¿El sistema está enfermo? Capital y humanidad

Introducción al texto

El siguiente texto propone una reflexión crítica sobre la idea de que el sistema capitalista “está enfermo” y solo necesita ser corregido. Como lector te resultará útil abordarlo con disposición a replantearte ideas que tal vez ya creíste haber revisado, porque a veces lo más difícil no es pensar algo nuevo, sino volver a pensar lo que creemos ya comprendido.

Introducción al pensamiento criticado

Muchas veces caemos en la trampa de pensar que el sistema no es malo, sino que está enfermo. Este pensamiento viene a decir que el sistema tiene agentes externos que lo envenenan. Traducido al lenguaje político, un antifascista con este pensamiento podría decir que el sistema no es pro-fascista, solo que tolera a los fascistas, separando al sistema de estos agentes externos. En ese razonamiento, el sistema estaría “enfermo” porque admite la existencia de fascistas. Otro ejemplo muy fácil de entender es la corrupción: hay discursos que dicen que los corruptos son el problema, no el sistema que los permite. Entenderíamos entonces al sistema como una planta que tienes que mantener y cuidar para que no le salgan bichos.

Es una idea atractiva, incluso reconfortante, pero parte de una comprensión ingenua del sistema. El capitalismo nunca va a ser justo porque nació en la desigualdad. Los primeros capitalistas no rindieron cuentas a nadie; la planta nació enferma, y desde entonces solo tratamos sus síntomas.

El origen del problema

El capitalismo no es una desviación de un modelo más puro: nació como acumulación y concentración de medios de producción. Detrás del mito del “libre mercado” hay una historia de saqueos, colonización y esclavitud; desde las minas de América hasta las plantaciones de África. El capitalismo es la violencia convertida en norma, la desigualdad institucionalizada como punto de partida.

La acuñación de la moneda no fue un simple avance técnico para facilitar el intercambio: fue también un acto político, una forma temprana de representar tu poder y manejarlo de forma más eficiente.

El dinero hoy en día es la representación tangible de la autoridad. Pero ¿es el dinero el enemigo de la libertad? Imagina que tú tienes una isla.

Las islas del liberalismo

Imagina que tú tienes una isla y yo tengo otra. En tu isla hay plátanos y en la mía hay cocos. Para compartir justamente creamos un mercado en el que definimos el valor de un kilo de coco y un kilo de plátano. Un día tu isla sufre una catástrofe: un tsunami ha arrasado con casi toda tu producción de plátanos y has sobrevivido de milagro. El equilibrio liberal desaparecerá pronto: vendrás a mi isla a pedirme cocos sin plátanos y comenzarás a endeudarte conmigo. Lo que empezó como una relación justa ahora es una relación de poder. Yo te ofrezco un trato: trabajas en mi isla mientras te recuperas, pero a cambio los cocos que produces serán para los dos. Yo descanso; tú trabajas. Y cuando me pidas justicia, te diré: “Nadie te obligó a comerciar. Las reglas son iguales para todos. Quizás si hubieras cuidado mejor tu isla no te hubiera pasado esto.”

Las islas del cooperativismo

Volvamos atrás: tú tienes tu isla de plátanos, yo la mía de cocos. Al principio creemos que lo más justo es definir los valores de los plátanos y de los cocos. Nos parece razonable, casi noble. Pensamos que así seremos justos, que la justicia puede medirse. Pero un día te invito a mi isla. Caminamos por la playa, hablamos durante horas y me dices: “Ojalá el viento en mi isla fuese más tranquilo.” Yo te respondo: “Aquí los árboles crecen muy alto, pero el suelo es pobre.” Y en ese momento lo entendemos: vivimos en un planeta limitado, con condiciones que cambian, con fuerzas que no controlamos.

Desenlace y reflexión final

Las islas no son nuestras. Las islas estaban aquí antes que nosotros. Los árboles crecían sin permiso, los ríos se abrían paso sin contratos, los peces nadaban sin deuda. El mundo no necesita ser gestionado para existir. De repente comprendemos que el error no está en intercambiar, sino en creer que la vida puede medirse. Intentar calcular la eficacia de la naturaleza es una forma silenciosa de violencia. Es mirarla con ojos de contable y no con ojos de habitante. La naturaleza no busca ser eficiente: busca durar, sobrevivir, sostener la vida en su diversidad.

Así que dejamos de calcular. No hay más kilos, ni equivalencias, ni precios. Sembramos juntos lo necesario, compartimos con un orden vivo: sabiendo quién necesita, no quién debe. Si el mar se enfurece y destruye una costa, la rehabilitaremos juntos. Nadie debe nada a nadie: solo nos cuidamos, porque compartimos la misma suerte. 

El dinero deja de tener sentido. No porque lo prohibamos, sino porque ya no nos sirve para describir lo que importa. Cuando llega la cosecha, cada uno sabe qué fruto pertenece a qué manos; quién sembró, quién cuidó, quién ayudó a reparar la choza o a limpiar el río. La riqueza ahora no se mide: se ve en nuestra cooperación, en nuestros descansos, en nuestra comida y en nuestro desarrollo. Si uno de los dos se pone enfermo, el otro lo cuida. Aprendemos a usar la técnica sin dejar que nos mida. No hay balances, pero sí organización: combinamos el conocimiento, la tecnología y el trabajo para producir lo necesario sin agotar lo que nos sostiene, mientras hacemos nuestra existencia más cómoda y agradable.

En conclusión, la violencia y la opresión no son desviaciones del capitalismo, sino su condición natural. Por ello, toda aspiración a una sociedad libre exige una ruptura oncológica con el sistema, no un tratamiento de sus síntomas.

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