Relatos cortos
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La mujer que llevó al mendigo a la miseria

Quiero describir un acontecimiento triste, pero veo ante mí, como una nota inicial, el rostro sonriente del señor Vojtíšek. Un rostro saludablemente luminoso y con brillo rojizo, como de un asado de domingo, recubierto de mantequilla fresca. Como el señor Vojtíšek se afeitaba solo los domingos, hacia el sábado, cuando ya la blanca barba había vuelto a crecer lo suficiente por su redondo mentón y lo adornaba como una espesa nata, me parecía aún más apuesto. También su pelo me gustaba. No tenía mucho; empezaba bajo una calva redonda, por las sienes, estaba ya canoso —no plateado, sino ligeramente amarillento—, pero era como de seda y ondeaba con suavidad en torno a su cabeza. El señor Vojtíšek llevaba siempre la gorra en la mano y se cubría solo cuando tenía que cruzar un espacio demasiado soleado. Decididamente, el señor Vojtíšek me gustaba mucho, sus ojos azules brillaban con gran sinceridad y toda su cara era como un ojo, redondo y sincero.

El señor Vojtíšek era mendigo. Qué había sido antes, no lo sé, pero debía de ser mendigo desde hacía tiempo, a juzgar por lo conocido que era en Malá Strana, y, dada su salud, podría serlo todavía mucho tiempo: estaba hecho un toro. Cuántos años tenía entonces, creo que lo sé. Una vez lo vi subir con sus característicos pasos cortos colina de San Juan arriba hasta la calle de La Espuela y acercarse al policía Šimr, que apoyado en la barandilla tomaba el sol tranquilamente. Šimr era aquel policía gordo, tanto que el uniforme gris siempre parecía a punto de estallarle y cuya cabeza, por detrás, se asemejaba, con perdón, a varias morcillas grasientas. Su casco reluciente se balanceaba sobre la gran cabeza a cada movimiento y, cuando se ponía a correr tras un aprendiz que, con descaro, y contra todas las disposiciones, cruzaba la calle con la pipa encendida en la boca, Šimr tenía que quitarse el casco a toda prisa y llevarlo en la mano. Entonces los niños nos reíamos y saltábamos a la pata coja, pero en cuanto nos miraba, fingíamos que no pasaba nada. Šimr era un alemán de Šluknov. Si vive todavía —así lo espero— apuesto a que aún continúa hablando el checo tan mal como entonces. Y «fíjense ustedes» solía decir, «lo aprendí en un año».

En aquella ocasión el señor Vojtíšek se puso la gorra azul debajo del brazo izquierdo y hundió la mano derecha en el bolsillo de su largo abrigo gris, mientras saludaba a Šimr, que en aquel momento bostezaba, con estas palabras:

—¡Que Dios le acompañe!

Šimr saludó con la mano. Acto seguido el señor Vojtíšek sacó su modesta tabaquera de corteza de abedul, tirando de la presilla levantó el fondo superior de cuero y la acercó a Šimr. Šimr esnifó y dijo:

—Usted también tendrá sus añitos, ¿eh? ¿Cuántos?

—Bueno —sonreía el señor Vojtíšek—, hará ya unos ochenta años que mi padre, por dar contento al cuerpo, hizo que yo viera la luz.

A un lector atento sin duda sorprenderá que el mendigo Vojtíšek pudiera hablar con el policía con tanta familiaridad y que este ni siquiera se dirigiera a él con el tono que solía emplear con un forastero o una persona subordinada. Y además hay que tener en cuenta lo que en aquellos tiempos significaba ser policía. No eran uno cualquiera entre los seiscientos agentes, sino que se los conocía por el nombre: Novák, Šimr, Kedlický y Weisse, que durante el día se turnaban en la guardia de nuestra calle. Eran el bajito Novák de Slabce, que gustaba de pararse delante de las tiendas de ultramarinos por su afición al aguardiente de ciruelas; el gordo Šimr de Šluknov; luego Kedlický de Vyšehrad, malhumorado pero de buen corazón, y, finalmente, Weisse de Rožmitál, grandote, con unos dientes amarillos y largos, fuera de lo corriente. De cada uno, se sabía cuál era su patria chica, cuánto tiempo había pasado en el ejército y cuántos hijos tenía; y con cada uno jugábamos los niños del vecindario; y ellos conocían a todos los vecinos, hombres y mujeres, y siempre podían decir a las madres dónde paraban sus hijos. Y cuando en el año 1844 Weisse, como consecuencia del incendio del Renthaus, falleció, toda la calle de La Espuela fue a su entierro.

Pero el señor Vojtíšek no era en modo alguno un mendigo corriente. Ni siquiera era riguroso en el descuido de su aspecto de mendigo, parecía bastante limpio, al menos al principio de la semana. Iba con el pañuelo al cuello siempre bien atado, aunque en el abrigo, aquí o allá, llevaba un remiendo, pero no un parche llamativo ni un trozo de tela demasiado diferente. En una semana recorría mendigando todo el barrio de Malá Strana. Era bien visto en todas partes, y en cuanto un ama de casa oía su suave voz, al punto le sacaba amablemente su moneda de tres céntimos. Tres céntimos o un cuarto era por entonces bastante. Por la mañana mendigaba hasta el último momento y luego se encaminaba a la iglesia de San Nicolás, a la misa de las once y media. A la puerta de la iglesia no pedía nunca, ni siquiera prestaba atención a las mendigas que estaban allí en cuclillas. Y luego se iba a comer algo, sabía dónde le tenían guardado un tazón con las sobras del almuerzo. Había algo de libre y sereno en todo su ser y proceder, algo que hizo que Storm llegara a pronunciar aquel cómico dicho conmovedor:

—Ach könnt’ich betteln geh’n über die braune Hainn!

El fondista de nuestra casa, el señor Herzl, era el único que nunca le daba una moneda de tres céntimos. El señor Herzl era un hombre alto, algo avaro, pero por lo demás soportable. En vez de dinero, le echaba de su caja un poco de tabaco. Y después —esto sucedía todos los sábados—, siempre sostenían la misma conversación.

—Vaya, señor Vojtíšek, corren malos tiempos.

—Así es, y no serán mejores hasta que el león del castillo se siente en el columpio de Vyšehrad.

