
El Gorrión, imagen animada por Asralore.
Hace un año vi un gorrión con tres ojos. Era completamente normal pero voilà!, de repente abrió su tercer ojo. Se había posado tranquilamente en el quicio de la ventana y cantaba. Cierto es que cantaba de una forma sumamente extraña, de una forma que uno no creyera que pudiese cantar un gorrión, o siquiera un pájaro. Emitía pequeños chillidos agudos entrecortados por una especie de graznidos graves. Su canto no era normal, eso estaba claro. Al rato ya me había empezado a dar dolor de cabeza. Lo intenté espantar, pero no hubo manera. Cerré la ventana de golpe para asustarlo pero ni aún así. En vez de quedarse aplastado contra el marco de la ventana apareció tan tranquilo encima de mi mesilla, sin recorrer la distancia que hay de la mesilla a la ventana. Fue entonces cuando me quedé paralizado al observar su tercer ojo abrirse en medio de aquella minúscula frente.
A continuación, empezó a susurrar palabras extrañas en algún idioma que me sonó a nórdico. Después empezó a chillar en ese mismo idioma con un tono de urgencia que me asustó. Pasó al francés y luego a algo parecido al ruso, como serbio o búlgaro, no tengo ni idea. Probó unos cuantos idiomas más, de los cuales el único que reconocí fue el suomi (finlandés), hasta que llegó al italiano. Ahí ya le dije que se diera prisa en pasar al español, lo cual parece que entendió en mi macarrónico italiano, pues al poco tiempo ya estaba hablando castellano.
Sin embargo, mi desilusión al esperar un gorrión inteligente fue de esperar. El gorrión no dominaba apenas el español y yo casi no le entendía. Por algo empezó hablando danés o sueco, me dije. Resignado ante la idea de un gorrión de tres ojos capaz de hablar en varias decenas de idiomas distintos pero desconocedor absoluto de los idiomas romances o latinos, me tumbé encima de la cama. El gorrión no debió darse por aludido y siguió hablando de esa forma tan peculiar que tenía que parecía una mezcla entre un japonés y un estadounidense intentando hablar español.
Me harté de su incompetencia con los idiomas y le mandé a freír espárragos para seguir estudiando. Empero aquel gorrión estaba decidido a darme la tarde y con sus quejidos espantosos me pidió su atención.
A lo largo de diez terribles minutos de incomprensión deduje que quería llevarme a algún sitio con problemas asociados a la presencia de un terrible y maquiavélico Señor Maligno que amenazaba una tierra resplandeciente y hasta entonces pacífica.
Me sonó tan patético que le di una patada, haciendo que rodase por la alfombra. Le pregunté que qué ser era realmente y a qué había venido a mi habitación (a parte de a molestarme). Como era de esperar no se rindió tan fácilmente y siguió con su perorata ridícula del País De La Magia Amenazado. Le cogí de un ala pero antes de que le hiciera nada se apresuró a confesar.
Dijo (en un perfecto castellano) que era un cambia-formas a sueldo dedicado a la estafa profesional y al secuestro. Como su historia tampoco me convencía, lo llevé al baño y empecé a mojarle con la ducha. El gorrión de tres ojos me dijo que (realmente) necesitaba mi ayuda, pero no para salvar aquel País de la Magia, sino para controlarlo mejor porque se les estaban poniendo las cosas realmente difíciles, debido a la presencia inesperada de un héroe nacional.
Le dije que estaría encantado de dirigir un imperio y demostrar de una vez por todas que los Señores Malignos no son tan estúpidos como siempre se ha dado a entender en las películas.
Le pregunté que porqué rayos había escogido esa forma para pedir mi ayuda y me dijo que era un gorrión totalmente corriente (creo que no se daba cuenta de que era azul) sólo que le habían poseído de pequeño tres Garrapatas del Mal y le habían hecho crecer un ojo totalmente inútil.
Así se desmoronó mi teoría de que todos los terceros ojos sirven para ver el futuro, de que los gorriones no tienen enfermedades graves y no están idos de la olla y por último de que no se puede administrar correctamente un Imperio sojuzgado con las armas y ser además el Poderoso Guardián de las Pesadillas.
Realmente no les estaría mal a todos esos fracasados que no lograron nada antes que yo pensaran un poquito y se dejasen de risas malignas y tomaran ejemplo de mí.
Saludos a todos mis súbditos con acceso a la red.
Relato publicado por primera vez el 05/05/2008.
La imagen es animada, si no la ves animada es porque tu navegador no soporta APNG. Versión en gif: El gorrión por asralore. Comisioné la imagen para ilustrar el relato.
Comentario: Es una inversión del tropos de malvado estúpido. El protagonista del relato es un malvado inteligente. Está inspirado en la lista "100 cosas que haría si fuera un Señor del Mal".
Descargo de responsabilidad frente a animalistas: no apruebo la violencia gratuita hacia los animales.
I
¿Pero usted, a qué ha venido? ¿A que le demos el visto bueno a un reportaje que ya tenía escrito o a saber de verdad cómo son estos centros? Sea honrada, mire a la cara a la gente y con el tiempo, en alguna parte, hará ese programa con el que sueña seguramente. El que la saque a hombros de la televisión local para llevarla a una cadena nacional.
No, tranquila: no me las doy de psicólogo. Es que se le nota. Se le nota a la legua que viene a cumplir el expediente y que considera casi una ofensa que la hayan mandado aquí. No hay más que ver cómo va vestida. Si hubiese ido a entrevistar a un famoso se hubiese arreglado un poco, pero total para ir a ver el geriátrico, no hace falta. ¿A que pensó eso antes de salir de casa?
Pues aquí puede haber un buen reportaje.,. Uno cojonudo. De los mejores. No se rinda y mire a su alrededor. Mire con otros ojos. Con esos que pone ahora de mala leche.
¡Ríase, joder! Cáigame bien. Un gilipollas que le habla como le hablo yo tiene siempre algo que contar. Piense que no va a casarse conmigo, que sólo me tendrá que aguantar un rato, y que para su trabajo es fundamental caer bien a los bocazas. ¿O cree que el director o el administrador le contarían lo que le voy a contar yo? Yo soy un pringado que trabaja todos los días con los escombros del ser humano y se ha encontrado hoy, de chiripa, una chica guapa en el trabajo. ¿No soy el tipo de idiota ideal al que se le puede sonsacar algo? ¡Pues aproveche! ¡Sonría, cáigame bien y aproveche!
Eso está mejor.
A nosotros eso que pregunta de la ley del tabaco nos trae al fresco. Aquí hace muchos años que está prohibido fumar en todo el edificio, pero los celadores tenemos la costumbre de echarnos un cigarro, justamente en esta planta. En cualquier otro sitio, podría quejarse uno de los prisioneros, o de los huéspedes, que es como hay que llamar a los internos del geriátrico, pero los de la tercera planta son inofensivos. Le llamamos la planta de Víctor Hugo, porque aquí se juntan sus dos mejores obras. ¿No cae? Nuestra Señora es el nombre de la residencia, sí. ¿Cual a es la otra? Efectivamente: los miserables.
No, no. No piense mal, que no es nada de eso. No es porque en la tercera planta tengamos a ancianos con alzheimer, o a los pobres de solemnidad, ni a los enfermos terminales. No, que va. Esa sería la planta de Dickens, que también la hay. Luego si quiere la llevo a dar una vuelta por allí si le apetece hacer un reportaje lacrimoso y tal, con muchos viejecitos a los que los echaron de su casa porque no les llegaba la pensión para el alquiler, o porque le actualizaron la renta, o porque no les quedó más que media pensión, media mierda, cuando se quedaron viudas...
Pero esa, para otro día, o para luego, si quiere. Ahora le cuento lo de la tercera planta y por qué venimos aquí a fumar. Si apaga la grabadora se lo explico.
Sí, sin grabadora. Usted luego cuente lo que quiera y yo negaré lo que me dé la gana.
Venimos a fumar aquí porque en la tercera planta están los ancianos sin hijos, y cuando se tienen ochenta años, una pensión cedida por contrato a la residencia y nadie que te defienda en el exterior, estas jodido.
No me mire así, señorita. Usted ha venido aquí a conocer de primera mano la situación de estos centros, ¿no? Pues yo se lo cuento y luego usted escribe lo que le parezca, pero sin grabadora. Y si se escandaliza con tan poca cosa habría que verla a usted de corresponsal de guerra en Darfur, o en uno de estos conflictos tribales asquerosos como el de Rwanda, o el de Yugoslavia, que también por Europa manejamos el concepto ese de tribu, aunque nos las demos de avanzados.
En esta planta, como le decía, están todos los solterones, antiguos vividores, calaveras, viudos y divorciados sin hijos y algún que otro matrimonio sin descendencia. En general son gente que dejaron pasar los años de su juventud alejando la posibilidad de tener hijos porque les entorpecerían su vida profesional o porque exigían un tiempo y una responsabilidad que no podían o no querían dedicar.
Sí, sí, señorita. Me parece una opción como otra cualquiera. Muy digna. Como tirarse desde un puente. Allá cada cual.
¿Que no compare? ¡Cómo no voy a comparar! El que se tira desde un puente va hacia la muerte, y estos además de hacia la muerte van hacia la extinción.
Sí, ya sé que el mundo es una mierda y que hay gente que no quiere traer personas al mundo, pero ¡coño!, ¡ellos no se marchan, no! Porque si tan asqueroso es el mundo, ¿cómo es que no se cuelgan de un árbol? No, eso no. Aunque estén hechos una porquería, no faltan a la consulta del médico ni medio muertos. Y cuando se enteran de que una noche no está el médico o ven que nieva, lo primero que preguntan es “¿y qué pasa ahora si alguien se pone malo de repente?
Mire, señorita: después de veintiséis años trabajando en el geriátrico le aseguro que he hablado con ellos más que cualquiera. Y también hay algunos que no pudieron, por alguna enfermedad, o perdieron a los hijos por alguna desgracia, y a esos, discretamente, los trasladamos abajo. Aquí están sólo los otros. Y no me venga con películas a los Ingmar Bermann, que en este sitio no estamos para filosofías: no es que no tuviesen hijos porque el mundo les parecía una porquería. Lo que ocurría es que consideraban a los hijos una especie de competidores: seres dispuestos a robarles el tiempo, la atención y el dinero que querían dedicarse a sí mismos. Pensaban en un niño y se ponían celosos, porque el único niño de la casa tenían que ser ellos. Eso pasó. La inmensa mayoría reconocen que podían haber mantenido perfectamente a un crío o dos, pero eso les hubiese obligado a amoldar sus vacaciones a las épocas escolares, o les hubiese forzado a renunciar a un coche nuevo, o a salir a cenar con su pareja, habitual o eventual según los casos.
Lo que hicieron fue eliminar competidores. Sólo eso. No le dé vueltas. Así que ahora, les toca comerse el humo de nuestros cigarros, las sobras de ayer, o lo que les echen.
Así que los miserables somos nosotros, ¿eh?, Osea que se pone de su parte. Muy bien. ¿Cuantos años tiene usted, si me permite la pregunta? A su edad se le puede preguntar todavía sin ser impertinente. ¿Veintisiete?
Pues estos que ve aquí son los que la hubieran tirado a la papelera de una clínica de abortos para que no les estropease unas vacaciones. Y a sus vacaciones le hubieran llamado causa socio-económica.
Así que ahora, a joderse.
Y si alguno se pasa de listo, el médico del centro lo declara incapaz por enajenación mental, y se acabó.
¿Los sobrinos, me dice?
No me haga reír. Si incapacitamos a alguno, los sobrinos encantados, por supuesto.
De los parientes hablamos otro día. Y hasta de los hijos de algunos de otras plantas, si quiere. ¿Ve como se podía hacer un buen reportaje en este sitio?
Ahora queda en su mano. Material le he dado, y de primera.
A ver lo que le sale.
II
—¿Pero qué te pasa, Susana?
