El espejo del baño siempre ha sido un confidente silencioso. Refleja nuestras alegrías, tristezas, miedos. Pero una mañana, noté algo extraño. No era mi reflejo el que me devolvía la mirada. Era alguien más, alguien idéntico, pero con una sonrisa que no reconocía.
Al principio, pensé que era una ilusión, un juego de luces y sombras. Pero el reflejo comenzó a moverse por su cuenta, a imitar mis gestos con una fracción de segundo de retraso. Intenté hablar, y él me respondió con una voz que era la mía, pero distorsionada, como un eco lejano.
"Soy tu referente", dijo su voz resonando en mi cabeza. "Soy lo que aspiras a ser, lo que siempre has deseado. Soy tu versión perfecta".
Me negué a creerlo. Yo no quería ser como él, esa criatura con una sonrisa falsa y ojos fríos. Pero el referente insistió, mostrándome imágenes de una vida que podría ser mía, una vida de éxito y reconocimiento.
La tentación era fuerte, casi irresistible. Pero en el fondo, sabía que algo no estaba bien. Esa perfección tenía un precio, un precio que no estaba dispuesto a pagar.
Con un último esfuerzo, grité, negando su existencia. Y entonces, el espejo se resquebrajó, el referente se desvaneció, y mi reflejo volvió a ser el de siempre.
Pero la sonrisa del referente permaneció grabada en mi mente, una advertencia de lo que podría haber sido, de lo que tal vez, en algún rincón oscuro de mi, anhelo ser.