
Anochecía cuando Amir llegó a casa. Con apenas 13 años ya ayudaba en casa por las tardes. acarreando agua, haciendo recados para vecinos, ayudando a Hassan con la recua de mulas. Cierto es que, en las estrechas calles de Córdoba, la fila de mulas era fácil de conducir, pero, aún y así, 13 años son pocos… Sin padre, su madre se afanaba lavando ropa, remendando, pero el dinero siempre era escaso y cualquier ayuda era buena.
Pero lo que deseaba con toda su alma es que llegara el día siguiente: se levantaba antes que nadie para prepararse para ir a su kuttab, a su escuela, un pequeño edificio rectangular anexo a la Mezquita de los Jueces, no muy lejos de la Gran Mezquita, y su madre estaba encantada con que al niño le gustara tanto aprender, pero lo que no sabía es que el responsable del madrugón no era tanto la escuela, que sí, que le gustaba, como el maestro Zahid.
Pero no, el maestro Zahid, no era un profesor en su escuela: Amir pasaba todos los días por una de las calles del zoco de camino a su escuela y, aunque siempre había algo que le llamaba la atención, nunca se detenía mucho, apenas curioseaba un momento y seguía su camino: el director del kuttab, el Sr. Ziryab, era muy estricto con la puntualidad (y con todo, en general), y no se quería exponer a un castigo.
Pero un día vio al maestro Zahid encorvado sobre una mesa a la puerta de su taller, una mesa de madera oscura y gruesa, muy concentrado, y fue esa intensidad lo que le atrajo. Se acercó a mirar, sin molestar al artesano: ¿cómo alguien era capaz de hacer algo tan intrincado y tan hermoso?
Era casi hipnótico ver cómo cambiaba de una herramienta a otra casi sin mirar, con la facilidad que sólo puede dar la experiencia, y con cada una, con cada movimiento, el maestro aumentaba la belleza de la pieza de cuero que trabajaba.
Estuvo un buen rato observando, hasta que el maestro, que, por supuesto, se había percatado de su presencia, le interpeló:
-¿No llegas tarde al kuttab?
-¡Oh!-, y Amir salió corriendo como alma que lleva un shaytán.
El maestro Zahid se sonrió: sabía que volvería a verlo…
Efectivamente, al día siguiente Amir llegó mucho antes de la hora del kuttab.
-Buenos días, maestro- su madre le había educado bien. -¿Le importa que mire mientras trabaja?
-No, no, al contrario. Primero: ¿cómo te llamas? Yo soy Zahid.
-Mi nombre es Amir -, le contestó.
-¿Te gusta, Amir? - le dijo, señalando a la pieza de cuero que estaba trabajando.
-Sí, pero no entiendo cómo se puede hacer algo así. No sé ni cómo se llama.
-¿Esto? Es un ataurique.
-Entonces, ¿es usted un maestro auta… auto… atruricador?
-¡Jajaja! No, Amir, ataurique es el motivo que uso para decorar y que le da nombre a la pieza, yo soy guadamacilero.
-¿Un guada-qué?
-Sí, es la técnica que uso para hacer este ataurique, la técnica de guadamecí, pero hay otras. Ahora, si no te importa…
El maestro volvió a su tarea, con Amir absorto en sus movimientos, intentando descifrar los secretos del guadamecí:
-Maestro, ¿cómo se llama la herramienta que está usando ahora?
-¿Ésta? -dijo, alzándola. -Es un matulejo, sirve para marcar el cuero y saber por dónde cortar, o trabajarlo, o coserlo. Por cierto, Amir, el kuttab…… - sonrió…
-¡Oh! - dijo Amir mientras echaba a correr -¡Hasta mañana, maestro!
Como no podía ser de otra manera, Amir estuvo allí, puntual, por la mañana, mientras el maestro Zahid abría su taller, colgaba sus trabajos a la vista de todos y sacaba a la puerta su mesa de trabajo.
Al día siguiente, Amir le ayudó a sacar su artesanía a la puerta, y la mesa de trabajo, y el maestro le puso una silla a un lado para que no estuviera de pie mientras le observaba. Incluso, le puso un resto de cuero y algunas herramientas viejas para que le imitara mientras le observaba. Día tras día, Amir aprendió lo que era un buril, una gubia o una lezna, de qué estaban hechos los tintes…
Lo que no sabía Amir es que el maestro conocía a su madre. Un día, al cerrar el taller, y mientras Amir estaba con las mulas, se acercó a su casa:
-Buenas tardes, señora Faiza.
-¡Maestro Zahid! ¿Qué se le ofrece? ¡Pase, pase! ¿Un té?
-Si, gracias. Le quería hablar de Amir…
-¿Amir? ¿Qué ha hecho ahora? - No sería la primera vez que Amir se metía en algún lío.
-¡Jajaja! Nada, nada, no se preocupe, es muy buen chico. El caso es que lleva varias semanas viniendo a ver cómo trabajo cuando abro el taller, mucho antes de ir al kuttab, y se le ve muy interesado, y se le nota que tiene habilidad y es muy despierto, coge lo que le enseño al vuelo.
-Anda, por eso madruga tanto… Pues no me ha dicho nada.
-Ocurre que mi hijo no quiere seguir mis pasos como artesano, y necesito un ayudante, un aprendiz. Me gustaría que Amir fuera mi aprendiz.
-¡Oh! - Que un maestro artesano se hubiera fijado en su hijo era una bendición, le enseñaría un oficio de prestigio y bien remunerado, pero los primeros meses los aprendices no cobraban, y necesitaban el dinero de los pequeños trabajos de Amir… -Maestro, no crea que no agradezco que haya pensado en Amir como aprendiz, pero trabaja por las tardes y no podemos prescindir de ese dinero… -dijo, apesadumbrada.
-Hmmm… Haremos una cosa: que venga por las tardes, después del kuttab, y, si veo que vale para el trabajo, yo le pagaré lo que cobra ahora a partir del tercer mes. ¿Podrá aguantar?
-Si, creo que sí…
En ese momento, entra Amir por la puerta, saludando a su madre, y quedándose sorprendido por ver allí al maestro:
-¡Maestro! ¿Pero qué…?
-Hola, Amir -, contesta, mientras mira con complicidad a su madre. Muy serio, le suelta: -Amir, no puedes venir más a verme al taller antes de la escuela.
A Amir le cambió el semblante, entre confundido y horrorizado.
-¡Pero, maestro, ¿por qué?! ¿He hecho algo malo? - dijo, mientras unas lágrimas brotaban de sus ojos, sin entender nada.
El maestro Zahid, viendo el sufrimiento del niño, no quiso seguir con la chanza:
-¡Jajaja! No te preocupes, Amir, no has hecho nada: desde mañana serás mi aprendiz, ahora vendrás por la tarde, después de la escuela, a aprender mi oficio y a ayudarme.
Nunca el sol iluminó esa estancia con tanta intensidad como la cara de Amir en ese momento.
Ataurique (ornamentación floral/vegetal) realizado con la técnica del guadamecí (cuero repujado y pintado).
Esta parte del "relato largo" (lo lamento) viene de aquí y en este orden, primero aquí:
www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-7
Después aquí:
www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-11
Luego:
www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-14
Después...
www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-17
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Al llegar a casa, ni siquiera pensó en comer, su mente estaba enfocada, concentrada en leer toda la prensa posible sobre el caso. Antes de hacer nada en el ordenador, inspiró lentamente y expiró con actitud relajante. Con gran esfuerzo hizo clic en un anuncio de un libro de recetas asiáticas, en un curso de Economía y en una web de viajes al Polo Norte. La noticia, su noticia, estaba en la mayoría de la prensa local y regional. Sospechaba que pronto engrosaría la lista de sucesos nacionales. ¿Reportajes en televisión? Quizás.
Uno de los textos decía: “La ausencia de robo parece un dato clave, ya que la víctima conservaba su reloj y su móvil, alejando la opción delictiva común. El móvil de la mujer ya se encuentra en manos de la Policía Judicial para su análisis. Las actuaciones se mantienen bajo secreto de sumario por orden del juzgado, lo que implica que los detalles específicos de las pruebas y la investigación no se harán públicos por el momento. Todo apunta a que se trata del cadáver de la mujer desaparecida, Ana Ferrer.”
Un robo. No es robo porque llevaba el reloj y el móvil consigo, lo de estar envuelta en plástico le parecía a Juan de poca importancia informativa. Aunque bien mirado en esta noticia no dicen nada de cómo apareció el cadáver. Aun así, el texto le parecía escrito con desgana, prisas y sin mucho interés.
En otro periódico regional había un artículo cubriendo la noticia con más detalles: “La Policía está centrando sus esfuerzos en reconstruir las últimas horas de la víctima, que casi con toda seguridad se trata de Ana Ferrer, desaparecida hace varias semanas, la funcionaria del Ayuntamiento de 38 años ha sido hallada muerta entre cañas y maleza en el cauce de la rambla, en el curso de las labores de limpieza. Cada elemento de la zona está siendo analizado en busca de pruebas que permitan identificar al responsable o responsables. A los medios locales se unirá la Policía Forense de la capital, y expertos en estas tareas. Mientras tanto la zona sigue acordonada y asegurada."
"Según nos indican fuentes policiales, los investigadores rastrearán grabaciones de seguridad de la zona y las comunicaciones de la mujer para reconstruir sus movimientos previos al crimen, recabarán testimonios de posibles testigos, con la clara intención de disponer de una cronología de los hechos. La autopsia se espera como un elemento clave para precisar la causa y el momento de la muerte."
"Todas las hipótesis permanecen abiertas. La Policía mantiene la máxima reserva para no comprometer el avance de la investigación."
"La denuncia inicial de su familia y del amigo con el que había quedado (Juan José González), tras no recibir noticias de Ana desde la fatídica noche del jueves al viernes, permitió activar el dispositivo de búsqueda que ha concluido sin éxito hasta el terrible hallazgo del cuerpo."
"Más allá de la investigación, la muerte de Ana Ferrer Rey ha generado un profundo impacto en toda la comarca. Funcionaria del área de Cultura del Ayuntamiento, licenciada en Geografía e Historia y en Historia del Arte, Ana dedicó mucho esfuerzo a la preservación del patrimonio local. El Ayuntamiento ha decretado dos días de luto oficial mientras la investigación policial busca esclarecer este terrible crimen.”
Juan pasó rápidamente a otro periódico donde se podía leer:
“Un perro fue el que encontró el cuerpo sin vida de la mujer, según testigos tironeaba de un saco de plástico entre la maleza, hasta que consiguió sacarlo y fue entonces cuando los trabajadores de la limpieza del cauce vieron el cadáver. La familia, que no ha hecho declaraciones, está sobrecogida por los hechos. Algunos vecinos de la fallecida, apuntan a que en fechas recientes tuvo un acalorado encontronazo con los actuales dueños del Palacete de Rivababia, patrimonio local, a cuenta de unas reformas en la fachada a las que se oponía Ana Ferrer y el equipo de arquitectos del Consistorio, llevando ante la Justicia al fondo de inversión, WorldMundo Hainsbach, que lo había comprado.”
Le parecía gracioso que los medios más carroñeros dejaran caer un posible ajuste de cuentas que no tenía sentido, sólo para ganar notoriedad y que la maquinaria del rumor se pusiera en marcha. Se detuvo un instante en la parte del plástico, releyendo las frases. No se indicaba que el cadáver estuviera envuelto en plástico, parecía que estuviera encima, o a un lado de la mujer. Curioso. Pensaba que llamarlo “saco de plástico” o era un error de información de los periodistas o significaba algo más. Algo que bien pudiera estar relacionado con la investigación. Tendría que seguir la pista de todos esos datos para hacerse una idea clara de por dónde podrían ir los pasos policiales.
En TV-1999 cubrían también la noticia. “El cuerpo sin vida de Ana Ferrer aparece en el cauce de la rambla, bajo el Puente de los Descubrimientos. Esta cadena se ha puesto en contacto con fuentes policiales y en breve se ampliará la noticia con un artículo detallado con toda la información disponible.”
Escueto y poco motivado. Pensó Juan mientras analizaba cómo otros medios daban más detalles y en la cadena local donde trabajaba esa periodista fueran tan parcos. Abajo había un enlace a un vídeo. En él se podía ver a varios reporteros con diferentes y coloridos micrófonos, dirigiéndose a una policía en la entrada de la Comisaría de la localidad. Juan suponía que la mujer haría las tareas de Prensa e Información.
-...Ya les he dicho lo que puedo contarles, señores.
-¿Se baraja un posible ajuste de cuentas en relación con el fondo de inversión? –preguntaba apresuradamente una reportera con una alcachofa de color verde intenso.
-No se descarta nada ahora mismo. Todas las hipótesis están abiertas.
-¿Qué se sabe de los trabajadores que encontraron el cuerpo? -preguntaba un reportero con melena apuntando el micrófono de color rojo hacia la policía.
-Mantenemos la máxima reserva para no comprometer el avance de la investigación. Señores, por favor, en cuanto tengamos más información daremos una rueda de Prensa.
-¿Quién se encarga de la investigación? ¿Cuándo estarán los resultados de la autopsia? ¿Cuándo se dará más información? –preguntaban sin orden sabiendo que la policía daba por concluida la atención a la Prensa.
-Muchas gracias –dijo ella dándose la vuelta y entrando en la Comisaría.
Juan ya estaba en la siguiente fase mental de su plan. Ya habían encontrado su paquete y el juego se ponía interesante para él, en su mundo, en su juego de crimen perfecto. Volvía a sentir que tenía el control de la situación. Lo primero, volver a hacer una lista de comidas semanales. Como ya no había comido al mediodía, tras el trabajo, cenaría improvisando. Mañana compraría comida para seguir su plan alimenticio. Compraría un lienzo pequeño y pintaría otro vórtice, para completar el hueco que quedaba en la pared. ¿Debía incluir en la ecuación a la tal Lucía? Esta noche reflexionaría al respecto.
Fue a la cocina y se sentó en la pequeña mesa de allí para preparar su lista de comidas. A mano, con la cuadrícula que hacía con regla, creando celdas para los días que le quedaban hasta el fin de semana. Incluyendo compra en el Mercado el sábado. Desayuno, comida y cena.
Cuando terminó, miró su obra culinaria, imperfecta porque no cubría una semana. El domingo completaría la semana entrante. Miró la hora y se decidió por una cena antes de hora, con lo que encontrara en la nevera y en los estantes. No había nada que le inspirara a preparar nada. Se le ocurrió que podría ir a un bar a comer un bocadillo, última vez que se saltaba una de sus reglas. Nunca comer fuera. Nunca. Miró el móvil y tenía dos llamadas de números desconocidos, lo dejó en la mesa del salón, como siempre. Comprobó que llevaba veinte euros y algunas monedas sueltas de euro en su cartera. Salió al jardín y ahora la zona sin césped le parecía hasta bonita. Sonrió.
Salió y comenzó a caminar hacia la calle peatonal que estaba a unos veinte minutos andando y donde sabía que había bares de todo tipo, clase, precios y ruido.
El bar que eligió tenía una pantalla de televisión donde se ponían vídeos de no sabía dónde, suponía que de youtube y “shorts” del mismo, donde se iban intercalando sincopadamente bailes de adolescentes y de niñas y niños con coreografía ensayada, pactada y empaquetada. La letra de la canción le llamó la atención. Pidió un bocadillo de carne con queso y panceta; beicon, le corrigieron. Asintió pensando que podría estrangular a tantos idiotas en el mundo real que no habría cárcel para él, pero no dijo nada.
MENTE MÁ – NAKAMA, ponía el subtítulo del vídeo con el tema machacón que se repetía en variantes con bailes y demás movimientos de caderas en pre púberes con kilos de maquillaje, para mayor honra y gloria de sus padres. Así que estaba de moda una canción que hablaba de armas, fusiles y ráfagas de disparos. De moda. Moda, el número que más se repite en una serie, pensaba. “Mira la boca del fusil.” ¿Qué querían decir? Se preguntaba.
El bocadillo resultó ser tan insulso como el camarero que le atendió. Pan seco, tostado pero seco, lomo correoso, el queso grasiento y la panceta, crujiente; un refresco de naranja y cena lista.
Debía pensar en sus siguientes pasos. Aunque ya estaba todo hecho, era imposible que encontraran ninguna pista. Su intención demostrando al mundo que se podía cometer un crimen que quedara impune cobraba fuerzas. Estaba seguro. Vendían un mundo seguro a precio de saldo. Tanto miedo. No podrían encontrar ninguna pista que lo involucrara a él. Un asesino. Tenía planeado, dentro de diez años, volver a cometer otro crimen, otro aviso a la sociedad. Debía ser cauteloso, en realidad, debía fingir ser un tipo normal.