—Nada. No sé. Me he despertado sobresaltada.
Mario se pasó las manos por la cara. En las últimas semanas su mujer se despertaba con pesadillas en medio de la noche. Tenía que entrar a trabajar a las ocho al día siguiente, pero decidió tomárselo a broma de todos modos.
—Que me despiertase el niño, si lo tuviésemos, me parecería normal. Pero esto... ¿qué te pasa?
Susana se acurrucó contra él.
—De eso mismo iba la pesadilla.
—Cuéntame —rogó él.
—No, déjalo.
—Cuéntame, anda.
—No sé... Ya no lo recuerdo. Pero mira, sí. Ya está. Vamos a ir a ese sitio y vamos a intentar tener un hijo.
—¿De veras? , ¿lo dices en serio?
—Sí. Lo digo en serio. Vamos a intentarlo —confirmó ella.
—¿Así, de pronto?
—Estas cosas se hacen de pronto, ¿no?
Mario la estrechó contra él.
—Vale. ¿Y lo has decidido en el sueño?
—Sí, algo así.
—¿Y que soñaste?, ¿fue algo del trabajo?, ¿una entrevista o algo así? Una vez soñaste que ibas a hacer un reportaje a un campo de exterminio nazi y te despertaste sudando... —recordó él.
—No lo sé... No, no fue nada del trabajo. Estaba en un sitio oscuro y se encendía una luz. Había mucha gente, una verdadera multitud. Nos llamaban y acudíamos tú yo de la mano, solos. Preguntaron si venía alguien más con nosotros, o si alguien nos defendería y dijimos los dos que no.
—¿Era un juicio?
Susana sabía que estaba mintiendo pero no quería contar su verdadero sueño. Le parecía demasiado mezquino.
—Sí. Era un juicio y no teníamos a nadie que nos defendiera. A los demás los defendían sus hijos, peor nosotros no teníamos a nadie.
—Ya, entiendo que te angustiaras. ¿Y qué clase de juicio era?
—Era el Juicio Final.
En noches perpetuas de blancos colmillos danzaron los sueños de tu juventud: boleros de llanto, mazurcas de miedo al ritmo mellado de un cielo voraz. Olvida conmigo el tiempo marchito, enlaza mi mano y siente este vals.
Quizás las palabras no tengan sentido, quizás el crujido del viejo temor crepite en tus ojos, tus brazos, tu vientre, atando al silencio la luz de tus pies.
Bailemos ahora el vals del ciprés.
Bailemos ahora un vals de promesas que a nadie le importan, un vals de almanaques sin tierra y sin voz, el vals de las años perdidos en guerras, sin paz, sin victoria, en escaramuzas de desolación. Bailemos heridos de púrpuras sombras en círculos locos, elipses de amor, bailemos el vals de los viejos salones, sepulcros vacíos, pirámides huecas llorando los huesos de su faraón.
Bailemos por todo lo que se perdió.
Y si hay todavía eternos retornos, albures perpetuos o bucles sin fin, traeremos a lomos de esta melodía los años cautivos en Siempre Jamás, los años marchitos que ya sólo esperan para rebelarse el son de tus pasos bailando este vals.
Género menor,
con pies helados
de corredor
y de rimas breves.
Discretos en lírica,
de dialéctica pequeña,
malabárica.
Oda elemental,
simple como la borriqueña,
apretada y temperamental.
Dadá de la poesía,
pequeña pero engolada,
con luces de malvasía
y dejando sólo el resto de la molada.
Adiós, oda,
hola, ola,
olas y odas.
Un día viniste pero no apareciste.
El día que apareciste ni siquiera viniste.
Y cuando por fin viniste y apareciste,
simplemente no estabas.
(El texto es de 2004, creo que ya no soy la misma persona de ese año... curioso.)
Un ajado villorrio duerme entre las huertas esperando a que algún gallo lo
despierte. Pero es pronto: aún pueden soñarse condes los campesinos y reyes los
boticarios. Todavía tienen tiempo los blasones de restaurar sus castillos, bruñir sus
coronas y trasplantar sus flores de lis entre los puerros y las lechugas. Aún es
tiempo de quimeras.
A lo lejos, los campos urden su vieja épica de briznas que se quiebran,
cacerías alocadas en los rastrojos y caparazones que crujen entre las mandíbulas
del más fuerte: en esa lengua guerrea la llanura bajo la indiferencia de los astros,
desdeñosos con minucias como la vida y la muerte.
La noche pasa sin prisas suspendida de la luna, blanca peonza que
acompasa sus giros con astucia de tahúr para mostrar siempre el mismo lado,
como la dama que baila en el salón de palacio consiguiendo ocultar el roto de su
vestido.
Duermen los hombres, pero todo es afán y murmullo en las tierras asoladas
por este feroz noviembre, sin absolución de nieve ni anatema de granizo, que se
venga con aguachirles de niebla de la prohibición de pasar sin crónica ni memoria.
Todo es lucha y movimiento, pero por un instante se detiene el rumor de los
campos tratando de identificar un murmullo que se acerca. Donde hay cuestas y
hondonadas llega antes el sonido que la luz: la velocidad casi siempre es cuestión
de buen tino.
Aplasta el tren las estrellas en los bruñidos raíles, hierro sobre hierro,
potencia sobre reflejo, y el estruendo de su paso dicta el silencio en la campiña,
que aún lo observa con admirada extrañeza.
En la locomotora, junto al maquinista y el fogonero, van dos soldados con
el fusil al hombro como un certificado de forzada madurez de dieciocho años. Van
callados los cuatro, cada cual por sus razones aun siendo todas la misma. De
cuando en cuando escuchan los susurros provenientes de los vagones y se
enteran de que uno está a punto de casarse, pero va a dejarlo para más adelante,
para cuando haya ahorrado para una casa nueva, porque no quiere que su mujer
y su madre convivan bajo el mismo techo. Un compañero le contesta que si quiere
casarse lo haga cuanto antes, que mejor esperan las casas que las carnes. Sigue
un jolgorio de risas, y luego cada cual trata de explicar sus aprehensiones hasta
llegar a la destartalada disyuntiva de si es mejor hacer las cosas de todo modos,
o si es mejor renunciar a ellas cuando no se pueden hacer bien del todo.
El paisaje tiene sueño y sus bostezos se contagian a los pasajeros del tren.
Rezan entre tanto las bielas su áspero responsorio, rosario profano, obsesión de
acero, acunando a los que aún no se han dormido.
Por encima del fragor se escucha a un joven contándoles a sus camaradas
un lejano lance amoroso, mil veces reinventado, otras tantas descreído, pero
siempre merecedor de la atención de quienes ni llegaron a tenerlos ni inventarlos
saben. También en esto vale tanto la imaginación como la memoria. Más atrás, en
el mismo vagón, bocean otros, aferrados a los naipes, y riñen por nada los que no
tienen mejor cosa de que reñir. No llegará la sangre al río, que ya va quedando
poca; ni siquiera habrá amenazas, ni graves acusaciones, y pronto se resolverá
el altercado; o quizás no tan pronto, porque se discute más por no ceder que por
verdadero interés en el conflicto.
Dos vagones más adelante hacen planes tres soldados de un mismo pueblo,
y compran y venden vacas, y terneros, y yeguas incapaces de parir menos de dos
veces al año. Con esta se han hecho ricos ya en doscientas conversaciones
parecidas, y ellos mismo se ríen de su devaneos pensando que la buena intención
aún no ha sacado a nadie de pobre. Pero el mirarse las manos sin discurrir algún
modo de emplearlas, aún menos. Eso dice uno de ellos y los otros tienen que darle
la razón por fuerza.
En la locomotora, el fogonero lía un cigarrillo. Luego, tras encenderlo, se
despereza y espabila la modorra de las llamas. Prisa por llegar hay poca, pero el
horario es para todos. No quiere hacer esperar a las familias de los viajeros, a sus
novias, sus madres y sus esposas, ansiosas por tenerlos de nuevo a su lado. El
fogonero piensa sólo en la impaciencia de las mujeres: los hombres tienen la
obligación de ocultar los sentimientos, de mantener la compostura sin que una sola
mueca descomponga su semblante. A buen seguro los habrá que se emocionen
a la llegada del hijo, pero luego, ya en privado, se avergonzarán del gesto y no
hablarán con nadie de ello.
Siguen en el vagón de antes los gritos de los jugadores, pero poco nuevo
hay que escuchar en sus palabras: los que riñen y los que se aman vienen
diciéndose las mismas cosas desde el principio de los tiempos. La atención se
extravía hacia otro grupo, más numeroso, que planea una regata contra un equipo
considerado invencible. Si de veras es invencible el adversario, poco tendrán que
hacer ante ese estorbo, pero si hay un resquicio seguro que lo aprovecharán estos
muchachos, estrategas del peso y el ritmo. Han cambiado ya varias veces los
remeros sobre el papel y creen haber conseguido la mejor formación posible, pero
seguro que dentro de unas horas han pensado algo mejor. No puede ser de otro
modo cuando un equipo de regatas tiene que entrenarse en un vagón de ferrocarril
en vez de en el río.
El fogonero se ha parado a descansar. El maquinista bosteza. Es un hombre
ya experimentado en todas las vigilias y no se va a dejar vencer el sueño, pero
echa de menos la conversación de sus jóvenes acompañantes. Demasiados años
conduciendo estruendos para intentar ahora escuchar conversaciones lejanas;
demasiados años transportando todo género de cargas para preocuparse del
pasaje. Demasiados años para todo.
Pero las voces siguen atrayendo la atención de los dos soldados y el
fogonero. Son voces de todo tipo, atipladas unas, casi infantiles, graves las otras,
proclamando en sus múltiples dejes y acentos el lugar que les dio forma. Unas van
leyendo cartas en voz alta, otras declaman versos aprendidos en ridículos
manuales de seducción y cortejo. Se oyen incluso canciones, y disputas, y
confidencias, y preguntas inoportunas. Es un loco revoltijo de oraciones, y
discursos, y salmodias, y promesas, y algunos chistes antiguos, y consejos, y
mentiras, y mil formas más de charla embrollándose en la mente de los jóvenes
soldados que siguen, fusil al hombro, custodiando la llanura con celo inútil.
Ahora canta el maquinista, sobre todo para escucharse a sí mismo, pero
también para enseñar a sus bisoños compañeros que no vale la pena tratar de
escuchar lo que dicen esas voces que se empeñan en traer a sus oídos. Ni esas
ni ninguna. Son sólo palabras y más palabras.
Nada importa en este mundo, y aún menos en el otro, lo que digan los
profetas, ni los tortuosos oráculos de los magos, ni las plegarias de los eremitas.
No son más que brindis al viento, grilletes forjados de quimeras, ventanas
dibujadas sobre un muro: forraje para necios.
Nada importan los exorcismos de los sacerdotes ni las maldiciones de los
condenados; sólo son torpes gruñidos, impotentes anatemas contra el diablo o el
verdugo, que implacable, cobra su pieza riéndose de semejantes enredos.
Palabras.
El maquinista calla un instante y sonríe, espiando los rostros de sus
compañeros, que no se atreven a concretar el reproche que burbujea en su pecho.
Quisieran mandarle callar, pero a bordo de la locomotora él es como el capitán en
su barco, y no se atreven.
El maquinista comprueba que aún no han entendido nada y vuelve a cantar
aún más alto, con su voz desentonada como una su estela de cazalla.
Es una canción obscena, nacida en noches de borrachera para noches de
borrachera y su son irreverente se cimbrea en la tonada, venciendo a las otras
voces, las que pugnan en los vagones, ahora ya impotentes para seguir
haciéndose oír. Triunfa la canción del maquinista y se impone su enseñanza: nada
importan las ceremoniosas bendiciones ni las implorantes letanías; sólo son
cáñamo sutil para el cuello de los pobres, nepente de miserias cotidianas,
absurdas cantilenas. Nada importan los solemnes testamentos, cargados de
preceptos, ni los fríos epitafios que se pretenden eternos. No son más que voces
muertas, ecos del fango exigiendo tributo: intolerable osadía.
