukih, se forman voluntariamente en los uhuhg o “centros de contenido”... no toda la prole sobrevive, pero solemos tener una media de diez jukih como ya te he contado en otra ocasión... Y siempre sobrevive alguno, además nos da igual lo que hagan después con sus vidas.
-Pero las casas donde vivís, no son vuestras...
-Usufructo. Las usamos hasta que fallecemos, y luego otro jilom usará esa casa...
-¿Y cómo cobráis por el trabajo? ¿Cómo sobrevivís?
-Usamos unas tarjetas donde los trabajos que nadie quiere son los que se pagan mejor y los que todo el mundo quiere se pagan peor... Y todo el dinero va al fondo común de la yaatrid, donde se reparten las vuyde o “perlas de sudor” en una traducción lo más parecida a vuestro idioma; estas perlas son limitadas al número de integrantes de la yaatrid, si hay 1.000 jilom hay 5.000 “perlas de sudor”. Ni una más. Calculando con las tarjetas los trabajos que nadie quiere o los que todos quieren.
-Alimento, agua...
-A través de una cosa parecido a vuestros poros, bebemos agua evaporada del ambiente, usamos los iningur para ello, el equipo viene integrado en cada nido, en cada casa. Comer, hacemos una comida al día en el kiloj, el centro de comidas de la yaatrid. Todos aportamos comida de sobra para que nos alimentemos bien.
-No me has contado cuál era tu trabajo.
-Oh, ha variado muchas veces, no soy especialista en nada, pero suelo trabajar en teoría espacio temporal, y a veces he trabajado construyendo nidos nuevos. Depende.
-Pero con vuestro sistema no entiendo cómo podéis haber avanzado tanto... hasta el punto de poder comunicarnos como hemos venido haciendo estas noches.
-Oh, es fácil, no competimos entre nosotros.
-No lo entiendo.
-Y nosotros no entendemos cómo podéis organizaros como lo hacéis.
-Háblame de la familia, de tu familia.
-No tenemos, sólo cuidamos a nuestra prole mientras está indefensa. Cuando ya pueden “caminar solos” se disuelve la asociación, acuérdate que somos cuatro generadores, cada uno aporta una parte del futuro jilom. Nuestra genética os parecerá complicada, ya que tenemos que integrar en un equilibrio perfecto pero inestable elementos complejos como carbono y cianuro, sílice y nitrógeno. Esto es complicado de explicar ya que vuestra genética es muy simple, hermosa, pero simple.
-Ni siquiera entiendo cómo te comunicas conmigo.
-Eso es porque algunas cosas las olvidas debido a que me comunico contigo en tu etapa de sueño, no todo lo puedes guardar, al ser un sistema muy selectivo cómo manejáis la información en esos estados tan raros para nosotros.
-¿No dormís, no descansáis?
-Paramos nuestras partes pensantes varias veces al día.
-Estoy cansado, ¿seguimos otro día?
-Claro, cuando quieras, te visitaré dentro de trece días en tus sueños. Que descanses.
(Febrero, 2008. 1ª parte de 6.)
(Cuando os canséis me lo decís y lo dejo. Y ya os resumo que el asesino era el mayordomo, ah, no, Juan. Esta parte del "relato corto", ejem, viene de aquí y en este orden: www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-7 y después aquí: www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-11 )
A la vuelta de la compra decidió desviarse un poco y pasar por el puente, sentía mucha curiosidad por ver cómo evolucionaba la cosa. A esa hora no había mucha gente, el tráfico habitual de coches de los sábados, esos días que para a ir a comprar el pan dos calles más allá se usaba el coche y la ciudad se atascaba como si fuera un lunes a las siete de la mañana. Como el día estaba agradable había personas paseando, se detuvo un momento dejando el carro de la compra cerca del muro bajo del puente y miró disimuladamente al campanario, a derecha, a izquierda y luego se asomó a la zona de cañas, árboles y a la pequeña presa de barro y objetos acumulados que seguía sin limpiar. Su paquete seguiría totalmente invisible. Aunque le parecía que las plantas estaban movidas, dobladas y algún matorral ya no estaba.No podía estar seguro, claro. Posiblemente la riada debió zarandear esa zona. Vio un par de perros sin collar recorrer el cauce sin aparente rumbo.
Se dirigió a casa satisfecho. Tras ordenar la compra, volvió a saltarse su regla sagrada y miró la prensa buscando noticias sobre el caso, navegando remolonamente por otras noticias como si alguien pudiera estar grabando sus movimientos y fuera su manera de disimular. No entendía cómo su orden tan bien establecido estaba dando paso a una impulsividad desconocida para él.
En varios periódicos publicaban la foto de la mujer con una cartela en rojo que rezaba: “DESAPARECIDA” y sus datos para identificarla. ¿Se preguntaba qué podría haber pasado con el amigo con el que debía encontrarse? ¿En su casa? ¿En la calle? ¿Tendría buena coartada? ¿Eran más que amigos?
Juan sabía que debía trazar un plan de actuación o de inacción para los próximos diez años al menos, estos casos no se resolvían de la noche a la mañana. Si quería que su crimen perfecto funcionara debería pensar, al menos, a diez años vista. Habría sido más fácil que la mujer tuviera amante, o divorciada con amenazas del ex marido, o estuviera en negocios turbios, enemigos en la comunidad de vecinos, pero no... al menos en la prensa no se hablaba de nada de eso.
Ya sabía que no podría obtener información de ningún tipo como no fuera a través de los medios de comunicación y las redes sociales. Quizás podría jugar la baza de preguntar muy discretamente al policía que tenía cuenta con su banco, pero o lo hacía con mucha habilidad o... Quizás no mereciera la pena ese riesgo.
En ese momento llamaron al timbre de la puerta. Sorprendido, bajó hasta el jardín y sin abrir el portón preguntó.
-¿Quién es?
-Hola, buenos días, Policía.
Juan instintivamente conectó el sistema de alarma mental. Abrió la puerta y vió a dos policías, un hombre y una mujer, jóvenes y con mirada tranquila.
-Buenos días, estamos preguntado a los vecinos por el caso de la mujer desaparecida...
-Vaya, pensaba que lo de ir puerta a puerta sólo se hacía en las películas –dijo Juan con una sonrisa en la cara.
-En esta zona hay muchas personas mayores que no tienen ni redes sociales ni leen la prensa por internet... –respondió la joven policía, ahora seria, austera.
“Claro, que el padre de la mujer fuera inspector de policía seguro que no tenía nada que ver, claro.” Pensó esbozando una sonrisa interna.
-Sí, sí, he visto la foto de la mujer desaparecida, poco más.
-¿La noche del doce al trece vio usted algo u oyó algo inusual?
-¿La noche del doce? No recuerdo ni lo que comí ayer... –dijo buscando complicidad con los agentes.
-Unos vecinos dicen que se oyeron ruidos y que podrían ser okupas en las casas en venta.
“Cuánta imaginación tiene la gente, ven okupas por todos lados.” Pensó Juan suspirando y no sabiendo cómo continuar su respuesta.
-Pues no he oído nada. Ah, por cierto, aparte de que los perritos de la zona, sobre todo uno y su dueña, tienen mucha afición a mearse y cagarse en mi puerta.
-Hable con la Policía Municipal –dijo el policía-. Bueno, gracias, que tenga usted un buen día.
-De nada. Buen servicio.
Tras cerrar el portón. Los engranajes mentales se pusieron en marcha a mayor velocidad. Debía revisar a fondo el jardín, el patio entero al detalle. El trocito de plástico en el rosal no había sido buena señal y así debió entenderlo, pero lo dejó pasar. Y ahora esto, dos policías en su puerta. La mano del inspector de Policía debía estar detrás de tanta investigación, cuando lo normal es que atiendan llamadas de gente que cree haber visto algo o recibir informaciones variadas; ponen en redes y en prensa la foto y sus datos y a esperar. Ser tan activos no encajaba con nada.
Pasaron unos minutos y abrió el portón discretamente, asomó la cabeza para ver por dónde iban los policías, estaban tres puertas más allá hablando con el vecino con muletas, a la altura de su plaza de aparcamiento de minusválido, no, personas con movilidad reducida, pronto cambiarían el término y le llamarían personas con movilidad divergente.
Comenzó a revisar concienzudamente todo el patio, planta por planta. Debajo de unas hojas había una perla pequeña de color rojo, de plástico. La miró al detalle. Y una imagen le golpeó en la cara. La mujer llevaba un collar de bisutería, con cuentas de colores, pero el collar no se rompió. Una cuenta perdida saltaría con el golpe de la maza. Azar. La guardó en una bolsa y siguió mirando con detalle. Luego se dirigió a donde había caído el cuerpo tras el golpe, en el césped. ¿Habría restos de pelo entre la hierba? ¿Saliva? No sangró, o no vio sangre en el momento. Y en el plástico al envolverla tampoco vio sangre. Saliva sí. Fue a por la azada al arcón de las herramientas de jardín y comenzó a levantar el césped de toda esa zona, con la pala cogía trozos de tierra y hierba y los echaba en un saco. No iba a correr ningún riesgo con eso.
Cuando terminó tenía un pequeño socavón de dos metros por dos de tierra y yerba eliminada. Estaba sudando, mientras contemplaba su obra.
Era la hora de comer, se lavó, se cambió de ropa y vio que el plan de comida de hoy era arroz hervido, huevos fritos y pisto. “¿Otra vez?” Pensó mirando el plan semanal completo, con ciertas dudas.
Sus ojos eran como telarañas. Bajo la potente luz de los trajes de sus compañeros, parecía que las venas del rostro de Bao estuvieran tatuadas sobre la piel con una enfermiza tinta azul desde el cuello a la frente.
Dejarían a Bao allí sentado en la sala de control. No tenía sentido que salieran de la base con su compañero ciego. Tenían que saber qué había pasado, o al menos en qué situación se encontraban. La base tenía un volumen lo bastante grande como para no preocuparse por el oxígeno, de momento. Pero si no podían volver a poner en funcionamiento los sistemas, tendrían que tomar decisiones difíciles y actuar rápido.
Se despidieron de él con un “en seguida volvemos” antes de dirigirse al módulo de entrada. La pequeña sala de presurización del fondo del módulo estaba abierta. Estaba diseñada para tres personas, y habían decidido salir juntos. Ya dentro de la sala, Chang bajó una palanca junto a la puerta interior para desbloquear el sistema de apertura manual.
El cierre manual de la puerta interior no estaba diseñado precisamente pensando en la ergonomía. Chang intentó girar la manivela con las dos manos, pero no pudo. No podía ser que en unos días hubiera perdido tanta masa muscular, seguía su tabla de ejercicios y debería estar al 95% de su capacidad máxima. Probó de nuevo, esta vez con todas sus fuerzas. Se le encendió la cara como una tea. No había manera.
—Prueba con esto —dijo Li, ofreciéndole una herramienta multiusos del tamaño de un antebrazo de la que había desplegado el cabezal idóneo.
El extremo encajaba en la manivela como un guante. En otra situación, Li le habría hecho alguna broma sexista al respecto, pero en esta ocasión le fruncía el ceño con preocupación. Desplegó una barra del otro extremo para hacer palanca. Estaba en el manual. Era obligatorio llevar esa herramienta en cada salida, y aunque no recordaba ese cabezal concreto, debería habérselo imaginado. Tenía que estar más atento, no podía permitirse desperdiciar sus energías ni arriesgarse a sufrir una lesión por no pensar con rapidez. Lo bueno de haber realizado ya tantas misiones con Li era que con una sencilla mirada y un asentimiento fue suficiente para que ella supiera que estaba al tanto de su error y que intentaría corregirse. Fuera no tendrían esa ventaja. Si había algo que odiaba del traje era no poder contar con ese contacto visual. Le exasperaba hablar con su reflejo curvado en el casco de sus compañeros.
Cerró la compuerta interior. La puerta exterior tenía una pantalla inservible por ventanilla, así que no sabían que se encontrarían fuera. Se colocaron las escafandras y comprobaron los sistemas del traje. No los habían recargado, les quedaban poco más de dos horas de oxígeno. “Cuando esto acabe, seguro que añaden un paso más al protocolo de entrada en la base: recarga de los trajes.” El indicador de riesgo de síndrome de descompresión estaba en naranja, alto pero asumible; seguramente tendrían bajo todavía el nitrógeno corporal por la última salida. Se dieron la señal de OK y activaron la mochila de soporte vital. Estaban forzando los tiempos de los protocolos de salida, o más bien saltándoselos. Esperaba que se le taponaran bruscamente los oídos durante un rato, pero no fue para tanto.
Al contrario que la puerta interior, la exterior se abría siempre de forma manual. De modo que Chang se ajustó la herramienta en el cinto, puso las dos manos en la manivela, y luego miró a Li. Cualquiera diría que ella le veía a través del espejo.
—No le des más vueltas, la decisión ya está tomada. Salimos los dos a la vez. Ninguno de los dos iba a quedarse dentro sin poder hacer nada en caso de problemas —dijo Li.
—Sabes que no es la mejor decisión.
—Pero es la que hemos tomado —zanjó Li.
Chang no estaba de acuerdo, pero no quiso discutir antes con Li. La conocía lo suficiente como para saber que no aceptaría órdenes en una situación así. De todas formas, pensaba que fuera no habría nada que les pudiera dañar. Fuera lo que fuese, ya había pasado. O eso quería pensar. Sí que le preocupaba que más adelante, en una situación realmente crítica, no tuviera forma de convencerla. Tendría que hacer que salieran de ella las decisiones difíciles.
Abrió la compuerta. Li barrió el exterior con los focos de su traje. Nada parecía haber cambiado en el exterior de la base. A la izquierda y a lo lejos, podían vislumbrar el montículo artificial de regolito que cubría el módulo de energía nuclear, y el grueso cable que llegaba hasta la base. En el centro, el extenso valle del crater Daedalus. A la derecha, el radiotelescopio en disposición de funcionamiento para la noche lunar, tal y como lo dejaron en su última salida.
Salieron de la base y cerraron la puerta exterior; el polvo lunar era un incordio, especialmente en el interior de la base. Chang le hizo una señal a Li con la mano para que le siguiera, y se dirigió hacia el montículo andando despacio junto al cable. La luz de sus focos se veía reflejada en el polvo en suspensión, mirara hacia donde mirara. Era su primera noche en la Luna, así que no tenía claro si esa cantidad de polvo era inusual, o era la misma de siempre, magnificada al reflejarse la luz de los focos en la oscuridad.
Por el rabillo del ojo, vio una luz azulada. Se giró bruscamente hacia atrás. Ahí estaba Li, que instintivamente también se giró hacia atrás, gritando por radio un “¡¿Qué?!” que casi le deja sordo. La luz ya no estaba. No había nada raro. Sólo el cable que llegaba por el suelo hasta la colina de regolito que ocultaba y protegía la base.
—Nada. Me pareció ver una luz azul detrás. Serían tus focos.
—Maldita sea, Chang, no me des estos sustos.
Siguió andando, pero pronto volvió a ver lo mismo. Se detuvo. Esta vez dirigió sus mirada hacia la izquierda sin mover la cabeza. Había una luz azulada. Estaba seguro. Eran los focos los que le impedían verla con claridad. Apagó sus luces y le indicó con la mano a Li que hiciera lo mismo.