De vuelta a casa, iba repasando, una vez más, todos los detalles que recordaba. Así como otras ideas de su vuelta a un mundo ordenado, sin improvisaciones. Mañana compraría comida en ese supermercado de medio pelo. Compraría un lienzo pequeño y pintaría otro vórtice, y recogería la pintura roja que había encargado. El punto de inflexión de la aparición de esa periodista, que además la conoció en la discoteca aquella noche. ¿Divorciada? ¿Separada? ¿Soltera? ¿Viuda? ¿Familia? ¿Las casualidades realmente existen? Suponía que sí, por qué no. Cuando andaba por la calle de su casa, notó que alguien venía andando tras él, desde el principio de la calle. Cuanto metió a la mujer en su jardín de un tirón, ¿podría haber habido alguien al principio o al final de la calle que fuera testigo de lo sucedido? No. Habría avisado a la Policía de algo así. No. ¿Era mejor llamar a esa periodista o no hacerlo? Si no la llamaba podría pensar que lo de invitarla a su casa en Xangri-A era algo extraño y que no tenía interés en ella realmente. Si la llamaba podría creer que estaba interesado en conocerla. Decisiones. Dudas. ¿La llamaba, desde el teléfono fijo o desde el móvil?
Entró en su casa pensando que quizás mejor desde el móvil, quedar a tomar un café en un lugar concurrido, mostrar cierto interés por ella pero no demasiado, sonsacarle algo de su trabajo, de su información del caso. Debía ser muy sutil. Recuerda cómo bailaba y cómo estaba disfrutando la mujer. Él sólo estaba haciéndose notar, llegó a descamisarse con un tema musical, ni recuerda cuál era. Estuvo allí y aunque hubiera, que las había, cámaras a la entrada del local, quería segurarse de que se supiera que él, esa noche, esa madrugada estaba en esa discoteca. Aunque la invitó a su casa, sabía que buscaría una excusa en caso de que ella hubiera aceptado. Nadie visita su casa. Cuando tuvo que dejar pasar al técnico de la red de fibra, cubrió con telas los muebles de todo del salón. Dijo que iban a venir los pintores. Nadie visita su casa.
Miró la hora y decidió llamarla.
-Hola, buenas noches, soy Juan, el descamisado –intentando parecer cordial, cercano, tontorrón.
-Ah, hola, Juan, ¿qué tal?
-Nada, para invitarte a un café donde tú me digas y así charlamos un rato...
-Tendría que ser por la tarde o tarde noche, ando liada con el trabajo...
-Yo trabajo hasta las tres todos los días, así que tú me dices.
-Vale, te llamo a este número cuando sepa cómo tengo el trabajo, ¿te parece?
-Me parece. Adiós.
-Adiós.
Le había parecido un poco raro el tono, muy diferente al del otro día cuando se encontraron por casualidad y le dió su tarjeta. Pensó que todos los días no teníamos el mismo ánimo, que a veces estamos preocupados por diferentes cosas o... simplemente que estaba de mal humor por cualquier cosa.
Esa noche volvió a tener un sueño vívido. Se encontraba tumbado en una cama de hospital, de nuevo inmóvil, desnudo. Una mujer vestida con pijama de cirujana, de ese color verde concreto, y manchada de sangre; esa médica lo envolvía en plásticos en la misma cama de hospital. Desde la ventana, nubarrones de lluvia dejaban caer tierra y arena en vez de agua. De pronto empezó a oírse música desde los aparatos de control médico. Una música de un viejo gramófono y repitiendo la misma frase: “Yes, it's a good day for singing a song, and it's a good day for moving alone; Yes, it's a good day, how could anything go wrong. A good day from morning' till night.”
No se despertó del todo. Se dió la vuelta en la cama y siguió durmiendo.
El día en la sucursal bancaria fue como siempre, menos mal, orden, repetición, rituales, todo previsible y mundano, como debía ser. Ese día no se quedó a tomar un refresco con sus compañeros, fue directamente al supermercado, ese que olía mal, olía a alcantarilla, a desagüe. Compró sólo productos enlatados o envasados al vacío. Pronto sería sábado y podría ir al mercado a comprar productos de verdad. Se pasó a recoger tres tubos de óleo “rojo escarlata 334”, los que había encargado.
En casa, miró la lista provisional y preparó ese día albóndigas que venían en un paquete del supermercado, con tomate, orégano y cúrcuma. Ensalada de una de esas bolsas variadas y malditas que aliñó con aceite de oliva, pimienta molida y muy poco vinagre. De postre un flan de marca local que sabía a colorantes y saborizantes.
Cuando terminó, fue a mirar el móvil y tenía dos mensajes de Lucía. Preguntando si podrían quedar esa misma noche a las 21:00 en un café llamado Hibris, en una calle peatonal y tranquila. No contestó y se dirigió a ver las noticias del día. Todas eran reciclajes de informaciones previas, nada nuevo.
Fue a su dormitorio buscando algo que ponerse en unas circunstancias nuevas para él, informal, pero no demasiado; formal, pero no demasiado. Debía jugar su papel, pero no tenía disfraces para ese nuevo rol. Usaría la camisa de la discoteca. No. La había tirado junto con el canasto entero de ropa. Así que optó por una vieja camisa azul y unos pantalones tejanos. Pronto llegaría esa nueva tormenta anunciada para el fin de semana. ¿Qué le diría para obtener información sin que ella sospechara nada? ¿Por qué iba a sospechar? Era periodista, curiosos por naturaleza. Y él debía ser más listo, más hábil. ¿Cómo? No se le daban bien las relaciones humanas. Volvía a recordar la letra de esa canción del bar: “Mira la boca del fusil. Vas a llevarte puro rafagón. Dale, toma, toma, toma...” Y una sonrisa iluminó su cara.
¿Qué pasa cuando un sicario se entera de que su patrón ha muerto? ¿Tiene que seguir adelante con el crimen por el que ya ha cobrado o no? ¿Qué es lo realmente profesional?
¿Realmente el patrón, querría que de todos modos se cometiera el crimen tras su falleciemiento?
Quieres matar a tu exmujer porque no te deja ver a los niños. Vale. Pagas por ello. Ok. Pero coño, si te mueres... ¿De verdad querrías dejar huérfanos del todo a tus hijos?
¿Qué debería hacer un sicario honrado?
El humo se adensa en negras volutas que vuelan hasta sumarse al tizón del cielo, un cielo plano, estremecido de hogueras, de brillos dolientes, rugidos de motores y explosiones que no cesan. Los bomberos acuden a las llamas a toda prisa, no tanto por temor a que se extiendan los incendios como por aprovechar el lapso de paz que abandonan, como una limosna, las distintas oleadas enemigas. Los que aún pueden se suman a los bomberos; lo que no, lloran y miran, o miran ya sin llorar, espantados por la destrucción, por el diario derrumbarse de un imperio marítimo unido a sus colonias por cargueros y mercantes que sin remedio y a toda prisa van siendo devorados por los feroces submarinos germanos.
Cualquiera que sea el final de la guerra nadie podrá ya reflotar esos naufragios y el imperio se perderá sin remedio; morirá ennegrecido como las viejas mansiones, como los altos tejados, como la fronda de chimeneas que se estrella contra el suelo cada nuevo bombardeo.
Londres trabaja, se afana, aprieta los dientes y se defiende, porque ni entienden sus habitantes de resignaciones ni el enemigo se conformaría con menos. Los alemanes no quieren que Inglaterra abandone su resistencia: la quieren dura, feroz, sajones contra sajones, piedra de su misma piedra. Quieren que resista, que resista hasta el extremo y después, al fin, se entregue. Así sucede al amor cuando no media desprecio.
Pero esta vez el reposo es corto y vuelven ya las sirenas a estremecer el cielo con sus bramidos. Las de Ulises prometían deleites, estas sólo fuego y muerte, pero de igual modo se arrogan el privilegio de conducir voluntades y no vale ya atarse a un mástil para no escucharlas. Sólo queda dejar cualquier ocupación y correr, correr hacia el refugio o hacia el puesto de combate.
Las primeras escuadrillas de cazas cruzan enseguida el cielo en busca de sus oponentes británicos. Intentarán eliminar toda resistencia aérea antes de que lleguen los bombarderos, aparatos lentos y pesados, impedidos por el peso de sus vientres. Los ágiles Spitfire salen al encuentro de los Meschersmidt y traban batalla, apoyados por su artillería antiaérea, cañones miopes que tratan, unas veces con más éxito y otras con menos, de disparar solamente al enemigo.
En los subterráneos, los oídos permanecen atentos al fragoroso lenguaje de la lucha. Si los cazas alemanes son rechazados, difícilmente podrán los bombarderos consumar su labor destructiva.
El refugio de Picadilly es una antigua bodega donde se guardaban los vinos traídos de España, Jerez y Rioja sobre todo, el Burdeos francés y el oloroso Madeira. Al inicio de la guerra desalojaron las cavas, pero aún así el primer bombardeo se convirtió en una francachela de proporciones vergonzosas y el gobierno dio orden de desmontar y sacar también las últimas cubas.
Allí, bajo las marcas que señalaban las añadas y las procedencias de los vinos, se cobija ahora un centenar de esas personas que gustan de llamarse a sí mismas lo mejor de la sociedad, de las que cifran su mucha importancia en invitarse mutua y solidariamente a reuniones pretendidamente exclusivistas. En el grupo hay dos compositores, un escritor de folletones, un pintor afrancesado, cinco industriales, dos banqueros y hasta un lord echando pestes contra la incapacidad del Gobierno para llegar a un acuerdo con el condenado austriaco que gobierna Alemania. Entre los presentes se encuentra también Thomas Fletcher, conocido joyero especializado en grandes diamantes, que ha realizado no pocos trabajos para la corona. Su padre, Henry Fletcher, llegó incluso a obtener el título de Sir como agradecimiento a un servicio especialmente complicado, lo que prestó a la familia un cierto toque de distinción, muy conveniente para la buena marcha del negocio.
A medida que pasan los minutos va quedando patente que los cazas alemanes han ganado esta vez la batalla: el fuego antiaéreo, lejos de menguar, se hace más frecuente y apretado, señal de que los artilleros no deben ya contenerse por temor a que se les mencione como “fuego amigo” en algún parte de bajas.
Y sin hacerse esperar ni un instante empiezan a caer las bombas, con su estruendo de muerte y su temblor de agonía. Los edificios próximos al refugio se desploman como gigantes alcanzados por un tirador invisible. Caen con ellos los esfuerzos de toda una vida, los hogares de los atemorizados ciudadanos que se apiñan en el refugio, las obras de arte que les ha legado el espléndido pasado de su patria, sus refinados pintores, sus esclarecidos arquitectos, sus muy afamados y encarecidos piratas y bucaneros, sus audaces arqueólogos saqueadores de remotas tierras coloniales y sus gallardos bandoleros de peluca empolvada.
Una bomba estalla en las inmediaciones del refugio y un par de gruesos cascotes caen del techo, acrecentando los gritos de las mujeres y el llanto de los niños, a los que no hay ya modo de hacer callar a falta de alguien con ánimo suficiente para transmitirles tranquilidad. Centenares de ojos desconfiados se alzan hacia el techo calculando si resistirá un impacto directo o están en un lugar al que se le da el nombre de refugio por evitar palabras de peor gusto como sepulcro o panteón.
El sudor empapa los rostros, como un chubasco de miedo. La angustia se apodera al trote hasta de los más valientes, de los que han pasado anteriormente por experiencias bélicas en la Gran Guerra, o en las colonias. Un brigadier, en voz alta, califica de infamia la idea de llevarse las últimas cubas y varias voces de ambos sexos le dan la razón. Con una copita, el susto sería menos.
El ambiente se tensa. Los dos músicos se miran, perdonándose todas las descalificaciones mutuas, las rencillas, las envidias, los pequeños manejos con que cada cual ha buscado colocarse un escaño por encima de su colega; el escritor toma notas, nadie sabe si para un próximo relato o para su propio e improvisado testamento. Los industriales hacen corros, cada cual con su familia, todos juntos en un lado, formando manada aparte. El pintor, sentado en el suelo, parece haberse quedado extasiado en la contemplación del agujero que dejaron los cascotes caídos; no sabemos si lo pintará tal cual o lo convertirá en una alegoría de formas y colores, pero algo hará con él, a buen seguro, si sale de esta.
También Fletcher está angustiado, terriblemente preso en la ansiedad de su situación. Pero sus causas son muy distintas, mucho más prosaicas, infinitamente más vanales en apariencia. Sólo en apariencia. No teme a las bombas menos que el resto, pero otra idea fija su mente impidiéndole pensar en nada más: se está cagando. Apacible, mansamente.
Eso puede ser el final de su carrera, su ruina profesional, su descrédito definitivo. Eso puede ser la vergüenza de su linaje, la perpetua anécdota de su escarnio, la causa de su expulsión de todos los clubes, la razón de que hasta los limpiabotas le retiren la palabra. Eso puede ser un desastre sin precedentes, la implosión de la galaxia, el desplome de la bóveda celeste con cien gaiteros tocando Amazing Grace y Land of my Father .
El pobre Fletcher se tantea todos los bolsillos buscando desesperadamente una pistola con que pegarse un tiro, pero tiene que conformarse con sacar el pañuelo y secarse las copiosas gotas de sudor que le salpican la frente.
Como medida complementaria, maldice a los alemanes en tres idiomas serios y dos dialectos regionales, pero los pilotos germanos no parecen darse por aludidos y continúan arrojando su destructiva carga sobre la ciudad con metódica, cuadrangular, estabulada precisión.
Otra bomba vuelve a caer cerca, aún más que la anterior, y el techo saluda de nuevo a los refugiados con algunos trozos de cemento y una fina lluvia de polvo.
Nuevos llantos, nuevos gritos.
Otro apretón.
Un anciano trata, en vano, de consolar a su nuera, presa de un acceso de histeria, que patalea como una loca gritando en un idioma desconocido para todos. Un famoso médico, allí presente, tras comprobar que la mujer no reacciona al estímulo del bofetón, diagnostica sobre la marcha un ataque de epilepsia y se apresura a quitarse el cinturón para colocarlo entre los dientes de la mujer y evitar que se muerda la lengua.
Se desabrocha el cinturón, sí. Nada menos.
Fletcher cree desfallecer ante la contemplación de aquel gesto, tan ansiado y tan lejano, y tiene que mirar a otra parte para evitar la emulación. La mujer sigue debatiéndose en obscenas contorsiones, observada ahora por todos los presentes, hasta que una bomba singularmente atinada los deja a todos a oscuras.
El griterío se hace enloquecedor. A Fletcher le ha sentado tan mal el susto que a punto está de entregarse a su destino, pero le ha salvado el desgarrador chillido de una muchacha a la que acababa de caerle un cascote sobre la cabeza. El sólido pedazo de techo ha ido al final a parar sobre el pie del propio Fletcher, pero está tan preocupado con su otro problema, con el verdadero problema, que ni siquiera ha sentido el impacto.
Si la oscuridad se prolonga unos minutos se habrá salvado. Trata de escapar discretamente del abrazo de la muchedumbre y se lanza a buscar una buena esquina, convenientemente anónima. No sin esfuerzo logra alcanzar una de las paredes y la sigue a tientas. Ha conseguido establecer una distancia del amenos tres o cuatro metros entre su remanso de paz y la primera persona, pero cuando se dispone a aliviar su angustia, algún heroico, valiente, desinteresado voluntario del exterior, consigue restablecer el suministro.
Fletcher ahoga una barroca maldición y regresa al grupo afectando extravío: es mejor no levantar sospechas.
El bombardeo sigue con toda su terrible virulencia, triturando la ciudad en su explosivo almirez. El ambiente en el refugio se hace más espeso por momentos. Caen nuevos cascotes del techo y uno de ellos impacta de lleno en una mujer de mediana edad. El niño que la acompañaba, al ver a su madre en el suelo, rompe a llorar y se abraza a una pierna de Fletcher que, movido por la ternura, se agacha para cogerlo en brazos.
Y entonces sucede el desastre, y sigue su curso de forma incontenible, como una avalancha después de haber conseguido arrollar los muros que la contenían.
El pobre joyero enrojece y palidece alternativamente, sin apenas intervalos, como un semáforo de carne.
El olor no tarda en delatar lo sucedido y un par de sabuesos malnacidos empiezan a olfatear el aire en busca de una pista. Un niño, un maldito niño, es el que al final pronuncia las palabras fatídicas:
—Este señor se ha cagado, mama.
