21/12/2012 - El día del fin del mundo. (3ª parte) 4

-Mi general... la Señora Presidenta -informó.

El alto oficial se puso los auriculares para saludar:

-A sus órdenes, Señora Presidenta.

-¿Qué pasa, general?

-Ahora ya nada. Dos satélites rusos se han desintegrado contra la atmósfera. Sepa usted que nos acaban de hacer un reconocimiento electrónico automático. Señora Presidenta, debe usted estar preparada para un ataque inminente. En la próxima hora, dos horas a lo sumo.

-¿Pero qué clase de ataque, general?

-¿Y quién lo sabe?

 

Las antorchas de Armagedón.

28 de diciembre, 15:39 hora de Nueva York.

21:39 hora central europea.

23:39 hora de Moscú.

De los cinco objetos que recibieron la señal de los satélites geoestacionarios, el primero en completar la cuenta atrás de 170 horas se encontraba en un polígono industrial cerca de Basilea (Suiza). Este llevaba allí dos años, traído por carretera desde Suecia mediante transporte TIR, declarado como un transporte de plomo aleado para usos industriales. Si alguien hubiera preguntado mucho, se habría descubierto que el plomo procedía de Finlandia. Difícilmente alguien descubriría que, aún antes de eso, cruzó clandestinamente la inmensa frontera de 1.000 km que comparte Finlandia con Rusia.

Pero nadie iba a preguntar, porque es que allí no había nada que ver. Era, simplemente, eso: dos lingotes de plomo enorme, metidos en dos contenedores para su fácil circulación. Los contenedores, con colores de Maersk, estaban apilados uno encima de otro, en un rincón de la nave. La nave nunca se utilizaba, pero pagaban el alquiler y el polígono estaba bien protegido por la policía cantonal y la vigilancia privada suiza. El GRU llevaba 35 años manteniendo siempre ocho o diez contenedores así, repartidos por todo el mundo a través de redes de empresas comerciales de usar y tirar, ninguna de las cuales parecía ser rusa. Durante el periodo malo de Yeltsin hubo un momento en que sólo había dos funcionales, pero pronto volvieron a su nivel habitual.

Y, ¿cómo puede ser funcional un lingote de plomo aleado de varios metros? Bueno, pues conteniendo uno de ellos en su interior un lingote de un isótopo llamado cobalto-60. Diecinueve toneladas de cobalto-60, para ser exactos, que se consigue en los reactores atómicos comerciales a partir del cobalto común, muy frecuente en las minas de níquel. Rusia produce más de 4.000 toneladas al año.

¿Y para qué sirven diecinueve toneladas de cobalto-60? Pues para meterles en el centro una bomba de hidrógeno de etapas múltiples y bajo mantenimiento. En cuanto al contenedor de encima, sólo contenía veinticinco toneladas más de cobalto-60, también enfundadas en plomo. En total, 44 toneladas de cobalto-60 con una bomba de 53 megatones en su interior. Sí, 53.

Este diseño simple se parecía mucho a algo que ya inventó el genial Leo Szilard, casi al mismo tiempo que la bomba atómica original, allá por los años '30. El bueno de Szilard -que era realmente un hombre bueno, casi terroríficamente bondadoso- lo hizo para asustar a todo el mundo, de tal modo que nadie se atreviera a avanzar realmente por un sendero tan peligroso. Inevitablemente, la gente se quedó con su invento y le ignoraron a él.

La cuenta atrás llegó a sus últimos diez segundos, decíamos, y los inyectores comenzaron a circular el casi etéreo tritio por entre las microcélulas de deuteruro de litio, dispuestas con exacto diseño geométrico a modo de "n-etapas" de alta eficiencia, cada una con un pequeño perdigón de plutonio en el centro. Se había avanzado mucho desde la mítica "bomba zar", que casi acaba con la producción de nylon de la Unión Soviética cuando tuvieron que hacerle el paracaídas. Esta bomba de 53 megatones venía a abultar como el torso de un hombre adulto.