Giraron sobre sí mismos, mirando asombrados a su alrededor. Era algo precioso, casi mágico. La base, el cable, el módulo de energía, el radiotelescopio, y hasta ellos mismos tenían una especie de tenue aura azulada. Agitó la mano delante del cristal de su casco y pudo ver como el aura la acompañaba, dejando una leve estela en su retina.
—Qué pasada, Chang. ¿Crees que esta cosa tan bonita nos habrá fundido los sistemas?
—No lo sé. Si tuviera que aventurar una hipótesis, diría que ha habido una descarga eléctrica y de alguna manera la carga residual produce esta luz. Tenemos que comprobar el módulo de energía nuclear.
—Tiene sentido. Lo de Bao parecían quemaduras eléctricas superficiales. Como si le hubiera atravesado un rayo. Pobre diablo. Me cae como el culo, pero no se merecía eso. No me jodas —dijo señalando la parte alta de la base, cerca de la cima de la colina—, ¿eso es lo que creo que es?
—Mierda, sí, Li. Tenemos fugas de aire en las claraboyas. Hay que darse prisa.
Con la vista acostumbrada, ni siquiera encendió las luces. Retomó el camino, esta vez dando grandes saltos. Li le siguió sin titubear un segundo. Si no se daban prisa en reactivar el soporte vital, Bao podría morir. “Es culpa mía. No hago más que cagarla. No es que tuviéramos el nitrógeno bajo, es que la presión en la base era más baja de lo normal. Debía haberme dado cuenta. Eso me pasa por mirar los malditos indicadores para torpes. Por no haber revisado los niveles individuales.” Llegaron por fin al módulo de energía nuclear y lo rodearon hasta alcanzar la puerta. Pintaba muy mal. Cerró los ojos y encendió sus focos, deseando encontrarse otra cosa al abrirlos. Pero cuando los abrió y se acomodó a la luz, la realidad le golpeó con fuerza. La puerta estaba completamente chamuscada. Ennegrecida y deformada en los bordes. Sellada.
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Iban de vuelta a la base, no había tiempo que perder. Li iba delante. No habían conseguido abrir la puerta de ninguna manera. Chang, con las lágrimas saltadas por la impotencia, la había maldecido y golpeado como un niño hasta que Li le puso la mano en el hombro y le dijo lo que había que hacer. Si no llevara el traje no habría sido una mano en el hombro, sino una bofetada.
Tenían que ayudar a Bao. Y tenían que sellar las fugas ya. Desconocían la magnitud del problema; solo habían visto lo que parecían ser chorros de aire perturbando el aura azul que cubría la base. Sin fugas, la base tendría oxígeno como para que todos sobrevivieran tres o cuatro días. Pero no sabían cuánto tiempo estaban perdiendo por cada minuto que pasaba. “Cuánto tie mpo hemos perdido por mi culpa ¿Minutos?¿Horas quizás?¡¿Días?!
Cerca de la puerta de la base, se separó de Li. Ella entraría a ayudar a Bao mientras él subía a sellar las claraboyas. Casi la pifia otra vez; intentando subir por el camino más corto, por poco no resbala en el regolito apelmazado de la colina. Se dirigió a los escalones de uno de los laterales. Cuando llegó arriba, apagó las luces. La luz azul era más tenue ahora, pero pudo ver discontinuidades en dos de las tres claraboyas. Se dirigió a la primera y cerró la escotilla de metal. Cuando se agachó sobre la segunda, se detuvo. A través del cristal, podía ver a Bao en la sala de control, iluminado por las luces de Li. Sus brazos estaban tendidos en la mesa, y su cabeza recostada de lado sobre los controles. Li se llevó las manos a la cabeza y se dejó caer de rodillas. Bao estaba muerto, y sin embargo seguía saliendo aire a través del cristal de la claraboya. “Claro. Hasta ciego lo has visto mejor que yo. Tu sacrificio te honra. Ahora me toca a mí.”
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Miró hacia atrás otra vez, aunque sabía que no vería nada. El polvo lunar que levantaba el rover reflejaba las luces de su casco; era una niebla impenetrable que le alejaba del pasado, una niebla que borraría sus errores, y una vez disipada, dejaría ver su verdadera huella. Detuvo el rover. Ya había terminado. Espiró por última vez, se quitó el casco, y lo lanzó con todas sus fuerzas. Sonrió. Seguía sorprendiéndose de lo lejos que podía lanzar las cosas allí. O2. Deseó poder ver su obra desde el espacio. ¿La dejarían allí para la posteridad, como la huella de Buzz Aldrin? Le recordarían como un héroe, eso seguro. En ese momento, al dolor que empezaba a notar se le unió uno más punzante. Quiso tomar aire, y el pánico de su falta se vio incrementado por la incertidumbre de la duda. ¿Había hecho lo correcto? Se sintió el mayor egoísta por acabar de aquella forma. Él no tendría que vivir cargando con la muerte de sus compañeros. “Perdóname, Li.”
El gran "monolito", por Ludovic Celle (BY-NC-SA)
Thuilr miraba el horizonte. Tenía que descubrir de donde surgía aquel resplandor dorado que llevaba toda la mañana molestándole.
Además, estaba aquella música melancólica que no paraba de sonar. Desde hace varios días sentía como si estuviera siendo controlado: oía sus propios pensamientos en voz alta, luces y sonidos surgían de todas partes y, a veces, escuchaba largas descripciones sobre el paisaje.
—¿Mundo? ¡Escúchame! No voy a permitir que me controles.
Continuó cabalgando. Ahora que lo pensaba no recordaba cuando había sido de otra manera, sin escuchar aquellas voces...
—Eh... espera, espera... ¿Cómo que nunca he vivido de otra manera? Claro que he vivido de otra manera... —pero su protesta fue apagándose poco a poco cuando descubrió que se equivocaba.
—¿Qué dices? —continuó—. ¿Qué yo me equivoco? Estás haciendo trampa, me estás diciendo lo que tengo que pensar.
«Es posible que esté haciendo trampa, para algo soy el Narrador. Yo existo, tú no existes. No me quieras decir cómo tengo que escribir este cuento».
—¿Pero cómo va a ser eso posible? ¿Y mis derechos? ¡O sea que eras TÚ el que hace que todo esté tan excesivamente descrito, cuando no hace falta! ¡Pues que sepas que tienes un gusto pésimo!
A Thuilr le empezó a dar vueltas la cabeza. Decididamente, los tragos de ron que se había tomado con los bandidos a los que había ayudado a escapar no ayudaban en nada.
—¡Difamación! Puede que me dé vueltas la cabeza, ¡pero es por tu culpa, voz fantasmal! Y que conste que yo no les ayudé... sino que...
Con un suspiró, cayó al suelo, totalmente borracho. No se movió de ahí durante un buen rato.
Así que ese es su juego, quiere controlarme, pero no lo va a conseguir. Pero le seguiré la corriente y averiguaré cómo devolverle la jugada.
Thuilr despertó a la mañana siguiente todavía con resaca y algo confuso, pero al no escuchar voces extrañas (que habían sido producto, indudablemente, de la borrachera) su ánimo mejoró. Se mantuvo callado y cabalgó con su poni (¿Cómo que un poni? ¡Me costó mucho dinero este caballo!) con su caballo hasta aproximarse a aquel resplandor que había visto el día anterior.
Era una gigantesca roca amarilla con forma de monolito. No amarillo pálido, ni dorado, como aparentaba desde lejos, sino un amarillo chillón difícil de soportar a la vista. A la derecha del enorme monolito había un frondoso bosque. A la izquierda, un enorme cañón desértico.
Tenía que elegir.
—Pues no sé tú, pero yo me quedo aquí a comer, que estoy cansado.
«Tienes que continuar, si no, el cuento se queda estancado. Además, ¿A quién le importa que tú comas? Luego me dirás que tienes que hacer —ejem— otras cosas».
—Pues claro, ¿quieres que tenga estreñimiento? En estos lugares no se puede permitir.
«No seas mal personaje y continua andando».
—No. —dijo el muy terco de Thuilr—. ¿Terco, eh?, pues que sepas que no te voy a hacer caso.
«Narrador narrándose a sí mismo (con voz fría): Tienes que saber una cosa. Si ahora presiono una cosa que "aquí afuera" llamamos "tecla escape", sabrás por seguro que no seguirás existiendo. Es más, es como si nunca hubieras existido».
—Curioso. Tú también tienes voz narradora.
«Narrador narrándose así mismo (temeroso): ¿Yo? ¿Cómo? —el Narrador estaba perplejo».
«Narrador cada vez más atemorizado: No, yo no tengo voz narradora»
—Sí, la tienes, la estoy escuchando todo el rato. Al parecer tienes miedo. ¿Qué es lo que temes?
«Narrador pensando: "¿Qué es lo que temo?" ¡Yo no puedo estar siendo narrado! ¡Me convertiré en un personaje también!»
—Diría que dentro de poco te vas a materializar aquí dentro, en el relato. No puedo esperar a echarte la mano encima.
«El Narrador notó como lo que decía Thuilr se iba haciendo cierto. ¡Pronto dejaría incluso de tener una tipografía diferenciada!».
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—Hola —dijo Thuilr—. Tumbémonos sobre el césped y charlemos tranquilamente, Narrador. —El tono que se desprendía de sus palabras era venenoso y cortante.
—¡Ja! —continuó Thuilr—. Este Narrador tiene más estilo que tú. ¿Te ves ya completamente ficticio, eh?
—Eh... —dijo el Narrador—. Esto no puede estar pasando. Yo estaba escribiendo este cuento. ¿Quién lo escribe ahora?
—Quién sabe. —Y, agarrándolo de la sucia chaqueta (al parecer el Narrador se había caído y su camisa se había llenado del polvo del camino), le llevó a rastras hasta el monolito.
—¿Qué significa esto? Como Narrador tienes que saberlo.
—Es que... todavía no lo había pensado. La trama no estaba desarrollada.
—No me mientas. Después de escuchar todas tus descripciones ridículas del paisaje, sé que tenías algo preparado. ¡Por el amor de todas las criaturas de Ra, si incluso cuando pasamos aquellos pedruscos hace tres días, no dejabas de repetir que podían ser ruinas antiquísimas de los demonios de nosequé Imperio!
—Está bien, está bien. Te contaré lo que sé, pero suéltame la camisa, ¿está claro? Además, quiero que quede constancia de que soy un ser superior que tú, aunque esté atrapado aq... argghh...
—Como sigas con ese discurso ridículo, te estrangulo aquí mismo. Para todas las desgracias que me has hecho pasar, hubiese sido mejor que no me hubieses creado, o sea que no lo vuelvas a mencionar.
—De acuerdo. Veamos. Si mal no recuerdo, estaba describiendo el paisaje, antes de que decidieras pararte a comer. Era importante la prisa, puesto que tiene que haber algún acontecimiento crucial que tú fueras a evitar. Aunque dudo que realmente puedas resolver nada, pareces muy enclenque. Luego desentrañarías el misterio del monolito.
—¡Uhh! Que grandilocuente. Lo veo incluso con letras rojas en un cartel de cine: "EL MISTERIO DEL MONOLITO". Pues bien amigo Narrador, que quede claro que no hay ninguna raza antigua durmiendo en el subsuelo. Además este "monolito" no es más que tu corriente exageración de las cosas. A mí me parece un termitero, un poco grande, pero podría pasar por un termitero. Mmm, mmm...
—... un termitero... un termitero... Ha dicho...un termitero... ha dicho que el Monolito construida por la antigua raza Thain de osos polares gigantes era un termitero... increíble... no puede ser... un termitero...
—Calma amigo. Parece que te ha dado un ataque nervioso. Además ¿qué es eso de la raza Thain? No eres nada original con los nombres. Yo me llamo Thuilr. Significa "diente de dragón". La raza Thain de la que hablas te la acabas de inventar. ¡Por favor! Osos polares... a estas latitudes. Te está afectando eso de entrar en la ficción. ¿Qué dices? ¿Nos movemos? Parece que aquellos arbustos tienen bayas y parecen comestibles. ¿Y dónde está el Metanarrador? Hace tiempo que sólo hablamos en diálogo y es un poco cansado.
—¿Ese? ¿El que hasta hace un momento era yo? Pues espero que se le caigan las teclas del portátil y deje de escribir, así nos deja tranquilos.
«La voz del Metanarrador se escucha desde la distancia; le escuchan todos, oye todo y nada le afecta: Moriríais».
—¡Ja! Mira como se cura en salud. No quiere que le pase lo que a ti.
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«Una extraña urgencia se apodera de ellos. Recogen las bayas y sus pertenencias. En silencio, se ponen en camino. Tienen que descubrir lo que significan las extrañas inscripciones que hay en el monolito (que habrían visto si no hubieran estado discutiendo inútilmente y se hubieran acercado a mirar).
El misterio del paisaje cobra relevancia para ellos. Después de una tensa discusión, el Narrador consigue hacer entender a Thuilr que es mejor tomar el camino del cañón, que conduce a una extensa llanura, salpicada de protuberancias similares al extraño Monolito que acaban de abandonar. Cabalgan hacia el cañón. Notan como no sólo cambia el suelo, también lo notan en los huesos: el paso del tiempo es diferente, más pesado, más tétrico».
«Después de un tiempo, deciden parar. A lo lejos se percibe una enorme formación rocosa de color rojo».
Imagen II: El gran "monolito", por batjorge. (CC-BY-NC-SA)
—Mira, allí hay un Monolito mucho mayor.
—A ver, un momento, pensemos con claridad. Que el Metanarrador sienta simpatía por ti y te apoye no significa que de repente hayan aparecido Monolitos por todas partes. Son termiteros.
—¿Quieres hacer el favor de mirar? Parece que no tienes ojos en la cara, oh, señor "diente de dragón".
—Estás resentido por lo de tu inexistente raza de osos polares.
—No es cierto. Sólo tienes que mirar a lo lejos. Quizás no fueran osos polares, está bien, puede que me precipitara, pero seguro que eran bastante grandes, no sé si gigantes pero lo suficiente para construir ESO.
«Thuilr por fin miró hacia donde el Narrador le indicaba. Su cara de asombro fue digna de contemplar».
—Os reís de mí, pero si no estuviese yo no tendrías personajes. Pregúntale a cualquiera que puedes hacer en un cuento con un Narrador y un Metanarrador. ¡Nada! ¡YO muevo el relato! Y, vale, a veces creáis alucinaciones bastante convincentes. Pero por más que digáis que eso es un monolito construido por no se que raza, a mí me parece una formación rocosa natural.
«Después de las habituales quejas de Thuilr, los dos se pusieron en camino. Nada más llegar a la base de la impresionante formación rocosa, les recibió un ser delgado con aspecto animal, pero rasgos risueños».
—Han llegado al Monolito Grande. Aquí pueden escuchar todo lo que necesiten saber sobre los monolitos de esta parte del continente. —Al ver la desconcertada cara de los que asumió como turistas despistados, procedió a iniciar la visita—. Este monumento fue construido hace 500 o 600 millones de años por una raza desconocida, aunque creemos que tenían un aspecto parecido a osos de color blanco y bastante envergadura...—Si me acompañan podrán observar los intrincados túneles que construyeron para... —se detuvo al ver que Thuilr sacaba algo de una bolsa.
—Guarde eso —De repente su tono amistoso de guía turístico desapareció—. Las fotografías están prohibidas.
—¿Pero qué haces con una cámara digital? —le recriminaba el Narrador—. ¿Thuilr, "diente de dragón", con una cámara digital? ¿No ves que es un anacronismo? Como mucho tendrías que tener una cámara fija o analógica...