Se refería al león de la torre de San Vito. Tengo que reconocer que esa afirmación del señor Vojtíšek me daba mucho que pensar. Como jovencito educado y cabal —tenía por entonces ocho años— no podía dudar ni un instante de que el referido león podía, igual que yo, durante la verbena, cruzar el puente de piedra hasta Vyšehrad y allí sentarse en el conocido tiovivo. Pero cómo podría aquello ser causa de mejores tiempos, eso no lo entendía.

Era un hermoso día de junio. El señor Vojtíšek salió de la iglesia de San Nicolás, se puso la gorra en la cabeza para protegerse de sol radiante y avanzó despacio por la actual plaza de San Esteban. Se paró junto a la estatua de la Santísima Trinidad y se sentó sobre un escalón. La fuente de detrás dejaba oír su canto y el sol calentaba, era muy agradable. Probablemente ese día iba a comer en un lugar donde se servía después de las doce.

Apenas se hubo sentado, una de las mendigas de la puerta de la iglesia de San Nicolás se levantó y se fue en aquella dirección. La llamaban «la vieja de los millones». Las demás mendigas juraban que Dios pagaría la limosna recibida cien mil veces pero ella enseguida lo subía a millones y millones. Por eso la mujer del oficial Hermann, que acudía a todas las subastas de Praga, solo le daba limosna a ella. La Millones andaba sin cojear cuando le daba la gana y cojeaba cuando quería. Ahora se dirigía sin cojear y directamente hacia el señor Vojtíšek, que se hallaba junto a la estatua. Las faldas ondeaban sobre sus miembros resecos casi sin crujido alguno. El pañuelo azul, muy echado sobre la frente, se movía arriba y abajo. Su cara me resultaba siempre enormemente antipática. Puras arruguitas como fideos finos que confluían en la nariz picuda y la boca. Sus ojos eran de color verdedorado, como los de un gato.

Se acercó hasta el señor Vojtíšek.

—¡Alabado sea Dios! —E hizo una mueca con la boca.

El señor Vojtíšek asintió con la cabeza.

La Millones se sentó al otro extremo de escalón y estornudó.

—¡Uf! —observó—, a mí no me gusta el sol, cuando me da, estornudo.

El señor Vojtíšek ni se inmutó.

La Millones tiró del pañuelo hacia atrás y dejó al descubierto todo su rostro. Sus ojos se contraían como los de un gato al sol, tan pronto estaban cerrados como se iluminaban bajo la frente igual que dos puntos verdes. Su boca se torcía en un tic continuo; cuando la abría mostraba, en la parte superior, un único diente enteramente negro.

—Señor Vojtíšek —empezó de nuevo—, señor Vojtíšek, siempre digo que si usted quisiera…

El señor Vojtíšek guardaba silencio. Solo volvió la cara hacia ella y le miró la boca.

—Siempre digo, sí, que si el señor Vojtíšek quisiera, podría decirnos dónde está la buena gente.

El señor Vojtíšek ni se inmutó.

—¿Por qué me mira usted tan fijamente? —preguntó la Millones tras un instante—. ¿Pasa algo?

—¡El diente! Me sorprende que pueda tener ese único diente.

—¡Ah, ese diente! —suspiró y añadió—: Ya sabe usted que la pérdida de un diente significa siempre la pérdida de un buen amigo. Ya están todos en la tumba, los que me querían bien y tenían buenas intenciones, todos. Solo queda uno, pero no sé quién es, no sé dónde está ese buen amigo mío que Dios misericordioso me pondrá aún en el camino de la vida. ¡Ah, Dios mío, estoy tan sola y abandonada!

El señor Vojtíšek miraba al suelo y guardaba silencio.

Algo como una sonrisa, como un relámpago de alegría, cruzó la cara de la mendiga, pero era horroroso. Frunció aún más la boca, y todo el rostro en cierto modo se le estiró hacia los labios, como hacia un rabillo.

—¡Señor Vojtíšek! Señor Vojtíšek, nosotros dos aún podríamos ser felices. El otro día soñé con usted, creo que Dios lo quiere. Está usted tan solo, señor Vojtíšek, nadie se ocupa de usted. Usted goza de favor por todas partes, conoce a mucha gente buena. Ya ve, podría trasladarme a su casa. Tengo algo de ropa de cama.

Mientras, el señor Vojtíšek se había ido levantando lentamente. Se enderezó del todo y con la mano derecha se ajustó la visera de cuero de su gorra.

—Prefiero arsénico —dijo en un exabrupto, y se dio media vuelta sin despedirse.

Avanzó despacio hacia la calle de La Espuela. Dos bolas verdes fulguraron tras él hasta que desapareció al doblar la esquina.

Luego la Millones se bajó el pañuelo hasta la barbilla y se quedó quieta durante un buen rato. Tal vez dormía.

Extrañas noticias empezaron a circular por Malá Strana. Y los que las oían no daban crédito. «Señor Vojtíšek» se decía con frecuencia en las conversaciones y, al poco, se oía de nuevo: «Señor Vojtíšek».

Pronto me enteré de todo. El señor Vojtíšek, al parecer, ni siquiera era pobre. El señor Vojtíšek, se decía, tenía al otro lado del río dos casas en František. Por lo visto, ni siquiera era verdad que viviera cerca del castillo en algún lugar de Bruska.

¡Le había tomado el pelo al buen vecindario de Malá Strana! ¡Y durante mucho tiempo!

Cundió la indignación. Los hombres estaban enfadados, se sentían ultrajados, avergonzados de haber sido tan crédulos.

—¡Canalla! —dijo uno.

—Es verdad —abundó otro—, ¿lo vio alguien mendigar los domingos? Lo más probable es que estuviera en su casa, en sus palacios, comiendo un asado.

Las mujeres tenían sus dudas. El rostro del bueno de señor Vojtíšek les parecía demasiado sincero.

Pero corrió una noticia más. Se decía que también tenía dos hijas y estas, al parecer, presumían de señoritas. Una tenía un novio teniente y la otra quería dedicarse al teatro. Siempre iban enguantadas y paseaban por la alameda de Stromovka. Eso fue decisivo, incluso para las mujeres.

Bastaron cuarenta y ocho horas para que el destino del señor Vojtíšek cambiase. En todas partes, le echaban de la puerta, eran «malos tiempos». Donde solían darle de comer, le decían «hoy no ha quedado nada» o «somos pobres, solo tenemos garbanzos y eso no es para usted». Los gamberros callejeros saltaban y gritaban a su paso: «¡Propietario, propietario!».

