Estupidez

Se habían conocido en la cola del paro, un día de san Valentín. Una anomalía en el sistema informático les dio tiempo para entablar conversación y un chubasco brindó el pretexto perfecto para tomar un café a la salida.

 Ella buscaba trabajo por salir de casa y él para no tener que rehuir al casero.

Aquella primera tarde se contaron sus aficiones y sus duelos hasta que Susana recordó que tenía que hacer la cena. Dudó unos instantes y le dijo a Jaime que si le apetecía llamarla, estaría encantada de devolverle la invitación al café.

Por supuesto, Jaime la llamó. Las primeras veces tuvo leves remordimientos por irrumpir en la vida de ella, por causarle complicaciones. Ella, por su parte, encontró en Jaime la ternura que buscaba, y sobre todo, a alguien dispuesto a escucharla hablara de lo que hablase. Una tarde, después de que su marido le anunciara un nuevo y extraño viaje a un lugar donde no era verosímil más negocio que el carnal, Susana se lió la manta a la cabeza e invitó a Jaime a que subiera a su casa.

Seremos breves: la dulzura tantas veces contenida tomó la iniciativa. El alcohol hizo el resto.

Jaime pensaba quedarse a dormir, pero ella le convenció de que debía irse: le habían visto entrar un par de vecinos y estaba aún atada a la servidumbre de las apariencias.

Ahogando un suspiro se fue a su casa, a ignorar solemnemente al presentador del debate televisivo, mientras Susana dudaba si cenar o aprovechar la somnolencia para dormir de un tirón hasta la mañana siguiente.

Estaba en la cocina cenando dos huevos fritos con chorizo cuando sonó el timbre.

Pensó que podía ser Jaime, que se hubiera olvidado las llaves de su casa, o alguna de sus vecinas que hubiera logrado encontrar un pretexto plausible para tratar de sorprenderla en actitud poco digna de mujer casada.

Pronunció el acostumbrado "ya va" y se dirigió a la puerta, dispuesta a invitar a entrar a cualquier arpía malintencionada. Quien quiera que fuese había llegado demasiado tarde.

Pero no: era el vecino del quinto.

—¿Qué quería?— le preguntó, tratando de ser cortés.

—Tengo que hablar con usted. Es importante.

Susana iba a abrirle, pero no le dio tiempo. En cuanto quitó la cadena de seguridad el hombre se abalanzó sobre la puerta, entró en el piso y volvió a cerrar la puerta ante el aterrorizado rostro de Susana.

—Lo sé todo, maldita ramera— siseó—.Te vi subir con ese hombre y oí luego vuestros grititos y vuestras risas. Seguro que no te gustaría que lo supiera tu marido.

Ella iba a responder algo pero el hombre la cogió por un brazo y la llevó al dormitorio, donde la cama estaba todavía revuelta.

—Ahora conmigo— dijo casi en un jadeo.

—¡No!— gritó ella tratando de desasirse.

—Entonces por las malas— amenazó él sacando un cuchillo del cinto.

Susana forcejeó con toda la fuerza de la desesperación, y en medio de la lucha ambos miraron boquiabiertos el cuchillo, clavado en el vientre de ella.

El hombre huyó despavorido, sin atreverse a tocar el arma, y Susana oyó el portazo mientras se arrastraba tratando de llegar al teléfono para pedir ayuda.

Logró alcanzar el aparato al cabo ya de sus fuerzas. Marcó el número de la policía y oyó desesperada el tono de comunicando. Tal vez un viejo gruñón se quejaba en esos momentos de lo alta que estaba la música de sus vecinos.

No tuvo tiempo de marcarlo de nuevo. Sintió que sus ojos se nublaban y en un último arrebato de amor decidió romper su mentiroso matrimonio y dedicarle a Jaime su último recuerdo: ya estaba bien de mentiras. Le hubiera gustado gritar que después de catorce años de matrimonio aquella noche había dejado verdaderamente de ser virgen, le hubiera gustado quemar todas las malditas corbatas de ejecutivo de su esposo, le hubiera gustado hacer el amor con Jaime en el portal. Le hubiera gustado hacer muchas cosas, pero supo que sólo le quedaban unos instantes e intentó escribir en las baldosas, con su propia sangre, el nombre del único hombre al que había amado.

Eran sólo cinco letras, pero ni siquiera pudo acabar la tercera. De todos modos, allí quedaba la prueba de su última y gran pasión.

Lástima que ni el comisario García ni el juez pensaran como ella.

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Entrada correspondiente a la E, de Estupidez.

Diccionario antológico de desgracias y estupores. Feindesland 2014