Tras siglos de baños de sangre y millones de muertos, no pareció descabellado resolver los conflictos internacionales con un criterio igualmente arbitrario: aquel concurso musical que provocaba simultáneamente insultos y pasiones. Los mismos que lo denostaban se convertían en animales enfurecidos con los resultados del certamen. No había tanta diferencia emocional con una guerra, pero era mucho más económico.
Debía ganar Bélgica. Ese año el manipulador de voto del Mossad sufrió un error de programación y las VPNs israelíes empezaron a desbordar sus propios servidores con infobasura votando por “Tierra de paz”, que interpretaron erróneamente como un ataque del Vaticano. Rusia aprovechó el caos y hackeó el resultado para apoyar a “Jaula para Julia”, un canto a la libertad de expresión. Japón rechazó que los votos estadounidenses para Austria se asignaran a Australia.
Al terminar todo ganó Transnistria, que gobernó con infame mano de hierro de ese 2029 en adelante.
Maldito Enero
mmm
Evitar tópicos
mmm
Maldito Enero
Me rindo
Empezar el año rindiéndome
Enero es tristeza. Es sentir que le has dado a tu vida un giro de 360 grados. Enero son los kilos que cogiste durante las fiestas, o peor: los que no cogistes. Enero es ese fichaje que hace tu equipo por haber planificado mal la plantilla en verano. Es la vigesimosegunda entrega de esos fascículos que empezaste a comprar el septiembre, y que ahora cuestan ocho veces más que el primero.
Enero es cuando empiezas a ahorrar para las vacaciones. Café caliente a oscuras, hielo en la luna del coche y sexo bajo una manta. Conciertos en auditorio, carteras vacías y promesas olvidadas. Niños cansados y adultos apesadumbrados.
Porque enero es como ese resfriado persistente que no se quita, o el olor a leña quemada que impregna la ropa. Sólo queda esperar a febrero y que, a lo mejor o por fin, podramos respirar aire fresco.
Su mirada se perdía en el brillo tornasolado de la ginebra sobre una roca de hielo, lastimada por el último sol de la tarde. Reflexionaba cansado sobre el futuro de Chuekham y Arganzuelham. Sabía que WonderDíaz aún no estaba preparada para tomar el relevo. Sancheto estaba debilitado, pero siempre volvía con más fuerza.
Igualmente caería bajo sus artimañas, como ya lo hicieran Coletalipsis, Facuaman, Thoriol y los Puigdevengers.
Cada vez tenía más aliados, y cada vez más incompetentes.
Sonreía con decepción pensando en El Increíble Feijulk , tan prescindible como los Cuatro Fanáticos.
¿ Quién detendría la era de Oltrón ? ¿ Quién enfrentaría a Errejocker ? ¿ Quien fulminaría a Yollandax ?
Desde luego, ni Danadevil, ni el Capitán Chamartín vencerían a los superrufianos.
Este seguía siendo un trabajo para Supermar…
Ana le dijo a Ángel que se había enamorado de él en cuanto lo vio. Sí, Ángel, estabas en el restaurante, con tus amigas, y me pregunté por qué yo no era una de ella. Allí estaban todas, riéndote las gracias y tú con la mejor de tus sonrisas. Lo demás fue sencillo: tomarme un café contigo, algunos besos, mi cuerpo conociendo tu cuerpo, hasta ser los dos y ser uno. Pasó el tiempo pero ahí me tenías, para todo aquello que deseabas. Imagino que así es el amor. Algunas noches, sencillamente, nos callábamos: tal era ya nuestra complicidad. Una película de cine mudo. Llegó algún problema, algún malentendido. Yo te seguía amando. Pero no encontraba el amor en tus ojos. Ni siquiera era deseo. Pensé, durante un tiempo, en que podríamos haber sido una película digna de un Óscar cuando lo único que llegamos a ser fue un film de sobremesa de Antena 3.
Bailaba la hoja de parra, cimbreando su verdor en la brisa tibia. Su cuerpo, tenso de savia, se ofrecía al sol como un poema desplegado. No temía al viento ni al agua, solo a la sombra que, sin ruido, llegaba.
Y llegó.
Era un susurro en la nervadura, un aliento oscuro que se enroscó en su piel con la ternura de un amante hambriento. No mordió ni hirió, solo se posó. Un roce apenas, un beso clandestino.
Pero el beso ardía.
La hoja quiso temblar, pero su danza se volvió espasmo. Sus venas, otrora ríos de jade, se llenaron de sombras. Su pulso lento se rindió a la invasión callada.