Sonríe al fin el fogonero. Ya lo entiende. No se atreve a cantar pero silba,
primero entre dientes, luego con entusiasmo. Lo ha entendido.
Nada importan tampoco los decretos de los reyes, por más que su mano
cure la escrófula y su palabra se convierta en realidad. Porque los reyes, aun los
mejores, incuban deseos de escasa misericordia, perpetran traiciones, asaltan
virtudes, profanan candores, mancillan la honra de los inocentes. Por placer o a
su pesar, amasan calumnias, amasan vergüenzas y amasan deshonras. Marchitos
sus ojos por brillos dorados, por joyas ganadas en guerras injustas, abaten su vista
en vidas sin nombre, banderas fugaces, destinos ajenos que en paz no dan honra,
y buscan la gloria comprada con sangre, victorias que puedan acaso menguar su
miseria, la eterna miseria que vive en los cetros, que anida en los tronos y
emponzoña las puntas de cada corona.
Salobres y yermas, las reinas conciben sólo venganzas, pergeñan
desquites, planean revanchas, inacabables revanchas que sólo los culpables
eluden, inventan rencores y acopian querellas. Esclavas del tiempo, transido su
cuerpo por mil cicatrices, clavan sus garras en gentes sencillas, existencias aún
frescas que puedan acaso morir por ser plenas, pagar con sangre tanto
atrevimiento y menguar su vergüenza, la eterna vergüenza que vive en las piedras,
los cuadros, los rostros, ayer tan perfectos, después asolados, inermes, vencidos,
por siempre vencidos.
Y cuando los reyes se van vienen otros sin corona. Vienen otros que
proclaman que el pueblo todo lo vale, eufemismo descarado que evita la sinceridad
de afirmar en voz alta que todos se valen del pueblo. Y en vez de a por gloria van
a la guerra por paño, por carbón, petróleo, cebada, fosfatos y puntillas de brocado.
Llevan a los hombres maniatados a luchar por la libertad, bombardean por la paz,
disparan por la concordia. Asientan sus repúblicas en matanzas y guillotinas, en
expolios y turbamultas exigiendo su hornacina en el panteón de la historia.
Reyes, reinas y repúblicas trajeron la guerra y ahora lleva el tren los
ataúdes. La culpa será del tren y su figura sinónimo de desgracia: no existe otra
justicia.
El maquinista y el fogonero saben que su rostro se asociará para siempre
en la mente de cientos de seres humanos con la más honda desgracia. Los dos
jóvenes soldados lo adivinan, presienten ya el momento de mirar al suelo, de
agachar la vista ante el padre, ante la madre, ante la esposa. Sólo escoltan el tren,
pero no se atreverán a mirara cara a cara a las familias. Esa es toda la justicia que
hay en el mundo.
Se hace un instante el silencio y vuelven las voces que nada importan
porque son sólo recuerdos, memoria pasajera de unos hombres que viajan hacia
su tumba. Cada cual tiene su cruz y al final acaban por juntarse todas en los
cementerios.
Los dos jóvenes soldados de la locomotora no aguantan más el silencio.
Uno de ellos bate palmas simulando que intenta calentarse las manos, pero lo
hace en realidad para espantar las voces de los compañeros muertos.
Canta de nuevo el maquinista.
Canta ahora también el fogonero. Otro más que ya no escucha los cañones
de Verdún, de Bagdad, de Leningrado... No tardan en unirse los soldados a ese
coro agradecido por la línea que clarea en el remoto horizonte.
Cantan una tonada infantil conocida por todos, bandera de la añoranza.
A la claire fontaine...
Wie einst, Lily Maleen...
Ay, Carmela...
Es mejor cantar, y cantan todos. Cantan hasta los muertos en sus vagones.
Panzer rollen in Afrika vor...
There´s a valley in Spain called Jarama..
Oh, bella ciao, bella ciao..
Canta el silbato del tren. Si la caldera pierde presión, pues que la pierda.
Silba el tren por la llanura.
Rezan las bielas.
Miserere.
Miserere.
Miserere.
El príncipe de un lejano reino partió a conseguir una misteriosa flor para curar al rey de una extraña dolencia, pero la primera noche se quedó dormido y fue devorado por los lobos.
El dadaismo canalizado transforma lo menos obvio en grosero y lo oscuro en la esencia misma de lo hermético.
La confusión inherente a los conceptos desplaza el sentido racional de las palabras, convirtiéndolas en hechos cuestionables de la sinrazón coherente, y la misma incomprensión de los hechos los convierte en verdades azarosas. Como la misma sustancia de la permeable realidad, medida en porcentajes aleatorios de síes y noes.
La pérdida del orden, del núcleo de los acontecimientos en una realidad centrada en la percepción personal de las cosas, conceptos y hechos; y con la intención última de interpretar el orden como forma de orden, nos lleva irremisiblemente a sólo poder entender lo que no es hermético.
De ahí que nos movamos entre el desconocimiento y el miedo, la ignorancia y la fé ciega, entre el orden forzado y la simpleza de significados, y manejados por ellos a través de otros mecanismos de comprensión, vivamos en un mundo recreado con la imaginación, excluyéndonos de la inhibición del orden frente a un caos fundamental y paciente.
(2005)
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Si no has leído la Parte 1 de este relato, es un buen momento para que lo hagas pulsando aquí: 50 por ciento (Parte 1)
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El Barbudo estaba experimentando esa sensación tan característica que produce la gravedad cero en las tripas, que es tan divertida cuando la sientes en una montaña rusa, pero que no lo es tanto cuando el vehículo en el que viajas está experimentando una caída libre. De hecho, en su cuerpo se había producido una involuntaria tormenta endocrina de adrenalina y cortisol, que había puesto corazón, pulmones y cerebro a trabajar a toda máquina para tratar de salvar su vida.
La voz sintética de SACTA, comenzó a sonar dentro del vehículo, en un tono extrañamente suave y tranquilo.
—Señor, la nave ha quedado sin propulsión. Prepárese para el impacto.
El Barbudo, intentaba ponerse el cinturón de seguridad mientras luchaba contra la ingravidez, sin oír a SACTA.
—Señor...
Cuando por fin consiguió abrochar la hebilla del infernal artefacto, su cerebro pudo empezar a centrarse en la voz que sonaba en la cabina.
—Señor...
—¿Sí? —dijo con los ojos muy abiertos.
—Señor, la nave ha quedado sin propulsión. Prepárese para el impacto.
—Tengo el cinturón —dejo escapar en voz tan baja que SACTA casi no lo captó.
—Señor, el cinturón es innecesario. Siento decirle que no hay ninguna posibilidad de supervivencia en estas circunstancias.
El Barbudo estuvo 5 segundos intentando encajar aquella frase en su cerebro.
—Señor, la nave ha quedado sin propulsión. Prepárese para el impacto.
—¡Me cag...! ¿Y cómo quieres que me prepare para el impacto si voy a palmar de todas formas?
Continuará...
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Si no has leído la Parte 1 y 2, te aconsejo que lo hagas ahora. Parte 1. Parte 2.
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El Barbudo había pasado en pocos segundos del pánico al shock, para acto seguido ser dominado por la ira. SACTA le acaba de anunciar su inevitable muerte, y a la vez le pedía que se preparase para el impacto. Aquel condenado ordenador se había vuelto loco. El Barbudo pensó que quizá la causa de la parada de motor del aero taxi que ocupaba, era precisamente que la computadora había sufrido algún tipo de error informático. Lo desesperado de la situación, hizo que su instinto de supervivencia se aferrase a esta posibilidad. Haciendo un gran esfuerzo consiguió tranquilizarse lo suficiente, y estimó que desde la altura a la que estaba por lo menos disponía de un minuto y medio antes de estamparse contra el suelo.
—¡Ordenador! Te has quedado colgado y eso ha parado el motor. ¡Resetéate! ¡Ya!
La voz de SACTA sufrió un casi imperceptible cambio de tono.
—Señor, mi nombre es SACTA. Sistema Aútonomo de Control de Tráfico Aéreo. Usted sólo escucha mi voz a través del altavoz pero mi hardware esencial no está a bordo y no se puede resetear fácilmente. No soy un simple ordenador, sino un sistema de inteligencia artificial distribuida.
Por el tono de voz que empleo SACTA, el Barbudo hubiese asegurado que había herido el "orgullo" de aquella máquina. Esto era imposible, porque aquel sistema informático no estaba capacitado para sentir emociones, pero con las redes neuronales artificiales complejas, uno nunca las tiene todas consigo.
—¡No puede ser! Tiene que haber un paracaídas...algo...¡un sistema de emergencia!
—Siento informarle de que el dron supersónico de rescate de esta zona, está ocupado asistiendo a otro vehículo.
El Barbudo se tomó un segundo de su escaso tiempo para maldecir mentalmente su mala suerte, y dedicar un recuerdo a quién quiera que hubiese diseñado el sistema de rescate. Esto actuó como una válvula de escape en su cabeza, que le sirvió para calmarse un poco y luego seguir a lo suyo.
—¿Por qué el dron está asistiendo a la otra nave y no a mí?
—Señor, hay más ocupantes en la otra nave que en la suya.
—¿Lo ves? ¡Tienes que resetearte! ¡Tienes algún sensor mal! ¡Todo el mundo sabe que en un aero taxi solo cabe una persona!
—En la otra nave hay 1,011235 ocupantes y en la suya sólo 1, usted.
Aquel cacharro había perdido la cabeza completamente, pensó el Barbudo.
—¿Pero qué estás diciendo? ¡Eso es absurdo!
—La ocupante de la otra nave está embarazada, señor. Lo siento.
Maldita sea. Aquella máquina funcionaba mejor de lo que parecía. Aún así el Barbudo insistió.
—¿No hay ninguna posibilidad de que el motor vuelva a funcionar?
—0% de posibilidades, señor. El motor se ha desprendido del vehículo por un error humano de mantenimiento. La nave no tiene capacidad de planeo. Cuando el vehículo se estrelle las baterías se incendiarán y el fuego acabará con su vida si no lo hace el impacto.
Aquello no paraba de mejorar.
—¿Y entonces que es eso de prepararme para el impacto?
—Señor, todavía tiene tiempo para grabar un mensaje de despedida para sus seres queridos. Y si así lo desea, ahorrarles pasar un mal rato en los tribunales, acordando en este momento que sean indemnizados con 250.000 euros y renunciando a futuras reclamaciones sobre este accidente.
Aquella máquina del demonio tenía capacidad para negociar indemnizaciones y chantajearle emocionalmente, cuando a él le quedaban apenas 40 segundos de vida.
Continuará...
Imagen: Ben Smith, CC BY 2.0 creativecommons.org/licenses/by/2.0, via Wikimedia Commons
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Clac. K-Clic. Bueno, toca la cara be de la cinta. Los listillos dicen que las caras be de los discos sólo traen relleno. Todavía tengo por ahí, en unas cajas, un disco a cuarentacinco con “Tino Marcial y su Orquesta Dorada”. Cara be: “Mil lobos” y “Muerte sin miedo”... “Y si me ahogas con tus manos y la muerte acometes no me importa ser festín de lobos. Reventar entre mil lobos es mejor que morir en cama”. Unas letras acojonantes. ¿Por dónde iba? Ah, sí.
El año del hospital pasó poca cosa. Por decir algo. Las obras continuaron y en primavera se terminó con lo de las piscinas. Por fin. El local de Carlo también quedó listo en verano. Por fin. No volví a tocarme la nariz y volví a mi coñac. Volvía a tener olfato, pero no para lo importante, para eso tendría que haber nacido otra vez. Lo de las licencias de taxis iba bien y lo de las peluquerías algo peor. Ana se había convertido en la imagen de marca de Carlo y de su puticlub, y ya le ofrecían acudir a algunas pasarelas a cambio de bajar cremalleras de braguetas o meter la cabeza debajo de alguna falda. Lo normal. Inés ya no necesitaba más clases y ahora me las daba a mí. Joder. Volvía a tener ganas de matarla. Y hablando de matar, los rusos intentaron cargarse a Enrique tres veces. Un año tranquilo.
