Adolfo Marx, el hombre equidistante

Era Adolfo Marx un hombre peculiar. No por su aspecto —de estatura media, complexión media y cabello castaño medio—, sino por su extraordinaria habilidad para mantenerse equidistante de todo.

Desde pequeño, Adolfo se sentaba exactamente a la misma distancia de sus padres durante la cena. En el colegio, calculaba meticulosamente su posición para estar equidistante de la pizarra y la puerta. Incluso cuando jugaba al fútbol, corría desesperadamente por el campo para mantener la misma distancia entre ambas porterías.

Esta obsesión por la equidistancia se trasladó a su vida adulta, especialmente a sus ideas políticas.

—Soy un hombre de centro —declaraba orgullosamente—, exactamente a 50 centímetros de la izquierda y a 50 centímetros de la derecha.

Su biblioteca personal era una obra maestra de la neutralidad: por cada libro de Adam Smith tenía uno de Karl Marx (su tocayo, aunque Adolfo insistía en que "no compartían ideología, solo apellido"). Si compraba un periódico conservador, inmediatamente adquiría uno progresista, y los leía simultáneamente, un párrafo de cada uno, alternando.

En las reuniones familiares, cuando su tío Ernesto comenzaba con sus diatribas ultraconservadoras, Adolfo cronometraba cuidadosamente el tiempo para luego dedicar exactamente los mismos minutos a defender posturas contrarias, independientemente de lo que pensara.

Su partido político favorito era, cómo no, "Equidistancia Nacional", cuyo lema era "Ni a favor ni en contra, sino todo lo contrario".

El colmo llegó el día de las elecciones. Adolfo, tras horas de angustia existencial, decidió votar a todos los partidos. Entró en la cabina electoral, recortó meticulosamente cada papeleta en trozos iguales, los mezcló y los introdujo en el sobre. El presidente de la mesa casi sufre un colapso al ver semejante collage político.

Su vida amorosa no era menos complicada. Salía simultáneamente con Luisa y Carmen, asegurándose de pasar exactamente el mismo tiempo con cada una. Les compraba regalos idénticos y les dedicaba el mismo número de palabras en sus mensajes. Cuando ambas descubrieron la situación, Adolfo les explicó, con total sinceridad:

—No puedo elegir entre vosotras. Estáis exactamente a la misma distancia de mi corazón.

Tras la bofetada simultánea que recibió (una en cada mejilla, para mantener el equilibrio), Adolfo decidió buscar ayuda profesional.

La psicóloga le diagnosticó "Síndrome de Equidistancia Patológica". Le explicó que la vida requiere tomar partido, que neutralidad no es lo mismo que objetividad.

Adolfo asintió, pero objetó:

—¿No podría darme también el diagnóstico contrario, para mantener el equilibrio?

La terapia avanzaba dos pasos adelante y dos atrás, hasta que un día ocurrió lo impensable: Adolfo se enamoró perdidamente de la dependienta de la panadería. Sin cálculos, sin mediciones, sin buscar un contrapeso.

Sus amigos no daban crédito cuando le vieron comprando solo pan integral, abandonando el blanco que siempre había comprado para equilibrar. Y cuando en una cena pronunció la frase "estoy completamente de acuerdo", todos quedaron paralizados.

Pero ella le rechazó y nuestro protagonista decidió meterse en política en el único país donde sabía que sería bien acogido.

En la República de Centristán, un país tan plano que hasta las montañas intentaban ser colinas para no destacar, Adolfo había ascendido al poder con un lema tan convincente como incomprensible: “¡Ni frío ni calor, la tibieza es lo mejor!”. Su cabello, peinado en una raya perfectamente centrada, era toda una declaración de intenciones.

Un día estalló una crisis entre las facciones políticas más moderadas del país: los puentistas querían unir las dos mitades del país con un majestuoso arco de cristal, mientras que los muralistas exigían un muro de hormigón para “proteger la identidad de cada lado”. Las protestas llegaron a su clímax cuando un puentista lanzó un tornillo a un muralista, quien respondió arrojando un ladrillo, pero ambos proyectiles chocaron en el aire y cayeron sobre el sombrero de Adolfo, que pasaba por allí midiendo la distancia exacta entre ambos bandos.

—¡Basta! —gritó Adolfo, ajustando su corbata a rayas horizontales para no favorecer ni lo vertical ni lo diagonal—. ¡Hay una solución equidistante: construiremos un puente levadizo! Subirá para unirnos y bajará para protegernos. ¡Es lo justo!

La multitud enmudeció. Los ingenieros se miraron con desesperación, pero Adolfo ya había firmado el decreto con una pluma de dos tintas: azul marino y celeste, "por equidad cromática".

El puente levadizo se inauguró en medio de una ceremonia donde Adolfo cortó la cinta por el centro, claro. Pero el caos llegó al primer uso: cuando los puentistas cruzaban, los muralistas activaban el mecanismo para bajarlo, atrapando a medio país en el aire y al otro medio en tierra. Los ciudadanos, colgando de la estructura, coreaban: “¡Abajo… no, arriba… no, a la mitad!”.