—¿Y porqué no iba a tener una cámara de fotos digital? Nunca has dicho en que época se encontraba enmarcado el relato. Es tu culpa si pensabas que era en 1940 o así.
—Pero... pero... el ambiente... la narración... los bandidos, el ron, el cañón... todo eso desprende un aura de antigüedad, tiempos lejanos, lugares remotos...
—Venga ya.
—Tenías un caballo. Nadie va a caballo ahora.
—Tú me querías endosar un poni. Eso sí que es romper con el "aura" de antigüedad. ¡Un poni! —se dirigió al humanoide—. Perdone, señor. ¿Porqué no puedo hacer fotos? No me irá a decir que el flash estropea la roca, porque está cámara tiene sensores que hacen innecesario el uso de flash incluso con muy poca luz.
—¡Alto ahí! —dijo el Narrador—. ¿Innecesario el uso de flash? Estoy de acuerdo que no esté ambientado este relato en el S. XIX, pero no te pases de listo, ni de siglo.
—Creo que tú aquí ya no eres el Narrador ¿recuerdas? Además, el Metanarrador no parece poner objeciones.
«El assyntu, que así se llamaba la especie humanoide con rasgos animales, los miraba desconcertado. Normalmente las visitas que recibía eran de otros essuntu [plural de assyntu], ansiosos por conocer la historia de sus antepasados y de los misteriosos Thain. Pero en las ocasiones en las que tenía que dar su charla a seres cara-tiesas siempre había problemas. Aún así, ninguno de ellos era tan ridículo como la pareja de forasteros que acababa de llegar, chillándose por todo. El assyntu decidió ignorar las excentricidades de los cara-tiesas y contestar directamente a la pregunta del más delgaducho de ellos».
—Esos aparatos capturan el alma de los sitios y según nuestra re-...
—A ver, señor-guía-turístico, he visto que hay cámaras de seguridad por todos lados. Los monolitos pequeños (y tengo que dejar claro mi opinión: son termiteros) también los tienen, pero es que ¡incluso los cactus tienen agujeros para las cámaras de seguridad! Perdona, pero no me creo eso de que es por respetar las tradiciones sagradas.
—Señor, la política del parque me impide hablar del asunto. No están permitidas las fotografías. Como les iba diciendo, los túneles fueron excavados hace más de 400 millones de años, siguiendo un complicado patrón para conectar las diversas e inmensas salas que recorren el monolito...
—¿Dijo usted que fueron unos osos de color blanco los que lo construyeron?
—Sí, ellos decían que era para entrar en lo que conocían como el Tiempo No-ficticio. Querían llegar a él, puesto que según ellos, el estado normal de todo esto —hizo un gesto con los brazos, queriendo indicar el mundo—, era la no-ficción.
—Narrador, al parecer tu introducción en la historia ha variado totalmente el desarrollo normal e introducido elementos completamente ajenos.
—¿Porqué has dicho eso? Suena como si lo hubiese dicho el Metanarrador a través de ti...
—Conque parque turístico ¿eh? ¿Dónde está tu "MISTERIO DEL MONOLITO" ahora? —le reprochó Thuirl, olvidando totalmente lo que le acababa de decir el Narrador—. Este cuento ya no tiene sentido.
—Señor turista cara-tiesa—se percibía que el assyntu estaba fuera de sus casillas, pues utilizar ese adjetivo despectivo delante de los visitantes era algo poco común—, esto no es un parque "turístico". Este el parque natural y etnográfico essuntu del mítico Tiempo de la No-Ficción y del estudio de los Thain, quiénes eran y adónde fueron. También estudiamos a nuestros propios antepasados essuntu. No diga que no tiene sentido. Este mismo año se ha descubiert...—calló repentinamente, con aire culpable—. Bueno, nuestro trabajo es muy importante, pero no creo que sea de vuestra incumbencia.
—Venga, ahora tienes que decírnoslo. Narrador, ¿puedes obligarle de alguna manera? —añadió en un susurro, para que el assyntu no le oyera.
—Ya no soy el narrador, tú mismo lo dijiste. —le contestó, en el mismo tono—. Lo más que podemos hacer es influenciar en el Metanarrador para que nos diga lo que queremos a través del assyntu.
—Perdone, señor... ¿Cómo se llama usted?
—Mindassanya.
—Señor Mindassanya, yo me llamo Thuilr, expreso mis disculpas por nuestra grosería. Si fuera tan amable de explicarnos todo lo que tengamos que saber acerca de este monumento...
—Thuilr, ese es un cambio notable. Disculpas aceptadas.
—(psst, Thuilr, ¿te has dado cuenta?, ¡lo ha vuelto a hacer, eso no ha sonado nada natural!)—susurró el Narrador—.
—Como iba diciendo, existen numerosas salas y pasadizos en el interior del enorme monolito. Cada sala tiene su función y pensamos que se trata de una gigantesca nave espacial.
—(¡Resopla!).
—(Vamos a ver, ahora no me salgas arcaico, tienes que ceñirte a una época concreta).
—Aunque de un tipo algo especial: pensaban en ella como una nave abstracta que les serviría para retornar al Tiempo de la No-Ficción. Nuestro último descubrimiento muestra que es posible que lo consiguieran.
«Y ese es el origen verdadero de los osos polares».
—¿Quién ha dicho eso? —dijo Mindassanya.
—Es largo de explicar —repuso el Narrador.
«Con amables palabras se despidieron de Mindassanya y atravesaron de nuevo la llanura y el cañón, volviéndose a encontrar con el primer monolito que indicaba el límite del parque natural. Se acercaron al monolito, grabado en él ponía...»
—¡Ey, mira! Pone ©Copyright Osos Polares Gigantes AKA Thain. Realmente tú y el Metanarrador no tenéis mucha imaginación.
—Olvídalo, vamos a ayudar a aquellos comerciantes a los que vapuleaste.
—¡Eran comerciantes! ¡Me hiciste pensar que eran bandidos!
—Jaja, es broma. Eran bandidos.
«... ... ...»
—¿Qué ha sido eso? —dijo Thuirl.
—Mmm, no lo sé. Parecían como tres grupos de puntos suspensivos flotando por encima de nosotros.
« »
—Se escucha un vacío muy incómodo, ¿Verdad, Narrador?
—Ahora que lo dices, el Metanarrador parece que se ha quedado callado durante un buen rato. Al principio pensaba que no quería asustar al assyntu, luego le asustó y después nos ha traído aquí y ahora no dice nada.
«Nrghh. Nghh»
—¡Qué ruidos más raros hace!
—Creo que ya sé lo que pasa. —dijo el Narrador.
—¿Qué? —la tensión volvió debido al nuevo misterio, después de descubrir todo lo concerniente a los monolitos.
—Al Metanarrador se le está acabando la batería del portátil o...
—¿O?
—Va siendo hora de que vuelva a ocupar su lugar.
—¡Ah!, ya. Sólo espero que no seas tan malintencionado con tus personajes.
—¿Cómo? ¿No quieres venir conmigo? Al "Tiempo de la No-Ficción".
—¿Puede hacerse?
—Hay que hacerlo con cuidado, si no fíjate en los pobres Thain, como acabaron, marginados a los polos por interferir en la causalidad del espacio-tiempo. Prepárate, vamos al Tiempo de la No-Ficción.
—Vamos allá.
«Hay que decir que luego llovió mucho. Los bandidos se recuperaron de sus heridas. Los dobles de Thuirl y los personajes bajo el yugo del Narrador (y el Metanarrador) tuvieron mayor poder de decisión en sus obras; se evitó que la Realidad se fuera al traste impidiendo la salida de nuevos elementos ficticios hacia el Tiempo de la No-Ficción.
Actualmente Mindassanya sigue investigando en las ruinas del Monolito Grande y es un prestigioso arqueólogo. Thuirl (o al menos otra versión suya) vagó por las llanuras, montado en su caballo y disfrutando de las excelentes fotografías y vídeos de una cámara adelantada a su tiempo».
FIN
Diferentes inspiraciones:
Fecha de primera escritura: 13 mayo 2012. Revisiones: 2016, 2019.
- Así que esto es la muerte...
+ Pues sí, Pedro, hasta aquí has llegado
- Es extraña, no se siente nada
+ Tu alma se ha separado de tu cuerpo, no puedes sentir nada, no puedes comunicarte con nada ni con nadie, porque no tienes un cuerpo para hacerlo
- Pero esto es una situación muy cruel, ¿sólo puedo hablar contigo?
+ Sólo puedes hablar con tu imaginación, con nadie más. Yo te voy a dar la bienvenida en estos primeros momentos de tu muerte, y explicar tu futuro
- Pues vaya. Me volveré loco, solo toda la eternidad
+ No, esto es temporal, hasta que se te asigne un nuevo destino y te reencarnes
- ¿Volveré a ser otra persona?
+ No exactamente, puedes reencarnarte en una planta o un animal
- Joder, pues no tiene que ser aburrido reencarnarte en una planta
+ Bueno, si te reencarnas en un roble milenario... pues sí, hay que reconocer que se hace largo. Pero si te reencarnas en una lechuga, en un par de meses vuelves por aquí.
- Visto así... ¿y se sabe en qué me voy a reencarnar?
+Sí, en tu caso se trata de una gallina.
- Anda, no me jodas, en una gallina... ¿Y qué se supone que tengo que hacer? ¿Cacarear?
+ Las gallinas ponen huevos, son muy útiles
- Jeje, voy a tener una regla de esas que dicen los veganos, espero que no me viole el gallo, jejje
+ Bueno, pues sí, te vas a pasar la vida picoteando paredes y poniendo huevos
- ¿Y cómo se hace para poner un huevo?
+ Es fácil, sólo tienes que hacer fuerzas y empujar
- ¿Hacer fuerzas y empujar? ¿Así?
+ Sí, empuja, empuja fuerte
- Mmmm.... empujo... uffff...
+ Sigue, empuja...
- MMMMM... YA SALE!!!!!
+ ...
+ ...
+ ...
+ MIERDA, PEDRO, DESPIERTA, HOSTIAS, QUE TE ESTÁS CAGANDO EN LA CAMA!!!!!!
-texto puesto en cuarentena, volverá pronto...-
Tiene buena pinta el tío. Me cae bien.
Fue uno de los primeros en comprender que la simpatía del autor colabora al éxito de sus obras, incluso en un campo tan obtuso como el de la Física Teórica.
Antes de él, al criminal le gustaba parecer peligroso en las fotos de la policía, el boxeador ponía gesto agresivo, el filósofo reflexionaba ante la cámara y el científico trataba de simular una conexión directa con la divinidad. Pero él no: él parecía la propia divinidad, justo después de una partida de dados, o un vendedor de coches de segunda mano, o el celador de un manicomio. Cualquiera de ellos o todos a la vez.
Quizás por eso consiguió que aceptasen su teoría de que el espacio y el tiempo son dos caras de la misma moneda, intercambiables, maleables, negociables entre sí a velocidades de vértigo. Ni siquiera el gremio de impresores, preocupados por la suerte de su industria de almanaques y calendarios, se opuso a sus tesis con la esperada vehemencia.
Cualquier cosa es verosímil si se presenta con una sonrisa. Desde hace siglos los bufones conocían este truco, pero ningún científico se atrevió antes a bajar de su estrado para utilizar las burlas como apoyo para su palanca.
Él lo consiguió, y desde entonces el pasado y el futuro se confunden según el punto de vista del observador. Y el descrédito, en vez de cebarse en su teoría, cayó sobre nuestra percepción de lo que llamábamos realidad.
Desde entonces los recuerdos son augurios y la anticipación, memoria. Y corren todos juntos, cuesta arriba, en el río de caos.
Es el viento y no el catastro el que en realidad mide los solares. Lo que estorba al viento es lo real, y este método funciona bien en la práctica aunque a primera vista pueda parecer un criterio de realidad dudoso.
Setenta y seis metros por cuarenta y dos. Una buena parcela, incluso descontando las sisas municipales para patios, aceras, farolas y faroles. Más de tres mil metros cuadrados para que el viento haga su ronda sobre los cardos, las piedras y las vacas, cuatro vacas escuálidas y tristonas, que pastan sin nuestro permiso en el terreno mientras el antiguo dueño les encuentra otro acomodo.
Cuando la tierra se convierte en solar se queda estéril. La sal con que se siembra se llama urbanismo y rivaliza con Atila. Los nuevos hunos, en cambio, amamos el césped, que es casi como la hierba, pero bien domesticada. Yo soy uno de estos hunos de nuevo cuño, y me enorgullezco de mostrar urbanizaciones donde antes había pedregales y matojos.
En cuanto al viento, sigue indiferente recorriendo los solares, y nadie le da importancia salvo cuando va vestido de verde. Porque hay veces que el viento se viste de verde, sí.
Verde pistacho y cinturón blanco.
La vi por primera vez una tarde de invierno. Una de esas tardes que parecen haber nacido ya noches y aguantan unas horas disfrazadas de luz. Habíamos vallado el solar y hasta encargado el cartel con el nombre de la promotora y el arquitecto. Las vacas seguían allí y no supe nunca ni cómo ni por dónde habían entrado: ese es el primer efecto colateral de la Relatividad, el de la dimensión desconocida por el que entran las vacas en un solar cuando ningún labrador vive cerca porque el único que había se ha mudado a trescientos kilómetros. Un efecto misterioso, pero no hablaré más de él.
El viento soplaba a ratos, como si marchase al paso de la oca. Era un viento solemne y agresivo. Frío. Demasiado frío. Casi con casco en punta.
Al frente del viento iba ella: una mujer vestida de verde pistacho con un cinturón blanco. O la sombra de una mujer. O una bandera agitada, colgando del propio cielo.
Como no podía ser real la miré con atención en busca de un rostro que no pude encontrar. Vino hacia mí y seguí sin verla. La mancha verde parecía sustentar una cabellera pero ningún rostro.
El escalofrío que sentí no merece descripción. Mi huida tampoco.
Regresé a los diez minutos, avergonzado y con un par de aguardientes en el cuerpo haciendo las veces de bofetadas recién administradas a un histérico, si no como remdio, al menos como escarmiento.
No la vi más aquel día.
Los coches son criaturas omnipresentes que se cuelan en las postales y hasta en las películas de romanos, así que no es extraño que exijan sus cobijos y guaridas en cualquier edificio, y alcen sus voces con fuerza de titanes.
Cuando excavamos el aparcamiento permanecí atento a lo que pudiesen encontrar. No había hablado con nadie del asunto, pero en cuanto hice un par de comentarios todo el mundo pareció darse por enterado de lo que había que buscar entre la tierra movida por las máquinas. El rumor había corrido por sí mismo después de que alguien más viese a la mujer, o a la mancha verde.
Muchos ojos, demasiados, escudriñaron cada cacetada de tierra que vertían las excavadoras. Revisamos, sin reconocerlo, miles de metros cúbicos de pedruscos, tierra y raíces.
No hubo tumba ni hubo nada. No hubo enterramiento clandestino, ni lápida funeraria, ni necrópolis olvidada. No hubo más que barro para cocer cien mil Adanes, pero ni una sola costilla de Eva.
Con eso pensé calmarme, pero volví a verla. Y otros la vieron también, seguramente, a juzgar por las razones que tuve que escuchar para justificar sus deserciones a empresas que pagaban peor que la mía.