En los últimos tres segundos, unas pequeñas resistencias exteriores precalentaron el conjunto, y especialmente los canales radiológicos hechos, sorprendentemente, de gomaespuma vulgar. Pero es que la gomaespuma tiene la cualidad de rebotar los neutrones en ángulos exactos. Y neutrones es lo que iba a haber, muchos, en breve plazo.

A ambos extremos del objeto geométrico de celdas de deuteruro de litio, tritio y perdigones de plutonio, dos cargas explosivas ultracomprimieron sendos helicoides huecos de 9,78 kg de plutonio, que caben más o menos en un puño de mujer. Desde Nagasaki hasta aquí, el diseño de los primarios de fisión ha evolucionado enormemente. Los más modernos se pueden llevar perfectamente dentro de una de esas mochilitas para muchachas adolescentes.

Ambos helicoides se ultracomprimieron en forma de una esfera, como la piel de una naranja sigue conteniendo la forma de la esfera original, y la reacción en cadena se inició enseguida. Los átomos de plutonio se dividían a toda velocidad, liberando oleadas de neutrones que dividían a su vez a los demás. Pronto, el frente neutrónico, denso como un metal, salió de la esfera y penetró en los canales radiológicos del dispositivo geométrico. Las trampas de gomaespuma los proyectaron desde numerosos ángulos contra las celdillas de deuteruro de litio-tritio con su perdigón de plutonio. Al recibir la avalancha neutrónica, los perdigones de plutonio comenzaron a reaccionar también. El deuteruro de litio-tritio, que se parece mucho a la materia de la que están hechas las estrellas, quedó atrapado entre unas y otras avalanchas neutrónicas, se ultracomprimió también y fusionó en forma de helio, berilio y carbono. La transmutación de los alquimistas, hecha realidad.

Todo había acabado en siete nanosegundos, y se encendió un sol dentro de la nave industrial.

La ciudad de Basilea, hasta la altura de Mulhouse, desapareció instantáneamente. Como si jamás hubiera habido nada allí.

El destello se vio en lugares tan lejanos como Sicilia, Cardiff y Goteborg. El rumor se percibió en París, Venecia, Amsterdam y Praga.

A temperaturas de entre seis mil y cuarenta y dos millones de grados centígrados, comenzó a formarse rápidamente una enorme nube en forma de hongo, que arrastraba consigo millones de toneladas de fragmentos pulverizados hacia la estratosfera. Y, con ellos, las 44 toneladas de cobalto-60, ahora furiosamente radioactivo, con la capacidad de aumentar la dosis radiológica ambiental por encima de cien sieverts en los lugares donde los vientos determinaran que la deposición fuera peor. Y en decenas y muchas unidades de sieverts, en amplios círculos a su alrededor, de cientos e incluso algún que otro millar de kilómetros, como una inmensa antorcha radiológica que no paraba de arder.

La segunda antorcha se encendió a bordo de un pequeño mercante, que esperaba para entrar al puerto de Harwich, en el Reino Unido. Y fue de vapor, kilómetros y kilómetros cúbicos de vapor ascendiendo violentamente a los cielos y los vientos con su carga letal de cobalto-60.

La tercera antorcha se encendió en una granja semiabandonada de Utah, en los Estados Unidos, no muy lejos de la carretera 70. La cuarta, al otro extremo de la carretera 70, en un depósito de contenedores próximo a Pittsburgh. La quinta, en un barco anclado en Port Arthur, Texas.

Las llamadas comenzaron a llegar a los servicios de urgencia pocos segundos después. Algo terrible, espantoso, monumental había pasado. Y las violentas volutas de humo y polvo radioactivo como un sol se comenzaban a extender. Skynet había empezado a atacar.

 

Las bombas del arco iris.