Me hallaba el sábado delante de mi casa, cuando vi que el señor Vojtíšek se acercaba. El señor Herzl, como de costumbre, estaba de pie con su delantal blanco ante la puerta de la casa, apoyado en la jamba de piedra. De forma involuntaria y a causa de una especie de miedo inexplicable, entré corriendo en casa y me oculté tras el portón. A través de la rendija que dejaban los goznes, podía ver bien al señor Vojtíšek, que se aproximaba.

La gorra le temblaba entre las manos. No se acercaba sonriente como otras veces. Tenía la cabeza gacha y el pelo amarillento despeinado.

—Alabado sea Dios —saludó con voz normal. Al mismo tiempo su cabeza se enderezó. Tenía pálidas las mejillas y la mirada como velada por el sueño.

—Qué bien que haya venido —dijo el señor Herzl—. Señor Vojtíšek, présteme veinte mil. No tema perderlos. Los colocaré en una buena hipoteca. Tengo ocasión de comprar una casa aquí al lado, llamada El Cisne…

No acabó la frase.

Al señor Vojtíšek de pronto se le llenaron los ojos de lágrimas.

—Pero yo, pero yo… —sollozó—. ¡Yo he sido durante toda mi vida muy honrado!

Con paso vacilante cruzó la calle y se dejó caer junto al muro que conducía al castillo. Apoyó la cabeza en las rodillas y lloró sonoramente.

Entré corriendo en la habitación de mis padres, temblando de pies a cabeza. Mi madre estaba junto a la ventana y miraba hacia la calle. Preguntó:

—¿Qué le ha dicho el señor Herzl?

Miré fijamente por la ventana al señor Vojtíšek, que seguía llorando. Mi madre estaba preparando la merienda, pero cada dos por tres se acercaba a la ventana, se asomaba y negaba con la cabeza.

De pronto vio que el señor Vojtíšek se levantaba despacio. A toda prisa cortó una rebanada de pan, la colocó sobre la taza de café y salió corriendo. Lo llamó gesticulando desde el umbral, pero el señor Vojtíšek ni veía ni oía. Llegó hasta él y le tendió la taza. El señor Vojtíšek la miró en silencio.

—Dios se lo pague —susurró por fin y luego añadió—: Sin embargo, ahora no puedo tragar nada.

El señor Vojtíšek no volvió a mendigar por Malá Strana. Naturalmente, a la otra orilla del río tampoco podía ir de casa en casa, pues ni la gente ni los policías lo conocían. Se sentaba en la plazoleta de Křižovnická, junto a los arcos de la Klementinus, justo enfrente de la garita de la guardia que se hallaba al lado del puente. Solía encontrármelo allí siempre los jueves por la tarde, cuando estaba libre e iba a la Ciudad Vieja a mirar los escaparates de los libreros. Tenía la gorra frente a sí, boca arriba, en el suelo, y la cabeza siempre inclinada hacia el pecho; las manos sostenían un rosario y él no se fijaba en nadie. La calva, las mejillas, las manos no brillaban ni estaban sonrosadas como antes, y la piel amarillenta se había encogido en arrugas escamosas. ¿Debo o no debo decirlo? Pero, por qué no iba a confesar que no me atrevía a pasar por delante de él y que me deslizaba siempre por detrás de la columna para poder echarle en la gorra mi paga del jueves, un ochavo, y luego salir corriendo.

Después me lo encontré una vez en el puente; un policía lo llevaba a Malá Strana. Nunca más volví a verlo.

Era una mañana helada de febrero. Fuera todavía estaba oscuro, la ventana se hallaba recubierta de hielo grueso en forma de flores, en el cual se reflejaba el destello de la estufa de enfrente. Delante de la casa traqueteó un carrito y ladraron los perros.

—Vete a buscar dos cuartillos de leche —me ordenó mi madre—, pero tápate el cuello.

Fuera estaba la lechera en la carretilla y, detrás, el policía Kedlický. El cabo de una vela de sebo iluminaba silenciosamente desde el farol de cristal cuadrangular.

—¿Cómo dice, el señor Vojtíšek? —preguntaba la lechera, dejando de remover con el cucharón. Aunque las autoridades habían prohibido a las lecheras utilizar el cucharón para batir la leche y que así pareciera que tenía mucha nata, el policía era un hombre de buen corazón, como ya he dicho.

—Sí —respondió—, lo hemos encontrado pasada la medianoche en Üjezd, junto al cuartel de artillería. Estaba completamente congelado y lo hemos depositado en la cámara mortuoria de los carmelitanos. Iba vestido solo con un abrigo todo roto y pantalones, ni siquiera llevaba camisa.

Cuentos de la Mala Strana. Jan Neruda.

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¿Fue un sueño?

¡La había amado locamente!

¿Por qué se ama? ¿Por qué se ama? Cuán extraño es ver un solo ser en el mundo, tener un solo

pensamiento en el cerebro, un solo deseo en el corazón y un solo nombre en los labios... un

nombre que asciende continuamente, como el agua de un manantial, desde las profundidades del

alma hasta los labios, un nombre que se repite una y otra vez, que se susurra incesantemente, en

todas partes, como una plegaria.

Voy a contaros nuestra historia, ya que el amor sólo tiene una, que es siempre la misma. La

conocí y viví de su ternura, de sus caricias, de sus palabras, en sus brazos tan absolutamente

envuelto, atado y absorvido por todo lo que procedía de ella, que no me importaba ya si era de

día o de noche, ni si estaba muerto o vivo, en este nuestro antiguo mundo.

Y luego ella murió. ¿Cómo? No lo sé; hace tiempo que no sé nada. Pero una noche llegó a casa

muy mojada, porque estaba lloviendo intensamente, y al día siguiente tosía, y tosió durante una

semana, y tuvo que guardar cama. No recuerdo ahora lo que ocurrió, pero los médicos llegaron,

escribieron y se marcharon. Se compraron medicinas, y algunas mujeres se las hicieron beber. Sus

manos estaban muy calientes, sus sienes ardían y sus ojos estaban brillantes y tristes. Cuando yo

le hablaba me contestaba, pero no recuerdo lo que decíamos. ¡Lo he olvidado todo, todo, todo!

Ella murió, y recuerdo perfectamente su leve, débil suspiro. La enfermera dijo: "¡Ah!" ¡y yo

comprendí! ¡Y yo comprendí!

