Relatos cortos
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Tomorrow's Child, un relato corto de Ray Bradbury (EN)

Tomorrow's Child, un relato corto de Ray Bradbury (EN)

Relato corto de Ray Bradbury publicado en 1949.
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Iris azules

Aquella noche un enano gigante bailando al son de Lynch vió pasar camiones repletos de maderos camino de la serrería mientras Bob se acercaba y se alejaba en una danza extradimensional y una mujer flotaba en el río.

Aquella noche un hombre manco me explicó el sentido del Kwizatz Haderach.

Aquella noche me asomé a un vagón de tren abandonado y vi el horror del fuego, escuché un pájaro trinar sobre fichas de casino y mujeres con lengua hábil anudando rabitos de cereza.

Aquella noche de terciopelo azul un camión de bomberos pasó por delante de mi casa mientras un tal Perú se mofaba del deseo de una chica.

Aquella noche no conseguí dejar de beber café mientras me servían bacon crujiente en aquel bar de camareras con uniforme rosa.

Aquella noche seres de iris azules me pasaban destiltrajes por debajo de la puerta mientras un hombre comía en la mesa pollos que se movían como cabezas borradoras.

(Texto dedicado a David Lynch. Año 2000. ContinuumST.)

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Sol blanco, barro rojo

Estoy desempolvando material de cosas que escribía con 20 añitos... hace ya... un montón de años. Están en papel, escritos a mano y eran de la época en la que comenzaba a intentar trabajar en el mundo del cómic y enviaba docenas de guiones a las editoriales. Cuánta ingenuidad adolescente. Pero bueno... Por si alguien quiere entretenerse un poco. Aunque no sea un relato corto... tampoco es un artículo, así que lo coloco en este sub... porque no sé dónde podría encajar mejor. Si no es así que algún admin me diga algo o lo cambie o...

********************************

Página 1.

Título: Sol blanco, barro rojo.

Viñeta 1.-

Texto: Recuerdas el sabor amargo del miedo.

Dibujo: El sol cae a plomo sobre unas trincheras en una zona de guerra de la I Guerra Mundial. Un día soleado en contraste con las alambradas, el barro del suelo, los charcos, huecos dejados por las bombas, humo a lo lejos.

Viñeta 2.-

Texto: Recuerdas la carta que le has escrito a tu novia y que no has podido enviar.

Dibujo: Un soldado en una trinchera, el uniforme destrozado y manchado, su fusil lleno de barro y el casco con abolladuras en algunas zonas. El soldado está inexpresivamente calmado, como ausente a lo que sucede. Detrás de él varios soldados de su compañía, uno enciende un gigarrillo, otro sacude el casco de barro y otro apunta con el fusil hacia la línea del enemigo. Son jóvenes, no tienen más de 25 años.

 Viñeta 3.-

Dibujo: Los soldados se agachan en la trinchera, las bombas caen a su alrededor levantando barro, humo y tierra.

Viñeta 4.-

Texto: Recuerdas la estatua que veías todos los días en tu pueblo, un hombre dándole la mano a otro y grabado en la piedra una frase que decía...

Dibujo: Primer plano de las manos del soldado agarrando con fuerza su fusil.

Viñeta 5.-

Texto: “... Hermano, mi brazo es tu brazo”.

Dibujo: Una bomba explota justo al lado del soldado, que es lanzando por la onda expansiva.

 

Página 2.

 Viñeta 1.-

 Texto: Recuerdas el olor a comida de tu madre cuando hacía caldo los martes y los sábados.

Dibujo: El soldado, se incorpora apoyándose en el fusil, manchado de barro, tierra, agua sucia. Mira hacia donde estaban sus compañeros.

 Viñeta 2.-

 Dibujo: En el lugar donde estaban sus compañeros ahora sólo hay un amasijo de cuerpos mutilados.

Viñeta 3.-

Texto: Recuerdas el día que te alistaste ahora con horror.

Dibujo: El soldado se acerca intentando ayudar a los que pudieran estar vivos. Todos parecen muertos.

Viñeta 4.-

Dibujo: El soldado vomita mientras a su alrededor siguen cayendo bombas. El sol brillante y limpio contrasta con lo que sucede.

Viñeta 5.-

Texto: “... Hermano, mi brazo es tu brazo”.

Dibujo: En una de las zancadas en la trinchera el soldado tropieza con el brazo de un compañero.

Página 3.

Viñeta 1.-

Texto: Recuerdas las trenzas de tu hermana, su carita tan dulce, tan sonrosada.

Dibujo: El soldado avanza por la trinchera entre el barro y el humo con pasos descuidados. Las bombas han parado de caer.

Viñeta 2.-

Dibujo: El soldado cae de rodillas en el barro manchado de sangre y comienza a llorar.

Viñeta 3.-

Texto: Recuerdas los campos de trigo de tu abuelo.

Dibujo: El soldado arroja el fusil al suelo y mira al brillante sol de mediodía.

Viñeta 4.-

Dibujo: El soldado sube por la trinchera y sale de ella, ausente, absorto, con la mirada perdida.

Viñeta 5.-

Dibujo: Avanza despreocupadamente por el campo de batalla sin rumbo aparente. Con la mirada perdida.

 

Página 4.

Viñeta 1.-

Dibujo: Sigue avanzado mientras comienzan a caer bombas a su alrededor

Viñeta 2.-

Texto: Recuerdas la carta que le has escrito a tu novia y que no has podido enviar.

Dibujo: Una esquirla de una bomba se le clava en el hombro y comienza a brotar sangre de allí.

Viñeta 3.-

Dibujo: Llega a un pequeño riachuelo que serpentea en el bosque.

Viñeta 4.-

Dibujo: Lentamente se quita el sucio uniforme.

Viñeta 5.-

 Dibujo: Y desnudo entra en el agua, ajeno a todo.

 

Página 5.

Viñeta 1.-

Dibujo: Se frota la suciedad, el barro con ganas, con fuerza.

Viñeta 2.-

Dibujo: Cruza el riachuelo y sale por la otra orilla.

Viñeta 3.-

Texto: Recuerdas el sabor amargo del miedo.

Dibujo: El soldado, en la orilla, mira al sol en el cielo haciendo parasol con la mano.

Viñeta 4.-

Dibujo: Una bala le atraviesa limpiamente la sien.

Viñeta 5.-

Dibujo: Cae al suelo muerto.

Viñeta 6.-

Dibujo: El sol brilla luminoso ajeno al drama.

 

 -FIN-

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Miserias de la era Covid

María Luisa no aguantaba más. Quizás ya llevaba tiempo hundida, puede que por problemas económicos o familiares, nunca lo sabremos. Seguramente el ambiente tan enrarecido que se respiraba durante los primeros días del confinamiento en marzo fue la gota que colmó el vaso. Y sin despedirse de sus hijos saltó por la ventana desde la onceava planta mientras los gorriones empezaban a emitir sus desafinados cánticos.

Federico salió por la puerta rápidamente sin decir ni adiós y casi tropezó con una mujer que llegaba con las bolsas de la compra. Se le veía cabreado. Jacinto, el conserje, le había dicho que en los quince años que llevaba allí trabajando no se había perdido ningún paquete, y que si ahora se había perdido el suyo le daba igual. "Le da igual"... Pero, ¿cómo tiene tanta cara este tío?, pensó. Me había costado cinco euros, pero no es por el dinero, lo que me jode es que lo perdáis, dijo antes de largarse de la conserjería, obteniendo por respuesta el silencio de Jacinto, que evitó mirarle a la cara.

Cuando Jacinto llegó al trabajo esa mañana se encontró en la entrada de la urbanización con la chica de la limpieza que lloraba aterrorizada, y balbuceando señalaba un bulto en el suelo a unos cincuenta metros. Se acercó para ver lo que era, intuyendo la tragedia, y cuando estuvo cerca reconoció el rostro desfigurado de María Luisa. Resopló sin separar los labios, y pensó... Este va a ser, posiblemente, el peor lunes de mi vida.

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Contumacia intolerable

I

Carolina Sigüenza era una dama ni demasiado entrada en años ni en fealdades excesivas. Su patrimonio se centraba sobre todo en su apellido y en la esperanza, disfrazada de repugnancia, de ser solicitada en matrimonio por un comandante francés de dragones aparentemente diez años más viejo que ella. Domar un dragón es una tentación demasiado fuerte para muchas mujeres.

Esa esperanza precisamente la inducía a desear que los suyos perdieran la guerra. Y que la perdiesen cuanto antes. No ensoñaba mejor futuro que un triunfo francés con José I en el trono y ella casada con un oficial de alto rango. Y al rey Fernando, que lo colgasen de un pino. En eso era razonable.

Pero la guerra no acababa, y menos aún después del desastre de Bailén, con lo que la dama, para no consumirse viendo pasar sus años, se hizo un poco visitadora, un bastante beata y un mucho criticona. Quien crea racionalmente incompatible este trío de atributos no conoce al ser humano.

Lo esperable en estas historias es que se muera el dragón, pero no sucedió tal: se murió la dama y de una pulmonía contraída al regresar bajo la lluvia de un partida de cartas en casa de una amiga.

Se murió la dama, afrancesada, insatisfecha y a medio descorchar.

Su entierro fue discreto. 

Sus propiedades pasaron a un convento y a un sobrino.

Su memoria pasó de largo.

II

Casi doscientos años después, en el barrio madrileño de Chamberí, una familia media, de recursos y prejuicios medios, discute acaloradamente sobre la resolución más conveniente a su problema doméstico.

La esposa quiere vender el piso.

El marido quiere llamar a la policía.

La abuela quiere llamar a un cura.

Los hijos quieren llamar a la televisión.

Cada cual tiene su propia opinión sobre el asunto, pero el caso es que hay que hacer algo.

Así no se puede seguir.

Tener un fantasma, pase.

Que sea el fantasma de una casa vecina y se aparezca en la tuya, malo.

Pero que se aparezca siempre a las horas de las comidas, ya es intolerable.

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Microrrelato

Nadie me miraba cuando quería que me vieran. Todos me abrumaban cuando sólo pedía discreción. Los humanos que me han rodeado siempre han sido como pequeños granos en la piel. Una piel que tengo curtida, pero ellos no lo saben. Hoy se me ha estropeado el frigorífico. A nadie le importaba. Ni siquiera a los reparadores de frigoríficos. ¿Por qué? Porque no les importa tu frigorífico.

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La leyenda equivocada (V)

Desde su oscuro rincón, ajado su rostro por los años y los diversos accidentes que los acompañan, también el espejo los contemplaba a ellos, maldiciendo al hechicero que le negó unos párpados que poder cerrar.

Odiaba a la vela que le impedía ignorar aquel suplicio. La odiaba con toda su alma reconcentrada y oscura, como una vieja oquedad donde en un día perdido quedó atrapada el agua, imposibilitada de buscar una vía de escape. Odiaba la llama enhiesta, triunfante en su brillo, como odia el reo de muerte a la humanidad entera que lo ha de sobrevivir. Estaba inerme, abandonado, condenado sin remedio a ser testigo de lo que hubiese preferido no imaginar siquiera. 

