
El humo se adensa en negras volutas que vuelan hasta sumarse al tizón del cielo, un cielo plano, estremecido de hogueras, de brillos dolientes, rugidos de motores y explosiones que no cesan. Los bomberos acuden a las llamas a toda prisa, no tanto por temor a que se extiendan los incendios como por aprovechar el lapso de paz que abandonan, como una limosna, las distintas oleadas enemigas. Los que aún pueden se suman a los bomberos; lo que no, lloran y miran, o miran ya sin llorar, espantados por la destrucción, por el diario derrumbarse de un imperio marítimo unido a sus colonias por cargueros y mercantes que sin remedio y a toda prisa van siendo devorados por los feroces submarinos germanos.
Cualquiera que sea el final de la guerra nadie podrá ya reflotar esos naufragios y el imperio se perderá sin remedio; morirá ennegrecido como las viejas mansiones, como los altos tejados, como la fronda de chimeneas que se estrella contra el suelo cada nuevo bombardeo.
Londres trabaja, se afana, aprieta los dientes y se defiende, porque ni entienden sus habitantes de resignaciones ni el enemigo se conformaría con menos. Los alemanes no quieren que Inglaterra abandone su resistencia: la quieren dura, feroz, sajones contra sajones, piedra de su misma piedra. Quieren que resista, que resista hasta el extremo y después, al fin, se entregue. Así sucede al amor cuando no media desprecio.
Pero esta vez el reposo es corto y vuelven ya las sirenas a estremecer el cielo con sus bramidos. Las de Ulises prometían deleites, estas sólo fuego y muerte, pero de igual modo se arrogan el privilegio de conducir voluntades y no vale ya atarse a un mástil para no escucharlas. Sólo queda dejar cualquier ocupación y correr, correr hacia el refugio o hacia el puesto de combate.
Las primeras escuadrillas de cazas cruzan enseguida el cielo en busca de sus oponentes británicos. Intentarán eliminar toda resistencia aérea antes de que lleguen los bombarderos, aparatos lentos y pesados, impedidos por el peso de sus vientres. Los ágiles Spitfire salen al encuentro de los Meschersmidt y traban batalla, apoyados por su artillería antiaérea, cañones miopes que tratan, unas veces con más éxito y otras con menos, de disparar solamente al enemigo.
En los subterráneos, los oídos permanecen atentos al fragoroso lenguaje de la lucha. Si los cazas alemanes son rechazados, difícilmente podrán los bombarderos consumar su labor destructiva.
El refugio de Picadilly es una antigua bodega donde se guardaban los vinos traídos de España, Jerez y Rioja sobre todo, el Burdeos francés y el oloroso Madeira. Al inicio de la guerra desalojaron las cavas, pero aún así el primer bombardeo se convirtió en una francachela de proporciones vergonzosas y el gobierno dio orden de desmontar y sacar también las últimas cubas.
Allí, bajo las marcas que señalaban las añadas y las procedencias de los vinos, se cobija ahora un centenar de esas personas que gustan de llamarse a sí mismas lo mejor de la sociedad, de las que cifran su mucha importancia en invitarse mutua y solidariamente a reuniones pretendidamente exclusivistas. En el grupo hay dos compositores, un escritor de folletones, un pintor afrancesado, cinco industriales, dos banqueros y hasta un lord echando pestes contra la incapacidad del Gobierno para llegar a un acuerdo con el condenado austriaco que gobierna Alemania. Entre los presentes se encuentra también Thomas Fletcher, conocido joyero especializado en grandes diamantes, que ha realizado no pocos trabajos para la corona. Su padre, Henry Fletcher, llegó incluso a obtener el título de Sir como agradecimiento a un servicio especialmente complicado, lo que prestó a la familia un cierto toque de distinción, muy conveniente para la buena marcha del negocio.
A medida que pasan los minutos va quedando patente que los cazas alemanes han ganado esta vez la batalla: el fuego antiaéreo, lejos de menguar, se hace más frecuente y apretado, señal de que los artilleros no deben ya contenerse por temor a que se les mencione como “fuego amigo” en algún parte de bajas.
Y sin hacerse esperar ni un instante empiezan a caer las bombas, con su estruendo de muerte y su temblor de agonía. Los edificios próximos al refugio se desploman como gigantes alcanzados por un tirador invisible. Caen con ellos los esfuerzos de toda una vida, los hogares de los atemorizados ciudadanos que se apiñan en el refugio, las obras de arte que les ha legado el espléndido pasado de su patria, sus refinados pintores, sus esclarecidos arquitectos, sus muy afamados y encarecidos piratas y bucaneros, sus audaces arqueólogos saqueadores de remotas tierras coloniales y sus gallardos bandoleros de peluca empolvada.
Una bomba estalla en las inmediaciones del refugio y un par de gruesos cascotes caen del techo, acrecentando los gritos de las mujeres y el llanto de los niños, a los que no hay ya modo de hacer callar a falta de alguien con ánimo suficiente para transmitirles tranquilidad. Centenares de ojos desconfiados se alzan hacia el techo calculando si resistirá un impacto directo o están en un lugar al que se le da el nombre de refugio por evitar palabras de peor gusto como sepulcro o panteón.
El sudor empapa los rostros, como un chubasco de miedo. La angustia se apodera al trote hasta de los más valientes, de los que han pasado anteriormente por experiencias bélicas en la Gran Guerra, o en las colonias. Un brigadier, en voz alta, califica de infamia la idea de llevarse las últimas cubas y varias voces de ambos sexos le dan la razón. Con una copita, el susto sería menos.
El ambiente se tensa. Los dos músicos se miran, perdonándose todas las descalificaciones mutuas, las rencillas, las envidias, los pequeños manejos con que cada cual ha buscado colocarse un escaño por encima de su colega; el escritor toma notas, nadie sabe si para un próximo relato o para su propio e improvisado testamento. Los industriales hacen corros, cada cual con su familia, todos juntos en un lado, formando manada aparte. El pintor, sentado en el suelo, parece haberse quedado extasiado en la contemplación del agujero que dejaron los cascotes caídos; no sabemos si lo pintará tal cual o lo convertirá en una alegoría de formas y colores, pero algo hará con él, a buen seguro, si sale de esta.
También Fletcher está angustiado, terriblemente preso en la ansiedad de su situación. Pero sus causas son muy distintas, mucho más prosaicas, infinitamente más vanales en apariencia. Sólo en apariencia. No teme a las bombas menos que el resto, pero otra idea fija su mente impidiéndole pensar en nada más: se está cagando. Apacible, mansamente.
Eso puede ser el final de su carrera, su ruina profesional, su descrédito definitivo. Eso puede ser la vergüenza de su linaje, la perpetua anécdota de su escarnio, la causa de su expulsión de todos los clubes, la razón de que hasta los limpiabotas le retiren la palabra. Eso puede ser un desastre sin precedentes, la implosión de la galaxia, el desplome de la bóveda celeste con cien gaiteros tocando Amazing Grace y Land of my Father .
El pobre Fletcher se tantea todos los bolsillos buscando desesperadamente una pistola con que pegarse un tiro, pero tiene que conformarse con sacar el pañuelo y secarse las copiosas gotas de sudor que le salpican la frente.
Como medida complementaria, maldice a los alemanes en tres idiomas serios y dos dialectos regionales, pero los pilotos germanos no parecen darse por aludidos y continúan arrojando su destructiva carga sobre la ciudad con metódica, cuadrangular, estabulada precisión.
Otra bomba vuelve a caer cerca, aún más que la anterior, y el techo saluda de nuevo a los refugiados con algunos trozos de cemento y una fina lluvia de polvo.
Nuevos llantos, nuevos gritos.
Otro apretón.
Un anciano trata, en vano, de consolar a su nuera, presa de un acceso de histeria, que patalea como una loca gritando en un idioma desconocido para todos. Un famoso médico, allí presente, tras comprobar que la mujer no reacciona al estímulo del bofetón, diagnostica sobre la marcha un ataque de epilepsia y se apresura a quitarse el cinturón para colocarlo entre los dientes de la mujer y evitar que se muerda la lengua.
Se desabrocha el cinturón, sí. Nada menos.
Fletcher cree desfallecer ante la contemplación de aquel gesto, tan ansiado y tan lejano, y tiene que mirar a otra parte para evitar la emulación. La mujer sigue debatiéndose en obscenas contorsiones, observada ahora por todos los presentes, hasta que una bomba singularmente atinada los deja a todos a oscuras.
El griterío se hace enloquecedor. A Fletcher le ha sentado tan mal el susto que a punto está de entregarse a su destino, pero le ha salvado el desgarrador chillido de una muchacha a la que acababa de caerle un cascote sobre la cabeza. El sólido pedazo de techo ha ido al final a parar sobre el pie del propio Fletcher, pero está tan preocupado con su otro problema, con el verdadero problema, que ni siquiera ha sentido el impacto.
Si la oscuridad se prolonga unos minutos se habrá salvado. Trata de escapar discretamente del abrazo de la muchedumbre y se lanza a buscar una buena esquina, convenientemente anónima. No sin esfuerzo logra alcanzar una de las paredes y la sigue a tientas. Ha conseguido establecer una distancia del amenos tres o cuatro metros entre su remanso de paz y la primera persona, pero cuando se dispone a aliviar su angustia, algún heroico, valiente, desinteresado voluntario del exterior, consigue restablecer el suministro.
Fletcher ahoga una barroca maldición y regresa al grupo afectando extravío: es mejor no levantar sospechas.
