
La primera vez que alguien me habló de los 10.000 pasos fue para contarme que caminaba 10.000 pasos al día «dando doce vueltas al Ikea que había cerca de su casa». Así, sin comprar, sin desayunar Köttbullar y sin preguntar en qué universo físico se sostenía semejante afirmación. Yo asentí con la seriedad de quien no quiere quedar como un ignorante y, esa misma noche, miré el contador del móvil: 3.112 pasos. No habría llegado ni a la sección de muebles de cocina.
Desde entonces, los 10.000 pasos se instalaron en mi vida como una especie de conciencia portátil. Un juez silencioso, pero vibrante. En el segundo párrafo de cualquier conversación sobre bienestar moderno aparecen igual que aparecen las apuestas deportivas en una retransmisión de fútbol: sin que nadie las haya pedido, pero con la seguridad de que ya forman parte del paisaje. Si llego a los 10.000, bien, soy una persona funcional. Si no llego, algo he hecho mal, aunque haya trabajado todo el día, subido escaleras o sobrevivido a reuniones que deberían cotizar como deporte de riesgo.
Lo más gracioso es que ese número tan solemne, tan científico en apariencia, no viene de un comité de sabios ni de un estudio longitudinal con miles de voluntarios. Viene de un podómetro japonés de los años sesenta, el famoso manpo-kei, que significaba literalmente «contador de 10.000 pasos». No 7.438 ni 8.912, sino 10.000 porque es redondo, fácil de recordar y queda fenomenal en una caja. La ciencia llegó después, como suele, intentando justificar lo que ya se había convertido en dogma de muñeca.
Y cuando la ciencia llega, lo hace con esa manía suya de complicarlo todo. Estudios publicados en JAMA Internal Medicine o en The Lancet Public Health llevan años diciendo cosas bastante razonables: que moverse más es bueno, que pasar de 2.000 a 5.000 pasos tiene un impacto enorme en la salud, que a partir de unos 7.000 u 8.000 pasos los beneficios empiezan a estabilizarse. Que el cuerpo no entra en pánico si te quedas en 6.400. Pero intenta tú explicarle eso a una pulsera inteligente a las once y media de la noche, cuando te faltan 1.386 pasos y ya estás en pijama.
Ahí empieza el espectáculo doméstico. Gente dando vueltas al salón, subiendo y bajando escaleras sin ningún propósito arquitectónico, sacando la basura tres veces o paseando al perro con la intensidad de quien quiere batir un récord olímpico. Todo por cerrar el círculo. Porque el círculo hay que cerrarlo. No por salud, sino por paz mental.
Luego están los expertos que dicen que importa más la intensidad que la cantidad. Que caminar rápido media hora es mejor que arrastrarte todo el día como un personaje secundario de The Walking Dead. El Colegio Americano de Medicina del Deporte sigue recomendando 150 minutos semanales de actividad moderada, una recomendación sensata, equilibrada y absolutamente incapaz de competir con un numerito que sube en tiempo real y te felicita con fuegos artificiales digitales.
Yo tengo la sospecha de que el éxito de los 10.000 pasos no está en los músculos, sino en la cabeza. Nos gustan los objetivos claros, simples y diarios. «Muévete más» es una frase hueca. «Llega a 10.000» es concreta, medible y ligeramente adictiva. Aunque sepamos que el número es arbitrario. Aunque sepamos que un día con 5.000 pasos no nos convierte en un mueble clínico. El número ordena la culpa y la transforma en gráfica.
También hay voces críticas, claro. Médicos y psicólogos que advierten de que convertir el movimiento en una obligación cuantificada puede generar más ansiedad que bienestar, sobre todo en personas mayores o con problemas de movilidad. Eric Topol, cardiólogo muy citado, ha dicho que no necesitamos más datos, sino disfrutar más del movimiento. Y tiene razón, pero disfrutar no vibra ni manda notificaciones motivacionales.
Eso no quita que caminar funcione. Funciona de verdad. Mejora el estado de ánimo, reduce el estrés, ayuda a dormir mejor y despeja la cabeza. En la Universidad de Stanford incluso han estudiado cómo caminar mejora la creatividad. Nadie iba contando pasos mientras tenía una buena idea, pero ahí está el dato. Imagino a alguien parando una epifanía a mitad porque el contador se ha quedado corto.