Se acabó el aparcamiento y con él la posibilidad de cerrar la historia con una superchería conocida. Las supersticiones reciben sólo este nombre cuando son viejas y repetidas; si son nuevas, se les llama tonterías.
El edificio avanzó a buen ritmo. Las vacas se replegaron a sus posiciones de retaguardia y al viento se le multiplicó el trabajo entre vigas, forjados y columnas. Los tabiques, poco a poco, fueron completando el laberinto.
No había puertas ni ventanas y el viento se divertía por los huecos de los ascensores, las escaleras interiores y los pasillos de las futuras viviendas. A veces yo lo seguía en busca de su cabecilla y a veces creí entrever en un patio o un salón la conocida bandera verde.
A fuerza de no encontrarla, me olvidé poco a poco de su presencia hasta que un día nos encontramos de frente y no pude seguir ignorándola. Era una mujer, o lo parecía, y casi me tendió la mano.
Quise hablarle y tuve la impresión de que ella lo intentó por su parte. Ninguno de los dos lo conseguimos y allí, entre sacos de cemento, vigas, viguetas y azulejos de segunda me convencí para siempre de que el silencio es una entidad real y palpable. Como una pedrada. Como aquel vestido verde con cinturón blanco venido de no sé dónde para decir no sé qué.
Luego se desvaneció.
Y yo, casi, también.
Se puede creer en lo imposible pero no en lo improbable. Es más fácil creen en fantasmas que en la lotería primitiva.
El encuentro de aquel día tuvo para mí el efecto de la espada de Alejandro cortando el nudo Gordiano: por fin podía tomar en serio el asunto sin burlarme de mí mismo. Y cuando algo se convierte en real es como si debutase en el teatro del mundo, cobrando de repente músculos, huesos y tendones. Los nervios ya los ponía yo.
A partir de aquella tarde la mujer de verde fue real. Pregunté a los obreros, a los vigilantes y a los capataces, y como yo era el dueño de la empresa y el primero en preguntar, salieron a relucir las cosas que nunca hubiesen dicho por propia iniciativa.
Muchos otros la habían visto. Muchos otros se la habían encontrado en diferentes lugares y habían tratado de hablar con ella, o de preguntarle si deseaba algo.
El fantasma de la obra se mencionaba sólo en privado, pero al fin era un tema del que se podía hablar abiertamente.
Aquello tampoco era cabal y un día los reuní a todos antes de la hora de salir y dejé claro que habría que negarlo si alguien de fuera preguntaba porque, en caso contrario, el rumor podría perjudicar la venta de los pisos.
Todos acataron mis instrucciones menos el arquitecto, que opinó que cualquier publicidad era un ayuda.
Tuvo razón: cuando vinieron a preguntar los periodistas y respondí con una sonrisa burlona que sólo eran rumores sin fundamento, la noticia corrió con más fuerza y agilidad que todas las páginas contratadas en la prensa y todas las cuñas pagadas en las emisoras locales de radio. Por pudor o por miedo al ridículo no se dieron datos concretos: algo extraño se movía algunas veces por el edificio Sarmentosa. Una luz. Un vapor. Algo.
Supongo que a algunos los echó atrás. Pero otros que nunca se hubieran acercado a nuestra promoción nos conocieron por ese rumor y fueron a ver nuestras viviendas.
Y los pisos se empezaron a vender.
El comisario Martínez no es un tipo al que se le pueda ir con tonterías. Ni siquiera siendo amigo. Cuando fui a verlo para pedirle que me ayudase con este tema casi me da con la puerta en las narices.
Sólo la vieja amistad consiguió que me escuchara los dos minutos que tardé en explicarle que necesitaba su ayuda para la parte estrictamente material y verificable del asunto: quería saber si en los últimos años había desaparecido alguna mujer vestida de verde. Seguramente no era imposible conocer la descripción del atuendo de las mujeres desaparecidas en los últimos años en la ciudad, o la provincia, o la región entera.
No podía ser muy complicado.
Mi expresión, más que mis palabras, debió de parecerle convincente. En la ciudad no había desaparecido nadie que coincidiese con mi descripción en los últimos veinte años. Veinte años me parecieron poco y conseguí hacerle mirar en los archivos de los cincuenta anteriores: tampoco.
En cuanto conseguí picar su curiosidad, el resto vino rodado: no había ninguna descripción parecida a la mía en cien, ni en doscientos kilómetros a la redonda. Ni en veinte, ni en cincuenta, ni en sesenta años.
No había desaparecido ninguna mujer vestida de verde. No estaba enterrada en mi solar. Ni siquiera una víctima de muerte violenta se aproximaba a mi modelo.
No había caso para la policía ni caso para los ocultistas.
No había caso.
Supongo que el fin último de una investigación es despejar el misterio. Y así fue, porque en cuanto investigamos, el misterio se despejó. O teníamos un fantasma en el solar equivocado, porque también los fantasmas pueden extraviarse, o el simple hecho de considerarlo real y tomarnos la molestia de averiguar su pasado había sido suficiente para calmar sus demandas.
En los meses que transcurrieron hasta que se terminó completamente el edificio nadie volvió a ver el vestido verde. Se organizó el laberinto. Se cerró el paso al viento y la luz eléctrica inundó los futuros baños, las futuras cocinas y los futuros dormitorios.
La mujer desapareció al mismo tiempo que apareció la luz y eso fue bastante para que muchos se rieran de los que habían afirmado ver algo. Incluso los propios interesado se rieron de sí mismos.
Muerta la penumbra, muerto el misterio. Una aurora boreal puede tomarse por una lucha de dioses en el Walhalla. La canícula de agosto en Túnez, ya es más difícil de convertir en procesión de difuntos que un bosque gallego en medio de la niebla.
Sólo yo la vi una vez más, en un piso concreto, el cuarto derecha, cuando fui a comprobar si había alguna ventana rota porque unos posibles compradores se habían quejado de que había demasiado frío en aquella vivienda.
No había ninguna ventana mal instalada: el frío era ella.
Por prudencia dejé aquel piso para el final. No quería que alguien lo comprase y hubiese verdaderos problemas antes de que se hubiera vendido el resto.
Quedaban sólo cinco viviendas cuando un día se presento en la oficina una pareja con un niño. Ella iba vestida de verde pistacho y llevaba un cinturón blanco. Les enseñé todos los pisos y todos les parecieron demasiado bajos. Les dije entonces que me quedaba un cuarto y les gustó.
Firmaremos las escrituras en quince días, si el banco les concede la hipoteca.
No puedo culparme de nada, pero no me siento tranquilo.
Es una tontería. No va a pasar nada. Los fantasmas sólo vienen del pasado, ¿verdad?
Sólo del pasado.
La Relatividad sólo se cumple a la velocidad de la luz.
Nadie viaja a la velocidad de la luz vestido de verde pistacho.
Esta frase la dije justo antes de que me operaran los cirujanos del hospital Reina Sofía, me iban a implantar unas piernas biónicas de última generación, cómo las de Ironman. Según los médicos era una operación arriesgada por eso estuve meses pensando una frase guapa que decir antes de entrar al quirófano, por si tendría que ir cómo el doctor Xavier de los X-men el resto de mi vida. A lo lejos había unos perroflautas, me escucharon y el resto es historia.
- Jose Juan Martínez Abalos (Murcia, 2012)
Fue el slogan que se nos ocurrió para el videojuego de estrategia Age of Empires.
-Bruce Shelley (Michigan, 1997)
Aún sigo pensando que lo que dije es verdad, pero se me malinterpretó. En mi época había muchos que iban de antifascistas, pero en realidad eran unos fascistas de tomo y lomo. Muchos de ellos los intente alistar en mi partido, pero aun tenia que pasar más tiempo para que fueran lo suficientemente fascistas para entrar en mi partido. Lastima que los aliados me robarán la frase.
-Adolf Hitler (Berlín, 1944)
¡Otra frase que me robaron! Está la iba a usar si la operación salia mal. Tuve que contarle al marmolista la famosa frase para que la tallara en mi lápida por si moría en quirófano. El muy chismoso la publicó en internet con la cara de Groucho.
- Jose Juan Martínez Abalos (Murcia, 2012)
Esto se lo dije yo a Socrates y no él a otro. Robando ideas hasta después de muerto.
Critón de Atenas (Atenas, 465 a.C.)
Yo soy un artista de los que ya no quedan, tengo un arte que no se puede copiar. Solo algunos me han intentado copiar, incluso han hecho películas, pero yo soy el más grande y no se me puede imitar. Soy el mejor robando.
-Martin Cahill (Dublín, 1965)
Debido al aumento de citas falsas expuestas en internet hice esta cita obviamente falsa de Abraham Lincoln para que la gente se diera cuenta que internet te pueden mentir. La jugada me salió bastante mal, ya que ahora hay gente que no se cree las citas que son claramente verdaderas, y todo porque se lo ha dicho su expresidente con mejor barba.
-Alejandro Magno (Babilonia, 322 a. C)
El sol caía impasible, con la crueldad del hierro que imprime su anagrama sobre el lomo de una res. Desde poco después de amanecer, un fuego sordo y blanco como el luto de Hiroshima se había hecho dueño absoluto del cielo, disolviendo primero cualquier conato de nube para volatilizar después hasta la última gota de humedad del áspero pellejo de la tierra; una tierra delgada, frágil, a duras penas suficiente para cubrir la roca: tierra extendida como un mísero pedazo de mantequilla sobre un mendrugo de pan centenario.
El aire, recalentado, sostenía en vilo el polvo que levantaba los contantes golpes de pico sobre la roca, impidiéndole volver al suelo hasta que lograba adherirse en el rostro y las ropas del condenado.
Sergio jadeaba a causa del esfuerzo, pero no podía detenerse. Llevaba así seis horas y le quedaban aún cuatro más antes de poder regresar a los nudos y asperezas de su cena y su camastro. A veces paraba unos segundos, no más de los justos, para secar el sudor que amenazaba salvar el dique de las cejas para herir los ojos con su aguijón salado.
Tenía las manos destrozadas, cubiertas de ampollas y viejas heridas a medio curar, pero sólo muy de tiempo en tiempo se acomodaba las vendas con que trataba de protegerse las llagas más maltratadas. Sé detenía únicamente cinco minutos cada media hora, a punto de derrumbarse, pero cuando concluía el tiempo de su descanso volvía ponerse en pie para seguir con su tarea.
La roca cedía muy lentamente a los golpes de su pico, más haciéndole una pequeña concesión para que no desmayara que por verdadero triunfo de su esfuerzo.
Sergio llevaba un mes picando y no había conseguido avanzar más que una docena de metros en la enorme mole de piedra que debía desmenuzar. Pero el esfuerzo físico, el trabajo hasta la extenuación, no lograban anular totalmente el pensamiento: una y otra vez volvían a su mente las imágenes de la muerte de Ana, su esposa. Él la había matado.
A veces, incluso en medio de aquel infierno, recordaba también los buenos tiempos, cuando se conocieron. Fueron años inocentes, o al menos merecedores de una absolución por falta de pruebas.
Ella era una chica desgarbada que servía copas en un garito de moda cuando él decidió salir del cascarón académico para tratar de averiguar a qué olía el mundo. Un día, por sorpresa, le asaltó la idea de que los hombres se diferencian de las máquinas en que tienen también una existencia fuera del trabajo que desempeñan y decidió ser solamente uno de los mejores abogados del país en vez de Sergio el Insuperable, futuro Fiscal General, Martillo de Delincuentes y Anatema de Abogados defensores.
Le faltaba sólo un año para finalizar la carrera y sus calificaciones destacaban tanto que nadie podía imaginar un obstáculo capaz de detener su marcha triunfal. Inmune a los vicios, suscitaba todas las admiraciones, aunque muy pocas envidias.
Sin embargo, aquella chica escuálida y feúcha le cautivó de tal modo que, sólo por verla, se unió a un grupo de compañeros suyos, juerguistas por vocación, para los que el estudio no era más que un brillante pretexto para la diversión.
Sus notas descendieron hasta lo que él consideraba míseros notables, pero le pareció que había merecido la pena cuando, contra todo pronóstico, ella le sonrió y le dijo que sí, que le gustaría darse una vuelta con él después de salir del trabajo.
Cuando evocaba esa clase de recuerdos la piedra parecía volverse un poco más blanda, y su pico lograba desprender pedazos de roca ligeramente mayores.
Incluso el sol calentaba menos cuando pensaba en los primeros meses después de su boda, cuando él ya había acabado sus estudios y conseguido, a la primera, una plaza de fiscal. Le destinaron a una pequeña ciudad del Norte y Ana se despidió del dueño del garito, que a partir de ese momento comenzó a perder clientela a pesar de que las camareras eran cada vez más guapas y exuberantes. La chica tenía algo, en la expresión, en la mirada, en la leve negligencia de sus movimientos, y no sólo Sergio lo apreciaba.
En aquella época comían cualquier cosa, tenían la casa como una pocilga y hacían el amor con la furia incontenible de los prisioneros que han recobrado su libertad sin un ápice de arrepentimiento por los delitos cometidos.
Los fines de semana los pasaban en la costa, cogiendo lapas para improvisar una sopa o, simplemente, contemplado las olas los días que el mar no estaba de humor para bañistas.
Al anochecer volvían a casa y escribían cartas, montones de cartas para amigos que hacía años que no veían, o para otros que no habían visto nunca, porque a Ana le gustaba intercambiar postales con gentes de países remotos, participando un poco de su exótica lejanía. A veces, para burlarse de los demás y de ellos mismos, intercambiaban sus papeles y ella escribía a los amigos de él, y viceversa, provocando malentendidos que nunca se molestaban en aclarar.
«Lo malo es que aquellos tiempos no duraron mucho», pensó Sergio, secándose una vez más el sudor con el antebrazo.
La brillantez de que hizo gala en el desempeño de su trabajo, y también un par de golpes de suerte, le hicieron ganar méritos rápidamente y fue trasladado a una bulliciosa ciudad del interior. Allí su vida, sus vidas, debían cambiar: aquella era su oportunidad para acceder a un puesto importante y Sergio no estaba dispuesto a desaprovecharla. Había empezado a tratarse con ciertos personajes políticos y existía la posibilidad de que se acordasen de él para un importante puesto en el Ministerio, o incluso más arriba. A pesar de su juventud, podían nombrarlo incluso fiscal de sala de la Audiencia Nacional, un puesto con el que soñaba desde antes de comenzar la carrera.
Todo eso dependía, por supuesto, de su habilidad en el trato social y de su conocimiento de los laberintos políticos. Para no perder la ocasión y estar a la altura de las circunstancias debían recibir la visita de un montón de gente y la casa tenía que estar presentable: se gastaron una fortuna en mobiliario nuevo y empezaron a ser esclavos de su imagen.
Las salidas de fin de semana fueron abolidas por necesidades del guión: eran los días perfectos para las relaciones sociales, para las visitas y para participar en determinados eventos culturales en los que lo que importaba verdaderamente era lo que se comentaba en los entreactos, o en la tertulia informal de la salida.
Ana no tardó en decirle a su esposo que no le gustaba vivir de aquel modo, que quería volver a disfrutar de las cosas que realmente les hacían felices. Pero Sergio no quiso saber nada de las quejas y la acusó de querer echar a perder su carrera, pretendiendo que todo el mundo fuera tan inconsciente como ella. Ana se dio cuenta de que era inútil seguir con la conversación y prefirió guardar silencio, abrumada por el peso de su descubrimiento: lo único que le hacía verdaderamente feliz a él era seguir ascendiendo por el empinado muro del escalafón judicial.