Adolfo, impertérrito, declaró desde su oficina (ubicada en el sótano del primer piso para no inclinarse por lo alto ni lo bajo):

—El problema es que no entienden el equilibrio. ¡Propongo añadir una pasarela giratoria!

Pero su suerte se agotó cuando los subterranistas, un nuevo grupo que exigía túneles, emergieron literalmente bajo sus pies. Adolfo, ahora atrapado entre tres facciones, intentó sentarse en una silla de tres patas, que se desplomó. 

La República de Centristán acabó dividida en cuatro zonas, cada una con un clima diferente, mientras Adolfo Marx gobernaba desde una hamaca en la línea ecuatorial, gritando consignas que nadie escuchaba.

Adolfo Marx pronto se dio cuenta de que gobernar desde una hamaca no era tarea fácil. El sol quemaba exactamente en la mitad de su cuerpo, dejándole un bronceado tan preciso que parecía diseñado con escuadra y cartabón.

Los habitantes de Centristán, desesperados por la indecisión crónica, decidieron organizar una revolución. O más exactamente, cuatro revoluciones simultáneas: los puentistas, los muralistas, los subterranistas y los equilibristas, estos últimos seguidores fanáticos de Adolfo, que exigían que todo conflicto fuera resuelto tras ser sopesado todo argumento a favor y en contra con balanzas perfectamente calibradas.

Adolfo intentó calmar los ánimos enviando mensajes conciliadores escritos sobre folios exactamente cuadrados, usando un bolígrafo gris neutro. Pero las facciones, furiosas por no sentirse favorecidas, lo acusaron simultáneamente de extremista tibio, radical centrista y moderado fanático.

Desesperado, Adolfo organizó un debate nacional televisado. Colocó cuidadosamente su atril en el centro exacto del plató, dividiendo el escenario en sectores iguales. Pero el debate terminó antes de empezar, cuando todos los participantes exigieron hablar exactamente el mismo tiempo y acabaron peleando por segundos y milisegundos.

La crisis política llevó al país a una parálisis total. No se podía decidir ni siquiera si encender o apagar las farolas públicas, por lo que Centristán quedó sumido en una penumbra perpetua, ni clara ni oscura, que desesperó a todos excepto a los oftalmólogos, que se enriquecieron tratando casos masivos de miopía provocada por la falta de luz adecuada.

Finalmente, Adolfo Marx decidió abdicar. Convocó una rueda de prensa exactamente al mediodía del solsticio, con la intención de que ni siquiera el tiempo pudiera acusarle de parcialidad.

—Pueblo de Centristán —dijo solemne, ajustándose los calcetines perfectamente simétricos—, me retiro. He comprendido que quizá la verdad no esté en el centro, sino ligeramente inclinada... ¡pero solo ligeramente!

La multitud estalló en vítores y lamentos al mismo tiempo. Alguien lanzó flores y tomates simultáneamente, impactando con precisión quirúrgica en la cabeza del ya exlíder.

Adolfo, tras recoger sus cosas —entre ellas, un busto de sí mismo con la nariz situada exactamente en el eje vertical del rostro— decidió regresar a su tierra natal. Allí encontró trabajo en un museo, supervisando que todas las obras estuvieran perfectamente alineadas.

Un día, mientras comprobaba con una regla milimetrada la posición exacta del "Pensador" de Rodin, escuchó una voz femenina que interrumpió su concentración obsesiva:

—Disculpe, ¿diría usted que esta escultura está recta o torcida?

Adolfo se giró lentamente, comprobando incluso en su giro que sus pies mantenían una distancia exactamente igual respecto al pedestal. Frente a él estaba una mujer que lo miraba con evidente interés.

—Está perfectamente equilibrada —respondió él, satisfecho pero inquieto.

Ella sonrió con admiración:

—Exactamente lo que quería escuchar.

Esta conversación llevó a Adolfo a reflexionar profundamente (y equidistantemente) sobre su futuro. Decidió entonces abrir una pequeña academia donde enseñar su filosofía a otros. La llamó "Instituto Central para Estudios del Equilibrio". Las clases se impartían en una sala circular, con los alumnos sentados a igual distancia del punto medio, que ocupaba Adolfo, naturalmente.

El temario incluía asignaturas como "Historia del Centro", "Matemáticas para la Neutralidad Absoluta" y "Filosofía Equidistante". Los debates eran intensamente monótonos, con alumnos repitiendo interminablemente frases como "Sí, pero no", "Estoy de acuerdo y en desacuerdo al mismo tiempo" y "Quizás sí, quizás no".

Los alumnos, exhaustos por la falta total de conclusiones claras, comenzaron a faltar a clase por parejas simétricas: cuando faltaba uno del lado izquierdo, Adolfo impedía entrar al alumno del lado derecho para mantener el equilibrio visual del aula. Finalmente, todos abandonaron la academia a la vez, dejando solo a Adolfo Marx en el punto central, sonriendo tristemente satisfecho porque al menos su fracaso había sido perfectamente simétrico.