Me consultaron acerca del entierro pero no recuerdo nada de lo que dijeron, aunque sí recuerdo

el ataúd y el sonido del martillo cuando clavaban la tapa, encerrándola a ella dentro. ¡Oh! ¡Dios

mío!¡Dios mío!

¡Ella estaba enterrada! ¡Enterrada! ¡Ella! ¡En aquel agujero! Vinieron algunas personas... mujeres

amigas. Me marché de allí corriendo. Corrí y luego anduve a través de las calles, regresé a casa

y al día siguiente emprendí un viaje.

Ayer regresé a París, y cuando vi de nuevo mi habitación - nuestra habitación, nuestra cama,

nuestros muebles, todo lo que queda de la vida de un ser humano después de su muerte -, me

invadió tal oleada de nostalgia y de pesar, que sentí deseos de abrir la ventana y de arrojarme a

la calle. No podía permanecer ya entre aquellas cosas, entre aquellas paredes que la habían

encerrado y la habían cogijado, que conservaban un millar de átomos de ella, de su piel y de su

aliento, en sus imperceptibles grietas. Cogí mi sombrero para marcharme, y antes de llegar a la

puerta pasé junto al gran espejo del vestíbulo, el espejo que ella había colocado allí para poder

contemplarse todos los días de la cabeza a los pies, en el momento de salir, para ver si lo que

llevaba le caía bien, y era lindo, desde sus pequeños zapatos hasta su sombrero.

Me detuve delante de aquel espejo en el cual se había contemplado ella tantas veces... tantas

veces, tantas veces, que el espejo tendría que haber conservado su imagen. Estaba allí de pie,

temblando, con los ojos clavados en el cristal - en aquel liso, enorme, vacío cristal - que la había

contenido por entero y la había poseído tanto como yo, tanto como mis apasionadas miradas.

Sentí como si amara a aquel cristal. Lo toqué; estaba frío. ¡Oh, el recuerdo! ¡Triste espejo,

ardiente espejo, horrible espejo, que haces sufrir tales tormentos a los hombres! ¡Dichoso el

hombre cuyo corazón olvida todo lo que ha contenido, todo lo que ha pasado delante de él, todo

lo que se ha mirado a sí mismo en él o ha sido reflejado en su afecto, en su amor! ¡Cuánto sufro!

Me marché sin saberlo, sin desearlo, hacia el cementerio. Encontré su sencilla tumba, una cruz de

mármol blanco, con esta breve inscripción:

«Amó, fue amada, y murió.»

¡Ella está ahí debajo, descompuesta! ¡Qué horrible! Sollocé con la frente apoyada en el suelo, y

permanecí allí mucho tiempo, mucho tiempo. Luego vi que estaba oscureciendo, y un extraño y

loco deseo, el deseo de un amante desesperado, me invadió. Deseé pasar la noche, la última

noche, llorando sobre su tumba. Pero podían verme y echarme del cementerio. ¿Qué hacer?

Buscando una solución, me puse en pie y empecé a vagabundear por aquella ciudad de la muerte.

Anduve y anduve. Qué pequeña es esta ciudad comparada con la otra, la ciudad en la cual

vivimos. Y, sin embargo, no son muchos más numerosos los muertos que los vivos. Nosotros

necesitamos grandes casas, anchas calles y mucho espacio para las cuatro generaciones que ven

la luz del día al mismo tiempo, beber agua del manantial y vino de las vides, y comer pan de las

llanuras.

¡Y para todas estas generaciones de los muertos, para todos los muertos que nos han precedido,

aquí no hay apenas nada, apenas nada! La tierra se los lleva, y el olvido los borra. ¡Adiós!

Al final del cementerio, me di cuenta repentinamente de que estaba en la parte más antigua, donde

los que murieron hace tiempo están mezclados con la tierra, donde las propias cruces están

podridas, donde posiblemente enterrarán a los que lleguen mañana. Está llena de rosales que nadie

ciuda, de altos y oscuros cipreses; un triste y hermoso jardín alimentado con carne humana.

Yo estaba solo, completamente solo. De modo que me acurruqué debajo de un árbol y me escondí

entre las frondosas y sombrías ramas. Esperé, agarrándome al tronco como un náufrago se agarra

a una tabla.

Cuando la luz diurna desapareció del todo, abandoné el refugio y eché a andar suavemente,

lentamente, silenciosamente, hacia aquel terreno lleno de muertos. Anduve de un lado para otro,

pero no conseguí encontrar de nuevo la tumba de mi amada. Avancé con los brazos extendidos,

chocando contra las tumbas con mis manos, mis pies, mis rodillas, mi pecho, incluso con mi

cabeza, sin conseguir encontrarla. Anduve a tientas como un ciego buscando su camino. Toqué

las lápidas, las cruces, las verjas de hierro, las coronas de metal y las coronas de flores marchitas.

Leí los nombres con mis dedos pasándolos por encima de las letras. ¡Qué noche! ¡Qué noche! ¡Y

no pude encontrarla!

No había luna. ¡Qué noche! Estaba asustado, terriblemente asustado, en aquellos angostos

senderos entre dos hileras de tumbas. ¡Tumbas! ¡Tumbas! ¡Tumbas! ¡Sólo Tumbas! A mi derecha,

a la izquierda, delante de mí, a mi alrededor, en todas partes había tumbas. Me senté en una de

ellas, ya que no podía seguir andando. Mis rodillas empezaron a doblarse. ¡Pude oír los latidos

de mi corazón! Y oí algo más. ¿Qué? Un ruido confuso, indefinible. ¿Estaba el ruido en mi cabeza,

en la impenetrable noche, o debajo de la misteriosa tierra, la tierra sembrada de cadáveres

humanos? Miré a mi alrededor, pero no puedo decir cuánto tiempo permanecí allí. Estaba

paralizado de terror, helado de espanto, dispuesto a morir.

Súbitamente, tuve la impresión de que la losa de mármol sobre la cual estaba sentado se estaba

moviendo. Se estaba moviendo, desde luego, como si alguien tratara de levantarla. Di un salto que

me llevó hasta una tumba vecina, y vi, sí, vi claramente como se levantaba la losa sobre la cual

estaba sentado. Luego apareció el muerto, un esqueleto desnudo, empujando la losa desde abajo

con su encorvada espalda. Lo vi claramente, a pesar de que la noche estaba oscura. En la cruz

pude leer:

«Aquí yace Jacques Olivant, que murió a la edad de cincuenta y un años. Amó a su familia, fue

bueno y honrado y murió en la gracia de Dios.»