NORAD, Colorado, 13:42 hora local.

Hacía tres minutos que se encendieron las antorchas de Armagedón, pero al NORAD aún no habían llegado las primeras noticias. Tampoco habrían tenido mucho tiempo para atenderlas, pues ahora mismo sus ojos se hallaban concentrados en las trayectorias de varios satélites, a unos 500 km de altitud.

-No van a darles -dijo el tecol Jackson, con desaliento.

Habían observado a otros cuatro satélites rusos, que cuando desaparecieron fuera del alcance de los radares por la Antártida en la órbita anterior parecían normales, surgir de nuevo sobre Sudamérica y África con los rumbos totalmente alterados. Dos de ellos se dirigían ahora claramente a los Estados Unidos y otros dos, a Europa. Manteniéndose a 500 km de altitud.

Ante la evidencia de que probablemente se trataba de un ataque, los Estados Unidos lanzaron desde Vandenberg sus dos "satélites asesinos" con cohetes Delta para derribar los que se dirigían hacia el país. Pero era demasiado tarde. Los satélites antisatélite apenas estaban llegando a la órbita todavía, y necesitaban por lo menos una órbita completa para apuntar bien.

De todas formas, no lo habrían logrado. Más o menos sobre Acapulco, México, los dos satélites de Skynet realizaron un último quiebro brutal, seguramente agotando sus reservas de hidrazina. Eso los colocó en trayectorias completamente diferentes, desviadas al menos 10º sobre las originales. Quedaron totalmente desestabilizados, pero daba igual. Su viaje iba a acabar pronto. Los satélites antisatélites nunca lograrían compensar este último movimiento, realizado a menos de cuatro minutos de la frontera de Río Grande. Los que se dirigían a Europa por África hicieron lo propio al norte de Níger.

Behringer miró las pantallas, rabioso. Había ordenado salir a los bombarderos hacia Rusia siete minutos antes... con los objetivos abiertos, pues no sabían muy bien qué atacar. Qué debían represaliar. Aún.

-Preparados para un ataque de pulso electromagnético -adivinó, con sólo observar sus trayectorias. Ahora se dirigían claramente al este y al oeste de los Estados Unidos. Y al centro y norte de Europa Occidental.

El primero de ellos detonó con 1,28 megatones de energía sobre Kentucky, exactamente a las 13:47. El segundo estalló también a quinientos kilómetros de altitud sobre Idaho. Los europeos iban un poquito más abajo, a 380 km de altitud. El primero hizo explosión sobre Nantes, en Francia; el último, sobre Hamburgo, en Alemania. Fueron sólo breves destellos, muy altos en el cielo.

Hubo un chasquido y se apagaron varias pantallas. Otras, en cambio, permanecieron activas. El sistema norteamericano de guerra nuclear estaba muy bien protegido contra ataques de pulso electromagnético.

-Cuarenta y seis mil voltios por metro -midió alguien.

-Qué barbaridad -contestó algún otro.

El general Behringer pudo imaginarse el pico de cuarenta y seis mil voltios extendiéndose en tres mil kilómetros a la redonda -mil quinientos en el caso europeo, debido a la menor altitud-, abrasando toda clase de circuitos eléctricos y electrónicos. Las llamadas a los servicios de emergencia que informaban de las antorchas de Armagedón se interrumpieron de golpe. La luz se fue en ciudades y regiones enteras, y con ellas la presión de agua potable. Muchos transformadores de subestaciones se incendiaron, y con ellos se averiaron secciones enteras de líneas eléctricas y antenas de toda clase. Algunas antenas estallaron. El encendido electrónico de los coches y camiones está bastante bien protegido, pero aún así un porcentaje se detuvo en las calles y carreteras, formando instantáneamente inmensos atascos.

