No venían de Marte, di de Alfa Centauri, ni de ninguna estrella conocida, pero se les llamó marcianos de todos modos, seguramente porque ellos no se llamaban a sí mismos de ninguna manera inteligible.
Fue frustrante. Se intentaron decenas de métodos diferentes para comunicarse con aquella raza venida del espacio, pero no se encontró modo de que sus respuestas correspondiesen a un patrón que a los nuestros les pareciera coherente. Si se les enviaban sonidos, contestaban con destellos. Si se les enviaban destellos, respondían con vibraciones. Si se les enviaba una cabra, devolvían la cabra recién lavada. Esa fue la única idea que nos permitió obtener alguna información: utilizaban el agua.
Sus naves eran de color verde metálico y no hicieron nada, salvo permanecer en el cielo, hasta que un día se llevaron a las diez personas más ricas de la Tierra. Desaparecieron de pronto. Y desaparecieron las personas, pero no sus bienes. Simplemente se esfumaron, aunque en el caso de un famoso empresario informático se vio como era absorbido por una especie de rayo evaporado, dejando constancia del método empleado.
Entonces, y en perfecto finlandés, brotó una voz de una de aquellas naves, y explicó que venían a ayudarnos. Aquellas diez personas que acababan de apresar, sumaban juntas tanta riqueza como los dos mil quinientos millones de seres humanos más pobres, y estaban seguros de que alejarlos de nuestro planeta nos ayudaría a tener un mundo mejor. No hubo modo de responderles. Después de su breve discurso, de apenas un minuto, se marcharon a toda velocidad.
Se habló del tema durante semanas. Durante meses.
Algunos dijeron que la desaparición de los diez mayores millonarios sería un desastre de proporciones gigantescas para la Humanidad, debido a la pérdida de talento y a la eliminación de algunas de las personas más emprendedoras. Otros, en cambio, creían que a la larga se notaría una gran mejora, porque sus bienes, en muchos casos, fueron a parar a fundaciones benéficas, o se diluyeron entre sus hijos, sus familias, etc., tras pagar a los Estados los correspondientes impuestos.
Al final, no sucedió nada. Los emprendedores fueron sustituidos por otros emprendedores, y el dinero para obras benéficas o servicios públicos se gastó en poco tiempo. Se creó otra lista de los diez mayores millonarios, no muy diferente de la anterior, aunque con cifras un poco más modestas, y el mundo siguió su curso, camino del despeñadero.
Entonces, cinco años después de la primera aparición de los marcianos, apareció un segundo grupo de naves, mucho más numeroso que el anterior, y de color azul claro. Los multimillonarios ya se habían temido algo así y habían construido fortalezas subterráneas, forradas en plomo, y a prueba de armas atómicas. No hizo falta que los marcianos los hiciesen desaparecer: se encargaron ellos mismos de volatilizarse, para diversión y regocijo de buena parte de la raza humana.
Pero tras un par de semanas, y sin mediar palabra ni señal alguna, las naves extraterrestres comenzaron a hacer desaparecer a los dos mil quinientos millones de seres humanos más pobres del planeta. De manera sistemática. Masiva. Brutal. Jamás se conoció una catástrofe igual. Países enteros estuvieron a punto de quedar despoblados y ninguno se libró de perder un buen puñado de personas.
Acabada la tarea, los visitantes extraterrestres volvieron a emitir un comunicado en finlandés.
“Sólo queremos ayudar. Vuestra especie está al borde del desastre. Nuestros compañeros vinieron hace un tiempo a llevarse a los más ricos. Nosotros creemos que os ayudaremos mejor llevándonos a los más pobres. Es una desavenencia entre nosotros. Eso que vosotros llamáis una apuesta. Volveremos en cinco años a ver cual de los dos métodos ha funcionado mejor.”
Y se fueron, también a toda velocidad.
Han pasado tres años desde entonces. Ya nos enteraremos de quién ganó.