
Voy a escribir sobre un hecho triste; pero ante mí es como si viera el rostro alegre del señor Vojtisek, ese rostro sano y luminoso, siempre colorado, que, en especial los domingos, me hacía pensar en la carne asada bañada con manteca fresca, que me agrada mucho. Sin embargo, los sábados también –el señor Vojtisek se rasuraba sólo los domingos–, cuando la barba blanca le había crecido de nuevo, como nata espesa ornamentando su rostro apetitoso, el señor Vojtisek tenía una apariencia agradable. Su pelo también era atrayente. En verdad no tenía demasiado: le comenzaba a crecer bajo una pelada redondeada y era considerablemente cano, en parte plateado y en parte tendiendo al dorado, pero fino como seda y rodeando la cabeza con delicadeza. El señor Vojtisek siempre tenía el gorro en la mano y se lo ponía solamente si debía pasar por un lugar excesivamente expuesto al sol. En resumidas cuentas, el señor Vojtisek me agradaba mucho; sus ojos celestes brillaban vivamente y su rostro entero era una especie de gran ojo redondo y sincero.
El señor Vojtisek era pordiosero. No sé a qué se había dedicado antes. Pero por lo que sé de la Malá Strana seguramente era un pordiosero antiguo y, de acuerdo con su aspecto saludable, podría continuar en su oficio por mucho tiempo. Era como un haya. Era fácil calcularle la edad. En una ocasión lo vi caminando a pasitos por la cuesta de San Juan, calle Ostruha arriba; descubrió al vigilante Simr tomando sol contra la baranda y se le acercó. El señor Simr era un vigilante gordo, tanto que su levita gris siempre parecía a punto de reventar; desde atrás, su cabeza, parecía una pila de salchichas rezumando grasa. Con el perdón de los lectores, el casco rutilante se bamboleaba sobre su gran testa cuando se movía; y cuando se echaba tras algún obrero que desaprensivamente y desafiando las reglamentaciones cruzaba las calles llevando la pipa encendida en la boca, se tenía que sacar el casco y llevarlo en la mano. Los niños nos poníamos a reír y a saltar en un pie, pero cuando nos echaba una mirada simulábamos no habernos dado cuenta de nada. El señor Simr era un alemán de Sluknov; si todavía vive –Dios quiera– apostaría a que aún habla el checo tan mal como entonces. "Han de saber –acostumbraba decir– que lo aprendí en un año."
Esa vez el señor Vojtisek se puso el gorro azul bajo el brazo y metió la mano en los abismos del bolsillo de su largo sobretodo gris. Saludó al señor Simr, que estaba bostezando lleno de aburrimiento en su puesto, con las palabras "¡Que Dios lo ayude!", a las que respondió el señor Simr con un saludo militar. Después extrajo su humilde cajita de madera de boj para el rapé, la abrió tirando la tapa por medio de su presilla de cuero, y se la extendió al señor Simr. Este tomó una pizca y le dijo:
–Usted debe de ser muy viejo. ¿Cuántos años tiene?
–¡Bueno! –respondió el pordiosero, sonriente–, ya han de hacer unos buenos ochenta años que mi madre me dio a luz para alegrarse el corazón.
Con seguridad el lector estará admirado de que un pordiosero se animara a conversar con un vigilante tan afablemente, y de que éste no dejara de tratarlo de usted, como sin duda hubiera hecho con algún extraño o con un subordinado. Y también hay que considerar lo que entonces significaba un vigilante. No era uno de tantos. Sólo había cuatro: los señores Novak, Simr, Kedlicky y Weisse, que se turnaban de día en la vigilancia de nuestra calle. Eran: el minúsculo señor Novak, del pueblo de Slabec –quien tenía inclinación por determinadas tiendas a las que lo conducía su gusto por la capital de slibovice1–; el grueso señor Simr, oriundo de Sluknov; el señor Kedlicky, que venía de Vysehrad –siempre tenía gesto hosco pero era de corazón tierno–, y por último el señor Weisse, nativo de Rozmital –hombre alto, de dientes descomunales y amarillos–. De ellos se sabía de dónde venían, cuántos años de servicio al rey habían cumplido, y qué cantidad de hijos tenían. Todos gozaban del afecto de nosotros, los niños "del barrio". Nos conocían a todos y por eso podían informar siempre a las madres por dónde andaban correteando sus pequeños. Cuando el señor Weisse murió en 1844, debido a las quemaduras sufridas en el incendio del "Renthaus", los vecinos de la calle Ostrauha lo acompañaron en su viaje postrero.