Había una peluquería en cuestión que daba buenos resultados. Raro. Un día fui a ver cómo hostias sacaban más pasta que el resto. Luiggi. Así se llamaba. Originales. La peluquería estaba en un local a las afueras, encajonada entre una tienda cutre de alquiler de vídeos y un bar rarito, demasiado limpio. Un bar sin cascarrias ni es un bar ni es nada. No conocía a los peluqueros. Sí, los tres eran tíos. En cuanto les dije quién era y a qué había venido me explicaron cómo funcionaba la cosa. Tardaron un poco. Pero el miedo muchas veces es buen consejero. La peluquería tenía una puerta falsa que comunicaba con la parte de atrás de la tienda de películas de vídeo, que la llevaba un tipo también del gremio. No, del gremio de peluqueros, no, de otro gremio. Su clientela eran todo hombres. Bueno, hombres pero con gustos diferentes. Maricas encubiertos. Gays, me dijeron. Pasaban de la trasera de la tienda de vídeo a la trastienda de la peluquería y allí pues, a demanda del cliente y con tarifas más que razonables, le daban el servicio. O tanto monta o monta tanto, o cardado desde la punta hasta la raíz, o le rizaban los pelos del culo con bigudíes. Negocio redondo que se habían montando a mis espaldas estos sarasas de los cojones. Tenía dos opciones, o me los quitaba de enmedio o les pedía comisión aparte para mí. Por supuesto, la opción be siempre es la mejor. Yo no decía nada a Ernesto sobre sus actividades al margen del corte de pelo y ellos me daban una pequeña mordida, simbólica, eh, no hay que abusar de los emprendedores con talento. Y talento tenían, vaya que sí.
El taxi iba bien, había comprado más licencias para lavar más dinero. Siempre había más y más pasta que tenía que pasar por la lavandería. Sólo hubo un problemilla con un taxista que se quiso pasar de listo. Denunciaba accidentes compinchado con su cuñado que estaba en una aseguradora. Y eso me costaba a mí la pasta. Como es lógico me puse el uniforme de cobrar fracturas y le partí las dos piernas en un callejón al lado de un bingo, porque además el muy cabrón se lo gastaba en el juego. Hay que tener los huevos cuadrados para hacerme eso a mí. Nunca aprenden y mira que siempre aviso. Me estaba tocando los cojones llorando de dolor. Si sólo eran dos piernas rotas, no sé de qué se queja esta gente, la verdad. Y para colmo, para que se callara, le pegué en el cuello una hostia. Y el muy hijodeputa casi se me ahoga allí mismo, encima. Al cuñado lo dejé pasar. Una llamada a su jefe y a la puta calle. Si es que la gente no entiende que mejor dos piernas rotas que un despido, coño, no aprenden nunca.
A Ana cada vez la veía menos, como ahora era famosa, bueno, famosa por el cuerpazo que tenía y lo viva que estaba mientras bajaba braguetas o se metía felpudo en la boca. Qué talento tenía la jodía. Las pocas veces que la veía en el Hotel Duque o como se llamara, se duchaba antes y todo. A saber a qué vendría oliendo, de dónde y cómo. Ni preguntaba. Le recordaba la prisa para liquidar a Enrique, a Ernesto, coño, Ernesto. No le había contado la sesión de barbacoa rusa. Y decía que sí con la cabeza pero estaba encantada con sus pasarelas casposas de moda hortera en antros de mala muerte. Soñaba con las pasarelas de verdad, las de postín. Pobre ingenua. Bueno, de pobre nada que aun no sabía cómo sacar sus maletitas llenas de billetes. Como soy un hijodeputa, una noche que sabía que estaba de gira... De gira, ja, estaría a cuatro patas mirando a Cuenca o a León, dependiendo de quién la fuera a contratar. Bueno, que me colé en su casa para buscar las maletas repletas de dinero. Registré a fondo, teniendo cuidado de que no quedara todo manga por hombro. Nada. Allí no estaban. Esa noche, recuerdo que dos tipos me habían seguido. A esos sí que los vi venir. ¿De parte de quién venían? Ni idea. Me quedé hasta las tantas, hasta que se marcharon.
El plan absolutamente increíble de Ana para hacer desparecer el cuerpo de Enrique incluía un escayolista, al que le había comprado más coca que la que había vendido en toda su vida. Él creía que me tenía pillado a mí por la droga pero la verdad es que lo tenía pillado yo a él, sabiendo dónde guardaba los dos kilos que le pasaban cada cierto tiempo. Así que le dije que ya le llamaría para hacer un trabajito concreto y ser una momia. Ja. Momia. Qué hijodeputa soy. Que tuviera la boca cerrada de por vida.
Con Inés, bueno, con Inés todo era muy extraño. Echaba de menos a la otra persona, porque al final a esta también me la quería cargar por humillarme. Antes me humillaba de una manera, ahora de otra. Inés era la persona más rara del mundo, le gustaban los pobres y los ayudaba como podía. No le gustaba la gente buena, le gustaba volverlas buenas. Para esos mendigos, pobretones, muertohambres... Inés era una bendición. Ayudaba a mantener a sus familias y la trataban como si fuera una diosa. Tener pasta y ser buena no pegan ni con cola, y en los negocios no era una santurrona, claro. Siempre daba alguna limosna a algún pedigüeño zarrapastroso con más pulgas que el perro que le hacía compañía. Inés tenía la idea de que era el Redentor pero con tetas. Qué locura. Siempre me ha tocado lidiar con locos y locas.
Ernesto veía poco a Ana también, una vez la había encarrilado a las pasarelas. Se aburría y buscaba nuevas presas. Se aburría mucho. Volvía a los barrios cutres buscando candidatas. Por eso me encontró aquella vez que yo iba a comprar matarratas en aquel barrio de mierda, iba buscando savia nueva. Siempre encontraba a alguien. Claro. No tenían mucho, así que cualquier migaja era un lujo. Él tenía sus reglas, mientras estaban con él, no podían ni mirar a nadie más. Y una vez que las colocaba o de modelos, o de putas de nivel, las olvidaba. A veces las convertía en regalos para sus clientes. En una de esas búsquedas por barrios oscuros y tugurios, un coche cargado de testosterona rusa intentó agujerear su coche con él dentro. Como casi siempre que iba a lo suyo en esos barrios, no llevaba matones y conducía él mismo. Le rompieron dos cristales y le hicieron agujeros en la chapa del coche, unos cuantos, hasta treinta y tantos contaron los maderos. Embistió el coche de los rusos y los tiró por un terraplén. Veinte metros de caída. Ya tendrían trabajo en el anatómico forense. Un poco más allá, desde una cabina teléfonica, dio parte a la Policía. Qué huevos. Puso una denuncia y todo. Sabía que nadie le iba a tocar los cojones y quedaría con un ciudadano víctima de unos locos rusos. Eso y que tenía abogados al peso.
Un mes más tarde, se colaron en su jardín, el del abeto inmenso, pero esa vez sí que llevaba compañía con hierros. Se liaron a tiros. Dos rusos muertos y tres armarios heridos. A uno de ellos lo remató Ernesto porque está muy mal, como se hace con los caballos para que no sufran. Esa vez, empaquetó los fiambres rusos y los envió a la ciudad de Dimitri, Volgogrado, en ataúd de esos de plomo o de metal y todo. Eso no eran huevos, era darle con un palo a un puto avispero.
Y justo cuando se inauguraba el puticlub de Carlo, los del vodka tuvieron la genial idea de tocarle las narices al italiano también intentando liquidar a Ernesto. Ahí ya se montó la internacional. Carlo llamó a unos primos suyos. A la semana siguiente, las conducciones de gas de cuatro edificios en Volgogrado hicieron explosión. Todas casas de familiares de Dimitri, incluyendo vecinos que no tenían nada que ver. Una de las explosiones echó abajo un edificio de diez plantas enterito. Por si no habían pillado el mensaje en el país del frío. Nunca más se volvió a saber de los rusos.
La cosa se complicó para mí cuando Ana me dijo que ya nos podíamos cargar a Ernesto. El mismo día de fin de año. De ese año en el que no había pasado nada. O casi nada.
(Continuará...)
Tres años juntos, mascando polvo, tragando bilis con un jefe tiránico y un sol como un brasero de martirio. Tres años juntos, y al fin se acaba.
Cada cual a su casa, como sabían de antemano. Cada cual a su vida, o a su muerte, como simulaban ignorar. Amelia y Henry se abrazan con un sentimiento mezcla de dolor y de pasión. Más que una mezcla es casi una redundancia.
En la oscuridad
de los cementerios
con ansia se abrazan
dormidos los sueños
Afuera se está poniendo ya el sol, pero no tienen prisa. El sol no importa demasiado cuando es el pulso, el golpear de la sangre que se rebela lo que cuenta los segundos y los minutos, y los cuenta en vano, tan en vano como todo lo que debe agachar la cerviz ante el yugo de los números. Y son números los calendarios, las cuentas corrientes, los aniversarios de boda. Números son los que esperan fuera, pero aquí tienen vetado el paso. Aquí no existe el tiempo, ni los hombres existen, ni sus normas logran ejercer poder alguno.
Amelia y Henry se besan, sin pasión y sin prisa, como dos ancianos esposos antes de emprender un viaje a un hospital.
En la oscuridad
de los camposantos,
con ansia se besan
marchitos los labios
La oscuridad reina afuera por completo. Dentro sólo queda una linterna sorda que pronto será ciega. En los últimos estertores de la luz, Henry la abraza y se lanza con ella a un alocado vals sin música sobre el suelo de piedra, entre los techos pintados, las inscripciones, los símbolos herméticos, los fragmentos copiados del Libro de los Muertos, los hombres con cabeza de animal y los animales con pasiones humanas. La linterna se apaga, y bailan a oscuras, en la mayor oscuridad del universo, en tinieblas concentradas de siglos, de olvidos, de secretos y profanaciones. Bailan bajo la protección de un faraón, bajo el ala extendida de un dios tan protector como otro cualquiera.
Un vals, un vals con orquesta de pasos, un vals de abandono y fracasos, un vals escapado del país del qué dirán.
En espesas sombras
por entre las tumbas,
con ansia se besan
los muertos a oscuras.
En Tebas, en el valle de los Reyes, en la tumba de faraón Userhet.
Feindesland, 1999
Juan Benalúa 322 llegó a su puesto de trabajo como todos los días. Comenzó a repasar las tareas pendientes colocándose el casco que le producía tantos dolores de cabeza, posiblemente porque había perdido la calibración y nadie se molestaba en cambiarlo o repararlo. Veía mentalmente las órdenes de trabajo que estaban pendientes para ese día. LaborisAG678: Brazo inutilizado. LaborisHY878: Fallo de programa y posterior asesinato de sus dueños. IngeniusZ23: Fallo en sinapsis que había abierto en canal al paciente mientras lo operaba de apendicectomía. Así hasta un total de treinta y dos reparaciones pendientes para ese día. Con un pensamiento, se saltó los más aburridos y se fue directo a uno que le llamó la atención. Alfa7: Fallo indeterminado.
-¿Qué demonios es eso? -pensó a sabiendas de que el casco le devolvería la respuesta enciclopédica estándar.
-No tenemos ninguna entrada en la base central -respondió la voz con ese soniquete pedante y estúpido que algún gracioso había puesto para las respuestas mentales de la enciclopedia técnica.
Muy a su pesar, se conectó al casco de la supervisora de planta, esto le producía un intenso dolor de cabeza e intentaba evitar hacerlo si no era muy, pero que muy urgente comunicarse con ella.
-¿Qué es esto que tengo aquí pendiente? -No hacía falta explicar más ya que la supervisora veía exactamente lo que estaba repasando mentalmente Juan.
