Fui detenido sin indicios concluyentes, aunque algunos rastros parecieron apuntar hacia mí. Aquel crimen abominable revolvió a las gentes de manera sorprendentemente unánime. El mendigo más abyecto y los próceres aristocráticos, todos querían verme ejecutado de la forma más envilecida. Deseaban terribles penas, profanar mi cadáver después, borrarme para siempre.
Me anestesié en la desesperanza y deseé que todo fuera rápido. La última sesión del juicio se llamó a un testigo inesperado: mi hermano, hombre admirado, insigne, adorado. Era la antítesis de mí, un despojo en el taburete del acusado. Su declaración fue escuchada con silencio devoto. Sus palabras, que parecían humildes, dejaban empapar la seguridad en mi absoluta inocencia. Todo cambió cuando bajó del estrado.
La sentencia fue absolutoria. Esa noche, en su casa, me sentí agradecido hasta las lágrimas, bendecido por verdadero amor fraternal. Él me miró con ojos comprensivos y me dijo:
- Pero fuiste tú, ¿verdad?