Pero ocurre que el señor Vojtisek no era tampoco un pordiosero como los demás. Ni siquiera vigilaba demasiado su apariencia de pordiosero: era bastante pulcro, al menos a principios de semana; tenía siempre bien atado el pañuelo al cuello; su chaqueta mostraba a veces algún remiendo, pero no como si fuera un trozo de tela añadido sin cuidado, ni de tono demasiado distinto al del traje. En la semana mendigaba en la Malá Strana. Podía pasar adonde se le antojaba y cuando la dueña de casa escuchaba su voz suave ante la puerta, acudía siempre con una moneda de tres centavos. Una moneda de este valor, medio krecjar, todavía valía algo en ese tiempo.
Pedía desde la mañana temprano hasta eso de las once, y entonces se iba a San Nicolás a oír la misa de las doce y media. En las proximidades de la iglesia jamás mendigaba, ni prestaba atención a los pordioseros sentados en la entrada. Luego iba a comer a cualquier parte, ya que sabía que en varias casas le guardaban una cazuela con sobras de la comida. En su comportamiento había algo de desembarazado y calmo, algo que quizás había hecho decir a Theodor Storm en una poesía: "¡Si pudiera ir mendigando por los campos!".
El único que no le daba dinero era el señor Herzl, vecino del fondo de nuestra casa. El señor Herzl era un hombre alto y brusco al hablar, hecho que se le podía disculpar. Al menos el señor Vojtisek se lo disculpaba. En vez de dinero le daba un poco de polvo de rapé. En tales ocasiones –el encuentro se desarrollaba los sábados– se llevaba a cabo el mismo diálogo:
–¡Ah, señor Vojtisek, qué mala época es esta!
–Es cierto, y no va a mejorar en tanto no se ponga el león del castillo en la hamaca de Vysehrad.
El señor Vojtisek aludía al león de piedra de la torre de la catedral de San Vito. Lo cierto es que esa aseveración del señor Vojtisek se me había quedado grabada en la cabeza. Que dicho león pudiera, como yo, irse de paseo por el puente de piedra hasta el Vysehrad y sentarse en la hamaca que se encuentra allí no era cosa que pudiera poner en duda con decencia y en mi carácter de hombre serio. ¡Ya tenía ocho años entonces! Lo que no me cabía en la mente era de qué manera sobrevendrían tiempos de bonanza a partir de ese paseo.
Era un bello día de junio. El señor Vojtisek salió de San Nicolás poniéndose su gorro azul para taparse del sol, y cruzó despacio la Plaza de San Esteban, como ahora se la denomina. Se detuvo ante la estatua de la Santísima Trinidad y se sentó en uno de sus peldaños. Atrás se oía el alegre murmullo de la fuente, el sol daba su tibieza, ¡la vida era hermosa! Era claro que el señor Vojtisek comería en alguna casa en que no acababan de almorzar hasta pasadas las doce.
Ni bien se instaló, se puso de pie una de las mendigas sentadas en el portal de San Nicolás y caminó hacia él. Le decían "la viejita de los millones". Otras mendigas auguraban que la limosna que recibían volvería cien veces incrementada a sus bienhechores; en cambio ella nunca se conformaba con menos de "millones y millones de veces". Por eso la mujer del oficial Hermann, que asistía a todos los remates de Praga, nunca le daba limosna a otra. La de los millones caminaba erguida cuando quería, y rengueaba a voluntad. Ahora venía erguida y rectamente hacia el señor Vojtisek, ubicado al pie de la estatua. Su vestido de algodón barato, que tapaba su cuerpo magro, no hacía casi ruido mientras caminaba; el pañuelo azul se sacudía sobre la frente con cada paso de la mujer. Su rostro siempre me había resultado terriblemente odioso. Era un conjunto de arruguitas que se le dirigían, como fideos finos, hacia la nariz puntuda y la boca. Tenía ojos verde-amarillentos, como un gato.
Se paró próxima al señor Vojtisek.
–¡Alabado sea Jesucristo, Nuestro Señor! –dijo haciendo una mueca.
El señor Vojtisek hizo nada más que un gesto afirmativo con la cabeza, como indicando su acuerdo.
La vieja de los millones se sentó en la otra punta del peldaño y estornudó: "¡Brr!". Después dijo:
–No me gusta el sol; cuando me da en la cara me hace estornudar.
El señor Vojtisek no respondió.
La vieja de los millones se echó el pañuelo algo más atrás, descubriéndose el rostro. Sus ojos guiñaban como los gatos al recibir los rayos del sol; tanto los cerraba como relucían bajo la frente como sendos puntos verdes. La boca se le movía sin cesar, nerviosamente; cuando la abría se notaba que en el maxilar superior, adelante, tenía un solo diente, totalmente negro.
–Señor Vojtisek –comenzó de nuevo–, señor Vojtisek, yo digo siempre: ¡si quisiera usted!
