
No hay serie de animación más capaz de alternar una broma sobre el capitalismo galáctico con una elegía por un perro muerto que Futurama. Creada por Matt Groening y David X. Cohen en 1999, la serie sobrevivió a cancelaciones, renacimientos, plataformas y épocas, hasta convertirse en un raro artefacto cultural: una sátira futurista que envejece mejor que el presente. Entre sus más de ciento cuarenta episodios, hay algunos que no solo son ingeniosos, sino directamente inclasificables.
Godfellas (Temporada 3, episodio 20)
Bender flota en el espacio tras ser disparado accidentalmente desde la nave de Planet Express. Lo que podría ser un gag prolongado se convierte en una parábola teológica. En su pecho de metal germina una civilización diminuta que lo adora como a un dios. Bender intenta intervenir, bendecir y castigar, hasta que sus súbditos se autodestruyen por guerras religiosas. La soledad absoluta del robot, vagando entre galaxias, se resuelve con la aparición de una entidad que podría ser Dios o una inteligencia cósmica superior. El diálogo final —«Cuando haces las cosas bien, la gente no está segura de si has hecho algo»— es una de las frases más hondas que se han escrito en televisión.
Viva Mars Vegas (Temporada 7, episodio 12)
El episodio que demuestra que Futurama podía ser tan divertida como Ocean’s Eleven, más crítica que Black Mirror y tan atractiva como un casino online. Los Wong, adinerados propietarios del rancho de Marte, han montado un casino descomunal en el planeta rojo. Allí aterriza el equipo de Planet Express para un trabajo rutinario que termina en una trama de robo perfectamente orquestada. Hermes despliega una inteligencia táctica que recuerda a Danny Ocean, Fry se pierde entre luces de neón, y Bender despliega su talento natural para la delincuencia organizada. La sátira se dirige tanto al lujo colonizador como al racismo interplanetario: Marte es un Las Vegas con aire marciano, donde los indígenas del planeta son camareros y los humanos los nuevos dueños del desierto.
The Late Philip J. Fry (Temporada 6, episodio 7)
Fry, el profesor Farnsworth y Bender viajan demasiado hacia el futuro por accidente. No pueden volver atrás, así que siguen avanzando hasta el fin del tiempo, solo para descubrir que el universo se reinicia. En una de las secuencias más bellas de la animación moderna, Fry deja un mensaje de amor para Leela tallado en piedra milenaria. Cuando ella lo encuentra siglos después, el tiempo se detiene. Pocas veces la ciencia ficción ha representado con tanta ternura la irreversibilidad del amor.
The Devil’s Hands Are Idle Playthings (Temporada 4, episodio 18)
Fry vende su alma —bueno, sus manos— al Diablo Robot a cambio de poder tocar el holófono y conquistar a Leela. Lo que sigue es una ópera de ciencia ficción literalmente: un episodio musical donde Fry representa su propia historia. Groening y Cohen utilizan el artificio del género para hablar de la frustración creativa, del deseo de ser admirado y del pacto fáustico de todo artista que quiere emocionar. La escena final, sin palabras, en la que Fry y Leela se toman de la mano, resume cuatro temporadas de tensión romántica mejor que cualquier beso.
Jurassic Bark (Temporada 4, episodio 7)
El más triste, el más humano, el más recordado. Fry encuentra los restos fosilizados de su perro, Seymour, y el profesor Farnsworth le ofrece la posibilidad de clonarlo. Pero cuando descubre que el animal vivió muchos años después de su desaparición, Fry decide no resucitarlo, creyendo que lo olvidó. La escena final muestra a Seymour esperando día tras día, año tras año, a que su dueño regrese. La música se mezcla con el paso de las estaciones y el perro muere en la puerta de la pizzería. La ciencia ficción nunca había llorado así.
Futurama demostró que el futuro no necesita profecías, sino ironía, ternura y un poco de desesperación cómica. En un universo de clones, androides y corporaciones inmortales, el alma más compleja sigue siendo la de un robot con resaca o un repartidor que nunca llegó a entregar su último paquete.