El muerto leyó también lo que había escrito en la lápida. Luego cogió una piedra del sendero, una

piedra pequeña y puntiaguda, y empezó a rascar las letras con sumo cuidado. Las borró

lentamente, y con las cuencas de sus ojos contempló el lugar donde habían estado grabadas. A

continuación con la punta del hueso de lo que había sido su dedo índice, escribió en letras

luminosas, como las líneas que los chiquillos trazan en las paredes con una piedra de fósforo:

«Aquí yace Jacques Olivant, que murió a la edad de cincuenta y un años. Mató a su padre a

disgustos, porque deseaba heredar su fortuna; torturó a su esposa, atormentó a sus hijos, engañó

a sus vecinos, robó todo lo que pudo, y murió en pecado mortal.»

Cuando hubo terminado de escribir, el muerto se quedó inmóvil, contemplando su obra. Al mirar

a mi alrededor vi que todas las tumbas estaban abiertas, que todos los muertos habían salido de

ellas y que todos habían borrado las líneas que sus parientes habían grabado en las lápidas,

sustituyéndolas por la verdad. Y vi que todos habían sido atormentadores de sus vecinos,

maliciosos, deshonestos, hipócritas, embusteros, ruines, calumniadores, envidiosos; que habían

robado, engañado, y habían cometido los peores delitos; aquellos buenos padres, aquellas fieles

esposas, aquellos hijos devotos, aquellas hijas castas, aquellos honrados comerciantes, aquellos

hombres y mujeres que fueron llamados irreprochables. Todos ellos estaban escribiendo al mismo

tiempo la verdad, la terrible y sagrada verdad, la cual todo el mundo ignoraba, o fingía ignorar,

mientras estaban vivos.

Pensé que también ella había escrito algo en su tumba. Y ahora, corriendo sin miedo entre los

ataúdes medio abiertos, entre los cadáveres y esqueletos, fui hacia ella, convencido que la

encontraría inmediatamente. La reconocí al instante sin ver su rostro, el cual estaba cubierto por

un velo negro; y en la cruz de mármol donde poco antes había leído:

Amó, fue amada, y murió.

ahora leí:

«Habiendo salido un día de lluvia para engañar a su amante, pilló una pulmonía y murió.»

Parece que me encontraron al romper el día, tendido sobre la tumba, sin conocimiento.

Guy de Maupassant.

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Continuará... 24 y fin

Esta parte del relato largo viene de aquí y en este orden, primero aquí:

www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-7

Después aquí:

www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-11

Luego:

www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-14

Después...

www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-17

Luego:

www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-20

Y...

www.meneame.net/story/continuara-23

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La periodista venía a cobrarse su invitación a café, así que quedaron al día siguiente a las cinco de la tarde. A Juan le pareció sospechoso dilatar más el encuentro. Eso sumado a la falta de contacto en todo un mes. Desconocía los motivos. Tampoco es que supiera mucho de costumbres sociales o de dinámicas personales. Tras repasar a fondo toda la casa. Se preparó para la visita del día siguiente.

Repasó cada estancia con ojos de posibles intenciones escrutadoras en su refugio personal. Incluso dejó la cama medio hecha, la tuvo que deshacer de su pulcra forma de hacerla cada día. Plana, perfecta, con el embozo perfecto y alineado, la almohada mullida y en posición exacta, ligeramente apoyada en el cabecero. Esta vez, la dejó imperfecta, esperando que al enseñarle la casa se fijara en eso. Una costumbre esa de enseñar la casa que le parecía muy extraña y que si podía evitaría a toda costa. Pretendía que su visita se limitara al salón para tomar café y como mucho a la cocina, mientras lo preparaba. Comprobó la fecha de caducidad de la lata con galletitas de merienda y miró que hubiera suficientes. Quitó la lista de comidas semanales del frigorífico.

Lucía llegó puntual. Pero no llegó sola.

Venía acompañada de un hombre de unos sesenta años, de pelo canoso y mirada seca que empuñaba un arma apuntándole a la cara nada más abrir el portón de la calle. Le hizo un gesto con el arma para que se dirigiera hacia el interior. Sin mediar palabra, Juan obedeció. Su mente intentaba atar cabos a toda prisa. Lucía, antes afable y amigable, ahora se mostraba seria y distante. 

-Siéntate –dijo Lucía señalando una silla del salón.

-¿A qué viene todo esto? –preguntó Juan imitando toscamente sorpresa.

Un bofetón del hombre le dejó el rostro ardiendo de dolor. Los guantes que llevaba le dejaron cierto olor a piel en la cara.

-Este es Carlos Ferrer, el padre de Ana Ferrer –dijo ella ladeando la cabeza.

-Ya –acertó a decir mientras el hombre se sentaba frente a él en otra silla.

-Te cuento lo que pasa, aunque ya debes de saberlo...

-No tengo ni... –antes de que terminara la frase otro golpe en la cara, esta vez con el puño cerrado. El crujir de los dedos enguantados al cerrar la mano antes del golpe resonó tanto como el propio puñetazo.

-Te voy a contar el final de la charla de hoy. Dentro de dos o tres meses, de un año, de cinco... aparecerás muerto en algún barranco. Mientras tanto, confiando en que en ese tiempo se encuentren pruebas irrefutables de que fuiste tú quien mató a Ana, seguirás con vida. Vamos a darle tiempo a la Policía a que busque y rebusque para demostrar que fuiste tú y poder ponerte ante un juez. ¿Lo entiendes?

Juan asintió con la cabeza mirando al hombre.

-Ah, si te atreves a denunciar esta visita a la Policía, verás que nunca ha tenido lugar. Por muy ingenioso que seas o creas ser. Nadie va a atender tu denuncia. Repito, esta visita no ha tenido lugar. Si huyes del país, Carlos te encontrará, no lo dudes. Ah, otra cosa, calle Benito Pardal, 55, 4º, dcha.

-Mi padre -Juan asintió con la cabeza mirando ahora a la periodista. Intentando entender lo que implicaba la presencia de ambos en su casa.

-¿Que me dices que tienes cámaras o micrófonos ocultos y lo estás grabando todo? Me alegro porque tendrás que borrarlo. Si lo editas, valdrá tanto como nada. Bueno, casi seguro que no tienes nada de eso.