El bombardeo sigue con toda su terrible virulencia, triturando la ciudad en su explosivo almirez. El ambiente en el refugio se hace más espeso por momentos. Caen nuevos cascotes del techo y uno de ellos impacta de lleno en una mujer de mediana edad. El niño que la acompañaba, al ver a su madre en el suelo, rompe a llorar y se abraza a una pierna de Fletcher que, movido por la ternura, se agacha para cogerlo en brazos.
Y entonces sucede el desastre, y sigue su curso de forma incontenible, como una avalancha después de haber conseguido arrollar los muros que la contenían.
El pobre joyero enrojece y palidece alternativamente, sin apenas intervalos, como un semáforo de carne.
El olor no tarda en delatar lo sucedido y un par de sabuesos malnacidos empiezan a olfatear el aire en busca de una pista. Un niño, un maldito niño, es el que al final pronuncia las palabras fatídicas:
—Este señor se ha cagado, mama.
Fletcher desea con toda su alma resucitar a Herodes, o ejercer él mismo de rey infanticida, pero pronto se da cuenta, a la fuerza, de que acaba de formarse una coalición en contra suya.
—La madre que lo parió —gruñe una voz.
—¡Será cerdo! —ruge un veterano de Bengala.
—¡Qué asco!—exclama muy ofendida la duquesa de Southford.
Los alemanes tienen mala leche hasta cuando se retiran: han aprovechado este crítico momento para marcharse, dejando a Fletcher escuchar toda la retahíla de insultos, sin lanzar ni una bomba más que amortiguara el escarnio.
—Dejen que les explique —intenta defenderse.
Pero es peor.
—No hay nada que explicar, ¡marrano! —dice alguien, y otras muchas voces corean a la primera con apelativos similares.
Aparte de los gritos y los insultos, el silencio es ensordecedor.
—Vámonos de aquí—. Dice el veterano de la India. —No quiero estar ni un minuto más con semejante desperdicio humano.
Y todo el grupo, unas noventa personas en total, abandona el refugio a nariz alzada, sintiéndose más unidos por el incidente de lo que lo habían estado por el bombardeo. Sólo Fletcher no se mueve de la antigua bodega, buscando, sin encontrarla, una viga para ahorcarse.
II
En esos mismos momentos, Gunther Hoffmann, a bordo de su Dornier, maldice cielo y tierra por haber tenido que despegar el último de Caen a causa de un fallo mecánico. Si lo pillan los Spitfire, yendo como va a bordo de una ballena voladora, puede darse por ventilado. Piensa si no será mejor lanzar sus bombas sobre las afueras y largarse a toda velocidad, pero su sentido del deber puede más que todas las precauciones y llega, mirando constantemente a su alrededor, hasta el objetivo señalado.
—¡Tirad la carga echando leches y vámonos de aquí! —grita a la tripulación de su aparato, no mucho más contenta que él.
Fletcher se salvó. No así treinta y cuatro de los otros, que salieron antes de que sonaran las sirenas avisando el final de la alarma aérea.
Los supervivientes, por supuesto, le echaron la culpa a Fletcher.
Fletcher culpó a la impaciencia del grupo por salir del refugio.
La RAF culpó al jefe de la escuadrilla que regresó demasiado pronto sin vigilar si llegaba algún bombardero rezagado.
La prensa culpó a Churchill.
A Churchill se le ocurrió decir que era culpa de los alemanes y por poco lo linchan.
A consecuencia de este incidente se ordenó poner retretes en los refugios.
Feinddesland. 2015. Veinte cuentos que no mienten.
Esta parte del "relato corto" viene de aquí y en este orden: www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-7 y después aquí: www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-11 ) No sé si hay una comunidad de textos largos, pero cuando se termine se podría colocar (tras una revisión profunda) allí. O no.
A la vuelta de la compra decidió desviarse un poco y pasar por el puente, sentía mucha curiosidad por ver cómo evolucionaba la cosa. A esa hora no había mucha gente, el tráfico habitual de coches de los sábados, esos días que para a ir a comprar el pan dos calles más allá se usaba el coche y la ciudad se atascaba como si fuera un lunes a las siete de la mañana. Como el día estaba agradable había personas paseando, se detuvo un momento dejando el carro de la compra cerca del muro bajo del puente y miró disimuladamente al campanario, a derecha, a izquierda y luego se asomó a la zona de cañas, árboles y a la pequeña presa de barro y objetos acumulados que seguía sin limpiar. Su paquete seguiría totalmente invisible. Aunque le parecía que las plantas estaban movidas, dobladas y algún matorral ya no estaba.No podía estar seguro, claro. Posiblemente la riada debió zarandear esa zona. Vio un par de perros sin collar recorrer el cauce sin aparente rumbo.
Se dirigió a casa satisfecho. Tras ordenar la compra, volvió a saltarse su regla sagrada y miró la prensa buscando noticias sobre el caso, navegando remolonamente por otras noticias como si alguien pudiera estar grabando sus movimientos y fuera su manera de disimular. No entendía cómo su orden tan bien establecido estaba dando paso a una impulsividad desconocida para él.
En varios periódicos publicaban la foto de la mujer con una cartela en rojo que rezaba: “DESAPARECIDA” y sus datos para identificarla. ¿Se preguntaba qué podría haber pasado con el amigo con el que debía encontrarse? ¿En su casa? ¿En la calle? ¿Tendría buena coartada? ¿Eran más que amigos?
Juan sabía que debía trazar un plan de actuación o de inacción para los próximos diez años al menos, estos casos no se resolvían de la noche a la mañana. Si quería que su crimen perfecto funcionara debería pensar, al menos, a diez años vista. Habría sido más fácil que la mujer tuviera amante, o divorciada con amenazas del ex marido, o estuviera en negocios turbios, enemigos en la comunidad de vecinos, pero no... al menos en la prensa no se hablaba de nada de eso.
Ya sabía que no podría obtener información de ningún tipo como no fuera a través de los medios de comunicación y las redes sociales. Quizás podría jugar la baza de preguntar muy discretamente al policía que tenía cuenta con su banco, pero o lo hacía con mucha habilidad o... Quizás no mereciera la pena ese riesgo.
En ese momento llamaron al timbre de la puerta. Sorprendido, bajó hasta el jardín y sin abrir el portón preguntó.
-¿Quién es?
-Hola, buenos días, Policía.
Juan instintivamente conectó el sistema de alarma mental. Abrió la puerta y vió a dos policías, un hombre y una mujer, jóvenes y con mirada tranquila.
-Buenos días, estamos preguntado a los vecinos por el caso de la mujer desaparecida...
-Vaya, pensaba que lo de ir puerta a puerta sólo se hacía en las películas –dijo Juan con una sonrisa en la cara.
-En esta zona hay muchas personas mayores que no tienen ni redes sociales ni leen la prensa por internet... –respondió la joven policía, ahora seria, austera.
“Claro, que el padre de la mujer fuera inspector de policía seguro que no tenía nada que ver, claro.” Pensó esbozando una sonrisa interna.
-Sí, sí, he visto la foto de la mujer desaparecida, poco más.
-¿La noche del doce al trece vio usted algo u oyó algo inusual?
-¿La noche del doce? No recuerdo ni lo que comí ayer... –dijo buscando complicidad con los agentes.
-Unos vecinos dicen que se oyeron ruidos y que podrían ser okupas en las casas en venta.
“Cuánta imaginación tiene la gente, ven okupas por todos lados.” Pensó Juan suspirando y no sabiendo cómo continuar su respuesta.
-Pues no he oído nada. Ah, por cierto, aparte de que los perritos de la zona, sobre todo uno y su dueña, tienen mucha afición a mearse y cagarse en mi puerta.
-Hable con la Policía Municipal –dijo el policía-. Bueno, gracias, que tenga usted un buen día.
-De nada. Buen servicio.
Tras cerrar el portón. Los engranajes mentales se pusieron en marcha a mayor velocidad. Debía revisar a fondo el jardín, el patio entero al detalle. El trocito de plástico en el rosal no había sido buena señal y así debió entenderlo, pero lo dejó pasar. Y ahora esto, dos policías en su puerta. La mano del inspector de Policía debía estar detrás de tanta investigación, cuando lo normal es que atiendan llamadas de gente que cree haber visto algo o recibir informaciones variadas; ponen en redes y en prensa la foto y sus datos y a esperar. Ser tan activos no encajaba con nada.
Pasaron unos minutos y abrió el portón discretamente, asomó la cabeza para ver por dónde iban los policías, estaban tres puertas más allá hablando con el vecino con muletas, a la altura de su plaza de aparcamiento de minusválido, no, personas con movilidad reducida, pronto cambiarían el término y le llamarían personas con movilidad divergente.
Comenzó a revisar concienzudamente todo el patio, planta por planta. Debajo de unas hojas había una perla pequeña de color rojo, de plástico. La miró al detalle. Y una imagen le golpeó en la cara. La mujer llevaba un collar de bisutería, con cuentas de colores, pero el collar no se rompió. Una cuenta perdida saltaría con el golpe de la maza. Azar. La guardó en una bolsa y siguió mirando con detalle. Luego se dirigió a donde había caído el cuerpo tras el golpe, en el césped. ¿Habría restos de pelo entre la hierba? ¿Saliva? No sangró, o no vio sangre en el momento. Y en el plástico al envolverla tampoco vio sangre. Saliva sí. Fue a por la azada al arcón de las herramientas de jardín y comenzó a levantar el césped de toda esa zona, con la pala cogía trozos de tierra y hierba y los echaba en un saco. No iba a correr ningún riesgo con eso.