Ayer en una cena con unos amigos emprendedores salió el sempiterno tema de los aranceles. Ambos son economistas y se enzarzaron en una discusión sobre si los aranceles afectaban positivamente o negativamente a la economía del país que especula con ellos. En este caso, Estados Unidos. Yo, que estaba más pendiente de no quedarme sin la última croqueta, asistí al debate como quien mira un partido de tenis: bola va, bola viene, argumentos técnicos, referencias a Krugman y Friedman, y al final la sensación de que la pelota seguía en el aire.
Es en esos momentos cuando me pregunto si la economía es realmente una ciencia o más bien un entretenimiento sofisticado, como la ruleta rusa. Porque seamos sinceros: si el sello de la cientificidad está en la precisión de sus predicciones, la economía suspende cum laudem. Los físicos pueden anticipar un eclipse al segundo, los biólogos describen la propagación de un virus con márgenes bastante fiables y hasta las predicciones actuales de apuestas deportivas tienen más tino, pero los economistas… son un absoluto desastre.
Lo divertido es que, a pesar de su dudosa reputación profética, insisten en disfrazar sus modelos de leyes universales. Uno te dice que los aranceles siempre fortalecen la industria nacional, otro que son un suicidio económico, y ambos te lo presentan con ecuaciones tan largas que parecen escritas por un dios aburrido. Al ciudadano medio solo le queda la duda: ¿cómo puede ser ciencia algo que ofrece conclusiones tan opuestas con idéntico aire de certeza?
La respuesta fácil es que la economía estudia seres humanos, y los humanos somos peor que electrones con jet lag. Un electrón no cambia de opinión tras leer un tuit de Trump, pero un inversor sí. De ahí que cualquier predicción económica tenga la fiabilidad de los propósitos de Año Nuevo: se hacen con buena intención y se incumplen a la primera tentación. Sin embargo, sería injusto degradar la economía al nivel de tertulia televisiva. Tiene método, recopila datos, construye modelos, falsifica hipótesis. Su problema no es la falta de rigor, sino la naturaleza indisciplinada de su objeto de estudio. Queremos que nos diga qué pasará con la inflación en 2025, pero la realidad es que bastante hace con explicar por qué seguimos discutiendo sobre el aceite de oliva en la caja del súper.
Y no olvidemos la paradoja más deliciosa: cuando un economista anuncia una recesión, puede que la provoque. Cuando anuncia bonanza, puede que la arruine. La mera predicción altera el fenómeno. Eso no ocurre en física: un eclipse no se cancela porque alguien lo prediga en prime time. Pero en economía, la expectativa es parte del juego. Yo he llegado a la conclusión de que la economía es una ciencia tragicómica: lo intenta con rigor, se equivoca con entusiasmo y siempre encuentra una explicación convincente después de los hechos. A veces pienso que es la versión académica del fútbol: millones de espectadores, teorías para todos los gustos y la certeza de que el lunes habrá análisis sesudo de por qué el balón entró o no entró.
¿Es entonces la economía una ciencia? Pues tengo muchísimas dudas porque intentar aplicar el método científico a algo tan volátil como el comportamiento humano me parece un acto de fe casi religioso. El método científico exige hipótesis claras, experimentos controlados y resultados verificables. La economía, en cambio, juega en un terreno donde controlar variables es imposible. ¿Cómo hacer un experimento serio sobre aranceles cuando los políticos cambian las reglas a mitad de partido, las multinacionales esconden cartas bajo la manga y los consumidores reaccionan como si fueran hinchas de fútbol? ¿De verdad podemos llamar ciencia a algo que se practica en estadios tan imprevisibles?
En 1987 Arnold Schwarzenegger era un coloso de carne y mármol. No interpretaba héroes, los corporizaba para el disfrute de los que acudíamos al cine. Había sido Terminator, Conan, Comando. Era el músculo que sonreía, el dios de plástico del capitalismo tardío, una estatua que disparaba frases con la misma precisión con la que otros disparan balas. Y justo entonces llegó The Running Man, rebautizada en España como Perseguido, una película que parecía una más de sus epopeyas de testosterona, pero que en realidad era una profecía vestida de licra y neón: un cuento cruel sobre el poder de las pantallas, la obediencia y la necesidad colectiva de mirar cómo otros sangran.