El señor Vojtisek estaba callado. Únicamente torció la cabeza y le miró la boca.
–Yo digo siempre: si el señor Vojtisek quisiera, él podría contarnos dónde hay buenas gentes.
El señor Vojtisek seguía impasible.
–¿Por qué me mira tan fijo? –preguntó al rato la de los millones. –¿Qué ve?
–Ese diente. Me pregunto por qué tiene ese diente solo.
–¡Ah, mi diente! –contestó. Y agregó: –usted sabe que perder un diente es como perder un amigo. Ya están en el cielo todos los que me apreciaron y me trataron decentemente. ¡Todos! Solamente queda uno, pero yo no sé quién es. No sé dónde estará ese amigo que Dios, en su piedad, ha puesto en la senda de mi vida. ¡Dios mío, estoy por demás olvidada!
El señor Vojtisek se quedó observando el piso ante sus pies, sin decir nada.
Una especie de sonrisa, como el reflejo de una alegría, cruzó el rostro de la mendiga, pero esa era una sonrisa odiosa y desagradable. Puso los labios en punta, como si el rostro entero se hubiera condensado allí como en un tallo.
–¡Señor Vojtisek!, los dos aún podríamos ser felices juntos... todos estos días he estado soñando con usted. Me parece que es la voluntad de Dios... ¡Está usted tan solo, señor Vojtisek! No tiene nadie que lo cuide... En todos lados tiene amigos... muchas buenas gentes... Yo viviría con usted. Tengo un poco de ropa de cama...
El señor Vojtisek se había ido levantando con lentitud. Al estar parado levantó con la mano derecha el gorro azul y:
–¡Antes tomaría arsénico! –dijo abruptamente. Se mandó a mudar en el acto, sin saludar.
Después se fue hacia la calle de Ostruha. Un par de globos verdes refulgieron atrás de él hasta que dobló en la esquina.
Luego la vieja de los millones se bajó el pañuelo casi hasta la boca y se quedó inmóvil, sentada, durante mucho rato. Quizás se había quedado dormida.
Comenzaron a escucharse en la Malá Strana raros rumores. Quienes oían no les querían dar crédito: "¡El señor Vojtisek...!" El nombre se oía frecuentemente en las charlas y, cuando el rumor parecía aplacado, otra vez se escuchaba: "¡El señor Vojtisek!"
Rápidamente me puse al tanto. Se rumoreaba que el señor Vojtisek ya no era más pobre. Era dueño –por lo menos, eso se decía– de un par de casas pasando el río. No era cierto que vivía tras el castillo, cerca de Bruska.
–¡Se estaba burlando de las buenas personas de la Malá Strana! ¡Y desde hacía rato!
Hubo ira. Los hombres se enojaron, se sentían afrentados y abochornados de haber sido tan cándidos.
– ¡Sinvergüenza! –exclamaba uno.
–La verdad –agregaba otro– es que nunca se lo vio mendigando en domingo. Quizás estaba en esos momentos en su casa, de comilona, con asado y todo.
Las mujeres dudaban, no obstante. El rostro franco del señor Vojtisek les parecía demasiado honesto, a pesar de lo que se decía.
Pero empezó a circular otro rumor más grave: según las últimas informaciones, el pordiosero tenía dos hijas que se las daban de damas. Una estaba de novia con un oficial y la otra se quería dedicar a hacer teatro. Usaban guantes, y se iban a pasear al parque Stromovka.
Esto venció la reticencia femenina.
En dos días, por así decir, se invirtió la fortuna del señor Vojtisek. Todos lo rechazaban con el argumento de "estos malos tiempos que corren". En los sitios en que antes le guardaban comida le decían ahora que no les había quedado nada, o peor aún: "Somos gente pobre, no hemos tenido para comer más que lentejas, y eso no es cosa buena para usted". Los chiquillos de la calle le hacían ronda gritando: "¡Propietario!, ¡propietario!"
Un sábado en que yo estaba parado frente a mi casa vi llegar al señor Vojtisek. El señor Herzl, como era usual en él, estaba apoyado en el marco de la puerta de entrada. Víctima de un temor inexplicable, me metí corriendo en la casa, ocultándome tras una de las hojas del portón. Atisbando por la hendija entre las bisagras vi claramente al pobre señor Vojtisek.
Le temblaba el gorro entre las manos. No tenía su ancha sonrisa de antes. Doblaba la cabeza, con los amarillentos cabellos alborotados.
–¡Alabado sea Jesucristo, Nuestro Señor! –dijo como saludo, con voz temblorosa.
Casi no se animaba a levantar el rostro. Tenía los carrillos pálidos y los ojos apagados, trasuntando cansancio.