Al final, los 10.000 pasos son una ficción útil. No una mentira descarada, pero tampoco una ley natural. Una excusa moderna para hacer algo tan básico como moverse un poco más en un mundo diseñado para que no te muevas nada. El problema no es el número, es tomárselo como un examen moral. Creer que si no llegas has fallado como ser humano. Que el bienestar psicológico cabe en una barra de progreso.
Yo sigo cayendo, no voy a fingir superioridad. A veces llego y me siento absurdamente satisfecho. A veces no llego y me prometo que mañana. A veces doy vueltas sin sentido solo para ver cómo sube la cifra. Y mientras camino pienso que igual el verdadero bienestar no está a 10.000 pasos exactos, sino en no necesitar comparativas surrealistas para hacer algo tan elemental como poner un pie delante del otro. Aunque, eso sí, si la pulsera vibra y me felicita, tampoco voy a ser yo el que le quite la ilusión.

Kevin Mitnick, conocido como uno de los hackers más emblemáticos de la historia, se hizo famoso por sus habilidades para manipular sistemas de seguridad y tecnología. Aunque su reputación se asocia principalmente con ataques a redes de empresas y sistemas gubernamentales, también hizo una incursión en el mundo de los casinos con un sistema más elaborado que el de Los Pelayos.
En su conocido libro El arte la instrusión, Mitnick describe cómo un grupo de cuatro amigos, todos ingenieros de software, decidieron investigar el funcionamiento interno de las máquinas tragaperras. Adquirieron una de estas máquinas para analizar su ROM y descifrar el algoritmo que determinaba la secuencia de las cartas. Descubrieron que las cartas no aparecían de forma aleatoria, sino que seguían una secuencia predefinida. Con esta información, desarrollaron un programa que les permitía predecir el momento exacto en que aparecería una mano ganadora, como una escalera real.
A principios de los años 90, las máquinas tragaperras estaban comenzando a digitalizarse, abandonando los mecanismos puramente mecánicos en favor de sistemas electrónicos controlados por software. Mitnick, ya inmerso en el mundo del hacking y la ingeniería social, identificó una oportunidad en esta transición tecnológica. La clave para su éxito residió en entender cómo funcionaba el software que controlaba las probabilidades de las máquinas y las reglas de los pagos. Este software estaba diseñado para generar resultados aparentemente aleatorios utilizando algoritmos de generación de números pseudoaleatorios (PRNG, por sus siglas en inglés).
Visitando casinos en Las Vegas —qué tiempos aquellos donde Las Vegas era el epicentro del mundo de las apuestas, ya que los juegos de casino online con dinero real aún no existían y nadie perdía el tiempo buscando el mejor comparador de cuotas casas de apuestas—, anotaban la secuencia de cartas visibles y, tras introducir estos datos en su programa, determinaban el momento óptimo para jugar y ganar. Este enfoque les permitió obtener ganancias significativas sin manipular físicamente las máquinas. Mitnick, como maestro del análisis y la manipulación, encontró una manera de anticipar los resultados de estas máquinas. Aunque los PRNG están diseñados para ser impredecibles, su funcionamiento se basa en fórmulas matemáticas que, una vez descubiertas, pueden ser replicadas. Mitnick logró estudiar y comprender el algoritmo utilizado en un modelo específico de máquina tragaperras, lo que le permitió calcular cuándo sería el momento óptimo para jugar y ganar.
El hackeo no se limitó a una máquina ni a un casino en particular. Se cree que el grupo de Mitnick aplicó esta técnica en varias máquinas, generando ganancias considerables antes de que los operadores de los casinos se percataran de que algo inusual estaba ocurriendo. Su estrategia era meticulosa: jugaban de forma esporádica para evitar levantar sospechas, asegurándose de no ganar en cantidades que llamaran demasiado la atención. Cuando los casinos finalmente se dieron cuenta de las anomalías, fue demasiado tarde para rastrear exactamente cómo Mitnick y su equipo habían logrado su cometido. Sin embargo, su capacidad para manipular el sistema destacó como un ejemplo de cómo los avances tecnológicos, si no se implementan con la seguridad adecuada, pueden ser vulnerables a quienes entienden profundamente su funcionamiento
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