El futuro que imaginaba la película era el año 2017. Los ochenta pensaban que para entonces el mundo sería una mezcla de dictadura y plató. No se equivocaron del todo. En esa América agotada, donde el pan escasea, pero las cámaras sobran, un programa televisivo —The Running Man— convierte la ejecución de criminales en entretenimiento. Millones de espectadores observan cómo los condenados corren por su vida, perseguidos por asesinos profesionales con nombres de videojuego. Las luces parpadean, las azafatas bailan, y cada muerte se celebra como un gol. Ben Richards, ex-policía acusado falsamente de masacrar civiles, se convierte en el nuevo gladiador de la audiencia. Correr o morir. Ganar o servir de combustible para el rating.
La película nació de una novela de Stephen King publicada bajo su alias Richard Bachman. En el libro, el protagonista era un paria flaco que huía a través de un país deshecho. En el guion de Steven E. de Souza, la desesperanza se transforma en espectáculo: neones, frases ingeniosas, sudor, cámaras. Lo trágico se vuelve pop. El primer director, Andrew Davis, fue despedido a los catorce días; los productores, impacientes, llamaron a Paul Michael Glaser, conocido por Starsky & Hutch, que rodó el resto con la urgencia de quien intenta no pensar. El resultado fue un cómic acelerado: ritmo de videoclip, violencia de videojuego, moral de telediario. Costó 27 millones y recaudó 38, una cifra que, como el propio film, sobrevivió sin brillar. Pero algo en ella quedó vibrando, como un presentimiento incómodo.
Richard Dawson, el actor que interpreta al villano Damon Killian, era en realidad un presentador de concursos televisivos. Su sonrisa amable, su voz de seda, su manera de hablar con el público eran las mismas que usaba en Family Feud, el Un, dos, tres americano. Hollywood tuvo la lucidez de convertirlo en su propio espejo. Dawson no interpreta a un monstruo: interpreta al televisor. En él se concentran todas las mentiras dulces que hacen soportable la crueldad. Es un carnicero con traje Armani. Su frase favorita podría ser la del propio programa: «El espectáculo debe continuar».
El segundo acto es una coreografía de delirio. Los cazadores —Subzero, Buzzsaw, Dynamo, Fireball— son superhéroes decadentes, payasos violentos que matan al ritmo de sintetizadores. Las bailarinas, coreografiadas por una jovencísima Paula Abdul, transforman la ejecución en un musical. Todo brilla, todo arde. La película parece reírse de sí misma mientras avanza. Y en medio de ese carnaval, el público aplaude, como ahora aplaudimos las desgracias ajenas en la pantalla del móvil. El espectáculo ya no castiga: adiestra. Promete emoción, promesas, recompensas, ventajas. Como los casinos con bono sin deposito, donde la ilusión de ganar sustituye a la posibilidad de perder. En ambos casos, la trampa es elegante: te hacen sentir libre mientras apuestas tu obediencia.
El rodaje fue tan caótico como el mundo que retrata. Se filmó en los pasillos del centro de convenciones de Los Ángeles y en fábricas abandonadas, que bastaron para fingir un futuro ruinoso. El vestuario, diseñado por Bob Mackie —el mismo que vestía a Cher—, convirtió a los fugitivos en figurines de videoclip. Harold Faltermeyer, compositor de Axel F, puso la música: sintetizadores, coros, un poco de Wagner. Todo tenía el ritmo de una cinta de correr. Todo estaba diseñado para no detenerse nunca.
Años después, el director francés Yves Boisset demandó a los productores por plagiar su película Le Prix du Danger, y ganó. Durante un tiempo The Running Man estuvo prohibida en Francia, como si el cine intentara proteger a los espectadores de su propio reflejo. Pero la profecía ya había escapado de la pantalla. Hoy suena como un documental acelerado sobre menéame: una multitud que mira, vota, comenta, celebra, se indigna y vuelve a mirar.
Arnold, con su gesto de estatua romana y su acento imposible, corre entre luces, fuego y risas enlatadas. No corre por su vida, sino por la nuestra. Corre porque sabe que el espectáculo nunca termina: solo cambia de canal.
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menéame