–¡Qué bueno que ha venido! –dijo el señor Herzl–, ¿No me prestaría veinte mil florines? No se inquiete, que no los arriesgará: yo le voy a hacer una hipoteca. Me han ofrecido en venta "El Cisne", la casa de al lado.
No acabó.
Al señor Vojtisek se le llenaron de lágrimas los ojos medrosos.
–Pero... pero... –exclamó sollozando–, pero, ¿acaso no fui siempre una persona decente?
Cruzó la calle con pasos inseguros y se arrojó en la entrada externa del castillo. Dejó caer la cabeza casi hasta las rodillas y se puso a llorar tristemente.
Entré temblando en la habitación de mis padres. Mi madre, que estaba parada delante de la ventana, mirando la calle, me preguntó:
–¿Qué le ha dicho el señor Herzl?
Estuve un rato contemplando al señor Vojtisek, que no paraba de llorar. Mí madre, que se había ido a disponer la merienda, regresó a la ventana, estuvo mirando un momento y se fue otra vez, meneando la cabeza como para señalar su disconformidad con lo que acababa de pasar.
En ese instante, el señor Vojtisek se puso en pie con lentitud. Apurada, mi madre cortó una tajada de pan, la colocó encima de una taza de café y salió de prisa. Lo llamó, le hizo señas, pero el señor Vojtisek nada vio ni escuchó. Mi madre fue hasta él y le acercó la taza. El señor Vojtisek la miró, al rato murmuró en un susurro: "¡Dios se lo pague!" y agregó: "Pero en este momento no me pasaría nada".
No mendigó más en la Malá Strana. Tampoco podía ir a las casas del otro lado del río, ya que allí era un desconocido para los vecinos y los vigilantes. Se instaló, en consecuencia, en la Plazoleta de los Caballeros de la Cruz, justo enfrente de la guardia militar, cercano al puente. Siempre lo veía en ese lugar cuando, disponiendo de quince minutos libres, nos hacíamos una escapada hasta el otro lado del río para mirar las vidrieras de las librerías de Staré Mesto1. Tenía siempre el gorro en el suelo, ante los pies, la cabeza indefectiblemente caída sobre el pecho, y un rosario en la mano; no prestaba atención a nadie. Su cabeza calva, sus carrillos y sus manos ya no tenían ese saludable tono rosado de hasta hacía poco; la piel de su rostro tenía un color amarillento y estaba cruzada por incontables arrugas. Y... ¿he de decirlo? Y... ¿por qué no? desde ese momento ya no me animé a acercármele, siempre hice rodeos por atrás para dejarle una moneda –la que otrora le daban en mi casa todos los jueves–, sin que me viera, escapando a toda carrera.
Un día frío y brumoso de febrero. En la calle aún había luz; los vidrios de las ventanas estaban tapados por gruesa capa de hielo donde refulgían los reflejos amarillentos del fuego de la chimenea. Ante la casa crujían las ruedas de un pequeño carro y se oía ladrar a unos perros.
–Hijo, corre a traer un poco de leche –me dijo mi mamá–, pero tápate bien la garganta.
Afuera se encontraba la lechera, encaramada en su pequeño carro, y al lado de éste, el señor Kedlicky, el vigilante. Un cabo de vela de sebo brillaba sosegadamente en el interior de un farol cuadrangular que pendía del carro.
–¿Qué es lo que me cuenta del señor Vojtisek? –preguntó la lechera, interrumpiendo la operación de revolver la leche con un cucharón. (Pese a que los lecheros tenían expresamente prohibido batir la leche con un cucharón para hacerla pasar por leche con mucha nata, la lechera lo usaba, pero como ya he dicho, el señor Kedlicky era hombre de buen corazón.)
–Sí, señor –respondió–. Lo hallamos más allá de medianoche, en Oujezd, junto al cuartel de los artilleros. Ya estaba duro del todo, y lo pusimos en la capilla ardiente del convento de las Carmelitas. Sólo tenía puestos una chaqueta harapienta y un par de pantalones arruinados; abajo, ni camisa tenía.
Jan Neruda. Cuentos de la Mala Strana.
He visto extraviarse la piedad con demasiada frecuencia.
Pero nosotros, que gobernamos a los hombres, hemos aprendido a sondear su corazón para otorgar nuestra solicitud sólo al objeto digno de atención. Pero niego esta piedad a las heridas ostentosas que atormentan el corazón de las mujeres, así como a los moribundos, y también a los muertos. Y sé por qué.