La mayor parte de los bienes electrónicos de consumo modernos se averiaron a la vez, desde ordenadores a teléfonos móviles y dispositivos de audio y video. Y con ellos, los repuestos de los almacenes y fábricas. Muchas fábricas se pararon también. El sistema completo de transacciones bursátiles globales, así como los registros bancarios y de los mercados, se desvanecieron en un microsegundo. La luz se fue en incontables hospitales, causando el pánico de los millones de personas que ahora se apilaban allí debido a la epidemia de 535.17. La presión de agua y oxígeno se fue con ella en medio de los alaridos de los rabiosos afectados, haciendo que numerosos médicos se echaran las manos a la cabeza a la vez.

De pronto, se hizo un silencio pavoroso sobre Europa y Norteamérica. El sonido de todos los millones de aparatos artificiales deteniéndose a la vez.

Charly Tokagura estaba metida en cama, en un chalet de Gonsalves, agonizando lentamente de aquel sarampión raro que parecía haber enfermado a todo el mundo. Pero sus ojillos achinados miraban al cielo, y su boca llena de ampollas susurró:

-Eeeh... qué bonito... mola...

Sobre San Francisco, el cielo se había convertido en inmensas cortinas multicolores de tonos tenues, como cortinas de arcoiris apareciendo de la nada por todas partes.

Auroras boreales sobre California. Nunca se vio cosa igual.

Los jinetes del Apocalipsis.

NORAD, Colorado, 13:48 hora local.

- ¡Mi general, señor... ahí bajan cuatro más! -chilló ya el teniente coronel Scofield- ¡Desde órbita Molniya, descendiendo a gran velocidad sobre... los Estados Unidos y Europa también, ¡señor!

Los últimos cuatro satélites de Skynet eran exactamente como el primero, el que ejecutó la noche de las luces. Amplias órbitas Molniya, que se alejaban decenas de miles de kilómetros de la Tierra durante la mayor parte del recorrido pero descendían hacia unos cientos donde conviniera. Ahora decaían también en alto ángulo, precipitándose sobre Norteamérica y Europa Occidental. Sobre la OTAN original.

Cuando estaban ya a apenas 400 kilómetros de la Tierra, los puntos en las pantallas se multiplicaron y emborronaron. Evidentemente, los satélites estaban separando cabezas de reentrada y perturbadores de ayuda a la penetración. Cuatro cabezas cada uno. Dieciséis en total, ocho sobre cada continente.

-Preparados para disparar los misiles antisatélite -masculló el general Behringer.

-Vienen en muy mal ángulo, señor... justo en el borde peor de la cobertura de los radares y...

-¡Pues claro que vienen en muy mal ángulo! ¿Para qué se cree que nos hicieron el reconocimiento electrónico esos dos del principio? Tenemos que intentarlo. Tenemos que intentarlo de todas formas.

El primero en intentarlo fue un crucero Ticonderoga que sobrevivió a la destrucción de la US Navy por hallarse en puerto. Disparó desde Los Angeles con sus misiles SM-3 cuando las cabezas cayeron por debajo de 215 kilómetros de altitud. Pero la distancia era muy grande, la velocidad pavorosa y el ángulo extremo, y los SM-3 se autodestruyeron cerca del espacio exterior sin estar ni siquiera próximos a sus blancos.

-Esperen a que pierdan velocidad... creo que no han conseguido resolver todavía las cabezas magnetohidrodinámicas... tienen que perder velocidad -instruyó Behringer.

Esperaron y, en efecto, las cabezas empezaron a perder velocidad a 175 km de altitud. Lamentablemente, al hacerlo, también empezaron a maniobrar.

- ¡Hacia dónde van? ¡Hacia dónde van? -gritaban todos.

Con aquellas maniobras las cabezas deceleraron hasta Mach 6, pero las trayectorias se habían vuelto totalmente impredecibles a menos de un minuto y medio del impacto. Y los perturbadores, chaff, bengalas y señuelos que las acompañaban no ayudaban en absoluto a intentar un disparo.

