10
Justino casi vive en la cocina. Tiene su propia casa y una habitación en el hotel, pero lleva treinta años presentándose en su puesto a las siete de la mañana sin marcharse nunca antes de la medianoche. Suele decir que si le pagasen las horas extras sería millonario, pero lo cierto es que ni siquiera las ha reclamado, ni tampoco sabría qué hacer con el sobresueldo si llegara a cobrarlo algún día.
Justino enviudó hace quince años, poco después de empezar a trabajar de cocinero en el hotel, y nunca volvió a encontrar un lugar donde sentirse cómodo lejos de aquellas paredes alicatadas de blanco donde todo está a mano y todo tiene su utilidad bien delimitada. En casa nunca supo manejarse, y menos desde que faltó su mujer, pero la cocina es su reino y lo gobierna con mano de emperador y escrúpulo de notario.
Ya no hay tantos clientes como antes, ni se le acumula tanto el trabajo, pero no es capaz de quedarse en la cama ni sabe a dónde ir los lunes, cuando el restaurante está cerrado. Allí, al menos, puede hablar con las camareras y las chicas de la limpieza, que bajan a desayunar con él y le cuentan pequeñas historias de un mundo que nada tiene ya que ver con el que él conoció.
Justino casi no sale, apenas escucha la radio y sólo ve la televisión cuando ponen fútbol o toros. Lo demás no le interesa, y no por dejadez, sino por simple menosprecio: lo que puedan contarle los políticos no tiene ninguna credibilidad para él, y lo que diga el resto le trae absolutamente sin cuidado. Quizás si tuviera hijos se preocuparía por la marcha del mundo, por el mercado de trabajo, o por las posibilidades de las nuevas tecnologías, pero estando solo en el mundo le da todo igual y se entera de lo que sucede en el país o en la ciudad como quién está obligado a asistir a una representación teatral muy vieja y muy mala, interpretada por pésimos actores que repiten una y otra vez las mismas frases huecas cuando se olvidan de la frase que les correspondía recitar.
Lo único que le queda es el trabajo en el hotel, y se mantiene en su puesto día tras día, pase lo que pase, aunque a veces se pregunta si realmente vale la pena. Podía haberse jubilado ya, pero prefirió seguir unos años más. Tres o cuatro. O cien. O quizás sólo un par de semanas, porque han cambiado demasiadas cosas y cada cambio es como una herida para él. Cada plato que se rompe. Cada persona que se marcha. Cada cortina y cada persiana que se rinden en las habitaciones del hotel. No le gusta lo que ve, pero piensa que quizás fuera aún peor no estar allí para verlo y tener que imaginar cada golpe, porque la imaginación es siempre más cruel que la realidad. Otras veces piensa en el viejo refrán sobre los ojos que no ven y el corazón que no siente y se dice así mismo que debería irse cuanto antes. Aún no lo ha decidido: tal vez se marche mañana. O tal vez se muera cualquier tarde en la cocina, preparando un sofrito.
Los demás pueden hacer lo que quieran, pero a él no le vale esa técnica de dejar que el tiempo haga el trabajo que no quiere hacer uno mismo. Cuando la gente se presenta a comer, tiene que haber comida, y no sirve contarle cualquier historia sobre el servicio técnico que se ha retrasado, o sobre cualquier normativa idiota que impide que se preste un mejor servicio. Cuando la gente se sienta en la mesa del comedor, las servilletas pueden estar medio limpias, los cubiertos desparejados y el mantel raído de vejez, pero en el plato tiene que haber algo que llevarse a la boca, y el mismo trabajo da hacer un filete chamuscado que un filete al punto, lo mismo cuesta una sopa desabrida que una sopa bien cocinada. Mantener las cosas en buen estado puede ser cuestión de coste, o de estar al tanto, pero hacer le trabajo bien sólo cuesta más esfuerzo cuando se es, de natural, un cerdo y hay que luchar a todas horas con los instintos naturales de un cerdo. Eso es lo que siempre ha creído Justino y lo mantiene cada día en su trabajo.
Los demás pueden seguir con sus trapicheos para ganar cuatro duros, o para esconderse de los pocos esfuerzos que se les exigen, pero a él no le hace falta el dinero ni le importa tener que pelar las patatas personalmente, porque el ayudante de cocina es en realidad el sobrino del gerente y sólo firmó el contrato para cobrar la nómina, sin pensar siquiera en pasar por el puesto. A él no le importa poner las mesas mientras reposa el arroz, ni salir al comedor con la sopera en la mano cuando uno de los camareros ha llegado medio borracho sabiendo sabe que nadie le llamará la atención mientras venda lo que tiene que vender a los ejecutivos de ojos brillantes.
Esas cosas, esas miserias, son para el que tiene alguna ilusión el vida que no puede alcanzar con su trabajo, o el que ni siquiera tiene vida y prefiere que lo entierren descansado. ¿Pero por qué iba a meterse él a vender lo que venden algunos en la planta baja, o en esa otra porquería de las chicas extranjeras?