Hubo un tiempo en mi juventud en que tuve piedad de los mendigos y de sus úlceras. Contrataba curanderos para ellos y compraba bálsamos. Las caravanas me traían de una isla ungüentos a base de oro que recosían la piel sobre la carne. Así obré hasta el día en que comprendí que consideraban un lujo raro su pestilencia, al sorprenderlos rascándose y humectándose con cieno como aquel que estercoliza una tierra para arrancarle la flor purpúrea.
Se mostraban uno a otro su podredumbre con orgullo, envaneciéndose de las ofrendas recibidas; pues quien ganaba más, se igualaba ante sí mismo al gran sacerdote que expone el ídolo más bello. Si consentían en consultar a mi médico, era con la esperanza de que su chancro le sorprendiera por su pestilencia y amplitud.
Y agitaban sus muñones para tener un lugar en el mundo.
Antoine de Saint Exupery. Ciudadela.
Hay muchas personas, pero aún hay más rostros.
¿Qué hacen con todos los que no usan?
Los llevarán sus hijos. A veces incluso se los ponen a sus perros.
Hay gente que usa siempre el mismo y lo gasta, lo da de sí, como a unos guantes de viaje. Otros cambian constantemente de rostro y los van gastando todos, y cuando son cuarentones resulta que ya están usando el último aunque pensaban que serían inacabables.
Después, cuando se gastan los rostros, aparece el forro, y tienen que salir a vivir mostrando ese triste forro.
Los apuntes de Malte Laurids Brigge. Rainer Maria Rilke
Con los periodistas políticos se da un curioso fenómeno: no es fácil saber si utilizan una regla para medir la mesa, o utilizan la mesa para medir la regla.
Por eso, tan a menudo, en vez de describir fenómenos o sucesos, se describen a sí mismos.
¿Existe la suerte? Nassim Taleb
«Considerando, con asombrosa lucidez, la inutilidad de las combinaciones hasta este momento elaboradas por cerebros vacíos con el fin de atenuar la miseria; inquebrantablemente convencido, además, de la utilidad de los pobres, creyó tener algo mejor por hacer que emplear en el alivio de ese rebaño los recursos financieros o intelectuales de que disponía.
En consecuencia, resolvió aplicar los últimos resplandores de su genio al consuelo de los millonarios.
–¿Quién piensa –decía– en los dolores de los ricos? Acaso sólo yo, con el divino Bourget, por quien mi clientela delira. Como ellos cumplen su misión, que consiste en divertirse para hacer que el comercio progrese, con demasiada facilidad se los supone felices, y se olvida que tienen corazón. Se ostenta la jactancia de oponerles las groseras tribulaciones de los indigentes, quienes tienen el deber de sufrirlas después de todo, como si los andrajos y la falta de comida pudiesen ser comparados con la angustia de morir. Porque tal es la ley. Sólo se muere de verdad a condición de poseer. Es indispensable tener capitales para entregar el alma, y esto es lo que no se quiere entender. La muerte sólo es separarse del Dinero. Aquellos que no lo poseen, no tienen vida, y en consecuencia no pueden morir de verdad».
León Bloy, Cuentos descorteses
Tras cada hombre viviente se encuentran treinta fantasmas, pues tal es la proporción numérica con que los muertos superan a los vivos. Desde el alba de los tiempos, aproximadamente cien mil millones de seres humanos han transitado por el planeta Tierra. Y es en verdad un número interesante, pues por curiosa coincidencia hay aproximadamente cien mil millones de estrellas en nuestro universo local, la Vía Láctea. Así, por cada hombre que jamás ha vivido, luce una estrella en ese Universo. Arthur C. Clarke - 2001 Una odisea espacial
La primera vez que fui a la Universidad vi que había una Facultad de Ciencias Exactas, así que entendí que las demás debían de ser, en el mejor de los casos, aproximadas.
La Maleta. Sergei Dovlatov
El Sistema, siempre ayudado por los P, sube a una silla con un inmenso rollo de papel. TI se pone frente a él con la cabeza gacha, con un P a cada lado.
JUEZ. —Se te acusa de leer.
Se te acusa de escribir.
Se te acusa de sonreír.
Se te acusa de soñar.
Se te acusa de retozar en la hierba.
Se te acusa de barbudo.
Se te acusa de melenudo.
Se te acusa de peatón empedernido.
Se te acusa de nefelibático.
Se te acusa de abstemio.
Se te acusa de vegetariano.
Se te acusa de consumir poco.
Se te acusa de no ver la TV.
Se te acusa de no ir al fútbol.
Se te acusa de no creerte las noticias.
Se te acusa de no evadirte.
Se te acusa de no vestir a la moda.
Se te acusa de no llevar corbata un perchero con diversas.
Se te acusa de no fumar, ni beber, ni jugar al balón.