El sol siguió ardiendo, indiferente al efímero contacto.
Y un día, la hoja cayó, cediendo al peso de aquel beso verde que no era amor, sino condena.
La exposición a un veneno genera resistencia. Es un hecho médico.
La joven arreglaba su maquillaje, sacó su barra de labios carmesí. La que usaba en las ocasiones más especiales, aquellas en que un beso sellaba una emoción, un destino.
Regresando al vagón restaurante del Orient Express sonrió. Tanto lujo, tanta decadencia. El tono cobrizo de su vestido resaltaba con las cálidas luces de esa velada.
Un cambio súbito en su equilibrio. El tren tomaba una curva. Unas fuertes manos sujetando su cintura. Su cita mirándola a los ojos, la viril sonrisa derritiendo su alma. Iba a besarle, era el momento. Una sensual mirada. Una boca entreabierta.
Sus labios se fundieron, y las letales toxinas del carmín de labios inundaron la boca de su acompañante. Aturdido, se dirigió a su mesa, mientras ella sonreía. Siempre recordaría ese beso. Ella jamás olvidaba los rostros de sus objetivos.
Otra misión exitosa.
Toda la semana había dejado la casa para “paso de revista” como diría él, “Bien recogida” como diría ella. Jamás le perdonaría que no fuese así.
Esa mañana la duchó, le secó el pelo, la peinó y le puso el vestido que más le gustaba. A decir verdad, le quedaba un poco flojo ya. La dejó acostada sobre la cama hecha.
Ella miraba el techo con su habitual mirada perdida.
Él empezó a recordar. A sus 75 años años había muchas cosas para recordar. Sobre todo, a su hijo, al que una negligencia médica se lo llevó muchos años atrás. “Nunca se olvida, pero se aprende a vivir con ello”. Y su manera de vivirlo era dejar correr una lágrima por su mejilla y a la vez reír recordando la primera vez que recorrió el largo pasillo de éste, su último piso.
Esa risa hizo que ella lo mirara y en ese momento él se dio cuenta de que era uno de esos fugaces momentos en que lo recordaba.
Y la besó… La besó sabiendo que era la última vez que lo hacía…
Fue al comedor. Puso los papeles en la mesa. Hoy hace justo un año de la aprobación de su ingreso en residencia “en cuanto haya plaza disponible”. Puso ese papel en el centro. Las posteriores peticiones y reclamaciones alrededor.
Ocultando el verdadero problema, a la mañana siguiente, ella engrosaría la lista de mujeres muertas por violencia de género.
Ya tenemos tema para esta semana: El peor resultado
Me lo jugué todo a una carta, lo aposté todo a mí mismo. Perdí la vida.
Otra mañana gris amanezco sin ganas de nada. Las mantas me atenazan dentro de la cama, como lo hacen las voces dentro de mi cabeza.
Sus risas desayunando se mezclan con el susurro: "No son tu familia, son demonios invadiendo su cuerpo. Tienes que liberarlos".
Palpo a ciegas bajo la cama y encuentro la caja donde escondí mi destino.
La cara o la cruz, la medicación o el cuchillo.
No soy yo quien lo va a elegir.
La moneda gira por el aire hasta que mis dedos encuentran el frío metal.
Cierro los ojos y cuento.
Tres, dos, uno...
Los mineros del valle de Cabotes, cerca de la frontera con Surinam buscan la codiciada pudretteita entre el barro y los aguaceros tropicales, trabajando de sol a sol por una paga diaria: "Heroína", dice Marcos García Utiel enseñando su boca desdentada. El pago con droga garantiza que los trabajadores regresarán al día siguiente para seguir extrayendo los pocos kilos conseguidos cada mes. La pudretteita permite crear unos circuitos especiales que destruyen todo tipo de baterías modernas hasta en cien kilómetros a la redonda.
-Habrá que ajustar la paga a estos desgraciados, a ver si encuentran ya una veta nueva –dijo entre dientes el encargado de la zona minera, mientras le daba un sobrecito a Marcos.
Marcos se fue corriendo a su choza. Tras inyectarse la dosis diaria comenzó a pensar que mañana encontrarían una buena veta, mañana... Mañana... Maña...
Algunas son raras.
Exóticas, cargadas de microbiota, perfectas para alimentar orquídeas y hongos azules. O antiguas y herméticas como un sepulcro. Muertas por la sal, yermas para la vida y fructíferas para la belleza y la contemplación. También hay tierras que se alargan; pasas sobre ellas y te ven pasar, sembradas de álamos y lavanda.