Fletcher desea con toda su alma resucitar a Herodes, o ejercer él mismo de rey infanticida, pero pronto se da cuenta, a la fuerza, de que acaba de formarse una coalición en contra suya.
—La madre que lo parió —gruñe una voz.
—¡Será cerdo! —ruge un veterano de Bengala.
—¡Qué asco!—exclama muy ofendida la duquesa de Southford.
Los alemanes tienen mala leche hasta cuando se retiran: han aprovechado este crítico momento para marcharse, dejando a Fletcher escuchar toda la retahíla de insultos, sin lanzar ni una bomba más que amortiguara el escarnio.
—Dejen que les explique —intenta defenderse.
Pero es peor.
—No hay nada que explicar, ¡marrano! —dice alguien, y otras muchas voces corean a la primera con apelativos similares.
Aparte de los gritos y los insultos, el silencio es ensordecedor.
—Vámonos de aquí—. Dice el veterano de la India. —No quiero estar ni un minuto más con semejante desperdicio humano.
Y todo el grupo, unas noventa personas en total, abandona el refugio a nariz alzada, sintiéndose más unidos por el incidente de lo que lo habían estado por el bombardeo. Sólo Fletcher no se mueve de la antigua bodega, buscando, sin encontrarla, una viga para ahorcarse.
II
En esos mismos momentos, Gunther Hoffmann, a bordo de su Dornier, maldice cielo y tierra por haber tenido que despegar el último de Caen a causa de un fallo mecánico. Si lo pillan los Spitfire, yendo como va a bordo de una ballena voladora, puede darse por ventilado. Piensa si no será mejor lanzar sus bombas sobre las afueras y largarse a toda velocidad, pero su sentido del deber puede más que todas las precauciones y llega, mirando constantemente a su alrededor, hasta el objetivo señalado.
—¡Tirad la carga echando leches y vámonos de aquí! —grita a la tripulación de su aparato, no mucho más contenta que él.
Fletcher se salvó. No así treinta y cuatro de los otros, que salieron antes de que sonaran las sirenas avisando el final de la alarma aérea.
Los supervivientes, por supuesto, le echaron la culpa a Fletcher.
Fletcher culpó a la impaciencia del grupo por salir del refugio.
La RAF culpó al jefe de la escuadrilla que regresó demasiado pronto sin vigilar si llegaba algún bombardero rezagado.
La prensa culpó a Churchill.
A Churchill se le ocurrió decir que era culpa de los alemanes y por poco lo linchan.
A consecuencia de este incidente se ordenó poner retretes en los refugios.
Feinddesland. 2015. Veinte cuentos que no mienten.
El avión temblaba. Las luces parpadeaban con un zumbido intermitente, y los gritos se entremezclaban con el estruendo de los motores forzados al límite. Julia miró por la ventanilla; la tierra se precipitaba hacia ellos como una verdad ineludible.
A su lado, un hombre de unos cincuenta años se ajustaba con calma el cinturón de seguridad. Tenía las manos firmes y los ojos serenos, como si hubiera esperado este momento toda su vida.
—Cuando se viaja en un avión que se va a estrellar, el cinturón no sirve de nada —murmuró Julia, con una sonrisa amarga.
El hombre giró la cabeza y la miró con una media sonrisa.
—Pero consuela —respondió, tirando un poco más de la correa hasta sentirla bien ajustada.
Julia dudó un instante, pero luego hizo lo mismo. Sintió la presión del cinturón contra su pecho y, de algún modo, la desesperación se disipó un poco. Afuera, el suelo se acercaba cada vez más.
Cerró los ojos y exhaló despacio. No podía cambiar el destino, pero sí cómo lo enfrentaba.
Y en ese instante, el silencio lo envolvió todo.
Esta parte del "relato largo" (ya no puede ser corto) viene de aquí y en este orden, primero aquí:
www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-7
Después aquí:
www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-11
Luego:
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Después...
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*****
Al llegar a casa, ni siquiera pensó en comer, su mente estaba enfocada, concentrada en leer toda la prensa posible sobre el caso. Antes de hacer nada en el ordenador, inspiró lentamente y expiró con actitud relajante. Con gran esfuerzo hizo clic en un anuncio de un libro de recetas asiáticas, en un curso de Economía y en una web de viajes al Polo Norte. La noticia, su noticia, estaba en la mayoría de la prensa local y regional. Sospechaba que pronto engrosaría la lista de sucesos nacionales. ¿Reportajes en televisión? Quizás.
Uno de los textos decía: “La ausencia de robo parece un dato clave, ya que la víctima conservaba su reloj y su móvil, alejando la opción delictiva común. El móvil de la mujer ya se encuentra en manos de la Policía Judicial para su análisis. Las actuaciones se mantienen bajo secreto de sumario por orden del juzgado, lo que implica que los detalles específicos de las pruebas y la investigación no se harán públicos por el momento. Todo apunta a que se trata del cadáver de la mujer desaparecida, Ana Ferrer.”
Un robo. No es robo porque llevaba el reloj y el móvil consigo, lo de estar envuelta en plástico le parecía a Juan de poca importancia informativa. Aunque bien mirado en esta noticia no dicen nada de cómo apareció el cadáver. Aun así, el texto le parecía escrito con desgana, prisas y sin mucho interés.
En otro periódico regional había un artículo cubriendo la noticia con más detalles: “La Policía está centrando sus esfuerzos en reconstruir las últimas horas de la víctima, que casi con toda seguridad se trata de Ana Ferrer, desaparecida hace varias semanas, la funcionaria del Ayuntamiento de 38 años ha sido hallada muerta entre cañas y maleza en el cauce de la rambla, en el curso de las labores de limpieza. Cada elemento de la zona está siendo analizado en busca de pruebas que permitan identificar al responsable o responsables. A los medios locales se unirá la Policía Forense de la capital, y expertos en estas tareas. Mientras tanto la zona sigue acordonada y asegurada."
"Según nos indican fuentes policiales, los investigadores rastrearán grabaciones de seguridad de la zona y las comunicaciones de la mujer para reconstruir sus movimientos previos al crimen, recabarán testimonios de posibles testigos, con la clara intención de disponer de una cronología de los hechos. La autopsia se espera como un elemento clave para precisar la causa y el momento de la muerte."
"Todas las hipótesis permanecen abiertas. La Policía mantiene la máxima reserva para no comprometer el avance de la investigación."
"La denuncia inicial de su familia y del amigo con el que había quedado (Juan José González), tras no recibir noticias de Ana desde la fatídica noche del jueves al viernes, permitió activar el dispositivo de búsqueda que ha concluido sin éxito hasta el terrible hallazgo del cuerpo."
"Más allá de la investigación, la muerte de Ana Ferrer Rey ha generado un profundo impacto en toda la comarca. Funcionaria del área de Cultura del Ayuntamiento, licenciada en Geografía e Historia y en Historia del Arte, Ana dedicó mucho esfuerzo a la preservación del patrimonio local. El Ayuntamiento ha decretado dos días de luto oficial mientras la investigación policial busca esclarecer este terrible crimen.”
Juan pasó rápidamente a otro periódico donde se podía leer:
“Un perro fue el que encontró el cuerpo sin vida de la mujer, según testigos tironeaba de un saco de plástico entre la maleza, hasta que consiguió sacarlo y fue entonces cuando los trabajadores de la limpieza del cauce vieron el cadáver. La familia, que no ha hecho declaraciones, está sobrecogida por los hechos. Algunos vecinos de la fallecida, apuntan a que en fechas recientes tuvo un acalorado encontronazo con los actuales dueños del Palacete de Rivababia, patrimonio local, a cuenta de unas reformas en la fachada a las que se oponía Ana Ferrer y el equipo de arquitectos del Consistorio, llevando ante la Justicia al fondo de inversión, WorldMundo Hainsbach, que lo había comprado.”
Le parecía gracioso que los medios más carroñeros dejaran caer un posible ajuste de cuentas que no tenía sentido, sólo para ganar notoriedad y que la maquinaria del rumor se pusiera en marcha. Se detuvo un instante en la parte del plástico, releyendo las frases. No se indicaba que el cadáver estuviera envuelto en plástico, parecía que estuviera encima, o a un lado de la mujer. Curioso. Pensaba que llamarlo “saco de plástico” o era un error de información de los periodistas o significaba algo más. Algo que bien pudiera estar relacionado con la investigación. Tendría que seguir la pista de todos esos datos para hacerse una idea clara de por dónde podrían ir los pasos policiales.
En TV-1999 cubrían también la noticia. “El cuerpo sin vida de Ana Ferrer aparece en el cauce de la rambla, bajo el Puente de los Descubrimientos. Esta cadena se ha puesto en contacto con fuentes policiales y en breve se ampliará la noticia con un artículo detallado con toda la información disponible.”
Escueto y poco motivado. Pensó Juan mientras analizaba cómo otros medios daban más detalles y en la cadena local donde trabajaba esa periodista fueran tan parcos. Abajo había un enlace a un vídeo. En él se podía ver a varios reporteros con diferentes y coloridos micrófonos, dirigiéndose a una policía en la entrada de la Comisaría de la localidad. Juan suponía que la mujer haría las tareas de Prensa e Información.
-...Ya les he dicho lo que puedo contarles, señores.
-¿Se baraja un posible ajuste de cuentas en relación con el fondo de inversión? –preguntaba apresuradamente una reportera con una alcachofa de color verde intenso.
-No se descarta nada ahora mismo. Todas las hipótesis están abiertas.
-¿Qué se sabe de los trabajadores que encontraron el cuerpo? -preguntaba un reportero con melena apuntando el micrófono de color rojo hacia la policía.
-Mantenemos la máxima reserva para no comprometer el avance de la investigación. Señores, por favor, en cuanto tengamos más información daremos una rueda de Prensa.
-¿Quién se encarga de la investigación? ¿Cuándo estarán los resultados de la autopsia? ¿Cuándo se dará más información? –preguntaban sin orden sabiendo que la policía daba por concluida la atención a la Prensa.
-Muchas gracias –dijo ella dándose la vuelta y entrando en la Comisaría.
Juan ya estaba en la siguiente fase mental de su plan. Ya habían encontrado su paquete y el juego se ponía interesante para él, en su mundo, en su juego de crimen perfecto. Volvía a sentir que tenía el control de la situación. Lo primero, volver a hacer una lista de comidas semanales. Como ya no había comido al mediodía, tras el trabajo, cenaría improvisando. Mañana compraría comida para seguir su plan alimenticio. Compraría un lienzo pequeño y pintaría otro vórtice, para completar el hueco que quedaba en la pared. ¿Debía incluir en la ecuación a la tal Lucía? Esta noche reflexionaría al respecto.
Fue a la cocina y se sentó en la pequeña mesa de allí para preparar su lista de comidas. A mano, con la cuadrícula que hacía con regla, creando celdas para los días que le quedaban hasta el fin de semana. Incluyendo compra en el Mercado el sábado. Desayuno, comida y cena.
Cuando terminó, miró su obra culinaria, imperfecta porque no cubría una semana. El domingo completaría la semana entrante. Miró la hora y se decidió por una cena antes de hora, con lo que encontrara en la nevera y en los estantes. No había nada que le inspirara a preparar nada. Se le ocurrió que podría ir a un bar a comer un bocadillo, última vez que se saltaba una de sus reglas. Nunca comer fuera. Nunca. Miró el móvil y tenía dos llamadas de números desconocidos, lo dejó en la mesa del salón, como siempre. Comprobó que llevaba veinte euros y algunas monedas sueltas de euro en su cartera. Salió al jardín y ahora la zona sin césped le parecía hasta bonita. Sonrió.
Salió y comenzó a caminar hacia la calle peatonal que estaba a unos veinte minutos andando y donde sabía que había bares de todo tipo, clase, precios y ruido.
(Como a lo mejor ya no encaja en el concepto "Relato corto" y me paso aporreando teclas para esta historia... esta parte viene de aquí: www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-7 )
***
Juan se levantó como siempre a las ocho en punto, preparó el desayuno según la lista semanal, tostada integral con aceite y queso fresco y un té de jazmín. Un rayo de sol matutino se colaba en la cocina, parecía que hoy haría un día despejado aunque algunas nubes corrían tras la torre del campanario.
Las ganas de leer las noticias crecían en su interior, pero sólo leía noticias después de la comida del mediodía y tras recoger la mesa.
Salió al jardín y se fijó en que un pequeño trozo de plástico estaba ensartado en una espina del rosal. No era posible, el rosal está a unos dos metros de distancia de donde preparó el paquete. Imposible, pero ahí estaba. El azar, como siempre, jugando con la realidad. Cogió el trocito de plástico y se lo llevó a su taller, quería comprobar si era del mismo tipo de plástico que el que usó el otro día. Efectivamente, lo era. Repasó mentalmente sus movimientos y no encontraba explicación, a no ser que mientras acercaba el plástico al cadáver, al ser tan grande... No, no encontraba explicación. Fue a la cocina, y usando el soplete de cocina, lo quemó en el seno del fregadero.
Ese detalle le obligaba a revisar a fondo el maletero del coche. Se vistió de calle y se dirigió a donde tenía el coche aparcado.
Aun era temprano para que las tiendas estuvieran abiertas pero no para los corredores que, con el despuntar del alba, ya estaban sudando la camiseta con los auriculares calados en las orejas. Un señor, que apenas podía dar dos pasos, medio andaba embutido en camiseta y pantalón corto, sano, muy sano. Una jovencita enmorcillada en ropa de colores tan reflectantes que había que mirarla con gafas de sol, el volumen de la música era tan alto que se podía adivinar la música rítmica que estaba escuchando. También estaban los madrugadores paseadores de perros, al menos el perro que se cagó al lado de su coche tenía un cuidador que recogió el excremento con esas bolsitas anudadas a las correas de los chuchos.
Juan abrió el coche y fue directo al maletero. Y allí estaban. ¿Cómo se había olvidado de las bolsas de esa cadena de supermercados que llevaba para las compras? Él, metódico, concienzudo, tenaz, no se había acordado de que las llevaba cuando metió el paquete en el maletero. Podría cogerlas y tirarlas a la papelera que había cerca, pero no quería tocarlas, obsesivo como estaba todo le parecía imposible. Sacó un pañuelo de papel de su bolsillo derecho del pantalón y cogió las bolsas reutilizables. Cayó en la cuenta de que las había tocado y manipulado docenas de veces. Se sintió ridículo. El paquete de plástico no podría de ninguna manera haber contaminado sus bolsas. Ni el fondo del maletero. Pero ese trozo de plástico ensartado en el rosal no le había gustado nada. Azar, maldito azar.
Arrancó el coche y lo llevó a un lavado de coche, por el camino observó que algunas calles seguían embarradas de la fuerte tromba de agua, otras estaban más secas, algunas alcantarillas estaban cegadas de barro y objetos, algunos operarios del ayuntamiento ya estaban limpiando muchas zonas. En el lavado de coches se fue directo a la zona de aspiradores y pasó estos concienzudamente, obsesivo. Miró y remiró cada esquina buscando algún error, algún “plástico en el rosal”.
Satisfecho, se dirigió en coche a la zona donde había tirado el paquete, pasó lentamente por allí y ya nadie estaba mirando el cauce del río.
En la zona de su casa, hoy no había aparcamiento cerca, así que lo dejó al principio de la calle. Al bajarse del coche vió cómo la señora “tutticolori” sacaba a su perro a pasear, la siguió mientras se dirigía calle abajo, hacia su casa, la observó y se dio cuenta de que miraba a veces por las vallas de las casas con la excusa de que su perro se paraba en ese lugar a hacer sus cosas. Vieja del visillo tres punto cero, cotilla sin vida de toda la vida.
Cuando llegó a su casa se quedó en la puerta con la botella de vinagre rebajado con agua, desafiante, la señora colorida levantó la cabeza, sin darse por aludida, y tironeó del chucho hasta sobrepasar su portón.
Juan miró la lista de comidas de hoy. Filetes adobados con arroz hervido y ensalada de pimientos asados. Pero no podía esperar más, tenía que leer las noticias del día saltándose sus propias reglas.