No podía recordar cómo había sido atrapado tras aquel cristal maldito, ni la hora ni la fecha en que había dejado su cuerpo, ni el delito cometido para merecer semejante castigo. En un último y renovado suplicio, hasta la memoria le habían robado. No podía recordar ni siquiera su nombre: sólo un vago sonido y algún retazo de conversación con algo que no era un hombre, ni una sombra, ni una luz. Algunas veces imaginaba una choza al lado de una montaña, entre pastos verdes, o el furioso correr de un río por una honda cavidad en la roca desnuda, pero no lograba encontrar un sólo detalle que le recordase a sí mismo. Sabía sólo que estaba allí atrapado, obligado a ver y a dejar correr los años, cien, doscientos ya, ¿quién sabe cuántos?

Se sabía capaz de gobernar los elementos, de pronunciar la palabra que pusiera a su servicio los vientos y las rocas, de convocar a su lado a los pájaros del cielo y las bestias de la tierra. Sabía que existía esa palabra y que en un algún momento del pasado había osado pronunciarla, pero no conseguía recordar nada más. Después de tantos años de abrasarse en el intento, había dejado ya de buscarla y se conformaba con los pequeños retazos de poder que había conseguido rescatar de su memoria.

Porque aún era fuerte. Aún conservaba parte de su dominio sobre los elementos. Quien quiera que le hubiese reducido al estado en el que se encontraba no había podía desarraigar completamente su pasado vigor. Era fuerte aún y tenía una razón para vivir: un amor que hacía soportable el dolor de su reclusión eterna. Desde que estaba ella, los días eran tolerables y ya no tan vacías las esperas. Tenía algo que esperar, una razón para no recibir la luz del sol como quien recibe un salivazo en el rostro.

Irina era todo lo que le quedaba, su único lazo de unión con el mundo, pero había llegado aquel hombre y ella se había entregado. Se había entregado con placer y ya no quedaba nada: sólo una eternidad sin esperanza tras un cristal. Días eternos y noches interminables hasta la hora de una muerte estúpida, sin esperanza de remisión, sin otro horizonte que días siempre repetidos en una habitación vacía, hasta que los muros de la casa se doblegaran por el peso de los años o la devastación del fuego. Sólo eso.

Si alguien hubiese mirado al espejo habría visto reflejarse centenares de veces la pequeña lengua de fuego, convertida en espantosa hoguera, en lumbre devoradora presta a tragarse la habitación y la casa toda, el mundo entero si era posible. Intentaba hacer salir de su ser el fuego para incendiar la casa toda, pero sólo conseguía un juego de luces propio de un bufón o un malabarista. 

Tenía que resignarse a la tortura de verlos, de ser testigo de sus caricias, indefenso, atrapado en su catafalco de cristal, vencido por una distancia tan corta y a la vez tan larga, tan fieramente insuperable como todas las que malquistan lo posible y lo imposible. Tenía todo el tiempo del mundo para apurar hasta la hez su dolor, el gran dolor de saberse condenado a mirar siempre a distancia al objeto de su amor, su condena el silencio, el perpetuo silencio que sumía sus palabras, sus requiebros, eternamente perdidos en la lisa superficie de su bruñida, brillante, implacable maldición. Pero lo peor era sentirse impotente, inerme, sin una sola oportunidad ante el rival que acariciaba su piel haciéndose dueño de los temblores, señor de los estremecimientos tantas veces ensoñados por el verdadero amante, el que juró vivir por ella tan solo a cambio de un beso, aquel beso inocente y tierno que la joven Irina, poco más que una niña, dio a su propia imagen al descubrir los encantos del alba de su cuerpo. 

Fue una mañana cualquiera, poco después de que Irina cumpliese los doce años. Su padre le había regalado un peine de carey y le había explicado que algunos países lejanos terminan en una extensión de agua tan grande que se puede tardar años enteros en cruzar de un lado al otro. En esos mares inmensos es donde viven las tortugas marinas, y con la concha de una de ellas un hábil artesano había fabricado ese peine para que ella se peinara. Irina pasaba mañanas enteras imaginando los mares mientras peinaba su melena con aquel instrumento casi mágico. Un día, regresó de pronto de sus ensoñaciones infantiles y fijó la vista en su propia imagen, como si no la hubiese visto nunca antes. Probó distintas trenzas y peinados, ensayó toda suerte de gestos y posturas ante el espejo y se encontró tan hermosa que besó sus propios labios en la fría superficie del cristal.

Desde entonces la adoraba con enfermiza constancia, anhelando la llegada de la noche, que le entregaría a la muchacha, para contemplar cómo se peinaba su largo cabello rubio, cómo se desprendía una a una de sus ropas y se ponía el camisón, antes de arrodillarse piadosamente para rezar sus oraciones.

Al principio tuvo vergüenza de verla desnuda, y aunque no podía evitarlo, sentía sobre sí la imagen de aquel cuerpo impúber como una mancha. Trató de convencerse de que la muchacha era tan sólo uno más de los objetos que a diario reflejaba en la habitación, pero todo fue en vano: la belleza de Irina crecía tan deprisa como su amor, y a fuerza de buscarlas halló razones para deleitarse en el único placer que le era dado. Tamaño privilegio lo había convencido de que era suya, sólo suya, hasta que aquella aciaga noche de diciembre entró por la ventana el apuesto capitán y deshizo el engaño, devolviendo al mundo lo que era del mundo y a Platón lo suyo: era de justicia que Irina entregara su amor a quien tuviera para ella algo más que miradas y silencio. Era natural que ella se entregase a quien pudiera estrecharla en sus brazos. Era lógico que prefiriese unos brazos de hombre a un anhelo de espectro.

Pero el alma del espejo no pudo, no quiso o no supo comprenderlo, y ebrio de rabia, de una rabia negra y mate como el basalto en que se tornan los ardientes ríos de lava, sospechó de pronto que el mismo poder que lo retenía a él podía aprisionarla también a ella. 

Tras aquel cristal había sitio para los dos: en un abismo hay sitio para el universo entero. 

Tras aquel cristal vivirían juntos eternamente, en una existencia sin fin, y la condena se tornaría recompensa, un premio aún mayor que cualquier paraíso que hubieran podido prometerle cuando aún era un ser humano. 

El espejo sintió una rendija de luz, una tímida esperanza en la negrura de su pecho, y reconcentrando su voluntad miró fijamente a Irina, tendida lánguidamente sobre el lecho, hasta que en un esfuerzo supremo pudo también él poseerla, hacerla suya para siempre, aunque de muy distinta, lejana, siniestra manera.

Los amantes no se dieron cuenta de nada. Estaban demasiado embebidos en sí mismos para tener en cuenta la existencia de algo que no fueran sus propios sentidos. Nada cambió en la habitación. No sonaron distintos los silbidos del viento ni el crujir de las maderas. No hubo avisos del Cielo ni se oyeron las risas del infierno. 

La noche continuó entre besos renovados y recién descubiertas caricias, delirantes a veces, remisas en ocasiones para acrecentar el ansia que habría de ser saciada luego.

Los primeros rayos de sol encendían ya las aristas de la nieve cuando Adalberto e Irina se despidieron.

Afuera, la nieve había dejado de caer.

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La canción de Gloria Lasso

—¿Otra copita?— preguntó María a sus aburridos invitados.

El coñac era tentador, pero no tuvo éxito en aquella ocasión; algunos incluso comenzaron a dar señales de que no pensaban quedarse mucho tiempo.

Las casas situadas en las afueras gozan de una paz desconocida en las ciudades, pero a menudo pecan de exceso de carácter, sobre todo las antiguas, imponiendo su obstinado silencio a quienes las habitan para mejor escuchar los propios crujidos. Tal vez la magnífica alfombra del salón, de la que tan orgullosa estaba su dueña, los muebles del siglo pasado y el aroma de la madera añeja tuvieron algo que ver con que el ambiente se hubiera relajado hasta el punto de invitar mas al sueño que a la conversación.

La cena había sido espléndida y el vino aún mejor, culpables en buena medida ambos de que aquella reunión de viejos amigos hubiera tocado fondo poco después de la medianoche. O quizás sea mejor no buscar otras razones y baste con decir que, por llevarlo ya ellos dentro o por haberlo contraído de algún rebuscado modo, el aburrimiento se había apoderado de todos ellos hasta que el murmullo de las conversaciones fue dejando paso al silencio, ya sólo desafiado abiertamente por Alberto, que cantaba suavemente la conocida canción de Gloria Lasso:

         “Nunca sabré por qué siento tu pulso en mis venas,

          Nunca sabré en que viento llegó ese querer...”

—¡Ah!, ¡por Dios!, deja esa maldita canción —le recriminó María—. Cecilia se pasaba todo el día cantándola.

Y aquel nombre surgió como un clavo ardiendo al que se aferró la conversación en un último intento, acaso póstumo, por no caer al vacío.

 —¿Qué ha sido de ella?— Preguntó Marta, sorprendida por no haberse acordado antes de la amiga de antaño.

—Ni idea. Es como si se la hubiera tragado la tierra— respondió María. —No he vuelto a saber nada de ella desde hace tres años, cuando nos aguó la fiesta con aquella maldita historia. Y sinceramente, desde aquel día, tampoco me he preocupado mucho de buscarla: si quisiera, ella sabría donde encontrarme.

—¿Qué historia?— terció Alejandro, que trataba desesperadamente de huir de un nuevo acceso de locuacidad de Juan Antonio, el cura eternamente enfundado en su sotana, inmune a cualquier desaliento.

—La verdad es que preferiría no hablar de eso— se disculpó María.

Unos cuantos ruegos inopinadamente calurosos, y su enraizado sentido de la hospitalidad, la impulsaron a ceder a pesar de que no le apetecía para nada recordar lo sucedido.

 La botella de coñac comenzó a pasar de mano en mano ante la expectativa de una historia, y los que, distraídamente, habían recogido sus guantes o su encendedor, volvieron a dejarlos en su sitio y se arrellanaron en sus asientos.

A la vista de que la noche aún podía saldarse con algo más que los obligados cumplidos y los saludos de rigor, la anfitriona decidió no hacer un simple esquema de los hechos y se lanzó a contar una verdadera historia, como todos esperaban.

—Hace tres años—empezó con voz voluntariamente engolada— nos reunimos el día de los Santos Inocentes y nos fuimos a cenar a casa de Miguel, en la ciudad. Sólo estábamos Miguel, Sonia, Cecilia, José Luis y yo. Los demás, no tengo ni idea de dónde os habíais metido ese día. Después de cenar nos pusimos a hablar hasta que la conversación se fue apagando poco a poco. El silencio empezaba a hacer estragos cuando Miguel propuso, medio en serio medio en broma, que hiciéramos espiritismo, como en los viejos tiempos.

—Con esas cosas no se juega—. Interrumpió Juan Antonio, siempre atento a la oportunidad de introducir su cuña moralista.