-Ni idea. Busca en las cajas a ver qué forma tiene o si tiene sello de lectura mental -respondió ella desconectando la conexión.
Juan se quitó el casco y cogió un bote de Sensofeliz, se tomó dos pastillas para que el dolor de cabeza remitiera. Al instante notó el efecto del producto, generó en la impresora un cleanoclean y se limpió el hilo de sangre que normalmente le salía de los oídos cada vez que se tomaba las pastillas para el dolor de cabeza.
En el almacén, estaban clasificadas las cajas por colores y por códigos de lectura que su ojo derecho leía automáticamente al cerrar el izquierdo.
-No. Este es el del brazo. No. Tampoco. No. Este no es -pensaba mientras repasaba contenedores de laboris defectuosos.
Hasta que encontró una caja de un metro cúbico aproximadamente, de color rojo y sin código de lectura. Ni siquiera tenía llavetáctil para abrirlo.
-Seguro que esto me lo han enviado por error, los de reparto cada vez funcionan peor. Claro, los señoritos diseñadores de inteligencia siempre mejorando lo que ya funciona bien -pensó mientras rodeaba la caja intentando descubrir cómo abrirla y ver su contenido.
El contenedor de polisinte no parecía pesar demasiado, así que se colocó de nuevo el casco y ordenó a la grúa del techo que colocara la caja sobre su banco de trabajo. Intentó conectarse al cubo rojo sin éxito. Y volvió a llamar a la supervisora, pero esta vez nadie devolvió la conexión. Se encogió de hombros y se dispuso a abrir la caja a las bravas. Llamó al láser de corte, le marcó mentalmente dónde quería que hiciera la apertura y… el láser no se puso en marcha. Volvió a dar la orden usando ahora el imperativo mental. Nada.
Cabreado, se quitó el casco y fue a por un máser de corte manual. Vio el brillo azulado de la hoja virtual y en ese instante el láser de corte se giró hacia él, apuntando directamente a su cara pero sin conectarse. Soltó el máser en el banco de trabajo y el láser volvió a la posición de espera.
Las puertas del almacén se abrieron de par en par y cuatro pacificadores armados hasta los dientes entraron apuntando a todo lo que se pudiera mover con sus guantes neuronales. Juan levantó las manos automáticamente sin llegar a articular palabra.
-Juan Benalúa 322, soy el pacificador 01.21.09 -dijo en tono monocorde el que se había acercado hasta él-, estoy asignado a su cuarentena. Mi obligación es protegerlo y evitar el contagio informativo, por favor, colabore. Cualquier resistencia, obstaculización, comentarios a terceros, recepción o envío de información en cualquiera de sus formas o cualquier otra actividad no recogida en la Ley de Protección Informativa, será sancionada en el instante mismo en que tenga lugar. Ahora, por favor, colóquese este casco para su propia seguridad.
Juan no se había fijado, todos traían colgado del cinto una especie de casquete negro. Nervioso y desconcertado se puso el casco que le cubría ojos y oídos. En cuanto lo tuvo colocado, una vibración y un ligero siseo le indicaron que se había activado algún cierre magnético, el casco se le pegó a la cabeza fijándose de tal modo que parecía pegado a su piel. Un pacificador lo cogió del brazo y comenzaron a andar, Juan ni oía ni veía nada. No se atrevía a pronunciar palabra. Llegado a un punto. Le ayudaron a sentarse en algún tipo de asiento sin brazos y se le indujo sueño forzoso.
Juan se despertó como cada mañana cuando el crono de llamada comenzó a mandar zumbidos a su oído interno. Tocaba levantarse y largarse al trabajo. Ese día llegó un minuto tarde a su puesto y le descontarían 60 eurobites de su paga semanal. Comenzó a repasar las tareas pendientes de ese día colocándose el casco y pensando que hoy le dolía la cabeza incluso antes de ponerse el maldito cacharro. Comenzó con la lista de órdenes de trabajo que estaban pendientes para ese día. LaborisAG678: Brazo inutilizado. LaborisAG678: Brazo inutilizado. LaborisHY878: Fallo de programa y posterior asesinato de sus dueños. IngeniusZ23: Fallo en sinapsis que había abierto en canal al paciente mientras lo operaba de apendicectomía. Así hasta un total de treinta y una reparaciones pendientes para ese día. Suspiró y comenzó con el primero de la lista, el más fácil, el brazo inutilizado. Sólo tenía que cambiarlo por otro y reconectar la inteligencia al nuevo modelo, quizás podría cambiarle los dos brazos y así se ahorraba tiempo de recalibración, pero pensó que no merecía la pena o le quitarían más eurobites por reparación no solicitada.
-¿Qué demonios hace el máser manual en el banco de trabajo? -pensó mientras lo colocaba en el estante corrspondiente-. Este maldito casco va a terminar por freirme el cerebro. Y tengo que comprarle algo a B-Jota, hoy es su aniversario de transformación. Le gustan los lactones, los venden en unas cajas rojas muy de su gusto. Una imagen fugaz cruzó su mente, la de una caja roja, la imagen fue borrada al instante por la inteligencia del casco mostrando los diagramas del brazo que tenía que cambiar.
-Hoy va a ser uno de esos días en los que el maldito casco no me deja tranquilo -maldijo pensando en otros regalos para B-Jota-. Mientras una palabra y un número parecían volver insistentemente a su mente para ser borradas al instante por el casco.
Juan volvió a mirar el máser, ahora ya en su estante, se quitó el casco y abrió el brazo que iba a cambiar al laboris, con mano temblorosa escribió con el dedograf en la parte interior de la rótula del codo, en un lugar inaccesible: Alfa Siete. Lo cerró con los tornillos magnéticos y se colocó el casco de nuevo para continuar con la reparación.
Son las 12 de la noche en una tranquila calle del Pinar de Móstoles. Está lloviendo a cántaros. Una joven muchacha está volviendo a su casa después de estar con unos amigos, pero se está mojando, no lleva paraguas.
La mujer anda tranquila, no tiene prisa. Disfruta de la lluvia resguardándose junto a los edificios. Escucha a lo lejos unos pasos de alguien que anda con prisa, cómo si persiguiera a alguien.
—Correrá para no mojarse—piensa, mientras aligera el paso. Las zancadas se escuchan cada vez más cerca, el individuo empieza a gritar, llamándola para que se detenga. Se vuelve. Ve a un hombre alzando algo semejante a una espada. Del susto la joven empieza a huir sin rumbo fijo. Pero él es más rápido y la alcanza. La coge del hombro, le da la vuelta y le espeta: “se te olvidó el paraguas en casa de Antonio”.
Ésta es la historia de Bakaridjan y lo que le sucedió en tiempos de los Templos Sagrados de Massala, cuando el árbol Sanké era el dios de la palabra, cuando madre sol y padre tierra bailaban al son del tambor del tiempo marcando el latido de los seres vivos.
Bakaridjan era un joven que soñaba con tallar en madera todas y cada una de las estrellas del firmamento, por las noches subía al monte Badougou Bara y miraba las estrellas. Bakaridjan las reconocía por su nombre verdadero: Dahuj (la Grande del Norte), Kabugao, Bojaé Duni (la Brillante Sangre), Cankaossono (la Perla del Sur), sabía de memoria todos sus nombres, las reconocía y las amaba. Todas las noches soñaba que las tocaba, las acariciaba, recreaba cómo eran y hacía suyas las esbeltas formas de esos dioses inalcanzables, esos que él deseaba tallar.
En el poblado muchos se burlaban de Bakaridjan. Los ancianos del poblado miraban tanto a los que se burlaban de él como al propio Bakaridjan con esa mirada enigmática que da la sabiduría y con ese silencio que todos conocían como bangao, “el silencio del sabio”, mientras la brisa de la noche olía a madera de kolimazá y a palabras silenciosas.
Una noche, un joven de su misma edad, Ségoukoro, le pidió acompañarle a ver las estrellas. Los dos, sin mediar palabra, subieron al monte sagrado Badougou Bara y desde allí soñaron juntos. Bakaridjan le contó cómo había comenzado a tallar las estrellas en madera, del cuchillo nacían las formas de cada obra mientras iba susurrando el nombre verdadero del astro. Ségoukoro le dijo que quería contar la historia de los dioses de África, soñaba con ser griot, ser el encargado de transmitir la cultura de generación en generación; sabía que sólo unos pocos elegidos por el consejo de ancianos eran llamados griots, los únicos que podían narrar la historia de los antepasados a los más jóvenes, contarles que el agua y la luna crearon del barro y de un rayo lunar a Baumbali y a Limpukonó: la primera mujer, fuerte y sabia, y el primer guerrero, noble y valiente; y que ese mismo día crearon la muerte para que los hombres no se creyeran dioses. Sólo los griots podían recordarle al consejo de ancianos, en la noche más larga del verano, cómo el cocodrilo perdió su hermosa piel dorada, lisa y bella, por pavonearse ante todos los animales saliendo del agua al tórrido sol. Cómo la vanidad hizo que su piel se le cuarteara y quebrara hasta convertirse en lo que es ahora la piel del cocodrilo; y cómo desde entonces, avergonzado por el castigo a su soberbia y altanería, cuando alguien se le acerca, se sumerge a toda prisa, dejando fuera del agua sólo los ojos y la nariz.
Un día, Ségoukoro hizo un pobre hatillo con un cuenco de madera, un pañuelo miburu y dos sandalias de piel, se despidió de su padre y de su madre y se marchó al norte, a las tierras del dios hipopótamo, tras las colinas de Niono y más allá del río Coulibalé; quería aprender en la tierra de los griots a ser uno de ellos. Bakaridjan fue a despedirlo, le dio un abrazo de guerrero para entregarle parte de su fuerza y le regaló una estatuilla de madera, la estrella Grande del Norte. Ségoukoro le devolvió el abrazo de guerrero y le recitó las palabras de su padre: "Quizambougou estará contigo, hijo mío, no olvides a los que te han amamantado, a la tierra y a la luna".
Bakaridjan siguió haciendo hermosas estatuillas de madera, las más bellas eran las que creaba cuando nadie le veía: estrellas del firmamento. Las tallaba con madera de gobeh y un sencillo cuchillo le bastaba para reproducir las formas que veía en el cielo. Pasó el tiempo, y el joven Bakaridjan creció, cada vez se acercaba más a las propias estrellas, cada muesca en la madera era más perfecta, hecha con más precisión, con el amor que sólo un maestro tallista puede sentir por la obra bien hecha. Ya conocía por su verdadero nombre a todas las estrellas que su vista alcanzaba, las del frío invierno y las del cálido verano, las del sur y las del norte, las de más allá del río Coulibalé, las del alba y las del atardecer.
Un día, un pastor que llevaba vacas desde el norte hasta el sur del río Bamtata, le contó que Ségoukoro seguía aprendiendo a ser un buen griot. El pastor le dijo que donde él vivía ahora era tierra de hombres sabios que comprarían todas sus estatuillas sin dudar un instante, ya que no existía nadie que conociera las estrellas por sus nombres verdaderos como Bakaridjan. El joven tallista eligió la más hermosa de las estrellas de madera -Akwaba, el corazón de África-, la envolvió en tela y se la dio a un comerciante que iba todos los inviernos más allá de las colinas de Niono a vender cuencos de barro, para que se la entregara a su amigo Ségoukoro. La estatuilla de Akwaba gustó tanto que le pidieron más, nunca habían visto una estrella de madera tallada por alguien que supiera su nombre verdadero.