Sabía, sentía que esto era un error por su parte, un error de protocolo, pero si el azar a veces jugaba riéndose del mundo, pensó que él también podría reírse del azar. Conectó su portátil con el cable de red al router. Navegó por las noticias en el mismo orden de siempre, primero locales, luego regionales, nacionales e internacionales. Hizo clic en un anuncio de guantes de jardinería, y en una web de creación de páginas web a buen precio. En la información local había una noticia que le dejó sorprendido,
Ana Ferrer de 38 años se había declarado como desaparecida, pero además era la hija de un inspector de Policía de la localidad vecina, los periodistas cotillas habían conseguido su historia personal, divorciada el año pasado, trabajadora en Servicios Sociales en su localidad, buena persona. Su padre movería “Roma con Santiago” para encontrarla, el ex marido parecía que estaba en paradero desconocido. Azar. Buscó más información de la historia. En la prensa más amarilla de la zona se decía que iba a encontrarse con un amigo y que nunca llegó a su casa, había una foto del joven en cuestión. Y unas fotos de su padre hablando a los medios. No encontró los vídeos de sus declaraciones, pero claro, su hija tenía que aparecer, y lo de las 24 horas era una chorrada de las películas. Qué curioso es el azar, pensó Juan. ¿Pondrían más esfuerzo en localizarla? ¿Menos si era un comisario no querido? Azar.
Ahora ya se podía ir a comer tranquilamente.
La semana que viene terminaban las vacaciones de Juan, volvería a la sucursal bancaria donde trabajaba vendiendo pólizas que nadie necesitaba, limitando hipotecas al que más la necesitaba y, en resumen, mirando por la cuenta de resultados del banco, un empleado modelo. Pelota con los jefes de la central, ladino cuando quería, seco con los clientes que tenían mil euros en la cuenta, modelo perfecto de ese dicho de “así es el mundo en el que vivimos”.
Esa tarde se dedicó a serrar maderas para hacer marcos nuevos para sus cuadros, todos con los mismos colores, rojo y negro, cada uno con formas abstractas, algunos parecían insectos aplastados, otros manchas del test de Rorschach, la mayoría tenían un aire espeluznante, inquietante, alucinógeno. Para él era la única forma de mostrar su mente a los demás. Aunque nadie viera sus cuadros; no recibía visitas, no tenía amigos ni conocidos, no le interesaban las relaciones humanas, ni con hombres ni con mujeres. El sexo para él era algo aburrido y monótono. Y sólo cuando pasaba el tiempo y la llamada del sexo acudía remolonamente se dirigía a la ciudad a donar semen en una clínica, por darle utilidad a la cosa. Por nada más.
Mientras quitaba el inglete para hacer los cortes de las esquinas de los marcos, pensaba en los siguientes pasos que daría la Policía. El amigo que iba a visitar y su ex marido serían los primeros sospechosos y la última persona que la había visto con vida, según dicen en las novelas, aunque pensaba que la realidad era bastante diferente, o no, según se mire. La palabra azar seguía rebotando en su mente sin orden ni concierto. No había previsto las lluvias torrenciales. Ni que esa mujer menuda sería la hija de un policía. Tampoco que se acumularan escombros en esa zona del cauce. Que no se llevaran el móvil. Y sobre todo estaba obsesionado con el trozo de plástico enganchado en el rosal. Por lo demás, ardía en deseos de ver qué pasaba después.
Contempló uno de los cuadros que iba a enmarcar, con su firma “Juan 2024”. Le gustaba añadir el año para tener ordenadas sus obras. En las paredes laterales de la escalera que conducía al primer piso los tenía colgados por fechas, el primero era de 2010 y le recordaba una mancha de sangre en la negrura de la noche, o un sol rojo explotando en el firmamento, o... Miró la hora. Fue al salón y esperó hasta que fueran exactamente las ocho en punto de la tarde. Justo en eses instante marcó un número desde el teléfono fijo.
-Hola, ¿cómo estáis?
-Puntual como siempre –dijo una voz anciana al otro lado del teléfono-. Bien, estamos bien, a tu madre le van a hacer unos análisis la semana que viene para controlarle el azúcar y yo, pues como siempre con la artrosis de las rodillas que me duelen y no hay manera de que... ¿Y tú? Se te acaban las vacaciones, ¿no?
-Sí, el próximo lunes vuelvo al banco.
-No has ido a ningún lado este año... eso no es bueno para la salud y... espera que se pone tu madre.
-Hijo, no puedes estar así, tan solo y tan encerrado...
-Madre, estoy muy bien así, sin depender de nadie ni que nadie dependa de mí.
-¿Vendrás este año por las fiestas del pueblo?
-No sé si podré pedir días libres, lo intentaré. Cuidaos mucho.
-Un beso, hijo mío, cuídate mucho.
A Juan le incomodaba hablar con sus padres, no sabía por qué, habían sido unos buenos padres, pero los llamaba por una especie de obligación que no entendía. Se dispuso a dar un paseo antes de preparar la cena, tuvo que ir a la lista para ver qué le tocaba esta noche. Judías verdes salteadas con ajo y una manzana de postre. ¿Cómo era posible que no tuviera manzanas en el cesto de la fruta? Algo estaba fallando en su cerebro ordenado y meticuloso, pero no entendía qué podía ser. Miró el reloj, tenía tiempo de acercarse a la verdulería y comprar manzanas.
A lo largo de ese fin de semana, el último de vacaciones, enmarcó dos cuadros y los colgó en los huecos libres que quedaban en “la pared de los cuadros”, organizó el taller de bricolaje, planchó camisas con pulcra exactitud, cepilló la chaqueta del trabajo y el pantalón. Gris. Por supuesto. Todo listo para el lunes volver al banco. Revisó la lista de comidas y cenas. Tachó de la cena del domingo las alcachofas con jamón, había tenido que tirarlas, hablaría con el verdulero sobre la calidad de algunos productos. Hablaría muy seriamente, el mes pasado le vendió un tomate que no estaba maduro, inaceptable.
Las noticias sobre la desaparecida eran casi inexistentes, cosa que no le gustaba ni mucho ni poco. Había conseguido ver en un periódico local las declaraciones de uno de los tíos de la mujer, haciendo de portavoz de la familia para los medios. La investigación sobre el paradero estaba en marcha. Al parecer, no era una mujer de desaparecer así como así. Tampoco se descartaba que le hubiera pasado algo relacionado con la tromba de agua.
Por un lado a Juan le encantaba la idea de que no hubiera ninguna noticia relevante sobre el caso y por otro le decepcionaba que hubiera sido tan fácil. De algún modo quería vivir cómo era una investigación así; era imposible que lo relacionaran con eso. ¿Cuándo encontrarían el paquete? ¿Cuándo limpiarían esa zona del cauce? Había leído en otro periódico regional que había un problema de competencias sobre la responsabilidad de ese cauce seco: Local, autonómico o de la Confederación de turno.
Pensó que mientras más tardaran en encontrar el cadáver menos información forense obtendrían, aunque creía que poca información podrían obtener en cualquier caso. Se repetía una y otra vez que todo estaba en manos del azar. La idea le gustaba.
El lunes a las ocho menos un minuto ya estaba en la puerta de la sucursal bancaria, listo para entrar en su trabajo. Había tenido que aparcar un poco más lejos de lo habitual ya que las calles cercanas estaban llenas de coches aparcados, suponía que para evitar calles embarradas o zonas con alcantarillado embozado.
Ese primer día se le hizo monótono, incluso para una persona como él, esclava de la rutina y el orden.
Al llegar a casa, mientras aparcaba el coche, observó que en las casas colindantes a la suya y puestas a la venta había visita. La cancela que daba al jardín de la de la izquierda estaba abierta y un par de señores, acompañados del joven de la inmobiliaria, estaban saliendo de la vivienda al porche de entrada. Mirando y remirando. Tenían algo extraño pero no le dio tiempo a fijarse tanto. Sobre todo porque en la casa de la derecha, se abría el portón y salían un hombre y una mujer, estos estrechaban la mano pero no al señor mayor con aspecto cansado sino a un hombre calvo, trajeado y con aspecto de ejecutivo, o de jefe. Posiblemente el dueño de la inmobiliaria, demasiado especulativa la idea.
Cuando llegó a su casa, tras aparcar el coche, ya no había rastro de las visitas y todo seguía como siempre. Los carteles de cada inmobiliaria en cada casa, las puertas cerradas, todo igual.
La vuelta al trabajo le obligaba a cambiar sus horarios de comidas, pero los fines de semana dejaba comida preparada para varios días. Recalentó las albóndigas con tomate y abrió una bolsa de patatas chip.
Tras comer miró el móvil por si tenía algún mensaje o correo, dos emergentes de actualizaciones que ya haría más tarde, o mañana o... Se dispuso a leer las noticias en el portátil. No sabía para qué tenía un móvil si no lo usaba como teléfono móvil, alguna llamada, algún pedido para servicio puerta a puerta, poco más. El paquete de la compañía incluía en la promoción un móvil.
Ese día las noticias no arrojaban muchas novedades realmente ninguna. En las locales, un anciano de 90 años atropellado en un paso de cebra del centro de la localidad, cerrado un restaurante por problemas sanitarios, el comienzo de las labores de limpieza del cauce y la reconstrucción de la pasarela que se llevó el agua, y poco más. Se entretuvo un poco con un par de recetas, una de “salsa gribiche” y otra de cebolla confitada con mostaza, cerró el portátil.
Mañana sería otro día.
(Como a lo mejor ya no encaja en el concepto "Relato corto" y me paso aporreando teclas para esta historia... esta parte viene de aquí: www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-7 )
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Juan se levantó como siempre a las ocho en punto, preparó el desayuno según la lista semanal, tostada integral con aceite y queso fresco y un té de jazmín. Un rayo de sol matutino se colaba en la cocina, parecía que hoy haría un día despejado aunque algunas nubes corrían tras la torre del campanario.
Las ganas de leer las noticias crecían en su interior, pero sólo leía noticias después de la comida del mediodía y tras recoger la mesa.
Salió al jardín y se fijó en que un pequeño trozo de plástico estaba ensartado en una espina del rosal. No era posible, el rosal está a unos dos metros de distancia de donde preparó el paquete. Imposible, pero ahí estaba. El azar, como siempre, jugando con la realidad. Cogió el trocito de plástico y se lo llevó a su taller, quería comprobar si era del mismo tipo de plástico que el que usó el otro día. Efectivamente, lo era. Repasó mentalmente sus movimientos y no encontraba explicación, a no ser que mientras acercaba el plástico al cadáver, al ser tan grande... No, no encontraba explicación. Fue a la cocina, y usando el soplete de cocina, lo quemó en el seno del fregadero.
Ese detalle le obligaba a revisar a fondo el maletero del coche. Se vistió de calle y se dirigió a donde tenía el coche aparcado.
Aun era temprano para que las tiendas estuvieran abiertas pero no para los corredores que, con el despuntar del alba, ya estaban sudando la camiseta con los auriculares calados en las orejas. Un señor, que apenas podía dar dos pasos, medio andaba embutido en camiseta y pantalón corto, sano, muy sano. Una jovencita enmorcillada en ropa de colores tan reflectantes que había que mirarla con gafas de sol, el volumen de la música era tan alto que se podía adivinar la música rítmica que estaba escuchando. También estaban los madrugadores paseadores de perros, al menos el perro que se cagó al lado de su coche tenía un cuidador que recogió el excremento con esas bolsitas anudadas a las correas de los chuchos.
Juan abrió el coche y fue directo al maletero. Y allí estaban. ¿Cómo se había olvidado de las bolsas de esa cadena de supermercados que llevaba para las compras? Él, metódico, concienzudo, tenaz, no se había acordado de que las llevaba cuando metió el paquete en el maletero. Podría cogerlas y tirarlas a la papelera que había cerca, pero no quería tocarlas, obsesivo como estaba todo le parecía imposible. Sacó un pañuelo de papel de su bolsillo derecho del pantalón y cogió las bolsas reutilizables. Cayó en la cuenta de que las había tocado y manipulado docenas de veces. Se sintió ridículo. El paquete de plástico no podría de ninguna manera haber contaminado sus bolsas. Ni el fondo del maletero. Pero ese trozo de plástico ensartado en el rosal no le había gustado nada. Azar, maldito azar.
Arrancó el coche y lo llevó a un lavado de coche, por el camino observó que algunas calles seguían embarradas de la fuerte tromba de agua, otras estaban más secas, algunas alcantarillas estaban cegadas de barro y objetos, algunos operarios del ayuntamiento ya estaban limpiando muchas zonas. En el lavado de coches se fue directo a la zona de aspiradores y pasó estos concienzudamente, obsesivo. Miró y remiró cada esquina buscando algún error, algún “plástico en el rosal”.
Satisfecho, se dirigió en coche a la zona donde había tirado el paquete, pasó lentamente por allí y ya nadie estaba mirando el cauce del río.
En la zona de su casa, hoy no había aparcamiento cerca, así que lo dejó al principio de la calle. Al bajarse del coche vió cómo la señora “tutticolori” sacaba a su perro a pasear, la siguió mientras se dirigía calle abajo, hacia su casa, la observó y se dio cuenta de que miraba a veces por las vallas de las casas con la excusa de que su perro se paraba en ese lugar a hacer sus cosas. Vieja del visillo tres punto cero, cotilla sin vida de toda la vida.
Cuando llegó a su casa se quedó en la puerta con la botella de vinagre rebajado con agua, desafiante, la señora colorida levantó la cabeza, sin darse por aludida, y tironeó del chucho hasta sobrepasar su portón.
Juan miró la lista de comidas de hoy. Filetes adobados con arroz hervido y ensalada de pimientos asados. Pero no podía esperar más, tenía que leer las noticias del día saltándose sus propias reglas.
Sabía, sentía que esto era un error por su parte, un error de protocolo, pero si el azar a veces jugaba riéndose del mundo, pensó que él también podría reírse del azar. Conectó su portátil con el cable de red al router. Navegó por las noticias en el mismo orden de siempre, primero locales, luego regionales, nacionales e internacionales. Hizo clic en un anuncio de guantes de jardinería, y en una web de creación de páginas web a buen precio. En la información local había una noticia que le dejó sorprendido,
Ana Ferrer de 38 años se había declarado como desaparecida, pero además era la hija de un inspector de Policía de la localidad vecina, los periodistas cotillas habían conseguido su historia personal, divorciada el año pasado, trabajadora en Servicios Sociales en su localidad, buena persona. Su padre movería “Roma con Santiago” para encontrarla, el ex marido parecía que estaba en paradero desconocido. Azar. Buscó más información de la historia. En la prensa más amarilla de la zona se decía que iba a encontrarse con un amigo y que nunca llegó a su casa, había una foto del joven en cuestión. Y unas fotos de su padre hablando a los medios. No encontró los vídeos de sus declaraciones, pero claro, su hija tenía que aparecer, y lo de las 24 horas era una chorrada de las películas. Qué curioso es el azar, pensó Juan. ¿Pondrían más esfuerzo en localizarla? ¿Menos si era un comisario no querido? Azar.
Ahora ya se podía ir a comer tranquilamente.
Muy corto. Decían que Gabriel era muy corto, tan corto que llegaba con lo justo para opinar de cualquier tema. Con él una charla se volvía un cuento infantil, donde todo tenía un final feliz. Gabriel tenía un optimismo natural, porque todo y siempre se podía solucionar. Recordaba muchos cuentos de esos que nos leían de niños. Todos sabían que Gabriel era así y que era feliz y hacía feliz a todo el que le rodeaba. A veces, no parecía tan corto y no gustaba a los demás, que preferían al otro Gabriel, al de los cuentos con final feliz. Él se reía cuando alguno le llamaba "Grabiel", una de esas personas que sólo contaban cuentos con final triste y terrible. Se reía.
(2001.)
(Como a lo mejor ya no encaja en el concepto "Relato corto" y me paso aporreando teclas para esta historia... esta parte viene de aquí: www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-7 )
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Juan se levantó como siempre a las ocho en punto, preparó el desayuno según la lista semanal, tostada integral con aceite y queso fresco y un té de jazmín. Un rayo de sol matutino se colaba en la cocina, parecía que hoy haría un día despejado aunque algunas nubes corrían tras la torre del campanario.
Las ganas de leer las noticias crecían en su interior, pero sólo leía noticias después de la comida del mediodía y tras recoger la mesa.
Salió al jardín y se fijó en que un pequeño trozo de plástico estaba ensartado en una espina del rosal. No era posible, el rosal está a unos dos metros de distancia de donde preparó el paquete. Imposible, pero ahí estaba. El azar, como siempre, jugando con la realidad. Cogió el trocito de plástico y se lo llevó a su taller, quería comprobar si era del mismo tipo de plástico que el que usó el otro día. Efectivamente, lo era. Repasó mentalmente sus movimientos y no encontraba explicación, a no ser que mientras acercaba el plástico al cadáver, al ser tan grande... No, no encontraba explicación. Fue a la cocina, y usando el soplete de cocina, lo quemó en el seno del fregadero.
Ese detalle le obligaba a revisar a fondo el maletero del coche. Se vistió de calle y se dirigió a donde tenía el coche aparcado.