-¿Puedo preguntar algo? –dijo Juan temeroso mirando al hombre furtivamente.

-No.

-¿Quieren café? Lo preparo en un momento.

Lucía y Carlos se miraron intentando entender al asesino que tenían delante. Algo que parecía escapar a los años de profesión del ex policía y a los estudios de la criminóloga.

-Vamos a repasar lo sucedido. Antes de empezar te informo que la Policía no tiene pruebas concluyentes como para llevarte ante el juez, los indicios son demasiado ambiguos en tu caso, y cualquier abogado te podría sacar de este lío. ¿Lo entiendes? –dijo ella mirando fijamente a los ojos a Juan.

Juan no dijo nada. Creía que el silencio era su mejor baza en la situación actual. Lucía sacó de su cartera varias subcarpetas y las puso en la mesa. Abrió una y consultó algunos folios. 

-Un punto es muy importante en todo esto. No sabemos, nadie sabe, tus motivaciones para haber cometido este crimen tan horrible. Mis sospechas es que lo hiciste para demostrar que se puede cometer el crimen perfecto.

-Soy inocente y... –esta vez Juan consiguió bloquear un guantazo pero no el segundo, que le dio directamente entre el ojo y la mejilla.

Carlos seguía en silencio. Tenía la mirada punzante y la expresión seca. Parecía estar en el borde de la silla deseando tomarse la justicia por su mano, allí mismo. Viendo la cara, la voz, las expresiones del asesino de su hija.

-Sobre las 11:35 el móvil de Ana estaba más o menos en la zona de tu puerta con un factor de error de unos dos o tres metros. A las 11:46 su móvil se apagó en esa zona. ¿Sigo?

-Ya... –dudaba si hablar-. Ya le dije a la Policía que...

-Del atestado. Cito: “El móvil de la víctima estaba activo a esa hora en esa zona”. “Ah, igual se paró a hablar con alguien...” “Claro.” Nadie te había dicho que se detuviera. Lapsus de manual.

-Ehm... no sé por qué lo dije... Tampoco quiere decir nada –Juan estaba intentando poder volver a hablar sin que recibiera castigo físico.

-A las 12:05 una figura se acerca andando y deja algo entre dos contenedores de la calle París, las antenas detectan el móvil de Ana en esa zona sobre esa hora, minuto arriba o minuto abajo. Te preguntarás cómo se sabe que no fue ella sino otra persona que, por los andares, parece un hombre si por allí no hay cámaras.

-No sé si hay o no cámaras... –de nuevo mirando de reojo al hombre que estaba apretando el puño derecho sobre la mesa, la rabia parecía contenida con la justa energía necesaria para que no se desatará la ira.

-Resulta que a unos cuarenta metros hay un cajero automático, y también resulta que esa mañana se había estropeado la cámara, quedando girada hacia la calle en vez de hacia la zona de teclas y cajetín del dinero. Se avisó al técnico y con la lluvia torrencial del día siguiente no pudo acudir. Nadie apagó la cámara.

-¿Y..?

-Cierto que la figura que se ve no es clara. ¿Ves esta foto? No se distinguen muy bien sus facciones –dijo ella sacando una foto con bastante poca definición pero donde se distinguía una figura masculina entre los contenedores, las luces no ayudaban a identificar los colores de la ropa.

Lucía lo miraba esperando algún gesto, sin recibir ningún código no verbal por parte de Juan.

-¿No te estás preguntando por qué te estoy mostrando información reservada?

-No. Sabía que tenías contactos en la Policía.

Una risa irónica escapó de los labios de ella. Carlos lo miraba a él como si pudiera desentrañar los misterios de su mente. Ese experto policía con años y años en el servicio encontraba difícil franquear el muro mental del tipo que tenía delante. Había visto a mucho delincuente en su trabajo, asesinos a sueldo, crímenes pasionales, violencia en el seno de la familia, personas que dejaban el tratamiento y enloquecían. El hombre que tenía delante era muy diferente.

-¿Crees que has ganado al sistema con un asesinato sin sentido y que tomarse la justicia por la mano nos equipara?

Juan no contestó, a sabiendas de que recibiría otro golpe. Pensaba si podría matarlos a los dos. Cómo se desharía de los cuerpos. Carlos parecía curtido aunque la edad le impediría ser ágil y tenía una pistola que había guardado en su bolsillo. Opciones.  

-Entre la 1:30 y 1:40 la señora Ramos paseaba a su perrito por delante de tu casa. Se supone que ya tendrías el coche cerca o aparcado muy cerca. Sobre las dos de la mañana la señora Ramos vuelve a su casa.

-Eso es una suposición que... Déjeme hablar. Creo que todo esto es un grave error. Comprendo la ira y el sufrimiento por la muerte de su hija, pero...

Carlos le pegó un puñetazo tan fuerte en el pecho que Juan cayó al suelo, silla incluida. En cuanto pudo respirar, se incorporó y se sentó de nuevo en la silla.  

-Hasta las 2:35 aproximadamente la señal del móvil es fija en la zona de la calle París. A las 02:40 un coche se acerca a esos contenedores, alguien se baja del coche, la misma persona de antes y hace algo entre el contenedor de cartón y el de cristal. La señal del móvil ahora cambia y se mueve. Por los saltos con las antenas posiblemente vaya en un vehículo. Hasta las 03:30 el móvil recorre Avenida Mayoral, calle Norte, Virgen de Luz, calles Recogida y Manuela Lanzana, hasta la parte norte de la ciudad donde se detiene unos minutos en un callejón lateral de la calle Galaxia. Luego continúa su camino hacia el puente que da al cauce donde se encontró el cuerpo sin vida de Ana Ferrer a las 4:00. Y ahí se detiene la señal.

-Lucía, ¿por qué haces esto?

La mujer no contestó, recogió sus carpetas y las guardó en su cartera.

-¿Sabes qué pasa? Desde hace años soy confidente de la Policía, este señor de aquí fue el que me inició en ese mundo. Ya era criminóloga, pero gracias a sus consejos pude ayudar en muchos casos, como confidente.

Carlos se levantó también arrastrando la silla hacia atrás mientras lo hacía. No perdía de vista a Juan.

-Si no hay pruebas contundentes contra mí. Os convertís en unos asesinos sin más.

-El sistema funciona, confiemos en él. Y antes o después se encontrará algo. Y no creo que te declaren demente. El sistema funciona.

-¿En serio que no queréis tomar café?