Bakaridjan se sentía feliz sabiendo que sus noches mirando estrellas, aprendiendo sus nombres, habían dado dulces frutos como el amibara en verano. La primavera siguiente recibió palabras de su amigo más allá del río Coulibalé, le decía que aún no era griot pero sí kumasigi -que en lengua bambara significa “el que hace sonar la palabra”-, y que mirando las estrellas había soñado con una nueva, una que no existía en el firmamento sino en su corazón, Bakaridjan también creía haberla soñado, en un momento fugaz, en un instante perdido entre la noche y el alba. Ségoukoro le contó la estrella haciendo sonar la palabra desde más allá de las colinas de Niono y del río Coulibalé, al instante Bakaridjan sabía su nombre verdadero y se puso a trabajar esa misma tarde, cortó la madera que tallaría de un árbol anciano de noebe, afiló su cuchillo en brasas de miambo, y a la mañana siguiente comenzó a trabajar la talla, despacio, respetando la madera con el cariño que sólo un gran tallador siente, modelando con cada corte, con cada hendidura y con cada muesca. Tres días más tarde ya tenía una nueva figura de madera con una estrella que nadie había visto jamás, una que decía la leyenda en idioma bambara que uniría a los pueblos de más allá del océano verde, de más allá de la roca rugiente, de mucho más allá del desierto perlado, uniéndolos para siempre con esa nueva estrella de madera, de la que sólo Bakaridjan sabía su nombre verdadero: “Kumadumán”, la Buena Palabra.
Estoy acostado bajo el milenario aceríneo cómo todas las tardes que tengo tiempo libre. Contemplando el vasto campo que hay alrededor, viéndolo todo, pensando en nada.
De pronto un pensamiento fortuito recorre mi cabeza, esa chica, si, esa que he visto un par de veces y casi no se nada de ella. Lo único claro que tengo es su nombre y su aspecto. Sé lo suficiente para crearme una imagen mental de su personalidad, sus metas en la vida y sus deseos más profundos.
No puedo quitármela de la cabeza, mi mente está ocupada solo reflexionando sobre ella, en una posible vida juntos, en conocerla y compartir todos nuestros más íntimos secretos. En ser un solo ser y vivir juntos, originar recuerdos placenteros de nuestra vida juntos. Cuando pasen los años poder rememorar esa vida que hemos compartido juntos.
Son solamente ilusiones, pero me mantienen entretenido mientras estoy acostado a la sombra de este gran árbol. Creer que en un futuro podría ser feliz me ayuda a soportar esta vida, creer que dando un paso valiente y expresando mis sentimientos de una forma clara y sincera puedo cambiar mi vida por completo.
Ya está oscureciendo y es hora de que vuelva a mi casa con mi esposa.
Aunque nadie quedó libre de ella, la acumulación de nieve no causó a todos los mismos problemas; hubo incluso quien dio gracias al Cielo por aquel mullido manto, pues a su amparo no eran tan duras las piedras como de ordinario, ni tan insensato saltar desde una ventana para pasar a la casa de enfrente. Así lo hizo Adalberto, con las calles desiertas y la noche en pleno triunfo.
Tras largas marchas por los campos, comiendo el pan reseco de las alforjas o lo que se podía tomar de amigos y enemigos, cualquier cosa le parecía mejor que las campañas contra los turcos o contra los partidarios de Iancu. Recordaba todavía las escenas de espanto que se vio obligado a presenciar, y aunque trataba de borrarlo de su memoria, no lograba olvidar el infausto día en que tuvo que ordenar a sus hombres plantar estacas en el camino.
Sabía de sobra que era eso o la muerte, que el terror es la última esperanza de los que no tienen nada más, pero se preguntaba si valía la pena conquistar la libertad a ese precio. ¿De qué vale ser libre cuando no se puede escapar de uno mismo y es ahí donde está la peor cadena? Los turcos huían, sí, pero quedaba tras ellos algo mucho peor que sus caballos y sus emires: quedaba el espanto, porque cuando se desata el terror, sus fauces no reparan entre aliados y adversarios y desgarran a todos por igual.
La nieve era un alivio para Adalberto, y no sólo porque amortiguase primero su caída y luego el eco de sus pasos. Aquel embozo blanco extendido sobre lo que había tenido que contemplar las últimas semanas era como una absolución de las tierras y los montes, condenados a la infamia de la sangre. Cuando la tierra resucitara de su letargo, tal vez no quedara de lo sucedido más que algún mal sueño. Esa era su esperanza.
Con la habilidad acumulada en una docena de asaltos por empinadas y peligrosas murallas, Adalberto encontró los salientes de la pared y trepó rápidamente hasta la ventana de Irina. Ella estaba distraída, de espaldas, peinándose ante el espejo, y el joven capitán prefirió contemplarla un instante, apoyado en el alféizar, ante de llamar su atención con un toque en los cristales.
Cuando al fin se hizo notar, Irina le abrió la ventana con más alegría y menos temor que en pasadas ocasiones, en que cualquier mirada inoportuna podía haber sido la perdición de ambos. Miró un instante a la calle y sólo pudo ver remolinos en el aire.
Luego se abrazaron los amantes como no lo hubieran hecho de haber sido lícito su encuentro. Un año entero de miradas y palabras tiernas, de caricias furtivas siempre cercenadas en flor, había impuesto sus modos y sus costumbres. Pero todo el tiempo acumulado en acopiar modales y prudencias se sintió de pronto desvalido ante el nuevo deseo en que envolvía sus corazones aquel manto blanco de abandono, de blanda irrealidad, dueño de la ciudad toda. La nieve se había convertido en señora del mundo y era inútil tratar de resistirse al influjo de su poder.
Adalberto había soñado con Irina todas aquellas noches de aullar de lobos, entre los desmembrados cadáveres enemigos y los gritos de los agonizantes. La había visto en el brillo de las corazas y en las formas de las nubes, y por ella había conseguido multiplicar su furia cuando se veía rodeado por las armas enemigas. Era su bandera y su señuelo, y por fin la tenía, la tenía junto a sí y la abrazaba con el ansia de un resucitado.
La habitación de Irina era una estancia amplia, de techo alto, suficiente para albergar las sombras de los dos amantes, una sola sombra afilándose en un lazo de locura. La luz de una vela bastaba para hacer dudar a las tinieblas de su imperio, pero un soplo de la calle acalló la posible delación y los amantes estrecharon su abrazo en la oscuridad.
Irina se zafó entonces y volvió a encender la vela, pero enseguida volvió a los brazos de Adalberto que la estrechó como si temiera que ella se le fuera a escapar para no regresar a su lado. Juntos se alejaron de la ventana intercambiando tiernas palabras, y a medida que se acercaban a la vela el brillo de los rostros y de los ojos alimentaba su pasión. El ulular de la ventisca apretó fuera como un coro de espectros, y algunos copos más duros rasguearon la ventana, pidiendo la caridad de un cobijo. Los amantes se miraron un momento, escuchando con deleite su propia respiración apresurada.
Lo que sucede en un lugar imposible es como si nunca hubiera sucedido, y las conveniencias sociales, los eternos miedos, parecían pertenecer a otro mundo, a un mundo en que los carros rechinaban por las calles entre las voces de los arrieros, los vendedores rezagados de las plazas y los siseos de los caballeros, enfrascadas en eternas conjuras o nuevas querellas. Adalberto se atrevió a separarse un instante de ella y acariciar su costado, asiéndola finalmente por el talle. Luego la abrazó de nuevo y sorbió el aroma de su cuello con labios ávidos mientras ella se abandonaba al placer de aquel contacto, de aquel sueño al fin cumplido.
Crujían las vigas de la casa, rechinaban por el peso de la nieve y el impulso del viento, pero nadie las escuchaba. Los amantes juntaron sus cuerpos con vehemencia, casi con fiereza, ajenos a todo lo que no fuera parte de ellos mismos. Y nada podía cumplir tal exigencia, porque era como si flotasen en el espacio sin mundo, antes de la Creación.
Lo que ocurre en horas imposibles es como si nunca hubiera sucedido, y así quedaron atrás los pactos y los acuerdos, los compromisos de sujetar las caricias para que sólo caricias fuesen, el amor cortés aprendido en los cantos, los besos de amigo robados de los romances y los roces apenas insinuados a la espera de la respuesta de la piel, protegida y encarcelada por ropajes excesivos. Ella se sintió presa de una desconocida dulzura, pasó sus brazos en torno al cuello de su amado y lo apartó un instante para dedicarle luego un beso que era algo más que un beso. Sabía que él era un caballero, estricto cumplidor del tácito pacto que lo autorizaba a entrar en su casa y nunca daría el paso que ella insinuaba. Él era un caballero y debía ser ella quien dijese, a su manera, que aquel día había nacido para distinto.
La llama de la vela tembló sobre la palmatoria y con ella las sombras, desdibujando la realidad, añadiendo un nuevo desmayo a las difusas lineas de los objetos. El vértigo se hizo dueño de la estancia en una forma distinta, refinada en sutilezas hasta ese día ignoradas: no era miedo a caer, sino miedo al deseo de caer.
Cuanto sucede en las horas de sueño a los sueños pertenece, y cuando Adalberto sintió en su boca los labios de su amada pensó que aquello no era posible, que tanto atrevimiento pertenecía sin duda a otra mujer, o a otra hora, o a otro pliegue del mundo de los vivos, o acaso de los muertos, pues no era posible tanta felicidad entre aquellos muros acostumbrados a la contención y a la demora.
El beso se prolongó con ligereza a la espera del siguiente, y luego de otro, y otro, mientras en la calle seguía cayendo la nieve como un tupido cortinaje de plumas. Adalberto se detuvo entonces y colocó su mano sobre el pecho de Irina, que echó hacia atrás la cabeza al sentir aquel delicioso contacto. Él era un caballero y nunca se atrevería, pero lo que ocurre en lugares apartados del temor y la conciencia es como si nunca hubiese sucedido.
Irina, con gesto de abandono y ensoñación, como si fuese otra voluntad la que gobernaba sus actos, dejó caer al suelo su camisón y mostró a su amado su espléndida desnudez, cubierta tan sólo por su larga melena dorada.
Adalberto se apartó sobrecogido, pero enseguida volvió hacia ella para recorrer su cuerpo con manos torpes, extraviadas sin remedio entre tanta belleza. Ella se volvió hacia el espejo a contemplar su propio atrevimiento mientras él pugnaba con sus propias ropas. Irina se encontró hermosa y se entregó al deleite de verse conducida al lecho, de sentirse acariciada, de ser dueña de unos ojos que la miraban como si acabase de bajar del cielo. Juntos, sobre sábanas de lino, tensaron el arco del más dulce suplicio ofreciéndose interminables caricias.
En la calle arreciaba la nevada, acompañada por el viento, y se estiraban las exclamaciones que en sus enigmáticos idiomas dejaban escapar los tejados, las veletas de los campanarios y las piedras mal ajustadas de edificios ateridos por el frío y la vejez.
Aullaban los perros, asustados por el temporal, cuando Adalberto se colocó sobre ella y entró en su cuerpo, convirtiéndola para siempre en su futura esposa o en una desgraciada. Ella ni siquiera lo pensó. Recibió el pequeño dolor con un gesto sonriente y se entregó al delirio que socavaba su vientre.
Encendidos de pasión, exploraron juntos los secretos resortes del placer hasta que, unidos en el más hondo de los abrazos, rodaron ofuscados hacia el inevitable, ansiado abismo. Bella era Irina, muy bella, pero nunca tanto como cuando le llegó su hora y hasta la vela se pasmó, no queriendo perturbar con su temblor tanta hermosura.
Su suerte estaba echada. Ante Dios, el dios que no podría considerar aquello una ofensa a pesar de sus ministros, estaban ya unidos para siempre.
Luego vinieron las palabras amables, apenas audibles complicidades floreciendo en la única atmósfera posible. Exhaustos y sudorosos, complacida la carne y el espíritu tras el arduo exterminio del deseo, contemplaron las caricias de la paz en el espejo, empañado por los incontables años del azogue.
María había nacido en un pesebre, literalmente, entre el mulo de casa y una vaca rancia. Se ocupó de su padre hasta que murió con setenta años, con siete años daba de comer a las ovejas, con diez las ordeñaba, con veinte su novio se pegó un tiro en el pantano, con cuarenta le entraron unas fiebres de Malta y murió, antes regaló una cruz a la parroquia que el cura no quiso porque le parecía muy fea.