Justino quería ser cocinero, y se dedica a guisar. Si hay quien se lo valore, cocinará con gusto, y si no hay quien se lo valore, porque los clientes sólo quieren llenar el buche, lo hará de todos modos, lo mejor que pueda, porque en le fondo no cocina para ellos, ni se esfuerza para ellos, ni se enfada por ellos cuando algo sale mal: todo el esfuerzo es para sí mismo, para no perderse el respeto, para sentare a última hora, o a primera, delante de un plato y poder decir “esto lo he hecho yo y esto sé hacer". Un cocinero que no cocina es como una madre de las de las viejas novelas, que paría los hijos y dejaba su crianza a cargo de la servidumbre. ¿Cómo puede sentirse uno luego orgulloso de ellos cuando otro los veló las noches que estaban enfermos, otra los amamantó y otro secó sus lágrimas cuando lloraban? ¿Qué es más importante, la sopa o el trabajo de hacerla? ¿La sopa o el esfuerzo de ir al mercado y elegir las patatas, elegir la verdura y prepararlo todo luego con cuidado? ¿A qué cocinero le puede importar realmente la sopa?
El trabajo sólo es una maldición para el que no sabe hacer nada y se presenta en su puesto dispuesto a matar las horas sin darse cuenta que en cada hora que mata se suicida también un poco. Cada hora que matas es tuya, y mueres con ella, o vives en lo que hiciste con ella. Y bien lo sabe él, que aún echa de menos los paseos que no dio con Manuela, las vacaciones que no cogieron y las noches de conversación que cambiaron por programas estúpidos de televisión que sólo servían para eso, para matar el rato.
El rato te mata a ti, dice siempre. No trates de revolverte. El tiempo te asfixia con manos de criminal, en cada esquina, en cada rellano de una escalera, en cada semáforo en rojo, y lo único que puedes hacer para vengarte es sacarle algún provecho, haciendo lo que te gusta o haciendo lo que crees que vale la pena. El tiempo no se pierde: te pierde él a ti, te extravía en laberintos de los que cada vez te cuesta más regresar, dejándote jirones de piel por el camino, como si hubieses asaltado una trinchera cuajada de alambradas de espino. Y cuando al final, un día cualquiera, consigue arrinconarte, entonces ya no tienes escapatoria y ter mueres preguntándote cómo has podido llegar hasta ahí, y qué camino has seguido para encontrarte tan perdido, en medio de ninguna parte.
Por eso Justino detesta el ambiente que se ha impuesto en el hotel, lleno de gente indolente a la que todo le da igual, gente sin vida, sin aliento, sin más objetivo que bostezar quince, veinte o treinta años hasta la jubilación. ¿Y qué harán cuando se jubilen, si ya tienen ahora todo el tiempo y lo emplean en bostezar en su trabajo? Seguir bostezando, aburriéndose en casa en lugar de en el trabajo, aburriendo a los que tengan la mala fortuna de acercarse a ellos. ¿Qué harán? Seguir sembrando desaliento y apatía. Hay que entusiasmarse por algo, lo que sea, por construir una máquina, guisar un estofado, o plantar frutales, aunque la máquina no funcione, nadie pida ese día el estofado o los frutales se sequen. ¿Qué más da?
Hay que tener coraje para seguir trabajando o coraje para marcharse a otro lado cuando ya no vale la pena lo que estás haciendo.
Para ti todo es muy fácil, porque no tienes familia, le dicen a veces cuando repite estas ideas ante los demás. Para mí todo es muy fácil, responde Justino, porque soy cocinero después de haber sido mecánico de camiones, y porque fui mecánico de camiones después de ser cocinero en un petroleo que iba de Kuwait a Holanda, y porque me hice cocinero en el barco después de ocuparme del mantenimiento de las válvulas, y porque me embarqué después de aprender a arreglar tractores, y porque aprendí a arreglar tractores después de ser jornalero en el norte con la puñetera remolacha, donde trabajas lo mismo que un jornalero de la aceituna, pero con frío y humedad. Así de fácil es decirlo para mí, cabrones.
Entonces, todos se ríen. Justino, a veces en voz alta y a veces para sus adentros, continúa su discurso: pero la remolacha que yo sacaba no llevaba tierra pegada. Y los tractores que yo reparaba no se volvían a estropear al día siguiente, cuando se aflojaba cualquier tuerca. Y ningún barco se quedó sin motor mientras yo estuve al cargo, aunque hubiera que dormir en la sala de calderas, ni se quejó nunca un marinero de lo que comía, aunque en algunos barcos los había de cuatro o cinco religiones, cada cual con sus manías o sus creencias, ni se ha vaciado el restaurante de este hotel como se han vaciado las habitaciones, que bien sabéis todos que aquí siguen viniendo a comer los de siempre aunque ya sólo unos pocos se queden a dormir...