—Tal y como nosotros pensábamos hacerlo no pasaba de ser un mero entretenimiento, como el parchís, pero Cecilia se negó en redondo. Se negó con tal vehemencia que llegó a parecernos un poco histérica, y ya sabéis lo raro que es eso en ella.

"Tuve una experiencia horrible una vez y no quiero volver a saber nada ni de espiritismo ni de cosa que se le parezca", nos dijo. Pero como era el día de los Santos Inocentes, creímos que nos estaba tirando el anzuelo para gastarnos una broma y le preguntamos qué había pasado.

"¿Os acordáis de Javier?" , preguntó.

“ Si, claro, ¡cómo no nos vamos a acordar! ", respondió José Luis.

" Pues no murió de un infarto, como todo el mundo cree. Yo estoy segura de que no".

Los cuatro la miramos sin atrevernos a abrir la boca, esperando que ella dijera lo que tuviera que decir: si era una broma la había llevado demasiado lejos. Pero su expresión no parecía la de alguien que preparara una inocentada.

" Mucho tiempo después de que los demás dejarais de interesaros por esas cosas, nos seguíamos reuniendo él y yo, como cuando éramos estudiantes. Cogíamos un libro y unas tijeras e invocábamos a un espíritu, siempre al mismo."

" El mismo del que habláis en la novela”, dijo Sonia, que sabía algo del tema.

" Sí, ese. Y le preguntábamos muchas cosas, del pasado y del futuro; algunas eran muy importantes y otras no pasaban de simples tonterías: ya sabéis como suele funcionar el tema. Lo más curioso es que, a la larga, he podido comprobar que sus respuestas eran siempre ciertas, por inverosímiles que pudieran parecer en principio. 

Era algo estupendo: era como tener un amigo que vive muy lejos y te cuenta cosas de un país extraño. Por lo que pudimos adivinar, en vida había sido un tipo magnífico y no había nada que temer de él mientras conserváramos nuestra buena disposición y nuestras buenas intenciones.

Luego, con el tiempo, el espíritu comenzó a mostrarse un poco más arisco con Javier, negándose a contestar sus preguntas o dándole respuestas ambiguas, pero a mí me seguía tratando igual que siempre.

En aquella época llegué incluso a soñar con él un par de veces. Yo misma sería la primera en decir que estaba obsesionada si no fuera por que se trataba de unos sueños rarísimos: él simplemente me sonreía, con su gorra ladeada sobre la cabeza, y desde su enorme estatura me miraba con ojos llenos de algo indescriptible, algo a medio camino entre la ternura y la pena. Entonces, daba un paso hacia mí y me ofrecía la mano, pero cuando yo la cogía él empezaba a desvanecerse y la tristeza se acentuaba en sus ojos. En ese momento, siempre en el mismo, me despertaba sobresaltada, aunque no con el terror de después de haber tenido una pesadilla.

Se lo conté a Javier y me dijo que se me estaba empezando a ablandar la sesera, y que si no durmiera sola no tendría esa clase de sueños precisamente. Ya sabéis como era Javier cuando bromeaba."

"¿Pero qué pasó luego?", preguntó Cristina, impaciente.

" Un día, un día tan húmedo y asqueroso como hoy, nos reunimos donde siempre y convocamos al espíritu, que parecía estar esperándonos, a juzgar por lo rápido que se empezó a mover el libro. Al principio todo fue igual que siempre, pero cuando llevábamos unos minutos haciéndole preguntas nos dimos cuenta de que una extraña luz blanquecina se extendía por todo el zócalo de las paredes. Javier se asustó un poco y le preguntó al espíritu si esa era su luz. La respuesta fue totalmente afirmativa y yo también me asusté, y más aún cuando la luz abandonó el zócalo de la pared y empezó a reptar por el suelo, como una mancha blanca, hasta rodearnos. Entonces, dejando el libro de lado, nos agarramos con todas nuestras fuerzas para enfrentarnos a lo que pudiera suceder.

El cerco de luz se estrechó aún más, hasta que se convirtió en un círculo bajo nosotros. En ese momento pareció tomar forma en el aire y se introdujo por nuestras bocas hasta que desapareció como si de verdad nos lo hubiéramos tragado.

Desde luego, cuando ocurrió esto, encendimos las luces y nos fuimos a la calle a toda velocidad. Javier dijo no encontrarse muy bien y se fue a casa.

Tres días después había muerto. Fue la última vez que lo vi."

”¿Y tú? ", le preguntó Miguel.

"Yo también me sentí rara, pero no puedo decir que fuera una sensación desagradable. Desde que ocurrió aquello me pongo enferma sólo de pensar en una sesión de espiritismo. Aunque sea en broma".

—Así que, después de escuchar esto, los cinco, amedrentados y cabizbajos, salimos a la calle a tomar unas copas, a pesar de la lluvia.

—La historia no deja de ser curiosa, pero tampoco es para tanto— dijo Alberto.

—Es que aún no he terminado. A mí, lo que realmente me dio escalofríos fue ver cómo, a pesar de la buena temperatura, el agua de la lluvia formaba carámbanos en los bajos del abrigo de Cecilia.

Feindesland. 1993

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Continuará... 21

Esta parte del "relato largo" (larguísimo, por lo que veo) viene de aquí y en este orden, primero aquí:

www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-7

Después aquí:

www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-11

Luego:

www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-14

Después...

www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-17

Luego:

www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-20

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Dos días después lo llamaron desde la Policía. Una llamada muy cordial, invitándolo a pasarse por la comisaría de la localidad. El policía le explicó que habían convocado a varios vecinos de la misma calle para ver si podían ampliar la información que ya tenían. Juan dijo que mejor por la tarde, tras la salida del trabajo. En un momento, Juan preguntó si se trataba de alguna broma o algún tipo de timo, y que cómo sabía que le llamaba la Policía. El policía al otro lado, armándose de paciencia, le dijo que era fácil de comprobar, que viniera a la hora indicada a las dependencias policiales y que allí le dirían con quién hablar. Juan estuvo a punto de añadir un “¿y si me niego a ir?” Pero no le pareció prudente ni práctico. Así que dijo que allí estaría.

Tanta rapidez le ponía en alerta, muchos de estos casos se alargaban semanas y semanas, meses, años. Pruebas forenses, peticiones al juez, control de móviles, revisión de mensajes, todo eso requería siempre de una petición al juez y que éste lo aprobara o no. Quizás el hecho de que el padre hubiera sido inspector de Policía. Quizás. Había leído un artículo hablando de que estaba ya retirado de la Institución y que había sido condecorado dos veces. La familia estaba esperando que terminara todo el proceso para poder enterrar a la hija. Discreción total en los medios, parecía que se respetaba escrupulosamente la intimidad de familiares y allegados, ni siquiera la prensa más carroñera se había interesado en sacar asuntos escabrosos o sensacionalistas.

Sentado en un pasillo, en uno de esos bancos de madera que debían haber visto y oído de todo, esperaba que le llamaran para la entrevista. Miraba a un lado y a otro buscando a alguien en su misma situación, algún vecino que viniera a contar lo que pudo ver u oír esa noche, tal y como le habían convocado a él. Miró su reloj. Quince minutos tarde de la hora pactada. Paredes de un verde hierba que habían conocido mejores años, puertas grises y cierto ajetreo entre despachos, nada especial. Policías con papeles y carpetas entrando y saliendo de diferentes estancias. Tranquilidad.

Mientras esperaba que lo llamaran, repasaba alegremente que él no había guardado ningún objeto de “recuerdo” del cadáver, ni tenía agendas con caligrafía atropellada contando sus logros, ni ningún manifiesto con declaraciones de doctrinas o propósitos, ni tenía nada escrito en ninguna parte. Nada, ningún documento u objeto en casa que pudiera delatarlo. Todo lo tenía en la cabeza, lo guardaba allí arrinconado en compartimentos concretos, ordenados por horas, sensaciones, reflexiones y certezas, esas secciones mentales tenían ciertos seguros que él llamaba “olvidos conscientes”, una manera que tenía de no acceder a ningún recuerdo que pudiera mostrar nada de lo que tuviera clasificado en esas partes recónditas de su mente. Entre sus muchas reflexiones aleatorias se reía mentalmente de cómo la sociedad defendía el diálogo, la diplomacia para llegar a acuerdos, una sociedad dialogante y civilizada. Él sabía, con férrea convicción, que todo eso no era más que hipocresía y teatro. Según Juan, cuando alguien tiene razón en un tema, el que sea, y hay otra persona que opina lo contrario, la única solución es machacar físicamente al otro. Eliminarlo, matarlo. Los animales cuando entran en peleas territoriales o por hembras de su especie, los mamíferos se tumban patas arriba, enseñan la panza como señal de haber perdido y el ganador deja de atacarlo habiendo ganado. Los humanos no teníamos ese acto reflejo, si alguien mostraba algún signo de reconocer que el otro le había ganado, lo eliminaría sin contemplaciones. Recordaba una frase de un libro: “La estocada más certera y con más fuerza la da quien cree tener más razón que el contrincante. Un atisbo de duda y estás muerto.” Eso era la vida, la real. O eso creía Juan. Tampoco era tonto y no quería ir a la cárcel, ni ser ajusticiado, fingir era el precio que debía pagar por actuar en ese teatro llamado Sociedad.

-¿Juan Gómez? –preguntó un policía abriendo una puerta y mirándolo.

-¿Sí?

-Pase, por favor –era joven pero no eran un recién llegado a la Policía. Uniforme impecable.

Juan encontró un pequeño despacho, atiborrado de informes, carpetas de colores, un ordenador, una planta mustia en la ventana, una mesa de despacho espartana y dos sillas. El policía se sentó delante del monitor y del teclado, ladeado un poco para ver a Juan que se sentó frente a él. Por un instante pensó que por qué era tan típico, tan cliché lo de la planta mustia en lugares así, con lo poco que costaba un poco de luz y un poco de agua.

-Bueno, señor Gómez –mirando algo en el monitor-. Juan Gómez Gómez, calle Águila Martínez, 66.

-Sí –respondió acomodándose en la incómoda silla, pensando que la del agente estaba acolchada y parecía más cómoda. Truco número uno de manual. Pensó con sorna interior.

-Le indicó a los compañeros que no oyó nada la noche del catorce y madrugada del quince –mirando al monitor y posiblemente pasando páginas y deteniéndose en alguna.

-Eso es.

-Haga memoria... ¿qué estaba haciendo entre las once y las once y media esa noche? –ahora sí mirándolo directamente a los ojos, buscando algún signo que no iba a encontrar.

-No sé... Ya habría cenado. Ceno a las nueve y luego supongo que me iría al taller o estaría viendo la tele o... –respondió con parsimonia.

-¿No oyó nada fuera? –ahora tecleando algo en el informe que tuviera delante.

-No sé, como algunas noches se oyen ladridos de perros... –fingiendo recordar usando correctamente la mirada hacia arriba y a la derecha. Típico micro signo de rememorar con imágenes–. Hace un mes o así, oí ruidos extraños en la casa que está en venta sobre las ocho de la tarde o así...