Aun era temprano para que las tiendas estuvieran abiertas pero no para los corredores que, con el despuntar del alba, ya estaban sudando la camiseta con los auriculares calados en las orejas. Un señor, que apenas podía dar dos pasos, medio andaba embutido en camiseta y pantalón corto, sano, muy sano. Una jovencita enmorcillada en ropa de colores tan reflectantes que había que mirarla con gafas de sol, el volumen de la música era tan alto que se podía adivinar la música rítmica que estaba escuchando. También estaban los madrugadores paseadores de perros, al menos el perro que se cagó al lado de su coche tenía un cuidador que recogió el excremento con esas bolsitas anudadas a las correas de los chuchos.
Juan abrió el coche y fue directo al maletero. Y allí estaban. ¿Cómo se había olvidado de las bolsas de esa cadena de supermercados que llevaba para las compras? Él, metódico, concienzudo, tenaz, no se había acordado de que las llevaba cuando metió el paquete en el maletero. Podría cogerlas y tirarlas a la papelera que había cerca, pero no quería tocarlas, obsesivo como estaba todo le parecía imposible. Sacó un pañuelo de papel de su bolsillo derecho del pantalón y cogió las bolsas reutilizables. Cayó en la cuenta de que las había tocado y manipulado docenas de veces. Se sintió ridículo. El paquete de plástico no podría de ninguna manera haber contaminado sus bolsas. Ni el fondo del maletero. Pero ese trozo de plástico ensartado en el rosal no le había gustado nada. Azar, maldito azar.
Arrancó el coche y lo llevó a un lavado de coche, por el camino observó que algunas calles seguían embarradas de la fuerte tromba de agua, otras estaban más secas, algunas alcantarillas estaban cegadas de barro y objetos, algunos operarios del ayuntamiento ya estaban limpiando muchas zonas. En el lavado de coches se fue directo a la zona de aspiradores y pasó estos concienzudamente, obsesivo. Miró y remiró cada esquina buscando algún error, algún “plástico en el rosal”.
Satisfecho, se dirigió en coche a la zona donde había tirado el paquete, pasó lentamente por allí y ya nadie estaba mirando el cauce del río.
En la zona de su casa, hoy no había aparcamiento cerca, así que lo dejó al principio de la calle. Al bajarse del coche vió cómo la señora “tutticolori” sacaba a su perro a pasear, la siguió mientras se dirigía calle abajo, hacia su casa, la observó y se dio cuenta de que miraba a veces por las vallas de las casas con la excusa de que su perro se paraba en ese lugar a hacer sus cosas. Vieja del visillo tres punto cero, cotilla sin vida de toda la vida.
Cuando llegó a su casa se quedó en la puerta con la botella de vinagre rebajado con agua, desafiante, la señora colorida levantó la cabeza, sin darse por aludida, y tironeó del chucho hasta sobrepasar su portón.
Juan miró la lista de comidas de hoy. Filetes adobados con arroz hervido y ensalada de pimientos asados. Pero no podía esperar más, tenía que leer las noticias del día saltándose sus propias reglas.
Sabía, sentía que esto era un error por su parte, un error de protocolo, pero si el azar a veces jugaba riéndose del mundo, pensó que él también podría reírse del azar. Conectó su portátil con el cable de red al router. Navegó por las noticias en el mismo orden de siempre, primero locales, luego regionales, nacionales e internacionales. Hizo clic en un anuncio de guantes de jardinería, y en una web de creación de páginas web a buen precio. En la información local había una noticia que le dejó sorprendido,
Ana Ferrer de 38 años se había declarado como desaparecida, pero además era la hija de un inspector de Policía de la localidad vecina, los periodistas cotillas habían conseguido su historia personal, divorciada el año pasado, trabajadora en Servicios Sociales en su localidad, buena persona. Su padre movería “Roma con Santiago” para encontrarla, el ex marido parecía que estaba en paradero desconocido. Azar. Buscó más información de la historia. En la prensa más amarilla de la zona se decía que iba a encontrarse con un amigo y que nunca llegó a su casa, había una foto del joven en cuestión. Y unas fotos de su padre hablando a los medios. No encontró los vídeos de sus declaraciones, pero claro, su hija tenía que aparecer, y lo de las 24 horas era una chorrada de las películas. Qué curioso es el azar, pensó Juan. ¿Pondrían más esfuerzo en localizarla? ¿Menos si era un comisario no querido? Azar.
Ahora ya se podía ir a comer tranquilamente.
La semana que viene terminaban las vacaciones de Juan, volvería a la sucursal bancaria donde trabajaba vendiendo pólizas que nadie necesitaba, limitando hipotecas al que más la necesitaba y, en resumen, mirando por la cuenta de resultados del banco, un empleado modelo. Pelota con los jefes de la central, ladino cuando quería, seco con los clientes que tenían mil euros en la cuenta, modelo perfecto de ese dicho de “así es el mundo en el que vivimos”.
Esa tarde se dedicó a serrar maderas para hacer marcos nuevos para sus cuadros, todos con los mismos colores, rojo y negro, cada uno con formas abstractas, algunos parecían insectos aplastados, otros manchas del test de Rorschach, la mayoría tenían un aire espeluznante, inquietante, alucinógeno. Para él era la única forma de mostrar su mente a los demás. Aunque nadie viera sus cuadros; no recibía visitas, no tenía amigos ni conocidos, no le interesaban las relaciones humanas, ni con hombres ni con mujeres. El sexo para él era algo aburrido y monótono. Y sólo cuando pasaba el tiempo y la llamada del sexo acudía remolonamente se dirigía a la ciudad a donar semen en una clínica, por darle utilidad a la cosa. Por nada más.
Mientras quitaba el inglete para hacer los cortes de las esquinas de los marcos, pensaba en los siguientes pasos que daría la Policía. El amigo que iba a visitar y su ex marido serían los primeros sospechosos y la última persona que la había visto con vida, según dicen en las novelas, aunque pensaba que la realidad era bastante diferente, o no, según se mire. La palabra azar seguía rebotando en su mente sin orden ni concierto. No había previsto las lluvias torrenciales. Ni que esa mujer menuda sería la hija de un policía. Tampoco que se acumularan escombros en esa zona del cauce. Que no se llevaran el móvil. Y sobre todo estaba obsesionado con el trozo de plástico enganchado en el rosal. Por lo demás, ardía en deseos de ver qué pasaba después.
Contempló uno de los cuadros que iba a enmarcar, con su firma “Juan 2024”. Le gustaba añadir el año para tener ordenadas sus obras. En las paredes laterales de la escalera que conducía al primer piso los tenía colgados por fechas, el primero era de 2010 y le recordaba una mancha de sangre en la negrura de la noche, o un sol rojo explotando en el firmamento, o... Miró la hora. Fue al salón y esperó hasta que fueran exactamente las ocho en punto de la tarde. Justo en eses instante marcó un número desde el teléfono fijo.
-Hola, ¿cómo estáis?
-Puntual como siempre –dijo una voz anciana al otro lado del teléfono-. Bien, estamos bien, a tu madre le van a hacer unos análisis la semana que viene para controlarle el azúcar y yo, pues como siempre con la artrosis de las rodillas que me duelen y no hay manera de que... ¿Y tú? Se te acaban las vacaciones, ¿no?
-Sí, el próximo lunes vuelvo al banco.
-No has ido a ningún lado este año... eso no es bueno para la salud y... espera que se pone tu madre.
-Hijo, no puedes estar así, tan solo y tan encerrado...
-Madre, estoy muy bien así, sin depender de nadie ni que nadie dependa de mí.
-¿Vendrás este año por las fiestas del pueblo?
-No sé si podré pedir días libres, lo intentaré. Cuidaos mucho.
-Un beso, hijo mío, cuídate mucho.
A Juan le incomodaba hablar con sus padres, no sabía por qué, habían sido unos buenos padres, pero los llamaba por una especie de obligación que no entendía. Se dispuso a dar un paseo antes de preparar la cena, tuvo que ir a la lista para ver qué le tocaba esta noche. Judías verdes salteadas con ajo y una manzana de postre. ¿Cómo era posible que no tuviera manzanas en el cesto de la fruta? Algo estaba fallando en su cerebro ordenado y meticuloso, pero no entendía qué podía ser. Miró el reloj, tenía tiempo de acercarse a la verdulería y comprar manzanas.
A lo largo de ese fin de semana, el último de vacaciones, enmarcó dos cuadros y los colgó en los huecos libres que quedaban en “la pared de los cuadros”, organizó el taller de bricolaje, planchó camisas con pulcra exactitud, cepilló la chaqueta del trabajo y el pantalón. Gris. Por supuesto. Todo listo para el lunes volver al banco. Revisó la lista de comidas y cenas. Tachó de la cena del domingo las alcachofas con jamón, había tenido que tirarlas, hablaría con el verdulero sobre la calidad de algunos productos. Hablaría muy seriamente, el mes pasado le vendió un tomate que no estaba maduro, inaceptable.
Las noticias sobre la desaparecida eran casi inexistentes, cosa que no le gustaba ni mucho ni poco. Había conseguido ver en un periódico local las declaraciones de uno de los tíos de la mujer, haciendo de portavoz de la familia para los medios. La investigación sobre el paradero estaba en marcha. Al parecer, no era una mujer de desaparecer así como así. Tampoco se descartaba que le hubiera pasado algo relacionado con la tromba de agua.
Por un lado a Juan le encantaba la idea de que no hubiera ninguna noticia relevante sobre el caso y por otro le decepcionaba que hubiera sido tan fácil. De algún modo quería vivir cómo era una investigación así; era imposible que lo relacionaran con eso. ¿Cuándo encontrarían el paquete? ¿Cuándo limpiarían esa zona del cauce? Había leído en otro periódico regional que había un problema de competencias sobre la responsabilidad de ese cauce seco: Local, autonómico o de la Confederación de turno.
Pensó que mientras más tardaran en encontrar el cadáver menos información forense obtendrían, aunque creía que poca información podrían obtener en cualquier caso. Se repetía una y otra vez que todo estaba en manos del azar. La idea le gustaba.
El lunes a las ocho menos un minuto ya estaba en la puerta de la sucursal bancaria, listo para entrar en su trabajo. Había tenido que aparcar un poco más lejos de lo habitual ya que las calles cercanas estaban llenas de coches aparcados, suponía que para evitar calles embarradas o zonas con alcantarillado embozado.
Ese primer día se le hizo monótono, incluso para una persona como él, esclava de la rutina y el orden.
Al llegar a casa, mientras aparcaba el coche, observó que en las casas colindantes a la suya y puestas a la venta había visita. La cancela que daba al jardín de la de la izquierda estaba abierta y un par de señores, acompañados del joven de la inmobiliaria, estaban saliendo de la vivienda al porche de entrada. Mirando y remirando. Tenían algo extraño pero no le dio tiempo a fijarse tanto. Sobre todo porque en la casa de la derecha, se abría el portón y salían un hombre y una mujer, estos estrechaban la mano pero no al señor mayor con aspecto cansado sino a un hombre calvo, trajeado y con aspecto de ejecutivo, o de jefe. Posiblemente el dueño de la inmobiliaria, demasiado especulativa la idea.
Cuando llegó a su casa, tras aparcar el coche, ya no había rastro de las visitas y todo seguía como siempre. Los carteles de cada inmobiliaria en cada casa, las puertas cerradas, todo igual.
La vuelta al trabajo le obligaba a cambiar sus horarios de comidas, pero los fines de semana dejaba comida preparada para varios días. Recalentó las albóndigas con tomate y abrió una bolsa de patatas chip.
Tras comer miró el móvil por si tenía algún mensaje o correo, dos emergentes de actualizaciones que ya haría más tarde, o mañana o... Se dispuso a leer las noticias en el portátil. No sabía para qué tenía un móvil si no lo usaba como teléfono móvil, alguna llamada, algún pedido para servicio puerta a puerta, poco más. El paquete de la compañía incluía en la promoción un móvil.
Ese día las noticias no arrojaban muchas novedades realmente ninguna. En las locales, un anciano de 90 años atropellado en un paso de cebra del centro de la localidad, cerrado un restaurante por problemas sanitarios, el comienzo de las labores de limpieza del cauce y la reconstrucción de la pasarela que se llevó el agua, y poco más. Se entretuvo un poco con un par de recetas, una de “salsa gribiche” y otra de cebolla confitada con mostaza, cerró el portátil.
Mañana sería otro día.
La semana laboral había pasado con varias noticias inquietantes para Juan, y había cierta dinámica en el barrio que le parecía diferente, algo en el aire le daba la impresión de que estaba cambiado o cambiando, algo impreciso, sutil, diferente. No sabía exactamente lo que era, pero era algo, como una niebla invisible que se estuviera extendiendo lenta e inexorablemente.
El martes ya se había publicado la foto de la desaparecida. “Ana Ferrer. 38 años. Vista por última vez entre la Plaza de la Paz y la Avenida de las Colonias, llevaba vestido de color azul, pelo corto castaño. Policía Nacional”.
El miércoles fue otro día extraño de la semana, la prensa local y regional publicó la noticia de que se había localizado a su ex marido en Montauban, Francia, y que estaba allí visitando a sus padres desde el mes pasado. Ese mismo día, la prensa local dio conocimiento de que había una persona, un testigo, que dice que la vió caminando sobre las 11:30 de la noche por la calle Villegas Delgado. Este dato le sorprendió tanto que le puso en alerta, esa calle estaba en su barrio, era una travesía perpendicular a su calle, al principio de la misma. Ese día estuvo un poco despistado en el banco y cometió pequeños errores que no eran propios de él. Los clips de colores estaban en el mismo cajón que los metálicos, imposible.
Para añadir incomodidad a esa semana, el viernes no podía dormir. Las once de la noche y daba vueltas en la cama, así que se levantó y se fue a su taller intentando pintar un nuevo cuadro buscando relajo y orden mental. Nervioso, se dio cuenta de que tenía poco “rojo escarlata 334” y mucho negro; le temblaron las manos, no podía ser, llevaba un registro perfecto de necesidades de pintura y se dirigió a la libreta donde anotaba cuántos botes tenía y si estaban llenos, medios o vacíos. Allí estaba el error, no había ninguna anotación al respecto. No se reconocía. No podía ser.
Intentando calmarse decidió dar un paseo, se vistió y miró su reloj, las 11:40. Comenzó a subir la calle cuando vio a la señora con ropa de colores chichones y mal combinados paseando a su chucho pero en la acera de enfrente. No se miraron pero algo extraño estaba pasando. ¿Habría sido ella la que había informado de haber visto a la mujer? ¿Por qué de repente no pasea al perro por la acera de siempre? ¿Podría ser que no tuviera nada que ver con el caso y que fuera por lo de la botella de vinagre del otro día? ¿Y la doble visita a la vez a las casas colindantes? ¿Por qué tenía los clips de colores mezclados con los metálicos? ¿Cómo es que no le quedaba apenas rojo escarlata?
Sin darse cuenta, andando sin rumbo, había llegado al puente desde donde tiró el paquete. El subconsciente le estaba traicionando, pero él siempre había creído que no tenía subconsciente, seguro que no era eso. Otro hombre venía de frente hacia él así que resistió la tentación de mirar hacia la zona del puente de cañas y árboles del cauce. Se cruzaron sin mediar palabra, pero el hombre no llevaba ropa deportiva ni paseaba a ningún perro. ¿Qué hacía allí? Se tranquilizó pensando que quizás tampoco podía dormir y estaba paseando. Al final del puente se paró casi en seco. Esa cara le recordaba a uno de los clientes que estaba el otro día visitando la casa en venta de la izquierda de la suya. Tenía buena memoria visual, pero esto ya era demasiado, el fantasma de la paranoia se estaba apoderando de su mente milimétrica.
Mañana sábado iría al mercado a comprar como todos los sábados y todo volvería a la normalidad. Volvió a casa y se acostó.
Media hora más tarde se levantó de golpe: “la maza”. Corriendo, fue al taller a buscar la herramienta. Buscó lejía y un bote e introdujo la parte metálica del mazo en el líquido. ¿Cómo podía haber olvidado eso? ¿Qué más estaba olvidando o no estaba teniendo en cuenta?
Se repitió machaconamente que mañana iría al mercado como todos los sábados y el mundo volvería a la normalidad.
La mañana era luminosa y el desayuno impecable, té con tostadas de mantequilla y mermelada, algunas veces dejaba de lado el maravilloso aceite de oliva por estas excentricidades, como si fueran un placer oculto. Repasó la lista de comidas y amplió la de la semana que viene, a mano, con la cuadrícula hecha con regla, creando celdas para siete días con desayuno, comida y cena.