Ese es su orgullo: el restaurante no ha decaído. Aunque el hotel entero se desmorone a pedazos, el restaurante sigue siendo el mejor, o uno de los mejores d ela ciudad, como hace quince años. Aunque vendan cocaína en la primera planta y hayan metido putas en la mitad de las habitaciones, aunque no funcione la calefacción y no se laven las cortinas, aunque hayan alquilado el parking bajo cuerda para meterse al bolsillo los alquileres, a Justino le importa un carajo: para comer en el restaurante aún hay que llamar el día antes. Y si no llamas esperas, o te jodes, porque ni el gerente ni la luna santa tiene cojones para ir a decirle a Justino que cuele a Fulano o a Mengano porque es un compromiso. La gente que se respeta, impone respeto. Si empiezas por llevarte un bolígrafo de la oficina, lo más normal es que no se entere nadie, pero lo extraordinario se convierte en costumbre y un día acabarás teniendo que callarte la boca cuando un mequetrefe cualquiera pida su parte en el despiece de la presa. Si el gerente se lleva la recaudación y los camareros los tenedores, entonces son iguales. No es más ladrón el gerente, sólo aprovecha mejor sus oportunidades. No compares, le dice. Sí comparo, responde Justino: no hay cosa que más me joda que ver como se convierte en ética la envidia. Porque es envidia. Porque el camarero que se lleva los tenedores echa pestes del gerente pensando en lo bien que le vendría a él poder sacarse algo más que una mierda de cubertería.
Si tú mujer viviera..., le dicen los que lo conocen. Si Manuela viviese, sería estanquero, para tener un trabajo tranquilo y poder andar por ahí luego, pero no se me secaría ni un puro, ni vendería tabaco de contrabando, ni mandaría a otro estanco al que sólo viniese a comprar sellos de dos céntimos. Estés donde estés siempre hay maneras de hacer las cosas bien y maneras de convertir cualquier puesto en una escombrera.
Justino se acaba de dar cuenta de que está hablando sólo y trata de enmendarse. Levanta la vista y regresa a la realidad del comedor, todavía vacío, salvo algunos empleados que discuten entre ellos con más vehemencia que de costumbre. Seguramente haya sucedido alguna cosa la noche anterior, o haya surgido alguno de esos conflictos idiotas por los que las limpiadoras se pelean entre sí.
Una de las chicas que empiezan su jornada se acerca a él y le murmura una frase casi al oído. Justino frunce el ceño y le pide que se lo repita. La edad se le empieza a notar en que a veces no se da cuenta de que habla en voz alta porque ni siquiera se oye a sí mismo, de lo sordo que se está quedando.
La muchacha vuelve a pronunciar la misma frase, con algo más de vehemencia, pero sin alzar la voz.
Justino se echa a reír.
Su risa suena indefinida, sin decidirse a elegir el bando de los locos, el de los niños o el de los viejos que se alegran de algo que en el fondo no les importa.
Pero se ríe.
11
Eran las doce menos diez y Malindo ya no se apartaba ni un instante de la venta. Sin embargo, de vez en cuando miraba a Susana y trataba de intercambiar algunas frases con ella.
—Por cierto, ¿sabe que es muy guapa?
Susana se sobresaltó al oírle decir aquello y se encogió en un gesto reflejo, pero él la calmó con un gestó
—Tranquila. Sólo intentaba hacer un comentario amable.
—Lo siento. Es que...
—La entiendo. Ahí atada, y junto a un tipo con un arma. Es como para ponerse nerviosa. Muchos hombres se habrían cagado encima, pero usted ha aguantado muy bien...
—Gracias.
—¿Está casada?
Ella negó con la cabeza.
—¿Pero tendrá un novio?
Susana volvió a negar.
—Eso no me lo puedo creer. Una muchacha tan linda...
La chica se encogió de hombros. Malindo suspiró.
—Hábleme. Cuénteme su vida. Le estoy dando un buen consejo porque me gusta usted. Siempre hay que hablar a tu secuestrador para que te vea como un ser humano, simpatice contigo y no te mate. Hay que intentarlo, al menos. No cuesta nada apretar el gatillo contra alguien que sólo es un trozo de carne.
—No tengo novio. Tuve uno y me dejó —respondió Susana de inmediato.
—¡Vaya idiota!
—Se fue a trabajar fuera y allí encontró a otra. Son cosas de la distancia.
—¿Y por qué no se fue usted con él?
—Yo tenía aquí mi trabajo.
—Yo me iría a cualquier parte por una mujer. Por una en concreto, pero aún no la he conocido. Y la que conocí murió de niña —lamentó el sicario.
—Lo siento.
—Una enfermedad que en cualquier otro lado sería una tontería. Pero en mi tierra, y en el campo, se la llevó. Cuando la llevaron al hospital ya era tarde.
—Lo siento —repitió ella.
—¿Y usted? ¿No quería a ese tipo lo suficiente para irse con él?
—No podía dejar el trabajo.
—¿Y por qué no?
—Porque no se puede dejar un trabajo para irse así, con otra persona, y ser una carga. No se encuentra nada fácil un trabajo hoy en día.
El sicario miró por la ventana, comprobó que no había movimiento alguno, y volvió a mirar a la chica, sonriendo.
—No lo quería. Y él a usted, tampoco.
—A veces las cosas no son tan fáciles —se defendió ella, dolida.
—Nunca son fáciles. Míreme a mí: de niño quería ser cirujano, y ya ve...