-¿En cuál de las dos? –preguntó el policía, listo para anotar algo más en el informe.

-Creo en la de la derecha, en el 68...

-Ajá –tecleó algo que le llevó medio minuto o algo más de tiempo.

-¿Por qué precisamente a esa hora, a las once...? –preguntó Juan intentando pescar.

El policía se lo quedó mirando, con ojos neutros pero escrutadores. Justo en ese momento se oyeron voces fuertes en el pasillo.

 “¡Coño, Ferrer, no...! ¡Déjanos trabajar... Vete a casa!”

“¡Joder, qué pronto se os olvida que me he dejado la vida aquí...!

“Venga, vamos a tomar un café, vente conmigo... No lo jodas todo, sabemos lo que estamos haciendo...”

Las voces se extinguieron poco a poco, alejándose del pasillo. Juan ya sabía que el padre de la mujer rondaba por la comisaría. De nuevo el escalofrío de una sonrisa interior de placer recorrió su espalda.  

-El móvil de la víctima estaba activo a esa hora en esa zona –respondió el policía sin reaccionar a las voces del pasillo.

-Ah, igual se paró a hablar con alguien... –retador.

-Claro. –el agente hizo una pausa mirándolo y luego revisando algo en el monitor-. ¿Vio usted a alguien o escuchó algo sobre esas horas?

-Como no fuera a la señora que pasea a su perrito a horas raras... –dijo Juan desviando la mirada a la planta mustia. 

-La señora pasó por allí sobre la una y media de la madrugada –respondió el policía seguro, sin mirarlo.

-Ah, pues como a veces saca varias veces al perro... –ahora sí que estaba disfrutando Juan.

-Ya, ¿y qué hizo usted luego? ¿Estuvo durmiendo sin más esa noche? –impasible, Juan notó que ahora quería pescar el joven uniformado.

-Supongo que me iría a dar una vuelta, no podía dormir...

-Como le dijo a los compañeros que tenía el sueño pesado...

-Ya sabe, hay días y días, a veces los lunes se mezclan con los miércoles, ya no tengo la memoria tan fina... –con una sonrisa en la cara mientras se apuntaba con un dedo la frente. 

-Lo digo porque a las cuatro y cuarto de la madrugada entraba en la discoteca Xangri-A... –obviamente le tocaba mover el cebo de la caña de pescar. Juan lo estaba esperando.

-Vaya... –esto le sorprendió un poco, pero había visto perfectamente las cámaras antes de entrar allí.

-Hay cámaras en los accesos a ese local por seguridad.

-Pues sí... –dijo Juan asintiendo con todo el cuerpo.

-A las siete y doce minutos pasó un control de alcoholemia con la Guardia Civil... –dijo el policía tecleando algo en su ordenador y sin mirar a Juan.

-Cero cero –respondió imitando el tono de un anuncio típico de esas bebidas.

-Ya. Bueno, pues nada más, gracias por su colaboración –el policía se levantó ofreciéndole una saludo de manos a Juan, que éste no rechazó. El apretón no le gustó, le había parecido excesivo. Manías. No le gustaba el contacto social.

Juan salió pasillo abajo hacia la salida de la Comisaría, justo en ese momento le pareció ver a Lucía entrando en un despacho. No podía ser. Esperó unos minutos hasta que la mujer volvió a salir. No, más baja, pelo parecido, nariz diferente. Desliz freudiano, pensó. 

Mientras caminaba de vuelta a su casa. Reflexionaba sobre si convenía volver a llamarla o dejarlo correr, por si había más peligro en intentar sonsacarle información o en que ella se lo sacara a él. Cosa que le parecía simplemente imposible. A él, al controlador de la realidad. Pasaría por la verdulería. Mañana era sábado y tocaba mercado. Debía consultar el tiempo, ya que avisaban para ese fin de semana de lluvias intensas.  

Esa noche, la lluvia llegó como una llovizna insulsa. Conectó su portátil. Hizo clic en un anuncio de frigoríficos inteligentes, en un artículo publicitario de un banco en línea, y en la web promocional de una cantante llamada “Adipalu” con un vídeo machacón y soso que tuvo que cerrar después de apuntar varias veces a una esquiva “x” que se movía. En la información local volvían a incidir en la posibilidad de que el caso de Ferrer estuviera relacionado con el fondo de inversión WorldMundo Hainsbach, sus abogados declinaron hacer declaraciones, cosa que motivaba a los “cazanoticias” de dientes afilados a especular sobre los motivos de su falta de comentarios. Recordaba un artículo sobre los dientes de los tiburones y que la cantidad de dientes estaba ligada a lo que comían, los que se alimentaban de presas grandes tenían menos pero de mayor tamaño. Y los que cazaban presas pequeñas tenían más para facilitar su captura. Una adaptación evolutiva del mundo de la prensa sensacionalista. 

En otro periódico habían conseguido entrevistar a uno de los trabajadores que había estado limpiando el cauce, sin mucha información, ya que él no había estado en el turno en el que se encontró el cuerpo. En otro periódico de tirada nacional, algo más serio, se decía que aún no se había levantado el secreto del sumario y que el Juez Lacosta se encargaba del caso. Se habían enviado especialistas de la capital provincial y algunos habían llegado desde Madrid, sobre todo en la parte más técnica de la medicina legal. El ex marido de la asesinada había llegado desde Francia y se le había tomado declaración en Comisaria. Apuntaban que años atrás, ese hombre (M.A.L.L.) estuvo implicado en un desfalco en la compañía alimenticia para la que trabajaba. Quedando libre de todos los cargos meses después. “La prensa nunca defrauda”, pensaba Juan, mientras apagaba y desconectaba su ordenador. Subió a su habitación y se quedó mirando la ventana, ahora llovía algo más intensamente. Mañana iría a comprar al mercado contra viento y marea. El domingo haría nueva lista semanal, esta vez completa. Las cosas deben volver a su cauce. Cauce. Soltó una risotada mientras se disponía a dormir.

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Un cotidiano agujero de gusano

La doctora Andrea Salazar comprobó la fecha en el calendario que había en la pared de su laboratorio de física cuántica en la Universidad de Míchigan. Llevaba mucho tiempo estudiando los viajes en el tiempo y por fin, después de muchos años de estudio, había llegado a la conclusión de que eran más habituales de lo que la gente pensaba
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¡Igni Ferroque!

Nicolás Montes sabía que tenía que entregar el informe de contabilidad del último semestre, también era consciente del desastre de la última lanzadera que había quedado a la deriva más allá de la Luna. El rescate había disparado la contabilidad del departamento de seguros para el que trabajaba, así que ese día no estaba de buen humor. Cansado, cerró la aplicación holográfica de administración moviendo los dedos como si fueran un molinete. Se levantó y comenzó a desvestirse camino de la ducha de vapor que todas las empresas tenían. La Ironhammer Ltd., donde trabajaba Nicolás, tenía además cubículos de sueño de última generación, una gran sala de desconexión neural, y lo que popularmente se conocía como el “cubo”; la enorme sala de realgame que poseía la compañía era lo que más le gustaba.

 En la ducha, envuelto en microgotas de agua templada, en una nube de vapor que limpiaba cada poro, que lo abrigaba cálidamente en una fina bruma de agua, comenzó a relajarse pensando en su personaje: Elionor Atmiko. La última batalla contra el semidiós Ayperos había sido tan infructuosa como dura, sus compañeros de armas Potheros Wibling y Alena Miranda habían unido fuerzas en una de las cuevas laterales para cerrar el suministro de almas que abastecía al semidiós, durante horas habían defendido esa entrada con valor y destreza, hasta que el número de diablillos de plasma se había multiplicado por cuatro y tuvieron que retroceder para poder resucitar a Potheros, cosa que hizo hábilmente la cronomante Alena. Su ducha había terminado y el secador corporal con fragancia de cedro lo había dejado como nuevo, sacó de un armario el mono rojo con cierres magnéticos que se usaba en el “cubo” y se dirigió hacia allí con fuerzas renovadas.

La sala de realgame era un cubo perfecto de treinta metros de lado, con microsensores máser repartidos en un patrón que a él le parecía aleatorio, el generador iónico que producía los 250kw necesarios para poner en marcha el ingenio zumbaba imperceptiblemente. Tras cerrar la puerta de la sala, el mono que llevaba puesto se conectó a la interfaz neuronal que tenía implantada detrás de la oreja derecha. Al instante, los sensores de seguridad comprobaron el iris, la inducción del cuerpo de Nicolás y la biometría básica. Se situó en el centro de la sala y con voz clara dijo: “Confirmación de seguridad LH.954.VL. Orden voz mía, Profesor Kayington”. Al instante, la sala entera cambió a la presentación del realgame “Swashbuckler 2 RG”, un escenario de rocas oscuras con ríos de lava en las famosas Islas Flotantes de Morr.

-Orden voz mía, Elionor Atmiko –el escenario cambió a la sala de su clan en el Castillo de Gronnar.

El patio de armas se le mostraba en todo su esplendor, los pendones con el dragón dorado sobre campo de gules ondeaban movidos por la leve brisa marina de la Costa de Fashdor, una leve llovizna salpicaba las paredes y el suelo de piedra negra del patio; la armadura le pesaba en el cuerpo, la sala construía todo de un modo físico y real combinando haces de energía en objetos sólidos con una tecnología que a él le parecía mágica; la cota de mallas, áspera y fría, le caía pesadamente sobre los hombros debajo de la armadura de acero galaar forjada por su amigo Leonor Prizi, el mejor armero del clan, quien además había mejorado -con bismuto charriano- quijotes, rodilleras, grebas y escarpes. La armadura ya no brillaba como el primer día, los golpes, caídas, quemaduras, y demás penalidades que había soportado le habían pasado factura y ahora tenía partes abolladas, erosionadas, dobladas y reparadas a martillazos. En el camino a su estancia privada, dentro del castillo, saludó efusivamente a la nigromante Alissia Takiana. Gracias al traductor universal del juego la comunicación era fluida e instantánea en todos los idiomas del planeta.

-¿Váis a intentar hoy la cueva suroeste, Elionor? –preguntó la esbelta joven de corto pelo negro y tatuajes rojo sangre en cara y antebrazos, su armadura ligera tenía un abigarrado trenzado de huesos y tendones, terminados en una corta cota de mallas a modo de faldón protector, donde el verde obsidiana y el negro mate se mezclaban con sutil y oscura belleza.

-Sí, ¿vosotros iréis al flanco norte? –respondió Elionor mientras se ajustaba la correa del codal derecho.

-Ajá, esta vez se nos unen los aliados del clan Poscramon, vendrán todos... –contestó la nigromante encaminándose hacia sus aposentos personales en el castillo.