Se te acusa de bla, bla, bla…
Mientras el juez sigue diciendo bla, bla, bla, TI se dirige al público:
TI. —El veredicto fue "culpabilísimo", naturalmente, y la sentencia, como ya saben, la de muerte.
Como verán, vivo en una sociedad justa, ansiosa de satisfacer los menores deseos de cada uno… ¿No te quieres integrar? Pues te desintegran, no hay problema.
"Sodomáquina" de Carlo Frabetti.
"De todo se puede aprender: incluso de un tren, de un teléfono y de un telegrama. De un tren se puede aprender que en un segundo se puede perder todo. De un teléfono se puede aprender que lo que se dice aquí puede ser oído allí. Y de un telegrama que todas las palabras se cuentan y se pagan".
Dicho Judío.
Para la revolución se necesitan ciudadanos conscientes y decididos, con la ideas muy claras, al menos en la clase dirigente.
La sociedad actual puede conducir más a un rebelión de esclavos que a una revolución.
Ensayos. Herbert Marcuse
Es inútil generar un movimiento con el único objeto de mover la opinión pública internacional. Uno de los mayores errores del cantonalismo catalán fue poner toda su fe en la frase o la idea que terminase por conmover a la opinión pública internacional.
Es inútil. Tan inútil como poner de tu parte a tus vecinos en una disputa matrimonial.
El termómetro no calienta la habitación.
José Ortega y Gasset. Diario el Sol.
Hacemos ciencia con hechos, como hacemos una casa con piedras; pero una acumulación de hechos tiene de ciencia lo mismo que una pila de piedras tiene de casa.
(On fait la science avec des faits, comme on fait une maison avec des pierres; mais une accumulation de faits n'est pas plus une science qu'un tas de pierres n'est une maison.)
Henri Poincaré
"La persona no es un agente generador, es un locus, un punto en el cual confluyen muchas condiciones genéticas y ambientales en un efecto común... (la personalidad) queda en el mejor de los casos... (como) un repertorio de comportamientos proporcionado por un repertorio organizado de contingencias".
B. F. Skinner ("Sobre el conductismo").
Kurt Vonnegut, Jr. 1961
En el año 2081 todos los hombres eran al fin iguales. No sólo iguales ante Dios y ante la ley, sino iguales en todos los sentidos. Nadie era más listo que ningún otro; nadie era más hermoso que ningún otro; nadie era más fuerte o más rápido que ningún otro. Toda esta igualdad era debida a las enmiendas 211, 212 y 213 de la Constitución, y a la incesante vigilancia de los agentes de la Directora General de Impedidos de los Estados Unidos.
Algunas cosas en la vida aún no estaban del todo bien, sin embargo. Abril, por ejemplo, seguía volviendo loca a la gente al no tener clima primaveral. Y en este mismo mes, húmedo y frío, los hombres de la oficina de impedidos se llevaron a Harrison Bergeron, de catorce años, hijo de George y Hazel Bergeron.
Fue una tragedia, realmente, pero George y Hazel no podían pensar mucho en eso. Hazel tenía una inteligencia perfectamente común, y por lo tanto era incapaz de pensar excepto en breves explosiones. Y George, al estar su inteligencia por encima de lo normal, llevaba en la oreja un pequeño impedimento mental radiotelefónico, y no podía sacárselo nunca, de acuerdo con la ley.
¿Cómo quieres negar, querida amiga, que hay seres —ni hombres ni animales—, extraños seres, que surgen del placer malvado de absurdos pensamientos?
Bien sabes tú, mi dulce amiga, que la ley es buena, buenas todas las reglas y todas las normas severas. Bueno es el gran Dios que creó estas normas, estas reglas y leyes. Y bueno es el hombre que las respeta..
Pero no es para ti, hermanita rubia, para quien escribo este libro. Tus ojos son azules y buenos, y nada saben del pecado. Tus días son como los opulentos racimos de las glicinas azules, que gotean sus florecillas hasta formar una muelle alfombra, por la que discurre mi pie ligero, bajo las bóvedas de follaje, relucientes del sol de tus días plácidos. No escribo este libro para ti, niña rubia, linda hermanita de mis días de tranquila ensoñación.
Para ti lo escribo, salvaje pecadora, hermana de mis noches ardientes. Cuando las sombras caen, cuando el mar cruel devora el sol de oro, palpita sobre las olas un rápido rayo de un verde venenoso. Es la primera y pálida sonrisa del pecado ante la angustia mortal del Día temeroso. Y el pecado se engalana con incendiados rojos y amarillos, con intensos tonos violeta, y respira en la noche profunda y exhala su pestífero aliento sobre todos los pueblos.