«Luego vino lo peor», pensó Sergio, regodeándose en el dolor que acababa de producirle una esquirla de piedra que le había golpeado la frente.
Cuando el médico le dijo que no podía quedarse embarazada porque sus ovarios estaban ridículamente subdesarrollados, Ana se terminó de hundir. Durante algún tiempo trató de aferrarse a su marido, pero él estaba demasiado ocupado redactando interrogatorios y conversando con amigos a los que ella debía sonreír. En lugar de recibir consuelo debía ofrecer buena cara, y eso fue demasiado para ella. Sergio intentó ayudarla, pero de su boca no salieron más que las torpes palabras de lo funerales de compromiso.
Al fin y al cabo él también se quedaría sin hijos, pero los hijos tienen la molesta costumbre de exigir tiempo y esfuerzo, y Sergio tenía todo su esfuerzo comprometido en otra causa. Ella pensó que, aunque dijera lo contrario, Sergio se alegraba en el fondo de librarse de aquella carga y se sintió aún más infeliz. Las desgracias compartidas son siempre más tolerables que las desgracias a solas; es una idea miserable, sí, pero así somos y no vale la pena edulcorarlo con mentiras piadosas.
El sol acababa de escapar de una nube suicida que había logrado aprisionarlo unos instantes y golpeaba con renovada fuerza, tratando de recuperar el tiempo perdido en su determinación de abrasarlo todo.
Sergio sudaba a chorros, pero seguía golpeando la piedra con rabia, hiriéndose las manos con el mango de la herramienta, pero todo dolor le parecía poco y seguía picando con todas sus fuerzas hasta que se quedaba sin respiración o caía de bruces sobre la roca.
La noticia de su esterilidad sumergió a Ana en una laguna de tristeza de la que no pudo sacarla el consuelo ni la compañía de las esposas de los amigos de Sergio. Ellas se esforzaron en hacerla sentirse mejor, pero Ana no pertenecía al mundo de aquellas mujeres y se negaba tozudamente a integrarse en con él: ella era una camarera de barrio y ansiaba recuperar su mundo de diversiones poco sofisticadas, copas con poco limón y risas sin la mano delante de la boca.
Intentó hablar de nuevo con Sergio pero él había cambiado de registro. Ella le dijo que no era feliz a su lado, que estaba harta de aparentar ante sus amistades, harta de pasarse la vida haciendo cosas que consideraba estupideces, que odiaba que controlaran su forma de hablar y de vestir. Dijo muchas cosas que él sabía que eran ciertas, y Sergio se limitó a preguntarle si quería el divorcio.
Ana soltó un gemido, se dio la vuelta y se encerró en el dormitorio dando un portazo. Para llorar, supuso él.
Al poco tiempo salió de casa dando otro portazo, y al regresar se abrazó al cuello de su marido, que no se había movido del salón.
—No, no quiero el divorcio— le susurró.
—Pues entonces no te comportes como una chiquilla o no tardaré en quererlo yo— respondió Sergio, aún dolido por el eco de las palabras que había escuchado hacía unos momentos.
Ella sonrió y dijo que iba a darse un baño.
Cuando pasó una hora Sergio se extrañó de que tardara tanto. Llamó a la puerta varias veces pero no respondió nadie.
Sergio tuvo que pedir ayuda a un vecino para derribar la puerta y encontrarse a Ana sumergida en un repugnante líquido rojo.
Se había cortado las venas. Antes de hacerlo, informó al juez de su intención en una lacónica nota: la que fue a echar al correo en su ultima salida.
No hubo preguntas. No hubo problema.
Pero aunque sus amigos trataron de convencerlo de lo contrario, Sergio se procesó a sí mismo y se encontró culpable: compró una finca en las montañas y se condenó a doce años de trabajos forzados.
Nadie pudo impedírselo: cada cual, en sus tierras, tiene derecho a picar toda la piedra que quiera.
¿Habéis visto alguna vez una mariposa posada sobre el cuerno de una vaca? ¿La habéis visto desplegar suavemente sus alas mientras la vaca rumia indolente su heno?
Así era ella vendiendo castañas asadas en aquel chiringuito con forma de locomotora, en pleno auge de las fiestas navideñas, cuando el frío apretaba y apetecía, más que las castañas, el calor que desprendían. Cuanto más hermosa parecía, más ridícula resultaba la locomotora de hojalata, más grotesco el montón de periódicos viejos en usaba como envoltorios y más sucio el hollín.
Nunca supe si era la hija del dueño o sólo una empleada de paso, o si se trataba de una niña bien jugando a pagarse por una vez el curso de idiomas en el extranjero. Tampoco sé de dónde vino ni qué fue de ella después de aquella única navidad. Me hubiese gustado preguntárselo, pero nunca me atreví, quizás por no convertirla en realidad. Preguntarle por su vida hubiese sido como abrir voluntariamente los ojos en medio de un buen sueño, y nadie hace tal cosa. No me culpen.
No llegué a saber nada de ella. En alguna conversación informal, como por casualidad, me enteré de que hubo más gente que trató de conocer algún dato más sobre ella, pero no logramos averiguar más que su nombre y un par de vaguedades apócrifas, como que venía del norte y se alojaba en casa de un anciano con acento extranjero.
Al final, mis pesquisas se tuvieron que conformar con el magro resultado de que se llamaba Cristina, pero aunque han pasado los años, casi veinte, y nunca volví a verla, a veces la recuerdo todavía como el que ha visto a un ángel o ha asistido a un prodigio capaz de hacerle cambiar su concepto y su visión de las cosas.
Y quizás haya algo de eso, porque cuando la recuerdo, casi sin rostro, con una coleta larga y brillante que bien podría haber sido una aureola desplegada,tengo la extravagante impresión de haber sido uno de los pocos privilegiados a los que les ha permitido contemplar de cerca una razón par no detestar este mundo y esta época que nos ha tocado vivir.
Aquella muchacha era la imagen viva de la alegría; su sola presencia era una especie de gozo capaz de la paradoja de alegrar cualquier día y a la vez ransmitir a los hombres una especie de tristeza desasosegante: era imposible mirarla sin tener la sensación de que cualquier vida lejos de ella era una vida malgastada.
Nadie conoce el mecanismo que rige la creación de los recuerdos, ni por qué razón nos quedamos para siempre con el nombre de una marca de caramelos mientras el rostro de nuestra abuela se difumina poco a poco. Algo así me pasa con ella, porque por más que lo intento ya no soy capaz de verla detrás de aquel mostrador desgastado, sino caminando junto a la catedral, al atardecer, con un estuche debajo del brazo. Siempre deseé seguirla, con la esperanza de ver salir un clarinete o una flauta travesera de aquella caja negra, pero nunca me atreví a tanto. Y no fue por temor a que ella me viera o por lo que podría pensar de mí, sino por lo que yo podría pensar de ella: cuando después de meses enteros de zozobras se alcanza el equilibrio emocional a fuerza de sangre, hay que tratarlo con mimo y no tentar a la imaginación. Quizás fuera por eso, por el momento en que la conocía, por lo que se fijó de tal modo en mi memoria. Seguramente han oído hablar ya de muchos casos de divorcio, y de cómo las promesas de amor se convierten en declaraciones de guerra, guerra total, sin prisioneros, donde lo que más interesa no es acabar con el enemigo, sino causarle heridos y mutilados que atesten sus hospitales, aterroricen a sus civiles y entorpezcan sus movimientos.
No les aburriré con mi historia, ni expondré a su juicio mis razones ni las de mi exesposa: se lo cuento sólo para que entiendan cual era mi estado emocional y sean un poco comprensivos con esta pequeña obsesión que aún me persigue.
Entonces, se lo aseguro, aquella muchacha era para mí como una aparición celestial, o al menos ese era el efecto que me causaba. Traté de reírme, pero pronto comprendí que no había necesidad; si funcionaba contra la violencia y la ansiedad, era buena. Y funcionaba.
A eso de las nueve y media, cuando sabía que cerrarían el chiringuito, me daba una vuelta por la calle peatonal para verla alejarse. La miraba siempre a cierta distancia, en esa perspectiva que buscan los pintores para representar la perfección. La seguía con la vista hasta verla desaparecer entre la muchedumbre, o tras alguna esquina, sin llegar a saber si iba al conservatorio a interpretar a Bach o a un garaje a ensayar un concierto con sus compañeros de grupo rockero.
La imagen de la esperanza es para mí la de una persona joven con un instrumento musical, pero ella no era sólo esperanza: parecía guardar en aquel estuche el último aliento de los disparates infantiles, la solución al laberinto que lleva desde lo que uno es en realidad a lo que quiso ser siempre, sin saberlo. Cuando caminaba por la calle parecía llevar en torno suyo algo como un vapor incierto del que emergiesen imágenes sin contorno, difusas, escapadas de un espejo empañado por el tiempo. Cuando la veía dirigirse hacia el paseo, no era sólo una muchacha caminando por la playa, sino el paso de cualquier belleza por el mundo, liviana y pasajera: realidad convertida en alegoría.
Recuerdo una ocasión en que había menos gente que de costumbre haciendo cola frente al chiringuito y llegó el dueño, un tipo gordo y calvo. Ella dijo que iba a no sé dónde rápido y comenzó z quitarse allí mismo el mandilón negro para ponerse el abrigo. Era un gesto totalmente normal, pero me sorprendí a mí mismo más pendiente de sus gestos que de su cuerpo, reconociendo, y por primera vez no sólo con la mente, que es más gratificante encontrar armonía que deseo. Luego la vi alejarse y cuando me di cuenta de que la estaba mirando con demasiado descaro traté de volver a la realidad de aquella pobre locomotora falsa que sólo asaba castañas, pero los demás, los otros tres o cuatro clientes que esperaban, miraban en la misma dirección que yo.
En ese mismo sentido, aún guardo otro recuerdo de ella. Fue la tarde del día de Nochebuena, de risas y familias paseando bajo el frío. Aquella tarde hacía demasiado frío para pensar en otra cosa que no fuese taparse la nariz y guardar las manos en los bolsillos.
Media docena de transeúntes hacíamos cola para surtirnos de castañas asadas y alguien, un hombre ni demasiado joven ni demasiado viejo, un hombre que podría englobarlos a todos en la indefinición de sus rasgos, le dijo una procacidad a la muchacha. Ella ni siquiera se inmutó. Se limitó a envolver las castañas en una hoja de periódico y a esperar el pago. Pero los demás lo debimos mirar de tal modo que el hombre se retiró a toda prisa, mirando al suelo, sin recoger siquiera lo que había pedido.
Lo habíamos sorprendido escupiendo en la pila del agua bendita.
Sergei Korolsky es ruso, pero su nave lleva el emblema de la NASA y su traje espacial una bandera azul con estrellitas que no es de ningún país pero que de todos modos aporta por igual fondos para la misión y exigencias de todo tipo.
Hay más símbolos por ahí desparramados, cuidadosamente olvidados por el área visible para las cámaras, pero sus dueños dan menos la lata que los de la banderita azul: saben lo que les corresponde a cambio de lo que pusieron y no piden más.
Sergei piensa que seguramente se trabajaba más a gusto antes, cuando las misiones espaciales eran a veces secretas y las respaldaban naciones a menudo enfrentadas entre sí. Porque las naciones creen en cosas como el honor y el prestigio, y son capaces de pelear a muerte por recursos naturales o dominios estratégicos, pero en cambio no creen en conceptos como la imagen corporativa y no se ensañan con sus trabajadores por unos segundos más o menos de presencia ante las cámaras.
Korolsky es el primer ser humano en Marte. Se ha tragado un viaje de varios años, y otro que le queda para regresar, si es que regresa, porque no tiene muy claro que los cálculos se hayan hecho correctamente y la gravedad del planeta Marte no es moco de pavo. Seguro que son capaces de haberle enviado con sólo billete de ida para que construya la primera fase de la estación marciana, y luego que espere allí a que vayan a recogerle. O a que vayan a hacerle compañía.
Demasiada comida en el almacén. Demasiada agua. Lo van a dejar allí, los muy cabrones.
Pero eso ya se verá. Faltan todavía dos años para el momento del regreso. Hasta entonces, trabajar sin descanso en la construcción de la primera colonia y escribir el blog. La misión hay que financiarla, y hay que ilusionar a los humanos con la posibilidad de una emigración a Marte. Uno de sus principales trabajos es escribir un blog, una especie de diario en internet, donde explicar cómo se vive en Marte y publicar fotografías y vivencias.
Lo último que le dijeron es que tenía alrededor de dos mil quinientos millones de visitas diarias.
Dos mil quinientos millones. Menuda animalada. Y todos pendientes de lo que siente el primer hombre en Marte, de sus pequeñas vivencias e inquietudes, de los problemas cotidianos y los inconvenientes con los que no se contaba.
Tiene que caer simpático y hacer que la Humanidad se interese. Tiene que convertir la emigración en una posibilidad agradable, y hasta deseable. Tiene que satisfacer a toda esa gente, darles su ración diaria de mito y héroe, de exotismo y aventura.
Pero no se le ocurre nada. Se pone ante el teclado y no se le ocurre nda.
Vivir en Marte es como vivir en cualquier otro lado, porque te llevas contigo todo lo que eres. Y Korolsky es astrofísico, no escritor, y después de tres días se ha hartado de los amaneceres marcianos, y después de cuatro se siente como un pez en una escafandra, observado por millones de ojos, obligado a saludar con l mano.
Y no se le ocurre nada.
Dos mil quinientos millones de seres humanos miran a diario una pantalla en busca de sus experiencias, en busca quizás de apoyo o compañía, y el caso es que a él se la bufa, porque se siente solo, y la radio no le hace compañía, y el conocimiento cierto de que figurará en las enciclopedias del futuro ya no le parece recompensa, y la desconfianza de que no va a poder volver pesa más que toda la vanidad y todo el orgullo de ser precisamente él quien ha dado el gran paso para la Humanidad.
Se sienta ante el teclado y saluda al blog. Sabe que si dice algo inconveniente se lo censurarán. De pronto, sonríe: cree haber encontrado la salida: los días que no tenga nada que decir, basta con soltar impertinencias y ya se buscarán alguien allí abajo que escriba lo que no ha escrito él.
Sí. Eso es. Él ya está en esa mierda de pedrusco que tanto interesa a los humanos porque jodieron su propio planeta. Él ya ha cumplido su parte. La crónica que la escriba el que no ha hecho el viaje. Como siempre.
Empieza a escribir.
«Hoy estoy hasta los huevos. Trabajar a solas en un sitio donde no hay nadie más no hay quien lo aguante. El que espere encontrar una vida nueva en Marte que se venga acá con otro cerebro, porque no es posible cambiar nada si no cambiamos nosotros. Esto es una mierda, como cualquier agujero de Siberia o de Arizona. Esto es una puta mierda sin esperanza de encontrar una sonrisa en la camarera que te sirve una cerveza, o un buen cantante en una bar de carretera. Esto es la cagada sin esperanza y sin sorpresas. Creedme, amigos: no vale la pena ir a ninguna parte. Si lo que buscas no está a tu lado es que es un cepillo de dientes de modelo raro o alguna mamonada por el estilo. Si es importante, seguro que lo tienes a lado o no está en ninguna parte.
Por hoy, vale. En Marte también hay días chungos.»
—Ya está. Que escriban ahí abajo lo que quieran. —se dijo Korolsky.