Elionor abrió el portón de su estancia y se acercó a la panoplia de armas, esta vez había pensado usar la espada larga de Victo, la puso sobre la mesa de trabajo y de una arqueta sacó un botecito rotulado como Almizcle de Dormur, con cuidado bañó la punta de la espada a sabiendas de que haría más daño a los peligrosos diablillos de plasma, y que para el resto de cadáveres andantes que pululaban por la cueva el efecto sería el contrario, sabía que si querían bloquear el avance en esa cueva había que tomar una decisión. Añadió a su pequeño zurrón varios ungüentos curativos pensando que ahora le llegaba el turno al escudo, sopesó su Kinslayer, evidentemente pesaba más que el que había usado la vez anterior y eso le quitaría movilidad, pero debía protegerse del fuego mágico que lanzaban los pequeños engendros voladores.

Se dirigió a la sala donde se encontraba el portal galaar, allí ya estaban varios compañeros de armas, ajustándose unos a otros correajes, yelmos y botas, podía ver a Izzy Junior, el neomante; dos nuevos guerreros que habían demostrado su valor en el combate; Lahsa Matador, el elementalista; Nina Porthbow, la esbelta arquera y Red Realms, experto animalmaestro con el que había compartido cientos de aventuras en el Bosque de Cristal.

El oficial al mando de esta incursión, Martin Bayer, dio las últimas indicaciones tácticas, recomendó un par de conjuros a Lahsa, regaló un elixir de aumento de la energía a Izzy y con el saludo del clan: “¡Igni Ferroque!”, atravesaron el portal galaar.

El Bosque de Miedoverde, desde el que se accedía a la cueva suroeste, era un caos: gritos, árboles ardiendo, carreras y gente herida asistida por otros compañeros de armas. El líder de la avanzadilla, Lord Strain, tenía el escudo partido en dos, el yelmo destrozado y un brazo herido, aún así seguía dando órdenes de retirada y de ayudar a los caídos, los gritos se mezclaban en confusa algarabía “¡¿Dónde se han metido los del clan Antorcha Oscura?!”, “¡Ayuda, aquí!”, “Nigro, levanta allí cadáveres”, “¡Maldita sea, dónde está Lady Regina, ¿alguien la ha visto?!”, “¿Y los refuerzos... dónde están los jodidos refuerzos?”, “¡No puedo andar, ayuda!”. Nicolás, cogió del brazo a un arquero que cojeaba herido, sin carcaj ni arco y con la coraza de cuero quemada en algunas zonas.

-¿Qué ha pasado, arquero? –preguntó Elionor, mientras le ayudaba apoyándolo sobre una roca para que descansara.

-Los diablillos de plasma... salieron de la cueva y... quemaron el bosque –respondió el arquero cogiendo aire mientras se palpaba la herida de la pierna.

-Pero si teníamos aquí apostados a tres clanes completos... Toma, bebe –dijo Nicolás mientras diluía su ungüento en agua para dárselo a beber.

-Los diablillos... vinieron con Lord Mortenecra, era cientos de diablillos y el... maldito demonio usaba escudo de alma... en todos ellos, era imposible contenerlos, mucho menos vencerlos.

La voz de Martin Bayer se sobrepuso al caos ordenando a la gente a reagruparse para el cambio de estrategia. Las instrucciones habían sido claras, para asistir a los heridos habían llegado dos clanes alemanes, apagando el fuego estaba el clan Kill Ten Rats y el argentino Espada de Justicia, varios guerreros galegoos armados con hachas talaban los árboles en llamas para contener el fuego y que no se extendiera, había que formar una línea defensiva mientras las labores de extinción y asistencia a los heridos se llevaba a cabo. Los miembros se habían distribuido en una variante de la formación macedonia, donde la primera línea estaba formada por guerreros, guardianes y neomantes con armadura pesada, piqueros de daño sagrado en segunda línea, y en formación de media luna arqueros, paladines y cronomantes, los aleros estaban cubiertos por ilusionistas y nigromantes.

De pronto, un rayo partió el cielo en dos a la altura del pico Kex, al norte, el trueno tardó pocos segundos en llegar y un fuerte aguacero comenzó a caer, el agua dificultaba la visión; Elionor se levantó la visera y se bajó la babera, para poder ver mejor, el barro sería un problema para las armaduras pesadas así que Martin estaba cambiando las posiciones cuando al fondo del bosque el grito chirriante de diablillos de plasma hizo que todos se girarán hacia donde se había oído el espeluznante tronar agudo de miríadas de diablillos.

Elionor apretó el escudo contra su cuerpo, puso la espada en posición tercera y apretó la empuñadura con tanta fuerza que nada se la arrancaría de las manos, ya veía acercarse volando al gran grupo de enemigos, aleteando sus negras alas mientras lenguas de plasma dorado se agitaban en sus pechos y brazos. Con un graznido salvaje, aceleraron hacia ellos.

La batalla iba a comenzar y ahora Elionor sólo podía oír el potente grito de guerra de la alianza: ¡Igni Ferroque!

  

FIN

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Del bosque a la escuela

Mucha gente piensa que la historia la escriben los vencedores, normalmente es así, pero esta historia la cuenta alguien que ha sido vencido por el sistema. Durante mi corta vida me han pasado muchas cosas, he pasado mi infancia y adolescencia en el bosque de pinos que hay junto a la ladera de la montaña.

Allí la mayoría de las personas que habitan la zona son fuertes leñadores que trabajan para la empresa papelera de la ciudad. La fábrica de papel produce una gran cantidad de libros para que los niños puedan estudiar en las escuelas y tener un papel relevante en la sociedad. 

Un día me llevaron de visita a la fábrica para ver de cerca el proceso el cual convierte mi bonito hogar, el bosque de la ladera, en un montón de libros de obligada lectura para menores. Pude ver de cerca cómo introducían en las máquinas pinos jóvenes en su máximo esplendor, mutilados por sus extremidades. Solo dejan pasar por la máquina el centro del árbol, cómo si de un chupa chups sin caramelo se tratase, y en resto va a un contenedor de desechos.

La máquina transforma al dolorido pino en filamentos muy finos de celulosa, los compacta y da forma de rectángulo blanco al que llaman hoja de papel. Ahí se producen ingentes cantidades de estas hojas de papel listas para ser mutiladas y marcadas con tinta de colores en la siguiente máquina, salían más de las que a simple vista podrías contar, no se diferenciaba una de otra.

Al lado estaba la máquina que perfora un paquete de hojas y las une con hilo, dando a todas las hojas una forma de libro, cómo diciendo que todas las hojas son amigas y siempre han querido estar juntas, y en su conjunto cuenta una historia sobre algo que los niños deben enterarse antes de que lleguen a la pubertad, cómo que Carlos V estaba enfadado con su primo Luis XVI. Al final se le adjunta una portada con todos los datos del libro y una ilustración de la temática del libro, quitando toda la individualidad a las hojas.

No pude ver más allá de la máquina que hacía las portadas, me daba tantas ganas de vomitar y salir de allí que después de presenciar cómo convertían majestuosos pinos en montones de hojas para escribir historias absurdas. Salí corriendo de la fábrica tan rápido cómo un periodista rellena una noticia con el suceso del día.

Ya no me queda nada,estoy solo, separado de toda mi familia y amigos del bosque. He conseguido huir pero a que precio. Ya no soy el mismo que entró en la fábrica, ahora tengo en mi mente todos esos procesos mecánicos y químicos que hacen que los bellos árboles que nos dan vida y sirven de hogar a los animales del bosque, se transformen en simples aparatos de control mental para las nuevas generaciones de humanos. Esto no podré olvidarlo, ha marcado mi vida para siempre, pero tampoco quiero dejarlo pasar y que quede en el olvido.

Usare mi propio cuerpo para contar la historia de mi familia y amigos, todo este dolor y sufrimiento habrá valido la pena si otros seres llegan a mostrar empatía por nuestra situación, si solo uno llega a entender nuestro dolor habrá valido toda esta automutilación.

Firmado: Una simple hoja de papel.

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Fuera de norma

Sabíamos que no debimos pedirle a Norma –ahora que estaba muerta– que viniese con nosotros de viaje.

Desde muchos puntos de vista, era una idea idiota. Pero ella tampoco debió empecinarse en morir tan de prisa, antes de que llegara el verano.

Es difícil precisar cuándo pensamos en volver a reunimos todos para un nuevo viaje. Quizá la idea que ahora cuajaba la habíamos engendrado ya en el Perú, hace justo diez años. Nunca pudimos olvidar el clamor del Urubamba, la sombra de la selva, las nubes y la noche, pesando sobre nuestras cabezas.

Entonces, algunos de nosotros no conocíamos la selva, y estábamos mareados por la altura, el verano pegajoso y una sensación bastante extraña de haber perdido toda posibilidad de razonar. Nos había seducido en especial el enterarnos de que Machu Pichu no era realmente la ciudad sagrada de los incas, sino que, de allí mismo, a tres días de lomo de mula, y partiendo de lo alto de las ruinas surgía un estrecho camino de tierra que nos llevaría hacia atrás, hacia otros palacios alejados de verdad de toda civilización. En realidad las ruinas conocidas eran tan sólo una antesala, a la vez que una buena forma de esconder la verdadera morada de sus reyes. Durante siglos los conquistadores, y luego los arqueólogos, detuvieron allí su búsqueda insaciable, deslumhrados por la grandeza de la piedra y pensando que era inconcebible aun suponer algo más suntuoso.

Abandonamos Cuzco por la mañana, en un trencito lleno de indígenas sonrientes y coloridos (gallinas y patos en el portaequipaje), y franceses ansiosos de experiencias ter-cermundistas. Niños algo raquíticos gritaban ofreciendo choclos hervidos con sal, tartas de queso de dudosa higiene, y cápuli –cerezas brillantísimas y lozanas– que fueron finalmente nuestro almuerzo. Coyas rubicundas, bruñidas como diosas de la tierra, colmaban los asientos con sus faldas chillonas y dialogaban, en un murmullo incomprensible para nosotros, con hombres más pequeños que ellas y que realzaban su condición de reinas antiguas. De tanto en tanto, volaba un coscorrón hacia alguno de los múltiples vastagos que se aprovechaban del levísimo coqueteo para sacar la cabeza por la ventanilla del tren, o para escapar de la protección de la madre. Frases en aymará o inglés, o quién sabe en qué idioma de los del norte (rubísimos y lánguidos turistas apoyados en sus mochilas), acompasaban el lento avanzar por la montaña. Norma, que siempre estaba atenta a las palabras, permanecía sin embargo distante, apoyada su frente clara en el cristal sucio de la ventanilla, fuera de la algarabía general. Su cara se repetía en el cristal y nosotros sólo veíamos la extraña expresión de sus ojos marrones y grandes en los que se dibujaría la selva, y que miraban, sin mirar, hacia afuera.

El tren avanzaba lentísimo, marcando un anguloso zigzag en la ladera de la montaña, y la vegetación se hacía más y más tupida en cada repetición del paisaje –más alto, más alto–. El movimiento casi pendular nos hacía sentir como en un monstruoso columpio que terminaría por lanzarnos contra las nubes.

