Frases y fragmentos de libros
12 meneos
558 clics

Un buen anfitrión y unos huéspedes agradecidos

Liu Bei no tenía mejores planes que proponer, y los dos se dirigieron directamente a Xuchang por caminos secundarios. Cuando lo poco que llevaban se agotó, entraron en una aldea a pedir. En todas partes, cuando la gente oía que Liu Bei de Yuzhou era el hombre que necesitaba ayuda, competían los unos con los otros por ofrecerles lo que necesitaban.

Un día buscaron refugio en una casa. De ella salió un joven que se inclinó en una reverencia. Le preguntaron el nombre y dijo que era Liu An, de una bien conocida familia de cazadores. Al escuchar quién era el visitante, el cazador quería ofrecerle un plato hecho con sus presas, pero aunque buscó por un largo tiempo, no podía encontrar nada que servir a la mesa. Así que Liu An entró en la casa, mató a su mujer y preparó un pedazo para sus invitados.

—¿Qué tipo de carne es? —preguntó Liu Bei mientras comían.

—Lobo —contestó Liu An.

Liu Bei le creyó y siguió comiendo. Al día siguiente, a la luz del día, justo cuando Liu Bei se iba a ir, fue a los establos en la parte de atrás para coger su caballo y, al pasar por la cocina, vio el cadáver de la mujer tendido sobre la mesa. La carne de uno de los brazos estaba cortada. Horrorizado, preguntó qué significaba todo aquello, y entonces supo lo que había cenado la noche anterior. Lamentaba tanto esa prueba de consideración por parte de su anfitrión que no podía contener las lágrimas mientras montaba su caballo en la puerta.

—Me gustaría poder ir con vosotros —dijo Liu An—. Pero como mi madre aún está viva, no puedo alejarme mucho de casa.

Liu Bei le dio las gracias y se fue. El grupo tomó el camino que pasaba por Liangcheng. No eran capaces de ver nada salvo una densa nube de polvo. Cuando estuvieron más cerca, se dieron cuenta de que era el ejército de Cao Cao y, con ellos, continuaron el viaje hasta su campamento principal. Allí se encontraron con el mismo Cao Cao. Este lloró con la triste historia de la angustia de Liu Bei, la pérdida de la ciudad, sus hermanos, esposas e hijos. Cuando Liu Bei le contó la historia del cazador que había sacrificado a su esposa para alimentarlos, Cao Cao envió al cazador una recompensa de cien taels de plata.

Luo Guanzhong (siglo XIV). El Romance de los Tres Reinos, libro 4º: Cao Cao y Lu Bu.

Antes sí que se respetaban las buenas costumbres de la hospitalidad. Ahora te sacan una cerveza y, con suerte, unas aceitunas o unas patatas fritas de bolsa...

11 meneos
442 clics

El relámpago

Me ocurrió una vez, en un cruce, en medio de la multitud, de su ir y venir.

Me detuve, parpadeé: no entendía nada. Nada de nada: no entendía las razones de las cosas, de los hombres, todo era insensato, absurdo.

Y me eché a reír.

Lo extraño para mí era que nunca antes lo hubiese advertido. Y que hasta ese momento lo hubiese aceptado todo: semáforos, vehículos, carteles, uniformes, monumentos, aquellas cosas tan separadas del sentido del mundo, como si hubiera una necesidad, una consecuencia que las uniese una a otra.

Entonces la risa se me murió en la garganta, enrojecí de vergüenza.

Gesticulé para llamar la atención de los transeúntes y «¡Deténganse un momento!», grité. «¡Hay algo que no funciona! ¡Todo está equivocado! ¡Hacemos cosas absurdas! ¡Este no puede ser el camino justo! ¿Dónde iremos a parar?».

La gente se detuvo a mi alrededor, me observaba, curiosa. Yo estaba allí en medio, gesticulaba, me volvía loco por explicarme, por hacerlos partícipes del relámpago que me había iluminado de golpe: y me quedaba callado. Callado porque en el momento en que alcé los brazos y abrí la boca, fue como si me tragara la gran revelación y las palabras me hubiesen salido así, en un arranque.

—¿Y qué? —preguntó la gente—. ¿Qué quiere decir? Todo está en su sitio. Todo marcha como debe marchar. Cada cosa es consecuencia de otra. ¡Cada cosa está ordenada con las demás! ¡Nosotros no vemos nada de absurdo ni de injustificado!

Yo me quedé allí, perdido, porque ante mi vista todo había vuelto a su lugar y todo me parecía natural, semáforos, monumentos, uniformes, rascacielos, rieles, mendigos, cortejos; sin embargo, aquello no me daba tranquilidad sino tormento.

—Disculpen —respondí—. Tal vez me haya equivocado. Me pareció. Pero todo está en orden. Disculpen —y me abrí paso entre miradas ásperas.

Sin embargo, todavía hoy, cada vez que no entiendo algo (a menudo), instintivamente me asalta la esperanza de que esta vez sea la buena, y que yo vuelva a no entender nada, a adueñarme de aquella sabiduría diferente, en un instante encontrada y perdida.

 

“El relámpago”. Italo Calvino.

« anterior1234

menéame