Cuando terminó tenía un pequeño socavón de dos metros por dos de tierra y yerba eliminada. Estaba sudando, mientras contemplaba su obra.
Era la hora de comer, se lavó, se cambió de ropa y vio que el plan de comida de hoy era arroz hervido, huevos fritos y pisto. “¿Otra vez?” Pensó mirando el plan semanal completo, con ciertas dudas.
Después de comer y de recoger fue a su pequeño taller de bricolaje. Se quedó mirando sin mirar el mazo remojado en lejía. Una idea asaltó su mente, algo que se le había pasado por alto, ¿por qué estaban en su calle preguntando a los vecinos? Juan pensaba que lo lógico hubiera sido preguntarles por qué se interesan por esta zona en concreto. Quizás tenía que ver con la información de que habían visto a la mujer caminando por la calle Villegas Delgado. Quizás. Debería haber actuado de otro modo, preguntando con más interés por los motivos de las preguntas en la zona, con más curiosidad. Del modo que él había reaccionado, Juan daba la impresión de saber por qué estaban allí. Pensó que el azar a veces era estimulante.
Sacó la maza de la lejía y la puso sobre el banco de trabajo. Mirándola fijamente dudaba si algún pelo machacado o algún resto podría haber quedado embutido en el metal y que la lejía no fuera suficiente para eliminarlo. Sonrío para sí pensando de nuevo en el azar. Guardaría la maza, más tarde tiraría en varias salidas las bolsas de tierra, aunque quizás debería ir en coche a tirarlas. Cuatro bolsas grandes. No sabía qué decía la normativa del ayuntamiento.
"Maldita sea", se dijo y fue al portátil a ver la normativa, maldijo una vez más por haber leído al respecto. “Es conveniente llevarlos al ecoparque más cercano, con el fin de asegurarse un tratamiento correcto. El municipio dispone de un servicio de recogida específico.”
¿Por qué cada pequeño detalle suponía una complicación enorme en sus circunstancias actuales? Podría llamar al servicio de recogida, pero y si había alguien vigilando cada detalle que hiciera. No. La paranoia era la mejor arma contra los investigadores. Juan admiraba los mecanismos mentales de los investigadores, ese ritual de procedimiento, metódico y contundente, un sistema casi perfecto. Casi. Poco a poco, esos datos, estos hechos, esas sospechas, estos indicios, todos analizados por una mente o varias mentes policiales. Genial.
De pronto, sonó el teléfono fijo de casa. Se dirigió al salón y levantó el auricular.
-Diga.
-Juan, tu madre está en el hospital. Creen que le ha dado un ictus.
Mantuvo un silencio incómodo durante segundos.
-No es día de llamadas –dijo Juan, seco.
-Bueno, ya lo sabes, me quedo sin batería en el móvil. Está en el Hospital Sol de aquí, en el comarcal... Juan, es tu madre.
-Hoy es sábado, mañana domingo, pasado lunes...
-Ya sé que... eres un poco especial... Pero es tu madre.
-Madre.
-Bueno, cuelgo, ya está. Ya lo sabes.
-Vale.
Juan oyó el sonido de fin de la comunicación al otro lado del teléfono. El problema de las bolsas de tierra seguía presente en su mente. Podría tirarlas poco a poco, un saco cada vez y a diferentes contenedores. ¿Qué había para hoy en el plan de cenas?
Acercó el coche hasta la puerta y cargó una de las bolsas de tierra, pesaba, no tanto como la mujer pero pesaba. Mientras conducía hacia un contenedor de basura en uno de esos barrios donde reciclar era una palabra que no existía, decidía qué hacía para tapar el hueco del jardín con tierra y plantar de nuevo césped. Mañana domingo iría al vivero y compraría tierra, o al menos una parte de la tierra. Calculaba que con dos o tres viajes tendría tierra para ese trozo del jardín. Al llegar al contenedor elegido tiró el saco con bastante esfuerzo. “Uno menos”. Pensó.
A la vuelta pasó por el puente, esta vez voluntariamente y con mucha curiosidad. Desde el coche no podía ver el fondo del cauce y no sabía si habrían retirado el lodo y la basura, pero las cañas y los arbolitos seguían allí. No se notaba ninguna actividad especial.
Esa noche, Juan tuvo una pesadilla, raro en él porque nunca recordaba sus sueños, ni los buenos ni los malos. Se encontraba tumbado en una lápida de piedra en un cementerio, inmóvil, desnudo, sin dientes y un hombre muy alto y delgado le echaba arena en los ojos cerrados. A lo lejos nubes de plástico transparente se arremolinaban y doblaban con el sonido del linóleo fino al viento, de entre esos nubarrones descendía su madre con un rosario entre las manos. En ese momento se despertó.
Mañana domingo iría al hospital, sobre todo para no despertar sospechas si es que alguien lo estaba vigilando. Se levantó y se asomó a la ventana de la habitación, desde allí veía el jardín y la calle. Un coche pasó a gran velocidad con los graves de los altavoces retumbando en los cristales del vehículo, esa música diabólica, machacona y burda. Eso le recordó que debía volver a fingir, debía volver a Xangri-A otro día para que no pareciera que no iba nunca y que sólo fue la noche de autos. Media sonrisa en la cara, la noche de los coches.
Había cometido el crimen perfecto. O eso creía Juan Gómez. No había ninguna relación entre la víctima y él, había tirado el cadáver envuelto en plásticos resistentes y fuertemente cerrado con cinta americana en el cauce de un río seco lleno de maleza y árboles por donde absolutamente nadie pasaba ya que estaba impracticable. Lo había hecho a las cuatro de la mañana. Ni un alma a esas horas por allí. Sacó el cadáver envuelto y lo arrojó desde una altura de unos veinte metros cayendo entre la maleza y quedando totalmente oculto. Después se fue a la discoteca que había a las afueras en el polígono Malpisa, donde se tomó un par de refrescos y bailó descamisado en el centro de una de las pistas, llamando la atención como era su propósito. En la barra quiso invitar a una mujer a su casa para terminar la fiesta, ya que habían bailado juntos, como la mujer contestó que otro día, se despidieron y a las siete de la mañana salió hacia su casa, justo le pilló el control donde calculaba que estaría. Le pidieron la documentación y sopló dando un esperado cero en alcohol. Volvió a casa y se acostó.
A eso de la una del mediodía le despertó un impresionante trueno, acompañado de tremendos rayos, se asomó a la ventana medio dormido y vio cómo una tromba de agua comenzaba a caer. Se acercó a la cocina y preparó un café bien cargado. No le gustaba tener que despertarse a esas horas, pero la urgencia de anoche le había obligado a actuar así. Tras el primer sorbo se asomó a la venta y vio el río de agua que corría calle abajo. Se quedó paralizado, su mente estaba sopesando, calculando posibilidades. El cauce. El cuerpo. El torrente de agua. El móvil de la chica en el paquete. Apagado. El final del cauce. Las ramas obstaculizando o no. Cuánto llovería y cuándo pararía de llover. Qué pistas podría haber en el cuerpo. Ninguna. Si el agua llevaría el cadáver hasta el mar. Agujeros en el plástico para que entrarán alimañas. Todo controlado. Aun así seguía estático mirando la ventana con la taza de café en la mano viendo cómo una inmensa tromba de agua caía sobre las calles. Miró la taza con el serigrafiado del as de pica en un lateral. Seguía lloviendo, conectó la tableta y escuchó noticias de la zona sobre la alarma de lluvias, una alerta naranja. Naranja era la lencería que llevaba esa chica. Pero todas tienen sangre roja.
Esperó a que la lluvia dejara de caer con esa furiosa intensidad que a veces la naturaleza declara con firma y rúbrica. Mientras veía caer la cortina de agua en la ventana de la cocina, vio que el plan de comida de hoy era arroz hervido, huevos fritos y pisto, todo mezclado a modo de plato combinado. En alguna parte de su cerebro seguía pensando que el crimen perfecto de anoche, podría tener algún detalle incriminatorio. Se había llevado la tarjeta sim del móvil y la había tirado en un contenedor al azar, pero esos aparatos modernos a los que no se les podía quitar la batería igual le complicaban el asunto, incluso estando apagados. Y luego estaba esa lluvia intensa e inesperada. Tomó nota de mirar esos detalles, porque se enteró después de que llevaban tres días anunciando alerta naranja por tormentas y lluvias. Juan pasó en su momento de encajar esa pieza en el puzle. ¿Error? Con una media sonrisa en la cara, pensó que quizás fue un acierto.
Juan tenía muy claro que esto no era un juego de poder, de víctimas y entes poderosos, como vendían muchos libros sobre asesinos en serie, oh, el poder sobre sus víctimas, menuda estupidez, esto iba de cazadores y cazados, de policías y ladrones, de leones y gacelas. Si no existieran los que le pretendían pillar, nada de esto tendría sentido. Sería el despiece de un animal en una carnicería y además no te lo podías comer. Absurdo. Y además sabía que muchos, muchísimos casos de desapariciones, o crímenes quedaban en el limbo de la justicia, en el limbo de todo los que las películas quieren vender. Siempre se pilla al culpable. Claro.