Pero no le censuraron. Salió tal cual y la audiencia de su blog subió a tres mil millones.
Luis-2 Martínez-8 llegó a la lanzadera con muy pocas ganas de subir a la estación, al cubículo, como lo llamaban los veteranos. Se embutió en el maldito traje que le rozaba en los hombros, como ya había dicho veinte veces, dos con formulario oficial y tres con quejas por escrito al buzón del departamento. Departamento en general, porque parecía que no había ningún departamento que se encargara de fallos en los diseños de los trajes. El día que vinieron a tomarle medidas le recordó aquel día que le explicaron que la encimera de su cocina, por su forma, se diseñaba con láser y que como las paredes no estaban perfectamente a noventa grados, harían los muebles con cada ángulo de cada esquina, para que encajara como un guante.
Guante, otra historia, la unión metálica a rosca segura de sus guantes era como si alguien hubiera puesto las tallas a bulto. Encajaban bien, sí, pero si la manga era talla hache, los guantes era tres equis hache y parecía que llevaba unas manoplas para el frío.
La cocina, sí, cuando llevaron los muebles, le preguntó al técnico sobre los ángulos, este señor no sabía nada de los láseres ni de los ángulos de su cocina; todo lo que trajo, que es lo que le habían encargado, estaba a noventa grados. Tras un par de videollamadas al responsable de los láseres de ángulos, éste finalmente le dijo que hablara con el contratista, que se había usado una I.A. para calcular costes y pagos y que no sabía nada más.
El señor que montó la encimera y los muebles de cocina llevaba un asistente inteligente y un pequeño robot mecánico, nada espectacular, pero montaron la cocina en una hora, encimera incluida, sólo que había un ángulo de unos doce grados de separación entre el final de los muebles y la pared. Ante mi queja, matizada y educada, se me dijo que el panelador vendría con la solución la semana que viene.
El panelador.
Me rozaba el traje en los hombros y los guantes eran un poco más grandes que mi talla, pero como cerraban bien pues nadie se molestó tampoco atender mis quejas. Total. Sólo era un ingeniero electricista y sólo iba a la estación espacial a reparar unas luces de una docena de salas, luces que parpadeaban sin motivo aparente y porque el personal científico se había quejado a la central. Yo también me había quejado de lo del traje y de lo de mi cocina. No, mi cocina no tiene nada que ver, pero para el caso es la misma mierda.
Panelador. Dos semanas después vino el panelador, trajo un panel de madera tratada con fibra de vidrio y la atornilló para que falseara los noventa grados de una esquina que mis paredes no tenían. Bueno, era la típica chapuza que da apariencia pero no resuelve el problema de por qué rayos me mandan un tipo con láseres para medir ángulos y luego nada de eso vale para nada. Lo mismo con lo del traje.
Mientras ascendía en la lanzadera hacia la estación me preguntaba por qué rayos se habían estropeado esas luces que habían costado veinte veces mi casa, sólo las luces. Supongo que alguien había llevado un medidor láser primero y luego había llegado el panelador.
No sé ni cómo siguen vivos ahí arriba.
Juan nació para morir. En el camino se encontró con una esposa, a la que no quería, unos hijos a los que odiaba y una vida miserable en la mina. Murió de silicosis a los cuarenta años. Antes de morir, mando poner en su lápida: Gracias.
Esta parte del "relato corto" (muchas comillas) viene de aquí y en este orden, primero aquí:
www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-7
Después aquí:
www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-11
Luego:
www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-14
***
El lunes la sucursal del banco estaba alborotada, se habían formado dos bandos definidos e irreconciliables sobre la desgracia del hombre en la pasarela. Unos tachaban al Ayuntamiento de no haber construido un puente mucho más fiable y menos estético. Otros destacaban la imprudencia de esa persona en un momento así para hacer una maldita foto.
Juan estaba ensimismado pensando en las labores de limpieza en el cauce. No podía quitarse de la cabeza el poder ver el momento exacto del descubrimiento de su paquete. Le encantaría estar ahí y ver sus caras, pero no podía ser, ya había ido demasiadas veces a la zona, aunque era un área de paso y mucha gente transitaba por ese puente, tanto andando como en coche.
-Juan, ¿tú qué opinas? –le preguntó el otro cajero de ventanilla.
-¿Sobre qué? –respondió Juan intentando ser sociable.
-Coño, que el tío fue un imbécil, como tantos otros que palman haciéndose “selfies” y gilipolleces varias sólo por unos “likes”.
-¿Quién, el de la pasarela?
-Claro, quién va a ser, joder, siempre estás en las nubes... –dijo la subdirectora de la oficina, pasando con unos papeles delante de las ventanillas de atención al público-. Si hubieran hecho una pasarela como Dios manda, esto no habría pasado.
-A veces, las cosas pasan porque sí, sin razón aparente ni motivo –respondió lacónico Juan.
El timbre de petición de apertura de puerta exterior sonó, Juan le dio al botón correspondiente y una clienta entró. Todos guardaron silencio, dejando sus discusiones para otro momento.
Mientras atendía a la señora volvió a mirar las cajas de los clips, ahora ordenados, metálicos por un lado y de colores por otro. Respiró aliviado como si el mundo volviera a tener sentido, con una sonrisa le indicó a la mujer que esa operación la hiciera mejor desde el cajero. Órdenes de Dirección. La señora, que podría tener más de setenta años, lo miró con cara de no entender nada. Juan añadió que debería usar la aplicación del banco en el móvil, que todo era más fácil así. Sin mediar palabra, la señora enseñó su teléfono, un “tontomóvil” de marca irreconocible.
La mañana pasó entre clientes cabreados por algún error bancario, usuarios con peticiones imposibles, y repeticiones de una de las frases mágicas: “Normativa del Banco Central”, esa consigna que era una mezcla de comodín de todo y de nada y motivo de muchos enfados.
Cuando terminó su horario laboral, varios compañeros dijeron de ir a tomar algo en la “otra oficina”, un bar dos portales más allá de la sucursal bancaria. Juan nunca iba con ellos. Demasiado esfuerzo le costaba fingir ser relativamente sociable.
En coche, de vuelta, resistió el acuciante deseo de pasar por el puente y ver cómo iban los trabajos. Si habían comenzado a las ocho de la mañana ya tendrían bastante avanzados los trabajos de limpieza. ¿Incluiría la tala de arbolitos, cañas y maleza?
Cuando llegó a casa, miró la lista culinaria y se dio cuenta de que el fin de semana no había preparado nada. Se estremeció al pensar que hoy tenía planificado albóndigas en salsa, brócoli en ensalada y flan. Nada de eso estaba preparado. Nervioso, se comió un trozo de pan con embutido y un helado que languidecía en el congelador desde meses atrás.
Tras recoger la mesa, fue al canasto de la ropa sucia y rescató la ropa de aquella noche. No recordaba si llevaba camisa azul o la de cuadros verdes y negros. Se esforzaba en hacer memoria pero temía inventarse el recuerdo. Cogió el pantalón tejano que sí llevaba y lo metió en una bolsa de basura, luego las dos camisas. Se quedó mirando la ropa restante del canasto, sopesando si toda estaría “contaminada” con algún posible resto. Sin pensarlo más sacó toda la ropa sucia y la metió en la bolsa. De nuevo sus ojos se quedaron petrificados mirando el propio canasto ahora vacío. Fue a su taller, cogió la maza y machacó la cesta de la ropa hasta dejarla destrozada y casi plana para que cupiera en otra bolsa de basura. Más relajado, sacó las bolsas al jardín para tirarlas en otro momento.
Conectó el portátil y navegó por las noticias en el mismo orden de siempre. Para disimular si ese alguien invisible estuviera controlando sus movimientos en la red, hizo clic en la publicidad de un nuevo restaurante mexicano, en una nueva serie de animación de un canal de pago y en un nuevo modelo de coche híbrido asiático.
En un periódico local, en portada: “Margarita Martínez de 73 años, desaparecida de la Residencia Luz de Luna”. Juan notaba cómo el azar estaba jugando con la realidad de un modo que no sabía interpretar. ¿Esto era bueno para él? ¿Podría complicarle las cosas? ¿Más medios regionales para estas búsquedas? ¿O difuminaría los esfuerzos policiales? Miró con detalle la foto de la mujer con el rótulo de: “DESAPARECIDA” y sus datos para identificarla. Parecía feliz, sonriente y sin mucho maquillaje. “La mujer, que necesita medicación, salió voluntariamente de la residencia. En el momento de su desaparición llevaba chaqueta azul y pantalón negro. Mide 1’68, es de complexión gruesa y tiene el pelo canoso. Se pide la colaboración ciudadana”.
Colaboración ciudadana. Sólo en su localidad de unos 70.000 habitantes había varias residencias de ancianos y en las localidades cercanas otros tantos, no parecía que fuera nada extraño el caso de esta mujer, sólo que ahora prestaba mucha más atención a estas cosas. Se decía fríamente.
Buscó más noticias sobre la limpieza del cauce y no encontró nada, tan sólo una minúscula nota de prensa del comienzo de los trabajos acompañada de una foto donde se veía una pequeña excavadora y varios trabajadores con casco y chalecos reflectantes. Típica foto tomada por un desganado reportero gráfico. Posiblemente mal pagado y mal considerado. Seguro que le habrían insistido en que se vieran claramente los chalecos con el rótulo del Ayuntamiento.
Esa tarde tiró las bolsas con los restos de ropa y canasto en contenedores diferentes y alejados, ya le parecía una costumbre ritualizada desde años atrás, la asumía como algo normal. Fue al vivero a comprar tierra y semillas de césped. No había de la clase que ya tenía en el resto del jardín. Así que compró otra variedad ante la insistencia del vendedor de que su tipo de hierba ya no tenía distribuidor.
Dejó los sacos en el jardín y se dispuso a cocinar todo lo que el fin de semana no había hecho. Puso la radio de la cocina en un canal de noticias. Mientras, preparaba unas albóndigas y hacía un sofrito de tomate y cebolla, caramelizaba más cebolla en otra sartén para otro plato.
La locutora de ese informativo anunciaba que el Ayuntamiento había habilitado una página web para que la población pudiera registrar posibles incidencias relacionadas con la limpieza viaria del municipio. De esta manera se establecía una nueva vía de comunicación directa entre el Consistorio y los vecinos y vecinas. Juan se giró hacia la radio y se le escapó un sonoro: “¡Venga ya!” O el azar estaba haciendo muchas horas extras o el mundo se había confabulado contra él. A cuento de qué venían ahora con esa web, las calles estaban limpias, aparte de algunos muebles viejos abandonados cerca de los contenedores, la ciudad no necesitaba de esos “policías de la basura”. Casi se dió un corte en el dedo mientras picaba cebolla. La cortinilla musical dio paso a un anuncio de “Detergente Mariángeles, limpieza total de las manchas más difíciles.” Ahora Juan sí que se dió un corte en el dedo. La paranoia estaba llegando a límites absurdos. Fue al baño y se lavó con jabón el corte y se puso una tirita. Se fijó en la marca del jabón de manos: “Viuda de la Maza”. Incrédulo, volvió a mirar de nuevo el rótulo horadado en la pastilla: “Viuda de Itaza”.
Al volver a la cocina se le habían pasado las albóndigas de fritura y humeaban al fuego. En la radio entrevistaban al amigo de la desaparecida Ana Ferrer. Apagó el fuego y se sentó en el taburete a escuchar con atención.
-Estamos con Juan José González, amigo de la mujer desaparecida Ana Ferrer. Hola, Juan José.
-Hola.
-¿Cómo estás viviendo estos días lo sucedido con Ana?
-Pues muy preocupado, la verdad, ya he hablado con la Policía y les he contado todo lo que sé.
-¿Qué puedes contarnos, ya que suponemos que hay informaciones que no puedes divulgar?
-Habíamos quedado en casa para organizar unas vacaciones en Suecia... planificar hoteles, vuelos, comidas, esas cosas... Íbamos a ir a Malmö también porque ella es muy fan de la serie “Bron/Broen” y quería... –se le quiebra la voz.
-Tranquilo, Juan José.
-Pues eso, que nunca llegó a casa, vivo al final de la calle Águila Martínez...
Juan se quedó helado al oír el nombre de la calle. Su calle. Imposible. De todo punto imposible. Por eso la mujer iba caminando calle abajo cuando pasó delante de su puerta.
-...Nunca llegó, me llamó sobre las diez de la noche más o menos diciendo que venía ya para acá. Y luego, nada.
-¿Qué le ha dicho la Policía?
-Poca cosa, son muy reservados. Les dije que estaba solo en ese momento, que si buscaban que yo tuviera una coartada o algo así, que no tenía, estaba solo en casa esperándola. Pero que jamás, nunca, jamás le haría daño a Ana. Jamás.
Juan seguía en estado de conmoción. Un sudor frío le recorría la nuca. Hasta que la mente fría se impuso. Debía dar un paseo.
La mirada de Carlos ya mostraba signos del virus, el resto del grupo lo miraba consternado, su líder comenzaba el proceso de trasformación y luego en Fuengirola, solo serían seis las personas resistiendo tras los muros del Castillo de Sohail.
Europa yacía en penumbras, solo permanecían algunos bastiones de seres pensantes diseminados por ahí, todo se había vuelto oscuro y hordas de depredadores hambrientos caminaban sin rumbo, devastando todo a su paso, un paisaje desolador.
El grupo debía afrontar la inminente pérdida de Carlos, el cerebro y músculo, el que había librado mil batallas, el de la mano tendida y el corazón abierto en un mundo que paso de gris a oscuro en días. Justo, antes de entrar a la fortaleza, su brazo quedo atrapado en la boca de una persona sin alma y en ese instante, la suya tocó la puerta para despedirse.
El líder sintió irrumpir algo desde sus entrañas, una ola de escalofríos sacudió su cuerpo, en sus venas algo se movía a toda prisa, era el mal que andaba corto de tiempo y sin escrúpulos, avanzaba hasta su cabeza para formatearle la mente y convertirle en un ser sin alma. Carlos había proyectado este momento de mil maneras distintas, aun así, el miedo se hizo presente, todos los presagios oscuros eran pequeños al entrar el diablo en tu cuerpo, sus compañeros tendrían que sacrificarlo o acabaría con ellos.
Lo veía todo con claridad dentro de la oscuridad reinante, de una u otra manera dejaría de ser Carlos y decidió refugiarse en los recuerdos antes de dejar este mundo, pero la pandemia no le dio tregua y enseguida le clavó una filosa puntada en su cabeza, arrebatándole la visión, se hizo de noche y se vio sumergido en las mismísimas tinieblas.
—¡Por Dios, no veo nada! —Grito aterrorizado—¡Háganlo pronto Por favor!
Mientras la epidemia seguía su curso y le asestaba otro golpe, le desconectaba los auriculares, el silencio le aturdió, no llego a oír las palabras de consuelo de sus horrorizados compañeros, los mismos que debatían de quien tenía los cojones de acabar con el suplicio de Carlos.
El negro absoluto no fue suficiente y de repente el olor se esfumó, ya no veía, no escuchaba ni olía, el dolor en su cabeza era infernal, los agentes del mal percutían con ferocidad en el control de mandos, abatiendo también al sabor, solo se resistía un sentido: el tacto.
Entre el dolor insoportable reconoció unas manos acariciando su rostro y el beso de unos labios en la mejilla, luego vinieron abrazos húmedos y más caricias, el terror se apoderó de Carlos, cerró los ojos apagados, resignado esperaba el inminente desenlace. En un par de segundos el presagio le atravesó la frente, un destello se llevó su alma y el miedo desapareció junto a él para siempre.