Poco después, decidió probar suerte en un negocio aparentemente más simple: una pequeña tienda de ultramarinos llamada "La Despensa Equidistante". Allí cada producto tenía un contrapeso idéntico al otro lado de la tienda. Si alguien compraba harina del estante derecho, Adolfo Marx obligaba al cliente a llevarse también azúcar del estante izquierdo para mantener la neutralidad absoluta.

Una tarde, una anciana solo quería medio kilo de lentejas. Adolfo, horrorizado ante tal desequilibrio, intentó convencerla de que comprara también medio kilo exacto de garbanzos. La discusión terminó cuando la anciana, irritada, lanzó ambas bolsas al aire, aterrizando cada una exactamente en cada extremo de la balanza que decoraba el mostrador. Adolfo, maravillado por la inesperada demostración de equilibrio universal, decidió cerrar la tienda en ese instante, convencido de haber alcanzado la perfección comercial.

Tras su efímera pero perfectamente equilibrada aventura comercial, Adolfo Marx regresó al hogar con una sensación de logro absoluto y fracaso estrepitoso, perfectamente sincronizados. Pasó semanas intentando definir qué debía hacer ahora, midiendo cada decisión con precisión matemática.

Un día recibió una extraña carta con bordes perfectamente rectos y un sello ubicado exactamente en el centro del sobre. La misiva procedía del "Club Mundial de Equidistantes Anónimos", cuya sede estaba, por supuesto, en la latitud cero, longitud cero, en mitad del Atlántico. Intrigado y aliviado por encontrar a otros como él, Adolfo decidió asistir al Congreso Internacional de Equidistancia.

Tras días navegando en una embarcación que se desplazaba exactamente a la misma distancia de dos corrientes opuestas, Adolfo arribó a una isla artificial construida meticulosamente en medio del océano. La isla era circular, dividida en sectores equidistantes, con calles radiales que llevaban invariablemente al centro exacto, donde había una estatua conmemorativa dedicada a "Nadie en Particular".

El congreso fue un absoluto desastre de organización precisa. Nadie se atrevía a hablar primero ni a sentarse antes que los demás, por miedo a desequilibrar la neutralidad perfecta. Finalmente, el presidente del Club tomó la palabra exactamente a medianoche, justo cuando las agujas del reloj se alineaban verticalmente, asegurando la más absoluta simetría temporal:

—¡Hermanos equidistantes! —proclamó con una voz perfectamente modulada en tono medio— ¡Estamos aquí reunidos para reconocer que nuestra neutralidad se ha convertido en nuestra mayor enemiga! ¡Propongo romper las cadenas de la equidistancia!

Un silencio simétrico invadió el salón. Adolfo Marx sintió cómo el suelo perfectamente nivelado se estremecía ligeramente. ¿Romper con la equidistancia? ¡Era un escándalo perfectamente proporcionado!

Inmediatamente, el caos más organizado del mundo se desató. Algunos asistentes se pusieron de pie para apoyar vehementemente al presidente, mientras otros se sentaron simultáneamente en señal de protesta silenciosa. Adolfo, paralizado por la incertidumbre, decidió hacer ambas cosas simultáneamente: se agachó en una extraña posición a medio camino entre sentado y de pie, quedando atrapado en una postura incómoda pero absolutamente nivelada.

La isla comenzó a hundirse lentamente debido al peso ya no distribuido equitativamente entre todos sus asistentes. Viendo el peligro, Adolfo tuvo una idea brillante:

—¡La única solución es desequilibrar todo perfectamente al mismo tiempo! —gritó, orgulloso y aterrado a partes iguales.

Increíblemente, todos entendieron el mensaje. Cada asistente comenzó a moverse caóticamente pero coordinados en pares opuestos, saltando a la izquierda mientras otros saltaban a la derecha. La isla, desconcertada por el repentino y perfectamente compensado caos asimétrico, emergió nuevamente de las aguas.

Adolfo, exhausto pero realizado, se convirtió en héroe del congreso por haber introducido el concepto de "Equidistancia Asimétrica", algo tan absurdo que fue inmediatamente aceptado como genialidad absoluta.

De regreso a casa, Adolfo Marx fue recibido con honores. La prensa lo entrevistó, y cuando le preguntaron cómo se sentía al haber roto finalmente su obsesión, respondió con una sonrisa mitad triste, mitad feliz:

—La verdad es que estoy perfectamente confundido.

Con los años, Adolfo fundó un nuevo movimiento filosófico llamado "Neutralismo Dinámico". Sus seguidores iban por la vida diciendo cosas como "Quizás estoy seguro" y "Absolutamente puede ser". Finalmente, cansado pero satisfecho, escribió una autobiografía titulada: "Entre el sí y el no, yo digo todo lo contrario".

Murió exactamente a los 88 años, 8 meses y 8 días, a las 08:08 de la mañana, asegurándose de que incluso su lápida estuviera perfectamente centrada en su parcela. En su epitafio podía leerse:

"Aquí yace Adolfo Marx, tan equidistante que ni siquiera se decidió entre la vida y la muerte. Por si acaso, dejó medio ataúd fuera."

Los visitantes, al pasar junto a su tumba, sonríen desconcertados. Algunos juran escuchar una risita contenida, exactamente en el punto medio entre la seriedad y la carcajada.

Fin.