No perdieron mucha más velocidad. Eran cabezas modernas, lanzadas durante los cuatro años anteriores, y aunque el problema magnetohidrodinámico no estuviera totalmente resuelto, sí tenían algunas capacidades hipersónicas. Más o menos las mismas que un misil alto-supersónico moderno.

-¡¡Dónde coño van!! -exclamó Scofield, histérico ante aquellas maniobras esotéricas.

Dispararon el primero de los misiles antimisil/antisatélite secretos a las 13:53. No pudo seguir al blanco y falló. Los cinco restantes subieron a los cielos a velocidad hipersónica durante los siguientes 30 segundos. Uno de ellos alcanzó a una cabeza, o puede que fuera un señuelo. Otro alcanzó a un señuelo, aunque puede que fuera una cabeza.

-¡Señor... las centrales nucleares! -bramó alguien, despavorido.

En efecto. Las cabezas se dirigían ahora a Mach 4.8 hacia los principales complejos eléctricos nucleares de Norteamérica y Europa Occidental. La primera de ellas detonó sobre el grupo electronuclear de South Texas, a 145 km de Houston, y lo hizo a 2.300 metros de altitud, con una potencia estimada de 425 kilotones. Las cúpulas de los dos grandes reactores Westinghouse de 2,5MW se volatilizaron al instante, y con ellas los cientos de toneladas de material fisible -uranio, cesio, estroncio, yodo y muchas más cosas-. Todo ello, convertido en plasma furiosamente radioactivo, salió propulsado con la nube en forma de hongo hacia la estratosfera, convirtiéndose no en Chernobyl, sino en otra antorcha de Armagedón.

La siguiente estalló sobre los tres grandes reactores de Palo Verde, en Arizona. Inmediatamente después se produjo la primera detonación en Europa: el complejo electronuclear de Almaraz I y II en Extremadura (España). Le siguió el gigantesco grupo atómico de tres reactores civiles y militares en Marcoule (Francia). Al mismo tiempo, detonaba otra sobre Comanche Peak (Texas).

Se produjeron 13 explosiones en total, 7 en Estados Unidos (Arizona, Ohio, Illinois, Georgia, Tennessee, y dos en Texas), así como 6 en Europa (España, Francia, Alemania, Italia y dos en el Reino Unido). Las dos o tres cabezas restantes quizá fallaron, quizá alguna fue derribada después de todo, quizá servían para otras cosas. Todas ellas desintegraron la instalación y la convirtieron en otras trece grandes antorchas de Armagedón entre oleadas de llamas y humaredas increíblemente radioactivas que se extendían con furia sobre toda la humanidad.

 

El decimotercer satélite.

En una lejana órbita, más allá de la Luna, el decimotercer satélite de Skynet terminó su secuencia de instrucciones especiales y pasó al modo standby a la espera de nuevas órdenes.

Pues aún tenía otra acción programada más, como coordinador del ataque contra la humanidad. Pero esta era tan extraordinaria que habría requerido una señal especial previa al inicio de las operaciones. Y, como no la había recibido, el Expreso del Juicio Final que concibieron hombres muertos una era atrás se quedó detenido ahí.

XXV. Sucintas crónicas de la nueva gente.

Cuentan las leyendas que el signo de la nueva gente comenzó el mismo Día de los Inocentes: el general Behringer, actuando de acuerdo con el vicepresidente Van Sildegard, se negó a obedecer las órdenes de Washington para aniquilar lo que quedaba de Rusia. Puede que en Washington tuvieran las claves, pero eran sus hombres y sus mujeres quienes tenían las llaves.

Es más: teniendo conocimiento de que las fuerzas nucleares del Reino Unido y de Francia se disponían a lanzar todos sus misiles contra este país, rugió por un canal satelitario completamente en abierto, sin encriptar:

-Atención a todo el mundo. Les habla el general Behringer, al Mando Estratégico de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos. Si sube un poco más el nivel de radiación, la humanidad va extinguirse por completo en breve plazo. Como a algún hijo de puta se le ocurra aumentarlo aún más, ¡juro por Dios que lo haré yo, pero sobre su puta cabeza!