Treinta y seis niños en una habitación. Sin puertas. Sin ventanas. Ahora son treinta y cinco.
Un hombre sentado en un banco bajo la lluvia mira su reloj y espera. Tiene unos cincuenta años y va vestido de oscuro, con un traje a la vez anticuado y flamante.
De cuando en cuando alza la vista hacia una ventana iluminada en el edificio de enfrente. Es un edificio antiguo, de tres plantas, habitado seguramente por dos o tres ancianos que extenúan un alquiler rancio, uno de esos alquileres que disuaden al propietario de las mejoras y al inquilino de la mudanzas. Es un edificio demasiado elegante para la zona de la ciudad que ocupa, para el tugurio cervecero que se ha instalado en los bajos, para el ruido del tráfico que soporta. Es un residuo de otra ciudad más pequeña y sosegada, engullida por el hormigón y los cristales de la modernidad.
Son las siete y cuarto de la tarde y nuestro hombre aguarda desde hace veinte minutos bajo la lluvia, que ni crece para chaparrón ni acaba de escampar del todo. Pensó primero resguardarse en un bar, pero el agua le da igual. No quiere ver a nadie y en los bares hay que cumplir con el ritual cívico del saludo, las cuatro palabras al camarero y el continuo parloteo de los demás. El que diseñó al ser humano tuvo una gran idea al ponerle párpados para poder cerrar los ojos, pero se olvidó de un dispositivo similar para los oídos. Nuestro hombre no quiere ver ni oír a nadie: por eso no se ha refugiado en un café ni en ninguna parte. Por eso sigue bajo la lluvia. El agua es lo de menos.
De hecho, sólo gracias a la lluvia ha conseguido mantener la tranquilidad, no tirarse de los pelos o darse de cabezazos contra una farola. Para él la lluvia es un sedante que limpia por igual el sudor de la frente y los desasosiegos del alma. La lluvia es la única clase de ducha capaz de alcanzar los más resguardados rincones del ánimo. Le gustaría que de una maldita vez se pusiera a llover a cántaros, para que encogiera aquel traje que había pasado veinte años en un ropero sin salir más que media docena de contadas ocasiones. Le gustaría que lloviera meses y años seguidos, sin parar, como en aquella novela de García Márquez en la que todos se llamaban igual y la gente ascendía a los cielos sin necesidad de morirse. Ojalá lloviese como en Macondo; sí, así se llamaba el pueblo de la novela, y los personajes eran todos Auerlinos, Úrsulas y Amarantas, porque todos era en el mismo. Igual que en la vida real: todos somos el mismo, con diferencias que nos parecen sustanciales porque no somos capaces de alejarnos lo bastante. Muchos años después, frente el pelotón de fusilamiento, el profesor Leandro Martínez había de recordar aquella tarde en que se puso a pensar estupideces bajo la lluvia porque no se atrevía a pensar en otra cosa. Ese era él, y seguro que ni para pelotón de fusilamiento daba su vida, como no llegase el día que fusilasen a los aburridos.
El profesor vuelve a mirar el reloj y ensaya una mueca irónica, dirigida más a sí mismo que a la luz de la ventana. Se levanta un instante y llama al portero automático. No responde nadie y vuelve al banco con una sonrisa, la primera del día, la primera de mucho tiempo, pensando que no es mala cosa tentar de vez en cuando a lo imposible. Es perfectamente cabal creer en los imposible: lo que es de locos es creer en lo improbable.
Pasan los minutos, lentamente, bombardeando con su goteo cada enclave de la memoria, incluso los más inaccesibles, como el barro de los charcos que pisaba en la infancia o el acné juvenil del rostro de Consuelo. Son tan livianos esos retazos que se van igual que vienen, sin ancla que los fije ni huella que los delate. Después de mirar de nuevo el reloj y comprobar que la aguja no ha avanzado más que un par de minutos, el profesor se ha quedado mirando a una monda de pistacho en el suelo, contando el número de gotas que la alcanzan. Esa monda de pistacho, en medio de un campo de futbol, tendría una probabilidad ínfima de recibir una gota de lluvia si sólo cayera una gota, pero dejad que llueva media hora y veréis como la probabilidad aumenta hasta convertirse en casi absoluta certeza. Cada gota tiene la misma ínfima probabilidad de caer sobre el pistacho, pero la sucesión de gotas convierte un suceso cercano a lo imposible en un suceso casi seguro. Eso es lo que ocurre cuando el caso discreto se convierte en continuo, lo mismo que en el famoso problema de la moneda que se lanza al aire mil veces: cada vez que se lanza tiene las mismas posibilidades de caer del lado de la cara como del de la cruz, y sin embargo, si han salido trescientas caras seguidas, la función de distribución indica que se debe apostar sin dudarlo a que la siguiente será cruz. Se ha equivocado ya doscientas noventa y nueve veces, pero la función insiste. Insiste porque sabe que tiene razón y que, al final, se saldrá con la suya si la moneda se lanza el suficiente número de veces.
Eso es lo que enseña a sus alumnos. Y eso, también, es lo que ha pasado con su vida. Eso mismo. Al final, la suerte y la probabilidad es sólo cuestión del ritmo al que se repiten los sucesos. Nada más. Un suceso imposible se convierte en probable cuando la repetición de ensayos es lo bastante abultada. Pero luego hay algo más que no explica en clase pero que lleva algún tiempo rondándole la cabeza: en los ensayos fracasados, en las gotas que no caen sobre la monda de pistacho, habría que diferenciar las que fallan por un milímetro de las que fallan por un metro, o por dos kilómetros. Algo hay, aunque no lo describa ninguna fórmula, que diferencia al soldado que se libró de la muerte por un milímetro del que solamente oyó pasar las balas a cinco metros. Es posible que el que tuvo la bala más cerca tenga menos posibilidades de ser alcanzado por la siguiente que el que ni siquiera la oyó cerca; igual que con las monedas: una cara necesita de una cruz para dejar la función igualada; una disparo cerca necesita de uno lejano para que el sistema se mantenga.
Nuestro hombre vuelve a sonreír: ni en un día así puede dejar de ser profesor de estadística.
Lo malo es que uno nunca puede dejar de ser lo que es. Puede fingirlo, como mucho, o aparejarse una careta, pero las metamorfosis auténticas son más improbables.
De pronto empezó a llover un poco más fuerte, pero el hombre ni se dio cuenta: estaba demasiado ocupado contando los impactos sobre la monda de pistacho. Tenía que concentrar en esa tarea toda su atención para que su mente no se desviase hacia donde no debía. Tenía que seguir ese hilo como si le fuese la vida en ello.
Estadística y probabilidad. ¿Puede ser la probabilidad una forma de matar? O, al contrario, si no hay más arma que esa, ¿se trata sólo de un accidente? Podría ser. ¿Qué ocurre si se le da a alguien un medicamento, un medicamento totalmente inofensivo, y el paciente resulta ser alérgico?, ¿qué pasaría si un médico loco se dedicara a administrar ese medicamento inofensivo a todos los pacientes de un hospital a sabiendas de que, por término medio, un cero coma dos por ciento de los pacientes son alérgicos? Sería el crimen perfecto.
Eso fue. Un crimen perfecto. Eso mismo: una maldita casualidad criminal en la que nadie podía haber pensado.
El hombre da una patada a la monda de pistacho y la ve colarse por la única rendija despejada de una alcantarilla próxima. Otro hecho improbable, y sin embargo cierto.
Pasan otros cinco minutos. La lluvia arrecia. El hombre saca un pañuelo del bolsillo de la americana y se seca la cara con gesto fatigado, como si acabara de realizar un gran esfuerzo y fuera sudor en vez de lluvia lo que estuviera enjugándose.
De entre el barullo del tráfico emerge una furgoneta blanca y el hombre se levanta para hacerle señas con los brazos.
Es el cerrajero, que por fin aparece. Mucho servicio veinticuatro horas y mucho asegurar que están siempre disponibles, para luego tardar tres cuartos de hora cuando se los llama un domingo.
Los demás inquilinos del inmueble, ancianos todos, están pasando las vacaciones con los hijos, así que no hay nadie en el edificio. La cerradura del portal logra resistir dos minutos justos a la pericia del operario. La de la puerta de la vivienda aguanta un poco más, pero no mucho: sólo es el pestillo lo que hay que vencer porque el pasador no está corrido.
Nuestro hombre paga al cerrajero, se quita el abrigo y lo deja en la percha. Acto seguido recoge el llavero en el gancho del recibidor y se lo mete en el bolsillo, echando por primera vez de menos a Consuelo en aquella casa vacía.
Ella era la que estaba siempre en casa y ella la que llevaba las llaves cuando salían juntos. ¿Cómo no iba a olvidarse él de las llaves la tarde de su entierro?
Nube Larga se colocó el penacho de plumas, contempló ante el espejo sus pinturas de guerra y se dirigió a su caballo. Sabía que el director y todo el equipo esperaba sólo por él para dar comienzo al rodaje de la batalla, de la pantomima de batalla contra el hombre blanco, pero no tenía prisa.
Que esperasen. Por una vez, que esperasen.
Con la que estaba apunto de rodar, Nube Larga había participado ya en casi una treintena de derrotas contra la caballería Michigan.
Echó un vistazo a sus hombres y se encontró con un montón de sudamericanos, mulatos, varios indonesios y hasta algún hombre blanco. Él al menos era un verdadero piel roja, un residuo del extinto pueblo cherokee.
Pasó ante el director y las cámaras sin mirarlos, como si fueran arbustos, y se colocó en su puesto sin hacer caso a los gruñidos que afeaban su retraso.
Allí estaba, con el penacho de sus antepasados y las pinturas de sus mayores, listo para una farsa. Miró la llanura, suya por derecho propio, por ley de sangre, y en todas partes encontró cicatrices de su derrota.
Se había engañado a sí mismo diciendo que ese era el único amino para que los suyos no se hundiesen en el olvido, pero sabía en el fondo de su alma que estaba vendiendo también su memoria. Primero las tierras, luego el orgullo, por último la memoria. Si hubiera alguno, tal vez un hijo suyo vendería el cementerio.
Pero no había cementerios.
Sólo vergüenza y rabia, rencor e impotencia en los ojos de un hombre perteneciente a un pueblo que no supo defender lo suyo. Que no pudo.
Era una película de indios y Nube larga, un jefe indio, hacía de jefe indio.
Buen papel.
¿Pero hay mayor desgracia que convertir una persona en personaje?, ¿hay peor vergüenza que transformar en folclore las raíces?, ¿hay miseria más baja que convertir en espectáculo la historia de la propia destrucción?
Sí. La hay: hacerlo ante el mundo entero y cobrando.
Sólo el hombre blanco podía haber inventado el cine, capaz de empujar tan hondo a su pueblo en el pozo de la desgracia.
Pocos indios sonríen en las películas. Ya sabéis la causa.
Estas son dos de las propuestas publicitarias que escribí en su día para una empresa de internet (no diré el nombre, claro), estamos hablando de 1998, así que espero que podáis poner en contexto lo que se podía avanzar en lo tocante a esa cosa tan nueva que se llamaba internet. Intenté adelantarme todo lo posible con las ideas, pero... los ejecutivos creyeron que no era adecuado para su público objetivo. Repito, escrito y pensado en 1998.
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1.-EXT. AMANECER.
Un coche de corte futurista avanza por una carretera al amanecer. Debe dar imagen de sobriedad y calma. El coche va a una velocidad moderada. MÚSICA: Tema clásico relajante.
2.-INT/EXT. COCHE. AMANECER.
Interior del coche futurista. Un hombre de unos 40 años conduce tranquilamente. Lleva un traje de chaqueta con algún toque que indique que estamos algunos años en el futuro. Nos recuerda al traje de chaqueta que usaba Floyd en la película "2001: Una Odisea en el Espacio".
OFF.-Muy pronto, usted podrá desde su coche y con la voz, pedir la ruta más corta al trabajo...
3.-INT. COCHE.
PLANO DETALLE. Panel de control, monitor donde se lee: “Recibidos: 4 mensajes”. De esta zona proviene la voz femenina del ordenador, muy suave y elegante.
VOZ FEMENINA SINTÉTICA.- Tiene cuatro mensajes de correo.
OFF.- ...escuchar la última cotización en bolsa y recoger su correo electrónico...
4.-INT/EXT. COCHE.
El conductor conduce tranquilamente. Mientras sigue ligeramente con la cabeza la música clásica que suena.
VOZ FEMENINA SINTÉTICA.- Accediendo a la Bolsa de Madrid.
OFF.-...O pedir las noticias deportivas del día. Usted tendrá acceso a cualquier ordenador del mundo conectado a la red.
5.-INDETERMINADO.
Morphing del panel de control del coche a un monitor de ordenador de hoy día. Morphing del monitor a un satélite de comunicaciones. Morphing del satélite a una gran centro de comunicaciones. Morphing de éste a una hermosa casa.
“Mientras el futuro llega, (EMPRESA DE COMUNICACIONES) utiliza las últimas tecnologías para llevar de un modo fácil y asequible internet hasta su casa”.
6.- INDETERMINADO.
Fondo negro y rotulación tipografía de (EMPRESA DE COMUNICACIONES).
(EMPRESA DE COMUNICACIONES), construyendo el futuro.
900-9999999
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1.-INT. NOCHE.
PAN de DCHA. a IZQ. en PM de un joven de unos 30 años, lo vemos de frente y la cara la tiene iluminada de luz blanca que parpadea, mira algo atentamente.
2.- EXT. NOCHE.
(Idealización). De su casa parte un haz de luz blanca que va recorriendo una intrincada red hasta llegar a alguna parte del mapa de los EEUU., concretamente California. SFX.
OFF.- Su novia está a 12.000 kms. Sus cartas tardan seis segundos en llegarle.
3.- INT. NOCHE.
Continúa la PAN de DCHA. A IZQ. del joven en PM.
4.- EXT. NOCHE.
De su casa (otro ángulo) parte un haz de luz blanca que va recorriendo una intrincada red hasta llegar a una parte del mapa de la India. SFX.
OFF.- Algunos de sus amigos están a 9.000 kms. Charla de las noticias del día con todos ellos.
5.- INT. NOCHE.
Continúa la PAN de DCHA. a IZQ. del joven en PM.
6.- INDETERMINADO.
La Tierra. El haz de luz blanca recorre una intrincada red y se cruza con otros cuatro haces de luz de diferentes colores y que provienen de otras partes del mundo hasta que se encuentran en algún punto del planeta. SFX.
OFF.- Juega en la red con un sueco, un alemán, un argentino y un brasileño; y –a veces- les gana.
7.- INT. NOCHE.
Continúa la PAN de DCHA. a IZQ. del joven en PM. Casi se ve el monitor de ordenador que tiene delante.
8.- EXT. NOCHE.
El haz de luz blanca recorre la ciudad a toda velocidad hasta llegar a un terminal de banco, en el otro extremo de la ciudad. SFX.
OFF.- Su banco está al otro lado de la ciudad. Consulta la cuenta cada día sin moverse de casa.
9.- INT. NOCHE.
Vemos al joven de espaldas, delante de un monitor de ordenador en el que se ve la página web de (EMPRESA DE COMUNICACIONES).
10.- INDETERMINADO.
Fondo negro.