Y tú sientes ese hálito ardoroso. Entonces tus ojos se dilatan y se hincha tu pecho joven y tiemblan ansiosas las aletas de tu nariz y se distienden tus manos, húmedas por la fiebre. Caen los velos de los suaves días burgueses y la Serpiente nace de la negra noche. Y entonces se despereza tu alma salvaje, hermana, alegre de todas las vergüenzas, embriagada de todos los venenos; y del tormento y de la sangre y de los besos y de los placeres se levanta exultante, desciende ululando… por todos los cielos y los infiernos.
H.H. Ewers. La Mandrágora.
Kat ha encontrado una caballeriza llena de paja. Ahora podríamos dormir calientes, si no fuera por el hambre terrible que sentimos.
Kropp pregunta a un artillero que lleva tiempo en la zona:
—¿Hay alguna cantina por aquí cerca?
El otro se ríe.
—¡Qué va a haber! Aquí no encontrarás nada, ni una corteza de pan.
—¿Ya no vive nadie?
El artillero escupe.
—Sí, algunos. Pero se pasan el día husmeando cerca de nuestras ollas y mendigando comida.
Mala cosa. Así pues, tendremos que apretarnos los cinturones y esperar hasta mañana.
Sin embargo, veo a Kat calarse la gorra, y le pregunto:
—¿Adónde vas, Kat?
—A ver qué se puede hacer— responde, y se va.
El artillero suelta una risita burlona.
—¡Anda, ve, y no vuelvas muy cargado!
Decepcionados, nos acostamos pensando en la posibilidad de pegar un bocado de las provisiones de reserva. Pero es demasiado arriesgado, así que intentamos descabezar un sueñecito.
Kropp parte un cigarrillo y me da la mitad. Tjaden habla del plato típico de su país, alubias con tocino. Condena a los que lo preparan sin ajedrea. Pero, sobre todo, debe cocerse todo junto, y no, por el amor de Dios, las patatas, las alubias y el tocino por separado. Alguien amenaza a Tjaden con hacerle picadillo si no se calla de una vez. Entonces quedamos en silencio en la gran sala. Algunas velas crepitan en el cuello de unas botellas, y de vez en cuando el artillero escupe.
Estamos ya adormecidos cuando de improviso se abre la puerta y aparece Kat. Me parece un sueño: lleva dos panes bajo el brazo y en la mano una bolsa manchada de sangre con carne de caballo.
Al artillero se le cae la pipa de la boca. Toca el pan.
—Es pan auténtico, y todavía está caliente...
Kat no dice nada. Ha conseguido pan, lo demás no importa. Estoy convencido de que si lo enviasen al desierto, en una hora organizaría una cena a base de dátiles, carne asada y vino.
Se limita a decir a Haie:
—Corta leña.
Luego se saca del abrigo una sartén y del bolsillo un puñado de sal e incluso un poco de manteca: ha pensado en todo. Haie enciende un fuego en el suelo, que crepita en la fábrica vacía. Salimos de la cama.
El artillero duda. Parece sopesar si debe alabar a Kat a fin de conseguir una ración. Pero Katczinsky ni siquiera le mira, como si no existiera, de modo que al final se larga maldiciendo.
Kat sabe cómo asar la carne de caballo para que quede tierna. No debe freírse enseguida, porque queda dura. Primero debe hervirse un poco en agua. Nos sentamos en círculo con el cuchillo en la mano y nos hartamos de comer.
Ése es Kat.
Sin novedad en el frente, Erich Maria Remarque
Mi madre era puta y mi padre homosexual. Es obvio cual de las dos inclinaciones resultó ser más fuerte.
El león de Boaz Jachim y Jachim Boaz. Rusell Hoban.
No sé si será prudente recordar este dictamen recién acabado el año Darwin, sin embargo, lo cierto es que el conde de Gobinau -de infausto renombre político y ocasionalmente grata relectura- señaló como a su juicio improbable que el hombre descendiese del mono, pero consideraba fuera de duda que muchos avanzan hacia él a toda máquina.
Fernando Savater. El regreso de Mecenas
Puede decirse metafóricamente que la selección natural está haciendo diariamente, y hasta por horas, en todo el mundo, el escrutinio de las variaciones más pequeñas; desechando las que son malas, conservando y acumulando las que son buenas, trabajando insensible y silenciosamente donde y cuando se presenta una oportunidad, en el mejoramiento de todo ser orgánico en relación con sus condiciones orgánicas e inorgánicas de vida. No vemos estos pequeños y progresivos cambios hasta que la mano del tiempo marca el sello de las edades, y aun entonces tan imperfecta es nuestra vista para alcanzar las épocas geológicas remotas, que lo único que vemos es que no son hoy las formas de vida lo que en otro tiempo fueron.