Ajena al paisaje de cumbres enormes y redondas, al olor penetrante del vagón, Norma charlaba con un francés, gesticulando en el intento de establecer un código común: se habían quitado los zapatos, y sus pies se rozaban, apoyados como estaban en el otro asiento. Nos llamaron la atención sus ademanes lentos, tan extraños a su forma cotidiana. Tenía los vaqueros remangados hasta las rodillas, y el francés, entre nubes de humo de cigarrillo, le miraba discretamente las piernas.

Al llegar a Aguas Calientes, dejamos en el andén a un grupo de pálidos nórdicos bastante sucios, que irían a chapotear en las termas. Los indígenas, cargados y pequeños, tomaron el camino de la montaña. Luego de una breve vacilación, también descendió el francés de Norma, que hizo un saludo amistoso con la mano y fue a reunirse con el grupo de turistas del Norte. Norma le respondió con un gesto ausente, mientras preparaba su mochila para bajar en la próxima estación. Continuamos hasta Machu Pichu, en donde nos apeamos minutos después. Caía la tarde.

La estación estaba vacía, y divisamos las ruinas en lo alto de la montaña, como un pequeño dominó de piedra volcado sobre el verde intenso. Las nubes en las que nos veíamos envueltos y la ausencia absoluta de otros seres humanos desataban nuestros sentidos, absortos ante el pasado y la selva. Nos era ignoto el sonido de lo oscuro, y en medio del clamor de la tarde que moría llegamos a reconocer la fuerza del agua del Urubamba. Impactada tal vez por la desmesura del paisaje, o dolida por el descenso del francés, Norma caminaba adelante, en silencio. Se iba desdibujando conforme avanzaba, el paso ligero, la cabeza hacia abajo: era una extraña visión en la bruma, y el ritmo de sus pasos parecía marcar la energía de su pensamiento.

Antes de desplegar nuestras bolsas de dormir sobre los bancos de la estación desierta, decidimos acercarnos al río. Cuando pusimos el pie sobre el puente que lo atravesaba, un sentimiento de veneración casi física nos poseyó. Y olvidamos el cansancio del día, el calor, el pequeño tren que nos llevara hasta allí, olvidamos todo, quizá hasta nuestro propio pasado, tal era la emoción que se hizo dueña de nosotros, tal la frescura del cauce que bramaba bajo nuestros pies.

El fragor del agua nos atraía hacia el fondo, y vimos a Norma, que se había adelantado bastante, gritando algo con las manos ahuecadas en torno a su boca. Gritaba y gritaba, con un gesto de todo el cuerpo lanzado hacia adelante, con un gesto desmesurado, pero el estruendo envolvía sus palabras. La luna llena que aparecía ahora enorme era un brillo estriado sobre la corriente del río, y la boca de Norma era otra pequeña luna, hundida, oscura, en la densidad húmeda. Luego, su cuerpo, su gesto decidido fueron perdiendo contorno en la noche casi total.

Tiempo después, todos coincidimos en que no la habíamos escuchado. Nadie se atrevió a confesárselo a Norma, aunque pasaran los años, aunque ella insistiera en que aquellas fueron las palabras más sinceras que hubo dicho jamás: Norma insistía –siempre tuvo una endemoniada confianza en las palabras–, y todos supimos que no la habíamos tomado en serio, abismados como estábamos por el pasmo de la noche, y oyendo al río sagrado.

Pero ninguno de nosotros olvidó jamás esa noche singular de Norma, y el momento que no supimos compartir gravitó extrañamente, como una culpa indecible, sobre nuestros futuros encuentros, que se irían espaciando conforme avanzara el tiempo.

Sobre esa noche se amontonaron otras, y pasaron los años, y vinieron días de éxitos profesionales, créditos a sola firma, niños y vida cotidiana agradable y libre, que nos permitía ahora volver a encontrarnos y organizar un nuevo viaje al Perú, que, lo reconocimos todos, no era ajeno a nuestro temor a envejecer.

Norma tampoco siguió siendo la misma. Como era de esperar, se dedicó a la literatura. Desde aquel tiempo siempre subyació en ella la sensación de perder lo importante de las cosas, de captar tan sólo las palabras que se dicen, olvidando todo lo demás. Ignorábamos si en su vida privada era feliz, porque guardaba su intimidad, aparentemente plácida, con cierto recelo, pero era evidente que algo escapaba siempre de su mente demasiado lúcida, y a veces, en nuestros raros y cordiales encuentros, recordaba con nostalgia aquel grito en el puente que atraviesa el Urubamba.

Ninguno de nosotros se atrevió a confesarlo. Ninguno de nosotros le dijo jamás que no la habíamos escuchado, nadie le dijo que permitimos que la noche y el agua se llevaran para siempre lo que ella consideraba su palabra más esencial. Y alguna vez hasta supusimos que sus viajes posteriores, urgentes y súbitos, tenían que ver con la búsqueda o recuperación de aquel momento, más que con el modesto deseo de ver catedrales, sentir el vértigo de la altura, o perderse en la enunciación abusiva del arte que expresan los museos de Europa.

Sabíamos que ella se iba muriendo poco a poco. Pero no solíamos pensar en ello. Porque morir, moriríamos todos, y el que alguien pudiera hacer un cálculo más aproximado nos provocaba más curiosidad que espanto, y fuimos olvidando ese plazo oscuro que se estiraba como las fases de la luna, menguando y volviendo a crecer, repitiéndose más allá de las amenazas iniciales, y conscientes de que el tiempo de la vida nunca puede ser medido igual que el que marcan las agujas de un reloj. A pesar de todo, ella insistía en que, si "sucediera lo inevitable" (y Norma se burlaba de lo tópico de la frase), pusiésemos en la tumba las palabras de aquella noche.

Pero, en general, evitábamos pensarlo. Porque a todos nos gustaba Norma. Sobre todo cuando bailaba: tenía un cuerpo denso y vibrante que nos arrebataba en el mareo de la música y el vino. Nos gustaba su intensidad inquieta, la melancolía de sus viajes, y disfrutábamos de su entusiasmo por Cortázar, y de sus dotes evidentes de anfitriona (nos encantaba reunirnos en su casa), y, por qué no decirlo, tambien envidiábamos la calma aparente de sus días contados, el embrujo estético de un final en plena juventud. Ese rostro amable y sonriente que no envejecería nunca jamás.

Norma murió una semana antes de partir. La sorprendió la muerte en un revuelo de maletas, vacunas para la fiebre, ropa de verano y pélente para los mosquitos.

Nosotros habíamos confiado en que llegara a este nuevo viaje, y así volveríamos a oír lo que nos dijo, y por fin podríamos romper el secreto y superar la vergüenza de no haber sabido escucharla. Ahora, en la extraña ambigüedad del primer silencio, nos quedamos también callados, porque a todos nos molestaba mentir (nunca lo habíamos hecho entre nosotros), y preferimos cumplir con un duelo convencional antes que hacer evidente nuestra impotencia.

Nuestros labios sellados fueron el ruego que ella, si es que estaba en alguna parte, sabría comprender. La convocamos, sí, cómo la convocamos, allí, en la extraña ambigüedad del primer silencio, con palabras mudas, con esas palabras que sólo se pueden decir a los que ya no están.

Un sol fuerte caía sobre las piedras del cementerio, un sol tupido de mediodía, que hizo que nos disgregásemos pronto, porque no hay emociones profundas posibles en medio del calor. Nos fuimos alejando y, si alguien nos hubiera visto desde lejos, habría imaginado sin duda que nuestro silencio guardaba un lugar y un tiempo a los recuerdos, pero, en realidad, nosotros pensábamos en todo lo que nos quedaba por hacer: embarcar el equipaje, falsificar la firma del pasaporte, ocupar por ella el lugar en el avión, y llegar de prisa, al caer la noche de verano, en un trencito colorido y zigzagueante, al lugar exacto sobre el río, tras el crepúsculo de verano, a la cita del Urubamba. Al lugar en donde Norma tiene que estar esperándonos.

Del libro "Una mujer en la cama y otros relatos", de Clara Obligado.

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La máquina voladora - Ray Bradbury (Relato)

En el año 400 de la era cristiana, el emperador Yuan reinaba junto a la Gran Muralla China. La tierra estaba verde, gracias a la lluvia, y se aprontaba en paz para la cosecha. El pueblo que vivía en sus dominios no era demasiado feliz ni demasiado desgraciado. Por la mañana temprano, el primer día de la primera semana del segundo mes del nuevo año, el emperador Yuan estaba bebiendo té y abanicándose, a causa de la tibia brisa, cuando un sirviente corrió por los pisos de mosaico azul y escarlata gritando:
-Oh, emperador, emperador, ¡un milagro!
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La increíble historia de Victor Souza Martínez

La increíble historia de Victor Souza Martínez

El por aquel entonces entrenador del River, el Sabio Bonaerense, Don Gregorio Mínguez López, el gran Goyito, ordenó calentar al joven delantero de 19 años en la banda, realizando cortas carreras, mientras la afición abroncaba al equipo local por no ser capaz de dar la vuelta al marcador. Pero una bala perdida de la lejana en el espacio pero presente en la afición guerra de las Malvinas le alcanzó en plena carrera, incrustándosele de lleno en el corazón, causándole la muerte en el acto.
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Continuará... 22

Esta parte del "relato largo" (larguísimo) viene de aquí y en este orden, primero aquí:

www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-7

Después aquí:

www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-11

Luego:

www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-14

Después...

www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-17

Luego:

www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-20

*****

Dos días después lo llamaron desde la Policía. Una llamada muy cordial, invitándolo a pasarse por la comisaría de la localidad. El policía le explicó que habían convocado a varios vecinos de la misma calle para ver si podían ampliar la información que ya tenían. Juan dijo que mejor por la tarde, tras la salida del trabajo. En un momento, Juan preguntó si se trataba de alguna broma o algún tipo de timo, y que cómo sabía que le llamaba la Policía. El policía al otro lado, armándose de paciencia, le dijo que era fácil de comprobar, que viniera a la hora indicada a las dependencias policiales y que allí le dirían con quién hablar. Juan estuvo a punto de añadir un “¿y si me niego a ir?” Pero no le pareció prudente ni práctico. Así que dijo que allí estaría.

Tanta rapidez le ponía en alerta, muchos de estos casos se alargaban semanas y semanas, meses, años. Pruebas forenses, peticiones al juez, control de móviles, revisión de mensajes, todo eso requería siempre de una petición al juez y que éste lo aprobara o no. Quizás el hecho de que el padre hubiera sido inspector de Policía. Quizás. Había leído un artículo hablando de que estaba ya retirado de la Institución y que había sido condecorado dos veces. La familia estaba esperando que terminara todo el proceso para poder enterrar a la hija. Discreción total en los medios, parecía que se respetaba escrupulosamente la intimidad de familiares y allegados, ni siquiera la prensa más carroñera se había interesado en sacar asuntos escabrosos o sensacionalistas.

