Son las siete de la tarde. Solo las siete, y ya es de noche.
Las luces de los SUVs eléctricos me ciegan mientras, con paso fúnebre, agarro un carrito de la entrada.
Entro en el supermercado y lo primero que observo son las caras demacradas de los cajeros. Con esos chalecos verdes parecen un árbol de Navidad chino. Huele a muerte, hiede a desolación.
Recorro los pasillos con el móvil en la mano. Voy clickando los checkboxes de la lista mientras esquivo los carritos de otros parias de la tierra. Ropas harapientas, ojos inyectados en sangre, gruesas bolsas bajo los ojos.
Seres apolillados con el pelo grasiento, otros calvos y macilentos, pieles amarillentas y sin lustre. Como la bandeja de pollo en oferta. La cojo.
Pienso que debe ser un sueño mientras observo esas cáscaras vacías coger el huevo hilado. Miro mi carro, solo veo disruptores endocrinos y ultraprocesados para hacer en la freidora de aire. Estoy derrotado. Capitan, es martes.
Observo mi reflejo en el cristal de los guisantes congelados. No me reconozco, apenas un mendigo. No recuerdo en que momento bajé los brazos ante la vida. Me pregunto cuántos de nosotros no estaremos incubando un cáncer, cuántos ya con metástasis. Como decía Lorca: la muerte puso huevos en la herida.
Pago y salgo. El viento frío me trae el aroma de la fábrica de perfumes. Aire químico que te destroza los pulmones para que algún burgués huela bien. Observo la columna de humo, apenas perceptible en la negrura de la noche.
Son las siete y media. Solo las siete.
Torrezzno
Ze7eN
Robus