Texto con la tipografía de (EMPRESA DE COMUNICACIONES), las palabras van apareciendo y desapareciendo mientras el OFF repite el texto.
(EMPRESA DE COMUNICACIONES), construyendo el futuro.
900-999999
Origen: www.meneame.net/story/sujetame-el-cubata
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Y aquí... www.meneame.net/m/relatocorto/sujetame-cubata-7
Final.
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Esos años se me hicieron eternos, la vida “normal” era muy aburrida para mí. Voy a resumir la cosa, que me voy a quedar sin cinta. Inés “delalmamía” había comprado la casa de Ernesto al no dar ni éste ni Ana señales de vida. Se inició una búsqueda pero con poco interés. A los barandas que estuviera muerto o se hubiera largado con ella al Caribe les daba lo mismo. Eso sí, en cuanto levantara la cabeza, duraría poco. No sabían que ya estaba fiambre.
Como Carlo les había estado dando tan buenos resultados, lo nombraron sustituto de Ernesto. Yo con él hablaba poco, teníamos poco de qué hablar, nos veíamos una vez cada equis meses y poco más. Ni se metía conmigo ni yo con él. Yo a mis taxis y mis peluquerías. Él a iniciar nuevos proyectos. No me encargó ninguno, el muy hijodeputa. El italiano se había trasladado a la antigua casa de Ernesto. Ahí me la jugaba, pero confiaba en que su pésimo gusto para el arte le hiciera despreocuparse de cuadros, esculturas y demás puñetas. A él sólo le gustaba la cosa de látigos y cueros. Nunca me enseñó la nueva sala que tenía para lo suyo, pero se sabía que estaba en el sótano, que había hecho remodelar entero.
Con Inés la cosa estaba rara y tensa. No era la misma, o sí. Ya no sé si...
-¿Hola? Coño, Inés, ¿qué haces aquí?
-Tengo llave, ¿recuerdas?
-¿Y vienes a verme con guantes y una pistola con silenciador en la mano?
-Vengo a por la cinta.
-¿Qué cinta?
-La que estás grabando.
-¿Esta?
-Esa.
-Ah, ya, así que has sido tú la que ha mandado que me sigan estas últimas semanas, ¿verdad?
-Ya ves.
-Ya veo.
-La cinta.
-Siéntate, ¿un pelotazo?
-¿Por qué no? Gintonic.
-Pues era gente muy profesional.
-Pagamos bien. Y tú no tenías por qué haber complicado tanto las cosas. Te he dado toda la ayuda que...
-¿Y a ti qué más te da? ¿O es que tus negocios legales han dejado de serlo?
-No, todos son legales. Gracias a Dios.
-Dios. El mismo que te está viendo ahora mismo con una pistola en la mano y me amenaza. Ja.
-“Oh, señor, Dios de las venganzas, oh, Dios de las venganzas, ¡resplandece!” Salmos. No se puede salvar a todo el mundo y tú has sido mi mejor ejemplo. Tengo que enmendar mis errores y pagar mis culpas.
-Y tus culpas las pago yo. Cojonudo.
-Es la mano de Dios la que guía la mía.
-Toma, tu bebercio. Yo sigo con mi coñac.
-¿Qué pasó con Ana?
-Murió. No la maté. Murió. ¿Qué pasó con su pasta?
-La tengo guardada desde el principio, en dos cajas fuertes.
-Ah, por eso no la encontraba.
-Por eso y porque Ana me contó vuestro plan.
-Era suyo, no mío.
-Bueno, esto se acabó. Dame la cinta.
-Me termino la copa. ¿Cómo sabes que no tengo papeles guardados por ahí para cuando muera?
-Porque no los tienes, nunca has tenido cabeza para lo importante.
-Me queda poca vida. Al menos, así termino rápido. Apunta bien, que con silenciador se falla mucho.
-Qué ginebra más asquerosa. Sabe a demonios...
-Le he puesto bolitas de nosequé... Esas que ponen en el club de golf.
-Me hubiera gustado que hubieras cambiado a mejor, que te unieras a la luz, pero preferiste el sendero de la oscuridad.
-Y como no lo consigues, me das pasaporte.
-Adiós.
Fuupd-fuupd-fuupd.
Clac.
------FIN------
— ¿Nadie entiende, pues, las implicaciones de este teorema? - preguntó el viajero.
— Nadie de Brea; sospecho que tampoco nadie de la Tierra - contestó el robot de soporte, con ciertos aires de suficiencia.
Había en la colonia más de setecientos mil millones de hombres y mujeres, cada uno de ellos trabajando en diversas investigaciones, unas más nimias que otras, y en los más variopintos campos categoriales sin cierre: biología sintética, geometría temporal, axiología jurídica artificial, nutrición genómica, matemática de base continua y un sinfín de especialidades.
El engranaje científico lo engrasaban complejos middlewares que conectaban sistemas emergentes de minería de axiomas y motores inteligentes de búsqueda. Todo el conocimiento de la colonia estaba almacenado en un gigantesco sistema distribuido de gestión de axiomas híbridos llamado Episteme, con innumerables axiomas formales e informales que los breanos llamaban verdades y un número finito pero incontable de relaciones entre los mismos.
Y nadie era ya, por sí solo, capaz de entender ningún campo categorial. Nadie entendía las complejas teorías diacrónicas que explicaban el comportamiento fractal del tiempo, sin embargo sus fórmulas se usaban para realizar los cálculos que permitían a los espejos de gravitondas de la planta de energía del horizonte de sucesos sincronizarse perfectamente en órbita, optimizando la recolección de energía para Brea.
No había ninguna inteligencia artificial con intencionalidad en Brea, según postulaba la traducción al lenguaje humano de una Verdad descubierta hace siglos en la colonia; así que el viajero ignoró sin más el tono pedante del robot de soporte, y continuó su entrevista:
— Pero el equipo que haya desarrollado este teorema entenderá lo que hace, su utilidad práctica ¿cierto?
— Este teorema es fruto de milenios de investigación sintética de la colonia. Su utilidad práctica es sólo potencial - respondió el robot.
— ¿Potencial?
— Actualmente no es útil más allá de su potencial uso. Hay millones de verdades en Brea y quintillones de relaciones válidas entre ellas, que han sido probadas y validadas manualmente a lo largo de los últimos milenios. Nunca se sabe si una nueva Verdad podrá sernos útil: si es simplemente una Verdad residual, algo que nadie nunca usará para algún fin práctico, o una Verdad última, algo que no puede usarse para construír nuevas verdades. Si bien, no existe ningún mecanismo para distinguirlas. Simplemente se almacenará meticulosamente en nuestra Episteme, la huella de la Verdad contiene toda la información necesaria para poder acceder a ella y usarla en nuevas investigaciones, si llega a ser preciso.
— ¿Qué es la huella?
— Toda Verdad nueva no es más que el fruto de sus relaciones con otras verdades, las relaciones deben ser congruentes con el lenguaje axiomático de Episteme. La nueva Verdad contiene una huella en nuestra Episteme que la describe en función de las relaciones que la conforman. Una analogía, para que usted lo entienda: — la cadencia de la voz del robot, que brotaba de sus cuerdas vocales sintéticas, se volvió de nuevo pedante — del mismo modo que en nuestro lenguaje, en el contexto meteorológico, la palabra Viento no es más que la relación entre Aire y Movimiento, una Verdad en nuestra Episteme no es más que un conjunto de relaciones válidas entre distintas verdades. La huella es la descripción de estas relaciones.
— ¿Una Verdad es sólo un conjunto de relaciones?
— Así es. No hay nada más que relaciones y verdades en nuestra Episteme. Y toda Verdad siempre se relaciona con, al menos, otra Verdad, que a su vez, está compuesta de otras relaciones.
— Pero si toda Verdad siempre es un conjunto de relaciones de otras verdades, debe haber al menos una Verdad que no esté conformada por ninguna otra Verdad: una Verdad primigenia, ¿cierto?
El robot le dio una última calada a su cigarro y lo apagó contra sus haraposos pantalones. Se tomó un momento para mirar al cielo de cegador brillo de Brea mientras le respondía al viajero y exhalaba el humo:
— Sólo existe una Verdad libre de huella epistémica: Dios es.
Por costumbre o por desidia mental tendemos a reunir a mendigos y vagabundos en una sola taxonomía de mariposas errantes, pero no son lo mismo. Ambas condiciones se unen con frecuencia, porque no es fácil ganarse la vida sin raíces ni refugios, pero las divergencias son muchas y no sólo materiales: también hay matices de carácter, y son distintas las circunstancias que llevan a un ser humano a convertirse en lo uno o en lo otro, en un orden determinado. Los hay que empiezan pidiendo y acaban trasladándose de un lugar a otro empujados por el desgaste de la caridad; otros no encuentran su lugar en ninguna parte y es su falta de acomodo lo que los reduce a la mendicidad
Pero no son lo mismo.
Conocí hace un tiempo a una vagabunda que nunca pidió limosna. Nunca pidió nada, en realidad.
Iba siempre limpia y aseada y dormía en cualquier hostal. Comía en bares de carretera, o en restaurantes de lujo, o en un puesto de castañas: comía donde el hambre la encontraba.
Cuando no tenía dinero se acercaba a la primera sucursal bancaria que encontraba y con sólo una llamada le entregaban la cantidad que pidiera. Decían que era rica y probablemente fuese cierto.
La vi algunas tardes caminando sola por el campo, agachándose de vez en cuando a recoger una piedra o una concha de caracol y guardarla en sus bolsillos gigantescos. Cien o doscientos metros más adelante volvía a arrojar lo que había recogido, y pasaba así horas enteras para arrojarla de nuevo cien o doscientos metros más lejos. Otras veces me la encontré en grandes almacenes, recorriendo las mercancías y las miradas, por igual ajenas, como si las viera en un televisor. Dicen que en ocasiones hablaba, y probablemente fuese cierto.
Algunos se interesaron por su vida y trataron de saber. Aquella mujer ocultaba una desgracia, y las desventuras son buen atuendo para el misterio. Alguien dijo haber oído que se trataba de una mujer abandonada por su marido y repudiada por su familia, seguramente por alguna infidelidad, real o supuesta, y que llevaba ya varios años mendigando por las calles cuando el esposo murió en un accidente, sin tiempo de dictar testamento que la perpetuara en la miseria. Heredó entonces una importante suma, pero la fuerza de la costumbre y el juicio quebrantado por las penalidades le habían impedido regresar a su casa.
Otros, por contra, dijeron que la mujer se volvió loca tras perder a sus dos hijos en un incendio, y que nunca, jamás tocaba un céntimo del mucho dinero que le pagó el seguro salvo cuando se veía en la más extrema necesidad. Esta hipótesis se dio por buena mucho tiempo, hasta que de puro manoseada comenzó a parecer falsa, tal y como sucede a algunos billetes de mala calidad, y enseguida comenzaron a circular otros rumores.
El más insistente fue el que atribuyó a la mujer dotes adivinatorias, pues muchos atestiguaron haberse beneficiado ellos mismos de la clarividencia de la vagabunda. Según este rumor, había hecho ganar mucho, muchísimo dinero a un industrial extranjero que, agradecido, le había dado acceso libre a su cuenta corriente: sólo tenía que pedir una cantidad de dinero y el banco se lo entregaba de inmediato, sin hacer preguntas.
Al final, a fuerza de hablar de ella, hicieron entre todos famosa a la vagabunda y un par de periódicos se interesaron por su historia, convencidos de que las circunstancias ocultas bajo una vida como la suya serían un inmejorable forraje para sus ávidos lectores. La mujer no los rechazó cuando se acercaron a ella, pero se limitó a sonreír y asegurarles que no había nada que contar. No les quiso dar su nombre, ni mencionó su lugar de origen, ni dato algo alguno por el que pudieran identificarla. Por supuesto, esto aguijoneó aún más la curiosidad de los periodistas, que recorrieron el barrio entero en busca de testimonios sobre la vagabunda.
Supieron así que a veces comía tres platos y que otras pasaba el día entero en su habitación, sin salir a comer. Supieron que a veces se levantaba al amanecer y otras pasaba la noche en vela, y se quedaba en la cama hasta mucho después del mediodía, cuando iban a despertarla, preocupados, los gerentes de los establecimientos donde se alojaba. Supieron que a veces dividía un periódico en cientos de pequeños cuadrados y pasaba horas enteras construyendo grandes flotas de barquitos de papel que botaba río abajo, junto al puente del hospicio, rumbo al inevitable desastre naval de la represa. Supieron que engarzaba flores o colillas, según su ánimo, y se adornaba luego con esos collares hasta que la casualidad o el desgaste acababan con la tanza.
La pequeña semilla de lo anecdótico había encontrado tierra fértil en la imaginación colectiva y los periodistas quisieron saber más. Preguntaron, husmearon, lisonjearon con micrófonos a comadres y camareros, en busca de la piedra angular de aquel edificio humano que tanto les intrigaba.
Al fin, sin necesidad de soborno, por el sólo placer de convertirse en llave de una puerta inexpugnable, un empleado infiel de banca les dio el nombre. Dos periódicos y una televisión local se dirigieron de inmediato a otra ciudad mediana, al norte, ansiosos de tragedias revenidas y angustias ocultas.
Y allí, sin dificultad, encontraron la casa de sus padres, y el lugar donde nació, y una foto de su perro. Encontraron a un dentista que había sido novio suyo, un hombre medio calvo que arrugó el ceño tratando de recordarla cuando le mencionaron su nombre. Hacía años que no sabía nada de ella. Se conocieron en un baile. Dejaron de salir juntos por lo mismo que empezaron: por un capricho. Se alegró cuando le dijeron que ella estaba bien, los despidió con un apretón de manos y siguió con su trabajo.
Los periodistas no cedieron en su determinación. Recorrieron la ciudad interrogando rincones, entrando en las sacristías, los cafés, las bibliotecas y las secretarías de los colegios.
Como premio a su ahínco, encontraron a los amigos de su infancia y escucharon anécdotas de fiestas, y profesores. Encontraron unas trenzas de brillante color castaño en la ficha de un parvulario, una bicicleta oxidada en un garaje y un vestido de primera comunión embebido de alcanfor.
Pero no había una desgracia, ni un atisbo de la historia desgarrada que querían ofrecer a su público. En el pasado de aquella mujer no había drama ni aventura, ni siquiera una comedia, y regresaron con las manos vacías, y las cámaras vacías, y los cuadernos en blanco, y una mueca en el semblante de mellada decepción.
Y enseguida la olvidaron. Dejaron incluso de mirarla, todos menos el director de la televisión local, que a veces la veía pasar desde la ventana de su despacho y le dedicaba un vistazo rencoroso recordando la cuenta de gastos de la infructuosa búsqueda.
Los periodistas hablaron con sus amigos en los bares, y con sus parientes en las cenas navideñas, y pronto se corrió la voz de que no había nada que saber. Algunos no lo creyeron al principio, obstinados en la creencia de que cualquier silencio oculta un misterio, pero las nevadas de febrero acabaron de vencer su reticencia con el peso de su tiempo suspendido.
No había nada que contar. Ella Iba siempre limpia y aseada, paseaba todo el día y dormía en un hostal. Besaba en bares de carretera, o en restaurantes de lujo, o en un puesto de castañas: besaba donde el deseo la encontraba.
Nunca dormía en el mismo hostal, ni besaba al mismo hombre ni comía en el mismo bar.
Y a su aburrimiento trashumante le llamaba libertad.
menéame