-¡Qué más da qué gen sobreviva! –dijo Hans Bolber dando un puñetazo sobre su atril.
-Porque de eso se trata, porque esa es la única explicación biológica de la especie humana, de todo organismo vivo, plantas, insectos, o marsupiales... –Manuel Codoheria no iba a dejar pasar el comentario de su colega.
Estas reuniones se habían vuelto eternas en esos años, donde la población humana había disminuido en un cincuenta por ciento... Entre el cambio del clima terrestre, la baja natalidad, la economía secuestrada en un absurdo cajón de sastre; el mundo humano, la construcción humana de sociedades, culturas, deseos, sueños, ideas se había modificado tanto que sólo quedaban posturas extremas, blanco o negro, arriba o abajo. Muerte o vida.
-Debemos dejar de pensar que nuestra supervivencia como especie depende de sobrevivir como individuos –respondió Hans, mirando con ojos de acero al grupo de biólogos del departamento de exobiología.
-¡No! –respondió rotundo Marcel Muró, tan enfadado que su puño cerrado se volvió casi blanco- Una ameba, un virus, un mecanismo vivo o no vivo sólo quiere sobrevivir, copiarse y multiplicarse... ¿Por qué razón? Dígame, por qué razón.
-¡No! –dijo Hans, golpeando de nuevo su atril- No es así, los organismos dependen de otros, dependen de los demás, de comer y ser comidos, en un grado concreto y correcto, sin esos mecanismos de interacción, no existe tal constructo humano de mejor gen para nada, para todo.
-Señor, Bolber, tenemos una secuencia de ADN de un organismo extraterrenal... –respondió Mauro Belbera, de la ESA.
-¿Y qué? Sin una estructura encadenada de ecología, repito de ecología sistemática, nada importa nada, es como si no me explica quién depredaba a los aliens insectívoros de la película del mismo nombre, eso no existe, no puede existir.
-Final de la cadena –Añadió el doctor Codoheria.
-No hay tal cosa. Los humanos no somos final de ninguna cadena. ¿Sabe lo que pasa cuando el planeta pasa a modo frío? ¿O cuando pierde la capa protectora del campo magnético? Que esos que usted llama final de cadena, acaban jodidos. Todos.
-Evolución –dijo el doctor Muró agachando la cabeza.
-Ecología, sistema ecológico, todo está enlazado con todo, el clima es un sistema ecológico, si lo rompe, rompe todo –Hans dejó el atril y se fue a su asiento.
Nadie estaba dispuesto a apostar porque el ADN extraterrestre encontrado en Venus pudiera ayudar a entender la realidad humana, porque simplemente era una cadena genética muy simple, de una bacteria muy simple.
(Escrito en 2020 para un fanzine... ContinuumST.)
(Como a lo mejor ya no encaja en el concepto "Relato corto" y me paso aporreando teclas para esta historia... esta parte viene de aquí: www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-7 )
***
Juan se levantó como siempre a las ocho en punto, preparó el desayuno según la lista semanal, tostada integral con aceite y queso fresco y un té de jazmín. Un rayo de sol matutino se colaba en la cocina, parecía que hoy haría un día despejado aunque algunas nubes corrían tras la torre del campanario.
Las ganas de leer las noticias crecían en su interior, pero sólo leía noticias después de la comida del mediodía y tras recoger la mesa.
Salió al jardín y se fijó en que un pequeño trozo de plástico estaba ensartado en una espina del rosal. No era posible, el rosal está a unos dos metros de distancia de donde preparó el paquete. Imposible, pero ahí estaba. El azar, como siempre, jugando con la realidad. Cogió el trocito de plástico y se lo llevó a su taller, quería comprobar si era del mismo tipo de plástico que el que usó el otro día. Efectivamente, lo era. Repasó mentalmente sus movimientos y no encontraba explicación, a no ser que mientras acercaba el plástico al cadáver, al ser tan grande... No, no encontraba explicación. Fue a la cocina, y usando el soplete de cocina, lo quemó en el seno del fregadero.
Ese detalle le obligaba a revisar a fondo el maletero del coche. Se vistió de calle y se dirigió a donde tenía el coche aparcado.
Aun era temprano para que las tiendas estuvieran abiertas pero no para los corredores que, con el despuntar del alba, ya estaban sudando la camiseta con los auriculares calados en las orejas. Un señor, que apenas podía dar dos pasos, medio andaba embutido en camiseta y pantalón corto, sano, muy sano. Una jovencita enmorcillada en ropa de colores tan reflectantes que había que mirarla con gafas de sol, el volumen de la música era tan alto que se podía adivinar la música rítmica que estaba escuchando. También estaban los madrugadores paseadores de perros, al menos el perro que se cagó al lado de su coche tenía un cuidador que recogió el excremento con esas bolsitas anudadas a las correas de los chuchos.
Juan abrió el coche y fue directo al maletero. Y allí estaban. ¿Cómo se había olvidado de las bolsas de esa cadena de supermercados que llevaba para las compras? Él, metódico, concienzudo, tenaz, no se había acordado de que las llevaba cuando metió el paquete en el maletero. Podría cogerlas y tirarlas a la papelera que había cerca, pero no quería tocarlas, obsesivo como estaba todo le parecía imposible. Sacó un pañuelo de papel de su bolsillo derecho del pantalón y cogió las bolsas reutilizables. Cayó en la cuenta de que las había tocado y manipulado docenas de veces. Se sintió ridículo. El paquete de plástico no podría de ninguna manera haber contaminado sus bolsas. Ni el fondo del maletero. Pero ese trozo de plástico ensartado en el rosal no le había gustado nada. Azar, maldito azar.
Arrancó el coche y lo llevó a un lavado de coche, por el camino observó que algunas calles seguían embarradas de la fuerte tromba de agua, otras estaban más secas, algunas alcantarillas estaban cegadas de barro y objetos, algunos operarios del ayuntamiento ya estaban limpiando muchas zonas. En el lavado de coches se fue directo a la zona de aspiradores y pasó estos concienzudamente, obsesivo. Miró y remiró cada esquina buscando algún error, algún “plástico en el rosal”.
Satisfecho, se dirigió en coche a la zona donde había tirado el paquete, pasó lentamente por allí y ya nadie estaba mirando el cauce del río.
En la zona de su casa, hoy no había aparcamiento cerca, así que lo dejó al principio de la calle. Al bajarse del coche vió cómo la señora “tutticolori” sacaba a su perro a pasear, la siguió mientras se dirigía calle abajo, hacia su casa, la observó y se dio cuenta de que miraba a veces por las vallas de las casas con la excusa de que su perro se paraba en ese lugar a hacer sus cosas. Vieja del visillo tres punto cero, cotilla sin vida de toda la vida.
Cuando llegó a su casa se quedó en la puerta con la botella de vinagre rebajado con agua, desafiante, la señora colorida levantó la cabeza, sin darse por aludida, y tironeó del chucho hasta sobrepasar su portón.
Juan miró la lista de comidas de hoy. Filetes adobados con arroz hervido y ensalada de pimientos asados. Pero no podía esperar más, tenía que leer las noticias del día saltándose sus propias reglas.
Sabía, sentía que esto era un error por su parte, un error de protocolo, pero si el azar a veces jugaba riéndose del mundo, pensó que él también podría reírse del azar. Conectó su portátil con el cable de red al router. Navegó por las noticias en el mismo orden de siempre, primero locales, luego regionales, nacionales e internacionales. Hizo clic en un anuncio de guantes de jardinería, y en una web de creación de páginas web a buen precio. En la información local había una noticia que le dejó sorprendido,
Ana Ferrer de 38 años se había declarado como desaparecida, pero además era la hija de un inspector de Policía de la localidad vecina, los periodistas cotillas habían conseguido su historia personal, divorciada el año pasado, trabajadora en Servicios Sociales en su localidad, buena persona. Su padre movería “Roma con Santiago” para encontrarla, el ex marido parecía que estaba en paradero desconocido. Azar. Buscó más información de la historia. En la prensa más amarilla de la zona se decía que iba a encontrarse con un amigo y que nunca llegó a su casa, había una foto del joven en cuestión. Y unas fotos de su padre hablando a los medios. No encontró los vídeos de sus declaraciones, pero claro, su hija tenía que aparecer, y lo de las 24 horas era una chorrada de las películas. Qué curioso es el azar, pensó Juan. ¿Pondrían más esfuerzo en localizarla? ¿Menos si era un comisario no querido? Azar.
Ahora ya se podía ir a comer tranquilamente.
La semana que viene terminaban las vacaciones de Juan, volvería a la sucursal bancaria donde trabajaba vendiendo pólizas que nadie necesitaba, limitando hipotecas al que más la necesitaba y, en resumen, mirando por la cuenta de resultados del banco, un empleado modelo. Pelota con los jefes de la central, ladino cuando quería, seco con los clientes que tenían mil euros en la cuenta, modelo perfecto de ese dicho de “así es el mundo en el que vivimos”.
Esa tarde se dedicó a serrar maderas para hacer marcos nuevos para sus cuadros, todos con los mismos colores, rojo y negro, cada uno con formas abstractas, algunos parecían insectos aplastados, otros manchas del test de Rorschach, la mayoría tenían un aire espeluznante, inquietante, alucinógeno. Para él era la única forma de mostrar su mente a los demás. Aunque nadie viera sus cuadros; no recibía visitas, no tenía amigos ni conocidos, no le interesaban las relaciones humanas, ni con hombres ni con mujeres. El sexo para él era algo aburrido y monótono. Y sólo cuando pasaba el tiempo y la llamada del sexo acudía remolonamente se dirigía a la ciudad a donar semen en una clínica, por darle utilidad a la cosa. Por nada más.
Mientras quitaba el inglete para hacer los cortes de las esquinas de los marcos, pensaba en los siguientes pasos que daría la Policía. El amigo que iba a visitar y su ex marido serían los primeros sospechosos y la última persona que la había visto con vida, según dicen en las novelas, aunque pensaba que la realidad era bastante diferente, o no, según se mire. La palabra azar seguía rebotando en su mente sin orden ni concierto. No había previsto las lluvias torrenciales. Ni que esa mujer menuda sería la hija de un policía. Tampoco que se acumularan escombros en esa zona del cauce. Que no se llevaran el móvil. Y sobre todo estaba obsesionado con el trozo de plástico enganchado en el rosal. Por lo demás, ardía en deseos de ver qué pasaba después.
Contempló uno de los cuadros que iba a enmarcar, con su firma “Juan 2024”. Le gustaba añadir el año para tener ordenadas sus obras. En las paredes laterales de la escalera que conducía al primer piso los tenía colgados por fechas, el primero era de 2010 y le recordaba una mancha de sangre en la negrura de la noche, o un sol rojo explotando en el firmamento, o... Miró la hora. Fue al salón y esperó hasta que fueran exactamente las ocho en punto de la tarde. Justo en eses instante marcó un número desde el teléfono fijo.
-Hola, ¿cómo estáis?
-Puntual como siempre –dijo una voz anciana al otro lado del teléfono-. Bien, estamos bien, a tu madre le van a hacer unos análisis la semana que viene para controlarle el azúcar y yo, pues como siempre con la artrosis de las rodillas que me duelen y no hay manera de que... ¿Y tú? Se te acaban las vacaciones, ¿no?
-Sí, el próximo lunes vuelvo al banco.
-No has ido a ningún lado este año... eso no es bueno para la salud y... espera que se pone tu madre.
-Hijo, no puedes estar así, tan solo y tan encerrado...
-Madre, estoy muy bien así, sin depender de nadie ni que nadie dependa de mí.
-¿Vendrás este año por las fiestas del pueblo?
-No sé si podré pedir días libres, lo intentaré. Cuidaos mucho.
-Un beso, hijo mío, cuídate mucho.