En otro papel anotó con bolígrafo negro la lista de la compra del mercado y en la parte inferior de la hoja “óleo rojo”. Tendría que pasar por la papelería para encargarlo como hacía siempre. Dudó si le convendría más hacer el pedido por internet usando el móvil para que pareciera que se usaba en algún momento. Aun en pijama, se acercó a echarle un vistazo al móvil. Actualizó de mala gana lo que le pedía ese ser insaciable de megas, sabía que tenía que limpiar de fotos ese cacharro, pero lo haría más tarde, pasaría las fotos de sus cuadros al portátil y liberaría algo de espacio, el indicador le decía que estaba al 73% de capacidad. Aburrido de esta tecnología, dejó el móvil en su sitio.
Cogió el carrito de la compra. Eran las ocho y media de la mañana. Estaría en el mercado a las nueve. Antes de salir, se dio cuenta de que no se había puesto ropa de calle. Un despiste que le hizo reír.
Más tarde abrió el portón de casa, ya vestido con ropa informal, ropa de compra sabatina en el mercado. Mientras colocaba el carrito a un lado y cerraba con doble llave la puerta, se fijo en una mujer que estaba haciendo estiramientos en la acera de enfrente, apoyada en la valla de esas casas que no se construirían nunca.
Era sábado, era sábado, repetía diciéndose que todo estaba bien, ordenado, como siempre. Se fijó en el cartel de la inmobiliaria de la derecha mientras avanzaba por la acera: “Merea y Asociados”. Al fondo se acercaba un camión del Ayuntamiento, uno de esos camiones con canastilla, con brazo articulado para alcanzar zonas altas. Estaban reponiendo las bombillas fundidas de la calle y cambiando cristales rotos de las farolas. Parecía que las cosas comenzaban a funcionar en el consistorio. Organización. Orden. Método. Meticulosidad. Siempre dejando un poco de margen al azar y sabiendo enfrentarse a él, con afilada espada y sólido escudo. Esa era la clave de su mente y así era como el mundo debería funcionar, todo lo demás le parecía incomprensible.
¿Por qué todo el mundo llevaría un cacharro de esos, un móvil, en el bolsillo constantemente? Eso le hizo pensar en que ya deberían haber cursado la orden a la compañía para triangular torres de comunicaciones o localizaciones con el GPS o cualquier magia negra que usaran los tecnócratas de esos años. ¿Podrían encender el móvil a distancia, desde la central de la compañía? Si eso se pudiera hacer localizarían el cadáver. ¿Podrían rastrear la tarjeta sim aunque no estuviera en el móvil? A estas alturas, tendrían que revisar el depósito de basuras entero. ¿Podrían recomponer la ruta que hizo esa noche el móvil? Juan le dió un paseo al móvil por otras calles y además pensaba que si pudieran saber si por la velocidad iba andando, o corriendo o en coche, eso despistaría bastante a los investigadores.
Hoy era sábado de mercado y todo va a volver a la normalidad, pensaba mientras intentaba dibujar una media sonrisa en la cara.
-¡Qué más da qué gen sobreviva! –dijo Hans Bolber dando un puñetazo sobre su atril.
-Porque de eso se trata, porque esa es la única explicación biológica de la especie humana, de todo organismo vivo, plantas, insectos, o marsupiales... –Manuel Codoheria no iba a dejar pasar el comentario de su colega.
Estas reuniones se habían vuelto eternas en esos años, donde la población humana había disminuido en un cincuenta por ciento... Entre el cambio del clima terrestre, la baja natalidad, la economía secuestrada en un absurdo cajón de sastre; el mundo humano, la construcción humana de sociedades, culturas, deseos, sueños, ideas se había modificado tanto que sólo quedaban posturas extremas, blanco o negro, arriba o abajo. Muerte o vida.
-Debemos dejar de pensar que nuestra supervivencia como especie depende de sobrevivir como individuos –respondió Hans, mirando con ojos de acero al grupo de biólogos del departamento de exobiología.
-¡No! –respondió rotundo Marcel Muró, tan enfadado que su puño cerrado se volvió casi blanco- Una ameba, un virus, un mecanismo vivo o no vivo sólo quiere sobrevivir, copiarse y multiplicarse... ¿Por qué razón? Dígame, por qué razón.
-¡No! –dijo Hans, golpeando de nuevo su atril- No es así, los organismos dependen de otros, dependen de los demás, de comer y ser comidos, en un grado concreto y correcto, sin esos mecanismos de interacción, no existe tal constructo humano de mejor gen para nada, para todo.
-Señor, Bolber, tenemos una secuencia de ADN de un organismo extraterrenal... –respondió Mauro Belbera, de la ESA.
-¿Y qué? Sin una estructura encadenada de ecología, repito de ecología sistemática, nada importa nada, es como si no me explica quién depredaba a los aliens insectívoros de la película del mismo nombre, eso no existe, no puede existir.
-Final de la cadena –Añadió el doctor Codoheria.
-No hay tal cosa. Los humanos no somos final de ninguna cadena. ¿Sabe lo que pasa cuando el planeta pasa a modo frío? ¿O cuando pierde la capa protectora del campo magnético? Que esos que usted llama final de cadena, acaban jodidos. Todos.
-Evolución –dijo el doctor Muró agachando la cabeza.
-Ecología, sistema ecológico, todo está enlazado con todo, el clima es un sistema ecológico, si lo rompe, rompe todo –Hans dejó el atril y se fue a su asiento.
Nadie estaba dispuesto a apostar porque el ADN extraterrestre encontrado en Venus pudiera ayudar a entender la realidad humana, porque simplemente era una cadena genética muy simple, de una bacteria muy simple.
(Escrito en 2020 para un fanzine... ContinuumST.)
—¿Otra copita?— preguntó María a sus aburridos invitados.
El coñac era tentador, pero no tuvo éxito en aquella ocasión; algunos incluso comenzaron a dar señales de que no pensaban quedarse mucho tiempo.
Las casas situadas en las afueras gozan de una paz desconocida en las ciudades, pero a menudo pecan de exceso de carácter, sobre todo las antiguas, imponiendo su obstinado silencio a quienes las habitan para mejor escuchar los propios crujidos. Tal vez la magnífica alfombra del salón, de la que tan orgullosa estaba su dueña, los muebles del siglo pasado y el aroma de la madera añeja tuvieron algo que ver con que el ambiente se hubiera relajado hasta el punto de invitar mas al sueño que a la conversación.
La cena había sido espléndida y el vino aún mejor, culpables en buena medida ambos de que aquella reunión de viejos amigos hubiera tocado fondo poco después de la medianoche. O quizás sea mejor no buscar otras razones y baste con decir que, por llevarlo ya ellos dentro o por haberlo contraído de algún rebuscado modo, el aburrimiento se había apoderado de todos ellos hasta que el murmullo de las conversaciones fue dejando paso al silencio, ya sólo desafiado abiertamente por Alberto, que cantaba suavemente la conocida canción de Gloria Lasso:
“Nunca sabré por qué siento tu pulso en mis venas,
Nunca sabré en que viento llegó ese querer...”
—¡Ah!, ¡por Dios!, deja esa maldita canción —le recriminó María—. Cecilia se pasaba todo el día cantándola.
Y aquel nombre surgió como un clavo ardiendo al que se aferró la conversación en un último intento, acaso póstumo, por no caer al vacío.
—¿Qué ha sido de ella?— Preguntó Marta, sorprendida por no haberse acordado antes de la amiga de antaño.
—Ni idea. Es como si se la hubiera tragado la tierra— respondió María. —No he vuelto a saber nada de ella desde hace tres años, cuando nos aguó la fiesta con aquella maldita historia. Y sinceramente, desde aquel día, tampoco me he preocupado mucho de buscarla: si quisiera, ella sabría donde encontrarme.
—¿Qué historia?— terció Alejandro, que trataba desesperadamente de huir de un nuevo acceso de locuacidad de Juan Antonio, el cura eternamente enfundado en su sotana, inmune a cualquier desaliento.
—La verdad es que preferiría no hablar de eso— se disculpó María.
Unos cuantos ruegos inopinadamente calurosos, y su enraizado sentido de la hospitalidad, la impulsaron a ceder a pesar de que no le apetecía para nada recordar lo sucedido.
La botella de coñac comenzó a pasar de mano en mano ante la expectativa de una historia, y los que, distraídamente, habían recogido sus guantes o su encendedor, volvieron a dejarlos en su sitio y se arrellanaron en sus asientos.
A la vista de que la noche aún podía saldarse con algo más que los obligados cumplidos y los saludos de rigor, la anfitriona decidió no hacer un simple esquema de los hechos y se lanzó a contar una verdadera historia, como todos esperaban.
—Hace tres años—empezó con voz voluntariamente engolada— nos reunimos el día de los Santos Inocentes y nos fuimos a cenar a casa de Miguel, en la ciudad. Sólo estábamos Miguel, Sonia, Cecilia, José Luis y yo. Los demás, no tengo ni idea de dónde os habíais metido ese día. Después de cenar nos pusimos a hablar hasta que la conversación se fue apagando poco a poco. El silencio empezaba a hacer estragos cuando Miguel propuso, medio en serio medio en broma, que hiciéramos espiritismo, como en los viejos tiempos.
—Con esas cosas no se juega—. Interrumpió Juan Antonio, siempre atento a la oportunidad de introducir su cuña moralista.
—Tal y como nosotros pensábamos hacerlo no pasaba de ser un mero entretenimiento, como el parchís, pero Cecilia se negó en redondo. Se negó con tal vehemencia que llegó a parecernos un poco histérica, y ya sabéis lo raro que es eso en ella.
"Tuve una experiencia horrible una vez y no quiero volver a saber nada ni de espiritismo ni de cosa que se le parezca", nos dijo. Pero como era el día de los Santos Inocentes, creímos que nos estaba tirando el anzuelo para gastarnos una broma y le preguntamos qué había pasado.
"¿Os acordáis de Javier?" , preguntó.
“ Si, claro, ¡cómo no nos vamos a acordar! ", respondió José Luis.
" Pues no murió de un infarto, como todo el mundo cree. Yo estoy segura de que no".
Los cuatro la miramos sin atrevernos a abrir la boca, esperando que ella dijera lo que tuviera que decir: si era una broma la había llevado demasiado lejos. Pero su expresión no parecía la de alguien que preparara una inocentada.
" Mucho tiempo después de que los demás dejarais de interesaros por esas cosas, nos seguíamos reuniendo él y yo, como cuando éramos estudiantes. Cogíamos un libro y unas tijeras e invocábamos a un espíritu, siempre al mismo."
" El mismo del que habláis en la novela”, dijo Sonia, que sabía algo del tema.
" Sí, ese. Y le preguntábamos muchas cosas, del pasado y del futuro; algunas eran muy importantes y otras no pasaban de simples tonterías: ya sabéis como suele funcionar el tema. Lo más curioso es que, a la larga, he podido comprobar que sus respuestas eran siempre ciertas, por inverosímiles que pudieran parecer en principio.
Era algo estupendo: era como tener un amigo que vive muy lejos y te cuenta cosas de un país extraño. Por lo que pudimos adivinar, en vida había sido un tipo magnífico y no había nada que temer de él mientras conserváramos nuestra buena disposición y nuestras buenas intenciones.
Luego, con el tiempo, el espíritu comenzó a mostrarse un poco más arisco con Javier, negándose a contestar sus preguntas o dándole respuestas ambiguas, pero a mí me seguía tratando igual que siempre.
En aquella época llegué incluso a soñar con él un par de veces. Yo misma sería la primera en decir que estaba obsesionada si no fuera por que se trataba de unos sueños rarísimos: él simplemente me sonreía, con su gorra ladeada sobre la cabeza, y desde su enorme estatura me miraba con ojos llenos de algo indescriptible, algo a medio camino entre la ternura y la pena. Entonces, daba un paso hacia mí y me ofrecía la mano, pero cuando yo la cogía él empezaba a desvanecerse y la tristeza se acentuaba en sus ojos. En ese momento, siempre en el mismo, me despertaba sobresaltada, aunque no con el terror de después de haber tenido una pesadilla.
Se lo conté a Javier y me dijo que se me estaba empezando a ablandar la sesera, y que si no durmiera sola no tendría esa clase de sueños precisamente. Ya sabéis como era Javier cuando bromeaba."
"¿Pero qué pasó luego?", preguntó Cristina, impaciente.
" Un día, un día tan húmedo y asqueroso como hoy, nos reunimos donde siempre y convocamos al espíritu, que parecía estar esperándonos, a juzgar por lo rápido que se empezó a mover el libro. Al principio todo fue igual que siempre, pero cuando llevábamos unos minutos haciéndole preguntas nos dimos cuenta de que una extraña luz blanquecina se extendía por todo el zócalo de las paredes. Javier se asustó un poco y le preguntó al espíritu si esa era su luz. La respuesta fue totalmente afirmativa y yo también me asusté, y más aún cuando la luz abandonó el zócalo de la pared y empezó a reptar por el suelo, como una mancha blanca, hasta rodearnos. Entonces, dejando el libro de lado, nos agarramos con todas nuestras fuerzas para enfrentarnos a lo que pudiera suceder.
El cerco de luz se estrechó aún más, hasta que se convirtió en un círculo bajo nosotros. En ese momento pareció tomar forma en el aire y se introdujo por nuestras bocas hasta que desapareció como si de verdad nos lo hubiéramos tragado.
Desde luego, cuando ocurrió esto, encendimos las luces y nos fuimos a la calle a toda velocidad. Javier dijo no encontrarse muy bien y se fue a casa.
Tres días después había muerto. Fue la última vez que lo vi."
”¿Y tú? ", le preguntó Miguel.
"Yo también me sentí rara, pero no puedo decir que fuera una sensación desagradable. Desde que ocurrió aquello me pongo enferma sólo de pensar en una sesión de espiritismo. Aunque sea en broma".
—Así que, después de escuchar esto, los cinco, amedrentados y cabizbajos, salimos a la calle a tomar unas copas, a pesar de la lluvia.
—La historia no deja de ser curiosa, pero tampoco es para tanto— dijo Alberto.
—Es que aún no he terminado. A mí, lo que realmente me dio escalofríos fue ver cómo, a pesar de la buena temperatura, el agua de la lluvia formaba carámbanos en los bajos del abrigo de Cecilia.
Feindesland. 1993
Esta parte del "relato largo" (larguísimo, por lo que veo) viene de aquí y en este orden, primero aquí:
www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-7
Después aquí:
www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-11
Luego:
www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-14
Después...
www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-17
Luego:
www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-20
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Dos días después lo llamaron desde la Policía. Una llamada muy cordial, invitándolo a pasarse por la comisaría de la localidad. El policía le explicó que habían convocado a varios vecinos de la misma calle para ver si podían ampliar la información que ya tenían. Juan dijo que mejor por la tarde, tras la salida del trabajo. En un momento, Juan preguntó si se trataba de alguna broma o algún tipo de timo, y que cómo sabía que le llamaba la Policía. El policía al otro lado, armándose de paciencia, le dijo que era fácil de comprobar, que viniera a la hora indicada a las dependencias policiales y que allí le dirían con quién hablar. Juan estuvo a punto de añadir un “¿y si me niego a ir?” Pero no le pareció prudente ni práctico. Así que dijo que allí estaría.
Tanta rapidez le ponía en alerta, muchos de estos casos se alargaban semanas y semanas, meses, años. Pruebas forenses, peticiones al juez, control de móviles, revisión de mensajes, todo eso requería siempre de una petición al juez y que éste lo aprobara o no. Quizás el hecho de que el padre hubiera sido inspector de Policía. Quizás. Había leído un artículo hablando de que estaba ya retirado de la Institución y que había sido condecorado dos veces. La familia estaba esperando que terminara todo el proceso para poder enterrar a la hija. Discreción total en los medios, parecía que se respetaba escrupulosamente la intimidad de familiares y allegados, ni siquiera la prensa más carroñera se había interesado en sacar asuntos escabrosos o sensacionalistas.
Sentado en un pasillo, en uno de esos bancos de madera que debían haber visto y oído de todo, esperaba que le llamaran para la entrevista. Miraba a un lado y a otro buscando a alguien en su misma situación, algún vecino que viniera a contar lo que pudo ver u oír esa noche, tal y como le habían convocado a él. Miró su reloj. Quince minutos tarde de la hora pactada. Paredes de un verde hierba que habían conocido mejores años, puertas grises y cierto ajetreo entre despachos, nada especial. Policías con papeles y carpetas entrando y saliendo de diferentes estancias. Tranquilidad.
