Mientras Atenea hiló escenas que glorificaban el poder olímpico, Aracne expuso los abusos y engaños de las divinidades con una precisión técnica inapelable que provocó la furia inmediata de su rival. A los dioses griegos no se les desafiaba. Ni en combate, ni en palabra, ni en arte. Todo el mundo sabía que poner a prueba su supremacía era provocar su orgullo, y que ninguna muestra de talento, fuerza o razón bastaba para librarse de las consecuencias. Desobedecerlos traía problemas.
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