Planteados así los términos, todo el mundo se volvió muy razonable. De todas formas, eso no salvó a Rusia. Ni, para el caso, a la mayor parte del Hemisferio Norte. El planeta había quedado prácticamente desprovisto de capa de ozono. La pandemia 535.17 se extendía por todas partes. Las inmensas nubes de radiación, arrastradas por los vientos, cubrieron el planeta entero. La temperatura comenzó a descender, en un intenso invierno nuclear que arruinó las cosechas del Hemisferio Sur. No quedó un punto de la Tierra donde los niveles de radiación fuesen inferiores a los sufridos en Pripyat durante la noche del accidente de Chernóbyl.

A lo largo de varias semanas, no hubo un solo lugar al norte del paralelo 20 donde la dosis de radiación fuera inferior a 1 sievert, y generalmente estaba entre dos y diez, con algunas regiones calientes por encima de 300. Apenas llegaban noticias de Norteamérica, Europa o Rusia. Se hablaba de colas de decenas de millones de refugiados con síndrome radioactivo agudo abandonando las ciudades desprovistas de su logística esencial de subsistencia bajo el frío y la constante lluvia radioactiva. Esas colas se iban disolviendo a lo largo de su recorrido hacia ninguna parte, hasta quedar reducidas a cientos de miles, decenas de miles y, finalmente, unos pocos miles de individuos.

Las fuentes de agua potable estaban violentamente contaminadas, y los campos de cultivo y el ganado, también. El fitoplancton desapareció casi por completo, con lo que los animales marinos comenzaron a morir también en masa. Además, estaba el problema del comportamiento violento e incluso caníbal de los afectados que sobrevivían al objeto 535.17, horriblemente deformados, que a todo el mundo le recordaban realmente a los zombis de las películas, lo que dio lugar a los primeros mitos.

De todas formas, el 535.17 sólo fue la primera de las epidemias. Antes de 48 horas, se le sumaron el cólera, la disentería, el tifus, la tuberculosis y muchas más. Y el canibalismo no se limitaba a los afectados por 535.17, en aquellos eriales nucleares donde no quedaba nada para comer.

El 31 de enero de 2013, el recientemente creado Centro de Biología Humana y Nuclear de Guangzhou (China) hizo una estimación de la mortalidad en los primeros 30 días de la Posguerra. La cifra mínima posible ascendía al menos a 1.450 millones de personas y la máxima, a 3.200. Según estos mismos investigadores, la mortalidad total en el plazo de un año podría llegar a superar los 6.000 millones de personas. Otro dato muy preocupante era la tasa de fertilidad estimada, inferior al 0,2%, con un índice de malformaciones fetales superior al 40%.

De todos modos el aguijón, como siempre, estaba al final. La catástrofe agropecuaria y marina no permitiría soportar una población mayor de 200 millones de personas en todo el planeta, durante al menos dos años. Esa sería, pues, la cuota máxima de humanos que podrían sobrevivir al día del fin del mundo. Estimativamente, claro.

De las pequeñas grandes acciones.

De todos modos, el signo de la nueva gente estuvo quizás mejor representado en la infinidad de pequeñas grandes acciones que permitieron la supervivencia de millones.

Este fue el caso, por ejemplo, de un cierto capitán Adrián, de la Infantería de Marina Española, a quien sus compañeros llamaban "Tear" por alguna razón desconocida. Destinado cerca de Barcelona y aislado de sus mandos por el corte de las comunicaciones debido al gigantesco pulso electromagnético de Europa Sur, organizó su pequeña unidad bajo una intensa lluvia radioactiva procedente de las antorchas de Almaraz y Marcoule. Provistos únicamente de vehículos ligeros y unas pocas armas de infantería, recorrieron las calles de la ciudad abriéndose paso entre las violentas víctimas de 535.17 y otros que no eran víctimas de 535.17 pero resultaron igualmente violentos, recogiendo a todos los niños que pudieron encontrar.