Lucía detuvo con la mano a Carlos viendo cómo se iba a abalanzar sobre él.

-¡Carlos!

Ella consiguió que los dos se dieran la vuelta para salir de la casa.

-Gracias por la visita. Este mundo, esta vida tiene siempre un punto de continuará... Entonces, ¿quedamos otro día para un café? –dijo Juan a espaldas de los visitantes.

-¡A tomar por culo ya! –dijo Carlos, sacando la pistola y disparando un único tiro que impactó en el pecho de Juan.

Lucía bajó lentamente la mano armada del policía.

-Lo siento, no tenías que haber venido –dijo ella mientras Carlos sacaba su móvil.

-Soy Carlos Ferrer, acabo de disparar a un hombre, envíen una ambulancia y a la Policía. Calle Águila Martínez, 66.

Con un espasmo de sangre en la boca y en los pulmones, el cuerpo de Juan se agitaba buscando la vida. Pensaba que había ganado, había ganado... Aunque ya no hubiera ningún continuará.

  

FIN

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Guadarrama 1981 (testimonio real)

Ni siquiera fue a cien kilómetros de Madrid. Yo creo que el pueblo está a algo menos, aunque me pase como a Cervantes y prefiera no recordar su nombre.

Ni siquiera fue en tiempos de Franco. Fue en el año de Tejero, año tricornudo y melindroso que hizo Presidente al que menos lo esperaba, porque los demás esperaban aún menos verse a sí mismos cagados patas abajo.

En medio de un secarral había una carretera, y en una curva de la carretera había un mesón que bien valía su nombre: una mesa de grandes proporciones con cuatro bancos corridos, servida por una perola que ablandaba en la cocina las vacas bisabuelas que cocinaba mi madre.

Tenía yo entonces nueve años, pocas ganas de estudiar y menos aún de hacer los deberes. Las notas no habían sido buenas, el maestro era malo y borrachín, la escuela fría ty las noticias aún peores: mi padre no se había despeñado; sólo se había ido con otra.

No sé que fue lo que hice. Derramar algo de vino, quizás, cuando fui a servir a un camionero. O dejar caer una taza. Recuerdo eso sí, la hostia que me llevé. Con la mano abierta. Y recuerdo el oído zumbante. Y recuerdo la segunda hostia, y a mi madre llamándome inútil, y piojoso, y maricón, y lamentándose de no haberme reventado contra el suelo el día que nací.

No era la primera vez, y un par de parroquianos se removieron incómodos en sus taburetes.

-No son maneras, mujer terció el camionero.

-Tú come y calla. O marcha de aquí ahora mismo -respondió mi madre.

-No son maneras, joder -insistió él.

-Los palos que me dio su padre se los va a llevar él uno por uno, ¿o qué te crees? A este le arranco el pellejo, antes de que salga como el otro cabrón.

El camionero se levantó y le rompió a mi madre la nariz de un puñetazo. Ella chilló, y el segundo golpe le saltó un diente. Se quedó en el suelo, sollozando.

-¿Algo que decir? -preguntó el camionero a los otros parroquianos, que habían hecho ademán de acercarse.

-Tengamos la fiesta en paz -dijo Segismundo, el vaquero.

-Pues que haya paz. Y tú levanta de ahí, y ponme copa y faria.

Y mi madre se levantó, le puso la copa y le trajo una faria.

Recuerdo que me guiñó, detrás del humo.

Y después de pagar, prometió volver. Y dejó veinte duros de propina.

Y volvió.

Y me dejaba veinte duros cada vez que venía. Hasta que un día que se quedó a dormir. Y allí vivió hasta el año 2016. Con mi madre. Que no volvió a levantarme la mano.

La enterramos en febrero.

No le guardo rencor.

Te lo hicieron pasar mal.

Yo te creo, hija de puta.

Feindesland. 2020. Lo escribí en formato relato, pero pertenece a una especie de entrevista. El que lo contaba lo hacía en primera persona, poco después del final del confinamiento. Pensé que daría para un reportaje, pero me dijeron que no.... Y nunca lo investigué más.

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El revólver del azar

Un hombre sentado en un banco bajo la lluvia mira su reloj y espera. Tiene unos cincuenta años y va vestido de oscuro, con un traje a la vez anticuado y flamante.

De cuando en cuando alza la vista hacia una ventana iluminada en el edificio de enfrente. Es un edificio antiguo, de tres plantas, habitado seguramente por dos o tres ancianos que extenúan un alquiler rancio, uno de esos alquileres que disuaden al propietario de las mejoras y al inquilino de la mudanzas. Es un edificio demasiado elegante para la zona de la ciudad que ocupa, para el tugurio cervecero que se ha instalado en los bajos, para el ruido del tráfico que soporta. Es un residuo de otra ciudad más pequeña y sosegada, engullida por el hormigón y los cristales de la modernidad.

Son las siete y cuarto de la tarde y nuestro hombre aguarda desde hace veinte minutos bajo la lluvia, que ni crece para chaparrón ni acaba de escampar del todo. Pensó primero resguardarse en un bar, pero el agua le da igual. No quiere ver a nadie y en los bares hay que cumplir con el ritual cívico del saludo, las cuatro palabras al camarero y el continuo parloteo de los demás. El que diseñó al ser humano tuvo una gran idea al ponerle párpados para poder cerrar los ojos, pero se olvidó de un dispositivo similar para los oídos. Nuestro hombre no quiere ver ni oír a nadie: por eso no se ha refugiado en un café ni en ninguna parte. Por eso sigue bajo la lluvia. El agua es lo de menos.

De hecho, sólo gracias a la lluvia ha conseguido mantener la tranquilidad, no tirarse de los pelos o darse de cabezazos contra una farola. Para él la lluvia es un sedante que limpia por igual el sudor de la frente y los desasosiegos del alma. La lluvia es la única clase de ducha capaz de alcanzar los más resguardados rincones del ánimo. Le gustaría que de una maldita vez se pusiera a llover a cántaros, para que encogiera aquel traje que había pasado veinte años en un ropero sin salir más que media docena de contadas ocasiones. Le gustaría que lloviera meses y años seguidos, sin parar, como en aquella novela de García Márquez en la que todos se llamaban igual y la gente ascendía a los cielos sin necesidad de morirse. Ojalá lloviese como en Macondo; sí, así se llamaba el pueblo de la novela, y los personajes eran todos Auerlianos, Úrsulas y Amarantas, porque todos era en el mismo. Igual que en la vida real: todos somos el mismo, con diferencias que nos parecen sustanciales porque no somos capaces de alejarnos lo bastante. Muchos años después, frente el pelotón de fusilamiento, el profesor Leandro Martínez había de recordar aquella tarde en que se puso a pensar estupideces bajo la lluvia porque no se atrevía a pensar en potra cosa. Ese era él, y seguro que ni para pelotón de fusilamiento daba su vida como no llegase el día que fusilasen a los aburridos.