Sentado en un pasillo, en uno de esos bancos de madera que debían haber visto y oído de todo, esperaba que le llamaran para la entrevista. Miraba a un lado y a otro buscando a alguien en su misma situación, algún vecino que viniera a contar lo que pudo ver u oír esa noche, tal y como le habían convocado a él. Miró su reloj. Quince minutos tarde de la hora pactada. Paredes de un verde hierba que habían conocido mejores años, puertas grises y cierto ajetreo entre despachos, nada especial. Policías con papeles y carpetas entrando y saliendo de diferentes estancias. Tranquilidad.

Mientras esperaba que lo llamaran, repasaba alegremente que él no había guardado ningún objeto de “recuerdo” del cadáver, ni tenía agendas con caligrafía atropellada contando sus logros, ni ningún manifiesto con declaraciones de doctrinas o propósitos, ni tenía nada escrito en ninguna parte. Nada, ningún documento u objeto en casa que pudiera delatarlo. Todo lo tenía en la cabeza, lo guardaba allí arrinconado en compartimentos concretos, ordenados por horas, sensaciones, reflexiones y certezas, esas secciones mentales tenían ciertos seguros que él llamaba “olvidos conscientes”, una manera que tenía de no acceder a ningún recuerdo que pudiera mostrar nada de lo que tuviera clasificado en esas partes recónditas de su mente. Entre sus muchas reflexiones aleatorias se reía mentalmente de cómo la sociedad defendía el diálogo, la diplomacia para llegar a acuerdos, una sociedad dialogante y civilizada. Él sabía, con férrea convicción, que todo eso no era más que hipocresía y teatro. Según Juan, cuando alguien tiene razón en un tema, el que sea, y hay otra persona que opina lo contrario, la única solución es machacar físicamente al otro. Eliminarlo, matarlo. Los animales cuando entran en peleas territoriales o por hembras de su especie, los mamíferos se tumban patas arriba, enseñan la panza como señal de haber perdido y el ganador deja de atacarlo habiendo ganado. Los humanos no teníamos ese acto reflejo, si alguien mostraba algún signo de reconocer que el otro le había ganado, lo eliminaría sin contemplaciones. Recordaba una frase de un libro: “La estocada más certera y con más fuerza la da quien cree tener más razón que el contrincante. Un atisbo de duda y estás muerto.” Eso era la vida, la real. O eso creía Juan. Tampoco era tonto y no quería ir a la cárcel, ni ser ajusticiado, fingir era el precio que debía pagar por actuar en ese teatro llamado Sociedad.

-¿Juan Gómez? –preguntó un policía abriendo una puerta y mirándolo.

-¿Sí?

-Pase, por favor –era joven pero no eran un recién llegado a la Policía. Uniforme impecable.

Juan encontró un pequeño despacho, atiborrado de informes, carpetas de colores, un ordenador, una planta mustia en la ventana, una mesa de despacho espartana y dos sillas. El policía se sentó delante del monitor y del teclado, ladeado un poco para ver a Juan que se sentó frente a él. Por un instante pensó que por qué era tan típico, tan cliché lo de la planta mustia en lugares así, con lo poco que costaba un poco de luz y un poco de agua.

-Bueno, señor Gómez –mirando algo en el monitor-. Juan Gómez Gómez, calle Águila Martínez, 66.

-Sí –respondió acomodándose en la incómoda silla, pensando que la del agente estaba acolchada y parecía más cómoda. Truco número uno de manual. Pensó con sorna interior.

-Le indicó a los compañeros que no oyó nada la noche del catorce y madrugada del quince –mirando al monitor y posiblemente pasando páginas y deteniéndose en alguna.

-Eso es.

-Haga memoria... ¿qué estaba haciendo entre las once y las once y media esa noche? –ahora sí mirándolo directamente a los ojos, buscando algún signo que no iba a encontrar.

-No sé... Ya habría cenado. Ceno a las nueve y luego supongo que me iría al taller o estaría viendo la tele o... –respondió con parsimonia.

-¿No oyó nada fuera? –ahora tecleando algo en el informe que tuviera delante.

-No sé, como algunas noches se oyen ladridos de perros... –fingiendo recordar usando correctamente la mirada hacia arriba y a la derecha. Típico micro signo de rememorar con imágenes–. Hace un mes o así, oí ruidos extraños en la casa que está en venta sobre las ocho de la tarde o así...

-¿En cuál de las dos? –preguntó el policía, listo para anotar algo más en el informe.

-Creo en la de la derecha, en el 68...

-Ajá –tecleó algo que le llevó medio minuto o algo más de tiempo.

-¿Por qué precisamente a esa hora, a las once...? –preguntó Juan intentando pescar.

El policía se lo quedó mirando, con ojos neutros pero escrutadores. Justo en ese momento se oyeron voces fuertes en el pasillo.

 “¡Coño, Ferrer, no...! ¡Déjanos trabajar... Vete a casa!”

“¡Joder, qué pronto se os olvida que me he dejado la vida aquí...!

“Venga, vamos a tomar un café, vente conmigo... No lo jodas todo, sabemos lo que estamos haciendo...”

Las voces se extinguieron poco a poco, alejándose del pasillo. Juan ya sabía que el padre de la mujer rondaba por la comisaría. De nuevo el escalofrío de una sonrisa interior de placer recorrió su espalda.  

-El móvil de la víctima estaba activo a esa hora en esa zona –respondió el policía sin reaccionar a las voces del pasillo.

-Ah, igual se paró a hablar con alguien... –retador.

-Claro. –el agente hizo una pausa mirándolo y luego revisando algo en el monitor-. ¿Vio usted a alguien o escuchó algo sobre esas horas?

-Como no fuera a la señora que pasea a su perrito a horas raras... –dijo Juan desviando la mirada a la planta mustia. 

-La señora pasó por allí sobre la una y media de la madrugada –respondió el policía seguro, sin mirarlo.

-Ah, pues como a veces saca varias veces al perro... –ahora sí que estaba disfrutando Juan.

-Ya, ¿y qué hizo usted luego? ¿Estuvo durmiendo sin más esa noche? –impasible, Juan notó que ahora quería pescar el joven uniformado.

-Supongo que me iría a dar una vuelta, no podía dormir...

-Como le dijo a los compañeros que tenía el sueño pesado...

-Ya sabe, hay días y días, a veces los lunes se mezclan con los miércoles, ya no tengo la memoria tan fina... –con una sonrisa en la cara mientras se apuntaba con un dedo la frente. 

-Lo digo porque a las cuatro y cuarto de la madrugada entraba en la discoteca Xangri-A... –obviamente le tocaba mover el cebo de la caña de pescar. Juan lo estaba esperando.

-Vaya... –esto le sorprendió un poco, pero había visto perfectamente las cámaras antes de entrar allí.

-Hay cámaras en los accesos a ese local por seguridad.

-Pues sí... –dijo Juan asintiendo con todo el cuerpo.

-A las siete y doce minutos pasó un control de alcoholemia con la Guardia Civil... –dijo el policía tecleando algo en su ordenador y sin mirar a Juan.

-Cero cero –respondió imitando el tono de un anuncio típico de esas bebidas.

-Ya. Bueno, pues nada más, gracias por su colaboración –el policía se levantó ofreciéndole una saludo de manos a Juan, que éste no rechazó. El apretón no le gustó, le había parecido excesivo. Manías. No le gustaba el contacto social.

Juan salió pasillo abajo hacia la salida de la Comisaría, justo en ese momento le pareció ver a Lucía entrando en un despacho. No podía ser. Esperó unos minutos hasta que la mujer volvió a salir. No, más baja, pelo parecido, nariz diferente. Desliz freudiano, pensó. 

Mientras caminaba de vuelta a su casa. Reflexionaba sobre si convenía volver a llamarla o dejarlo correr, por si había más peligro en intentar sonsacarle información o en que ella se lo sacara a él. Cosa que le parecía simplemente imposible. A él, al controlador de la realidad. Pasaría por la verdulería. Mañana era sábado y tocaba mercado. Debía consultar el tiempo, ya que avisaban para ese fin de semana de lluvias intensas.  

Esa noche, la lluvia llegó como una llovizna insulsa. Conectó su portátil. Hizo clic en un anuncio de frigoríficos inteligentes, en un artículo publicitario de un banco en línea, y en la web promocional de una cantante llamada “Adipalu” con un vídeo machacón y soso que tuvo que cerrar después de apuntar varias veces a una esquiva “x” que se movía. En la información local volvían a incidir en la posibilidad de que el caso de Ferrer estuviera relacionado con el fondo de inversión WorldMundo Hainsbach, sus abogados declinaron hacer declaraciones, cosa que motivaba a los “cazanoticias” de dientes afilados a especular sobre los motivos de su falta de comentarios. Recordaba un artículo sobre los dientes de los tiburones y que la cantidad de dientes estaba ligada a lo que comían, los que se alimentaban de presas grandes tenían menos pero de mayor tamaño. Y los que cazaban presas pequeñas tenían más para facilitar su captura. Una adaptación evolutiva del mundo de la prensa sensacionalista. 

En otro periódico habían conseguido entrevistar a uno de los trabajadores que había estado limpiando el cauce, sin mucha información, ya que él no había estado en el turno en el que se encontró el cuerpo. En otro periódico de tirada nacional, algo más serio, se decía que aún no se había levantado el secreto del sumario y que el Juez Lacosta se encargaba del caso. Se habían enviado especialistas de la capital provincial y algunos habían llegado desde Madrid, sobre todo en la parte más técnica de la medicina legal. El ex marido de la asesinada había llegado desde Francia y se le había tomado declaración en Comisaria. Apuntaban que años atrás, ese hombre (M.A.L.L.) estuvo implicado en un desfalco en la compañía alimenticia para la que trabajaba. Quedando libre de todos los cargos meses después. “La prensa nunca defrauda”, pensaba Juan, mientras apagaba y desconectaba su ordenador. Subió a su habitación y se quedó mirando la ventana, ahora llovía algo más intensamente. Mañana iría a comprar al mercado contra viento y marea. El domingo haría nueva lista semanal, esta vez completa. Las cosas deben volver a su cauce. Cauce. Soltó una risotada mientras se disponía a dormir.

La mañana estaba desapacible, la lluvia acompañada de un viento frío dominaba las calles, los coches pasaban sobre los charcos creando pequeñas cortinas de agua a los lados. Nada que ver con la tromba de días anteriores que arrastró barro y contenedores. Cubrió el carrito de la compra con un resto del plástico que había comprado en el bazar, le quedaba el justo para hacerle un improvisado poncho al carro. Le hacía mucha gracia ver el uso final del material que usó para envolver su paquete. Lo miraba y sonreía. Se puso un impermeable y se calzó las botas de agua.

Mientras se dirigía al mercado, volvía a repasar la entrevista de ayer en la Comisaría, había un par de ideas que le estaban rebotando en la parte trasera de la mente. El policía dijo que el móvil de ella estaba activo en la zona y él respondió que la víctima se pararía a hablar con alguien. Respuesta incorrecta. En ningún momento dijo que se detuviera, simplemente que estaba activo. Otra cosa que le llamaba la atención era que tuvieran la cronología de sus movimientos incluyendo el control de la Guardia Civil. ¿Por qué? Razonó que también tenían la hora a la que pasó la mujer del mini perro ladrador. Debía ser lo normal, cuadrar declaraciones, horas y lugares.