La tormenta parecía que llegaba a su fin, no sabía cuántos litros habrían caído, pero pensaba que muchos más de lo que serían razonables para una alerta naranja. Sobre todo viendo cómo los contenedores de basura de su calle flotaban sin control, golpeando aquí y allí a coches, farolas y bordillos anegados. Volvió a pensar en el cauce del río donde ahora debía correr bastante agua. Posiblemente las cañas hubieran hecho de parapeto dejando su paquete bien escondido. Luego daría una vuelta por allí.
Recogió los platos de la comida y los colocó ordenadamente en el lavavajillas y, por alguna razón, recordó el libro del asesino en serie británico: Dennis Nilsen. Un idiota que guardaba los cadáveres en su patio y bajo las tablas de su casa y algunos los tiraba por el retrete, un auténtico imbécil. Pero que además tardaron quince asesinatos en descubrir sus crímenes y porque la tuberías de la zona olían mal. Un auténtico genio. Recordaba casi palabra por palabra las declaraciones del jefe de Policía de la zona: “Si no lo hubiéramos arrestado ahora, no habría dejado de asesinar a jóvenes.”
Se asomó a la ventana y el agua de la calle había remitido bastante, sólo quedaba una lámina de agua de unos cinco o siete centímetros, los desagües de la calle seguían engullendo litros y litros de agua, el cielo estaba limpio y el sol quería salir por la torre del campanario. Se puso el impermeable y las botas de agua y miró su móvil sobre la mesa, comprobó que no tenía ningún mensaje ni llamadas y volvió a dejarlo en la mesa. Jamás salía con su móvil a la calle. Jamás.
Cuando llegó a uno de los puentes que atravesaba parte de la riera que unía esa parte con el cauce del río, vio que las cañas y muchos arbustos habían aguantado el embate del agua, lo malo es que se había formado un pequeño dique con barro y objetos arrastrados por la corriente, sillas destrozadas, dos bicicletas viejas, medio frigorífico oxidado, palos y barro, mucho barro. Otros curiosos rondaban por allí, haciendo fotos o contemplando la fuerza de la naturaleza en forma de lluvia torrencial de las pasadas horas. Incluso había dos “abuelos de obras” apoyados en la barandilla, señalando aquí y allí haciendo supuestamente sesudos comentarios de ingeniería, arquitectura, meteorología... mezclados con pullas sobre política local, nacional y planetaria.
Aunque su paquete seguiría seguro entre las cañas, la maleza y el barro, en algún momento vendrían a limpiar ese murete de barro y acumulados. Aunque, conociendo a su ayuntamiento, tardarían semanas o meses en acudir a limpiar esa zona y lo harían con pocas ganas. Con toda probabilidad, su paquete seguiría seguro. Ahora tocaba esperar a conocer la lista de personas desaparecidas por la riada. Si es que las había, al menos una seguro que estaba desaparecida, y sobre todo, muerta.
En una población de 70.000 habitantes suponía que quizás pudiera haber un par de desaparecidos más, seguro que alguno habría; siempre que llueve a mares en la zona alguien habría intentado pasar por debajo del puente de la vía sin recordar que ahí suelen quedar atrapados los coches por el inmenso socavón que hay y que queda oculto con el agua. Todos los años tenían que sacar de allí a algún listo con su flamante supercoche que se quedaba con el agua hasta la ventanilla. Tres años atrás, ahí mismo, una persona fue arrastrada hasta chocar contra uno de los pilares quedando el coche boca abajo. El cinturón lo dejó atrapado y murió ahogado.
Volvió a casa tras pasar por la verdulería y pasando por el bazar que había al lado, compró un rollo de cinta americana, otro de carrocero y unos recios guantes de jardinería. Los otros, los que usó anoche, los tiró en un contenedor en la otra punta de la localidad. Los basureros ya se encargarían de hacer desaparecer las posibles pruebas que hubiera dejado en esos guantes. Sonrió para sus adentros pensando en los policías que tuvieran que investigar este caso de la muerta envuelta en plásticos. Camino a casa siguió pensando en qué pruebas podría haber en esos guantes. Como si hubiera un registro nacional de muestras de ADN o incluso de huellas dactilares, se guardaban registros de huellas sólo de las personas fichadas previamente y Juan no estaba fichado. ¿Restos de la víctima? Vale, buena suerte con eso. "Y sobre todo, vete mirando contenedor por contenedor, papelera por papelera, de una ciudad de este tamaño".
Hoy en su plan de comidas había arroz con pollo para el mediodía y una tortilla de setas para la noche.
Por la tarde, como todas las tardes después de comer, conectó su portátil con el cable de red al router, por supuesto tenía desinstalada la conexión wi-fi, claro. Navegó por las noticias en el mismo orden de siempre, primero locales, luego regionales, nacionales e internacionales. Hizo clic en un anuncio de sartenes que no necesitaba y en una web de viajes al Caribe. En la información local ya anunciaban de la desaparición de una persona en la pasarela de madera que había al final del cauce. Por lo visto un vecino había visto desde su ventana a un hombre intentar cruzarla para hacer una foto de la tromba de agua desde el medio de la misma cuando la riada se llevó los pilares de la pasarela, los travesaños y parte de los cables de acero. El hombre cayó al agua y fue arrastrado hasta que el testigo lo perdió de vista. Aparte de un artículo sobre daños materiales, salidas de bomberos, rescates en aparcamientos subterráneos, poco más. Borró las “galletas” y su historial de navegación y desconectó el portátil del router quitando el cable.
Se fue a su taller de bricolaje, pensando en la maldición que eran los móviles en estos casos y que tendría que mejorar su tirachinas “profesional”, que había fabricado él; no tenía tanta fuerza como esperaba, pero aun así pudo romper la bombilla de la única farola que podía iluminar su zona de la calle, de hecho, la rompió una semana atrás y los de mantenimiento del ayuntamiento aun no la habían cambiado. Normal. Su parte de calle quedaba bastante oscura, en la acera de enfrente sólo había un solar vallado para futuras casas que nunca se construirían, eso sí con carteles rimbombantes y fotos de casas hechas con ordenador. A los lados de su casa, colindantes, las viviendas a izquierda y derecha estaban vacías y a la venta. El comercial de la casa de la izquierda era joven y trajeado, el comercial de la vivienda a su derecha era mayor y parecía cansado de su trabajo. Llevaban un año a la venta, o pedían mucho o pedían mucho.
Anoche la vio venir hacia el portón de su jardín desde el final de la calle, entreabrió una de las hojas de la puerta, muy ligeramente. Se puso los guantes de jardinería. Oyó los pasos acercarse, seis, cinco, cuatro, muy cerca, más cerca. Abrió de golpe la puerta, la cogió del brazo y tiró de ella con fuerza hacia dentro, con la maza que llevaba en la mano derecha la golpeó en la base del cráneo, en la nuca. Cayó fulminada al suelo, inerte. Cerró la puerta. Luego le introdujo un gran trapo en la boca, demasiado grande, tanto que sus mofletes se hincharon y apretó con los dedos la nariz de la mujer. Cinco, diez minutos. No se movía. Quizás el brutal golpe con la maza había sido suficiente, pero por si acaso. Rebuscó en el bolso de la mujer y sacó su móvil. Con los guantes de jardinería era imposible de manipular, pero tenía allí, al lado de sus gardenias, un destornillado plano fino y un ganchito minúsculo y se fue a pasear con el móvil de la mujer. Antes se quitó los guantes y con cuidado guardó todas esas cosas cosas en su bolsillo, sin tocar nada. Estuvo caminando media hora, nadie a esas horas por allí, según su reloj eran las doce y cinco de la madrugada. Luego, se puso los guantes y sacó la tarjeta sim con mucho trabajo, dejó el móvil al lado de un contenedor, con la esperanza de que alguien se lo llevara. De nuevo, se quitó los guantes y tiró el sim en una alcantarilla varias calles más allá, esta vez usando un pañuelo de papel para cogerla. Volvió a su casa, se puso los guantes de jardinería y envolvió al cadáver en plástico recio, los plásticos finos de pintar no servían para estas cosas; hizo un paquete con cinta americana envolviendo el cuerpo. Esos guantes se pegaban un poco pero no tanto como otros que había probado, de cocina, de látex, de nitrilo, ninguno servía para usar con comodidad cinta americana, los de jardinería, recios, sí. Hizo varios agujeros en el plástico para que las alimañas se encargaran del resto a su debido tiempo. En ese momento recordó lo de las “granjas de cuerpos” de las que se hablaban en algunas series y novelas del género, con la imagen gráfica de cuerpos explotando dentro de bolsas cerradas de plástico.
Anochecía cuando Amir llegó a casa. Con apenas 13 años ya ayudaba en casa por las tardes. acarreando agua, haciendo recados para vecinos, ayudando a Hassan con la recua de mulas. Cierto es que, en las estrechas calles de Córdoba, la fila de mulas era fácil de conducir, pero, aún y así, 13 años son pocos… Sin padre, su madre se afanaba lavando ropa, remendando, pero el dinero siempre era escaso y cualquier ayuda era buena.
Pero lo que deseaba con toda su alma es que llegara el día siguiente: se levantaba antes que nadie para prepararse para ir a su kuttab, a su escuela, un pequeño edificio rectangular anexo a la Mezquita de los Jueces, no muy lejos de la Gran Mezquita, y su madre estaba encantada con que al niño le gustara tanto aprender, pero lo que no sabía es que el responsable del madrugón no era tanto la escuela, que sí, que le gustaba, como el maestro Zahid.