Mientras esperaba que lo llamaran, repasaba alegremente que él no había guardado ningún objeto de “recuerdo” del cadáver, ni tenía agendas con caligrafía atropellada contando sus logros, ni ningún manifiesto con declaraciones de doctrinas o propósitos, ni tenía nada escrito en ninguna parte. Nada, ningún documento u objeto en casa que pudiera delatarlo. Todo lo tenía en la cabeza, lo guardaba allí arrinconado en compartimentos concretos, ordenados por horas, sensaciones, reflexiones y certezas, esas secciones mentales tenían ciertos seguros que él llamaba “olvidos conscientes”, una manera que tenía de no acceder a ningún recuerdo que pudiera mostrar nada de lo que tuviera clasificado en esas partes recónditas de su mente. Entre sus muchas reflexiones aleatorias se reía mentalmente de cómo la sociedad defendía el diálogo, la diplomacia para llegar a acuerdos, una sociedad dialogante y civilizada. Él sabía, con férrea convicción, que todo eso no era más que hipocresía y teatro. Según Juan, cuando alguien tiene razón en un tema, el que sea, y hay otra persona que opina lo contrario, la única solución es machacar físicamente al otro. Eliminarlo, matarlo. Los animales cuando entran en peleas territoriales o por hembras de su especie, los mamíferos se tumban patas arriba, enseñan la panza como señal de haber perdido y el ganador deja de atacarlo habiendo ganado. Los humanos no teníamos ese acto reflejo, si alguien mostraba algún signo de reconocer que el otro le había ganado, lo eliminaría sin contemplaciones. Recordaba una frase de un libro: “La estocada más certera y con más fuerza la da quien cree tener más razón que el contrincante. Un atisbo de duda y estás muerto.” Eso era la vida, la real. O eso creía Juan. Tampoco era tonto y no quería ir a la cárcel, ni ser ajusticiado, fingir era el precio que debía pagar por actuar en ese teatro llamado Sociedad.
-¿Juan Gómez? –preguntó un policía abriendo una puerta y mirándolo.
-¿Sí?
-Pase, por favor –era joven pero no eran un recién llegado a la Policía. Uniforme impecable.
Juan encontró un pequeño despacho, atiborrado de informes, carpetas de colores, un ordenador, una planta mustia en la ventana, una mesa de despacho espartana y dos sillas. El policía se sentó delante del monitor y del teclado, ladeado un poco para ver a Juan que se sentó frente a él. Por un instante pensó que por qué era tan típico, tan cliché lo de la planta mustia en lugares así, con lo poco que costaba un poco de luz y un poco de agua.
-Bueno, señor Gómez –mirando algo en el monitor-. Juan Gómez Gómez, calle Águila Martínez, 66.
-Sí –respondió acomodándose en la incómoda silla, pensando que la del agente estaba acolchada y parecía más cómoda. Truco número uno de manual. Pensó con sorna interior.
-Le indicó a los compañeros que no oyó nada la noche del catorce y madrugada del quince –mirando al monitor y posiblemente pasando páginas y deteniéndose en alguna.
-Eso es.
-Haga memoria... ¿qué estaba haciendo entre las once y las once y media esa noche? –ahora sí mirándolo directamente a los ojos, buscando algún signo que no iba a encontrar.
-No sé... Ya habría cenado. Ceno a las nueve y luego supongo que me iría al taller o estaría viendo la tele o... –respondió con parsimonia.
-¿No oyó nada fuera? –ahora tecleando algo en el informe que tuviera delante.
-No sé, como algunas noches se oyen ladridos de perros... –fingiendo recordar usando correctamente la mirada hacia arriba y a la derecha. Típico micro signo de rememorar con imágenes–. Hace un mes o así, oí ruidos extraños en la casa que está en venta sobre las ocho de la tarde o así...
-¿En cuál de las dos? –preguntó el policía, listo para anotar algo más en el informe.
-Creo en la de la derecha, en el 68...
-Ajá –tecleó algo que le llevó medio minuto o algo más de tiempo.
-¿Por qué precisamente a esa hora, a las once...? –preguntó Juan intentando pescar.
El policía se lo quedó mirando, con ojos neutros pero escrutadores. Justo en ese momento se oyeron voces fuertes en el pasillo.
“¡Coño, Ferrer, no...! ¡Déjanos trabajar... Vete a casa!”
“¡Joder, qué pronto se os olvida que me he dejado la vida aquí...!
“Venga, vamos a tomar un café, vente conmigo... No lo jodas todo, sabemos lo que estamos haciendo...”
Las voces se extinguieron poco a poco, alejándose del pasillo. Juan ya sabía que el padre de la mujer rondaba por la comisaría. De nuevo el escalofrío de una sonrisa interior de placer recorrió su espalda.
-El móvil de la víctima estaba activo a esa hora en esa zona –respondió el policía sin reaccionar a las voces del pasillo.
-Ah, igual se paró a hablar con alguien... –retador.
-Claro. –el agente hizo una pausa mirándolo y luego revisando algo en el monitor-. ¿Vio usted a alguien o escuchó algo sobre esas horas?
-Como no fuera a la señora que pasea a su perrito a horas raras... –dijo Juan desviando la mirada a la planta mustia.
-La señora pasó por allí sobre la una y media de la madrugada –respondió el policía seguro, sin mirarlo.
-Ah, pues como a veces saca varias veces al perro... –ahora sí que estaba disfrutando Juan.
-Ya, ¿y qué hizo usted luego? ¿Estuvo durmiendo sin más esa noche? –impasible, Juan notó que ahora quería pescar el joven uniformado.
-Supongo que me iría a dar una vuelta, no podía dormir...
-Como le dijo a los compañeros que tenía el sueño pesado...
-Ya sabe, hay días y días, a veces los lunes se mezclan con los miércoles, ya no tengo la memoria tan fina... –con una sonrisa en la cara mientras se apuntaba con un dedo la frente.
-Lo digo porque a las cuatro y cuarto de la madrugada entraba en la discoteca Xangri-A... –obviamente le tocaba mover el cebo de la caña de pescar. Juan lo estaba esperando.
-Vaya... –esto le sorprendió un poco, pero había visto perfectamente las cámaras antes de entrar allí.
-Hay cámaras en los accesos a ese local por seguridad.
-Pues sí... –dijo Juan asintiendo con todo el cuerpo.
-A las siete y doce minutos pasó un control de alcoholemia con la Guardia Civil... –dijo el policía tecleando algo en su ordenador y sin mirar a Juan.
-Cero cero –respondió imitando el tono de un anuncio típico de esas bebidas.
-Ya. Bueno, pues nada más, gracias por su colaboración –el policía se levantó ofreciéndole una saludo de manos a Juan, que éste no rechazó. El apretón no le gustó, le había parecido excesivo. Manías. No le gustaba el contacto social.
Juan salió pasillo abajo hacia la salida de la Comisaría, justo en ese momento le pareció ver a Lucía entrando en un despacho. No podía ser. Esperó unos minutos hasta que la mujer volvió a salir. No, más baja, pelo parecido, nariz diferente. Desliz freudiano, pensó.
Mientras caminaba de vuelta a su casa. Reflexionaba sobre si convenía volver a llamarla o dejarlo correr, por si había más peligro en intentar sonsacarle información o en que ella se lo sacara a él. Cosa que le parecía simplemente imposible. A él, al controlador de la realidad. Pasaría por la verdulería. Mañana era sábado y tocaba mercado. Debía consultar el tiempo, ya que avisaban para ese fin de semana de lluvias intensas.
Esa noche, la lluvia llegó como una llovizna insulsa. Conectó su portátil. Hizo clic en un anuncio de frigoríficos inteligentes, en un artículo publicitario de un banco en línea, y en la web promocional de una cantante llamada “Adipalu” con un vídeo machacón y soso que tuvo que cerrar después de apuntar varias veces a una esquiva “x” que se movía. En la información local volvían a incidir en la posibilidad de que el caso de Ferrer estuviera relacionado con el fondo de inversión WorldMundo Hainsbach, sus abogados declinaron hacer declaraciones, cosa que motivaba a los “cazanoticias” de dientes afilados a especular sobre los motivos de su falta de comentarios. Recordaba un artículo sobre los dientes de los tiburones y que la cantidad de dientes estaba ligada a lo que comían, los que se alimentaban de presas grandes tenían menos pero de mayor tamaño. Y los que cazaban presas pequeñas tenían más para facilitar su captura. Una adaptación evolutiva del mundo de la prensa sensacionalista.
En otro periódico habían conseguido entrevistar a uno de los trabajadores que había estado limpiando el cauce, sin mucha información, ya que él no había estado en el turno en el que se encontró el cuerpo. En otro periódico de tirada nacional, algo más serio, se decía que aún no se había levantado el secreto del sumario y que el Juez Lacosta se encargaba del caso. Se habían enviado especialistas de la capital provincial y algunos habían llegado desde Madrid, sobre todo en la parte más técnica de la medicina legal. El ex marido de la asesinada había llegado desde Francia y se le había tomado declaración en Comisaria. Apuntaban que años atrás, ese hombre (M.A.L.L.) estuvo implicado en un desfalco en la compañía alimenticia para la que trabajaba. Quedando libre de todos los cargos meses después. “La prensa nunca defrauda”, pensaba Juan, mientras apagaba y desconectaba su ordenador. Subió a su habitación y se quedó mirando la ventana, ahora llovía algo más intensamente. Mañana iría a comprar al mercado contra viento y marea. El domingo haría nueva lista semanal, esta vez completa. Las cosas deben volver a su cauce. Cauce. Soltó una risotada mientras se disponía a dormir.
Esta parte del "relato largo" (larguísimo) viene de aquí y en este orden, primero aquí:
www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-7
Después aquí:
www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-11
Luego:
www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-14
Después...
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Luego:
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Dos días después lo llamaron desde la Policía. Una llamada muy cordial, invitándolo a pasarse por la comisaría de la localidad. El policía le explicó que habían convocado a varios vecinos de la misma calle para ver si podían ampliar la información que ya tenían. Juan dijo que mejor por la tarde, tras la salida del trabajo. En un momento, Juan preguntó si se trataba de alguna broma o algún tipo de timo, y que cómo sabía que le llamaba la Policía. El policía al otro lado, armándose de paciencia, le dijo que era fácil de comprobar, que viniera a la hora indicada a las dependencias policiales y que allí le dirían con quién hablar. Juan estuvo a punto de añadir un “¿y si me niego a ir?” Pero no le pareció prudente ni práctico. Así que dijo que allí estaría.
Tanta rapidez le ponía en alerta, muchos de estos casos se alargaban semanas y semanas, meses, años. Pruebas forenses, peticiones al juez, control de móviles, revisión de mensajes, todo eso requería siempre de una petición al juez y que éste lo aprobara o no. Quizás el hecho de que el padre hubiera sido inspector de Policía. Quizás. Había leído un artículo hablando de que estaba ya retirado de la Institución y que había sido condecorado dos veces. La familia estaba esperando que terminara todo el proceso para poder enterrar a la hija. Discreción total en los medios, parecía que se respetaba escrupulosamente la intimidad de familiares y allegados, ni siquiera la prensa más carroñera se había interesado en sacar asuntos escabrosos o sensacionalistas.
Sentado en un pasillo, en uno de esos bancos de madera que debían haber visto y oído de todo, esperaba que le llamaran para la entrevista. Miraba a un lado y a otro buscando a alguien en su misma situación, algún vecino que viniera a contar lo que pudo ver u oír esa noche, tal y como le habían convocado a él. Miró su reloj. Quince minutos tarde de la hora pactada. Paredes de un verde hierba que habían conocido mejores años, puertas grises y cierto ajetreo entre despachos, nada especial. Policías con papeles y carpetas entrando y saliendo de diferentes estancias. Tranquilidad.
Mientras esperaba que lo llamaran, repasaba alegremente que él no había guardado ningún objeto de “recuerdo” del cadáver, ni tenía agendas con caligrafía atropellada contando sus logros, ni ningún manifiesto con declaraciones de doctrinas o propósitos, ni tenía nada escrito en ninguna parte. Nada, ningún documento u objeto en casa que pudiera delatarlo. Todo lo tenía en la cabeza, lo guardaba allí arrinconado en compartimentos concretos, ordenados por horas, sensaciones, reflexiones y certezas, esas secciones mentales tenían ciertos seguros que él llamaba “olvidos conscientes”, una manera que tenía de no acceder a ningún recuerdo que pudiera mostrar nada de lo que tuviera clasificado en esas partes recónditas de su mente. Entre sus muchas reflexiones aleatorias se reía mentalmente de cómo la sociedad defendía el diálogo, la diplomacia para llegar a acuerdos, una sociedad dialogante y civilizada. Él sabía, con férrea convicción, que todo eso no era más que hipocresía y teatro. Según Juan, cuando alguien tiene razón en un tema, el que sea, y hay otra persona que opina lo contrario, la única solución es machacar físicamente al otro. Eliminarlo, matarlo. Los animales cuando entran en peleas territoriales o por hembras de su especie, los mamíferos se tumban patas arriba, enseñan la panza como señal de haber perdido y el ganador deja de atacarlo habiendo ganado. Los humanos no teníamos ese acto reflejo, si alguien mostraba algún signo de reconocer que el otro le había ganado, lo eliminaría sin contemplaciones. Recordaba una frase de un libro: “La estocada más certera y con más fuerza la da quien cree tener más razón que el contrincante. Un atisbo de duda y estás muerto.” Eso era la vida, la real. O eso creía Juan. Tampoco era tonto y no quería ir a la cárcel, ni ser ajusticiado, fingir era el precio que debía pagar por actuar en ese teatro llamado Sociedad.
-¿Juan Gómez? –preguntó un policía abriendo una puerta y mirándolo.
-¿Sí?
-Pase, por favor –era joven pero no eran un recién llegado a la Policía. Uniforme impecable.
Juan encontró un pequeño despacho, atiborrado de informes, carpetas de colores, un ordenador, una planta mustia en la ventana, una mesa de despacho espartana y dos sillas. El policía se sentó delante del monitor y del teclado, ladeado un poco para ver a Juan que se sentó frente a él. Por un instante pensó que por qué era tan típico, tan cliché lo de la planta mustia en lugares así, con lo poco que costaba un poco de luz y un poco de agua.
-Bueno, señor Gómez –mirando algo en el monitor-. Juan Gómez Gómez, calle Águila Martínez, 66.
-Sí –respondió acomodándose en la incómoda silla, pensando que la del agente estaba acolchada y parecía más cómoda. Truco número uno de manual. Pensó con sorna interior.
-Le indicó a los compañeros que no oyó nada la noche del catorce y madrugada del quince –mirando al monitor y posiblemente pasando páginas y deteniéndose en alguna.
-Eso es.
-Haga memoria... ¿qué estaba haciendo entre las once y las once y media esa noche? –ahora sí mirándolo directamente a los ojos, buscando algún signo que no iba a encontrar.
-No sé... Ya habría cenado. Ceno a las nueve y luego supongo que me iría al taller o estaría viendo la tele o... –respondió con parsimonia.
-¿No oyó nada fuera? –ahora tecleando algo en el informe que tuviera delante.
-No sé, como algunas noches se oyen ladridos de perros... –fingiendo recordar usando correctamente la mirada hacia arriba y a la derecha. Típico micro signo de rememorar con imágenes–. Hace un mes o así, oí ruidos extraños en la casa que está en venta sobre las ocho de la tarde o así...
-¿En cuál de las dos? –preguntó el policía, listo para anotar algo más en el informe.
-Creo en la de la derecha, en el 68...
-Ajá –tecleó algo que le llevó medio minuto o algo más de tiempo.
-¿Por qué precisamente a esa hora, a las once...? –preguntó Juan intentando pescar.
El policía se lo quedó mirando, con ojos neutros pero escrutadores. Justo en ese momento se oyeron voces fuertes en el pasillo.
“¡Coño, Ferrer, no...! ¡Déjanos trabajar... Vete a casa!”
“¡Joder, qué pronto se os olvida que me he dejado la vida aquí...!
“Venga, vamos a tomar un café, vente conmigo... No lo jodas todo, sabemos lo que estamos haciendo...”
Las voces se extinguieron poco a poco, alejándose del pasillo. Juan ya sabía que el padre de la mujer rondaba por la comisaría. De nuevo el escalofrío de una sonrisa interior de placer recorrió su espalda.
-El móvil de la víctima estaba activo a esa hora en esa zona –respondió el policía sin reaccionar a las voces del pasillo.
-Ah, igual se paró a hablar con alguien... –retador.
-Claro. –el agente hizo una pausa mirándolo y luego revisando algo en el monitor-. ¿Vio usted a alguien o escuchó algo sobre esas horas?
