Cuenta la leyenda, recogida por el monje benedictino inglés Mateo de París, que el enérgico papa Inocencio IV murió de un fallo cardíaco provocado por la espeluznante visión nocturna de un fantasma. Se trataba del espíritu de Roberto Grosseteste, un franciscano británico fallecido un año antes que fue obispo de Lincoln y cuya profunda erudición le había granjeado admiración y respeto unánimes; tanta que los obispos de Inglaterra solicitaron su canonización, pero el pontífice se negó a concederla, por lo que el espectro se tomaba venganza.
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Todos hemos sentido alguna vez ese punto de concentración de masa, increíblemente pesado, que llega el momento crítico, en que no hay energía para seguir manteniéndolo unido, y después se expande en todas direcciones, de forma acelerada y esparciendo materia.
Solo hay que comer algo en mal estado para experimentarlo.