Pero no, el maestro Zahid, no era un profesor en su escuela: Amir pasaba todos los días por una de las calles del zoco de camino a su escuela y, aunque siempre había algo que le llamaba la atención, nunca se detenía mucho, apenas curioseaba un momento y seguía su camino: el director del kuttab, el Sr. Ziryab, era muy estricto con la puntualidad (y con todo, en general), y no se quería exponer a un castigo.
Pero un día vio al maestro Zahid encorvado sobre una mesa a la puerta de su taller, una mesa de madera oscura y gruesa, muy concentrado, y fue esa intensidad lo que le atrajo. Se acercó a mirar, sin molestar al artesano: ¿cómo alguien era capaz de hacer algo tan intrincado y tan hermoso?
Era casi hipnótico ver cómo cambiaba de una herramienta a otra casi sin mirar, con la facilidad que sólo puede dar la experiencia, y con cada una, con cada movimiento, el maestro aumentaba la belleza de la pieza de cuero que trabajaba.
Estuvo un buen rato observando, hasta que el maestro, que, por supuesto, se había percatado de su presencia, le interpeló:
-¿No llegas tarde al kuttab?
-¡Oh!-, y Amir salió corriendo como alma que lleva un shaytán.
El maestro Zahid se sonrió: sabía que volvería a verlo…
Efectivamente, al día siguiente Amir llegó mucho antes de la hora del kuttab.
-Buenos días, maestro- su madre le había educado bien. -¿Le importa que mire mientras trabaja?
-No, no, al contrario. Primero: ¿cómo te llamas? Yo soy Zahid.
-Mi nombre es Amir -, le contestó.
-¿Te gusta, Amir? - le dijo, señalando a la pieza de cuero que estaba trabajando.
-Sí, pero no entiendo cómo se puede hacer algo así. No sé ni cómo se llama.
-¿Esto? Es un ataurique.
-Entonces, ¿es usted un maestro auta… auto… atruricador?
-¡Jajaja! No, Amir, ataurique es el motivo que uso para decorar y que le da nombre a la pieza, yo soy guadamacilero.
-¿Un guada-qué?
-Sí, es la técnica que uso para hacer este ataurique, la técnica de guadamecí, pero hay otras. Ahora, si no te importa…
El maestro volvió a su tarea, con Amir absorto en sus movimientos, intentando descifrar los secretos del guadamecí:
-Maestro, ¿cómo se llama la herramienta que está usando ahora?
-¿Ésta? -dijo, alzándola. -Es un matulejo, sirve para marcar el cuero y saber por dónde cortar, o trabajarlo, o coserlo. Por cierto, Amir, el kuttab…… - sonrió…
-¡Oh! - dijo Amir mientras echaba a correr -¡Hasta mañana, maestro!
Como no podía ser de otra manera, Amir estuvo allí, puntual, por la mañana, mientras el maestro Zahid abría su taller, colgaba sus trabajos a la vista de todos y sacaba a la puerta su mesa de trabajo.
Al día siguiente, Amir le ayudó a sacar su artesanía a la puerta, y la mesa de trabajo, y el maestro le puso una silla a un lado para que no estuviera de pie mientras le observaba. Incluso, le puso un resto de cuero y algunas herramientas viejas para que le imitara mientras le observaba. Día tras día, Amir aprendió lo que era un buril, una gubia o una lezna, de qué estaban hechos los tintes…
Lo que no sabía Amir es que el maestro conocía a su madre. Un día, al cerrar el taller, y mientras Amir estaba con las mulas, se acercó a su casa:
-Buenas tardes, señora Faiza.
-¡Maestro Zahid! ¿Qué se le ofrece? ¡Pase, pase! ¿Un té?
-Si, gracias. Le quería hablar de Amir…
-¿Amir? ¿Qué ha hecho ahora? - No sería la primera vez que Amir se metía en algún lío.
-¡Jajaja! Nada, nada, no se preocupe, es muy buen chico. El caso es que lleva varias semanas viniendo a ver cómo trabajo cuando abro el taller, mucho antes de ir al kuttab, y se le ve muy interesado, y se le nota que tiene habilidad y es muy despierto, coge lo que le enseño al vuelo.
-Anda, por eso madruga tanto… Pues no me ha dicho nada.
-Ocurre que mi hijo no quiere seguir mis pasos como artesano, y necesito un ayudante, un aprendiz. Me gustaría que Amir fuera mi aprendiz.
-¡Oh! - Que un maestro artesano se hubiera fijado en su hijo era una bendición, le enseñaría un oficio de prestigio y bien remunerado, pero los primeros meses los aprendices no cobraban, y necesitaban el dinero de los pequeños trabajos de Amir… -Maestro, no crea que no agradezco que haya pensado en Amir como aprendiz, pero trabaja por las tardes y no podemos prescindir de ese dinero… -dijo, apesadumbrada.
-Hmmm… Haremos una cosa: que venga por las tardes, después del kuttab, y, si veo que vale para el trabajo, yo le pagaré lo que cobra ahora a partir del tercer mes. ¿Podrá aguantar?
-Si, creo que sí…
En ese momento, entra Amir por la puerta, saludando a su madre, y quedándose sorprendido por ver allí al maestro:
-¡Maestro! ¿Pero qué…?
-Hola, Amir -, contesta, mientras mira con complicidad a su madre. Muy serio, le suelta: -Amir, no puedes venir más a verme al taller antes de la escuela.
A Amir le cambió el semblante, entre confundido y horrorizado.
-¡Pero, maestro, ¿por qué?! ¿He hecho algo malo? - dijo, mientras unas lágrimas brotaban de sus ojos, sin entender nada.
El maestro Zahid, viendo el sufrimiento del niño, no quiso seguir con la chanza:
-¡Jajaja! No te preocupes, Amir, no has hecho nada: desde mañana serás mi aprendiz, ahora vendrás por la tarde, después de la escuela, a aprender mi oficio y a ayudarme.
Nunca el sol iluminó esa estancia con tanta intensidad como la cara de Amir en ese momento.
Ataurique (ornamentación floral/vegetal) realizado con la técnica del guadamecí (cuero repujado y pintado).
Esta parte del "relato largo" (ya no puede ser corto) viene de aquí y en este orden, primero aquí:
www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-7
Después aquí:
www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-11
Luego:
www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-14
Después...
www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-17
*****
Al llegar a casa, ni siquiera pensó en comer, su mente estaba enfocada, concentrada en leer toda la prensa posible sobre el caso. Antes de hacer nada en el ordenador, inspiró lentamente y expiró con actitud relajante. Con gran esfuerzo hizo clic en un anuncio de un libro de recetas asiáticas, en un curso de Economía y en una web de viajes al Polo Norte. La noticia, su noticia, estaba en la mayoría de la prensa local y regional. Sospechaba que pronto engrosaría la lista de sucesos nacionales. ¿Reportajes en televisión? Quizás.
Uno de los textos decía: “La ausencia de robo parece un dato clave, ya que la víctima conservaba su reloj y su móvil, alejando la opción delictiva común. El móvil de la mujer ya se encuentra en manos de la Policía Judicial para su análisis. Las actuaciones se mantienen bajo secreto de sumario por orden del juzgado, lo que implica que los detalles específicos de las pruebas y la investigación no se harán públicos por el momento. Todo apunta a que se trata del cadáver de la mujer desaparecida, Ana Ferrer.”
Un robo. No es robo porque llevaba el reloj y el móvil consigo, lo de estar envuelta en plástico le parecía a Juan de poca importancia informativa. Aunque bien mirado en esta noticia no dicen nada de cómo apareció el cadáver. Aun así, el texto le parecía escrito con desgana, prisas y sin mucho interés.
En otro periódico regional había un artículo cubriendo la noticia con más detalles: “La Policía está centrando sus esfuerzos en reconstruir las últimas horas de la víctima, que casi con toda seguridad se trata de Ana Ferrer, desaparecida hace varias semanas, la funcionaria del Ayuntamiento de 38 años ha sido hallada muerta entre cañas y maleza en el cauce de la rambla, en el curso de las labores de limpieza. Cada elemento de la zona está siendo analizado en busca de pruebas que permitan identificar al responsable o responsables. A los medios locales se unirá la Policía Forense de la capital, y expertos en estas tareas. Mientras tanto la zona sigue acordonada y asegurada."
"Según nos indican fuentes policiales, los investigadores rastrearán grabaciones de seguridad de la zona y las comunicaciones de la mujer para reconstruir sus movimientos previos al crimen, recabarán testimonios de posibles testigos, con la clara intención de disponer de una cronología de los hechos. La autopsia se espera como un elemento clave para precisar la causa y el momento de la muerte."
"Todas las hipótesis permanecen abiertas. La Policía mantiene la máxima reserva para no comprometer el avance de la investigación."
"La denuncia inicial de su familia y del amigo con el que había quedado (Juan José González), tras no recibir noticias de Ana desde la fatídica noche del jueves al viernes, permitió activar el dispositivo de búsqueda que ha concluido sin éxito hasta el terrible hallazgo del cuerpo."
"Más allá de la investigación, la muerte de Ana Ferrer Rey ha generado un profundo impacto en toda la comarca. Funcionaria del área de Cultura del Ayuntamiento, licenciada en Geografía e Historia y en Historia del Arte, Ana dedicó mucho esfuerzo a la preservación del patrimonio local. El Ayuntamiento ha decretado dos días de luto oficial mientras la investigación policial busca esclarecer este terrible crimen.”