Juan tenía controladas las cámaras de tráfico de la zona, de casi toda la localidad; las había ido anotando, creando un mapa detallado de su situación. Semanas después las memorizó y destruyó el papel donde tenía sus posiciones. Al pasar por una alcantarilla y ver cómo el agua se colaba entre los barrotes del sumidero le entró una duda. ¿La tarjeta sim del móvil la tiró en un contenedor o en una alcantarilla? El recuerdo oscilaba entre un lugar y otro, claramente uno de los dos era un recuerdo falso. ¿Cuál? ¿Por qué? Este hecho le molestaba ya que podría tener más recuerdos falsos y algunos podrían estar relacionados con errores o fallos en el caso actual. Un torrente de recuerdos de la infancia se agolparon en desorden. Sus entradas y salidas del ala de Psiquiatría del Hospital General, desde los diez a los quince años, cuando por fin consiguió engañar a todos los sanitarios y le dieron definitivamente el alta. Entre otras cosas sufría pérdidas de memoria de eventos, de personas o incluso de información personal. Algo relacionado con la disociación. Tonterías médicas. Pero el que olvidara cosas o las confundiera en sus recuerdos no le gustaba, ya que entraba en el abismo sin fondo de sentir que la realidad podría estar distorsionada, sentir como si nada fuera real, como si él fuera un espectador de una película. Ese abismo para él tenía la forma de un vórtice. Retomando su hilo de pensamiento, encajó esa pieza del pasado en que no era posible acceder a sus datos médicos, eran confidenciales. Y además, para qué iban a indagar tanto. Tenían que encontrar a un asesino, alguien haría de chivo expiatorio y caso cerrado.  

Juan hizo la compra en el mercado, después se pasó por el bazar asiático a resguardarse un poco de la lluvia y a pasear por los pasillos sin comprar nada, se quedó un rato mirando el rollo de plástico del que había comprado cinco metros, lo acarició como el que toca una tela sedosa; luego fue a la verdulería y de vuelta a casa. Mientras volvía, se dió cuenta de que cuando compró el plástico y lo llevó a su casa no llevaba guantes. Un instante de duda, un momento de intensa punzada mental. Al momento, calculó que habría muchas huellas de todas las manipulaciones en ese rollo hasta llegar al bazar y además que el agua de la riada podría haberse llevado la mayoría.   

La tormenta estaba en su punto álgido, o eso le parecía él. Truenos, viento y lluvia. El jardín estaba empapado y al pasar el carrito por el lateral con césped, evitando el hueco central ahora sólo con tierra y semillas, vio que tenía una carta en el buzón. No hizo ni el intento de recogerla.

Una vez con ropa casera, ordenó la compra en los estantes y en el frigorífico. Mientras preparaba la comida del día y de parte de la semana siguiente, recordó que tenía que ir a reponer todas las prendas que tiró del canasto de la ropa sucia. Una sonrisa malvada se le dibujó en la cara. Pensó que era una buena excusa para llamar a la periodista y ver si podría sacarle alguna información, con el pretexto de que tenía que ir a comprarse vestuario. Desconocía si socialmente era extraño invitar a alguien a que le acompañara a comprar ropa. Suponía que sí, pero no estaba seguro de por qué. “¿Tomar un café, sí? ¿Comprar ropa, no?” Igual mejor quedar con ella después de terminar las compras en las tiendas. Después de comer miraría con detalle las noticias.

Ensalada de rúcula, pescado al vapor con puré de boniato y peras al vino tinto.

Tras hacer clic en la variada publicidad, se fue directo a la web de “TV-1999”. En las noticias locales, un pequeño vídeo donde la familia de la persona que cayó desde la pasarela de madera reclamaba al Ayuntamiento y al gobierno regional, más medios para continuar la búsqueda o ampliarla. Criticaban con dureza la falta de sensibilidad del Consistorio. “Al menos encontrar su cuerpo para enterrarlo”, decía una de la hijas del fallecido.

Un artículo sobre la limpieza de cañas y vegetación del cauce en el que un técnico afirmaba: “...En los cauces y ramblas la vegetación tiene sus funciones y entre ellas está la laminación de riadas al reducir el impacto del agua, además produce desbordamientos en diferentes puntos del cauce y lo reparte en superficies más grandes. En el caso de que no existiera vegetación, el agua aumentaría de velocidad y produciría desbordamientos mucho más agresivos. Por eso la limpieza actual acometida en la localidad se ha hecho manteniendo parte de la vegetación y...”

El caso Ferrer sigue sus pasos y ya se tienen algunas informaciones del móvil de la víctima, además de las pruebas preliminares forenses, detalles que no han trascendido a la prensa al estar bajo secreto del sumario. “La Policía está siendo extremadamente meticulosa y sistemática en todo el proceso, nos confirman fuentes cercanas a la investigación.”

Miró la hora y decidió llamarla. Antes vio que tenía dos llamadas perdidas del número de su padre.  

-Hola, soy Juan –intentando parecer cordial.

-Hola, Juan, ¿qué tal? –se oía ruido de fondo, voces, teléfonos a lo lejos sonando y movimiento de personas, parecía una Redacción o algo similar.

-El lunes tengo que ir de compras y después podríamos tomar un café, si puedes...

-Pues el mismo lunes te lo confirmo, que ahora mismo no lo sé.

-Vale.

-Adiós.

Llamaría a su padre cuando tocara. Hoy no tocaba. Justo estaba dejando el móvil en la mesa del salón cuando sonó. De nuevo, llamada de su padre. Descolgó, manteniendo un silencio incómodo.

 

-Juan, no hay novedades, pero quizás deberías venir a despedirte de tu madre...  

-No es día de llamadas –dijo Juan.

-Hijo, ya sé que es complicado para ti, lo sé... pero...

-Hoy es sábado, mañana domingo, pasado lunes... –respondió mirando de reojo la puerta que conducía a su taller.

-No se sabe si despertará del coma ni en qué estado. El lunes la trasladan al Hospital General...

-Hospital General. Bueno, cuelgo –su mirada ahora estaba concentrada en los cuadros que decoraban el hueco de la escalera hacia la planta de arriba.

-Vale. Adiós.

 

Dejó el móvil en la mesa. Se dirigió hacia uno de los cuadros de vórtices. Se lo quedó mirado, arrastrado hacia el interior de ese infinito vacío que era el centro del mismo, con esos trazos que giraban hasta confluir en ese ojo eterno de negrura.

El domingo se fue tal y como había llegado. No salió de casa, seguía lloviendo y las calles comenzaban a acusar la cantidad de lluvia acumulada. Un día lánguido que dedicó a ordenar las herramientas del taller, preparó comida para varios días de la semana. Vió las noticias en esa cadena privada que todo el mundo parecía seguir. Ya había llegado la información a nivel nacional del cadáver aparecido en la riera. “Cubierto con un plástico”. Curioso. O todos eran unos inútiles o alguien no quería dar toda la información por alguna razón. Podía imaginarse algunas razones policiales, claro, pero no alcanzaba a entender qué podrían pretender con amagar el dato de que estaba envuelta, no cubierta.

El lunes por la tarde ya estaba recorriendo la zona peatonal del centro, tiendas y más tiendas. No llovía aunque las calles olían a esa peculiar humedad tras la lluvia y el aire estaba limpio. Un par de charcos incómodos aquí y allí, poco más. Compró un par de camisas de corte clásico y una camiseta un poco más informal con la frase: “I'll see you in my dreams". "Not if I see you first.” No tenía ni idea de dónde vendría la frase, si era famosa o no, pero le hizo gracia. Antes de salir de la tienda de las camisetas, se fijó en un hombre y una mujer que creía haber visto en otra parte. No sabía dónde. ¿Quizás visitando una de las casas en venta al lado de la suya? Dejó el pensamiento languidecer en la mente y fue a otra tienda.

Tras comprar lo que él calculaba que era repuesto de la ropa que había tirado, se dirigió al café donde había quedado con la periodista. Esta vez, ella le estaba esperando sentada en una mesa. Traje azul oscuro, camisa floreada y en vez de corbata un pañuelo anudado.

-Hola, Juan, ¿qué tal las compras? –dijo ella con una sonrisa, mientras movía la cucharilla en el café sin haber echado azúcar.

-Bien. Todo en orden –respondió él sentándose.

-¿Quieres tomar algo... te pido algo?

-Un vaso de agua -le dijo a la diligente camarera que se le acercó por un lado.

-No me has preguntado todavía si estoy soltera o casada o... –dijo ella dando un sorbo a su café.

-No.

-¿No sientes curiosidad?

-No es importante, creo yo. Pero siento curiosidad por algo... –dijo recogiendo el vaso de agua que le habían traído y buscando con la mirada un lugar donde echar los hielos que le habían añadido.

-Dispara –Lucía le ofreció el platillo de su café para que echara los hielos dentro.

-Siendo periodista, cómo terminaste en una televisión local que se dedica mayormente a los sucesos –Juan sacó los dos hielos con la mano y los colocó con mucho cuidado en el plato pequeñito.

-Ah, muy sencillo... Porque además de periodista soy criminóloga.

Juan iba a dar un sorbo de agua y se detuvo a medio camino mirándola a los ojos, luego fingió una sonrisa y dio un trago.

-A lo mejor por eso me fijé en ti en la discoteca... –dijo él de nuevo imitando torpemente una sonrisa.

-No, ¿crees que en un lugar así lleno de testosterona por litros no hay cincuenta tíos que te entran y casi todos medio borrachos o borrachos del todo? –respondió ella mientras sonaba el vibrador de su móvil en el bolso.

-¿No lo coges? –preguntó con sincera curiosidad.

-Luego en casa devuelvo las doscientas llamadas de medio mundo.  

-Así que tú te fijaste en mí por algo, no? –preguntó Juan sin dejar de mirar el bolso de ella donde guardaba su móvil.  

-Tu camisa –Lucía ahora apuraba su café.

-¿Mi camisa? –Juan con el vaso en la mano no sabía si beber o dejar el vaso en la mesa, desconcertado.

-Llevabas una mancha roja en la parte de atrás de la camisa.

-Raro porque no uso esa camisa para pintar –acertó a decir intentando encontrar una imagen de esa camisa y esa supuesta mancha roja. Sin éxito.

-En la parte de atrás... Supongo que al meter el faldón en el pantalón no la verías y menos detrás. ¿Te ha salido la mancha? –preguntó buscando a la camarera y haciéndole señas de que le trajera otro café.  

-No sé –Juan seguía con el vaso a medio camino entre la boca y la mesa, paralizado en un instante extraño.

-Ah –en tono quedo y asintiendo lentamente con la cabeza.

-¿Y tú cómo volviste a tu casa? Bebiste unos cuantos vodka con naranja... –Juan consiguió dar un sorbo al agua.

-Llamé a una amiga y me llevó a casa. Ya sabes, cero cero –respondió imitando el tono de un anuncio típico de esas bebidas.

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