Algunas son extrañas, irradiadas. La tierra que mató al granjero de Hirosima luego lo envolvió en su lecho. Y, con el tiempo, hubo un perdón, y de aquel abrazo atómico brotaron otras plantas, y nacieron otros granjeros.
Y a todas puedes amarlas.
Pero hoy han venido a decirme que la tierra que se escurre entre mis dedos no es mía. ¿Te imaginas, después de tantas generaciones? Replico, pero nadie escucha. Luego, sin más explicación, hay una descarga, y entre mis dedos la tierra se ha licuado y ahora es roja. Y luego nada.
Me gustan los viajes espacio-temporales a lugares desconocidos. Aterrizar sin saber dónde me encuentro ni qué me espera.
Había estado en tierras extrañas, pero ninguna como aquella.
Recordaba mi visita a Egipto, cuando la gente adoraba a Ra, el Dios del Sol. Sin embargo, aquí la devoción era todavía mayor a un dios material e insignificante.
Si alguien estaba solo, lo normal es que estuviera postrado ante Él, con la cabeza inclinada.
Los agricultores en lugar de mirar al cielo para ver el tiempo, lo miraban a Él.
La adoración era tan grande que, los niños lloraban y los jóvenes enloquecían, si no le rendían pleitesía una media de cinco horas diarias.
No había sacrificios humanos como cuando viaje a Machu Piccu, pero de igual manera le entregaban vida en forma de tiempo.
Al regresar, comprobé que mi destino había sido el año 25 después de la IA
Indomable y presumida; mi abuela se enfrentó a la Trinidad de poderes del pueblo encarnada en: alcalde, cura y marido; para que yo pudiera ser “monaguilla”, —privilegio reservado exclusivamente a los niños varones—.
Mi abuelo se atragantó con la sopa y el sacerdote con el vino, cuando les dijo: — ¿Acaso la niña sólo puede pasar el cepillo en la iglesia cuando por turno de limpieza nos toque barrerla? —“Privilegio” reservado a las mujeres—.
Escribió al Obispado y amenazó con presentarse en el mismísimo Vaticano en el próximo viaje del Imserso, si no atendían a su pretensión.
Hoy, luzco por primera vez la sotanilla y ayudo en misa al señor cura; quien cada vez que dice amén, me mira de soslayo al no poder disimular la sonrisa triunfal que se dibuja en mis labios.
Lástima que mi abuela, tan indomable como presumida, le tocó contemplarme desde el cielo.
Como los tentáculos venenosos de una anémona de mar, los brazos se levantan orgullosos acompañados de ensordecedores seighiels en el momento que el velero Horst Wessel entra en las aguas del puerto de Hamburgo por primera vez.
Nadie se da cuenta en ese momento porque el führerprinzip lo ciega todo como un foco de interrogatorio, pero un tentáculo cruza sus brazos, inocuo y discrepante, frente aquel estallido patriotero.
-¡Vamos August! ¿Qué te pasa? ¡Levanta el brazo!
-No.
-¿Por qué?
-Porque no.
August Landmesser tuvo sus motivos para dejarse envenenar y mover sus tentáculos a favor de la corriente, pero solo le bastó un antídoto contra las neurotoxinas paralizantes de la anémona: el amor a su mujer y su hija, Irma e Ingrid, que jamás podrían ser tentáculos.
-Esto es odio.
-¿Qué dices, August?
-Odio, solo eso.
Un fotógrafo disparó y una bala terminó impactando en August. Tarde. Pero familiarmente mortal.
Benito observaba con un nudo en la garganta a su mujer y a su hijo mayor que, gracias a la cortesía de un viajero del tren, viajaban sentados en un incómodo asiento. El pequeño, Estebitan, no era consciente de la situación y dormía en brazos de su madre.
Llevó instintivamente la mano al bolsillo donde guardaba los pasaportes con visado de turismo. Entrarían como inmigrantes ilegales pero le habían dicho que, si encontraba trabajo, obtendría el permiso de residencia.
Viajaban hasta una localidad francesa y para él era una aventura de final incierto, pero sin alternativa. Trabajando catorce horas diarias, no podía ni pagar los intereses de sus deudas.
Corría el año 1960 y España había salido de la autarquía económica, empujando a la emigración a miles de españoles. Aunque eso no lo sabía Benito. Si le hubieran preguntado, no podría haber dicho ni qué es un arancel.
La góndola se fue perdiendo en la bahía, en un atardecer pintado por Turner, con la llama anaranjada del último sol de febrero.
