Me parece fascinante la disonancia institucional de estar continuamente animando a la gente a gastar dinero en la lotería de Navidad mientras se criminaliza, se patologiza y se señala con el dedo a quien juega fuera de ese marco bendecido, como si el mismo gesto de poner pasta sobre una promesa absurda mutara mágicamente de naturaleza moral según quién cobre, y ahí está la sociedad entera, muy seria, muy responsable, comprando su puto décimo con una sonrisa de anuncio y una fe casi religiosa, mientras mira por encima del hombro al que entra en una casa de apuestas, al que se engancha, al que pierde más de la cuenta, como si el problema no fuera perder sino hacerlo sin coartada, sin villancico, sin niños cantando números que no van a tocarle a nadie de los que escuchan. Porque la Lotería Nacional no es más que una máquina bien peinada para chupar dinero poco a poco, sin aspavientos, sin escenas incómodas, una tragaperras institucional que convierte la derrota en rutina y la mentira probabilística en tradición entrañable, y eso tranquiliza mucho más que el juego visible, que el exceso, que el tipo que quiere ganar de verdad y no sabe disimularlo. Al jugador al que se le va la olla se le llama enfermo, irresponsable, peligroso, pero al que lleva treinta años tirando cien euros cada diciembre se le llama prudente, ilusionado, normal, y en esa diferencia asquerosamente cómoda se ve claro que no hay rechazo al juego sino al descontrol, no al azar sino a la intensidad, porque lo que molesta no es la estafa sino que alguien la viva con demasiada verdad. Todo el sistema está montado para que nadie se reconozca como jugador, para que todos puedan seguir apostando sin decirlo, para que el deseo fuerte parezca una falta de educación y la resignación repetida una virtud cívica, y así el Estado, ese jugador mayor, puede seguir dando lecciones de responsabilidad mientras vive de vender sueños de mierda con envoltorio bonito, y la sociedad puede seguir fingiendo que hay juegos buenos y juegos malos cuando en realidad solo hay una pregunta que nadie quiere hacerse, quién está autorizado a montar el chiringuito y quién acaba cargando con la culpa cuando, como siempre, no toca nada y todo se va al carajo.
letra
MoñecoTeDrapo