El profesor vuelve a mirar el reloj y ensaya una mueca irónica, dirigida más a sí mismo que a la luz de la ventana. Se levanta un instante y llama al portero automático. No responde nadie y vuelve al banco con una sonrisa, la primera del día, la primera de mucho tiempo, pensando que no es mala cosa tentar de vez en cuando a lo imposible. Es perfectamente cabal creer en los imposible: lo que es de loco es creer en lo improbable.

Pasan los minutos, lentamente, bombardeando con su goteo cada enclave de la memoria, incluso los más inaccesibles, como el barro de los charcos que pisaba en la infancia o el acné juvenil del rostro de Consuelo. Son tan livianos esos retazos que se van igual que vienen, sin ancla que los fije ni huella que los delate. Después de mirar de nuevo el reloj y comprobar que la aguja no ha avanzado más que un par de minutos, el profesor se ha quedado mirando a una monda de pistacho en el suelo, contando el número de gotas que la alcanzan. Esa monda de pistacho, en medio de un campo de futbol, tendría una probabilidad ínfima de recibir una gota de lluvia si sólo cayera una gota, pero dejad que llueva media hora y veréis como la probabilidad aumenta hasta convertirse en casi absoluta certeza. Cada gota tiene la misma ínfima probabilidad de caer sobre el pistacho, pero la sucesión de gotas convierte un suceso cercano a lo imposible en un suceso casi seguro. Eso es lo que ocurre cuando el caso discreto se convierte en continuo, lo mismo que en el famoso problema de la moneda que se lanza al aire mil veces: cada vez que se lanza tiene las mismas posibilidades de caer del lado de la cara como del de la cruz, y sin embargo, si han salido trescientas caras seguidas, la función de distribución indica que se debe apostar sin dudarlo a que la siguiente será cruz. Se ha equivocado ya doscientas noventa y nueve veces, pero la función insiste. Insiste porque sabe que tiene razón y que, al final, se saldrá con la suya si la moneda se lanza suficiente número de veces.

Eso es lo que enseña a sus alumnos. Y eso, también, es lo que ha pasado con su vida. Eso mismo. Al final, la suerte y la probabilidad es sólo cuestión del ritmo al que se repiten los sucesos. Nada más. Un suceso imposible se convierte en probable cuando la repetición de ensayos es lo bastante abultada. Pero luego hay algo más que no explica en clase pero que lleva algún tiempo rondándole la cabeza: en los ensayos fracasados, en las gotas que no caen sobre la monda de pistacho, habría que diferenciar las que fallan por un milímetro de las que fallan por un metro, o por dos kilómetros. Algo hay, aunque no lo describa ninguna fórmula, que diferencia al soldado que se libró de la muerte por un milímetro del que solamente oyó pasar las balas a cinco metros. Es posible que el que tuvo la bala más cerca tenga menos posibilidades de ser alcanzado por la siguiente que el que ni siquiera la oyó cerca; igual que con las monedas: una cara necesita de una cruz para dejar la función igualada; una disparo cerca necesita de uno lejano para que el sistema se mantenga.

Nuestro hombre vuelve a sonreír: ni en un día así puede dejar de ser profesor de estadística.

Lo malo es que uno nunca puede dejar de ser lo que es. Puede fingirlo, como mucho, o aparejarse una careta, pero las metamorfosis auténticas son más improbables.

De pronto empezó a llover un poco más fuerte, pero el hombre ni se dio cuenta: estaba demasiado ocupado contando los impactos sobre la monda de pistacho. Tenía que concentrar en esa tarea toda su atención para que su mente no se desviase hacia donde no debía. Tenía que seguir ese hilo como si le fuese la vida en ello.

Estadística y probabilidad. ¿Puede ser la probabilidad una forma de matar? o, al contrario, si no hay más arma que esa, ¿se trata sólo de un accidente? Podría ser. ¿Qué ocurre si se le da a alguien un medicamento, un medicamento totalmente inofensivo, y el paciente resulta ser alérgico?, ¿qué pasaría si un médico loco se dedicara a administrar ese medicamento inofensivo a todos los pacientes de un hospital a sabiendas de que, por término medio, un cero coma dos por ciento de los pacientes son alérgicos? Sería el crimen perfecto.

Eso fue. Un crimen perfecto. Eso mismo: una maldita casualidad criminal en la que nadie podía haber pensado.

El hombre da una patada a la monda de pistacho y la ve colarse por la única rendija despejada de una alcantarilla próxima. Otro hecho improbable, y sin embargo cierto.

Pasan otros cinco minutos. La lluvia arrecia. El hombre saca un pañuelo del bolsillo de la americana y se seca la cara con gesto fatigado, como si acabara de realizar un gran esfuerzo y fuera sudor en vez de lluvia lo que estuviera enjugándose.

De entre el barullo del tráfico emerge una furgoneta blanca y el hombre se levanta para hacerle señas con los brazos.

Es el cerrajero, que por fin aparece. Mucho servicio veinticuatro horas y mucho asegurar que están siempre disponibles, para luego tardar tres cuartos de hora cuando se los llama un domingo.

  Los demás inquilinos del inmueble, ancianos todos, están pasando las vacaciones con los hijos, así que no hay nadie en el edificio. La cerradura del portal logra resistir dos minutos justos a la pericia del operario. La de la puerta de la vivienda aguanta un poco más, pero no mucho: sólo es el pestillo lo que hay que vencer porque el pasador no está corrido.

Nuestro hombre paga al cerrajero, se quita el abrigo y lo deja en la percha. Acto seguido recoge el llavero en el gancho del recibidor y se lo mete en el bolsillo, echando por primera vez de menos a Consuelo en aquella casa vacía.

Ella era la que estaba siempre en casa y ella la que llevaba las llaves cuando salían juntos. ¿Cómo no iba a olvidarse él de las llaves la tarde de su entierro?

Veinte cuentos que no mienten. Feindesland.

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