Era a la vez, en un instante, todos los hombres que había sido, el efebo imprudente y arrogante, el niño huraño y solitario en la verbena, el anciano de treinta años cansado de tanto vivir, el joven de cincuenta entusiasmado con matrices y ditirambos… Pero todos llegaban siempre a este lugar, a esta misma pregunta, a esta misma góndola partiendo impasible hacia las afueras de su vida.
Como si fuera un déjà-vu, pensó si no sería este otro de tantos últimos besos, un vacío transparente en la memoria incapaz de recordarlos, porque nunca supo que serían el último.
La psicóloga me explicó que evaluar todo lo que nos pasa de forma realista es una de las bases para una buena salud mental, y que para evaluar de forma realista lo que nos sucede hay que tener en cuenta cosas como que todas las situaciones no son iguales, y que si algo nos ha pasado no quiere decir que siempre tenga que ser así, que tenga que repetirse. Y añadió que muchas veces exageramos las cosas y que esto produce que reaccionemos peor que si no lo hiciéramos. De esta manera siempre esperamos el peor resultado posible.
-¿Conoce el chiste del gato... en Psicología? –respondí con mi voz calmada de siempre.
-No.
-Pues, doctora, métase el gato donde le quepa.
En un mundo donde las palabras eran balas, dos enemigos se encontraron en un desolado campo de batalla. Habían luchado durante años, sin tregua ni piedad. Pero ese día, mientras el sol se escondía detrás de las montañas, algo cambió. Uno de ellos, exhausto, dejó caer su arma y se sentó en la tierra. El otro, sorprendido, hizo lo mismo.
En el silencio que siguió, fue cuando comprendieron que la guerra no era más que un eco de un pasado que ya no existía. Se miraron a los ojos, estrecharon sus manos.
“Tarde o temprano se firmará la paz” dijo uno de ellos sonriendo.
El otro también sonrió... y en un movimiento rápido sacó un cuchillo y se lo clavó en el pecho.
Mientras caía, el soldado comprendió la verdad: la guerra nunca había sido entre ejércitos, sino entre los que aún creían en la paz y los que jamás la permitirían.
Iván Pérez llegó a la reunión unos quince minutos tarde, como casi siempre. Los demás empezaron sin él como casi siempre. Escuchaba algunas palabras sueltas y apenadlas entendía. Imagina que era lo de siempre: la empresa va mal, nuestra política no es la adecuada, se cerca una guerra y habrá víctimas. Guerras y víctimas: las tonterías que dice la gente para referirse a los problemas empresariales. Será como casi siempre, pensó. Seguir haciendo lo mismo sin saber qué es y que te paguen por ello. Estaba distraído pero creyó escuchar que alguien había dicho Iván. Ese alguien sacó un arma y le disparó. Fue un disparo certero. Iván escuchó: nada mejor que probar una nueva pistola en el más inútil de nosotros. Iván supo por fin que trabajaba en una empresa de armas y que era el primero de muchos que moriría en acto de servicio.
Tiene cojones. Estar uno tan tranquilo, de mariscos, con amigos y alguna amiga, con un poco de vino, cuatro gotas apenas y que se vaya el sol. Nubes por todas partes. Tiene cojones. Un poco más de vino y, pir saber, no sé ni dónde tengo el móvil. Viva Eurovisión, viva la vida. Cuatro gotas y yo con sueño. Ni dormir uno puede. Cuatro gotas de nada y parece el diluvio universal. Cuatro gotas; la tierra, que se mueve un poco. Cuatro gotas, algún cadáver más y no dejan a uno ni dormir, ni salir a la calle. Cuatro gotas de mierda y la gente, que se aburre, a protestar, cojones. Cuatro gotas y todos molestando, cuando lo único que yo quería era dormir, o no, un poco más.
La altura de la torre ya era tal, que se la consideraba una intrusa en el cielo; las aves se posaban en las cornisas de las plantas más altas, sin atreverse a entrar, recelosas, y las nubes, orgullosas, atravesaban la torre con indiferencia.
A cada planta construida, los límites del cielo se alejaban. La perspectiva de no alcanzar sus propósitos, lejos de desanimar a los humanos, les agitaba, tal como les sucede a los jóvenes caballos con la perspectiva de una inabarcable llanura.
Debido al infundado temor de ser alcanzado, Dios corrompió su propia creación, volviéndolos incapaces de comunicarse entre sí, divididos en grupos, cada uno con su propia lengua, evitando que se coordinaran para continuar su obra. Lo más probable, es que también corrompiera sus propios corazones, su voluntad de entenderse. De no ser así, no sé entiende su incapacidad de resolver la barrera lingüística.
menéame