La selección natural puede modificar la larva de un insecto y adaptarla a una porción de contingencias completamente distintas de las que conciernen al insecto ya maduro, y estas modificaciones pueden afectar por correlación la estructura del adulto. Así también, por el contrario, las modificaciones de este pueden afectar la estructura de la larva; pero en todos los casos, la selección natural asegurará que dichas modificaciones no sean en manera alguna nocivas, ya que si lo fueran la especie se extinguiría.
Charles Darwin, "El origen de las especies." (Publicado el 24 de noviembre de 1859.)
La premisa de este libro es que es más fácil reconocer los errores de otras personas que los nuestros.
Pensar rápido, pensar despacio - Daniel Kahneman
Y entonces, idiotas, derribaron la casa para dar libertad a las piedras con que la habían construido.
Ciudadela. Antoine de Saint Exupery.
Las religiones de Egipto y Babilonia, como otras religiones antiguas, fueron en su principio cultos a la fertilidad. La Tierra era femenina; el Sol, masculino. El toro fue considerado como encarnación de la fertilidad viril, y fueron muy corrientes los dioses-toro. En Babilonia, Istar, la diosa de la Tierra, era la más alta entre las divinidades femeninas.
Por todo el Asia occidental fue venerada la Gran Madre bajo distintos nombres. Cuando los colonizadores griegos de Asia Menor fundaron templos para ella, la llamaron Artemisa y adoptaron el culto existente. Éste es el origen de la Diana de los efesios. El cristianismo la transformó en la Virgen María, y un concilio en Éfeso le dio el título legítimo de Madre de Dios, como el que aplicamos a Nuestra Señora.
Historia de la filosofía occidental. Bertrand Russell
¿Habría algo más prodigioso que un auténtico fantasma? El inglés Johnson anheló, toda su vida, ver uno; pero no lo consiguió, aunque bajó a las bóvedas de las iglesias y golpeó féretros. ¡Pobre Johnson! ¿Nunca miró las marejadas de vida humana que amaba tanto? ¿No se miró siquiera a sí mismo? Johnson era un fantasma, un fantasma auténtico; un millón de fantasmas lo codeaba en las calles de Londres. Borremos la ilusión del Tiempo, compendiemos los sesenta años en tres minutos, ¿qué otra cosa era Johnson, qué otra cosa somos nosotros? ¿Acaso no somos espíritus que han tomado un cuerpo, una apariencia, y que luego se disuelven en aire y en invisibilidad?
Thomas Carlyle, "Sartor Resartus" (1834).
En las Notas sobre las Reglas Marciales, está escrito lo siguiente: "Ganar primero, combatir después, lo que dicho en dos palabras es ganar antes. La riqueza del tiempo de paz es permitir la preparación marcial para el tiempo de guerra. Con quinientos aliados, se puede derrotar a una fuerza enemiga de diez mil hombres."
Cuando uno intenta tomar el castillo de un enemigo y es necesario retirarse, hay que replegarse, no siguiendo la carretera principal sino las carreteras secundarias. Se debe tender a sus muertos y heridos con el rostro girado hacia el enemigo. Es evidente que el guerrero tiene que estar en vanguardia durante el ataque y en la retaguardia cuando la retirada. Cuando se ataca, no se ha de despreciar esperar el buen momento. Esperando el buen momento no se debe olvidar el ataque.
Entre los principios secretos de Yaygu Tajima No Kami Munemori, hay un proverbio: "No existe táctica militar para un hombre de gran fuerza moral."
Jocho Yamamoto, "Hagakure."
En toda la historia ninguna cultura, ninguna civilización, ha crecido y se ha engrandecido por sí misma. Las guerras, las conquistas, las inmigraciones son lo que ha dado grandeza a los países. No por la violencia, la crueldad y la sumisión, sino porque los nuevos individuos, los vencidos o los vencedores, que a la larga son indistinguibles, han aportado nuevos puntos de vista, nuevas ideas, han contribuido a la transformación, a la presión histórica necesaria que constituye la grandeza de una cultura.
Una civilización solitaria no alcanza nunca la grandeza, sino su propia corrupción. Una civilización que quiera avanzar únicamente sobre los fundamentos que la crearon, que quiera alcanzar la grandeza por sí misma, no hace más que colaborar con los medios de su propia destrucción. No importan sus recursos, no importa su sistema de vida, su política, su filosofía. Sus funciones no serán más que un círculo vicioso que terminará por agotar lo que se halla en su interior. Tal vez no muera, quizá sobreviva, languideciendo sobre los laureles de su historia, convirtiéndose en algo insignificante.
Sebastián Martínez, “Portal”. (Relato incluido en "Super Ficción–75".)
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