Cuando no hay tiempo para razonar, siempre ha funcionado mejor el corazón que la razón. Es más, la razón sólo interviene cuando hay tiempo para ponderar. Si oigo de repente el ruido extraño de un autobús que me puede atropellar porque no me he dado cuenta de que estaba rojo el semáforo, salvo mi vida saltando a la acera gracias a la amígdala –la gestora de mis intuiciones– y no a la razón.
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