-Como no fuera a la señora que pasea a su perrito a horas raras... –dijo Juan desviando la mirada a la planta mustia.
-La señora pasó por allí sobre la una y media de la madrugada –respondió el policía seguro, sin mirarlo.
-Ah, pues como a veces saca varias veces al perro... –ahora sí que estaba disfrutando Juan.
-Ya, ¿y qué hizo usted luego? ¿Estuvo durmiendo sin más esa noche? –impasible, Juan notó que ahora quería pescar el joven uniformado.
-Supongo que me iría a dar una vuelta, no podía dormir...
-Como le dijo a los compañeros que tenía el sueño pesado...
-Ya sabe, hay días y días, a veces los lunes se mezclan con los miércoles, ya no tengo la memoria tan fina... –con una sonrisa en la cara mientras se apuntaba con un dedo la frente.
-Lo digo porque a las cuatro y cuarto de la madrugada entraba en la discoteca Xangri-A... –obviamente le tocaba mover el cebo de la caña de pescar. Juan lo estaba esperando.
-Vaya... –esto le sorprendió un poco, pero había visto perfectamente las cámaras antes de entrar allí.
-Hay cámaras en los accesos a ese local por seguridad.
-Pues sí... –dijo Juan asintiendo con todo el cuerpo.
-A las siete y doce minutos pasó un control de alcoholemia con la Guardia Civil... –dijo el policía tecleando algo en su ordenador y sin mirar a Juan.
-Cero cero –respondió imitando el tono de un anuncio típico de esas bebidas.
-Ya. Bueno, pues nada más, gracias por su colaboración –el policía se levantó ofreciéndole una saludo de manos a Juan, que éste no rechazó. El apretón no le gustó, le había parecido excesivo. Manías. No le gustaba el contacto social.
Juan salió pasillo abajo hacia la salida de la Comisaría, justo en ese momento le pareció ver a Lucía entrando en un despacho. No podía ser. Esperó unos minutos hasta que la mujer volvió a salir. No, más baja, pelo parecido, nariz diferente. Desliz freudiano, pensó.
Mientras caminaba de vuelta a su casa. Reflexionaba sobre si convenía volver a llamarla o dejarlo correr, por si había más peligro en intentar sonsacarle información o en que ella se lo sacara a él. Cosa que le parecía simplemente imposible. A él, al controlador de la realidad. Pasaría por la verdulería. Mañana era sábado y tocaba mercado. Debía consultar el tiempo, ya que avisaban para ese fin de semana de lluvias intensas.
Esa noche, la lluvia llegó como una llovizna insulsa. Conectó su portátil. Hizo clic en un anuncio de frigoríficos inteligentes, en un artículo publicitario de un banco en línea, y en la web promocional de una cantante llamada “Adipalu” con un vídeo machacón y soso que tuvo que cerrar después de apuntar varias veces a una esquiva “x” que se movía. En la información local volvían a incidir en la posibilidad de que el caso de Ferrer estuviera relacionado con el fondo de inversión WorldMundo Hainsbach, sus abogados declinaron hacer declaraciones, cosa que motivaba a los “cazanoticias” de dientes afilados a especular sobre los motivos de su falta de comentarios. Recordaba un artículo sobre los dientes de los tiburones y que la cantidad de dientes estaba ligada a lo que comían, los que se alimentaban de presas grandes tenían menos pero de mayor tamaño. Y los que cazaban presas pequeñas tenían más para facilitar su captura. Una adaptación evolutiva del mundo de la prensa sensacionalista.
En otro periódico habían conseguido entrevistar a uno de los trabajadores que había estado limpiando el cauce, sin mucha información, ya que él no había estado en el turno en el que se encontró el cuerpo. En otro periódico de tirada nacional, algo más serio, se decía que aún no se había levantado el secreto del sumario y que el Juez Lacosta se encargaba del caso. Se habían enviado especialistas de la capital provincial y algunos habían llegado desde Madrid, sobre todo en la parte más técnica de la medicina legal. El ex marido de la asesinada había llegado desde Francia y se le había tomado declaración en Comisaria. Apuntaban que años atrás, ese hombre (M.A.L.L.) estuvo implicado en un desfalco en la compañía alimenticia para la que trabajaba. Quedando libre de todos los cargos meses después. “La prensa nunca defrauda”, pensaba Juan, mientras apagaba y desconectaba su ordenador. Subió a su habitación y se quedó mirando la ventana, ahora llovía algo más intensamente. Mañana iría a comprar al mercado contra viento y marea. El domingo haría nueva lista semanal, esta vez completa. Las cosas deben volver a su cauce. Cauce. Soltó una risotada mientras se disponía a dormir.
La mañana estaba desapacible, la lluvia acompañada de un viento frío dominaba las calles, los coches pasaban sobre los charcos creando pequeñas cortinas de agua a los lados. Nada que ver con la tromba de días anteriores que arrastró barro y contenedores. Cubrió el carrito de la compra con un resto del plástico que había comprado en el bazar, le quedaba el justo para hacerle un improvisado poncho al carro. Le hacía mucha gracia ver el uso final del material que usó para envolver su paquete. Lo miraba y sonreía. Se puso un impermeable y se calzó las botas de agua.
Mientras se dirigía al mercado, volvía a repasar la entrevista de ayer en la Comisaría, había un par de ideas que le estaban rebotando en la parte trasera de la mente. El policía dijo que el móvil de ella estaba activo en la zona y él respondió que la víctima se pararía a hablar con alguien. Respuesta incorrecta. En ningún momento dijo que se detuviera, simplemente que estaba activo. Otra cosa que le llamaba la atención era que tuvieran la cronología de sus movimientos incluyendo el control de la Guardia Civil. ¿Por qué? Razonó que también tenían la hora a la que pasó la mujer del mini perro ladrador. Debía ser lo normal, cuadrar declaraciones, horas y lugares.
Juan tenía controladas las cámaras de tráfico de la zona, de casi toda la localidad; las había ido anotando, creando un mapa detallado de su situación. Semanas después las memorizó y destruyó el papel donde tenía sus posiciones. Al pasar por una alcantarilla y ver cómo el agua se colaba entre los barrotes del sumidero le entró una duda. ¿La tarjeta sim del móvil la tiró en un contenedor o en una alcantarilla? El recuerdo oscilaba entre un lugar y otro, claramente uno de los dos era un recuerdo falso. ¿Cuál? ¿Por qué? Este hecho le molestaba ya que podría tener más recuerdos falsos y algunos podrían estar relacionados con errores o fallos en el caso actual. Un torrente de recuerdos de la infancia se agolparon en desorden. Sus entradas y salidas del ala de Psiquiatría del Hospital General, desde los diez a los quince años, cuando por fin consiguió engañar a todos los sanitarios y le dieron definitivamente el alta. Entre otras cosas sufría pérdidas de memoria de eventos, de personas o incluso de información personal. Algo relacionado con la disociación. Tonterías médicas. Pero el que olvidara cosas o las confundiera en sus recuerdos no le gustaba, ya que entraba en el abismo sin fondo de sentir que la realidad podría estar distorsionada, sentir como si nada fuera real, como si él fuera un espectador de una película. Ese abismo para él tenía la forma de un vórtice. Retomando su hilo de pensamiento, encajó esa pieza del pasado en que no era posible acceder a sus datos médicos, eran confidenciales. Y además, para qué iban a indagar tanto. Tenían que encontrar a un asesino, alguien haría de chivo expiatorio y caso cerrado.
Juan hizo la compra en el mercado, después se pasó por el bazar asiático a resguardarse un poco de la lluvia y a pasear por los pasillos sin comprar nada, se quedó un rato mirando el rollo de plástico del que había comprado cinco metros, lo acarició como el que toca una tela sedosa; luego fue a la verdulería y de vuelta a casa. Mientras volvía, se dió cuenta de que cuando compró el plástico y lo llevó a su casa no llevaba guantes. Un instante de duda, un momento de intensa punzada mental. Al momento, calculó que habría muchas huellas de todas las manipulaciones en ese rollo hasta llegar al bazar y además que el agua de la riada podría haberse llevado la mayoría.
La tormenta estaba en su punto álgido, o eso le parecía él. Truenos, viento y lluvia. El jardín estaba empapado y al pasar el carrito por el lateral con césped, evitando el hueco central ahora sólo con tierra y semillas, vio que tenía una carta en el buzón. No hizo ni el intento de recogerla.
Una vez con ropa casera, ordenó la compra en los estantes y en el frigorífico. Mientras preparaba la comida del día y de parte de la semana siguiente, recordó que tenía que ir a reponer todas las prendas que tiró del canasto de la ropa sucia. Una sonrisa malvada se le dibujó en la cara. Pensó que era una buena excusa para llamar a la periodista y ver si podría sacarle alguna información, con el pretexto de que tenía que ir a comprarse vestuario. Desconocía si socialmente era extraño invitar a alguien a que le acompañara a comprar ropa. Suponía que sí, pero no estaba seguro de por qué. “¿Tomar un café, sí? ¿Comprar ropa, no?” Igual mejor quedar con ella después de terminar las compras en las tiendas. Después de comer miraría con detalle las noticias.
Ensalada de rúcula, pescado al vapor con puré de boniato y peras al vino tinto.
Tras hacer clic en la variada publicidad, se fue directo a la web de “TV-1999”. En las noticias locales, un pequeño vídeo donde la familia de la persona que cayó desde la pasarela de madera reclamaba al Ayuntamiento y al gobierno regional, más medios para continuar la búsqueda o ampliarla. Criticaban con dureza la falta de sensibilidad del Consistorio. “Al menos encontrar su cuerpo para enterrarlo”, decía una de la hijas del fallecido.
Un artículo sobre la limpieza de cañas y vegetación del cauce en el que un técnico afirmaba: “...En los cauces y ramblas la vegetación tiene sus funciones y entre ellas está la laminación de riadas al reducir el impacto del agua, además produce desbordamientos en diferentes puntos del cauce y lo reparte en superficies más grandes. En el caso de que no existiera vegetación, el agua aumentaría de velocidad y produciría desbordamientos mucho más agresivos. Por eso la limpieza actual acometida en la localidad se ha hecho manteniendo parte de la vegetación y...”
El caso Ferrer sigue sus pasos y ya se tienen algunas informaciones del móvil de la víctima, además de las pruebas preliminares forenses, detalles que no han trascendido a la prensa al estar bajo secreto del sumario. “La Policía está siendo extremadamente meticulosa y sistemática en todo el proceso, nos confirman fuentes cercanas a la investigación.”
Miró la hora y decidió llamarla. Antes vio que tenía dos llamadas perdidas del número de su padre.
-Hola, soy Juan –intentando parecer cordial.
-Hola, Juan, ¿qué tal? –se oía ruido de fondo, voces, teléfonos a lo lejos sonando y movimiento de personas, parecía una Redacción o algo similar.
-El lunes tengo que ir de compras y después podríamos tomar un café, si puedes...
-Pues el mismo lunes te lo confirmo, que ahora mismo no lo sé.
-Vale.
-Adiós.
Llamaría a su padre cuando tocara. Hoy no tocaba. Justo estaba dejando el móvil en la mesa del salón cuando sonó. De nuevo, llamada de su padre. Descolgó, manteniendo un silencio incómodo.
-Juan, no hay novedades, pero quizás deberías venir a despedirte de tu madre...
-No es día de llamadas –dijo Juan.
-Hijo, ya sé que es complicado para ti, lo sé... pero...
-Hoy es sábado, mañana domingo, pasado lunes... –respondió mirando de reojo la puerta que conducía a su taller.
-No se sabe si despertará del coma ni en qué estado. El lunes la trasladan al Hospital General...
-Hospital General. Bueno, cuelgo –su mirada ahora estaba concentrada en los cuadros que decoraban el hueco de la escalera hacia la planta de arriba.
-Vale. Adiós.
Dejó el móvil en la mesa. Se dirigió hacia uno de los cuadros de vórtices. Se lo quedó mirado, arrastrado hacia el interior de ese infinito vacío que era el centro del mismo, con esos trazos que giraban hasta confluir en ese ojo eterno de negrura.
El domingo se fue tal y como había llegado. No salió de casa, seguía lloviendo y las calles comenzaban a acusar la cantidad de lluvia acumulada. Un día lánguido que dedicó a ordenar las herramientas del taller, preparó comida para varios días de la semana. Vió las noticias en esa cadena privada que todo el mundo parecía seguir. Ya había llegado la información a nivel nacional del cadáver aparecido en la riera. “Cubierto con un plástico”. Curioso. O todos eran unos inútiles o alguien no quería dar toda la información por alguna razón. Podía imaginarse algunas razones policiales, claro, pero no alcanzaba a entender qué podrían pretender con amagar el dato de que estaba envuelta, no cubierta.
El lunes por la tarde ya estaba recorriendo la zona peatonal del centro, tiendas y más tiendas. No llovía aunque las calles olían a esa peculiar humedad tras la lluvia y el aire estaba limpio. Un par de charcos incómodos aquí y allí, poco más. Compró un par de camisas de corte clásico y una camiseta un poco más informal con la frase: “I'll see you in my dreams". "Not if I see you first.” No tenía ni idea de dónde vendría la frase, si era famosa o no, pero le hizo gracia. Antes de salir de la tienda de las camisetas, se fijó en un hombre y una mujer que creía haber visto en otra parte. No sabía dónde. ¿Quizás visitando una de las casas en venta al lado de la suya? Dejó el pensamiento languidecer en la mente y fue a otra tienda.
Tras comprar lo que él calculaba que era repuesto de la ropa que había tirado, se dirigió al café donde había quedado con la periodista. Esta vez, ella le estaba esperando sentada en una mesa. Traje azul oscuro, camisa floreada y en vez de corbata un pañuelo anudado.
-Hola, Juan, ¿qué tal las compras? –dijo ella con una sonrisa, mientras movía la cucharilla en el café sin haber echado azúcar.
-Bien. Todo en orden –respondió él sentándose.
-¿Quieres tomar algo... te pido algo?
-Un vaso de agua -le dijo a la diligente camarera que se le acercó por un lado.
-No me has preguntado todavía si estoy soltera o casada o... –dijo ella dando un sorbo a su café.
-No.
-¿No sientes curiosidad?
-No es importante, creo yo. Pero siento curiosidad por algo... –dijo recogiendo el vaso de agua que le habían traído y buscando con la mirada un lugar donde echar los hielos que le habían añadido.
-Dispara –Lucía le ofreció el platillo de su café para que echara los hielos dentro.
-Siendo periodista, cómo terminaste en una televisión local que se dedica mayormente a los sucesos –Juan sacó los dos hielos con la mano y los colocó con mucho cuidado en el plato pequeñito.
-Ah, muy sencillo... Porque además de periodista soy criminóloga.
Juan iba a dar un sorbo de agua y se detuvo a medio camino mirándola a los ojos, luego fingió una sonrisa y dio un trago.
-A lo mejor por eso me fijé en ti en la discoteca... –dijo él de nuevo imitando torpemente una sonrisa.
-No, ¿crees que en un lugar así lleno de testosterona por litros no hay cincuenta tíos que te entran y casi todos medio borrachos o borrachos del todo? –respondió ella mientras sonaba el vibrador de su móvil en el bolso.
-¿No lo coges? –preguntó con sincera curiosidad.
-Luego en casa devuelvo las doscientas llamadas de medio mundo.
-Así que tú te fijaste en mí por algo, no? –preguntó Juan sin dejar de mirar el bolso de ella donde guardaba su móvil.
-Tu camisa –Lucía ahora apuraba su café.
-¿Mi camisa? –Juan con el vaso en la mano no sabía si beber o dejar el vaso en la mesa, desconcertado.
-Llevabas una mancha roja en la parte de atrás de la camisa.
-Raro porque no uso esa camisa para pintar –acertó a decir intentando encontrar una imagen de esa camisa y esa supuesta mancha roja. Sin éxito.
-En la parte de atrás... Supongo que al meter el faldón en el pantalón no la verías y menos detrás. ¿Te ha salido la mancha? –preguntó buscando a la camarera y haciéndole señas de que le trajera otro café.
-No sé –Juan seguía con el vaso a medio camino entre la boca y la mesa, paralizado en un instante extraño.
-Ah –en tono quedo y asintiendo lentamente con la cabeza.
-¿Y tú cómo volviste a tu casa? Bebiste unos cuantos vodka con naranja... –Juan consiguió dar un sorbo al agua.
-Llamé a una amiga y me llevó a casa. Ya sabes, cero cero –respondió imitando el tono de un anuncio típico de esas bebidas.
menéame