Juan pasó rápidamente a otro periódico donde se podía leer:
“Un perro fue el que encontró el cuerpo sin vida de la mujer, según testigos tironeaba de un saco de plástico entre la maleza, hasta que consiguió sacarlo y fue entonces cuando los trabajadores de la limpieza del cauce vieron el cadáver. La familia, que no ha hecho declaraciones, está sobrecogida por los hechos. Algunos vecinos de la fallecida, apuntan a que en fechas recientes tuvo un acalorado encontronazo con los actuales dueños del Palacete de Rivababia, patrimonio local, a cuenta de unas reformas en la fachada a las que se oponía Ana Ferrer y el equipo de arquitectos del Consistorio, llevando ante la Justicia al fondo de inversión, WorldMundo Hainsbach, que lo había comprado.”
Le parecía gracioso que los medios más carroñeros dejaran caer un posible ajuste de cuentas que no tenía sentido, sólo para ganar notoriedad y que la maquinaria del rumor se pusiera en marcha. Se detuvo un instante en la parte del plástico, releyendo las frases. No se indicaba que el cadáver estuviera envuelto en plástico, parecía que estuviera encima, o a un lado de la mujer. Curioso. Pensaba que llamarlo “saco de plástico” o era un error de información de los periodistas o significaba algo más. Algo que bien pudiera estar relacionado con la investigación. Tendría que seguir la pista de todos esos datos para hacerse una idea clara de por dónde podrían ir los pasos policiales.
En TV-1999 cubrían también la noticia. “El cuerpo sin vida de Ana Ferrer aparece en el cauce de la rambla, bajo el Puente de los Descubrimientos. Esta cadena se ha puesto en contacto con fuentes policiales y en breve se ampliará la noticia con un artículo detallado con toda la información disponible.”
Escueto y poco motivado. Pensó Juan mientras analizaba cómo otros medios daban más detalles y en la cadena local donde trabajaba esa periodista fueran tan parcos. Abajo había un enlace a un vídeo. En él se podía ver a varios reporteros con diferentes y coloridos micrófonos, dirigiéndose a una policía en la entrada de la Comisaría de la localidad. Juan suponía que la mujer haría las tareas de Prensa e Información.
-...Ya les he dicho lo que puedo contarles, señores.
-¿Se baraja un posible ajuste de cuentas en relación con el fondo de inversión? –preguntaba apresuradamente una reportera con una alcachofa de color verde intenso.
-No se descarta nada ahora mismo. Todas las hipótesis están abiertas.
-¿Qué se sabe de los trabajadores que encontraron el cuerpo? -preguntaba un reportero con melena apuntando el micrófono de color rojo hacia la policía.
-Mantenemos la máxima reserva para no comprometer el avance de la investigación. Señores, por favor, en cuanto tengamos más información daremos una rueda de Prensa.
-¿Quién se encarga de la investigación? ¿Cuándo estarán los resultados de la autopsia? ¿Cuándo se dará más información? –preguntaban sin orden sabiendo que la policía daba por concluida la atención a la Prensa.
-Muchas gracias –dijo ella dándose la vuelta y entrando en la Comisaría.
Juan ya estaba en la siguiente fase mental de su plan. Ya habían encontrado su paquete y el juego se ponía interesante para él, en su mundo, en su juego de crimen perfecto. Volvía a sentir que tenía el control de la situación. Lo primero, volver a hacer una lista de comidas semanales. Como ya no había comido al mediodía, tras el trabajo, cenaría improvisando. Mañana compraría comida para seguir su plan alimenticio. Compraría un lienzo pequeño y pintaría otro vórtice, para completar el hueco que quedaba en la pared. ¿Debía incluir en la ecuación a la tal Lucía? Esta noche reflexionaría al respecto.
Fue a la cocina y se sentó en la pequeña mesa de allí para preparar su lista de comidas. A mano, con la cuadrícula que hacía con regla, creando celdas para los días que le quedaban hasta el fin de semana. Incluyendo compra en el Mercado el sábado. Desayuno, comida y cena.
Cuando terminó, miró su obra culinaria, imperfecta porque no cubría una semana. El domingo completaría la semana entrante. Miró la hora y se decidió por una cena antes de hora, con lo que encontrara en la nevera y en los estantes. No había nada que le inspirara a preparar nada. Se le ocurrió que podría ir a un bar a comer un bocadillo, última vez que se saltaba una de sus reglas. Nunca comer fuera. Nunca. Miró el móvil y tenía dos llamadas de números desconocidos, lo dejó en la mesa del salón, como siempre. Comprobó que llevaba veinte euros y algunas monedas sueltas de euro en su cartera. Salió al jardín y ahora la zona sin césped le parecía hasta bonita. Sonrió.
Salió y comenzó a caminar hacia la calle peatonal que estaba a unos veinte minutos andando y donde sabía que había bares de todo tipo, clase, precios y ruido.
- ¿Cuantos tienes ya?
- Ocho varones y dos hembras.
- No estarás contando al tabernero…
- ¿Por qué no? Yo lo maté…
- Pero no lo mataste con tus manos, le prendiste fuego a la casa y él estaba dentro. No podrá servirte…
- Siete hombres entonces.
- Y la morena estaba embarazada. Tampoco estará en el valle.
- Por el maldito Ahba ¡¿Por qué quieres encender mi ira?!. ¡Déjame en paz!
Garth calló, pero siguió zahiriendo con la sonrisa al joven Creec.
Cuando marcharan al valle infinito tras entregar la vida en combate, ya lentos y débiles por la edad, aquellos a quien dieron muerte estarían esperándoles en una gran casa de piedra para servirles durante toda la eternidad.
Y Garth sería mucho más importante que Creec ya que, aunque decía contar con ocho, no le había quitado la vista durante el combate y apenas había logrado la mitad, mientras que él ya guardaba las vidas de al menos cuarenta esclavos. Su casa sería más grande, los pastos para sus rebaños más extensos y Ahba, el buen dios del fuego y la venganza, lo visitaría a menudo.
Así estaba escrito en las viejas Piedras del Mandamiento y así lo leían los sacerdotes del ritual previo a la batalla.
Era la quinta vez que participaba en un viaje de saqueo y habían llegado más lejos que nunca, navegando durante una luna entera para llegar a la aldea que señaló Jahn el pestoso. No había mentido: Además de mucho oro, el preciado hierro y el vino, lo habitaban muchas vírgenes y campesinos jóvenes fáciles de matar.
A su vuelta, celebrarían la victoria con el vino, el oro compraría barcos más grandes y rápidos para llegar todavía más lejos y el hierro forjaría más y mejores armas para la próxima incursión.
De esto hablaban los guerreros eufóricos alrededor de la hoguera, riéndose de los lances del combate, confiados en que nadie había sobrevivido.
Nadie reparó en el muchacho que escapó de la masacre y consiguió llegar a la aldea cercana para dar la alarma. Por eso, al caer dormidos ebrios de victoria y vino, nadie quedó de guardia. Por eso sufrieron la tremenda humillación de ser muertos mientras dormían, indefensos, por una horda de campesinos armados con aperos de cultivo.
Despertó desnudo y dolorido sobre un catre, en la única sala, oscura y fría, de una pequeña cabaña de madera mal construida. Miró su cuerpo. No estaba la cicatriz que le hizo el viejo Gronak cuando era joven y le descubrió forzando a su hija. Tampoco estaba la quemadura del costado que se hizo cuando se peleó con Frehn y cayó sobre la hoguera. Ni los tatuajes que deberían haberle protegido de morir antes de conseguir diez veces diez esclavos.
Su cuerpo estaba limpio de cicatrices, el vello y la cabellera de color blanco, y la piel surcada por arrugas y manchas en lugar de símbolos y dibujos. No despertó de la muerte con el cuerpo joven y fuerte que fue atravesado por un palo afilado la noche anterior, sino con el de el anciano achacoso que nunca llegó a ser. No era así lo que había oído leer tantas veces a los druidas en las Piedras del Mandamiento.
Supo que había cruzado la montaña y estaba al otro lado de la vida, donde debería disfrutar de la gloria y honor ganado en batalla siendo servido por aquellos a quienes se llevó consigo arrebatandoles la vida.
Estaba desconcertado, había ganado el derecho de una gran casa de piedra, pero aquello era una pequeña choza de campesino. Debia tener el cuerpo fuerte y lleno de vigor de un joven, pero era el cuerpo gris de un viejo.
Al incorporarse le dolió la espalda. Al levantarse, las rodillas. Al ponerse los harapos que colgaban de una estaca en la pared, los brazos. Y salió al exterior.
Los sacerdotes hablaban de una eterna primavera, pero una fina capa de nieve cubría el valle hasta donde alcanzaba la vista. Allí, esperando frente a la puerta, estaban sus 40 esclavos, y su visión le turbó. Las piedras sagradas prometían que llegarían sanos y fuertes ellos para trabajar sus campos, hermosas y jóvenes ellas para disfrutarlas durante toda la eternidad. Sin embargo, tenían frescas las espantosas heridas por las que escaparon sus vidas. De ellas goteaba sangre sobre la nieve, un charco rojo bajo cada cuerpo.
Sus miradas recriminadoras distaban mucho de la actitud pasiva y respetuosa que se espera de un esclavo. Trató de que su voz tronara para disimular el estupor y gritó:
-“¿Que hacéis? ¡¡Al trabajo!!"
Pero su antes robusta voz era ahora como un débil mugido que no conmovió a nadie.