A Juan le incomodaba hablar con sus padres, no sabía por qué, habían sido unos buenos padres, pero los llamaba por una especie de obligación que no entendía. Se dispuso a dar un paseo antes de preparar la cena, tuvo que ir a la lista para ver qué le tocaba esta noche. Judías verdes salteadas con ajo y una manzana de postre. ¿Cómo era posible que no tuviera manzanas en el cesto de la fruta? Algo estaba fallando en su cerebro ordenado y meticuloso, pero no entendía qué podía ser. Miró el reloj, tenía tiempo de acercarse a la verdulería y comprar manzanas.
A lo largo de ese fin de semana, el último de vacaciones, enmarcó dos cuadros y los colgó en los huecos libres que quedaban en “la pared de los cuadros”, organizó el taller de bricolaje, planchó camisas con pulcra exactitud, cepilló la chaqueta del trabajo y el pantalón. Gris. Por supuesto. Todo listo para el lunes volver al banco. Revisó la lista de comidas y cenas. Tachó de la cena del domingo las alcachofas con jamón, había tenido que tirarlas, hablaría con el verdulero sobre la calidad de algunos productos. Hablaría muy seriamente, el mes pasado le vendió un tomate que no estaba maduro, inaceptable.
Las noticias sobre la desaparecida eran casi inexistentes, cosa que no le gustaba ni mucho ni poco. Había conseguido ver en un periódico local las declaraciones de uno de los tíos de la mujer, haciendo de portavoz de la familia para los medios. La investigación sobre el paradero estaba en marcha. Al parecer, no era una mujer de desaparecer así como así. Tampoco se descartaba que le hubiera pasado algo relacionado con la tromba de agua.
Por un lado a Juan le encantaba la idea de que no hubiera ninguna noticia relevante sobre el caso y por otro le decepcionaba que hubiera sido tan fácil. De algún modo quería vivir cómo era una investigación así; era imposible que lo relacionaran con eso. ¿Cuándo encontrarían el paquete? ¿Cuándo limpiarían esa zona del cauce? Había leído en otro periódico regional que había un problema de competencias sobre la responsabilidad de ese cauce seco: Local, autonómico o de la Confederación de turno.
Pensó que mientras más tardaran en encontrar el cadáver menos información forense obtendrían, aunque creía que poca información podrían obtener en cualquier caso. Se repetía una y otra vez que todo estaba en manos del azar. La idea le gustaba.
El lunes a las ocho menos un minuto ya estaba en la puerta de la sucursal bancaria, listo para entrar en su trabajo. Había tenido que aparcar un poco más lejos de lo habitual ya que las calles cercanas estaban llenas de coches aparcados, suponía que para evitar calles embarradas o zonas con alcantarillado embozado.
Ese primer día se le hizo monótono, incluso para una persona como él, esclava de la rutina y el orden.
Al llegar a casa, mientras aparcaba el coche, observó que en las casas colindantes a la suya y puestas a la venta había visita. La cancela que daba al jardín de la de la izquierda estaba abierta y un par de señores, acompañados del joven de la inmobiliaria, estaban saliendo de la vivienda al porche de entrada. Mirando y remirando. Tenían algo extraño pero no le dio tiempo a fijarse tanto. Sobre todo porque en la casa de la derecha, se abría el portón y salían un hombre y una mujer, estos estrechaban la mano pero no al señor mayor con aspecto cansado sino a un hombre calvo, trajeado y con aspecto de ejecutivo, o de jefe. Posiblemente el dueño de la inmobiliaria, demasiado especulativa la idea.
Cuando llegó a su casa, tras aparcar el coche, ya no había rastro de las visitas y todo seguía como siempre. Los carteles de cada inmobiliaria en cada casa, las puertas cerradas, todo igual.
La vuelta al trabajo le obligaba a cambiar sus horarios de comidas, pero los fines de semana dejaba comida preparada para varios días. Recalentó las albóndigas con tomate y abrió una bolsa de patatas chip.
Tras comer miró el móvil por si tenía algún mensaje o correo, dos emergentes de actualizaciones que ya haría más tarde, o mañana o... Se dispuso a leer las noticias en el portátil. No sabía para qué tenía un móvil si no lo usaba como teléfono móvil, alguna llamada, algún pedido para servicio puerta a puerta, poco más. El paquete de la compañía incluía en la promoción un móvil.
Ese día las noticias no arrojaban muchas novedades realmente ninguna. En las locales, un anciano de 90 años atropellado en un paso de cebra del centro de la localidad, cerrado un restaurante por problemas sanitarios, el comienzo de las labores de limpieza del cauce y la reconstrucción de la pasarela que se llevó el agua, y poco más. Se entretuvo un poco con un par de recetas, una de “salsa gribiche” y otra de cebolla confitada con mostaza, cerró el portátil.
Mañana sería otro día.
La semana laboral había pasado con varias noticias inquietantes para Juan, y había cierta dinámica en el barrio que le parecía diferente, algo en el aire le daba la impresión de que estaba cambiado o cambiando, algo impreciso, sutil, diferente. No sabía exactamente lo que era, pero era algo, como una niebla invisible que se estuviera extendiendo lenta e inexorablemente.
El martes ya se había publicado la foto de la desaparecida. “Ana Ferrer. 38 años. Vista por última vez entre la Plaza de la Paz y la Avenida de las Colonias, llevaba vestido de color azul, pelo corto castaño. Policía Nacional”.
El miércoles fue otro día extraño de la semana, la prensa local y regional publicó la noticia de que se había localizado a su ex marido en Montauban, Francia, y que estaba allí visitando a sus padres desde el mes pasado. Ese mismo día, la prensa local dio conocimiento de que había una persona, un testigo, que dice que la vió caminando sobre las 11:30 de la noche por la calle Villegas Delgado. Este dato le sorprendió tanto que le puso en alerta, esa calle estaba en su barrio, era una travesía perpendicular a su calle, al principio de la misma. Ese día estuvo un poco despistado en el banco y cometió pequeños errores que no eran propios de él. Los clips de colores estaban en el mismo cajón que los metálicos, imposible.
Para añadir incomodidad a esa semana, el viernes no podía dormir. Las once de la noche y daba vueltas en la cama, así que se levantó y se fue a su taller intentando pintar un nuevo cuadro buscando relajo y orden mental. Nervioso, se dio cuenta de que tenía poco “rojo escarlata 334” y mucho negro; le temblaron las manos, no podía ser, llevaba un registro perfecto de necesidades de pintura y se dirigió a la libreta donde anotaba cuántos botes tenía y si estaban llenos, medios o vacíos. Allí estaba el error, no había ninguna anotación al respecto. No se reconocía. No podía ser.
Intentando calmarse decidió dar un paseo, se vistió y miró su reloj, las 11:40. Comenzó a subir la calle cuando vio a la señora con ropa de colores chichones y mal combinados paseando a su chucho pero en la acera de enfrente. No se miraron pero algo extraño estaba pasando. ¿Habría sido ella la que había informado de haber visto a la mujer? ¿Por qué de repente no pasea al perro por la acera de siempre? ¿Podría ser que no tuviera nada que ver con el caso y que fuera por lo de la botella de vinagre del otro día? ¿Y la doble visita a la vez a las casas colindantes? ¿Por qué tenía los clips de colores mezclados con los metálicos? ¿Cómo es que no le quedaba apenas rojo escarlata?
Sin darse cuenta, andando sin rumbo, había llegado al puente desde donde tiró el paquete. El subconsciente le estaba traicionando, pero él siempre había creído que no tenía subconsciente, seguro que no era eso. Otro hombre venía de frente hacia él así que resistió la tentación de mirar hacia la zona del puente de cañas y árboles del cauce. Se cruzaron sin mediar palabra, pero el hombre no llevaba ropa deportiva ni paseaba a ningún perro. ¿Qué hacía allí? Se tranquilizó pensando que quizás tampoco podía dormir y estaba paseando. Al final del puente se paró casi en seco. Esa cara le recordaba a uno de los clientes que estaba el otro día visitando la casa en venta de la izquierda de la suya. Tenía buena memoria visual, pero esto ya era demasiado, el fantasma de la paranoia se estaba apoderando de su mente milimétrica.
Mañana sábado iría al mercado a comprar como todos los sábados y todo volvería a la normalidad. Volvió a casa y se acostó.
Media hora más tarde se levantó de golpe: “la maza”. Corriendo, fue al taller a buscar la herramienta. Buscó lejía y un bote e introdujo la parte metálica del mazo en el líquido. ¿Cómo podía haber olvidado eso? ¿Qué más estaba olvidando o no estaba teniendo en cuenta?
Se repitió machaconamente que mañana iría al mercado como todos los sábados y el mundo volvería a la normalidad.
La mañana era luminosa y el desayuno impecable, té con tostadas de mantequilla y mermelada, algunas veces dejaba de lado el maravilloso aceite de oliva por estas excentricidades, como si fueran un placer oculto. Repasó la lista de comidas y amplió la de la semana que viene, a mano, con la cuadrícula hecha con regla, creando celdas para siete días con desayuno, comida y cena.
En otro papel anotó con bolígrafo negro la lista de la compra del mercado y en la parte inferior de la hoja “óleo rojo”. Tendría que pasar por la papelería para encargarlo como hacía siempre. Dudó si le convendría más hacer el pedido por internet usando el móvil para que pareciera que se usaba en algún momento. Aun en pijama, se acercó a echarle un vistazo al móvil. Actualizó de mala gana lo que le pedía ese ser insaciable de megas, sabía que tenía que limpiar de fotos ese cacharro, pero lo haría más tarde, pasaría las fotos de sus cuadros al portátil y liberaría algo de espacio, el indicador le decía que estaba al 73% de capacidad. Aburrido de esta tecnología, dejó el móvil en su sitio.
Cogió el carrito de la compra. Eran las ocho y media de la mañana. Estaría en el mercado a las nueve. Antes de salir, se dio cuenta de que no se había puesto ropa de calle. Un despiste que le hizo reír.
Más tarde abrió el portón de casa, ya vestido con ropa informal, ropa de compra sabatina en el mercado. Mientras colocaba el carrito a un lado y cerraba con doble llave la puerta, se fijo en una mujer que estaba haciendo estiramientos en la acera de enfrente, apoyada en la valla de esas casas que no se construirían nunca.
Era sábado, era sábado, repetía diciéndose que todo estaba bien, ordenado, como siempre. Se fijó en el cartel de la inmobiliaria de la derecha mientras avanzaba por la acera: “Merea y Asociados”. Al fondo se acercaba un camión del Ayuntamiento, uno de esos camiones con canastilla, con brazo articulado para alcanzar zonas altas. Estaban reponiendo las bombillas fundidas de la calle y cambiando cristales rotos de las farolas. Parecía que las cosas comenzaban a funcionar en el consistorio. Organización. Orden. Método. Meticulosidad. Siempre dejando un poco de margen al azar y sabiendo enfrentarse a él, con afilada espada y sólido escudo. Esa era la clave de su mente y así era como el mundo debería funcionar, todo lo demás le parecía incomprensible.
¿Por qué todo el mundo llevaría un cacharro de esos, un móvil, en el bolsillo constantemente? Eso le hizo pensar en que ya deberían haber cursado la orden a la compañía para triangular torres de comunicaciones o localizaciones con el GPS o cualquier magia negra que usaran los tecnócratas de esos años. ¿Podrían encender el móvil a distancia, desde la central de la compañía? Si eso se pudiera hacer localizarían el cadáver. ¿Podrían rastrear la tarjeta sim aunque no estuviera en el móvil? A estas alturas, tendrían que revisar el depósito de basuras entero. ¿Podrían recomponer la ruta que hizo esa noche el móvil? Juan le dió un paseo al móvil por otras calles y además pensaba que si pudieran saber si por la velocidad iba andando, o corriendo o en coche, eso despistaría bastante a los investigadores.
Hoy era sábado de mercado y todo va a volver a la normalidad, pensaba mientras intentaba dibujar una media sonrisa en la cara.
menéame