Después, se hicieron fuertes en un hipermercado Carrefour situado al sur de la ciudad que conservaba en sus almacenes gran cantidad de comida y líquidos envasados, así como gasolina y otros combustibles en la gasolinera del parking. Allí, organizaron una pequeña comunidad donde los niños siguieron recibiendo sustento, cuidados, educación básica y, por qué no decirlo, mucho cariño. La parte más dura fue, sin duda, aplicar la eutanasia a quienes iban presentando los peligrosísimos síntomas del 535.17; les pareció más humano que abandonarlos a su destino de nuevo en el exterior. Entonces, sus vehículos salían de nuevo a por más, aunque cada vez resultaba más difícil encontrarlos y se hallaban en peor estado conforme la gente iba desapareciendo. Durante las durísimas semanas que siguieron al Día de los Inocentes, no hubo un sólo día en que los vehículos de la Infantería de Marina del capitán Adrián no recorrieran lo que fueron calles y pueblos de Barcelona en busca de más niños y niñas supervivientes.

Finalmente, conforme las reservas del Carrefour se iban agotando, decidieron organizar una pequeña columna y migrar en dirección sur, donde se decía que la radiación era menor. La unidad del capitán Adrián y sus niños y niñas se establecieron finalmente en unas cuevas de la región de Murcia, y se dice que al menos una pequeña cantidad de aquella precaria comunidad logró sobrevivir actuando conjuntamente con otras del mismo sector mediante interacciones de trueque y solidaridad.

Actos así se reprodujeron por todas partes, y fue la clase de actos que permitieron sobrevivir y mantener unos niveles esenciales de civilización. En cambio, quienes optaron por el survivalismo en números reducidos, perecieron casi en su totalidad. Demasiado poca gente, demasiado aislada, con una suma insuficiente de conocimientos prácticos, demasiado expuesta a la necesidad de las víctimas, que siempre eran más, muchas más, y con el paso del tiempo, mejor organizadas.

Así, en pequeñas comunidades que cooperaban fundamentalmente entre sí (aunque a veces también se pelearan por los escasos recursos disponibles), salieron adelante los supervivientes de la especie humana. Exactamente igual que hicieron sus antepasados, mucho tiempo antes, cuando tampoco eran muchos más de mil, entre el frío, el hambre, la enfermedad y las tinieblas.

Del fin de los tiempos que conocimos.

Durante los siguientes dos años, estados, naciones y ejércitos fueron disolviéndose con naturalidad, conforme desaparecían las gentes que debían mantenerlos vivos. Porque nada de todo eso, sin personas, es nada.

De vez en cuando, se producían algunas explosiones nucleares aquí y allá, de origen desconocido. Pero se trataba de incidentes aislados. Nadie sabía a qué achacarlas, aunque la explicación más probable era que, abandonadas a su suerte, algunos sistemas de "la mano del hombre muerto" aún completaron su función.

Pero no hubo más Skynets. Seguramente, habían sido desactivados por sus creadores antes de partir, sabiendo que incluso el más pequeño de ellos terminaría finalmente con la humanidad.

Hubo pequeñas guerras locales entre remotos países supervivientes. Pero luego, fueron languideciendo también, conforme la población humana se reducía más y más.

Aparecieron núcleos científico-tecnológicos en la India, en el sur de China, en Sudáfrica y en el extremo sur de América, bajo regímenes diversos y raros. También surgieron nuevas religiones e ideas, y las viejas se extinguieron o cambiaron tan radicalmente que nadie de la vieja gente habría podido reconocerlas. No todas, pero muchas de ellas, parecían apuntar una extrema animadversión al uso de la guerra y de la violencia. Aunque algunas tenían peculiaridades extrañas, como la justificación del canibalismo y también de formas extremas de sexualidad. Cosas del aprendizaje, de la supervivencia y de la reproducción.