Un campesino se adelantó. Le recordaba perfectamente por ser la primera vida que robó, en su primera incursión con 16 años. Donde debía estar su brazo izquierdo chorreaba un muñón con tendones y jirones de carne prendidos, y tenia el rostro cruzado de tajos, pues el joven Garth había intentado superar su propio miedo desatando la cólera contra aquella cara que ahora sangraba frente a el.
Y el campesino dijo:
- Tenemos hambre. Sirvenos.
El hombre que fue Garth en vida, ante semejante atrevimiento, le habría arrancado la lengua, pero ya no era ese hombre, su cuerpo no era el mismo ni su espíritu tampoco. Ahora le sobraba miedo, le faltaba valor y le escaseaba la fuerza.
El campesino le señaló los campos que debía cultivar, las reses que debía cuidar, el río de donde debía acarrear agua, la leña que debía cortar, y ya conocía el duro camastro donde reposaría el tiempo que le fuera permitido.
Maldijo al dios Ahba y maldijo al joven Creec que debía atender las necesidades de solo cuatro cadáveres andantes.
Pero a quien más maldijo cada hora de cada día de la eternidad fue a los inútiles de los sacerdotes que tan mal leían las Piedras del Mandamiento
¿Qué pasa cuando un sicario se entera de que su patrón ha muerto? ¿Tiene que seguir adelante con el crimen por el que ya ha cobrado o no? ¿Qué es lo realmente profesional?
¿Realmente el patrón, querría que de todos modos se cometiera el crimen tras su falleciemiento?
Quieres matar a tu exmujer porque no te deja ver a los niños. Vale. Pagas por ello. Ok. Pero coño, si te mueres... ¿De verdad querrías dejar huérfanos del todo a tus hijos?
¿Qué debería hacer un sicario honrado?
Esta parte del "relato largo" (lo lamento) viene de aquí y en este orden, primero aquí:
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Al llegar a casa, ni siquiera pensó en comer, su mente estaba enfocada, concentrada en leer toda la prensa posible sobre el caso. Antes de hacer nada en el ordenador, inspiró lentamente y expiró con actitud relajante. Con gran esfuerzo hizo clic en un anuncio de un libro de recetas asiáticas, en un curso de Economía y en una web de viajes al Polo Norte. La noticia, su noticia, estaba en la mayoría de la prensa local y regional. Sospechaba que pronto engrosaría la lista de sucesos nacionales. ¿Reportajes en televisión? Quizás.
Uno de los textos decía: “La ausencia de robo parece un dato clave, ya que la víctima conservaba su reloj y su móvil, alejando la opción delictiva común. El móvil de la mujer ya se encuentra en manos de la Policía Judicial para su análisis. Las actuaciones se mantienen bajo secreto de sumario por orden del juzgado, lo que implica que los detalles específicos de las pruebas y la investigación no se harán públicos por el momento. Todo apunta a que se trata del cadáver de la mujer desaparecida, Ana Ferrer.”
Un robo. No es robo porque llevaba el reloj y el móvil consigo, lo de estar envuelta en plástico le parecía a Juan de poca importancia informativa. Aunque bien mirado en esta noticia no dicen nada de cómo apareció el cadáver. Aun así, el texto le parecía escrito con desgana, prisas y sin mucho interés.
En otro periódico regional había un artículo cubriendo la noticia con más detalles: “La Policía está centrando sus esfuerzos en reconstruir las últimas horas de la víctima, que casi con toda seguridad se trata de Ana Ferrer, desaparecida hace varias semanas, la funcionaria del Ayuntamiento de 38 años ha sido hallada muerta entre cañas y maleza en el cauce de la rambla, en el curso de las labores de limpieza. Cada elemento de la zona está siendo analizado en busca de pruebas que permitan identificar al responsable o responsables. A los medios locales se unirá la Policía Forense de la capital, y expertos en estas tareas. Mientras tanto la zona sigue acordonada y asegurada."
"Según nos indican fuentes policiales, los investigadores rastrearán grabaciones de seguridad de la zona y las comunicaciones de la mujer para reconstruir sus movimientos previos al crimen, recabarán testimonios de posibles testigos, con la clara intención de disponer de una cronología de los hechos. La autopsia se espera como un elemento clave para precisar la causa y el momento de la muerte."
"Todas las hipótesis permanecen abiertas. La Policía mantiene la máxima reserva para no comprometer el avance de la investigación."
"La denuncia inicial de su familia y del amigo con el que había quedado (Juan José González), tras no recibir noticias de Ana desde la fatídica noche del jueves al viernes, permitió activar el dispositivo de búsqueda que ha concluido sin éxito hasta el terrible hallazgo del cuerpo."
"Más allá de la investigación, la muerte de Ana Ferrer Rey ha generado un profundo impacto en toda la comarca. Funcionaria del área de Cultura del Ayuntamiento, licenciada en Geografía e Historia y en Historia del Arte, Ana dedicó mucho esfuerzo a la preservación del patrimonio local. El Ayuntamiento ha decretado dos días de luto oficial mientras la investigación policial busca esclarecer este terrible crimen.”
Juan pasó rápidamente a otro periódico donde se podía leer:
“Un perro fue el que encontró el cuerpo sin vida de la mujer, según testigos tironeaba de un saco de plástico entre la maleza, hasta que consiguió sacarlo y fue entonces cuando los trabajadores de la limpieza del cauce vieron el cadáver. La familia, que no ha hecho declaraciones, está sobrecogida por los hechos. Algunos vecinos de la fallecida, apuntan a que en fechas recientes tuvo un acalorado encontronazo con los actuales dueños del Palacete de Rivababia, patrimonio local, a cuenta de unas reformas en la fachada a las que se oponía Ana Ferrer y el equipo de arquitectos del Consistorio, llevando ante la Justicia al fondo de inversión, WorldMundo Hainsbach, que lo había comprado.”
Le parecía gracioso que los medios más carroñeros dejaran caer un posible ajuste de cuentas que no tenía sentido, sólo para ganar notoriedad y que la maquinaria del rumor se pusiera en marcha. Se detuvo un instante en la parte del plástico, releyendo las frases. No se indicaba que el cadáver estuviera envuelto en plástico, parecía que estuviera encima, o a un lado de la mujer. Curioso. Pensaba que llamarlo “saco de plástico” o era un error de información de los periodistas o significaba algo más. Algo que bien pudiera estar relacionado con la investigación. Tendría que seguir la pista de todos esos datos para hacerse una idea clara de por dónde podrían ir los pasos policiales.
En TV-1999 cubrían también la noticia. “El cuerpo sin vida de Ana Ferrer aparece en el cauce de la rambla, bajo el Puente de los Descubrimientos. Esta cadena se ha puesto en contacto con fuentes policiales y en breve se ampliará la noticia con un artículo detallado con toda la información disponible.”
Escueto y poco motivado. Pensó Juan mientras analizaba cómo otros medios daban más detalles y en la cadena local donde trabajaba esa periodista fueran tan parcos. Abajo había un enlace a un vídeo. En él se podía ver a varios reporteros con diferentes y coloridos micrófonos, dirigiéndose a una policía en la entrada de la Comisaría de la localidad. Juan suponía que la mujer haría las tareas de Prensa e Información.
-...Ya les he dicho lo que puedo contarles, señores.
-¿Se baraja un posible ajuste de cuentas en relación con el fondo de inversión? –preguntaba apresuradamente una reportera con una alcachofa de color verde intenso.
-No se descarta nada ahora mismo. Todas las hipótesis están abiertas.
-¿Qué se sabe de los trabajadores que encontraron el cuerpo? -preguntaba un reportero con melena apuntando el micrófono de color rojo hacia la policía.
-Mantenemos la máxima reserva para no comprometer el avance de la investigación. Señores, por favor, en cuanto tengamos más información daremos una rueda de Prensa.
-¿Quién se encarga de la investigación? ¿Cuándo estarán los resultados de la autopsia? ¿Cuándo se dará más información? –preguntaban sin orden sabiendo que la policía daba por concluida la atención a la Prensa.
-Muchas gracias –dijo ella dándose la vuelta y entrando en la Comisaría.
Juan ya estaba en la siguiente fase mental de su plan. Ya habían encontrado su paquete y el juego se ponía interesante para él, en su mundo, en su juego de crimen perfecto. Volvía a sentir que tenía el control de la situación. Lo primero, volver a hacer una lista de comidas semanales. Como ya no había comido al mediodía, tras el trabajo, cenaría improvisando. Mañana compraría comida para seguir su plan alimenticio. Compraría un lienzo pequeño y pintaría otro vórtice, para completar el hueco que quedaba en la pared. ¿Debía incluir en la ecuación a la tal Lucía? Esta noche reflexionaría al respecto.
Fue a la cocina y se sentó en la pequeña mesa de allí para preparar su lista de comidas. A mano, con la cuadrícula que hacía con regla, creando celdas para los días que le quedaban hasta el fin de semana. Incluyendo compra en el Mercado el sábado. Desayuno, comida y cena.
Cuando terminó, miró su obra culinaria, imperfecta porque no cubría una semana. El domingo completaría la semana entrante. Miró la hora y se decidió por una cena antes de hora, con lo que encontrara en la nevera y en los estantes. No había nada que le inspirara a preparar nada. Se le ocurrió que podría ir a un bar a comer un bocadillo, última vez que se saltaba una de sus reglas. Nunca comer fuera. Nunca. Miró el móvil y tenía dos llamadas de números desconocidos, lo dejó en la mesa del salón, como siempre. Comprobó que llevaba veinte euros y algunas monedas sueltas de euro en su cartera. Salió al jardín y ahora la zona sin césped le parecía hasta bonita. Sonrió.
Salió y comenzó a caminar hacia la calle peatonal que estaba a unos veinte minutos andando y donde sabía que había bares de todo tipo, clase, precios y ruido.
El bar que eligió tenía una pantalla de televisión donde se ponían vídeos de no sabía dónde, suponía que de youtube y “shorts” del mismo, donde se iban intercalando sincopadamente bailes de adolescentes y de niñas y niños con coreografía ensayada, pactada y empaquetada. La letra de la canción le llamó la atención. Pidió un bocadillo de carne con queso y panceta; beicon, le corrigieron. Asintió pensando que podría estrangular a tantos idiotas en el mundo real que no habría cárcel para él, pero no dijo nada.
MENTE MÁ – NAKAMA, ponía el subtítulo del vídeo con el tema machacón que se repetía en variantes con bailes y demás movimientos de caderas en pre púberes con kilos de maquillaje, para mayor honra y gloria de sus padres. Así que estaba de moda una canción que hablaba de armas, fusiles y ráfagas de disparos. De moda. Moda, el número que más se repite en una serie, pensaba. “Mira la boca del fusil.” ¿Qué querían decir? Se preguntaba.
El bocadillo resultó ser tan insulso como el camarero que le atendió. Pan seco, tostado pero seco, lomo correoso, el queso grasiento y la panceta, crujiente; un refresco de naranja y cena lista.
Debía pensar en sus siguientes pasos. Aunque ya estaba todo hecho, era imposible que encontraran ninguna pista. Su intención demostrando al mundo que se podía cometer un crimen que quedara impune cobraba fuerzas. Estaba seguro. Vendían un mundo seguro a precio de saldo. Tanto miedo. No podrían encontrar ninguna pista que lo involucrara a él. Un asesino. Tenía planeado, dentro de diez años, volver a cometer otro crimen, otro aviso a la sociedad. Debía ser cauteloso, en realidad, debía fingir ser un tipo normal.
De vuelta a casa, iba repasando, una vez más, todos los detalles que recordaba. Así como otras ideas de su vuelta a un mundo ordenado, sin improvisaciones. Mañana compraría comida en ese supermercado de medio pelo. Compraría un lienzo pequeño y pintaría otro vórtice, y recogería la pintura roja que había encargado. El punto de inflexión de la aparición de esa periodista, que además la conoció en la discoteca aquella noche. ¿Divorciada? ¿Separada? ¿Soltera? ¿Viuda? ¿Familia? ¿Las casualidades realmente existen? Suponía que sí, por qué no. Cuando andaba por la calle de su casa, notó que alguien venía andando tras él, desde el principio de la calle. Cuanto metió a la mujer en su jardín de un tirón, ¿podría haber habido alguien al principio o al final de la calle que fuera testigo de lo sucedido? No. Habría avisado a la Policía de algo así. No. ¿Era mejor llamar a esa periodista o no hacerlo? Si no la llamaba podría pensar que lo de invitarla a su casa en Xangri-A era algo extraño y que no tenía interés en ella realmente. Si la llamaba podría creer que estaba interesado en conocerla. Decisiones. Dudas. ¿La llamaba, desde el teléfono fijo o desde el móvil?
Entró en su casa pensando que quizás mejor desde el móvil, quedar a tomar un café en un lugar concurrido, mostrar cierto interés por ella pero no demasiado, sonsacarle algo de su trabajo, de su información del caso. Debía ser muy sutil. Recuerda cómo bailaba y cómo estaba disfrutando la mujer. Él sólo estaba haciéndose notar, llegó a descamisarse con un tema musical, ni recuerda cuál era. Estuvo allí y aunque hubiera, que las había, cámaras a la entrada del local, quería segurarse de que se supiera que él, esa noche, esa madrugada estaba en esa discoteca. Aunque la invitó a su casa, sabía que buscaría una excusa en caso de que ella hubiera aceptado. Nadie visita su casa. Cuando tuvo que dejar pasar al técnico de la red de fibra, cubrió con telas los muebles de todo del salón. Dijo que iban a venir los pintores. Nadie visita su casa.
Miró la hora y decidió llamarla.
-Hola, buenas noches, soy Juan, el descamisado –intentando parecer cordial, cercano, tontorrón.
-Ah, hola, Juan, ¿qué tal?
-Nada, para invitarte a un café donde tú me digas y así charlamos un rato...
-Tendría que ser por la tarde o tarde noche, ando liada con el trabajo...
-Yo trabajo hasta las tres todos los días, así que tú me dices.
-Vale, te llamo a este número cuando sepa cómo tengo el trabajo, ¿te parece?
-Me parece. Adiós.
-Adiós.
Le había parecido un poco raro el tono, muy diferente al del otro día cuando se encontraron por casualidad y le dió su tarjeta. Pensó que todos los días no teníamos el mismo ánimo, que a veces estamos preocupados por diferentes cosas o... simplemente que estaba de mal humor por cualquier cosa.
Esa noche volvió a tener un sueño vívido. Se encontraba tumbado en una cama de hospital, de nuevo inmóvil, desnudo. Una mujer vestida con pijama de cirujana, de ese color verde concreto, y manchada de sangre; esa médica lo envolvía en plásticos en la misma cama de hospital. Desde la ventana, nubarrones de lluvia dejaban caer tierra y arena en vez de agua. De pronto empezó a oírse música desde los aparatos de control médico. Una música de un viejo gramófono y repitiendo la misma frase: “Yes, it's a good day for singing a song, and it's a good day for moving alone; Yes, it's a good day, how could anything go wrong. A good day from morning' till night.”
No se despertó del todo. Se dió la vuelta en la cama y siguió durmiendo.
El día en la sucursal bancaria fue como siempre, menos mal, orden, repetición, rituales, todo previsible y mundano, como debía ser. Ese día no se quedó a tomar un refresco con sus compañeros, fue directamente al supermercado, ese que olía mal, olía a alcantarilla, a desagüe. Compró sólo productos enlatados o envasados al vacío. Pronto sería sábado y podría ir al mercado a comprar productos de verdad. Se pasó a recoger tres tubos de óleo “rojo escarlata 334”, los que había encargado.
En casa, miró la lista provisional y preparó ese día albóndigas que venían en un paquete del supermercado, con tomate, orégano y cúrcuma. Ensalada de una de esas bolsas variadas y malditas que aliñó con aceite de oliva, pimienta molida y muy poco vinagre. De postre un flan de marca local que sabía a colorantes y saborizantes.
Cuando terminó, fue a mirar el móvil y tenía dos mensajes de Lucía. Preguntando si podrían quedar esa misma noche a las 21:00 en un café llamado Hibris, en una calle peatonal y tranquila. No contestó y se dirigió a ver las noticias del día. Todas eran reciclajes de informaciones previas, nada nuevo.
Fue a su dormitorio buscando algo que ponerse en unas circunstancias nuevas para él, informal, pero no demasiado; formal, pero no demasiado. Debía jugar su papel, pero no tenía disfraces para ese nuevo rol. Usaría la camisa de la discoteca. No. La había tirado junto con el canasto entero de ropa. Así que optó por una vieja camisa azul y unos pantalones tejanos. Pronto llegaría esa nueva tormenta anunciada para el fin de semana. ¿Qué le diría para obtener información sin que ella sospechara nada? ¿Por qué iba a sospechar? Era periodista, curiosos por naturaleza. Y él debía ser más listo, más hábil. ¿Cómo? No se le daban bien las relaciones humanas. Volvía a recordar la letra de esa canción del bar: “Mira la boca del fusil. Vas a llevarte puro rafagón. Dale, toma, toma, toma...” Y una sonrisa iluminó su cara.
Muy corto. Decían que Gabriel era muy corto, tan corto que llegaba con lo justo para opinar de cualquier tema. Con él una charla se volvía un cuento infantil, donde todo tenía un final feliz. Gabriel tenía un optimismo natural, porque todo y siempre se podía solucionar. Recordaba muchos cuentos de esos que nos leían de niños. Todos sabían que Gabriel era así y que era feliz y hacía feliz a todo el que le rodeaba. A veces, no parecía tan corto y no gustaba a los demás, que preferían al otro Gabriel, al de los cuentos con final feliz. Él se reía cuando alguno le llamaba "Grabiel", una de esas personas que sólo contaban cuentos con final triste y terrible. Se reía.
(2001.)
El avión temblaba. Las luces parpadeaban con un zumbido intermitente, y los gritos se entremezclaban con el estruendo de los motores forzados al límite. Julia miró por la ventanilla; la tierra se precipitaba hacia ellos como una verdad ineludible.
A su lado, un hombre de unos cincuenta años se ajustaba con calma el cinturón de seguridad. Tenía las manos firmes y los ojos serenos, como si hubiera esperado este momento toda su vida.
—Cuando se viaja en un avión que se va a estrellar, el cinturón no sirve de nada —murmuró Julia, con una sonrisa amarga.
El hombre giró la cabeza y la miró con una media sonrisa.
—Pero consuela —respondió, tirando un poco más de la correa hasta sentirla bien ajustada.
Julia dudó un instante, pero luego hizo lo mismo. Sintió la presión del cinturón contra su pecho y, de algún modo, la desesperación se disipó un poco. Afuera, el suelo se acercaba cada vez más.
Cerró los ojos y exhaló despacio. No podía cambiar el destino, pero sí cómo lo enfrentaba.
Y en ese instante, el silencio lo envolvió todo.
menéame