Hacia la primavera de 2014, el sol comenzó a salir por primera vez de manera consistente en diversas regiones del planeta, sobre todo en su extremo sur. Poco después, la población humana se estabilizó en 98 millones de personas y comenzó a crecer levemente otra vez. La tasa de malformaciones fetales era del 67% y la mortalidad infantil, del 84%; pero, poco a poco, comenzaron a descender. La esperanza de vida media alcanzó de nuevo los 14 años. Los afectados por 535.17 se estabilizaron también, en lo que parecían ser sus propias extrañas comunidades, cuyo número nadie pudo estimar. Quien no había caído enfermo hasta ese momento, era probablemente porque era genéticamente resistente a la quimera.

De vez en cuando, aparecía algún submarino de ataque o incluso de misiles balísticos encallado en alguna costa. En otros lugares se hablaba de actos de piratería, quizá cometidos por sus tripulaciones buscando maneras de sobrevivir.

En el verano de 2014 llegaron algunas bombillas a Europa, procedentes de la ayuda humanitaria sudamericana, y los pocos supervivientes que las vieron brillar en la noche lloraron de emoción.

TK-20 Severstal

En el otoño de 2014, que es la primavera austral, una antena surgió de las suaves olas del Pacífico, cerca de una isla polinésica. Permaneció allí unos minutos, asustadiza, buscando amenazas una vez más, bajo un sol cálido que brillaba alegre en el cielo.

Poco después, el mar se abrió para que emergiera una torreta de sucio acero negro, grande como un edificio de cinco plantas. Tras ella vino el casco monumental. Era el submarino de misiles balísticos TK-20 Severstal, de la clase Typhoon.

Su capitán, que había logrado huír del Mar Blanco antes de que llegaran los misiles y submarinos americanos, una era atrás, se asomó a la plataforma superior. Estaba demacrado, barbudo, pestilente, después de casi dos años sobreviviendo bajo el mar.

Miró con unos potentes prismáticos hacia la costa. Y vio gente que se acumulaba en la playa. Hombres y mujeres, con niños pequeños. Casi desnudos, con ese cierto aspecto naif de la gente aborigen de aquellos lares de allá. Detrás, unas chozas. Y unas barquitas artesanales de pesca, y hogueras ante el mar.

El capitán del TK-20 Severstal, que seguía siendo una potencia nuclear en sí mismo, ordenó avante muy lenta. Por un momento estuvo tentado de alzar el pabellón, como los conquistadores de antaño. Luego recordó que ese pabellón ya no significaba nada, como no lo hacía ningún trapo de colores más.

Así pues, prosiguió con su plan, alzando un pabellón sin color alguno. Una enorme bandera blanca, que quedó ondeando al suave viento del Pacífico en el mástil del periscopio de combate.

El gigantesco submarino siguió avanzando lentamente hacia la orilla, ante la mirada entre asustada y curiosa de aquellas gentes. Por fin, la profunda quilla topó en el banco de arena y quedó varado allí.

El capitán ordenó entonces el sellado en frío de ambos reactores nucleares, degenerados a lo largo de dos años constantes de operación hasta tornarse tan peligrosos que podían haber estallado en cualquier momento. La orden se cumplió y el TK-20 Severstal, con sus cientos de cabezas termonucleares aún a bordo, murió así.

Después, el capitán fue hasta la orilla en una lancha neumática. Y pidió para sí y para sus hombres comida. Agua. Un médico, aunque fuera un médico brujo. Quizá una mujer, y un modo de vivir. Somos buenos marinos, extraordinarios marinos, seremos de utilidad. Por favor.

-=FIN=-